Los minerales son alimento para las plantas, las plantas lo son para los animales y los animales sirven de alimento a los hombres. Por ello, también los hombres serán alimento para otras criaturas, mas no para los dioses, pues su naturaleza se halla muy por encima de la nuestra, de lo cual se desprende, lógicamente, que lo sean para los demonios.
Hiperchen, de CARDAN
Los pies descalzos de Doyle chocaron con un escritorio tras una caída tan corta que apenas si le hizo falta flexionar las rodillas para no perder el equilibrio. Se encontraba en una tienda y, al igual que el hombre que despierta repentinamente de una pesadilla recuerda gradualmente y con alivio cada vez mayor lo ocurrido y va reconociendo los detalles de su propio dormitorio, Doyle recordó dónde había visto antes el escritorio y el revuelto montón de papeles que lo cubría, así como las velas, las estatuas y todo lo demás; se encontraba en la tienda gitana del doctor Romany. Y, al bajar de un salto al suelo de tierra, se dio cuenta de que estaba totalmente desnudo; gracias a Dios, aquí hacía calor. Estaba claro que había vuelto al año mil ochocientos diez.
«Pero ¿cómo es posible? —se preguntó—. No llevo encima ningún gancho móvil».
Fue hacia la entrada de la tienda y apartó levemente la lona, con el tiempo justo para ver dos gigantescas siluetas parecidas a esqueletos, tan débilmente luminosas como las imágenes que permanecen en la retina unos segundos después de haber cerrado los ojos, corriendo a cámara lenta tras las tiendas incendiadas. Las siluetas se esfumaron con tal rapidez, que le fue imposible estar seguro de si las había visto en realidad. El único sonido, aparte del crujido de los incendios, era una incongruente musiquilla de piano y acordeón que parecía venir del norte.
Dejó caer nuevamente la lona de la entrada y empezó a rebuscar entre los objetos de la tienda hasta encontrar una especie de albornoz y unas sandalias de suela gruesa, aparte de un pañuelo limpio para vendarse el pie, aún sangrante, y una espada. Sintiéndose algo mejor equipado, salió de la tienda.
Unas pisadas se le acercaron por la izquierda. Desenvainó la espada y se volvió en esta dirección para encontrarse ante el viejo gitano, «Detestable» Richard, que se lo quedó mirando boquiabierto y luego retrocedió de un salto, sacando una daga de su faja.
Doyle bajó lentamente su espada hacia el suelo.
—No corres peligro alguno, Richard —le dijo en voz baja—. Te debo la vida… igual que unas cuantas rondas de cerveza. ¿Qué tal va tu mono?
Las cejas del gitano ascendieron hasta el máximo que permitía su frente y, tras mover indecisamente la daga de un lado a otro, acabó dejándola colgar hacia el suelo.
—Pues… muy kushto, gracias, y es muy amable que te preocupes por él, siempre lo agradece —replicó con cierta vacilación—. Eh…, ¿dónde está el doctor Romany?
Había empezado a soplar un poco de brisa y la musiquilla que llegaba del norte se iba haciendo más lenta y melancólica.
—Se ha ido —dijo Doyle—. Creo que nunca volverás a verle.
Richard asintió mientras asimilaba la información; luego guardó nuevamente su daga en la faja y, sacando su mono del bolsillo, le comunicó las nuevas en un susurro.
—Gracias —dijo finalmente, mirando otra vez a Doyle—. Ahora debo ir a ocuparme de mi pobre gente. —Empezó a alejarse pero, tras haber dado unos cuantos pasos, se detuvo y se volvió de nuevo hacia Doyle. A la luz de las tiendas incendiadas, Doyle vio brillar sus dientes en una sonrisa fugaz—. Supongo que los gorgios no siempre sois estúpidos —añadió antes de marcharse definitivamente.
La tienda que Doyle había abandonado estaba ardiendo y la corriente de aire cálido impulsaba grandes pedazos de lona en llamas que ascendían trazando una espiral por el límpido cielo nocturno. Recordando el orinal que se había estrellado a unos centímetros de su cabeza, Doyle se tocó cautelosamente el pelo, pero le pareció que estaba limpio. Entonces comprendió que los efectos del diluvio de suciedad habían quedado abandonados en el año 1684 junto con sus ropas.
—¡Ashbless! —gritó alguien a su derecha.
Doyle necesitó unos segundos para recordar que él era Ashbless.
«Debe de ser Byron —pensó—, o mejor dicho, el ka de Byron».
—Aquí, milord —dijo.
Byron apareció cojeando de entre las sombras, mirando a todos lados y sosteniendo su daga en ristre.
—Al fin le encuentro —dijo. Se acercó a Doyle y le contempló con cierta curiosidad—. ¿Para qué lleva esa ropa y esos zapatos tan raros?
—Es… es una historia muy larga —dijo Doyle envainando su espada—. Salgamos de aquí; necesito un par de pantalones y un buen trago.
—¿Oh? —Byron pestañeó—. Pero ¿y los gigantes de fuego? ¿Se han ido?
—Sí. Romany los consumió, utilizando su energía para fabricar uno de sus hechizos.
—Hechizos… —dijo Byron con expresión disgustada, escupiendo en el suelo—. Entonces, ¿dónde está ahora?
—Se ha ido —dijo Doyle—. Lo más seguro es que ahora ya esté muerto.
—Maldición…, tenía la esperanza de matarle yo mismo. —Contempló a Doyle con cierta suspicacia—. Parece saber muchas cosas sobre él y sobre todo este asunto. ¿Y cómo se las ha arreglado para perder los pantalones en los escasos minutos transcurridos desde que le vi por última vez?
—Salgamos de aquí —repitió Doyle, empezando a temblar.
Se dirigieron hacia la tienda, que estaba bajo el árbol al que había trepado Doyle y cuya rama se había roto (y de eso, pensó Doyle con asombro, sólo hacía unos pocos minutos de tiempo local), y luego avanzaron a través de la hierba; las sombras que proyectaban ante ellos fueron gradualmente absorbidas por la oscuridad, a medida que los incendios del campamento iban quedando cada vez más lejos.
La criatura que se desplazaba por entre la hierba encontraba más fácil arrastrarse que caminar, pues siempre podía irse agarrando a los tallos, dejando los pies para golpear de vez en cuando el suelo, evitando de ese modo posarse en él. Si alguien hubiera estado allí para observarla, la criatura le habría hecho pensar en un crustáceo de gran agilidad que avanzara dando leves saltos por el fondo del océano.
«Bien —pensó la cosa que en el pasado había sido indistinguible de un ser humano—, la última deuda ha sido cobrada y el largo círculo se cierra; el hombre que causó mi ruina está a punto de morir por mi obra. Vi extinguirse a los yags y sé positivamente que se ha ido; ya no existe. La cosa emitió una risita áspera y quebradiza, como hojas secas removidas por el viento. Hace media hora —pensó—, tenía miedo de que lograra escapar a la muerte, pero ahora lleva ciento veintiséis años muerto».
Oyó voces y el ruido de pies moviéndose a través de la hierba algo más atrás, a la derecha; se quedó totalmente inmóvil y su cuerpo se volvió una y otra vez, cada vez más despacio, hasta detenerse contra un arbusto con los brazos y las piernas hacia arriba.
—Pero si mis amigos van a dejar que nos quedemos ahí —estaba diciendo con cierta impaciencia un hombre—, y vuelvo a repetir que se alegrarán de ello; ¿por qué no?
«Vaya, creo que se trata del joven lord —pensó la criatura oculta entre la hierba—. Teníamos una misión para él. Claro, él también era un ka…, el original se hallaba en Grecia. ¿Cómo se llamaba? Y debía matar al rey. Planes y propósitos, sueños estúpidos…».
