Prólogo

Soy escritora. Mi tercera y más reciente novela ha merecido el elogio de la crítica y una prolongada estancia en la lista de los libros más vendidos, hechos que, casi al cabo de un año, aún sigo intentando comprender. Raro es el día en el que no siento una profunda gratitud. Solo tengo treinta y tres años. No muchos escritores obtienen el éxito del que yo disfruto en toda su vida, y mucho menos a mi edad, y menos aún con los inicios tan adversos que yo tuve.

En vista de cómo fue ridiculizada mi primera obra, por lógica tendría que haber tirado la toalla. Que no lo hiciera, simplemente es expresión de un irreprimible impulso creativo o de terquedad. Yo sospecho que un poquito de ambas cosas.

Y además, estaba Grace.

Me explicaré. Soy de Middle River. Es una ciudad pequeña al norte de New Hampshire que, como su propio nombre indica, está situada junto a un río entre otros dos ríos, el Connecticut y el Androscoggin. Nací y crecí allí, lo cual significó no solo vivir a la sombra de las Montañas Blancas, sino también de Grace Metalious.

¿Grace qué?, se preguntarán.

De no haber nacido en Middle River, probablemente yo tampoco sabría quién fue. Soy demasiado joven. Su extraordinario éxito de ventas, Peyton Place, fue publicado en 1956, dieciséis años antes de que yo naciera. También me perdí la película y la serie de televisión que siguieron al libro. Cuando yo llegué al mundo, en 1972, la película había quedado en el olvido y la serie nocturna de televisión había sido archivada. Estaban preparando otra serie, pero Grace había muerto hacía siete años y casi nadie recordaba ya su nombre.

Me asombra lo rápidamente que decreció su fama. Según cuentan, cuando apareció Peyton Place, Grace Metalious fue noticia en todo el país. Era una desconocida que había creado una novela explosiva, la esposa de un maestro de escuela de New Hampshire que escribía sobre sexo, una joven que iba con pantalones vaqueros y zapatillas deportivas y que se atrevía a contar la verdad sobre la vida de una pequeña ciudad y, algo aún más insólito, sobre los deseos de las mujeres. Si bien según el criterio actual Peyton Place resulta insulso, en 1956 fue un auténtico bombazo. Se prohibió en varios condados y en bastantes más bibliotecas de Estados Unidos, así como en Canadá, Italia y Australia; Grace fue rechazada por sus vecinos y recibió cartas de amenaza; su marido perdió el trabajo, sus hijos fueron acosados por los compañeros de clase. Y mientras tanto, millones de personas, hombres y mujeres por igual, leían Peyton Place a escondidas. Hasta el día de hoy, cualquier ejemplar de este libro de una biblioteca se abre solamente por los pasajes más subidos de tono.

Pero, como dice Grace en la primera página de su libro, la memoria es tan veleidosa como el veranillo de San Martín. A una década de su publicación y del consiguiente renombre de su autora, al hablar de Peyton Place es más probable que la gente piense en Mia Farrow y Ryan O’Neal en la televisión, o en Betty Anderson provocando a Rodney Harrington en el asiento trasero del coche de John Pillsbury, o en Constance MacKenzie y Tomas Makris sobándose por la noche a la orilla del lago, que en Grace Metalious. Peyton Place había adquirido vida propia; era sinónimo de secretos, escándalos y sexo en una ciudad pequeña. Grace era irrelevante.

Sin embargo, Grace no fue nunca irrelevante en Middle River. Mucho después de que Peyton Place quedara eclipsada por novelas más gráficas, se sucedieron la adoración y las injurias hacia su persona, porque Middle River sabía lo que no sabía el resto del mundo, y no importaba que la ciudad tuviera razón o no. Lo único que importaba era la profundidad de nuestra convicción. Sabíamos que Peyton Place no reflejaba Gilmanton ni Belmont, como creía la mayoría. «Somos nosotros», dijo Middle River cuando apareció la novela, y esa convicción siempre se mantuvo.

