15

Y murmuró: «Hay un río entre el ocaso y los cielos del alba…».

WILLIAM ASHBLESS

Aunque a los hombres de las barcazas y botes del Támesis les quedaba todavía media hora de luz solar para seguir trabajando en aquella tarde de abril, los moradores de Saint James Giles habían visto ya ponerse el sol hacia una hora, ocultado por los grandes edificios maltratados por el tiempo, que formaban su poco atractivo horizonte cotidiano. Casi todas las ventanas del Castillo de las Ratas, entre las que prácticamente no había dos de la misma forma o tamaño, relucían ya con luces encendidas.

Len Carrington estaba en el callejón, que daba a una de las entradas laterales del edificio, y en esos momentos respondía con cierta impaciencia a las objeciones planteadas por el grupo de seis hombres, que se disponía a partir rumbo a la calle Fleet.

—Tendréis que hacerlo porque es la última tarea de la que debéis encargaros en este asunto y porque, si no lo hacéis, eso les pondría sobre aviso, y queremos darles una sorpresa bien grande… y, además, lo haréis porque cuando hayáis conseguido capturar a ese tipo se quedarán tan contentos con él que podremos acabar con los dos sin ningún problema.

—Oye, por casualidad…, ¿ese tipo al que debemos coger no será el mismo que tiró a Norman por la ventana de esa taberna? —le preguntó uno de los hombres.

Carrington apretó los labios, pues había tenido la esperanza de que no se les ocurriera la relación entre una persona y otra.

—Sí…, pero en ese asunto lo manejasteis todo muy mal y…

—Y parece que también ellos lo han manejado bastante mal —añadió el hombre.

—… y esta vez le cogeréis sin ningún jaleo —prosiguió Carrington sin hacerle caso. Luego le miró y sonrió—. Y si todos cumplimos correctamente con nuestra parte, entonces esta noche habrá una auténtica fiesta en el Castillo de las Ratas.

—Amén —murmuró otro de los hombres—. Venga…, ahora debe de estar en esa ridícula reunión literaria suya.

Los seis hombres se alejaron por el callejón y Carrington entró nuevamente en el edificio. La enorme cocina estaba vacía por el momento y la única luz que había en ella era el apagado resplandor que salía del hogar. Cerró la puerta a su espalda y se quedó inmóvil, percibiendo el silencio de la habitación, turbado únicamente por un gemido lejano al que acompañaban gruñidos ahogados. Tomó asiento en un banco y cogió un frasco de cerveza fría que se encontraba en un estante.

Tomó un buen sorbo y luego puso nuevamente el corcho, dejando el frasco en su lugar y poniéndose en pie. Sería mejor que volviera a la sala o el payaso empezaría a preguntarse sobre las posibles causas de su tardanza.

En el trayecto hasta la puerta de la cocina tuvo que pasar junto a los desagües y, al hacerlo, percibió con mayor claridad el gemido y los gruñidos. Se detuvo ante ellos y contempló con cierta repugnancia el negro agujero que conducía hasta los sótanos y el río subterráneo.

«Me pregunto qué pone tan nerviosos a los Errores de Horrabin esta noche —pensó—. Quizá el viejo Dungy tuviera razón, y esas cosas sean un poco capaces de leer la mente y se hayan dado cuenta del motín que tendrá lugar esta noche».

Ladeó la cabeza, intentando distinguir la profunda voz de bajo del Viejo Mordiscos, el único de los Errores al que todos los demás hacían caso en cierta medida, pero no logró oírla.

«Buen chico —pensó Carrington con nerviosismo—, si has logrado enterarte de alguna parte de nuestros planes, mantenla bien guardada tras el puente levadizo de esos enormes dientes tuyos».

Buscó a tientas el tapón de madera y acabó encontrándolo bajo un montón de peladuras de patata. Lo metió en el agujero y consiguió que, al menos en la cocina, terminaran los ruidos que venían de las profundidades.

Fue hacia la puerta y la abrió justo cuando en la sala resonaba la voz aflautada de Horrabin:

—¡Carrington! ¿Dónde diablos te has metido?

—Aquí mismo, Señoría —dijo Carrington, apretando el paso e intentando que su voz sonara lo más tranquila posible—. Me detuve unos instantes en la cocina para tomar un sorbo de cerveza.

Cruzó el umbral y entró en la sala moviéndose pausadamente.

El payaso, que parecía una inmensa araña hecha de caramelo multicolor, oscilaba rápidamente de un lado a otro en su arnés como un péndulo enloquecido, mientras que Romany, o Romanelli, o como diablos se llamara esa semana, estaba medio derrumbado en su plataforma con ruedas, enormemente parecida a los andadores de un bebé. El chasqueante fuego fatuo, que ardía alrededor de su cuerpo, era ahora todavía más intenso que cinco minutos antes.

—Doy por sentado que se han ido, ¿no? —le preguntó Horrabin.

—¿Se les han dado instrucciones de que esta vez lo hagan mejor? —preguntó Romanelli.

Carrington se volvió hacia él y le contempló con cierta frialdad.

—Esa vez lo cogieron y ahora también lo cogerán.

Romanelli torció el gesto y luego, con un esfuerzo de voluntad, sus rasgos se aflojaron nuevamente, como si le faltara la energía necesaria para enfadarse ante tal conato de insubordinación.

—Ve por la escalera hasta el viejo hospital —dijo—, y asegúrate de que lo tienen todo preparado.

—Bien, bien.

Carrington salió de la estancia y el eco de sus botas se fue alejando por el vestíbulo, para perderse luego en el largo tramo de peldaños tallados en la piedra.

—¿Por qué no vas tú también? —preguntó Romanelli al payaso con un graznido gutural.

—¡Acabo de llegar! —protestó el payaso—. Y antes debemos discutir un par de cosas que quiero dejar bien claras. Tenía un acuerdo con tu ka, y según ese acuerdo yo debía…

—Está muerto y conmigo no has hecho ningún acuerdo. Sigue hablando.

Después de unos instantes de silencio, Horrabin extendió la mano hacia sus zancos y, con expresión furiosa, se contorsionó hasta quedar libre de su arnés y, una vez montado en ellos, se quedó inmóvil en el centro de la habitación, oscilando levemente a un lado y a otro.

—Puedes estar condenadamente seguro de que…

—Sigue hablando —repitió Romanelli.

Había cerrado los ojos y ahora su rostro se parecía a un trapo que alguien hubiera tirado sobre unas piedras para que el sol lo secara, olvidándose luego de él.

Horrabin se marchó, dejando tras él una estela de ecos, que fue desvaneciéndose rápidamente en el silencio.

Romanelli lanzó un prolongado suspiro y su mandíbula se aflojó, como si fuera incapaz de controlarla ni un segundo más.

Le quedaba muy poco tiempo; su peso se había reducido a una cuarta parte del original, pero sabía que él no era tan fuerte como lo había sido el Amo. Pronto perdería el dominio, que aún mantenía de forma artificial, sobre los componentes de su cuerpo y se rompería en multitud de fragmentos mucho antes de llegar al punto de gravedad cero. No habría ningún interminable vuelo hasta la luna para él.

Se estremeció, intentando recordar cuántos hechiceros habían sido a la vez lo bastante fuertes y opuestos a lo natural; las dos cualidades resultaban tremendamente difíciles de mantener al mismo tiempo, casi tanto como el unir los dos extremos de un imán para crear esa extraña atracción lunar, que en casos muy extremos, como el del Amo, podía acabar convirtiéndose en una fuerza mucho mayor de la que podía explicarse por la auténtica gravedad lunar. Recordaba el caso del turco Ibrahim, que se había hecho meter las piernas hasta las rodillas en un sólido bloque de piedra situado en un recinto amurallado a varios kilómetros de Damasco, que solía cobrar una fortuna por predecir el destino, algo que sólo hacía cuando la luna estaba justo sobre su cabeza y tanto los brazos como el pelo flotaban sin traba alguna hacia lo alto, consiguiendo así un efecto que nunca dejaba de impresionar poderosamente a su clientela, hasta que un hombre, al parecer nada contento con sus augurios, había desenvainado su cimitarra y de un tajo le había cortado las piernas a la altura de las rodillas, con lo que el cuerpo había salido disparado dando gritos hacia el cielo. Y también recordaba una breve mención hecha en uno de los libros perdidos de las Sabidurías clementinas, naturalmente apócrifas, en el que se hablaba de un mago muy viejo, que había empezado a flotar una tarde en Tiana y que fue visible en el cielo durante días enteros, gritando y retorciéndose, hasta que acabó alejándose a tal distancia que no se le pudo ver más. Estaba claro que había algo de verdad en los viejos relatos sobre cómo la luna, en tiempos habitada, se había convertido, a través de algún tipo de perversidad largamente olvidada pero sin duda terrible, en el monumento arquetípico y la auténtica encarnación viviente de lo desolado.

Romanelli recordó cómo se había encargado de la más bien poco agradable tarea de supervisar la limpieza de Bab-el-Azab, cuando oyó el hueco retumbar de un cañón disparado hacia el sur. Su cuerpo se había tensado, dispuesto para llamar a los albaneses y decirles que repelieran una incursión vengativa de los hijos de todos los beys mamelucos asesinados esa mañana, pero no hubo más ruido de artillería y cuando trepó a las murallas no pudo ver tropa alguna en la llanura, que se iba oscureciendo. No fue hasta bastante más avanzada la noche que oyó cómo uno de los fellahin hablaba de un hombre, al que habían visto volar sobre el barrio viejo de El Cairo a la hora del ocaso… Volvió corriendo a la mansión del Amo y la encontró medio derruida y vacía con la excepción de los ushabtis hechos pedazos y el portero herido en la pierna.

El portero le informó de que el causante de todo aquello era el Brendan Doyle que se les había escapado en octubre; al día siguiente descubrió que Doyle había salido de Egipto a bordo del Fowler, con destino a Inglaterra, habiendo adquirido el pasaje a nombre de William Ashbless. Romanelli había renunciado a su puesto como médico personal de Mohammed Alí; abordó el siguiente barco que zarpaba con rumbo a Inglaterra y, silbando en la popa hasta que los labios se le quedaron entumecidos y el capitán le ordenó que se callara, logró invocar varias veces a un par de Shellengeri durante unas horas; el viaje no fue ni mucho menos tan rápido como lo había sido el del Chillico, pero Romanelli logró desembarcar en un muelle de Londres el domingo, hacía ya dos días, mientras que el barco de Ashbless-Doyle no había llegado hasta esa misma mañana.

Y el doctor Romanelli había estado muy ocupado durante esas cuarenta y ocho horas de tiempo muerto. Había logrado enterarse de que, bajo el nombre de Ashbless, su presa era esperada nada menos que en una reunión literaria que había de celebrarse en las oficinas del editor John Murray. Romanelli había logrado convencer, mediante discusiones y amenazas, al hechicero-payaso Horrabin para que algunos de sus esbirros, que no le parecieron de mucha confianza, se encargaran de seguir al tal Ashbless, fuera donde fuese, y que le secuestraran en el momento más adecuado para traerle al Castillo de las Ratas una vez que hubiera salido de las oficinas de Murray.

«Y cuando le hayan traído hasta aquí —pensó Romanelli, mientras su cansada respiración silbaba por su garganta—, entonces me limitaré a exprimirle al máximo. Aprenderé de él lo suficiente sobre el viaje en el tiempo para hacerlo por mis propios medios y luego saltaré hacia atrás, hasta un momento en el que me encontrara sano y fuerte y me encargaré de explicarle a mi yo más joven lo que debe hacer de forma distinta, de tal modo que el lunes dos de abril de mil ochocientos once no sea una ruina humana temblorosa y medio desangrada».

Abrió sus ojos inyectados en sangre y miró el reloj que descansaba en una repisa llena de muñecos, bajo la hornacina donde la cabeza del viejo Dungy parecía montar guardia para siempre.

«Quince minutos para las nueve, dentro de una hora aproximadamente los delincuentes de Horrabin me traerán a ese Ashbless y luego bajaremos al hospital subterráneo».