—Bueno —respondió otra voz con tono vacilante—, ellos creen que no estáis en Inglaterra. ¿Cómo pensáis explicar vuestra presencia aquí?
En la segunda voz había algo que inquietó profundamente a la criatura que se arrastraba; irguió el cuerpo con tal rapidez que éste salió despedido del suelo y, durante unos segundos, flotó sobre él como un globo al que no le queda demasiado helio. Cuando volvió a tocar el suelo, la criatura dio una fuerte patada y se elevó unos seis metros por el aire, para ver mejor.
Dos hombres cruzaban el campo alejándose de las tiendas en llamas y la criatura, flotando lentamente hacia el suelo, contempló con horror al más alto de los dos.
«Sí —pensó—, realmente es muy alto y… ¡por Isis, tiene una gran melena y una barba que parecen rubias a esa distancia! Pero ¿con qué condenada ayuda ha logrado salir de esa posada? ¿Y cómo ha podido volver al presente? ¿Quién es Doyle?».
Empezó a patalear y agitarse para volver más rápidamente al suelo, sabiendo que debía seguirle. Si aún quedaba una chispa de conciencia y decisión en el deteriorado ka, que antes había sido el doctor Romany, estaban consagradas a que Doyle muriera de una vez.
La fiebre estaba cediendo y el doctor Romanelli contempló con irritación a su paciente, plácidamente dormido.
«Maldito seas, Romany —pensó—, tendrías que informarme de cómo van las cosas…, esta historia de la fiebre no aguantará mucho más, y pronto tendré que matarle o permitir que se recobre».
El doctor posó la mano sobre la frente de lord Byron y lanzó una maldición ahogada al notarla fría. El durmiente se removió levemente y Romanelli salió andando de puntillas.
«Duerme, milord —pensó—, duerme un poco más… al menos hasta que reciba nuevas de mi incompetente duplicado».
Entró en la desordenada estancia, que usaba como gabinete de trabajo, y contempló con ojos esperanzados la vela, encendida pero silenciosa. Luego suspiró y dejó que sus ojos fueran hacia la ventana, tras la cual el sol se hundía hacia las colinas más allá de Missolonghi. El gran golfo de Patrás estaba ya cubierto de sombras y varios botes de pesca se dirigían hacia sus hogares, con sus velas en forma de triángulo hinchadas por la brisa del ocaso.
Un gorgoteo procedente de la mesa le hizo volverse en redondo y clavar los ojos en la vela, que había empezado a brillar con más intensidad.
—¡Romany! —exclamó contemplando la vela—. ¿Has triunfado?
La llama siguió silenciosa y, aunque ardía con mayor brillantez a cada segundo que pasaba, aún no había cobrado su habitual forma esférica.
—¡Romany! —repitió el hechicero, alzando la voz, sin preocuparse de si con ello despertaba a Byron—. ¿Puedo matarlo ya?
No hubo réplica alguna. De pronto la vela que ardía con un brillo cegador, se dobló por la mitad como un dedo haciendo una seña invitadora y el doctor Romanelli lanzó un gruñido de sorpresa. Un segundo después la vela se partió derramando sobre la mesa un pequeño torrente de cera; mientras el resto de la vela se fundía en un chisporroteo, Romanelli vio que el pabilo relucía con una luz blanco amarillenta.
«Que me condenen —pensó—, eso quiere decir que ahora mismo la vela de Romany debe de estar ardiendo…, su tienda se habrá incendiado. ¿Es posible que haya perdido el control de los yags? Sí, debe de ser eso…, se pusieron demasiado nerviosos y quemaron su campamento. Entonces, mañana no estarán preparados para prenderle fuego a Londres, se habrán saciado para semanas y no habrá forma de hacer que se muevan… Romany, estúpido, inútil, condenado…, ¡impostor!».
Aguardó hasta que el pabilo dejó de relucir y el charquito de cera se hubo enfriado; luego fue al armario, sacó de él un cofrecillo y, con gran cuidado, extrajo de él otra vela. La desenvolvió, apartando un segundo la tapa de cristal ahumado de la lamparilla que había en la estancia para encenderla y unos segundos después el pabilo de la nueva vela se encendió con la llama mágica de forma circular.
—¡Amo! —dijo Romanelli con voz ronca.
—Sí, Romany —le contestó de inmediato la aguda voz del Amo—. ¿Están de acuerdo los yags? ¿Ha resultado el juguete lo bastante…?
—Maldita sea, soy Romanelli. Algo ha ido mal en Londres. Mi vela acaba de fundirse cuando intentaba entrar en contacto con él…, ¿me habéis oído? Su vela se ha quemado, no sé cómo… Creo que ha perdido el control de sus yags y no sé si debo matar a Byron o no.
—Roman… ¿Romanelli? ¿Quemado? ¿Muerto? ¿Qué?
Romanelli repitió varias veces sus noticias, hasta que el Amo hubo entendido por fin cuál era la situación actual.
—No —dijo el Amo—, no, nada de matar a Byron. Puede que aún sea posible salvar el plan. Ve a Londres y descubre lo que ha ocurrido.
—Pero tardaré como mínimo un mes en llegar hasta Inglaterra —protestó Romanelli—, y para entonces…
—No —le interrumpió el Amo—. Nada de viajar… Ve allí al instante. Debes estar allí por la noche.
Un último rayo de sol parpadeó tras las colinas de Patrás; en el golfo ya no se veía ningún bote.
—¿Esta noche? —dijo Romanelli en un susurro casi inaudible, después de unos instantes de silencio—. No…, no puedo hacerlo. Una magia semejante… si se espera de mí que me encuentre en condiciones de actuar con eficiencia una vez haya llegado…
—¿Crees que morirás si lo haces? —rechinó la voz del Amo en el interior de la llama.
En la frente de Romanelli aparecieron unas gotas de sudor.
—Ya sabéis que no —dijo—, aunque poco faltará para ello.
—Entonces, deja de perder el tiempo.
El hombrecillo que avanzaba por la calle Leadenhall se movía con gestos decididos, que no iban demasiado acordes con su aspecto, pues, cuando la luz de las ventanas y portales ante los que pasaba caía sobre él, daba la impresión de haber dormido con la ropa puesta y su rostro, aunque sonriente y de ojos vivaces, estaba cubierto de arrugas y le faltaba una oreja.
Muchas tiendas habían cerrado ya, pero el nuevo Salón Depilatorio seguía inundando de luz los adoquines a través de sus puertas abiertas; el sonriente hombrecillo entró en él y fue directamente hacia el mostrador. Había sobre él un timbre para llamar a los empleados, y el hombrecillo lo hizo sonar con tanto vigor como si alguien le hubiera prometido un chelín por cada timbrazo que pudiera causar antes de que le detuvieran.
Un empleado apareció a la carrera y contempló al hombrecillo con expresión algo recelosa.
—¿Quiere dejar de jugar con eso? —dijo alzando la voz.
Los timbrazos se detuvieron.
—Deseo hablar con su patrón —anunció el hombrecillo—. Lléveme hasta él.
—Si ha venido a que le corten el pelo, no hace falta hablar con el jefe. Yo mismo puedo…
—He pedido hablar con el jefe, hijito, y con el jefe hablaré. Verás, tiene que ver con un amigo mío…, digamos que él me ha enviado aquí. No puede viajar porque… —el hombrecillo hizo una pausa y guiñó exageradamente el ojo al empleado—, porque le crece el pelo de un modo terrible por todo el cuerpo. ¿Me has entendido, no? Y te aconsejo que no intentes nada con tu pistola de calmar, hijito. Llévame al jefe.
El empleado pestañeó y se pasó la lengua por los labios.
—Yo…, maldita sea…, bueno, de acuerdo. ¿Quiere esperar mientras…? No. ¿Quiere venir por aquí, caballero? —Levantó una sección del mostrador, montada sobre bisagras, para que el hombrecillo pudiera entrar—. Por ahí. Pero… no pensará hacer nada raro mientras está ahí dentro, ¿verdad?
