… mediante su brazo vencieron los hijos de la tierra; ahora ten por seguro que ese brazo nos llevará a las profundidades, donde el frío que todo lo detiene ha encerrado a Cocito.
Virgilio hablando a la sombra de Anteo (del Infierno de DANTE)
«La energía necesaria para ello no plantearía problema alguno —pensó el doctor Romany mientras se inclinaba sobre los papeles de su escritorio e intentaba no oír los alaridos de los gitanos que no habían conseguido huir, y el rugido del ahora casi sólido muro de llamas, que giraba fuera de todo control alrededor del campamento—. Y a juzgar por el ángulo en el que han quedado las varillas de cristal, puedo decidir perfectamente la distancia del salto que deseo, pero… ¿cómo voy a volver? Necesitaría un talismán vitalizado unido a este tiempo…, un trozo de esquisto verde, en el que hubiera inscritas las coordenadas de esta época, sería perfecto».
Sus ojos se volvieron con expresión pensativa hacia la estatuilla de Anubis, que utilizaba como pisapapeles y que había sido esculpida en esa piedra.
Por encima del estruendo que llegaba del exterior oyó golpes en la tienda de al lado y una voz que gritaba:
—Malditos seáis, ¿dónde está Romany? ¿Es que le tenéis escondido ahí?
Romany pensó que debía de ser el gigante barbudo, que parecía inmune a su proyección fría.
«Viene por mí y no tengo tiempo de ir tallando piedras. Tendré que hacerlo en un papel y confiar en un poco de mi propia sangre (bueno, un poco más de ella) para vitalizarlo…».
Mientras garabateaba a toda prisa los jeroglíficos del Viejo Reino sobre una hoja de papel en blanco se preguntó quién podía ser el hombre barbudo. Y, además, ¿dónde estaba Brendan Doyle?
De pronto, su pluma quedó suspendida en el aire al ocurrírsele una posible respuesta.
«Claro —pensó con algo parecido al terror—, apuesto a que se trata de eso… Naturalmente, ¿acaso no dijeron los yags que su nuevo cuerpo funcionaba mejor? Pero me pareció tan sinceramente indefenso cuando le tuve en mi poder… ¿Sería meramente una farsa? ¡Por Set que debió de serlo! Cualquier hombre capaz de hacer que Amenofis Fikee le colocara en un cuerpo superior, capaz de librarse del veneno y que, además, es capaz de sobrevivir a una de mis mejores proyecciones frías y un momento después, encima, puede dejarme indefenso físicamente…, sí, debía de tratarse de una comedia».
Mientras Romany seguía trazando los viejos signos, intentó decidir a qué tiempo saltaría. ¿El futuro? No cuando ello significaba dejar que la debacle de esta noche pasara a formar parte de la historia establecida… Sería mejor saltar al pasado y, una vez allí, arreglar las cosas de tal modo que el esfuerzo fracasado, que había dado origen a la situación de esta noche, ya mala para empezar, nunca hubiera tenido lugar. ¿Cuándo habían empezado realmente los problemas del Amo con Inglaterra? Desde luego, mucho antes del combate naval en la bahía de Abukir el año mil setecientos noventa y ocho, después de lo cual todo el mundo pudo darse cuenta de que los ingleses estaban destinados a controlar Egipto; incluso si esa batalla hubiera favorecido al otro bando, y si el general francés Kleber no hubiera sido asesinado, Inglaterra seguiría controlando las cosas en el momento actual. No, ya que iba a retroceder en el tiempo, bien podía retroceder mucho, al momento en que, por primera vez, Inglaterra puso el pie en el continente africano. Aquello habría tenido lugar en…, alrededor de mil seiscientos sesenta, cuando Carlos II fue restaurado en el trono de Inglaterra y contrajo matrimonio con la princesa de Portugal, Catalina de Braganza, parte de cuya dote era la ciudad de Tánger.