Todo esto yo lo sabía de primera mano. El pueblo continuó hablando de Peyton Place durante los años posteriores a su publicación, cuando yo ya era lo bastante mayor para leer, para pasar horas enteras en la biblioteca, para encerrarme en el cuarto de baño a escribir en mi diario y tener la sensación de que estaba siguiendo los pasos de alguien famoso. Existían demasiados paralelismos entre Peyton Place y Middle River como para no darse cuenta, empezando por el trazado físico del pueblo y siguiendo por los personajes, como el adinerado propietario de un periódico, el médico combativo y bondadoso, la adorada profesora soltera y el borrachín, y terminando, a lo grande, por la fábrica de papel. En Peyton Place, la fábrica era propiedad de Leslie Harrington quien, por consiguiente, controlaba la ciudad; en Middle River, los propietarios eran los Meade. Benjamin Meade era entonces el patriarca, y ejercía el poder con la misma arrogancia que Leslie Harrington. Y al igual que el hijo de Leslie, Rodney, el hijo de Benjamin, Sandy, era un hombre desaforado y engreído.

Quienes tendían a restar importancia decían que tales paralelismos eran pura coincidencia. Al fin y al cabo, Middle River se encuentra más al norte que las ciudades en las que había vivido Grace Metalious. Además, no existen pruebas de que Grace hubiera realmente conducido por nuestra Oak Street, ni de que hubiera visto los ladrillos rojos de la fábrica Northwood de Benjamin Meade, ni de que se hubiera enterado de los cotilleos del pueblo en el restaurante de Omie. «Pura coincidencia», insistían.

Pero ¿de verdad era todo simple coincidencia?, se preguntaba Middle River.

Existen otras semejanzas entre el Peyton Place de la ficción y nuestro Middle River, muy real, sobre todo con sus escándalos, algunos de los cuales contaré más adelante. El único que debo mencionar ahora es uno de carácter personal. Dos de los personajes principales de Peyton Place son Constance MacKenzie y su hija, Allison. Coinciden, con una exactitud aterradora, con Connie McCall y su hija Alyssa, de Middle River. Como sus equivalentes ficticios, Connie y Alyssa vivieron sin compañía masculina en la casa de la infancia de Connie. Esta llevaba una tienda de ropa, como Constance MacKenzie. Igualmente, Alyssa nació en Nueva York, se fue a vivir a Middle River con su madre y sin su padre, y creció siendo una niña introvertida que siempre se sintió diferente de los de su edad.

¿Lo personal? Que Connie McCall era mi abuela y Alyssa mi madre.

Me llamo Annie Barnes. Mejor dicho, Anne, pero Anne era un nombre demasiado serio para una niña demasiado seria, algo que al parecer fui desde el principio. Mi madre decía muchas veces que unos días después de que naciera, me habría puesto Joy, Daisy o Gaye si no me hubiera inscrito ya en el registro civil como Anne. Al llamarme Annie, intentaba suavizarlo un poco. Quedaba muy bien, porque la inicial de mi segundo nombre es E. Me llamo Anne E. Annie. La E era de Ellen, otro nombre serio, pero mis hermanas pensaban que tenía suerte. Ellas se llamaban Phoebe y Sabina, como dos personajes mitológicos, y les parecía pretencioso, si bien característico de nuestra madre, cuyas fantasías solían cimentarse en la mitología. Sin embargo, cuando yo nací nuestro padre estaba enfermo, andábamos mal de dinero, y mi madre tenía que tener los pies en el suelo.

Si parece una crítica, no es tal mi intención. Sentía un enorme respeto por mi madre. Era una mujer atrapada entre dos generaciones, desgarrada entre el deseo de hacerse un nombre y el de formar una familia. Tuvo que elegir. Middle River no le permitía ambos deseos.

Esa es una de las cosas que me molestan de Middle River. Otra es cómo trataron a mi madre y a mi abuela cuando se publicó Peyton Place. Hasta entonces, en Middle River se habían tragado la historia de que mi abuela estaba casada como es debido y vivía en Nueva York con su marido cuando mi madre fue concebida, pero que aquel hombre murió poco después. Como en Peyton Place se sugería otra situación, la gente empezó a fisgonear en las partidas de nacimiento y los certificados de defunción, y la verdad salió a la luz.