—Por nada del mundo, hijito —dijo el hombrecillo, evidentemente sorprendido y casi dolido ante esa idea.
Cruzaron una puerta y luego recorrieron un pasillo en penumbra hasta el final, donde un hombre, que se levantó de un taburete, los detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó, extendiendo la mano rápidamente hacia la cuerda de una campanilla—. Pete, ya sabes que a los clientes no les está permitido llegar hasta aquí.
—Este tipo acaba de entrar —se apresuró a decir Pete—, y cuenta que…
—A un amigo mío le crece el pelo por todo el cuerpo —le interrumpió el hombrecillo con un gesto de impaciencia—. Y ahora, ¿quiere hacer el favor de llevarme ante su maldito jefe?
El centinela se volvió hacia Pete con expresión acusadora.
Pete se encogió de hombros, como diciendo que la culpa no era suya.
—Lo…, lo sabía ya al entrar, no se lo he contado yo.
Tras pensarlo durante unos instantes, el centinela soltó la cuerda de la campanilla.
—Muy bien —dijo—. Esperad aquí mientras se lo digo. —Abrió la puerta a su espalda y desapareció por ella, cerrándola cuidadosamente. La cuerdecilla seguía balanceándose cuando volvió a salir—. Pete —dijo—, vuelve a la tienda. Usted, caballero…, tenga la bondad de seguirme.
—De acuerdo, amigo.
El desaliñado hombrecillo sonrió y se puso en movimiento.
Más allá de la puerta había una escalera cubierta de moqueta y en lo alto se encontraba un vestíbulo con varias puertas. La segunda estaba abierta y el centinela se la indicó con la mano.
—Ésa es su oficina —dijo, dando un paso hacia atrás.
El hombrecillo enderezó su bisoñé con un gesto entre fatuo y ridículo, entrando luego en la oficina.
Un anciano de ojos duros y brillantes se puso en pie tras un escritorio abarrotado y le indicó una silla.
—Tome asiento, caballero —dijo con una impresionante voz de bajo—, y demos por sentado que llevo armas, ¿de acuerdo? Ahora, veamos. Tengo entendido que usted… —Se quedó callado y examinó más atentamente el rostro de su visitante—. ¿D-Doyle? —dijo, no muy seguro. Su mano se movió como un rayo e hizo girar la ruedecilla de la lámpara que había sobre el escritorio—. Dios mío —jadeó—. ¡Doyle! Pero…, ya veo…, creo que he subestimado el implacable egoísmo de Benner. Mintió cuando dijo que le había matado.
Estaba recobrando la confianza, pero durante un segundo se había podido ver un miedo muy real en su rostro.
El hombrecillo estaba cómodamente reclinado en su asiento, sonriendo con una expresión de placer.
—Oh, sí, cierto que mintió. Pero podría decirse que estoy muerto. —Sacó la lengua y bizqueó horriblemente—. Envenenado.
En los ojos del anciano brilló nuevamente un miedo fugaz y, para disimularlo, movió los ojos en un gesto perentorio.
—Basta de acertijos —dijo secamente—. ¿A qué se refiere?
La sonrisa se esfumó de los labios del hombrecillo.
—Me refiero a que si dejo de usar la navaja no seré calvo durante mucho tiempo. —Alzó una mano regordeta—. ¿Puede ver las patillas que crecen entre mis dedos? Ya están empezando a crecer. —Sus mejillas se doblaron como los pliegues de un acordeón al sonreír salvajemente, dejando al descubierto todos los dientes—. Y… demos por sentado, señor, que puedo marcharme de aquí cuando me plazca. Si tengo que salir huyendo este cuerpo se quedará aquí, pero dentro de él habrá repentinamente otra alma, muy confusa y asustada…, mientras que yo estaré a kilómetros de distancia.
Darrow palideció.
—Cristo, es usted. Muy bien, no… no huya, no quiero hacerle daño alguno. —Clavó sus duros ojos en esas pupilas que antes habían pertenecido a Doyle—. ¿Qué hizo con Doyle?
—Me encontraba en el cuerpo de Steerforth Benner y llevaba dentro de él tiempo suficiente para que pareciera un oso; me tomé un montón de estricnina y, además, una droga que te hace ver cosas raras y portarte como un loco. Luego le di a mi lengua una buena sesión de mordiscos, para que no pudiera hablar con nadie, y después de eso me limité a cambiar de cuerpo con él.
—Santo Dios —murmuró Darrow impresionado—. Ése… pobre hijo de perra. —Meneó la cabeza—. Bien, los muertos deben quedarse en sus tumbas. He recorrido un largo camino para encontrarle…, para hacer un trato con usted. Maldita sea, he ensayado mentalmente esta conversación al menos un centenar de veces, pero ahora no se me ocurre por dónde empezar. Veamos…, para empezar, puedo curar su hiperpilosidad, ese vello que le recubre todo el cuerpo…, puedo quitárselo cuando quiera y tantas veces como quiera de tal modo que, a partir de ahora, podrá tomar un nuevo cuerpo sólo cuando quiera hacerlo…, ya no se verá obligado a ello. Pero eso no es lo principal del trato que deseo hacer con usted. —Abrió un cajón y sacó una hoja de papel—. Escuche esto, es de un libro que poseo: «Al parecer —empezó a leer en voz alta—, tal y como yo oí narrar después, un hombre, que estaba sentado en otra mesa, se sintió ofendido ante algunas expresiones paganas que el desconocido había proferido a gritos, y al agarrarle por la pechera para expresar con más vigor el disgusto que sentía, la camisa se rompió, dejando al descubierto el pecho del desconocido. Y todos se dieron cuenta de que su piel, hasta entonces escondida, estaba cubierta de pelos, tales como los que aparecen en el rostro de un hombre que no se ha afeitado durante un par de días. El señor…». —Darrow alzó la vista y sonrió—. Todavía no puedo decirle su nombre auténtico. Llamémosle el señor Anónimo. «El señor Anónimo —prosiguió— miró a los demás clientes y gritó: “¡Creo que es Cara-de-Perro Joe! ¡Cogedle y sacadle los guantes!”. Los guantes fueron prontamente arrancados de las manos del extraño, que no cesaba de luchar, y resultaron estar igualmente cubiertas de pelo. El señor Anónimo hizo callar el unánime rugido de los presentes y afirmó que, si debía hacerse justicia con tan notorio asesino, ésta debía ser impartida de inmediato, sin implicar en ello los lentos engranajes de la ley; de esta manera, el hombre fue sacado a rastras de la taberna y se le colgó en una soga, que fue atada a una viga de la fachada».
Darrow dejó la hoja de papel sobre la mesa, sonrió, y miró al hombrecillo.
—Una interesante historia, aunque algo fantasiosa —afirmó el hombre que ocupaba el cuerpo de Doyle.
—Sí —dijo Darrow—, ahora es mera fantasía. Pero dentro de unos cuantos meses se habrá convertido en un hecho histórico. —Volvió a sonreír—. Joe, voy a contarle algo bastante largo. ¿Quiere un poco de coñac?
El rostro de Doyle se iluminó nuevamente con una sonrisa.
—No me importaría tomar un poco —dijo Amenofis Fikee.
Incluso los vagabundos, amontonados en los extremos de la sala como basura esparcida por el viento, parecían escuchar el sermón de Miller sobre su descontento. Las pocas lámparas no eran suficientes para iluminar a todas las caras que permanecían en las sombras, y varios ladrones habían cogido, como por casualidad, sus cuchillos de cortar carne.