Romany hizo unos cuantos cálculos a toda velocidad y luego frunció el ceño, al darse cuenta de que no había agujero alguno en un radio de veinte años a partir de la boda de Carlos. Claro que había uno en mil seiscientos ochenta y cuatro, el…, garabateó furiosamente…, sí, el cuatro de febrero. Eso era un año antes de la muerte de Carlos, cuando había tenido lugar el primer intento de Cairene Master por establecer en el trono al tan estúpido como manejable bastardo real Jaime, el duque de Monmouth, como sucesor a la tozuda voluntad de Carlos. Fikee había pasado casi dos décadas controlando a duras penas el inevitable rebote newtoniano producido por la invocación de los yags en mil seiscientos sesenta y seis, y se le habían dado instrucciones para que relajara ese control, permitiendo que el equilibrio se restaurara bajo la forma de una tremenda helada en coordinación con el envenenamiento del soberano, la falsificación de un «recién descubierto» certificado de matrimonio entre Carlos Estuardo y Lucy Walter, la madre de Monmouth, y el regreso en secreto del propio Monmouth desde Holanda.
Mientras sacaba a toda prisa la más que utilizada lanceta para otro pinchazo en su vena, Romany recordó lo que había ido mal en ese plan. La dosis fatal de mercurio acabó en el vientre de uno de los spaniels de Carlos… y la Gran Helada, que se suponía debía terminar con la llegada triunfal de Monmouth a Folkestone, resultó mucho peor de lo que Fikee había previsto, prolongándose hasta bien entrado marzo… y el certificado de matrimonio falso, encerrado en su caja negra, se había extraviado misteriosamente. El Amo no se había mostrado muy complacido, desde luego…
Las paredes de la tienda brillaban con una luz anaranjada, reflejando el círculo llameante de los enloquecidos yags del exterior, y gotas de sudor caían sobre la sangre que Romany iba extendiendo cuidadosamente en el margen de la hoja.
«Sí —pensó Romany, poniéndose rápidamente en pie y moviendo las varillas de cristal que había sobre la mesa—, ahí es donde…, no, perdón cuando… voy a saltar. Y les diré a Fikee y al Amo lo que nos reserva el futuro, y les diré que se olviden de esos intentos por controlar Inglaterra, para que consagren todas sus energías a destruirla. Que trabajen para hacer aún más intensa la helada, para que se prolongue enormemente, que enfrenten a los católicos contra los protestantes y los judíos, que asesinen a los líderes del futuro cuando todavía sean niños…».
Sonrió, acariciando las varillas de cristal con delicadeza, colocándolas en el ángulo perfecto. Luego extendió la mano con los dedos estirados hacia el anillo de fuego dibujado por los elementales en el exterior, dispuesto a sacar de ellos la tremenda energía que le haría falta como combustible para impulsar su salto a través del tiempo.
Doyle cerró con un golpe el arcón de las ropas e, ignorando a los aterrados gitanos que yacían en el suelo jadeando, corrió hacia el exterior. El anillo de fuego, que circundaba el campamento, ardía con una luz blanca parecida a la del sol, tan fuerte que era imposible mirarlo directamente. Doyle se quedó inmóvil, jadeando, intentando respirar en la atmósfera cada vez más desprovista de oxígeno, sintiendo cómo el sudor se evaporaba apenas había brotado de su piel. Las tiendas ardían por todas partes e incluso las situadas en el centro, cerca de él, empezaban a humear.
«Dios mío —pensó aterrado—, ¿por qué no los detiene? Si la temperatura sube unos cuantos grados más todos arderemos como cerillas en una chimenea…».
Fue corriendo hasta la tienda contigua y, justo cuando apartaba la lona de la entrada, la parte exterior de la tienda se incendió con una llamarada de color azul. Entró en ella, tambaleándose, y vio al doctor Romany, inmóvil junto a una mesa, con una mano extendida hacia Doyle y la otra aferrando un trozo de papel. Doyle saltó sobre él…
… Y se vio barrido por un huracán incandescente. Durante varios segundos permaneció inmóvil, con todo el cuerpo encogido, esperando el impacto final que le haría pedazos, y luego se encontró cayendo a través de un vacío silencioso y carente de toda luz… hasta que de pronto, sin previo aviso, la luz y el sonido cayeron nuevamente sobre él como un diluvio.