Mientras el carruaje pasaba junto a la catedral de San Pablo, William Ashbless contempló por la ventanilla el cuadrado oscuro de la plaza, que se encontraba al oeste de la enorme iglesia y recordó sus tiempos de mendicidad como Tom el Simple.

«Nunca he llegado a utilizar la voz —pensó—. Tom el Simple era mudo y Eshvlis el remendón no tuvo más remedio que serlo también, y aunque William Ashbless pueda ser muy parlanchín como poeta, se estará limitando a transcribir de memoria poemas que yo he aprendido al pie de la letra hace mucho tiempo».

Sentía en esos momentos una curiosa mezcla de alivio, ansiedad y vaga decepción. Desde luego, resultaba agradable estar otra vez en Inglaterra, libre al fin de toda esa magia infernal, esperando con impaciencia conocer, tal y como sabía que ocurriría de forma ineluctable, a Byron, Coleridge, Shelley, Keats, Wordsworth y el resto de la pandilla, pero ahora, siendo Ashbless de modo irrevocable, habiéndose introducido para siempre en los limitados horizontes marcados por la biografía de Bailey, sabía que no le aguardaba ninguna gran sorpresa y que ya conocía la historia de su vida.

Aún sentía ciertos deseos de que la prueba, que se le había ocurrido durante su mes de viaje a bordo del Fowler, hubiera resultado negativa. Había pensado que si el universo estaba realmente decidido a que él fuera Ashbless, entonces debería ponerse en movimiento y preparar dos cosas distintas para él. Para empezar, debía ocuparse de que el manuscrito de Las Doce Horas de la Noche, que había visto por última vez en el escritorio de aquella habitación en la posada, llegara de alguna forma a las oficinas del Courier con el tiempo suficiente para ser publicado en diciembre y, además, el Fowler debía llegar a Londres con tiempo suficiente para permitirle asistir a la reunión de la editorial John Murray, conociendo así por segunda vez a Coleridge el dos de abril. Se trataba de dos hechos inalterables en la vida del Ashbless que había estudiado, y si alguno de los dos no tenía lugar, entonces quizá le fuera posible seguir actuando como un hombre libre, con capacidad para elegir sus acciones y sentir sus propias esperanzas y miedos.

Pero cuando había ido a la posada por la tarde, y había preguntado si tenían alguna carta para William Ashbless, le dijeron que, en efecto, debía dinero porque se le habían estado guardando tres sobres que habían resultado ser una carta de aceptación del Courier acompañada por un cheque de tres libras; el número del periódico correspondiente al 15 de diciembre, con el poema impreso en él; y una carta de John Murray, fechada el veinticinco de marzo, en la que se le invitaba a una reunión informal, que se celebraría en las oficinas del editor una semana después; esa misma noche.

Estaba claro. Era Ashbless.

Y no sería aburrido, desde luego. Para empezar, había algunas partes de la historia que sentía curiosidad por ver en marcha.

«Por ejemplo, ¿dónde está Elizabeth Jacqueline Tichy, la que será mi esposa? En el futuro le diré a Bailey que la vi por primera vez en septiembre del año pasado y me pregunto qué motivará tales palabras. Y, por supuesto, la pregunta más importante es: ¿quién se encontrará conmigo en los pantanos de Woolwich el doce de abril de mil ochocientos cuarenta y seis para clavarme su acero en el estómago y dejar mi cuerpo, que será descubierto un mes después, tendido en la ciénaga? ¿Y cómo demonios conseguiré no faltar a esa cita?».

El carruaje había torcido hacia la derecha, pasando junto al edificio del Old Balley, para entrar en la calle Fleet, y unos instantes después se detuvo junto al número 32, una casa no muy grande y de aspecto agradable, tras cuyas cortinas se veían luces. Ashbless bajó del carruaje, pagó al cochero y, mientras éste se alejaba con un tintineo de arneses hasta perderse en la noche, tragó aire, miró a uno y otro extremo de la calle (fijándose en que un chico, aparentemente un mendigo, se le acercaba con el cuerpo medio encogido) y luego llamó a la puerta.

Unos instantes después se oyó el ruido de un pestillo al descorrerse y un hombre de cabellos rubios, que llevaba una copa en la mano, apareció en el umbral. Pese al corte de pelo, con arreglo de barba incluida, y al respetable atuendo en el cual Ashbless había invertido la mayor parte de sus tres libras, el hombre retrocedió un paso con cierta incertidumbre en el rostro al distinguir al gigantesco visitante de tez bronceada.

—Bien, ¿sí? —dijo.

—Me llamo Ashbless. ¿Es usted John Murray?

—¿Oh? Sí, sí, entre. Sí, soy Murray. Me había sorprendido un tanto su…, bueno, caballero, si existe algo parecido a un poeta típico desde luego que no es usted quien podría representarlo. ¿Desea una copa de oporto?

—Me encantaría.

Ashbless entró en el vestíbulo y esperó mientras Murray corría nuevamente el pestillo.

—Hay un chico mendigando por ahí fuera —le explicó Murray como disculpándose—, y antes intentó colarse en la casa. —Irguió el cuerpo, tomó un sorbo de su oporto y luego, todavía moviéndose con cierta cautela, se dirigió hacia su invitado—. Por aquí. Me alegro de que pudiera venir…, tenemos la gran fortuna de contar entre nosotros esta noche con Samuel Coleridge.

Ashbless, que había empezado a seguirle, sonrió.

—Estaba seguro de que vendría.

Jacky había dado un tímido paso hacia adelante cuando vio al desconocido bajar del carruaje, pero antes de que se le ocurriera algo para empezar la conversación, éste ya había llamado a la puerta y el irascible Murray le había dejado entrar en la casa, por lo que se volvió al oscuro portal en el que había estado agazapada la última hora.

«Desde luego, ése es el hombre que describió Brendan Doyle», pensó.

Murray no le contó ningún embuste a ese columnista del Times cuando le dijo que tenía razones para creer que el nuevo y controvertido poeta William Ashbless asistiría a su reunión literaria del lunes por la noche.

«Bueno, ¿cómo puedo hablar con ese hombre? —se preguntó—. Le debo al pobre Brendan Doyle eso, como mínimo… Debo comunicarle la triste nueva de su muerte a ese amigo suyo. Supongo que deberé de esperar en este portal hasta que salga y entonces tendré que pillarle, antes de que tenga tiempo de llamar a un carruaje».

Aunque Jacky no había dormido desde la muerte de Dundee (y, por extensión, de Cara-de-Perro Joe), de la cual ya habían pasado dos noches, había empezado a tener alucinaciones, como si sus sueños estuvieran impacientes por reafirmar sus derechos sobre ella. Le parecía ver sombras inmensas lanzándose sobre ella, pero apenas había dado un salto para eludirlas se daba cuenta de que no existían, y no paraba de oír; no era un sonido, ni tan siquiera un eco, sino más bien la reverberación que dejaría en la atmósfera una inmensa puerta de hierro cerrándose bruscamente en los cielos. Todavía no había empezado, pues la noche no estaba muy avanzada, pero en su agotamiento estaba segura de que dentro de pocas horas se preguntaría por qué no había amanecido aún… y mucho antes de que llegaran las cinco de la madrugada, esa duda inquieta se convertiría en la aterrada convicción de que algo se había cerrado realmente en el cielo y de que nunca más vería de nuevo el sol.

En una ocasión visitó el Hospital de la Magdalena para enfermas mentales («La casa de las Lloronas», como lo llamaban en la calle) y se había jurado que, si no le quedaba otro remedio, se mataría antes de acabar encerrada en aquel lugar.

Y esta noche estaba bastante segura de que no le quedaba otro remedio.

Sólo un propósito la mantenía en pie: hablar con Ashbless, comunicarle que su amigo Doyle había muerto y luego hacer la Zambullida del Admirable…, nadar hasta el centro del Támesis, vaciar sus pulmones y hundirse hasta el fondo.

Y al pensar en ello se estremeció…, pues se le acababa de ocurrir la idea de que, aunque fuera de modo subjetivo, sus miedos estaban perfectamente justificados: para ella no habría ya otro amanecer.

Por lo menos en cuanto a los propósitos profesionales de la reunión Coleridge y Ashbless decepcionaron a Murray. Cuando el editor se acercó a la esquina de la habitación atestada de libros en la que se encontraban hablando los dos, logrando primero entrar en su conversación y luego cambiando de tema para hacerles propuestas de publicación, ninguno pareció demasiado ansioso de aceptarlas; lo cual dejó bastante sorprendido a Murray, pues Coleridge se encontraba prácticamente en la ruina y su familia se mantenía con la caridad de sus amigos, mientras que Ashbless era un novicio recién llegado a la poesía, que debería de haberse mostrado más que encantado ante la perspectiva de conseguir tan rápidamente un buen editor.

—¿Una traducción del Fausto de Goethe? —dijo Coleridge con expresión dubitativa. Una vez distraído del tema que él y Ashbless habían estado discutiendo, su rostro había perdido toda la animación anterior y parecía otra vez viejo y enfermo—. No lo sé —dijo—. Aunque Goethe es un genio cuya obra, y especialmente esa obra, sería tanto un privilegio como un desafío traducir, me temo que mi filosofía personal…, bueno discrepa tanto de la suya que emprender semejante trabajo sería como ponernos a los dos en un compromiso. Tengo muchos ensayos en los que…

—Sí —dijo Murray—, desde luego que en un momento dado tendremos que discutir sobre la publicación de esos ensayos. Pero, señor Ashbless, ¿qué le parece la idea de publicar un volumen con sus versos?

—Bueno… —empezó a decir Ashbless.

«No puede ser, Murray —pensó con cierta desesperación—, pues casualmente el primer libro de Ashbless será publicado en mayo por Cawthorn. Lo siento pero es histórico».

—Por el momento —dijo—, el poema de «Las Doce Horas» es todo lo que tengo. Deberemos esperar y quizá consiga escribir algún otro.

Murray se esforzó en sonreír.

—De acuerdo. Aunque quizá no haya espacio en mi programa editorial cuando usted los tenga listos. Caballeros, ¿quieren disculparme?

Y se reunió nuevamente con el grupo que hablaba alrededor de la mesa.

—Me temo que yo también debería excusarme —dijo Coleridge, dejando su vaso de oporto, que apenas había probado, y frotándose sus canosas sienes—. Tengo la impresión de que se aproxima una de mis jaquecas y cuando me atacan no resulto un compañero demasiado interesante. Puede que un paseo hasta mi casa consiga evitarla.

—¿Por qué no tomar un carruaje? —le preguntó Ashbless acompañándole hasta la puerta.

—Oh, me gusta caminar —respondió Coleridge con una leve expresión avergonzada en el rostro, y Ashbless se dio cuenta de que no tenía el dinero necesario para pagarlo.

—¿Sabe? —dijo Ashbless como si se le acabara de ocurrir la idea—. Creo que ya he tenido bastante de esta reunión y no me gusta especialmente caminar. Quizá pueda acompañarle hasta su casa…

Coleridge pareció alegrarse y luego, cautelosamente, le preguntó:

—Pero ¿en qué dirección va usted?

—Oh —replicó Ashbless agitando la mano en un gesto despreocupado—. Voy en todas direcciones a la vez. ¿Dónde reside usted?

—En el Hotel Hudson, en Covent Garden. Si no le resulta una molestia excesiva…

—En absoluto. Iré a presentarle mis excusas al señor Murray y de paso recogeré nuestros abrigos y sombreros.

Unos minutos después salían por la puerta principal y Murray, asomando por ella, contempló con el ceño fruncido al chico que seguía remoloneando unos cuantos portales más allá.

—Le agradezco que lleve a nuestro común amigo a su residencia, señor Ashbless.

—No es ninguna molestia… y creo que ahora mismo veo venir un carruaje. ¡Eh! ¡Cochero!

El cochero no había entendido lo que le decían, pero el brazo que se agitaba en el aire era una señal de lo más inconfundible. Hizo girar su vehículo hacia ellos y Murray les deseó buenas noches, cerró nuevamente la puerta y pasó el pestillo.