Si piensan que mi abuela podría haber demandado a Grace Metalious por difamación, deben meditarlo bien. Aun si hubiera podido probar intención dolosa por parte de Grace (algo que probablemente no hubiera podido hacer), en los años cincuenta la gente no se ponía a litigar a las primeras de cambio, como ocurre ahora. Además, lo último que hubiera deseado mi abuela habría sido llamar la atención. La Constance MacKenzie ficticia lo tenía fácil; la única persona que se enteraría de su secreto era Tomas Makris, que la quería lo suficiente como para aceptar lo que había hecho. Mi abuela en la vida real no tenía a ningún Tomas Makris. Expuesta ante la ciudad entera como una mujer soltera con una hija ilegítima, fue blanco de comentarios maliciosos y miradas de desprecio durante los años siguientes; además, pagó un precio: no precisamente extrovertida, se encerró en sí misma aún más. De no haber sido por la tienda de ropa, de la que dependían sus únicos ingresos y que llevaba con tranquilidad, dignidad y habilidad suficientes para atraer incluso a las clientas más reacias, habría acabado siendo una reclusa.

De modo que yo guardaba rencor al pueblo. Middle River me parecía sofocante, estancado, cruel. En mis hermanas veía mujeres inteligentes cuyas vidas se desperdiciaban en una ciudad que rechazaba la libre expresión y el pensamiento honrado. En mi madre veía a una mujer que había muerto a los sesenta y cinco años, demasiado joven, siguiendo las normas de Middle River. Al mirarme a mí misma, veía a una persona tan herida por sus experiencias durante su infancia que tuvo que abandonar la ciudad.

Culpaba a Middle River de gran parte de estas cosas.

Del resto responsabilizaba a Grace Metalious. Su libro cambió nuestra vida, quizá más la mía que la de otros. Como Middle River consideraba a mi madre y a mi abuela parte del enredo de Peyton Place, cuando yo empecé a escribir las comparaciones con Grace eran inevitables. Aparte de una librera del pueblo, que me apoyó de una forma parecida a la de la profesora de Allison MacKenzie en Peyton Place, las comparaciones fueron desfavorables. Yo fui una niña feúcha, con la nariz siempre metida en los libros; después una adolescente solitaria que escribía lo que creía historias inventadas sobre la gente del pueblo, y más de uno se sintió ofendido. No tenía ni idea de que estuviera contando secretos, no tenía ni idea de que lo que decía fuera verdad. No sabía qué era la intuición, y mucho menos que yo la tuviera.

«No le va a ir nada bien siendo tan lista», decía un individuo, picado. «Esa niña lleva la maldad dentro», declaraba otro. «Como no se ande con cuidado, acabará metiéndose en el mismo lío que Grace», aseguraba un tercero.

Intrigada, me empeñé en averiguar cuanto pudiera sobre Grace. Al ir creciendo, me identifiqué con ella en muchos sentidos, desde el aislamiento que sentía de niña hasta la forma de enfocar el hecho de escribir novelas, pasando por valorar a los hombres fuertes. Pasó a formar parte de mi psique, a ser a veces mi álter ego. En mi soledad, hablaba con ella y lo hice hasta los días del instituto. En más de una ocasión soñé que éramos de la misma familia; la idea no estaba mal, porque me gustaba su espíritu. Ella solía decir que escribía por dinero, pero según mi interpretación, era algo mucho más profundo. Sentía el impulso de escribir, quería hacerlo bien y que se tomaran en serio su obra.

A mí me pasaba lo mismo. Solamente en ese sentido Grace me sirvió de inspiración, ya que Peyton Place era mucho más que puro sexo. Si llegas un poco más allá de la simple excitación, te encuentras con la historia de las mujeres siendo ellas mismas. Y sobre eso escribí yo.

Pero comprendí lo que le había ocurrido a Grace. Me atuve a mi percepción inicial: si empiezan a considerarte autora de novelas sobre sexo en el coche, así seguirán considerándote siempre. De modo que evité lo del sexo en el coche. Elegí cuidadosamente a mi editora. En lugar de dejarme manipular por la publicidad, como en el caso de Grace, fui yo quien manejó la publicidad. La imagen era una cuestión fundamental. En mi biografía no se mencionaba Middle River, sino que adopté una pose mucho más sofisticada. Sirvió de gran ayuda el hecho de que viviera en Washington, un toque de elegancia a pesar de la cargada atmósfera política, y también que Greg Steele, con quien compartía casa, fuera corresponsal de la televisión y que yo lo acompañara a numerosos acontecimientos sociales, que hubiera llegado a ser una adulta pasable, con cierto estilo, capaz de llevar un traje de Armani con una soltura que daba un aire exótico a mi pelo oscuro, mi tez pálida y los ojos bastante separados.