Distinguió fugazmente una gran habitación, iluminada con velas dispuestas en toscos candelabros de madera, y luego volvió a caer a través de una atmósfera terriblemente fría. Un segundo después sus botas se estrellaron en una mesa, una de ellas hizo pedazos un pato relleno y la otra derramó en todas direcciones el contenido de una sopera. Resbaló, perdiendo el control, y aterrizó con un golpe ensordecedor en una bandeja de jamón cocido.
Los comensales, a los que había cubierto de sopa y trozos de pato, lanzaron un grito de asombro y retrocedieron. Un momento después, Doyle vio al doctor Romany tendido de bruces, con el rostro enterrado en las bandejas de la mesa contigua.
—Disculpen…, les pido perdón —murmuró Doyle, confundido, bajando torpemente de la mesa.
—¡Qué me aspen! —exclamó un anciano con los ojos casi fuera de las órbitas, intentando limpiarse con una servilleta—. ¿Qué maldito truco…?
Ahora, una vez pasado el efecto de la sorpresa inicial, todo el mundo parecía más bien irritado y Doyle oyó que alguien gritaba:
—Todo esto huele a brujería… Que les arresten.
También Romany estaba en pie y abrió los brazos con tal ademán de autoridad que, quienes se habían levantado de un salto al verle llegar, retrocedieron un paso obedientemente.
—Hubo una explosión —jadeó, logrando dar a su voz un tono de mando, pese a lo agitado de su respiración—. Apartaos de mi camino, debo…
Y entonces vio a Doyle.
Y pese a su total aturdimiento, Doyle sintió cierta alegría al ver cómo el hechicero se ponía lívido, se volvía en redondo, para abrirse paso a puñetazos y maldiciones hacia la puerta más cercana, y la abría de un manotazo. Antes de perderse en la noche se volvió por última vez hacia Doyle y le miró con temor.
—Ve tras él, Sammy, quiero que le cojas —dijo tranquilamente una voz detrás de Doyle. Se volvió para enfrentarse a la mirada algo suspicaz de un hombre bastante corpulento, que llevaba un mandil, y sostenía en la mano un gran trinchante con la calma de quien está familiarizado con tal instrumento—. No oí explosión alguna —le dijo a Doyle, mientras un joven muy fornido salía corriendo en pos de Romany—. Te quedarás aquí, al menos hasta que hayamos decidido quién debe pagar por toda esa comida desperdiciada.
—No —dijo Doyle, intentando que su voz sonara muy tranquila. No le resultó fácil, pues se había dado cuenta de que varios hombres llevaban botas hasta la rodilla, levitas muy largas y peluca, aparte de que los acentos que oía le resultaban casi incomprensibles; empezaba a tener una idea bastante aproximada de lo que había ocurrido—. Pienso salir de aquí, ¿entendido? Siempre puedes intentar detenerme con eso que llevas en la mano, pero estoy tan asustado que voy a intentar quitártelo con todas mis fuerzas; me imagino que los dos quedaremos malheridos y tengo la impresión de que éste es un mal año para ponerse enfermo.
Para dar más énfasis a sus palabras extendió la mano y cogió una jarra de cerveza vacía de la mesa de al lado.
«Benner —pensó mientras sopesaba la gran jarra de peltre y buscaba el mejor sitio para cogerla—, espero que seas capaz de esto…».
Apretó fuertemente la jarra, lo bastante fuerte para que se le volvieran blancos los nudillos (las conversaciones habían cesado y todos, incluido el posadero, le estaban observando con interés) y luego aumentó la presión, notando cómo todas las pequeñas irregularidades de la jarra se le clavaban en los dedos. El brazo le dolía terriblemente y todo su cuerpo temblaba…, pero la jarra no cedió.
Tras unos segundos más de esforzarse inútilmente aflojó su presión y, con mucho cuidado, puso nuevamente la jarra sobre la mesa.
—Una artesanía excelente —musitó.
Algunos de los que tenía más cerca estaban sonriendo, y en las mesas más lejanas resonaron algunas inconfundibles carcajadas. Incluso la estólida cara del posadero empezaba a mostrar el asomo de una sonrisa, aunque de mala gana. Cuando Doyle dio la vuelta para salir de la posada todos empezaron a reír y, al igual que las primeras grietas del hielo rompen su presión y su resistencia, gracias a esas risas pudo abrirse paso, rojo de vergüenza pero sin que nadie le molestara, hasta llegar a la puerta.