El carruaje se había detenido con una última sacudida cuando se oyó un grito, «¡Señor Ashbless, espere un minuto!», y el chico de aspecto harapiento fue corriendo hacia ellos.

«Dios mío —pensó Ashbless, al ver el rostro del chico iluminado un momento por un farol— es Jacky. Aunque es más bajo que antes, no, claro, yo soy más alto ahora».

—¿Sí?

Jacky se detuvo ante ellos.

—Disculpe mi interrupción —dijo, respirando agitadamente—, pero me temo que debo comunicarle malas noticias sobre un amigo común.

Ashbless examinó a Jacky aprovechando la luz que brotaba de la ventana a su espalda.

«Los meses transcurridos le han tratado mal —pensó—. El pobre chico parece hambriento, agotado y…, bueno, a pesar de todo eso, hasta parece algo más afeminado que antes. Pobre diablo».

—Realmente —dijo Coleridge con expresión preocupada—, creo que un paseo me iría muy bien para la jaqueca. Yo…

—No, no —protestó Ashbless—. Esta maldita niebla no puede hacerle ningún beneficio a su salud y me gustaría oír algo más de sus opiniones sobre el Logos. Estoy seguro de que este chico…

—Oigan, ¿quiere alguno de ustedes mi maldito coche o no? —exclamó el cochero, agitando su látigo de un lado a otro con impaciencia.

—Sí, vayamos dentro los tres —dijo Ashbless, abriendo la puerta—. Y puede que tras haber dejado al señor Coleridge en su residencia, jovencito, me permitas que te invite a cenar alguna cosa.

—Les acompañaré —dijo Jacky entrando en el carruaje—, pero tendré que… rechazar su amable oferta de la cena. Tengo…, tengo una cita en el río que no puede esperar.

—¿No la tenemos todos acaso? —sonrió Ashbless, ayudando a Coleridge y subiendo en último lugar—. ¡Cochero! ¡Al Hotel Hudson, por favor, en Covent Garden!

Cerró la puerta con un golpe seco y el carruaje, algo sobrecargado, se introdujo en el tráfico. Y el carruaje que Jacky había visto esperando junto a la casa de Murray se puso también en movimiento, siguiéndoles a unos diez metros de distancia, aunque ni tan siquiera el cochero se dio cuenta de ello.

—Bien, ¿qué amigo y qué malas noticias? —preguntó Ashbless, que había encajado con ciertas dificultades su corpulenta figura en el espacio libre junto a la ventanilla.

—Creo…, creo que conoce a un hombre llamado Brendan Doyle —dijo Jacky.

Ashbless arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

—Le conozco condenadamente bien, sí. ¿Por qué?

—Está muerto. Lo siento. Yo le conocí durante poco tiempo y le apreciaba. Estaba intentando encontrarle antes de morir, pensó que usted le ayudaría y tengo la impresión de que es usted tan generoso como él decía. Sencillamente… llegó demasiado tarde.

Y en la voz de Jacky había auténtica pena.

El carruaje se detuvo en el cruce de Chancery Lane y Jacky extendió la mano hacia la puerta.

—Será mejor que me vaya o me alejaré demasiado del río. Me alegro de haberles conocido a los dos.

Alarmado por el extraño tono de voz que Jacky había empleado y comprendiendo de pronto cuál era la naturaleza de su cita en el río, Ashbless cerró con firmeza su mano sobre la de Jacky y mantuvo la puerta cerrada.

—Espera.

El cochero parecía tener ciertas dificultades para poner otra vez en movimiento el carruaje y, por los ruidos que se oían, daba la impresión de que había saltado al suelo y estaba golpeando al caballo, pero unos instantes después reanudaron la marcha y Ashbless soltó la mano de Jacky.

—No está muerto, Jacky —le dijo en voz baja—. Luego te explicaré cómo lo he sabido, de momento tendrás que aceptar mi palabra al respecto. Y no me importa que vieras su cadáver. Tal y como ya sabes —Ashbless le guiño el ojo—, hay ciertos casos en los que tal tipo de prueba no es definitiva. —Los ojos de Jacky parecieron a punto de salir de sus órbitas al comprenderle. Ashbless sonrió y se reclinó en el asiento todo lo que le permitía el limitado espacio del carruaje—. ¡Bien! El señor Coleridge y yo estábamos discutiendo el tema de Logos. ¿Cuáles son tus opiniones al respecto?

A Coleridge le tocó el turno de arquear las cejas, sorprendido, al ver semejante pregunta planteada a un sucio mocoso de las calles; cuando Jacky contestó, sus cejas se arquearon unos cuantos grados más.

—Bueno —dijo Jacky, no demasiado desconcertada por el brusco cambio de tema y los nuevos derroteros de la conversación—, me parece que en la definición dada por San Juan hay algo que, en cierta forma, es paralelo a la idea del absoluto platónico: las formas eternas y constantes de las cuales todas las cosas materiales no son más que una especie de copias imperfectas. De hecho, algunos de los filósofos presocráticos…

La interrumpió la brusca intrusión de un puño por la ventanilla, que apretó el cañón de una pistola contra su labio superior, haciéndole sentir la frialdad del metal a través de su falso bigote. Otro brazo se había introducido como una serpiente por la otra ventanilla y estaba sosteniendo una pistola ante los ojos de Ashbless.

—Que nadie se mueva —dijo una voz gutural, y un rostro delgado les sonrió, bizqueando espantosamente, por la ventanilla de Jacky—. Hola, excelencia —le dijo a un Ashbless demasiado encajonado para moverse incluso si hubiera sentido deseos de hacerlo o se le hubiera ocurrido algo que hacer—. Esta vez no pensará tirar a nadie por la ventana, ¿eh? Me disculpo por haberles interrumpido su linda charla, pero vamos a tomar por un desvío que lleva al Castillo de las Ratas.

Con una considerable sorpresa, Ashbless se dio cuenta de que aquella peculiar sensación, que le hacía difícil respirar, se debía tanto al miedo como a un cierto entusiasmo indefinible.

«Por Dios —pensó—, nunca se sabe cuándo vas a encontrarte con otro de esos capítulos de los cuales Bailey jamás llegó a enterarse».

—Estoy bastante seguro de que es a mí a quien buscáis —dijo, hablando muy despacio y guiñando los ojos sin parar a causa del cañón del arma—. Dejad que se vayan los otros dos y os prometo que no armaré jaleo.

—Caballero, va a conseguir que me eche a llorar con tanta heroicidad. —El hombre movió ligeramente el cañón de su pistola haciendo oscilar la cabeza de Ashbless hacia el asiento—. Ahora, cierre el pico, ¿eh?

El carruaje giró a la derecha por Drury Lane, y aunque el nuevo cochero casi logró que la rueda izquierda girara en el aire al doblar la esquina, los dos hombres que colgaban de las barras laterales no movieron un músculo ni bajaron un centímetro sus pistolas.

—No estoy seguro de comprender todo esto —dijo Coleridge, que había cerrado los ojos y se estaba frotando las sienes—. ¿Van a robarnos o van a matarnos? ¿O piensan hacer las dos cosas?

—Probablemente las dos cosas —dijo Jacky sin alterarse—, aunque tengo la impresión de que su jefe estará más interesado en robarle el alma que la bolsa.

—No pueden robarla a no ser que uno ya la haya perdido —dijo Coleridge con voz tranquila—. Quizá aprovecharíamos mejor el tiempo del trayecto si cada uno de nosotros intentara evitar futuras reclamaciones al respecto.

Su rostro regordete adoptó súbitamente una plácida expresión de indiferencia y dejó caer las manos sobre el regazo.

El carruaje se detuvo en la calle Broad y luego la cruzó rápidamente. El tintineo de los arneses sonaba ahora más fuerte, pues la calle se volvía mucho más angosta al ir subiendo hacia el norte.

Unos instantes después Jacky husmeó el aire.

—Debemos de estar en Saint Giles —musitó con voz entrecortada, como si le costara encontrar el aire suficiente para respirar—. Huelo los fuegos de la basura.

—A callar —le recordó su vigilante, dándole un leve golpe con el arma en el bigote.

Jacky, obedientemente, guardó silencio, temerosa de que otro golpe parecido se lo despegara del rostro.

Por fin, el carruaje se detuvo y los dos hombres armados, que lo habían secuestrado, saltaron al suelo y abrieron las puertas.

—Fuera —dijo uno de ellos.

Los tres pasajeros abandonaron con cierta dificultad el incómodo recinto del carruaje y bajaron al suelo. Coleridge se instaló sin perder un segundo en el peldaño lateral, sosteniéndose la cabeza con las manos y lanzó un gemido; estaba claro que su jaqueca empeoraba por momentos. Ashbless alzó la mirada hacia el enorme y ruinoso edificio ante el que se habían detenido.

Construido en parte con madera y en parte con ladrillos de todos los tamaños, texturas y colores imaginables, el edificio estaba unido a las oscuras masas de las casas colindantes mediante frágiles puentes y sogas, situados a muchos niveles distintos, y sus paredes estaban agujereadas por un sinfín de ventanas repartidas de forma tan azarosa que le pareció imposible que reflejaran la distribución interior de los pisos. Jacky se limitó a contemplar el suelo fangoso y respiró profundamente.

Len Carrington salió a toda prisa del umbral, que estaba bastante bien iluminado, y se quedó inmóvil mirándolos.

—¿Ha ido todo bien? —le preguntó al cochero, que seguía instalado en su pescante.

—Desde luego. Con su permiso, será mejor que me lleve el coche otra vez a la calle Fleet antes de que el auténtico cochero pueda informar sobre su desaparición.

—De acuerdo, vete.

Con un chasquido del látigo, el carruaje se puso otra vez en movimiento hacia adelante, pues no había espacio suficiente como para hacerle dar la vuelta. Carrington examinó a los cautivos.

—Ése es nuestro hombre —dijo, señalando hacia Ashbless—, y ése… ¿cómo se llama? Hace mucho tiempo que no le veo… ¡Jacky Snapp!, sí, tengo ganas de aclarar cuál es su papel en todo este asunto… ¿y quién es el viejo que parece enfermo?

Los secuestradores se encogieron de hombros y Ashbless, con voz pausada, dijo:

—Es Samuel Taylor Coleridge, un escritor muy famoso, y si se os ocurre matarle vais a meteros en un jaleo de los grandes.

—No se te ocurra decirme lo que… —empezó a protestar uno de los secuestradores, pero Carrington le hizo callar con un gesto.

—Metedles dentro —dijo—. Y rápido…, en algunas ocasiones la policía se ha atrevido a llegar hasta aquí.

Los cautivos fueron conducidos a punta de pistola hacia una habitación bastante grande: por primera vez esa noche, Ashbless sintió en su interior el gemido desesperado y el vacío helado del auténtico pavor, pues en esa habitación se encontraba el doctor Romanelli, reclinado en una especie de armazón con ruedas. Al verle entrar alzó la mirada y le contempló con expresión iracunda, reconociéndolo.

—Atadlo bien —graznó el hechicero—, y bajadlo al hospital. De prisa.

Los fuegos fatuos que rodeaban su cuerpo ardían con mayor fuerza que antes, y cada vez que pronunciaba una consonante le acompañaba un chasquido estático.

Ashbless saltó sobre el hombre que tenía a la derecha y le golpeó con todo el peso y la potencia de su cuerpo en el cuello. El hombre se derrumbó de espaldas y el proyectil, que había disparado por reflejo un segundo antes, se estrelló en el reloj que colgaba de la pared. Ashbless había logrado recobrar el equilibrio, y estaba a punto de volverse en redondo para coger a Jacky y Coleridge, cuando algo tiró bruscamente de su pierna izquierda y le hizo caer torpemente al suelo.

A partir de entonces la escena dejó de ser para él una mezcla de impresiones en movimiento y sólo pudo percibir una cosa cada vez: en sus pantalones nuevos había ahora un agujero manchado de sangre, a la altura de la rodilla izquierda; le zumbaban los oídos a causa del segundo disparo de pistola; en el suelo y la pared que tenía delante, había esparcidos fragmentos de tela ensangrentada y hueso, así como un rosario de manchas de sangre; su pierna izquierda, extendida en el suelo ante él, estaba torcida en un ángulo imposible a la altura de la rodilla.