Por desgracia, en Middle River no comprendieron ninguna de estas cosas, porque, claro, también se aferraron a sus percepciones iniciales. El pueblo tenía la fijación de que yo era su Grace. Nada importaba que llevara fuera de él quince años, tiempo durante el cual me había hecho un nombre en todo el país. Cuando me presenté allí el pasado agosto, ya estaban convencidos de que había vuelto para escribir sobre ellos.

Naturalmente, lo irónico es que no me lo había planteado en serio hasta que ellos empezaron a hacer preguntas. Fueron ellos quienes me picaron. Pero no lo negué. Estaba lo suficientemente enfadada como para dejar que se preocuparan. Mi madre había muerto. Yo quería saber por qué. Mis hermanas se conformaban con decir que había muerto tras una caída por la escalera, causada a su vez por la pérdida de equilibrio. Yo coincidía en que la caída le había provocado la muerte, pero me preocupaba lo del equilibrio. Quería averiguar por qué tenía tan mal sentido del equilibrio.

Algo pasaba en Middle River. No había pruebas… ¡Válgame Dios! ¿Cómo iba a haber allí algo a las claras? Pero en The Middle River Times, periódico que yo recibía semanalmente, siempre aparecían noticias sobre alguien que estaba enfermo. De acuerdo; yo soy novelista; si no hubiera nacido con una imaginación fértil, la habría desarrollado con mi trabajo, lo que implica idear situaciones fácilmente. Pero ¿quién no pensaría que pasa algo raro en una ciudad pequeña, de cinco mil habitantes como máximo, cuando cada vez hay más enfermos crónicos?

Como si de la trama de una buena novela se tratara, tardé cierto tiempo en tejerla. Al principio estaba demasiado atontada para hacer gran cosa. Mis hermanas no me habían pintado un cuadro ni la mitad de sombrío, de modo que la muerte de mi madre me pilló prácticamente por sorpresa. Me gustaría pensar que Phoebe y Sabina querían evitarme preocupaciones, pero las tres sabíamos que no era así. Había un protocolo establecido. Si yo no preguntaba, ellas no me contaban nada. No estábamos muy unidas.

El funeral fue en junio. Estuve en Middle River y cuando me marché no pensaba volver.

Después el aturdimiento pasó y empezó la inquietud. Era por mi hermana Phoebe, tan apenada por la muerte de mi madre que cuando me llamaba por teléfono no reconocía mi voz; tan trastornada cuando llegué a Middle River que resultaba difícil mantener una conversación con ella. Era natural que la muerte de mamá la afectara especialmente, explicó Sabina quitándole importancia cuando le pregunté sobre el asunto. No solo habían vivido y trabajado juntas, sino que era Phoebe quien había encontrado a mamá al pie de la escalera.

Sin embargo, durante aquellos tres días en Middle River vi cosas en Phoebe que, en retrospectiva y con las ideas más claras, me recordaron de una forma inquietante los temblores de mamá. Empecé a obsesionarme. ¿Cómo explicar la enfermedad de mamá? ¿Cómo explicar la enfermedad de Phoebe? Naturalmente, mi imaginación se disparó. Me dio por pensar en genes recesivos, en complicaciones farmacológicas, en incompetencia de los médicos. Pensé en el tricloroetileno que se utilizaba para limpiar las prensas, en la misma calle, cerca de la tienda. Pensé en intoxicación, pero no se me ocurrió nadie que pudiera tener motivos para envenenar a mi madre y a mi hermana. De todas las posibilidades que consideré, la que más me gustaba era la relacionada con un escape tóxico de la fábrica Northwood. Detestaba a los Meade. Eran los responsables de la mayor humillación de mi vida. Como villanos eran perfectos.

Dicho esto, había mantenido suficientes conversaciones con Greg y sus colegas sobre la importancia de la imparcialidad como para saber que no debía acusar directamente a Northwood. Durante aquellas cálidas semanas de julio, me dediqué a terminar la revisión de mi nuevo libro y a explorar esas otras posibilidades. Lo cierto es que dediqué más tiempo a lo último. No era una obsesión, pero cuanto más leía, más me metía en ello.