Cuando abrió la puerta y dio un paso en el exterior, el frío le quemó instantáneamente la cara y las manos, dejándoselas insensibles. Sus pulmones no parecieron demasiado dispuestos a engullir la primera bocanada de aire, y pensó que su nariz empezaría a sangrar a causa de ese aire salvajemente helado.
«Jesús —gritó mentalmente, mientras la puerta se cerraba ruidosamente a su espalda—, ¿qué ocurre? Esto no puede ser Inglaterra, ese hijo de puta debe de habernos llevado a una maldita avanzadilla colonial en la Tierra del Fuego, o en algún sitio parecido…».
De no ser porque todos los ocupantes de la posada seguían riéndose de él, habría dado media vuelta al instante y se habría metido otra vez dentro, pero tal y como estaban las cosas no le quedó más remedio que seguir adelante, con las manos metidas en los bolsillos de su levita demasiado delgada, acelerando el paso cada vez más, hasta que se encontró corriendo por el callejón en tinieblas, con la vaga esperanza de coger a Romany y darle tal susto, que éste fuera capaz de encontrar un lugar bien caliente donde pudiera quedarse sentado durante un rato.
No logró encontrar a Romany, pero Sammy sí lo había conseguido, y Doyle descubrió a Sammy hecho un ovillo a la entrada de un callejón, que estaba a una manzana y media de la posada; a la cenicienta claridad de la luna, Doyle quizá hubiera pasado de largo, pero oyó sus desesperados sollozos. Lágrimas heladas habían pegado la mejilla de Sammy a la pared de ladrillos; cuando Doyle se inclinó sobre él y alzó suavemente la cabeza del joven, se oyó un leve crujido.
—¡Sammy! —dijo Doyle, alzando la voz para penetrar el enloquecido lamento del joven—. ¿Adónde se fue? —Viendo que no obtenía respuesta alguna, le sacudió con fuerza—. ¿Por dónde se fue?
El vapor de su aliento se alzaba como la humareda de una chimenea.
—Él —jadeó el joven—, él me enseñó las serpientes dentro de mí. Me dijo: «Mírate», y lo hice y no pude ver nada que no fueran serpientes. —Sammy empezó a sollozar de nuevo—. No puedo volver a la posada, no puedo irme a casa…, se meterán dentro de todos y…
—Se han ido —le replicó Doyle con firmeza—. ¿Me entiendes? Se han ido. No pueden soportar el frío, vi a cada una de ellas alejándose a rastras, y habían muerto cuando llegué aquí. Ahora, dime, ¿dónde se ha metido ese hijo de perra?
Sammy dejó de sollozar.
—¿Se han ido? ¿Y están muertas? ¿De verdad?
Inclinó la cabeza con una expresión de temor para mirarse.
—Sí, maldita sea. ¿Viste adónde se marchó?
Después de remover entre sus ropas, con un miedo que iba disminuyendo rápidamente, el chico empezó a temblar.
—De-debo volver —dijo, levantándose con cierta dificultad—. Hace un frío de mil diablos… oh, sí, querías saber dónde se había marchado…
—Sí.
Doyle estaba a punto de bailar claqué sobre los adoquines, tal era su impaciencia y el frío que sentía. Estaba empezando a perder la sensibilidad en el tobillo derecho y temía que la cadena helada se le pegara a la piel.
Sammy resopló, intentando despejarse la nariz.
—Saltó por encima de esa casa y desapareció en la calle de al lado.
Doyle ladeó la cabeza para oírle mejor.
—¿Cómo?
—Saltó por encima de esa casa, igual que si fuera una pulga. —Resopló—. Tenía unos alambres metálicos en la suela de los zapatos —añadió Sammy a guisa de explicación.
—Ah. Bien, gracias… —Doyle pensó que, obviamente, Romany no había tenido demasiadas dificultades para hipnotizar al joven… ¡y en sólo unos segundos! Sería mejor que no confiara demasiado en el miedo que parecía tenerle el hechicero, desde luego, si llegaba a encontrarlo—. Oh, por cierto —dijo cuando el joven ya empezaba a irse—, ¿dónde estamos? Me he perdido.