—Sigo queriendo que lo atéis bien —gruñó Romanelli—. Y ponedle un torniquete en el muslo, quiero que dure un buen rato.

Cuando Carrington y el hombre que había disparado le cogieron por las axilas y le pusieron de pie de un tirón, Ashbless perdió el conocimiento.

Tres minutos después la habitación había quedado vacía salvo por Coleridge, que estaba sentado, con el rostro muy pálido, en el arnés de Horrabin con los ojos cerrados, y uno de los hombres de Carrington, un joven llamado Jenkin, cuyo rostro recordaba al de una rata, que no estaba muy contento por haber sido designado como centinela de un viejo tan inofensivo como aquél. Jenkin examinó la habitación con cierta curiosidad, viendo el charco de sangre en el suelo y el reloj destrozado en la pared, y se preguntó qué habría ocurrido exactamente antes de que Carrington le llamara. Había visto cómo se llevaban a tres personas de la habitación cuando él entraba a toda prisa, y de aquellas tres sólo una iba por su propio pie, pero, al parecer, todo estaba bajo control. Cuando había oído los dos tiros, Jenkin creyó que se trataba del inicio del motín, pero, evidentemente, habría que esperar todavía un poco para ello.

Oyó pasos en el vestíbulo y se sobresaltó, lanzando luego un suspiro de alivio al ver que era Carrington.

—¿Tienen té caliente en la cocina? —gruñó Carrington.

—Claro, Jefe —replicó Jenkin, sorprendido.

—Pues trae una taza, una tetera y azúcar.

Jenkin le contempló cada vez más sorprendido, pero obedeció. Cuando volvió a la habitación con todo, Carrington hizo que lo dejara sobre la mesa y luego fue hasta uno de los estantes superiores y sacó de él una botella de cristal marrón. Le quitó el corcho y dejó caer una buena cantidad de un líquido, que olía bastante, dentro del té.

—Échale también un buen pellizco de azúcar —murmuró dirigiéndose a Jenkin.

Jenkin hizo lo que le indicaba y luego señaló interrogativamente hacia Coleridge.

Carrington asintió.

Jenkin se pasó el pulgar por la garganta enarcando las cejas.

Carrington meneó la cabeza y murmuró:

—No, es láudano. Opio, ¿sabes? Le hará dormir y entonces le meterás en el viejo cuarto de Dungy. Y cuando nos hayamos librado del payaso y el hechicero, le llevaremos hasta el río subterráneo y le soltaremos cerca de Adelphi. No recordará dónde se encuentra este lugar. Será un poco complicado, pero después de toda la publicidad que hicieron los periódicos con el asesinato de ese tal Dundee el sábado, no podemos atrevernos a matar a un escritor tan condenadamente conocido como él. —Llenó una taza con el té y se la llevó a Coleridge—. Aquí tiene, señor —le dijo con amabilidad—. Un poquito de té bien caliente le ayudará.

—Medicina —gimió Coleridge con voz ahogada—. Necesito mi…

—La medicina está dentro del té —le dijo Carrington intentando tranquilizarlo—. Bébaselo.

Coleridge apuró la taza en cuatro sorbos.

—Más…, por favor…

—De momento ya ha tomado lo suficiente. —Carrington cogió la taza vacía y la dejó otra vez sobre la mesa—. Con esa dosis dormirá hasta el mediodía —le dijo a Jenkin—. Yo me encargo de tirar el resto del té antes de que alguien pueda encontrarlo. Lleva sin perder tiempo a nuestro amigo hasta el cuarto de Dungy si no quieres transportarle luego a cuestas.

Jenkin bajó la voz y le preguntó:

—¿Cuándo vamos a…?

—No tardaremos mucho, aunque hemos perdido a un hombre…, ese bastardo de Ashbless le dio a Murphy en el cuello y le ha dejado hecho pulpa todo lo que había entre el mentón y el pecho. Estaba muerto antes de que cayera al suelo.

—¿Quién es Ashbless?

—No lo sé…, pero tenemos suerte de que parezca tan duro; a sus excelencias les hará falta bastante tiempo para convencerlo. Pero no va a resistir siempre y debemos cogerlos cuando estén ocupados con él, así que muévete.

Jenkin fue hasta el arnés, ayudó a Coleridge a que se levantara y lo llevó fuera de la habitación.

Carrington, el rostro más enflaquecido que nunca por efectos de la tensión, llevó la tetera hasta la puerta de entrada y vertió su contenido sobre los escalones. Luego cerró la puerta, arrojó la tetera sobre una silla y miró a su alrededor.

«Desde luego —pensó—, si algún agente de policía entrometido venía a meter las narices por allí…».

Cogió un par de alfombrillas del salón y las dispuso de forma que taparan los pedacitos de vidrio y las manchas de sangre del suelo.

Una vez hecho eso, se irguió y meneó la cabeza con cierto asombro, recordando la rapidez con que Ashbless había golpeado a Murphy. ¿Quién diablos era ese hombre? ¿Y por qué andaba acompañado con gente tan rara como un escritor evidentemente bien conocido y un mendigo callejero como Jacky Snapp?

De pronto el rostro de Carrington palideció y en su mente apareció una imagen de Jacky Snapp… y luego la comparó con un rostro que había visto seis meses antes, la tarde en que el viejo Dungy y Ahmed, el Mendigo Hindú, habían intentado matar a Horrabin, huyendo luego por el río subterráneo.

¿Hermano y hermana? ¿Un chico disfrazado de mujer? ¿O, sencillamente, un parecido casual? Carrington pensaba descubrirlo.

Fue corriendo hacia el vestíbulo, abrió de un manotazo la puerta que daba a la escalera de caracol y empezó a bajar a toda prisa el primero de los cuatro tramos de peldaños, cada uno más antiguo que el anterior, que finalizaban en los profundos sótanos del edificio.

Ahora, casi segura de que iba a morir antes del amanecer, el suicidio que pensaba cometer le parecía a Jacky el gesto típico de una lunática vanidosa y llena de caprichos. ¡Una llorona, desde luego! Estaba encerrada en la primera jaula de una hilera que empezaba junto a la escalera; la jaula tenía el techo muy bajo y los ruidos emitidos por los ocupantes de las otras la hacían alegrarse de que la antorcha más próxima se encontrara a unas cuantas decenas de metros en el pasillo, y que no fuera capaz de arder con demasiada claridad debido a la fétida y helada brisa que subía del río subterráneo. Aunque los rugidos, los gruñidos y los gimoteos, así como el sonido de escamas húmedas y de poderosos miembros que se removían, arañando con sus garras el suelo de piedra, le hubieran hecho creer que se encontraba compartiendo las instalaciones de una colección de fieras, había oído también, en obvia relación con todos esos ruidos, una serie de murmullos y risitas apagadas, así como una vocecilla que recitaba monótonas canciones de cuna en la última de las jaulas.

Después de haber estado sentada en el suelo de la jaula durante cinco minutos, oyó un ronco alarido que la hizo erguirse de golpe; el alarido se fue apagando para convertirse en sollozos y toses, que reconoció como emitidos por la voz de William Ashbless.

—Está bien, bastardos —le oyó decir, escupiendo las palabras como si fueran fragmentos de un diente roto—, si lo queréis podéis enteraros de todo. Os diré que…

Su voz se calló bruscamente y Jacky oyó un nuevo alarido. El sonido le parecía venir de su derecha, a cierta distancia, amplificado gracias a los túneles.

—Te encuentras en la posición de quien puede comprar una muerte rápida —chirrió una voz—. Nada más. Cómprala ahora antes de que decidamos subirle el precio.

—Que Dios te maldiga —replicó Ashbless—. No pienso…

Y una vez más el alarido resonó en las piedras del túnel.

Las criaturas que se encontraban en las otras jaulas murmuraban y se removían inquietas, evidentemente excitadas por el ruido.

Jacky oyó pasos en la escalera y alzó la mirada. Un hombre bastante alto había aparecido por la puerta y venía rápidamente en su dirección. Cuando pasó junto a la antorcha que había en la pared, la arrancó de un tirón sin cambiar el paso y Jacky retrocedió hacia los barrotes de su jaula, pues el recién llegado era Len Carrington.

Jacky se hizo un ovillo y escondió el rostro entre los brazos, oyendo cómo los tacones de Carrington se le iban acercando más y más.

«Irá a ver qué tal les va con Ashbless —se dijo—. Mantén la cabeza gacha y pasará de largo a tu lado».

Y cuando los pasos se detuvieron ante su jaula, sintió que las lágrimas le brotaban de los ojos y unos sollozos apagados pugnaban por escapar de su garganta.

—Hola, Jacky —dijo Carrington con voz melosa—. Tengo una o dos preguntas que hacerte. Mírame.

Jacky mantuvo la cabeza gacha.

—¡Maldita seas, pequeña basura…, he dicho que me mires! —gritó Carrington, metiendo la antorcha por entre los barrotes, casi en el mentón de Jacky.

El aceite hirviendo de la antorcha se desparramó sobre sus pantalones y Jacky tuvo que levantarse de un salto para quitárselo con las manos. Su gesto la hizo caer a cuatro patas sobre el suelo de la jaula, con el rostro casi pegado al de Carrington en el otro lado de los barrotes.

Otro alarido de Ashbless despertó un sinfín de ecos por los túneles; una vez que se hubieron extinguido, Carrington se rió levemente.

—Oh, cierto, hay un parecido —dijo en voz baja, pero dejando traslucir en su tono una fría satisfacción—. Y ahora, chico, presta mucha atención a lo que te digo; quiero saber quién era la chica que encontré en el piso de arriba, la chica que me envió a Haymarket hace seis meses y a punto estuvo de conseguir que me mataran de una paliza.

—Señor, le juro por Dios que yo… —jadeó Jacky.

Con un rugido de impaciencia, Carrington metió nuevamente la antorcha por entre los barrotes, pero, antes de que pudiera hacer nada con ella, dos manos verdosas, con unos dedos larguísimos, aferraron los barrotes que separaban la jaula de Jacky de la contigua y Carrington se encontró contemplando un rostro de reptil, con unas fauces inmensas y unos ojos muy grandes, que pertenecía a uno de los Errores de Horrabin.

—No te metas con ella —dijo la criatura con una voz perfectamente inteligible.

Carrington pestañeó y retiró la antorcha de entre los barrotes.

—¿Con ella? —Examinó más atentamente a Jacky, que había vuelto a pegarse a la parte trasera de la jaula y estaba llorando de nuevo—. Oh, ya veo —dijo unos segundos después con voz casi inaudible y algo ronca, como si se hubiera acabado de tragar una cucharada de miel—. Oh, sí, sí, sí.

Metió la mano en el bolsillo, sacó de él una anilla repleta de llaves y metió una en el cerrojo de la jaula, abriéndola con un seco chasquido y tirando con tal rapidez de la puerta que la anilla de las llaves se estrelló ruidosamente contra los barrotes.

La voz de Horrabin resonó en los túneles, un eco que venía del hospital.

—Me temo que ha muerto, Señoría —trinó el payaso.

Carrington frunció el ceño en una mueca de irritación y empezó a cerrar nuevamente la puerta.

—Su corazón sigue latiendo —se oyó replicar a Romanelli—. Tráeme los vapores amoniacales; aún le queda por lo menos media hora más de resistencia y necesito algunas respuestas.

—Aguanta un poco, Ashbless —susurró Carrington, abriendo otra vez la puerta de la jaula. Metió la mano en el interior, cogiendo a Jacky por el brazo y la sacó a tirones. Jacky no paraba de luchar y Carrington le golpeó el rostro con la fuerza suficiente para hacerle ver doble durante unos segundos—. Venga —dijo, empujando a su aturdida prisionera por otro pasillo hasta el arco que conducía a la inmensidad del sótano.

Al otro lado del arco esperaban una docena de hombres armados y uno de ellos se acercó a Carrington con rápidas zancadas.

—¿Ahora, jefe? —le preguntó con voz nerviosa.