Descarté el tricloroetileno, porque produce cáncer, no los síntomas de Parkinson que tenía mamá. Descarté las complicaciones farmacológicas, porque ni mamá ni Phoebe tomaban nada más que vitaminas. La intoxicación por mercurio habría sido perfecta, y la papelera producía mercurio. O lo había producido. Por desgracia, los archivos del estado demostraban que Northwood había dejado de utilizar mercurio hacía varios años.

Por último me topé con el plomo. Habían restaurado la tienda de mamá, El Armario de la Señorita Lissy, hacía cuatro años, en gran parte por cuestiones de decoración, pero también para quitar las viejas capas de pintura que contenía plomo. Averigüé que la intoxicación por plomo puede provocar problemas neurológicos, así como lapsus de memoria y falta de concentración. Si mamá y Phoebe habían estado en la tienda mientras se hacía la obra, con poca ventilación, podrían haber inhalado cantidades importantes de polvo cargado de plomo. Como mamá era mayor, enfermó antes.

La intoxicación por plomo parecía algo lógico. Para mí, el factor decisivo era que los propietarios del edificio eran los Meade, que ellos habían propuesto hacer la obra y habían contratado a quienes la habían llevado a cabo. Nada me habría gustado más que descubrir que los Meade eran los culpables de lo sucedido.

Por supuesto, necesitaba hechos. Intenté preguntarle a Phoebe si mamá y ella estaban en la tienda mientras se hacía la obra, qué precauciones habían tomado, si mamá había presentado algún síntoma antes, pero mis preguntas la desconcertaron.

Sabina no estaba desconcertada. Dijo, sin dejar lugar a dudas, que yo estaba empeorando las cosas.

Empeorar: esa era la palabra clave. Phoebe no se estaba recuperando de la muerte de mamá y mi imaginación no podía detenerse.

A finales de julio tomé la decisión. Agosto se presentaba bastante duro en la capital del país, con calor y humedad; además, estaba prácticamente desierta. La mayoría de mis amigos estaría fuera hasta el 1 de septiembre. A Greg le habían dado un mes de permiso en la cadena de televisión y se iba a Alaska, a escalar el McKinley, lo que suponía tres semanas, sin contar el viaje de ida y vuelta. Pocas razones había para que yo me quedara en Washington y muchas para que me marchara. Ya había hecho todo lo posible desde lejos. Tenía que estar otra vez con Phoebe para comprobar si los síntomas que me parecía ver en ella eran reales y hablar con la gente para saber la cantidad de plomo que contenía la pintura que se había quitado y cómo se había hecho. No lo solucionaría con una llamada de teléfono. Ni siquiera con una docena de llamadas de teléfono.

No había pasado más de un fin de semana en Middle River desde hacía quince años. Que estuviera dispuesta a hacerlo entonces da muestras de mi preocupación.

Por cierto: si piensan que no vi a mi madre y a mis hermanas durante todos aquellos años de exilio, se equivocan. Las vi. Nos reuníamos en algún sitio cálido todos los inviernos. El lugar variaba, pero no el acuerdo al que habíamos llegado. Yo pagaba los gastos de todos, incluyendo los del marido de Phoebe mientras estuvieron casados y los de Sabina, que aún seguía con ella, y sus hijos. Lo mismo ocurría cuando íbamos a Bar Harbor en verano. Yo tenía dinero y me gustaba gastarlo en nuestra reunión anual. No se mencionaba el asunto, pero sí se comprendía mi aversión a que la gente sacara la lengua a paseo si se me veía por el pueblo.

Tenía razones para esperar que ocurriera una cosa así. No cabía duda de que aquel agosto, aunque me presenté en la casa de Willow Street por la noche, ya se había corrido el rumor de mi llegada. Durante una breve parada en Correos, me abordaron seis personas, seis, para preguntarme si había vuelto para escribir sobre ellos.

No respondí; me limité a sonreír, pero la pregunta se repetía. Me la plantearon con tal frecuencia en el transcurso de los días siguientes que mi imaginación se puso a trabajar a toda máquina. Middle River estaba nervioso. Me pregunté qué sucios secretillos ocultarían sus habitantes.