—Aunque es cierto que mis tendencias políticas son más bien democráticas —dijo Horrabin—, pienso que tú, Miller, has agotado nuestro…
—¡Cállate! —le gritó Miller—. Tu doctor Romany nos ha usado como…, como… se usa a los cerdos para buscar trufas. ¿Tengo razón o no?
Horrabin se dio cuenta, de repente, de lo indefenso que se encontraba sólo con su arnés y sin sus zancos.
—Demócrata, dice. —Miller sonrió—. Ahora no digo que deberíamos…, pero ¿qué os parece si votáramos sobre si le cortamos el cuello?
«Cortarle… el cuello. Cortarle… el cuello». La salvaje letanía fue repetida claramente por los mendigos del techo, que balanceaban furiosamente sus hamacas, en unos periplos peligrosamente grandes, a través de la sala… Después se oyó un largo chillido, cuando un mendigo cayó por entre el humo y chocó contra el suelo, con el sonido de un cuchillo de carnicero al clavarse en los flancos de un buey.
En el repentino silencio, Horrabin, con su arnés balanceándose todavía debido a las violentas contorsiones de unos segundos antes, contempló el cadáver destrozado que yacía en el suelo, junto a la mesa, y comprendió que la caída del mendigo había puesto nuevamente la situación en sus manos. Sonrió alegremente, dio unas palmadas con sus manos cubiertas de pintura y exclamó:
—Le ha faltado un poco para la mesa, ¿no? —El payaso sabía que ahora contaba nuevamente con la atención de su público y, sin ninguna prisa, tendió la mano hacia un trozo de carne que había en su plato, lo masticó pensativamente y luego lo arrojó hacia el otro lado del salón, donde las ruinas humanas se apresuraron a caer sobre él con un muy satisfactorio concierto de gruñidos y jadeos—. Ninguno de vosotros —dijo el payaso con voz tranquila— obtendrá nunca de mí algo que yo no desee entregar.
Alzó la vista hacia los mendigos del techo. Sus intrincadas redes de hamacas seguían oscilando de un lado a otro sobre el abismo, aunque ahora habían dejado de chillar y agitar las manos y se limitaban a mirar cautelosamente hacia abajo, con sus ojos brillando en la humeante luz rojiza que desprendían las lámparas de aceite. Horrabin bajó la vista hacia el cadáver y luego se volvió hacia los señores de los mendigos sentados a la gran mesa. Miller, el que había llevado la voz cantante durante el conato de motín, rehuyó con cierto temor su mirada.
—Carrington —dijo Horrabin en voz baja.
—Sí —contestó su lugarteniente, dando un paso hacia adelante.
Aún cojeaba un poco a resultas de la paliza recibida en uno de los burdeles de Haymarket, pero ya no llevaba vendajes y esa noche su habitual mirada de ira frustrada era especialmente intensa.
—Mata a Miller en mi nombre.
Mientras un repentinamente lívido y jadeante señor de ladrones echaba hacia atrás su silla de una patada y luchaba por incorporarse, Carrington sacó una pistola de su cinto, la apuntó con un gesto casi indolente hacia Miller y disparó. El proyectil hirió a Miller en el rostro y, tras penetrar por su boca abierta, le destrozó el paladar, abriéndole un feo agujero en la nuca.
Horrabin extendió las manos, al mismo tiempo que el cuerpo de Miller caía al suelo.
—Ya veis —dijo levantando la voz antes de que pudiera producirse un nuevo tumulto. Luego, en tono algo más sosegado, añadió—: Os daré de comer a todos… de un modo u otro.
El payaso sonrió. Como espectáculo teatral había resultado bastante bueno, pero ¿dónde estaba el doctor Romany? ¿Acaso, tal y como había afirmado Miller, todas sus promesas habían sido mentiras con las que manipular a los ladrones de Londres, para utilizarlos en algún provechoso plan del que sólo él estaba enterado? Horrabin, que sabía bastante más que los otros sobre lo que teóricamente debía de haber sucedido, intentaba ocultar su inquietud, mucho más profunda que la que había sentido Miller. ¿Había sido asesinado ya el rey? En tal caso, ¿por qué ninguno de los mensajeros o exploradores enviados a la superficie por el payaso lo habían confirmado? ¿Estarían intentando ocultar la noticia? ¿Dónde estaba Romany?
En el silencio que ahora dominaba la gran sala, los pasos vacilantes, que resonaron de pronto en el corredor, dieron la impresión de ser mucho más fuertes de lo que eran en realidad. Horrabin alzó la vista, aunque sin demasiado interés, dado que los pasos no correspondían al leve chirrido metálico que producían los resortes de Romany, y sus ojos se desorbitaron levemente, a causa de la sorpresa, al aparecer en el salón el causante del ruido. Pues, después de todo, era Romany, pero no llevaba sus acostumbrados zapatos con resortes sino unas botas provistas de gruesos tacones.
El payaso se volvió con aire de triunfo a los mendigos y ladrones, y luego le hizo una grotesca reverencia al recién llegado.
—Ah, Señoría —dijo con voz aflautada—, hemos estado aguardando vuestra llegada con un nerviosismo tal que, en un par de casos —señaló a los dos cadáveres—, ha llegado a ser literalmente insoportable.
Y tras haber dicho eso la sonrisa de Horrabin vaciló, a punto de esfumarse, y sus ojos examinaron más atentamente al recién llegado, pues éste se encontraba pálido y tembloroso; de su nariz y oídos fluían hilillos de sangre.
—¿Eres… Horrabin? —graznó el visitante—. Llévame al…, al campamento del doctor Romany… ahora mismo.
Mientras el payaso le contemplaba sin comprender, en el rincón de las ruinas humanas se oyó chirriar una voz muy aguda.
—¡De nada sirve ir ahí, amigo mío! ¡El plan está tan muerto como Ramsés! Pero puedo llevarte hasta el hombre que lo hizo fracasar… ¡y si puedes encargarte de que se quede sin sangre y sin médula, entonces, compadre, habrás conseguido algo mucho más importante que acabar con Inglaterra!
Algunos de los presentes habían recobrado el suficiente aplomo como para que esas palabras les hicieran lanzar silbidos y vítores.
—Carrington —murmuró Horrabin, furioso e incómodo—, saca de aquí a esa criatura. Mejor aún, mátala… —Sonrió nerviosamente a Romanelli—. Me disculpo…, señor. Nuestra… política democrática a veces resulta un poco demasiado…
Pero Romanelli estaba mirando, con un asombro más bien horrorizado, a la ruina humana.
—¡Silencio! —dijo con voz sibilante.
—Sí, Carrington, hazle callar —dijo Horrabin.
—Me refiero a ti, payaso —dijo Romanelli—. Sal de aquí ahora mismo si eres incapaz de tener la boca cerrada. Tú —añadió volviéndose hacia Carrington—, quédate donde estabas. —Luego, como de mala gana, se acercó a la criatura del rostro destrozado—. Ven aquí —le dijo.
La criatura medio caminó medio reptó hacia él con algo que se parecía obscenamente a unos pasos de baile y se detuvo ante Romanelli.
—Eres el ka —dijo Romanelli con expresión asombrada—, el ka que el Amo creó hace ocho años. Pero…, a juzgar por tu aspecto, la herida de tu rostro tuvo lugar hace décadas. Y tu peso…, estás llegando al punto de la desintegración final. ¿Cómo puede haber ocurrido todo esto en sólo ocho años? No, menos aún…, ¿desde la última vez que hablé contigo?
—Son las puertas que abrió Fikee —farfulló la criatura—. Pasé por una de ellas y tardé mucho tiempo en volver. Pero hablemos del negocio socio…, el hombre que lo sabe todo se hospeda en El Cisne de las Dos Cabezas, en Lad Lane, y si puedes llevarle a El Cairo para una entrevista larga y concienzuda, entonces nada de lo ocurrido desde mil ochocientos dos hasta hoy habrá sido una pérdida de tiempo. —La criatura volvió sus ojos hacia Horrabin—. Nos harán falta seis…, no, diez de tus chicos, los mejores y los más templados, que sean lo bastante listos como para coger a un hombretón y atarle, sin verse obligados a acabar con él o a estropear su precioso cerebro. Oh, sí, y un par de carruajes y caballos frescos.