—¿Cómo? —le replicó secamente Carrington—. No, todavía no, en el reloj de Ashbless todavía queda un buen montón de arena por caer. No tardaré mucho; me llevo a Jacky al final del sótano para cobrarme una deuda que lleva mucho tiempo pendiente.

El hombre se le quedó mirando, boquiabierto.

Carrington sonrió, pellizcó con la punta de los dedos el bigote de Jacky y se lo arrancó de un tirón.

—Nuestro viejo Jacky ha sido siempre una damisela.

—Pe…, quiere decir que… ¡Ahora no, jefe! ¡Métala otra vez en la jaula y guárdesela para el postre! Dios mío, tenemos un montón de cosas por resolver. Ahora no puede…

—Volveré con tiempo suficiente para todo.

Le dio un empujón a Jacky, haciéndola avanzar ante él, pero Jacky tropezó con la tapa de una de las celdas subterráneas y cayó de bruces.

—¡Por favor, jefe! —insistió el hombre, cogiendo a Carrington por el brazo cuando éste se inclinaba hacia ella—. ¡Para empezar, no puede ir solo hasta el final del sótano! Allí viven todos los Errores Fugitivos y…

Carrington dejó caer la antorcha, se volvió en redondo y hundió su puño en el vientre del hombre, haciéndole rodar por el suelo con un gemido ahogado. Luego miró a los demás.

—Volveré —dijo—, con el tiempo suficiente. ¿Ha quedado bien claro?

—Naturalmente, jefe —murmuraron un par de los hombres con expresión no demasiado alegre.

—Perfecto.

Cogió nuevamente la antorcha, levantó a Jacky de un tirón y emprendió la marcha hacia el otro extremo de la inmensa estancia, bajando cada vez más por la pendiente del suelo y alejándose de la zona iluminada. Su antorcha oscilaba bajo la húmeda brisa que ascendía de las profundidades, y su luz apenas bastaba para iluminar las relucientes piedras del viejo pavimento a su alrededor; los muros y el techo, si es que existían, quedaban perdidos en unas tinieblas casi sólidas.

Después de que hubieran bajado durante varios minutos, y después de que hubieran resbalado un par de veces en las húmedas losas cada vez más inclinadas, para caer durante unos segundos hasta quedar sentados en el suelo, cuando las antorchas situadas a cada lado del arco de entrada no emitían ya ni tan siquiera un leve resplandor, ocultas por el desnivel del suelo, Carrington le puso la zancadilla a Jacky, arrodillándose luego junto a ella y metiendo el extremo de la antorcha en la rendija cubierta de fango que había entre las losas.

—Sé amable conmigo y te mataré rápidamente después —le dijo con una sonrisa de afecto.

Jacky dobló las piernas todo lo que pudo y le golpeó, pero Carrington paró fácilmente el ataque con su antebrazo. Los talones de Jacky rebotaron en el suelo desalojando la antorcha de su sitio y haciéndola rodar; la antorcha fue cobrando velocidad gracias a la pendiente del suelo y acabó extinguiéndose en las profundidades con un chisporroteo.

—No quieres luces, ¿eh? —dijo Carrington en lo que ahora era una oscuridad impenetrable. La agarró por los hombros y le clavó las rodillas en las piernas para obligarla a tenderse en el suelo—. Estupendo…, me encantan las chicas vergonzosas.

Jacky lloraba desesperadamente, mientras Carrington buscaba una postura cómoda sobre ella; de pronto, Carrington se quedó inmóvil durante unos segundos, que parecieron eternos, y luego, con una brusca sacudida, empezó a emitir unos gemidos extrañamente sofocados. Volvió a moverse, arañándole débilmente el rostro con la mano, y un instante después se apartó de ella, tambaleándose, y Jacky oyó un ruido semejante al que haría una jarra de agua al ser derramada lentamente. Cuando percibió un olor parecido al cobre caliente, se dio cuenta de que el líquido que caía sobre las losas era sangre.

Al estar llorando no había oído cómo se aproximaban las criaturas, pero ahora pudo oírlas claramente, murmurando a su alrededor.

—Cerdo codicioso —se rió una vocecilla—, la has tirado toda.

—Pues lamed las piedras —replicó una voz sibilante.

Jacky intentó levantarse, pero algo que daba la impresión de ser una mano cuyos dedos sostuvieran una langosta viva la empujó hacia atrás.

—No tan aprisa —dijo una voz—. Tienes que acompañarnos aún más abajo… hasta el fondo…, te pondremos en el bote, lo echaremos al río y nos servirás de ofrenda a la serpiente Apep.

—Lleváosla, pero sin sus ojos —murmuró otra voz—. Prometió que serían míos y de mi hermana.

Jacky no empezó a gritar hasta que no sintió unos dedos como patas de araña resbalando a tientas sobre su rostro.

Lo que descubrió en las jaulas confirmó las sospechas de Coleridge: tenía otro sueño provocado por el opio, aunque se trataba de un sueño extraordinariamente vívido.

Una vez que el dolor de cabeza y los espasmos que sentía en el vientre hubieron cedido un tanto, se encontró en una habitación a oscuras, sin el menor recuerdo de cómo había llegado hasta ella. Cuando hubo logrado sentarse en la cama, extendió la mano en busca de su reloj y no pudo ni tan siquiera hallar la mesita, dándose cuenta entonces de lo oscura que se encontraba la habitación; comprendió que no estaba en su cuarto del Hudson. Tras ponerse en pie y andar a tientas por el más bien pequeño recinto, comprendió que tampoco estaba en la casa de John Morgan, en la de Basil Montagu o en cualquier otro sitio que hubiera visitado con anterioridad. Consiguió encontrar la puerta, la abrió y durante un interminable minuto se quedó paralizado en el umbral, contemplando los dos extremos de la escalera de caracol, tenuemente iluminada con antorchas, cuyo trazado arquitectónico reconoció como perteneciente al poco refinado estilo de las provincias romanas, y escuchando los gemidos y los rugidos imposibles de identificar que resonaban a lo lejos.

La escena, que parecía pertenecer a un cuadro de Fuseli, junto con la familiar sensación de que su cabeza se había hinchado hasta alcanzar las proporciones de un globo (sólo que esta vez mucho más grande que de costumbre), y la debilidad que sentía en sus articulaciones, le convencieron de que había vuelto a tomar una dosis demasiado fuerte de láudano y estaba sufriendo alucinaciones.

«En Xanadú —pensó con amargo humor—, Samuel Taylor Coleridge construyó un morboso mundo de prisiones…».

Unos instantes después fue hasta la escalera. La idea popular de que si se exploraba en sueños una mansión, ésta representaba simbólicamente la mente del que soñaba, siempre le había parecido contener una pequeña parte de verdad y, aunque en muchos de sus sueños había explorado los pisos superiores de su mente, nunca había tenido ocasión de ver las catacumbas que yacían en lo hondo de ésta. Los ruidos de pesadilla parecían venir de abajo, así que, sintiendo una mezcla de curiosidad y valor irracional en cuanto a los monstruos que podían morar en los más recónditos niveles de su cerebro, empezó a descender cautelosamente por los viejos y gastados peldaños.

Pese a un no muy intenso temor ante lo que podía encontrar, sentía cierta complacencia consigo mismo por haber sido capaz de conjurar una fantasía tan detallada. No sólo las gastadas piedras de la escalera presentaban el minúsculo tramado de una pintura, ejecutada en tonos apagados por un maestro del claroscuro, sino que cada una de sus pisadas producía un leve eco y el aire frío que ascendía desde los abismos era húmedo y parecía estancado desde hacía mucho tiempo, llevando con él los olores del moho, las algas y, sí, eso era, la abigarrada gama de todo un jardín zoológico.

A medida que bajaba, la oscuridad era más inescrutable y cuando llegó al final de la escalera se halló en una impenetrable negrura, que sólo era rota de vez en cuando por débiles destellos, que quizá fueran antorchas lejanas asomando por un segundo al doblar una esquina de los túneles o, sencillamente, fogonazos en forma de estrella provocados por una retina al borde del agotamiento.

Había estado avanzando lentamente por el desigual suelo de piedra, en la dirección de donde le parecía llegaban los gemidos y gruñidos, pero cuando aún faltaban unos cuantos metros para encontrar las jaulas se quedó paralizado al oír un alarido, que reverberó por todos los túneles, y que le pareció contener tanto cansancio y desesperación como una intolerable agonía.

«¿Qué era eso? —se preguntó—. ¿Sería acaso mi ambición, cargada con los grilletes de mi pereza y medio muerta de hambre por su culpa? No, eso es engañoso; es mucho más probable que se trate de una encarnación de todos mis deberes (entre los cuales, desde luego, el de emplear mi talento no ocupa precisamente el último lugar), ignorada por mí y aprisionada en la más recóndita mazmorra de mi cerebro».

Siguió andando hacia adelante y un instante después sintió los fríos barrotes de la jaula más próxima. Algo se agitaba pesadamente en su interior y luego oyó un ruido que recordaba el de una bayeta mojada que fuera arrastrada muy lentamente sobre un suelo de piedra; finalmente, Coleridge comprendió que las intermitentes ráfagas de aire que notaba en la mano no se debían a la brisa sino al lento respirar de alguna criatura.

—Hola, hombre —dijo una voz curiosamente grave.

—Hola —dijo Coleridge con cierto nerviosismo y, tras quedarse callado unos segundos sin saber muy bien qué añadir, dijo—: ¿Estás encerrado?

—Todos estamos encerrados —replicó la criatura invisible, y en las jaulas que flanqueaban a la suya se oyeron gruñidos y murmullos de asentimiento.

—Entonces —murmuró Coleridge, casi hablando consigo mismo—, ¿sois los vicios que he logrado dominar? No creía que hubiera ninguno, a decir verdad.

—Libéranos —dijo la criatura—. La llave está en la cerradura de la última jaula.

—O quizá —prosiguió Coleridge—, quizá seáis, como me parece más probable, las virtudes y los dones que he sido demasiado perezoso para ejercitar, deformados por el largo encierro y la falta de atenciones que habéis sufrido aquí abajo.

—No…, no sé nada de todo eso, hombre. Libéranos.

—¿Y acaso un don mutilado y deforme no sería aún más temible que un vicio atrofiado? No, amigo mío, creo que será más sabio por mi parte dejaros en vuestras jaulas. Debí de tener buenas razones para crear barrotes tan sólidos.

Se dio la vuelta, disponiéndose a seguir su camino.

—No puedes dejarnos aquí, olvidados.

Coleridge se detuvo.

—¿No puedo? —se preguntó con voz pensativa—. Quizá sea cierto. Desde luego, jamás se ha logrado obtener una respuesta válida excluyendo algún factor del problema; ése fue el error cometido por los puritanos. Pero estoy igualmente seguro de que estas jaulas representan una manifestación de mi voluntad y mi dominio propio, por raro que sea y aunque no lo ejerza a menudo. Ya debo de haberos tomado en consideración dentro de mi mente…

—Libéranos y podrás estar seguro entonces.

Coleridge se quedó inmóvil en la oscuridad, meditando durante todo un minuto.

—No veo forma de evitar tal dilema —dijo por fin en un susurro, y fue a tientas hasta la última jaula, donde la anilla de las llaves de Carrington seguía colgando de la cerradura que había en la puerta medio entornada.

Los ásperos vapores de amoniaco arrancaron la mente de Ashbless de la negrura para devolverle a la conciencia y, una vez más, al horrible cuarto iluminado por antorchas, que tenía el suelo cubierto de fango y tierra.

Tras su último despertar a la fuerza, causado por el amoniaco, había descubierto que era capaz de abandonar el cuerpo torturado que se encontraba atado sobre la mesa o, para ser más preciso, que podía hundirse a tales profundidades en los sueños febriles de su cabeza que las cada vez más desesperadas operaciones quirúrgicas de Romanelli no eran más que lejanos tirones casi imperceptibles, parecidos a las pequeñas agitaciones del agua que percibe un buceador cuando algo ocurre en la superficie.