—Estamos en la calle Borough, en Southwark.
Doyle arqueó las cejas.
—¿En Londres?
—Pues claro que en Londres —dijo el joven, empezando a dar patadas en el suelo con impaciencia.
—Ya…, y ¿el año? ¿En qué fecha estamos?
—Oiga señor, en nombre de Cristo, no lo sé. Lo que sí puedo decirle es que estamos en invierno.
Se dio la vuelta y empezó a marcharse a toda prisa hacia la posada.
—¿Quién reina ahora? —gritó Doyle antes de que el joven se esfumara.
—¡Carlos! —le replicó éste por encima del hombro.
«Carloselquesea», pensó Doyle.
—¿Quién reinó antes que él? —gritó hacia la ya casi invisible silueta del joven.
Sammy, al parecer, no le había oído, pero en lo alto se escuchó el crujido de una ventana al abrirse.
—Oliver el Bendito —gritó con enfado una voz masculina—, y cuando gobernaba no permitía que en las calles se armaran tales jaleos por la noche.
—Le pido que me disculpe, caballero —dijo Doyle a toda prisa, alzando hacia la oscura masa del edificio sus ojos doloridos por el frío, e intentando distinguir cuál de las doce minúsculas ventanas se había entreabierto—. Sufro de… —¿Y por qué no, después de todo?— una ligera fiebre cerebral y he perdido la memoria. No tengo lugar alguno donde ir. ¿Podría dejarme dormir hasta mañana en su cocina o quizá arrojarme por la ventana algo que fuera más grueso que mi levita? Yo…
Oyó el golpe de la ventana al cerrarse y el chirrido del pestillo, aunque seguía sin poder precisar de cuál se trataba.
«Típicamente cromwelliano pensó, lanzando un suspiro que se alejó por los aires como una nubecilla. Bueno —se dijo reanudando la marcha—, así que me encuentro en algún año entre…, eh… mil seiscientos sesenta y ¿qué? ¿Cuándo murió Carlos II? Me parece que fue alrededor de mil seiscientos noventa. Peor aún… Al menos en mil ochocientos diez tuve la suerte de encontrar a Benner, y siempre me quedaba el recurso de buscar a los hombres de Darrow y volver a casa con ellos o, si no lo conseguía, aceptar lo que el destino parecía haberme reservado; vivir mi vida en una razonable comodidad como William Ashbless. (Maldición, qué frío hace…). Imbécil…, ¿por qué no lo hiciste? Tendrías que haberte limitado a escribir los poemas de Ashbless tal y como los recordabas, visitar Egipto y dejar que una modesta cantidad de fama y fortuna, aparte de una linda esposa, te fueran cayendo encima. Pero no, en vez de eso, tenías que meterte con hechiceros para echar a perder sus planes. Ahora, la historia va a quedarse sin William Ashbless y tú estás atascado en un maldito siglo en el que nadie se lavaba los dientes, ni se daba un baño, y un hombre ha llegado a la mitad de su vida cuando cumple los treinta años».
Casualmente, estaba mirando hacia arriba cuando una extraña silueta apareció recortada en la estrecha franja de cielo visible entre las dos hileras de tejados y quedó claramente iluminada por la luna, casi llena, durante un segundo. Doyle retrocedió dando un salto, y se apretó todo lo que pudo contra la pared más próxima, por mucho que estuviera seguro de su casi total invisibilidad entre las sombras del callejón. La imposible figura que había visto en pleno salto era, inconfundible incluso en esa visión fugaz, la del doctor Romany, con su capa aleteando y las suelas de sus zapatos colgando bajo él con los resortes totalmente desplegados.