Entre los presentes se oyeron unas cuantas risitas burlonas, así como algunos comentarios en voz baja.
—No pienso aceptar órdenes de una maldita…, de una maldita piel de serpiente vieja que se arrastra por el suelo —dijo Horrabin, intentando de un modo no muy convincente que sus palabras sonaran confiadas.
Romanelli abrió la boca dispuesto a contestarle, pero la harapienta criatura que tenía ante él le indicó con una seña que no dijera nada.
—Ésa es prácticamente la criatura de la que aceptarás órdenes ahora, payaso —le contestó—. Has obedecido mis deseos antes, aunque a duras penas puedo recordar ahora todas esas noches de trazar planes, colgando uno junto al otro en la torre del campanario. Lo que sí recuerdo mucho más claramente es cuando esperaba tu nacimiento; conocí a tu padre cuando apenas si era más alto que esta mesa, y le conocí cuando era el jefe de esta guilda de ladrones y el hombre más alto de toda esta cloaca. Más tarde, adquirí la costumbre de hablar con él y compartir una botella de vino robado de vez en cuando, después que tú le redujeras para poder tener un bufón cortesano. —Tal era la vehemencia de sus palabras, que de su boca salieron expulsados bruscamente un par de dientes y, una vez en el aire, se alejaron flotando hacia lo alto, como burbujas abriéndose paso a través de un cántaro de aceite—. Ah, es terrible verse obligado a soportar en silencio tus propias estupideces y parloteos, sabiendo que te has equivocado en todo, mientras aguardas a que el reloj complete de nuevo su círculo…, pero ya se terminó. Ahora soy el único que conoce la historia de lo ocurrido en todo el mundo, y soy el único digno de dar órdenes.
—Haz lo que te ha dicho —gruñó el doctor Romanelli.
—Cierto, hazlo —añadió la criatura, agitándose de un lado a otro—. Y cuando le hayas capturado, vendré a El Cairo contigo; después de que el Amo haya terminado con él, me encargaré de acabar con la poca vida que aún conserve.
Tras haber escrito de memoria la carta al The Courier, Doyle la dejó con las demás hojas manuscritas que descansaban junto a la espada del doctor Romany sobre la mesa. No se había sorprendido demasiado, tras escribir las primeras líneas de «Las Doce Horas de la Noche», al darse cuenta de que, pese a seguir reconociendo fácilmente como suyos esos garabatos, su recién adquirida calidad de zurdo hubiera hecho variar bastante su letra; claro que la nueva letra no le resultaba extraña, pues era idéntica a la de William Ashbless. Y ahora, una vez escrito el poema del principio al final, estaba seguro de que, si una foto de esta copia se sobrepusiera a la foto que en mil novecientos ochenta y tres se encontraría bien guardada en el Museo Británico, el parecido sería perfecto, y cada una de las comas y los puntos de las íes de su versión encajaría exactamente con los del manuscrito original.
«¿Manuscrito original? —pensó con una mezcla de sorpresa e inquietud—. Estas hojas de papel son el manuscrito original…, sencillamente, ahora son más nuevas y están más blancas que cuando las vi en mil novecientos setenta y seis. ¡Ja! Si hubiera sabido entonces que era yo quien había hecho todos esos garabatos no me habría sentido tan impresionado… Me pregunto cuándo, dónde y cómo aparecerán esas huellas de grasa que recuerdo haber visto en las primeras páginas».
De pronto se le ocurrió una idea.
«Dios mío —pensó—, entonces si me quedo aquí y vivo una vida como Ashbless (y parece bastante claro que eso es lo que me tiene reservado el universo)…, entonces nadie escribió los poemas de Ashbless. Yo los iré escribiendo, tal y como los recuerdo por haberlos leído en los Poemas completos de mil novecientos treinta y dos, y lo que yo escriba irá a las revistas, y luego utilizarán lo aparecido en esas revistas para crear los Poemas completos… ¡Un círculo cerrado que sale de la nada! No soy más que un mensajero y, al mismo tiempo, soy también el que recibe el mensaje».
Apartó con un esfuerzo de voluntad esa idea más bien inquietante y, sintiendo que le daba vueltas la cabeza, se puso en pie y se acercó a la ventana. Apartó la cortina y contempló el gran patio de El Cisne de las Dos Cabezas, repleto de pasajeros y cocheros de las líneas regulares.
«Me pregunto dónde estará Byron —pensó—, ha tenido tiempo suficiente para encontrar un montón de botellas de clarete, y no me importaría tomar unos cuantos vasos de lo que fuera para así poder retrasar algo el momento de plantearme ciertas preguntas… tales como el destino futuro de este ka de Byron. Tiene que desaparecer pues sé perfectamente que no hay datos históricos sobre él pero, al mismo tiempo, está hablando de ir mañana a visitar a sus antiguos amigos. Por lo tanto ¿cómo va a desaparecer? ¿Se gastan los kas con el tiempo? ¿Morirá?».
Cuando dejaba caer nuevamente la cortina en su sitio oyó un golpe en la puerta y fue hacia ella.
—¿Quién es? —preguntó con cierta cautela.
—Byron, con algo tonificante —fue la alegre respuesta—. ¿A quién estabas esperando?
Doyle quitó el pasador y le dejó entrar.
—Habrás ido bastante lejos a buscar ese algo tonificante.
—Fui hasta Cheapside —admitió Byron, cojeando hasta la mesa y dejando en ella un paquete hecho con papel encerado—, pero los resultados han sido buenos. —Empezó a romper el papel—. ¡Voila! Cordero caliente, ensalada de langosta y una botella de lo que me parece muy improbable sea un Burdeos, pese a todos los juramentos del vendedor. —De pronto frunció el ceño—. Copas —dijo, mirando a Doyle—, no tenemos ni una.
—Ni tan siquiera tenemos un cráneo para beber en él —dijo Doyle.
Byron sonrió.
—¡Has leído mis Horas de ocio!
—Muchas veces —dijo Doyle, sin que ello fuera mentira.
—Bueno, que me ahorquen… De todos modos, siempre podemos beber directamente de la botella.
Byron recorrió el cuarto con la mirada y vio las hojas de papel sobre el escritorio.
—¡Ajá! —exclamó, apoderándose de ellas—. ¡Poesía! Confiesa, es tuya.
Doyle sonrió, encogiéndose de hombros como si intentara disculparse.
—No es de ningún otro, cierto.
—¿Puedo leerla?
Doyle agitó la mano sintiendo cierta incomodidad.
—Adelante.
Tras leer las primeras páginas (y dejar en ellas, según notó Doyle, unas cuantas manchas de grasa, fruto de haber desenvuelto antes el cordero), Byron dejó el manuscrito sobre la mesa y miró a Doyle con expresión pensativa.
—¿Se trata de tus primeros esfuerzos?
Acabó de sacar el corcho de la botella, que ya estaba algo flojo, y bebió un generoso trago de vino.
—Eh…, sí.
Doyle tomó la botella que se le ofrecía y bebió un poco.
—Pues bien, caballero, en mi opinión no os falta la chispa divina… aunque considerablemente oscurecida por unas cuantas zarandajas metafísicas. Además, bien sabe Dios que en estos tiempos ser poeta no sirve de gran cosa. Prefiero el talento de la acción…, en mayo crucé a nado el Helesponto, desde Sestos hasta Abidos, y esa hazaña me enorgullece mucho más que cualquier logro literario.
Doyle sonrió.