Aquel descubrimiento había sido toda una bendición, pero en este fugaz instante de nueva claridad se dio cuenta de que agonizaba. Aunque ninguna de las heridas infligidas por Romanelli era mortal de inmediato, Ashbless habría necesitado todas las atenciones de una buena unidad de cuidados intensivos del año mil novecientos ochenta y tres, e incluso con ellas su recuperación habría sido más que problemática.

Contempló la pared cercana con su ojo bueno, y vio, sin el menor asombro, la hilera de hombrecillos parecidos a juguetes que descansaban en un estante sobre la bomba de agua. Luego volvió la cabeza y contempló el rostro de Romanelli, extrañamente iluminado por las antorchas.

«Supongo que después de todo estoy en un mundo alternativo —pensó sin demasiado interés—. Ashbless muere aquí en mil ochocientos once. Bueno, pues morirá en silencio; no creo que puedas extrapolar la situación de un agujero futuro a partir de lo que yo sé sobre los anteriores, Romanelli, dado tu estado actual, pero no pienso darte ni una oportunidad de que lo intentes. Puedes morir aquí, conmigo».

—Te has excedido —dijo a su espalda la voz de Horrabin, parecida a la del ratón Mickey—. Esto no es tan sencillo ni tan rápido como abrir una caja. Lo único que estás consiguiendo es matarlo.

—Puede que eso sea lo que está pensando —jadeó Romanelli. El hechicero estaba enmarcado por una aureola de minúsculos relámpagos multicolores que, evidentemente, le causaban un gran dolor—. Pero escúchame, Ashbless, no morirás hasta que yo te lo permita. Podría cortarte la cabeza, y quizá lo haga, y seguiría siendo capaz de mantenerte vivo mediante la magia. Probablemente imaginas que habrás muerto al amanecer, pero permíteme asegurarte que puedo prolongar la agonía de tu muerte durante décadas.

La puerta quedaba detrás de los dos magos y Ashbless intentó, con todas sus escasas fuerzas, no mover el ojo ni dar señal alguna de emoción cuando vio a unas siluetas monstruosas aparecer por ella y entrar sin hacer el menor ruido en la penumbra de la habitación.

«Sean lo que sean —pensó—, espero que sean reales y que nos maten a todos».

Pero en ese instante algo se movió en el estante que se encontraba sobre la bomba; uno de los muñequitos se agitó, extendiendo su minúsculo bracito, y gritó:

—Los Errores andan sueltos.

Horrabin se volvió sobre uno de sus zancos como un compás y, sacando la lengua hasta tocarse la nariz con ella, emitió un penetrante silbido de dos notas musicales, que hicieron rechinar los pocos dientes que aún le quedaban en la boca a Ashbless. En ese mismo instante, Romanelli tragó aire, produciendo un sonido semejante al de un paraguas abierto que es arrastrado a lo largo de una chimenea, y luego ladró tres sílabas extendiendo sus manos manchadas de sangre con las palmas hacia fuera.

Uno de los Errores, una cosa peluda y de cuerpo muy delgado, que tenía las orejas y la nariz enormes pero carecía de ojos, se lanzó en un salto felino sobre Horrabin, pero chocó contra una barrera y cayó de espaldas sobre el suelo fangoso.

—Líbrate de… ellos —sollozó Romanelli, mientras la sangre brotaba abundantemente de su nariz y orejas—. No podré aguantar otro golpe parecido.

Media docena de los Errores, incluyendo a un gigante anfibio al que le colgaba la mandíbula inferior y poseía incontables hileras de dientes en forma de cuña, estaba arañando la barrera mientras lanzaba un siseo ensordecedor.

—Abre pequeños agujeros en el suelo —dijo Horrabin con voz tensa—. Mis Chicos de la Cuchara estarán encantados de meterlos nuevamente en sus jaulas.

—No… puedo —dijo Romanelli con un gemido casi inaudible—. Si intento alterarlo… no conseguiré más que hacerme pedazos. —Ahora la sangre empezaba a brotar de sus ojos como si estuviera llorando—. Me… me estoy rompiendo por dentro.

—Mirad los pantalones del payaso —retumbó la cosa de los dientes.

Horrabin bajó automáticamente la vista y se dio cuenta, a la luz de las antorchas, de que sus abultados pantalones blancos estaban manchados del barro que había salpicado la criatura velluda al caer en el suelo.

—El fango puede pasar —trompeteó la criatura, cogiendo del suelo una piedra grande como un puño y lanzándola.

La piedra se estrelló secamente en el vientre de Horrabin y le hizo tambalearse, jadeando sobre sus zancos, hasta que otros dos proyectiles le acertaron, uno en la muñeca cubierta por la blusa estampada que llevaba y otro en la frente pintada de blanco. Su cuerpo pareció doblarse hacia atrás y su rostro se convirtió en una máscara de furia horrorizada y, un segundo después, Horrabin cayó sentado en el fango.

Los Chicos de la Cuchara saltaron de su estante como grillos demasiado crecidos, desenvainando sus diminutas espadas en mitad del salto, para caer pataleando sobre el fango; una vez cruzada la barrera, empezaron a clavar las espadas en los tobillos de los Errores, mientras intentaban trepar por sus piernas.

Romanelli dobló la pierna herida de Ashbless, atando el tobillo al muslo, y luego, con un esfuerzo tal que sus mandíbulas apretadas partieron más de un diente reduciéndolo a fragmentos, el hechicero levantó al poeta agonizante y empezó a llevárselo a rastras por el suelo, hasta el arco que se abría al otro extremo de la habitación.

Cada paso que daba producía crujidos y ruidos de algo rompiéndose en su interior, pero Romanelli siguió avanzando hacia el arco que llevaba hasta el sótano, con el aire entrando y saliendo de sus pulmones en agudos silbidos mientras en el hospital, que iba quedando atrás, se oían gritos y fuertes golpes.

Los hombres de Carrington, acurrucados junto al muro bajo una de las antorchas, estaban esperando con creciente impaciencia el regreso de su jefe, mientras se decían unos a otros, con abundantes maldiciones proferidas en voz baja, que podían largarse sin él, diablos; pero cuando tuvieron ante ellos el horrendo espectáculo de Romanelli y su carga humana, que cruzaron el arco y pasaron junto a ellos sin verlos, todos palidecieron y dieron un paso hacia atrás.

—Jesús —murmuró uno, acariciando con dedos temblorosos el pomo de su daga—, ¿no deberíamos seguirle y acabar con él?

—¿Estás ciego o qué? —gruñó uno de sus compañeros—. Ya está muerto. Vayamos a por el payaso.

Habían dado un par de pasos hacia el arco, cuando un grupo de Errores apareció en él dando saltos y reptando por el suelo, perseguido por un enfurecido enjambre de Chicos de la Cuchara.

Pese a todos los estimulantes mágicos y químicos que se le habían administrado, Ashbless se había hundido en una especie de coma del que sólo despertaba de vez en cuando por el espacio de unos fugaces segundos. En uno de esos momentos se dio cuenta, no muy bien, de que le estaban arrastrando por un suelo que hacía pendiente; en otro percibió que quien le transportaba estaba farfullando, con una voz que más parecía un burbujeo acuoso, una alegre cancioncilla de taberna como si se hubiera vuelto loco; después, todo se le hizo muy confuso y oyó un fuerte griterío detrás de ellos. Gracias a la claridad de la tormenta eléctrica personal de quien le arrastraba, distinguió una cosa, que parecía un sapo enorme con un sombrero de tres picos, pasar saltando a un lado de ellos, mientras un perro de seis patas con cabeza de hombre galopaba por el otro. Un instante después el aire se llenó de minúsculos insectos, que en realidad no eran tales insectos, sino hombrecillos muy enfadados que blandían pequeñas espadas.

Un instante después, la persona que le arrastraba tropezó y todo empezó a rodar por la pendiente, cada vez más pronunciada. Lo último que Ashbless logró ver antes de perder una vez más el conocimiento le dejó asombrado, incluso en su estado actual de casi cadáver: vio el rostro de Jacky, surcado de lágrimas y sin su bigote, que le contemplaba con sorpresa cuando él pasaba rodando por su lado.

La cosa reluciente y envuelta en chispas, que había tropezado con Jacky, se estrelló un instante después con las Hermanas sin Ojos y las mandó girando entre las tinieblas, mientras que sus voces agudas lanzaban chillidos de irritación. Jacky logró ponerse a cuatro patas con el tiempo suficiente para distinguir que la cosa envuelta en relámpagos azules era un hombre y que William Ashbless, evidentemente muerto, resbalaba por la pendiente justo a su lado. Jacky se vio obligada, un segundo después, a cogerse con todas sus fuerzas a las rendijas llenas de fango que había entre las piedras y a mantener la cabeza bien baja, pues una jauría de formas que ladraban y maullaban, totalmente invisibles en la oscuridad, cayó sobre ella como un torrente, a punto de sumergirla, seguida muy de cerca por una horda de lo que parecían, a juzgar por sus ruidos, langostas muy grandes. Unos instantes después, el circo infernal la fue dejando atrás para perderse en las profundidades, y Jacky empezó a trepar lentamente hacia arriba.

Desde lo alto llegaban también ruidos, débiles chillidos, gritos más fuertes y unas risotadas enloquecidas, que despertaban extraños y fantasmagóricos ecos en la caverna, y Jacky, aturdida, se preguntó qué locura asolaba esa noche el Castillo de las Ratas.

Después de interminables minutos, notó que el suelo se iba nivelando y al levantar la cabeza vio unas antorchas lejanas y la boca del arco. Los hombres de Carrington ya no estaban allí y, fuera cual fuese la acción, en esos instantes tenía lugar en otras partes del edificio, así que Jacky, levantándose, echó a correr como una loca hacia la luz.

Cuando logró llegar hasta ella; se quedó durante varios minutos jadeando, agazapada en el maravilloso semicírculo de claridad amarillenta, disfrutando con la ilusión de seguridad que le daba, tan parecida a la X que indicaba el refugio del Rey en los juegos infantiles, que había practicado no hacia aún tantos años. Finalmente, y no de muy buena gana, se puso en pie y cruzó el arco para sumergirse nuevamente en la oscuridad.

Oyó voces nerviosas que venían del muelle, por lo que caminó silenciosamente, siguiendo el pasillo que conducía hasta la escalera de caracol, pero se detuvo al oír otras voces delante.

«Centinelas, pensó, probablemente los hombres de Carrington, asegurándose de que nada consigue abandonar ese hormigueo enloquecido de ahí abajo».

Decidió retroceder y esconderse en algún sitio hasta que los centinelas volvieran a la superficie; luego nadaría por el río subterráneo hasta el Támesis. Ya se había dado la vuelta para marcharse, cuando los gritos redoblaron su volumen y en el pasillo apareció de pronto una débil claridad, que parecía reflejo de otra fuente de luz invisible. La claridad fue creciendo rápidamente, como si hombres con antorchas fueran a surgir de un momento a otro doblando una esquina ante ella. Jacky miró a su alrededor presa del pánico, esperando encontrar algún portal en el que pudiera refugiarse, pero no había ninguno y tuvo que conformarse con pegarse lo más posible a la pared.

Los gritos se hacían cada vez más fuertes y empezaba a oír unos fuertes golpes producidos con algo de madera; un instante después, Horrabin emergió por la boca de uno de los túneles más lejanos, con el cuerpo envuelto en llamas y corriendo frenéticamente sobre sus zancos, flanqueado y seguido por lo que parecía ser una horda de ratas, que no dejaba de chillar y dar saltos. Un segundo más y sus perseguidores doblaron la misma esquina y se lanzaron sobre él, arrojándole piedras y ladrando como sabuesos.

Jacky se volvió nuevamente hacia la escalera y logró distinguir las siluetas de dos hombres agazapados en el otro lado del arco, apuntando alguna especie de armas hacia la turba que se les aproximaba.

«No obtendré ninguna ayuda de esa dirección», pensó y, desesperada, se arrojó contra la pared, tapándose el rostro con un brazo y esperando que los grupos de confusos enemigos la tomaran por un cadáver.