A medida que su impulso ascendente iba desapareciendo, y sentía las primeras y aún débiles telarañas de la gravedad que empezaban a atraerle hacia el suelo, y cuando los tejados más próximos empezaban a subir de nuevo, ocultándole el gélido esplendor de las grandes mansiones situadas a lo largo del puente de Londres y el inmóvil río blanco que yacía debajo, Romany se dio cuenta de que sus saltos no eran tan potentes como unos minutos antes, y la capa de aire activado que le rodeaba empezaba a perder su integridad, dejando que el intenso frío de la atmósfera le alcanzara. Después de todo, sus poderes no habían aumentado realmente y lo único que ocurría era que su normal habilidad mágica llegaba más lejos en ese ambiente más arcaico y, por lo tanto, más susceptible a la hechicería. El efecto estaba empezando a desvanecerse. Mientras flexionaba las piernas contra un gablete y descendía luego en una lenta zambullida hacia los adoquines, pensó que su actual situación era parecida a la del hombre que encuentra muy ligera su espada de costumbre, tras haber pasado unas horas practicando con otra mucho más pesada: la espada sigue pesando igual que siempre y la ilusión de una nueva fortaleza no tarda en desvanecerse.
«Este aparente aumento de mis poderes es probable que no llegue a la mañana… y la puerta, situada en la posada que pusimos patas arriba, se cerrará aproximadamente al amanecer. Por lo tanto —pensó, mientras detenía su lenta caída rodeando con el brazo el letrero de una taberna que, en hierro forjado, exhibía como emblema un cuervo bailando—, tengo que hablar con Fikee y el Amo tan pronto como pueda para decirles quién soy y la razón que me ha traído hasta aquí».
«Ésta va a ser una cena excelente», pensó Ezra Longwell, a quien siempre le había complacido la buena comida que la Hermandad ponía a disposición de sus miembros. Volvió a llenar su copa de oporto con la botella que había junto a la chimenea, pensando que en ese terrible invierno incluso el vino de Champaña debía pasar una buena media hora junto al fuego antes de ser servido, mientras que a los claretes y a los vinos de más cuerpo les hacía falta como mínimo hora y media. Sorbiendo su vino, aún algo fresco, se acercó a la pequeña ventana estilo Tudor que el calor de la cocina había mantenido libre de escarcha. Limpió el vaho con su manga y miró hacia afuera.
Al oeste del puente se veían las luces de los cobertizos y tiendas de la feria invernal, que se extendía sobre la superficie helada del río, desde Temple Stairs hasta la orilla de Surrey. Patinadores con linternas giraban alegremente sobre el hielo, como fuegos artificiales o estrellas fugaces, pero en esos momentos a Longwell le alegraba más encontrarse a cubierto y con la perspectiva de una buena cena.
Se apartó de la ventana y con una última mirada afectuosa a los pucheros humeantes («¡Trate con amabilidad a esas admirables salchichas!», le había dicho a la formidable cocinera) cruzó la sala hasta llegar al comedor, mientras la delgada cadena de su tobillo tintineaba débilmente sobre los maderos del suelo.
Owen Burghard alzó la mirada y sonrió al ver a Longwell.
—¿Qué tal se porta el sesenta y ocho, Ezra?
Longwell se ruborizó un poco mientras se dirigía a su silla de costumbre, demasiado consciente de las miradas algo divertidas que le dirigían los otros miembros.
—No mal del todo —replicó con un gruñido mientras la silla crujía bajo su peso—, aunque es condenadamente frío.
—Eso le irá bien a tu humor sanguíneo, Ezra —dijo Burghard, concentrándose de nuevo en el mapa que tenía sobre la mesa. Golpeó levemente el margen derecho con el extremo de su pipa de arcilla y siguió hablando con su tono de costumbre, al que sólo le faltaba una pizca de entonación para ser pedante—. Por lo tanto, caballeros, pueden ver que estos períodos de creciente actividad por parte de la banda de gitanos de Fikee…
Y le interrumpió una serie de fuertes golpes en la puerta.
En un segundo todos se pusieron en pie, con la mano en el pomo de la espada y la culata de sus pistolas, y cada uno de ellos había movido automáticamente la cadena, que colgaba de su bota derecha, para que pudiera tocar libremente el suelo, como si ese contacto fuera tan importante como el de sus armas.
Burghard fue hacia la puerta, quitó el pestillo y retrocedió un par de pasos.
—No está cerrada —dijo.
La puerta se abrió y todas las cejas de los presentes se arquearon al ver entrar en el comedor lo que parecía un gigante salido de la mitología noruega. Era tremendamente alto, aún más que el rey, quien rebasaba con creces el metro ochenta, y su levita, de extraño corte y un grosor muy poco adecuado para el clima, poco hacía por ocultar la anchura de sus hombros y los grandes músculos de sus brazos. Su barba cubierta de escarcha le daba el aire de un anciano.