—La verdad es que estoy de acuerdo en ello. Me sentiría más complacido de mi persona si fuera capaz de fabricar una silla decente, cuyas patas tocaran todas el suelo al mismo tiempo, de lo que me complace haber escrito ese poema.
Dobló el manuscrito y puso luego la carta de presentación sobre él, escribiendo la dirección y dejando caer encima un poco de cera caliente de la vela, para que sirviera de sello.
Byron meneó la cabeza en un gesto de comprensión y abrió la boca para decir algo, pero lo pensó mejor, se quedó callado unos instantes y luego le preguntó:
—Por cierto, ¿quién eres? Ya no exijo respuesta alguna, pues cuando mataste de un tiro a ese maldito gitano, que estaba a punto de ponerle fin a mi historia, te convertiste en mi amigo para todo lo que me reste de vida. Pero siento una gran curiosidad al respecto.
Sonrió con cierta timidez y, en ese instante, Doyle tuvo la impresión de que, realmente, sólo tenía veintitrés años.
Doyle tomó otro sorbo de vino y dejó la botella sobre la mesa.
—Bueno, como probablemente ya habrás adivinado por mi acento, soy norteamericano y vine…, vine aquí para escuchar una conferencia de Samuel Coleridge. Me topé con ese tal doctor Romany y… —Hizo una pausa, pues le pareció haber oído algo, como unos golpes sordos en el exterior de la ventana. Luego, recordando que se encontraban en un tercer piso, se encogió de hombros y siguió hablando—. Y perdí al grupo de turistas con los que iba y… —Calló nuevamente, empezando a notar los efectos del alcohol—. Oh, Byron, qué diablos…, voy a contarte la verdad, pero antes dame un poco más de vino. —Doyle tomó un buen trago y dejó nuevamente la botella sobre la mesa, con una preocupación algo exagerada—. Bueno, nací en…
Con dos explosiones simultáneas, de cristal a un lado y de astillas en el otro, la ventana y la puerta se hicieron pedazos para dejar el paso libre a dos hombretones que rodaron uno o dos metros por el suelo de la habitación. La mesa cayó, derramando toda la comida mientras que la lamparilla se rompía; en la repentina penumbra, Doyle distinguió las siluetas confusas de más hombres entrando por el umbral, saltando por encima de los fragmentos de la puerta o tropezando con ellos, ya que una parte considerable del panel de madera se sostenía aún, en ángulo, de una bisagra medio arrancada. Llamas azules empezaron a lamer el charco de aceite en el suelo.
Doyle cogió a un hombre por el cuello y, dando dos pasos por la habitación, le tiró por la ventana; el hombre se estrelló contra el marco y, por un instante, pareció que sería capaz de agarrarse a la cuerda que había utilizado para entrar el primer intruso, pero sus manos fallaron y el hombre se esfumó, dejando tras él tan solo el eco de su alarido, que rápidamente se perdió en el silencio.
Byron se había puesto en pie y tenía la espada de Romany en la mano. Vio que dos hombres con cachiporras en la mano avanzaban hacia Doyle, que no había recobrado completamente el equilibrio y, mientras de abajo les llegaba un fuerte golpe y gritos de sorpresa, se lanzó hacia adelante en una estocada demasiado impulsiva pero eficaz, que terminó con tres centímetros de acero en el pecho del hombre que estaba más cerca de Doyle.
—¡Cuidado, Ashbless! —gritó, mientras arrancaba la espada de un tirón e intentaba no caer a causa del impulso.
El otro hombre, alarmado ante la súbita aparición de esa letal espada, abatió la cachiporra con todas sus fuerzas sobre el cráneo de Byron. Se oyó un ruido más bien feo y Byron se derrumbó como un fardo en el suelo, la espada rodando de entre sus dedos inertes con un tintineo metálico.
Para recobrar el equilibrio, Doyle se había agazapado sujetándose a una pata del escritorio y desde allí vio la silueta inmóvil de Byron.
—¡Hijo de… —rugió, irguiéndose y levantando el escritorio por encima de su cabeza, haciendo que todo su contenido se desparramara por el suelo (por el rabillo del ojo vio cómo el sobre dirigido al Courier salía volando por la ventana), y terminó la frase con un sonoro— …perra! —mientras abatía el sólido escritorio sobre la cabeza del hombre que había golpeado a Byron.
El hombre se desplomó y, aprovechando que varios de los intrusos estaban muy ocupados intentando apagar el incendio, Doyle se lanzó hacia la puerta como un animal enfurecido. Dos hombres intentaron pararle, pero cayeron bajo sus enormes puños. Cuando ya se encontraba en el pasillo, sin embargo, un calcetín lleno de arena y blandido por una mano experta se estrelló en su cráneo, justo detrás de la oreja derecha, convirtiendo su furiosa carga en una lenta caída al suelo.
El doctor Romanelli contempló durante unos segundos la silueta inmóvil de Doyle y luego, haciendo una seña a los hombres que habían salido de la habitación en pos de él, se guardó el calcetín en un bolsillo.
—Ponedle la mordaza de cloroformo y sacadle de aquí —rechinó—, payasos incompetentes.
—Maldita sea, Señoría —gimoteó el hombre que se había encargado de los tobillos de Doyle—, ¡estaban esperándonos! Tenemos tres muertos, a no ser que Norman haya logrado sobrevivir a esa caída…
—¿Dónde está el otro hombre que se encontraba en la habitación?
—Muerto, jefe —dijo el último hombre que salió del cuarto, poniéndose un gabán chamuscado del que aún brotaba algo de humo.
—Entonces, vámonos. Por la escalera de atrás. —Se tapó los ojos con las manos, apretándoselos—. Intentad no separaros, ¿querréis hacerme al menos ese pequeño favor? —dijo en un susurro—. Habéis armado tal pandemonio que me veré obligado a emitir un hechizo desorientador para confundir a quienes intenten perseguirnos, ya que estoy seguro de que van a intentarlo gracias a vuestra torpeza. —Empezó a murmurar en un idioma que ninguno de los hombres de Horrabin pudo reconocer y, tras la primera docena de sílabas, por entre sus dedos empezaron a correr hilillos de sangre. En la escalera principal se oían ya unos pasos, y los hombres se removieron inquietos mirándose entre ellos pero, un segundo después, oyeron unas voces que discutían y los pasos se perdieron nuevamente escalera abajo. Romanelli dejó de murmurar y bajó las manos, respirando con cierta dificultad; dos de los hombres que le acompañaban palidecieron al ver la sangre que caía de sus ojos como lágrimas rojizas—. Moveos, malditos insectos —graznó Romanelli, abriéndose paso a empujones por entre sus hombres y avanzando hacia la escalera de atrás.
—¿Qué es un pandemonio? —le preguntó en voz baja uno de los hombres al compañero que tenía más cerca.
—Es como un calíope —le replicó éste—. En la Feria de la Armonía del verano pasado oí tocar uno. Tuve que ir, porque era el chico de mi hermana, y era la primera vez que iba a tocar el órgano y…
—¿Qué iba a tocarse el qué?
—El órgano.
—Jesús… ¿Intentas decirme que hay gente capaz de pagar dinero para ver tales cosas?
—¡Silencio! —siseó Romanelli.
Unos instantes después llegaron a la escalera. El esfuerzo de cargar con el cuerpo inconsciente de Doyle era tal que se les pasaron todas las ganas de hablar.