Las dos armas hicieron fuego con un largo ruido y un destello, que iluminó todo el túnel durante más de un segundo; rodeado por un diluvio de fragmentos de piedra arrancados al techo y las paredes, el payaso envuelto en llamas se detuvo en seco, pero un segundo después recuperó el equilibrio, evidentemente sin haber sufrido daño alguno a causa de los disparos, aunque su impacto hubiera logrado detenerle el tiempo suficiente para que sus bestiales perseguidores lo alcanzaran.

Una buena cantidad de Chicos de la Cuchara había volado en pedazos a causa de los disparos, al igual que unos cuantos de sus muchos más grandes adversarios, pero los supervivientes dieron la vuelta y se lanzaron al rostro de los enloquecidos Errores, que habían logrado empujar al payaso llameante contra el muro y aferraban sus zancos con garras manchadas de fango, intentando llegar hasta sus piernas mientras éste no paraba de gritar. Los hombres en miniatura se lanzaron de un salto a las piernas de los Errores y unos instantes después empezaron a hundir sus pequeñas espadas en ojos, gargantas y oídos sin preocuparse en lo más mínimo de su propia supervivencia. Pero los Errores libraban ahora un combate a muerte y estaban dispuestos a soportar todos los castigos que pudieran infligirles las espadas de los Chicos de la Cuchara, con tal de llegar lo bastante cerca de Horrabin y arrancarle con sus dientes enfangados lo que pudieran o, mejor aún, quitarle de los pies el apoyo de sus zancos.

El enloquecido espectáculo tenía lugar a sólo unos metros de Jacky y no pudo resistir la tentación de alzar un poco la vista para contemplarlo. El payaso seguía gritando con todo el cuerpo ennegrecido, pero ahora ya no ardía tanto, aunque sus llamas seguían siendo lo bastante altas como para iluminar varios combates individuales; Jacky vio cómo uno de los Errores, una cosa que parecía un perro faldero cubierto de tentáculos, que había perdido los dos ojos a causa de las espadas blandidas por los homúnculos, cerraba sus fauces sobre la mano derecha de Horrabin y, con un espantoso crujido, se la arrancaba casi por completo. Dos criaturas que parecían caracoles sin concha, agonizando bajo el feroz ataque de doce hombrecillos, habían logrado meterse entre la pared y el zanco izquierdo y con sus estertores finales consiguieron empujarlo más allá del punto de equilibrio, haciendo que el payaso se estrellara sobre ellas. Cuando Horrabin se desplomó en el suelo, casi toda la luz se extinguió y todo lo que Jacky pudo distinguir fue una inmensa pila de siluetas que morían o mataban y a sus oídos sólo llegaba un coro, cada vez más débil, formado por gemidos, jadeos, fauces que masticaban y respiraciones agónicas. Un espantoso olor, parecido al de la basura quemada, empezó a invadir el túnel.

Jacky se puso en pie y corrió hasta dejar atrás la masa de muertos introduciéndose cada vez más en el laberinto, hasta que después de haber dado unos veinte pasos en la oscuridad perdió el equilibrio y cayó. Después de resbalar por el suelo, medio aturdida, sintió que una mano se cerraba firmemente sobre su muñeca.

Empezó a retorcerse, preguntándose si aún le quedarían las fuerzas suficientes como para estrangular a su captor, pero se detuvo al oír la voz de su invisible compañero.

—Disculpadme, señor Pensamiento…, o quizá seáis el Capricho o la Virtud Fugitiva, no lo sé, pero ¿podrías conducirme hasta los niveles conscientes de mi mente?

Desde hacía ya cierto tiempo Ashbless era vagamente consciente de que estaba tendido en el suelo de un bote, cuyos remos manejaba débilmente el doctor Romanelli, pero en un instante de lucidez se dio cuenta de que la superficie sobre la que reposaba había cambiado. La última vez que había sido consciente de ella consistía en madera bastante dura, pero ahora le parecía más bien una especie de cuero muy suave, montado sobre algo que le recordaba un costillar móvil. Abrió el ojo y sintió una leve sorpresa al darse cuenta de que podía ver pese a la ausencia de luz. El bote estaba atravesando un gigantesco salón en ruinas, a lo largo de cuyas paredes se alzaban sarcófagos en posición vertical, de los que irradiaba una intensa negrura.

Oyó que Romanelli jadeaba y se volvió hacia él. El flaco hechicero también brillaba bajo aquella antiluz y estaba contemplando con expresión de pasmo algo por encima del hombro de Ashbless. Ashbless logró apoyarse en un codo y, con un gran esfuerzo, volvió la cabeza y vio en la popa varias siluetas muy delgadas: en el centro del bote había una especie de altar, rodeado por una serpiente con la cola entre las fauces, y en el altar se alzaba un disco tan grande como un hombre, que ardía con esa radiación negra tan potente que causaba un agudo dolor en el ojo de Ashbless. El dolor se hizo tan intenso que le obligó a desviar la mirada, aunque antes le pareció haber distinguido confusamente los contornos de un escarabajo kefera grabado en el disco.

Cuando fue nuevamente capaz de ver se dio cuenta de que Romanelli estaba sonriendo con alivio y las lágrimas corrían por sus mejillas destrozadas.

—La barca de Ra —estaba murmurando—, el bote Sektet en el cual viaja el sol a través de las doce horas de la noche, ¡desde el ocaso hasta el alba! Estoy en él…, y al amanecer, cuando emerjamos nuevamente en el mundo, navegaré en la barca Atet, la barca del cielo matinal, ¡y mi cuerpo será renovado!

Ashbless, que se encontraba en un estado físico demasiado ruinoso como para que ello le importara, se dejó caer nuevamente sobre la superficie de cuero y sintió que bajo ella parecía latir una especie de ritmo. El gemido que creyó oír durante toda la noche era ahora más alto y había cobrado un tono suplicante. Volvió la cabeza y miró por encima de la borda hacia la orilla del río; pudo distinguir siluetas borrosas que extendían sus brazos hacia el bote cuando éste pasaba y, una vez les había dejado atrás, podían oírse sus gemidos desesperados y sus llantos. En la orilla se veían grandes postes clavados a intervalos (marcando las horas, pensó) y en lo alto tenían cabezas de serpiente. Cuando el bote pasaba junto a ellos la cabeza de serpiente se convertía por un segundo en una cabeza humana, que parecía inclinarse hacia él.

Ashbless logró sentarse y se dio cuenta, por primera vez, de que el bote era en realidad una serpiente gigantesca, que en el centro se hacía más gruesa como en una especie de exagerado capuchón de cobra, y que tanto en la proa como en la popa volvía a estrecharse formando un cuerpo dotado de vida.

«Es el poema —pensó—, “Las Doce Horas de la Noche”. Sobre esto escribí y ahora me encuentro en el bote que sólo los muertos pueden ver».

Tuvo la sensación de que el disco vivía; no, en realidad estaba muerto, aunque era consciente, pero al mismo tiempo no sentía el menor interés por los dos polizones. Las siluetas de la popa, que parecían ser hombres con cabezas de pájaro o animal, tampoco les hacían el menor caso. Ashbless volvió a derrumbarse sobre la superficie de cuero.

Un rato después el bote atravesó una puerta, sumida en las tinieblas y flanqueada por dos sarcófagos tan altos como postes de teléfonos, y las figuras que se veían en la orilla empezaron a gritar y agitarse de un lado a otro, mientras que por encima de sus gritos de terror podía oírse un lento rechinar metálico.

—¡Apep! —gritaban los fantasmas—. ¡Apep!

Y un instante después distinguió una silueta, que estaba hecha de pura oscuridad, y se dio cuenta de que era la cabeza de una serpiente tan inmensa que dejaba pequeña la extraña embarcación en que viajaban. De sus fauces colgaban siluetas que parecían humanas, pero la serpiente agitó su inmensa cabeza y las siluetas salieron despedidas hacia lo lejos; un segundo después la serpiente empezó a moverse lentamente hacia el río.

—La serpiente Apep —murmuró Romanelli—, cuyo cuerpo yace en los profundos reinos del kek samu, donde la oscuridad se convierte en un sólido impenetrable. Tiene la sensación de que en este bote hay un alma que no está realmente cualificada para emerger nuevamente bajo la luz del amanecer. —Romanelli sonreía—. De todos modos, ya no me haces falta.

Incapaz ahora de apoyarse en el codo, Ashbless se quedó inmóvil, viendo cómo aquella cabeza de un negro absoluto se cernía sobre él borrando toda imagen distinta a la suya. El aire se heló al inclinarse la criatura sobre el bote y cuando abrió sus enormes mandíbulas creyó ver unas estrellas recortadas como un negativo fotográfico, brillando en la distancia inalcanzable, como si la boca de Apep fuera el umbral a un universo de frío absoluto y ausencia de luz.

Ashbless cerró su ojo y encomendó su alma al cuidado de algún dios benigno, aunque ya no estaba muy seguro de su existencia.

Un chillido le hizo salir de su casi inconsciencia y alzó la cabeza, esperando que ésta fuera la última vez que debía hacerlo y vio la silueta del doctor Romanelli, desintegrándose rápidamente para caer en las gigantescas fauces de la serpiente, como aspirada por ellas.

Por si acaso, Jacky se volvió hacia el oeste, allí donde el ancho surco del Támesis giraba hacia el sur, junto a Whitehall, antes de encaminarse nuevamente hacia el oeste, y luego se volvió hacia el este para mirar.

Y sonrió con alivio. Sí, el cielo estaba palideciendo y ya podía distinguir los oscuros arcos de Blackfriars, recortados contra el tenue brillo que precede al amanecer.

Su cuerpo se fue relajando lentamente y Jacky volvió a sentarse sobre el parapeto de piedra, consciente por primera vez del frío que hacía en aquella orilla sobre las Arcadas de Adelphi. Se envolvió un poco más en su gabán y empezó a temblar.

«Aunque no haya ninguna esperanza —pensó—, voy a quedarme aquí un rato más, hasta que amanezca, para ver si Ashbless aparece, quizá no estuviera muerto cuando pasó rodando junto a mí en el sótano, y si llegó hasta el río subterráneo antes de que empezara esa horrible solidificación…».

Volvió a estremecerse y miró hacia la luz, que empezaba a despuntar por el este, como buscando consuelo en ella. Después, se permitió recordar el trayecto que había seguido en su ascensión desde los sótanos.

Había cogido a Coleridge de la mano y, cautelosamente, se abrían paso a tientas por el pasillo en tinieblas cuando se dio cuenta por primera vez del silencio. No sólo habían callado los gemidos distantes, incluso todas las complejas resonancias del aire, los ecos creados por la brisa perpetua que soplaba a través de los kilómetros de pasillos subterráneos y estancias que había bajo ellos, habían cesado por completo.

Cuando estuvieron en el lugar donde se encontraba el cadáver de Horrabin se apretó cuanto pudo a la pared de la derecha y estuvo a punto de chillar cuando una voz sorprendentemente grave les habló desde la oscuridad.

—Éste no es lugar para la gente, amigos míos —dijo la voz.

—Eh…, cierto —graznó Jacky—. Ahora mismo nos vamos.

Oyó un jadeo, un golpe sordo y varios tintineos metálicos y un segundo después la voz habló de nuevo, pero esta vez por encima de su cabeza.

—Os escoltaré —dijo con cierto cansancio—. Incluso a punto de morir por los alfilerazos de esos hombrecillos que tenía el payaso, el Viejo Mordiscos es un protector al que pocos se atreverían a desafiar.

—Tú… ¿nos escoltarás? —preguntó Jacky con incredulidad.

—Sí. —La criatura lanzó un trémulo suspiro—. Se lo debo a tu compañero, que liberó a mis hermanos y hermanas, así como a mí, dándonos la oportunidad de vengarnos en nuestro creador antes de que muriéramos. —Jacky se había dado cuenta de que la voz de la criatura no despertaba eco alguno, como si se hubiera encontrado en una habitación y no en un túnel—. Aprisa —dijo la criatura, poniéndose en movimiento—, la oscuridad se está endureciendo.