Pero no me interesaban los secretillos sucios de tipo personal. No tenía ninguna intención de que me adjudicaran el papel de Grace Metalious. Llevábamos años sin hablar, si es que se puede «hablar» con una persona muerta. Yo me había hecho un nombre. Tenía mi propia vida, mis propios amigos, mi propia carrera literaria. La única razón por la que estaba en Middle River era buscar una explicación a la enfermedad de mi familia. Podía ser el plomo o podía no serlo. En cualquier caso, tenía que averiguarlo.

Entonces vi la foto. Varios días antes de marcharme de Washington, estaba sentada a la mesa de la cocina con el ordenador portátil, acabando de revisar mi último libro. El sol de la mañana abrasaba el suelo de madera con la promesa de otro día de calor infernal. El aire acondicionado estaba apagado y las ventanas, abiertas. Sabía que apenas me quedaba una hora para que aquello cambiara, pero me encantaba el sonido de los pájaros en el solitario árbol del jardín trasero.

Llevaba vaqueros cortos, la mínima expresión de camiseta y chancletas. Me había recogido el pelo en una cola de caballo y no me había maquillado. No llevaba ni quince minutos trabajando cuando me quité las chancletas. Incluso el vaso del café con leche frío sudaba.

Contemplando la pantalla del ordenador, me arrellané en la silla, puse los talones en el borde, me rodeé las rodillas con los brazos y apoyé la boca en los puños.

Clic.

—La escritora en pleno trabajo —dijo Greg con una sonrisa mientras entraba por la puerta.

Greg solía ser la cara amable de las noticias, no quien las filmaba, pero era adicto a todo lo digital. Había dedicado varios días a investigar qué cámara adquirir para el viaje.

—¿Es la nueva? —pregunté.

—Claro —contestó, jugueteando con varios botones—. Ocho megapíxeles, zoom de diez aumentos, cinco puntos de enfoque automático. Una auténtica joya.

Levantó la cámara para que viera el monitor y la fotografía que había hecho.

Lo primero que se me ocurrió fue que no parecía nada washingtoniana y sí muy ingenua, como la chica de pueblo que no quería ser. Lo segundo que se me ocurrió fue que me parecía mucho a Grace Metalious en su famosa fotografía.

Sí, había diferencias. Yo era delgada; ella, más robusta. Yo tenía el pelo liso y lo llevaba recogido en una cola de caballo, mientras que ella lo llevaba recogido en la nuca y era ondulado. En la fotografía, ella llevaba una camisa de franela de cuadros escoceses, vaqueros arremangados hasta la pantorrilla y playeras; yo llevaba pantalones cortos y estaba descalza. Pero estaba sentada ante la máquina de escribir con los pies levantados, como yo, con los codos sobre las rodillas y la boca apoyada en las manos. De ojos oscuros como los míos, contemplaba las palabras que había escrito.

Pandora en vaqueros: así se titulaba la fotografía. Era la foto oficial de Grace, la que aparecía en la edición original de Peyton Place y había sido reproducida miles de veces desde entonces. Me estremeció que Greg me hubiera hecho sin querer una foto tan parecida poco antes de que volviera a casa.

Me lo quité de la cabeza en aquel mismo momento, pero lo recordaría unas semanas más tarde. Entonces, Grace me estaba volviendo loca.

Su historia no tenía final feliz. A pesar del éxito de Peyton Place, Grace apenas vio una pequeña cantidad del dinero que había ganado, y se la gastó sobre todo en gorrones que se aprovecharon de ella. Hundida por las críticas adversas que reducían Peyton Place a una porquería, puso el listón tan alto para su obra posterior que inevitablemente fracasó. Se dio a la bebida. Se casó tres veces —dos con el mismo hombre—, y tuvo numerosas aventuras amorosas. Se sentía fea, sin talento y sin amor; a los treinta y nueve de años de edad murió de tanto beber.

Yo no tenía la menor intención de seguir el mismo camino. Yo tenía casa, amigos, éxito, un libro que iba a salir la primavera siguiente y un contrato para varios más. No necesitaba ni dinero ni adulación, al contrario que Grace. No necesitaba desesperadamente una figura paterna, como ella, ni tenía un marido que pudiera perder su trabajo ni unos hijos a quienes sus compañeros de colegio pudieran acosar.

Lo único que yo necesitaba era la verdad, saber por qué mi hermana estaba enferma, y mi madre, muerta.