Lo que finalmente arrancó a Doyle de sus delirios inducidos por la droga fue el discordante coro de silbidos increíblemente agudos. Logró sentarse, temblando a causa del frío que hacía en aquella caja en forma de ataúd sin tapa y, tras frotarse los ojos y aspirar unas cuantas bocanadas de aire, se dio cuenta de que todo oscilaba a su alrededor, de que no se trataba de otro delirio y de que debía de encontrarse en un barco. Pasó una pierna por encima de la caja y dejó que su sandalia se apoyara con un leve chasquido en el suelo mientras, agarrándose a los costados de la caja, luchaba con cierta dificultad por incorporarse. Sentía en la boca el agudo y desagradable olor del cloroformo y, cuando por fin logró ponerse en pie, tambaleándose, lo primero que hizo fue escupir con el ceño fruncido.
Tal y como pensaba, habían cerrado por fuera. En la puerta había una minúscula ventana a la altura de su cuello; en vez de cristal tenía unos fuertes barrotes de hierro, lo que explicaba el frío que reinaba en la pequeña habitación; encorvándose un poco para ver por ella, distinguió una cubierta mojada, que se esfumaba pasados unos cuantos metros en una muralla de niebla grisácea. De la penumbra emergía una cuerda, que corría de forma paralela a la cubierta y estaba situada a un metro escaso de ella, evidentemente conectada a la parte exterior de un minúsculo camarote.
Los silbidos parecían llegar de muy cerca. Reuniendo todo su valor, y confiando en la probabilidad de que sus captores desearan conservarle con vida, Doyle se puso a gritar.
—¡Acabad con ese condenado ruido! ¡Aquí hay gente que intenta dormir!
Unos cuantos silbidos cesaron de inmediato y los demás fueron bajando de tono con cierta vacilación, hasta acabar extinguiéndose unos segundos después. Muy a su pesar, Doyle no pudo sino estremecerse al oír una voz que era casi igual a la del doctor Romany.
—Tú…, no, tú quédate…, tú encárgate de hacerle callar. Los demás seguid, idiotas. Si basta con un hombre para distraeros, ¿cómo esperáis aguantar cuando lleguen los Shellengeri?
El extraño coro de silbidos se puso nuevamente en marcha. Unos minutos después, Doyle, que seguía ante la ventana, vio algo bastante extraño: un hombrecillo de edad avanzada, que se cubría con una gruesa gabardina bastante sucia y se tocaba con un sombrero de cuero, avanzaba agarrándose a la cuerda hacia Doyle, pero sus piernas flotaban en el aire, como si estuviera moviéndose bajo el agua. Cuando el ingrávido hombrecillo llegó por fin al camarote y miró por la ventana, Doyle distinguió el rostro medio destrozado con un solo ojo, y comprendió que estaba ante el mismo lunático callejero que una vez le había prometido llevarle hasta un agujero temporal, y había terminado conduciéndole hasta un solar vacío para mostrarle unos huesos calcinados.
—Grita cuanto… te plazca, cuando esos… esos tipos hayan terminado, pesado —dijo el hombrecillo—, pero si vuelves a gritar una sola vez no te daremos de comer durante todo el viaje. Y supongo que desearás conservar las fuerzas como es normal, chaval. —Entonces la criatura pegó su horrible rostro a los barrotes y, con un gruñido, añadió—: Te recomiendo que comas…, quiero que tengas algo de nervio todavía cuando el Amo haya terminado contigo y seas mío para el acto final.
Doyle había soltado los barrotes humedecidos por la neblina y, al ver el odio que ardía en ese ojo solitario, retrocedió un par de pasos, apartándose de la ventana.
—Espera un momento —murmuró—, cálmate. ¿Qué he podido hacer yo para…? —Y de pronto se detuvo al tener una horrible sospecha, que un segundo después se convirtió en certidumbre—. Dios mío, ¿ese solar de Surreyside era el mismo, verdad que sí? —murmuró—. Y no tenías modo de saber que había escapado por el sótano…, creías estar enseñándome mi propio cráneo, ¿verdad? Dios santo. Y sobreviviste al proyectil cubierto de fango que te disparó Burghard…, pero era yo quien tenía ese pedazo de papel que actuaba como un gancho móvil… ¡Jesús, te has limitado a vivir durante todo ese tiempo, esperando!
—Así es —canturreó la cosa que había sido el doctor Romany—. Y ahora vuelvo a casa; los kas no están hechos para sobrevivir tanto tiempo, y muy pronto cogeré el último bote para cruzar las doce horas de la noche…, pero antes de que lo haga tú estarás total e irrevocablemente muerto.
«No, a menos que seas la misma persona que me recibirá en los pantanos de Woolwich el doce de abril de mil ochocientos cuarenta y seis», pensó Doyle.
—¿A qué te refieres con eso de las doce horas de la noche? —le interrogó cautelosamente, preguntándose si acaso la criatura había leído el poema, que había escrito la noche anterior.
La criatura, que se agarraba a la cuerda, sonrió.
—Tú las verás antes que yo: el camino a través del Tuaut, el mundo subterráneo, el trayecto que sigue el dios del sol, Ra, una vez muerto, durante cada noche en su oscuro viaje desde el crepúsculo hasta el amanecer. Allí la oscuridad se vuelve sólida y las horas son una medida de la distancia, como si estuvieras navegando por la cara de un reloj.
La criatura se calló para emitir un estruendoso eructo, que pareció empequeñecerle a la mitad de su tamaño anterior.
—¡Silencio ahí abajo! —gritó alguien por entre la neblina, lo suficientemente alto como para ser oído incluso por encima de los silbidos.
—Y los muertos se congregan en las orillas del río subterráneo —siguió diciendo Romany en un susurro—, y suplican que se les permita subir a la barca del dios sol para volver a la tierra de los vivos, pues si lograran subir a ella, entonces podrían compartir la restauración de Ra hasta ser una vez más jóvenes y fuertes. Algunos se lanzan al río y nadan hasta ella, pero Apep, la serpiente, tiene un cuerpo muy, muy largo… y sus fauces se cierran sobre ellos para devorarlos.
—Entonces, a eso se refería él…, quiero decir que a eso me refería yo en el poema —dijo Doyle en voz baja. Alzó la mirada y logró dirigirle a la criatura una sonrisa confiada—. Ya he viajado por un río donde las horas sirven de mojones —añadió—, y, a decir verdad, mis viajes han sido dos y he cubierto grandes distancias en cada uno de ellos… y he sobrevivido. Si acabo encontrándome en ese Tuaut tuyo y en ese río, te apuesto a que acabaré emergiendo a la mañana siguiente sano y salvo.
Sus palabras parecieron irritar al doctor Romany.
—Estúpido, nadie…
—Nos dirigimos hacia Egipto, ¿verdad? —le interrumpió Doyle.
El único ojo del doctor Romany se acercó lentamente, para abrirse de nuevo unos segundos después.
—¿Cómo lo sabes?
Doyle sonrió.
—Sé muchas cosas. ¿Cuándo llegaremos?
La criatura que había sido el doctor Romany frunció el ceño y luego, como si olvidara su enfado, le contestó con un cierto tono de complicidad, como si estuviera haciendo una confidencia a un amigo.
—Dentro de una semana o, como mucho, en diez días…, si esos tipos de la cubierta consiguen llamar a los Shellengeri, los elementales del viento, que Eolo le entregó a Odiseo.
—Oh —replicó Doyle, intentando sin mucho éxito ver algo por entre la niebla que invadía la cubierta—. Algo parecido a esos gigantes de fuego, que se volvieron locos en el campamento del doct…, quiero decir, en tu campamento.