El extraño trío avanzó hasta la escalera y empezó a subir por ella. Al final del primer tramo Coleridge quiso descansar, pero Mordiscos le dijo que no había tiempo para ello; la criatura cogió en brazos a Coleridge y reanudaron la ascensión.

—No te quedes atrás —le advirtió su escolta a Jacky.

—No pienso hacerlo —le aseguró ella, pues se había dado cuenta de que ahora no llegaba sonido alguno del pasillo, ni tan siquiera del tramo de escalones que acababan de ascender.

¿Qué le habían dicho las Hermanas sin Ojos hacia medio año? La oscuridad se está endureciendo, igual que el fango, y queremos estar lejos de aquí cuando se haya vuelto tan sólida como las piedras… ¡No queremos quedar atrapadas para siempre en esas piedras de noche endurecida! Jacky se aseguró de mantener el mismo paso que Mordiscos y le alegró ver lo de prisa que avanzaban.

Cuando finalmente llegaron al final de la escalera y entraron en la cocina del Castillo de las Ratas, brillantemente iluminado por las antorchas, un par de hombres de Carrington dieron un paso hacia ellos y luego se apresuraron a retroceder cuando vieron a la criatura que transportaba a Coleridge en sus enormes brazos. Jacky miró entonces por primera vez al Viejo Mordiscos y también estuvo a punto de retroceder.

Su escolta era un gigante anfibio con largos tentáculos, como los de un pez-gato, alrededor del rostro formando una caricatura de barba y melena; sus ojos eran tan grandes como pisapapeles de cristal y tenía el corto hocico de un cerdo, aunque su rasgo más sorprendente era la boca, un tajo de casi treinta centímetros, que a duras penas podía cerrar dada la enorme cantidad de dientes que contenía. Vestía un viejo gabán, cuya parte delantera estaba hecha trizas y empapada de sangre.

—Esos canallas no os molestarán —dijo Mordiscos con voz tranquila—. Vamos.

Dejó a Coleridge en el suelo y les acompañó hasta la puerta principal.

—Marchaos —les dijo—, y aprisa. Yo vigilaré hasta que os hayáis perdido de vista, pero tengo que volver a la escalera antes de que la oscuridad se haya endurecido del todo.

—Está bien —dijo Jacky, respirando con agradecimiento el relativamente aire fresco de aquellos últimos instantes en la calle Buckeridge—. Y gracias por…

—Lo hice por tu amigo —gruñó Mordiscos—. Ahora, marchaos.

Jacky asintió y, llevando ante ella a un aturdido Coleridge, echó a caminar por la calle todavía en penumbra.

Lograron volver al hotel Hudson sin ningún percance y, una vez en la habitación de Coleridge, Jacky le acostó sin perder ni un segundo. Coleridge se quedó dormido antes de que Jacky hubiera podido llegar hasta el vestíbulo y cerrara la puerta suavemente a su espalda. Había visto la botella de láudano en la mesita y ahora creía entender la razón de que las precauciones que Carrington había tomado con el poeta hubieran resultado tan poco efectivas. ¿Cómo podía estar enterado Carrington de la tremenda tolerancia al opio que Coleridge había llegado a desarrollar?

Luego fue hacia el Támesis, siguiendo las Arcadas de Adelphi hasta el punto en que el afluente subterráneo se vertía en el río, por si Ashbless o lo que pudiera quedar de él lograba emerger del túnel.

El cielo brillaba ya en el este, con un fuerte resplandor azul acero y unas hilachas de nubes, por encima del horizonte, habían empezado a incendiarse con un fulgor rojizo. El sol aparecería en cualquier momento.

En las sombras aún intensas, que había bajo los arcos del puente, algo se agitó con mucha fuerza y Jacky bajó la vista con el tiempo suficiente para ver cómo aparecía un bote fantasmagórico y medio transparente. Al emerger bajo la claridad grisácea del alba, se hizo al mismo tiempo incandescente y aún más insustancial y empezó a dirigirse hacia el este con una velocidad tal que, por un segundo, Jacky estuvo segura de que era sólo una alucinación fruto del agotamiento casi absoluto que la dominaba. Pero una fracción de segundo después se dio cuenta de dos cosas: el primer borde rojizo del sol había aparecido sobre el lejano perfil de los edificios londinenses y un hombre se debatía en el agua a unos cuantos metros de la orilla; aparentemente había caído del bote fantasma cuando éste perdió toda sustancia.

Jacky se levantó de un salto, pues había reconocido a ese hombre que ahora estaba nadando con cierta torpeza hacia la orilla.

—¡Señor Ashbless! —gritó—. ¡Por aquí!

Justo cuando la serpiente pasaba por entre los dos postes coronados por cabezas barbudas de faraón, que flanqueaban el último umbral, Ashbless sintió que en su interior empezaba a encenderse un fuego increíble, que desprendía insoportables oleadas de calor y que aturdía a los ya maltrechos restos de conciencia que le restaban. Hasta que no se encontró chapoteando en las heladas aguas del Támesis, estuvo seguro de que esa bien recibida inconsciencia era la muerte.

Cuando hubo logrado salir a la superficie, y se apartó el cabello de los ojos, se le ocurrió de pronto que ahora volvía a tener cabello, así como dos ojos. Alzó primero una mano y luego la otra y sonrió al ver que estaban todos los dedos y su piel parecía intacta.

La restauración, que el doctor Romanelli había esperado en vano, había tenido lugar en Ashbless, cuando el sol había resucitado para encontrarse otra vez vivo e intacto al amanecer: en ese instante, y sólo Dios podía saber el porqué, se había consentido que Ashbless participara en ese proceso.

Había empezado a nadar hacia la orilla cuando oyó un grito. Se quedó inmóvil, contemplando con el ceño fruncido los atracaderos y escalinatas aún sumidos en la sombra, y luego reconoció a la persona que estaba en el parapeto, agitó la mano saludándola y empezó a nadar nuevamente.

El agua se estrellaba con cierta fuerza en las Arcadas de Adelphi; cuando logró abrirse paso hasta la orilla fangosa pudo ver la razón de ello: el afluente subterráneo había dejado de alimentar el Támesis de un modo tan irreversible como si en algún lugar desconocido se hubiera cerrado una inmensa válvula. Una vez pasado el primer instante de agitación y remolinos, el río volvió a fluir más allá de donde Ashbless había emergido con la plácida tranquilidad de siempre. Unas cuantas aves se habían acercado a las aguas y ahora giraban sobre el remolino fangoso, que se iba desvaneciendo en la corriente, contemplándolo con cierta curiosidad.

Ashbless alzó la mirada hacia la delgada figura que le aguardaba en el parapeto.

—Hola, Jacky —gritó—. Espero que Coleridge saliera también con vida.

—Sí, señor —dijo Jacky.

—Y me atrevería a decir que no recordará nada de lo que vio esta noche —añadió Ashbless subiendo hacia ella.

—Bueno… —dijo Jacky, algo aturdida al ver cómo el empapado y barbudo gigante cruzaba los últimos metros y luego se instalaba junto a ella en el parapeto—, a decir verdad, puede que no. —Le examinó con mayor atención y dijo—: Le creí muerto cuando pasó rodando junto a mí. Sus…, sus ojos y…

—Sí —dijo Ashbless en voz baja—. Estaba muriéndome…, pero esta noche la magia andaba suelta y no toda ella era maligna. —Ahora le tocaba a él volverse a mirarla—. ¿Has tenido tiempo de afeitarte?

—¡Ooh! —Jacky se frotó el lugar donde había estado su bigote postizo—. Se…, se me quemó.

—Santo Dios. De todos modos, me alegro de que haya desaparecido. —Ashbless se apoyó en el parapeto, cerró los ojos y aspiró una honda bocanada de aire—. Pienso quedarme aquí —añadió—, hasta que el sol haya subido lo bastante en el cielo como para secarme la ropa.

Jacky arqueó una ceja.

—Pues se morirá de frío…, y me parecería una pena después de haber logrado sobrevivir a…, a las obras condensadas de Dante.

Ashbless sonrió sin abrir los ojos y meneó la cabeza.

—Ashbless tiene un montón de cosas por hacer antes de morirse.

—¿Oh, sí? ¿Cómo cuáles?

Ashbless se encogió de hombros.

—Bueno, para empezar, casarse. De hecho, va a casarse el día cinco del mes que viene.

Jacky meneó la cabeza imitando su gesto anterior.

—Estupendo. Y, ¿con quién?

—Con una chica llamada Elizabeth Jacqueline Tichy. Es bastante guapa. Nunca he llegado a conocerla, pero he visto un cuadro suyo.

Las cejas de Jacky ascendieron hasta casi tocar su frente.

—¿Con quién?

Ashbless repitió su nombre.

El rostro de Jacky, indeciso, se debatía entre una mueca de irritación y una sonrisa algo ofendida.

—¿Así que nunca la ha conocido? Entonces, ¿cómo puede estar tan condenadamente seguro de que ella le aceptará?

—Sé que lo hará, mi buen amigo Jacky. Podría decirse que no tiene elección.

—Ah, se trata de un hecho, claro —dijo Jacky con irritación—. Supongo que serán tus anchos hombros y tu pelo rubio los que conseguirán… hacerla incapaz de oponer toda resistencia, ¿eh? O… no, no me lo digas… es tu poesía, ¿no? Claro, vas a leerle unos cuantos versos incomprensibles de tus malditas «Doce Horas», faltaría más, y entonces ella pensará que, dado que no consigue sacar nada en claro de ellos, deben ser… Arte, ¿no? Arrogante hijo de perra, yo…

Ashbless había abierto los ojos, asombrado, y ahora estaba erguido en el parapeto.

—Maldita sea, Jacky, ¿qué te ocurre? Señor, no he dicho nada de que vaya a violarla ni…

—¡Oh, no! No, sencillamente vas a darle la gran ocasión de su vida, la única oportunidad a su alcance de que…, ¿cómo se dice?…, ah, sí, que celebre sus esponsales con un auténtico poeta. ¡Menuda suerte tiene!

—Oye, chico, ¿qué diablos estás diciendo? Yo me he limitado a…

Jacky saltó sobre el parapeto y puso los brazos en jarras.

—¡Te presento a Elizabeth Tichy!

Ashbless la contempló pestañeando lentamente.

—¿Qué pretendes decir? ¿La conoces? Oh, Dios mío, claro que sí, la conoces, ¿verdad? Oye, no pretendía…

—¡Maldito seas! —Jacky se apartó el pelo de la cara con los dedos—. ¡Yo soy Elizabeth Jacqueline Tichy!

Ashbless rió no muy seguro, y estuvo a punto de atragantarse.

—Santo Dios. Eres…, ¿eres tú realmente?

—Es una de las… sí, de las cuatro cosas de las que estoy segura, Ashbless.

Ashbless agitó las manos con expresión abatida y notando que empezaba a ruborizarse.

—Que me cuelguen, yo… lo siento, Ja…, señorita Tichy. Pensaba que usted era sencillamente… el bueno de Jacky, mi compañero de los viejos días en la casa del capitán Jack. Jamás llegué a soñar durante todo este tiempo que…

—Tú nunca estuviste en la casa del capitán Jack —dijo Jacky y luego, en tono casi implorante, añadió—. Quiero decir…, no estuviste, ¿verdad?

—En cierto modo, sí estuve. Verás, yo… —Se quedó callado—. ¿Por qué no discutimos de todo esto mientras desayunamos algo?

Jacky empezaba a fruncir el ceño de nuevo, pero asintió después de pensarlo durante unos segundos.

—De acuerdo, peso eso se debe sólo al elevado concepto en que tenía al pobre Doyle. Y tampoco quiere decir que piense dar por sentado nada de nada, ¿entendido? —Le sonrió y al darse cuenta volvió a fruncir el ceño con expresión de enfado—. Vamos, conozco un sitio en Saint Martin’s Lane donde incluso dejan sentarse junto a la chimenea.

Bajó dando un salto del parapeto, mientras que Ashbless se incorporaba y los dos se alejaron uno al lado del otro, todavía discutiendo, en dirección norte hacia el Strand, bañados por la clara luz del amanecer.