—¡Sí, sí! —exclamó la criatura golpeando con sus pies descalzos—. Muy bien. Sí, las dos razas de elementales son primas lejanas y además hay otras razas, la del agua y la de la tierra. Tendrías que ver a los de la tierra; son como gigantescos acantilados, que se mueven lentamente y…
De pronto, un silbido ensordecedor rasgó el aire, más parecido a un aullido imposible que ninguna garganta material habría sido capaz de emitir, golpeando el navío con la fuerza de un choque palpable, haciendo que cada madero y cordaje vibrara velozmente hasta hacerse borroso. Doyle se apartó de un salto de la ventana, seguro durante unos instantes de que algún enorme reactor, quizá un 747 o algo parecido, estaba por la razón que fuera intentando aterrizar a toda velocidad sobre ellos, cayendo en picado hacia la embarcación. Antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre lo imposible de tal idea se vio arrojado nuevamente contra la puerta, al ser sacudida toda la embarcación por un colosal golpe de viento, que hinchó las velas como bajo el impacto de un puño ciclópeo; la proa de la nave pareció hundirse hacia los abismos del mar y luego volvió a enderezarse, mientras la embarcación casi volaba sobre las olas.
En los escasos segundos transcurridos antes de que la nave, y todo lo que contenía, se fuera ajustando a la nueva velocidad, el sólido mamparo que sostenía la espalda de Doyle pareció más un suelo que no una pared y, cuando la caja en forma de ataúd, dentro de la que había despertado, empezó a resbalar por el suelo hacia él, se limitó a levantar sus piernas, sin necesidad de dar un salto, y la dejó estrellarse en el sitio que unos segundos antes habían ocupado sus tobillos. Un instante después la gravedad se fue normalizando nuevamente y Doyle cayó de bruces sobre la caja. Por encima del aullido incesante del viento oyó cómo la primera ola barría la cubierta de un lado a otro.
Logró ponerse en pie y se agarró a los barrotes de la ventana. Una vez allí, frunció el ceño para soportar mejor las ráfagas de viento helado, intentó encontrar a Romany, pero la criatura se había esfumado.
«Espero que haya salido disparado por encima de la borda —pensó—, aunque en tal caso supongo que no se hundiría. Lo único que debería hacer sería seguirnos por encima del agua, pataleando como esos insectos que viven sobre las charcas».
La nave se sacudía como un autobús lanzado a la carrera por un campo recién arado, pero Doyle logró mantenerse agarrado a la ventana el tiempo suficiente para distinguir unas siluetas agazapadas en la cubierta, que se movían lentamente intentando salir de ella.
«Al menos la niebla se ha ido», pensó algo aturdido, mientras soltaba los barrotes y se dejaba resbalar hasta quedar sentado en el suelo, pestañeando una y otra vez para intentar despejarse los ojos llenos de lágrimas causadas por el vendaval.
A medida que iba pasando el tiempo, sin la menor influencia sobre el estruendo de la galerna que hacía oscilar continuamente el barco, Doyle sintió una creciente gratitud por encontrarse dentro del cuerpo de Benner; el cuerpo de Doyle siempre había tenido tendencia al mareo e, incluso estando en éste, Doyle se alegró de no haber tenido el tiempo suficiente para probar la ensalada de langosta que había traído el pobre Byron.
Hacia lo que debía ser aproximadamente el mediodía, un par de objetos aparecieron por entre los barrotes de la ventana. El primero era un bulto envuelto en papel, que cayó al suelo con un golpe sordo y resultó contener un poco de salmuera y unas más bien duras rebanadas de pan negro; el segundo era una jarrita provista de tapa que, tras resbalar unos cuantos centímetros por la puerta, empezó a oscilar sostenida por una cadenita. En su interior había una cerveza bastante floja. Dado que en El Cisne de Dos Cabezas se le había impedido comer, y que no había probado nada desde el mediodía del día anterior, que para Doyle era un espacio de tiempo considerablemente superior a las veinticuatro horas que habían transcurrido allí, lo devoró todo con auténtico placer y llegó incluso a lamer el papel que había envuelto la comida.
Unas seis horas después se repitió el procedimiento anterior y Doyle volvió a comérselo todo. No tardó en oscurecer, aunque el viento y el agitado avance de la embarcación siguieron como hasta entonces, y Doyle estaba empezando a preguntarse cómo iba a dormir cuando un par de mantas aparecieron por entre los barrotes.
—¡Gracias! —gritó Doyle—. ¿No podría tomar otra cerveza?
La pequeña estancia no estaba totalmente a oscuras y Doyle se las arregló para convertir la caja en un lecho bastante cómodo. Cuando ya iba a meterse dentro de él, se llevó una considerable sorpresa al oír la cadena, que sujetaba la jarrita, tintinear contra la madera al ser retirada; el ruido que hizo al ser nuevamente llenada resultó inaudible gracias al agudo estruendo del viento entre los cordajes, pero sí logró oír el golpe de la jarra al pasar por entre los barrotes.
Se puso en pie y fue rápidamente hacia la puerta; mientras se apoyaba en ella, intentando beber el máximo de cerveza sin derramarla por el suelo, se preguntó por qué razones no estaba tan alarmado como debería estarlo en su situación actual, de prisionero al que le aguardaban la tortura y la muerte. En parte, por supuesto se debía a una irracional autoconfianza, que nunca había llegado a fallarle por completo desde que se encontraba en un cuerpo tan superior al que había estado utilizando durante toda su vida anterior. Además, su relativamente bien equilibrado optimismo, se basaba tozudamente en que era William Ashbless, algo que ya había aceptado sin reservas, y que no iba a morir hasta mil ochocientos cuarenta y seis.
«Cuidado, chico —pensó—, puedes estar razonablemente seguro de que vas a sobrevivir, pero no tienes razón alguna para pensar que Ashbless no va a recibir un buen par de pisotones de vez en cuando…».
Pese a sus apuros actuales, no pudo sino sonreír mientras intentaba hallar una postura lo más cómoda posible, pues estaba pensando en Elizabeth Jacqueline Tichy, con quien (no sabía demasiado bien cómo) contraería matrimonio el año próximo. Siempre había parecido bastante bonita a juzgar por sus retratos…
El viaje duró quince días, y durante ese tiempo el furioso vendaval no se apaciguó ni un solo segundo. Pasados los dos primeros días de trayecto, los marineros tambaleantes, que Doyle lograba ver de vez en cuando por su ventana, parecían haber alcanzado un estado de aturdida indiferencia al clima. Durante ese tiempo, Doyle no vio ni una sola vez a Romanelli ni tampoco a los casi ingrávidos despojos del doctor Romany. Hasta que en el curso del cuarto día no se abrió una grieta en una viga del techo, demasiado vieja seguramente para resistir perfectamente los embates del vendaval, todo lo que el cautivo pudo hacer para pasar el tiempo era comer, dormir, mirar por la ventana e intentar acordarse de lo más bien poco que se sabía sobre la visita de Ashbless a Egipto.
Después de que la viga se agrietara, pasó el tiempo en conseguir una astilla, lo más larga posible, e intentó afilarla con dientes y uñas hasta conseguir que la punta se pareciera razonablemente a un cuchillo. Pensó en arrancar la jarrita que colgaba de los barrotes y aplastarla para su posterior uso como herramienta, pero decidió que eso no sólo le dejaría sin cerveza durante el resto del viaje sino que, una vez se dieran cuenta de que la había hecho desaparecer, sería registrado.
Durante el viaje sólo hubo un acontecimiento casi tan inquietante como la llegada de los Shellengeri. Cuando faltaba poco para la medianoche del sábado, en la undécima noche del viaje, Doyle creyó oír una especie de gemido, que casi dominaba el eterno aullido del viento; fue hacia la ventana e intentó ver algo, cosa tan difícil como distinguir la carretera yendo en una moto a ciento cincuenta por hora y sin gafas protectoras. Unos diez minutos después volvió a su cama, convencido casi por completo de que la silueta negra, que había visto gracias a que irradiaba una oscuridad mucho más intensa que la negrura de las olas contra las cuales se recortaba, era sólo una falsa imagen, causada por el esfuerzo impuesto a sus retinas para que encontraran algo en la agitación del mar y el viento. Después de todo, ¿qué podía estar haciendo allí fuera una silueta parecida a un gran bote?