—Si tienen un fuego —dijo la gélida aparición con voz ronca y un acento más bien bárbaro— y algún tipo de bebida caliente…
Se tambaleó y Longwell temió por un segundo que, si el monstruo se derrumbaba, los libros saldrían despedidos de sus estanterías.
Y en ese momento, Burghard dio un respingo, señalando la bota derecha del intruso, de donde colgaba una cadenilla cubierta de hielo, y se adelantó para sostenerle.
—¡Beasley! —ordenó secamente—. Échame una mano. Ezra, café y coñac, ¡de prisa!
Burghard y Beasley acompañaron al coloso medio congelado hasta el banco, que se encontraba frente a la chimenea del comedor. Cuando Longwell apareció con un gran tazón de café, convenientemente reforzado, el gigante se limitó durante unos segundos a inhalar su aroma antes de tomar un sorbo.
—Ah —jadeó por fin, dejando el tazón en el suelo y extendiendo las manos ante el fuego—. Pensé que iba a morir ahí fuera. Sus inviernos ¿siempre son tan malos?
Burghard frunció el ceño y miró a los demás.
—Caballero, ¿quién sois y cómo habéis llegado hasta aquí?
—Oí decir que tenían la costumbre de…, de reunirse en una casa en el extremo sur del puente. En el primer sitio al que llamé no querían dejarme entrar, pero me indicaron cómo llegar hasta aquí. En cuanto a quién soy, pueden llamarme…, bueno, diablos, no se me ocurre un nombre adecuado. Pero he venido aquí… —y en el rostro cansado y lleno de arrugas apareció una sonrisa—, he venido aquí porque sabía que acabaría viniendo. Creo que ustedes son una especie de sabuesos y les necesito para atrapar a mi zorro. Hay un hechicero, llamado doctor Romany que…
—¿Se refiere al doctor Romanelli? —le preguntó Burghard—. Hemos oído hablar de él; y algunos le conocemos.
—¿De veras? ¿Tan arriba de la corriente? Santo Dios… Bien, Romanelli tiene un gemelo llamado Romany, que ha saltado… creo que podríamos decir que utilizando la hechicería, a su Londres. Debe ser atrapado y se le debe inducir a que vuelva al sitio al… al que pertenece. Y con un poco de suerte, quizá se le pueda convencer para que me lleve con él.
—¿Un gemelo? Apostaría a que debe referirse a un ka —dijo Longwell, cogiendo un ascua de la chimenea con las tenacillas y colocándola cuidadosamente en la cazoleta de su pipa, que había llenado hacía unos instantes—. ¿Le apetece una pipa?
—Dios, sí que me apetece —dijo Doyle, aceptando una frágil pipa de arcilla blanca y una bolsita de tabaco—. ¿A qué se refiere con eso de un ka?
Burghard contempló a Doyle con el ceño algo fruncido.
—Caballero, es usted una condenada y sorprendente mezcla de sabiduría e ignorancia, y en algún momento posterior me gustaría mucho oír la historia de sus aventuras. Por ejemplo, lleva una cadena de conexión, pero no parece saber gran cosa sobre nosotros; conoce al doctor Romanelli, pero no sabe lo que es un ka y tampoco está enterado de las razones por las cuales este invierno es tan inclemente. —Sonrió, pese a que en sus engañosamente apacibles ojos seguía brillando una chispa de calculadora dureza, y se pasó los dedos por su rala cabellera, que llevaba bastante corta—. En cualquier caso… un ka es un duplicado de un ser humano que se hace crecer en un tanque lleno de una solución especial a partir de unas cuantas gotas de sangre de la persona original. Si el procedimiento se lleva a cabo del modo adecuado, el duplicado no sólo se parece perfectamente al original, sino que además posee todos los conocimientos que tuviera ese original.
Doyle había llenado su pipa de tabaco y estaba procediendo a encenderla tal y como había hecho Longwell.
—Sí, supongo que Romany puede ser una criatura de esa especie —dijo, emitiendo bocanadas de humo y dejando que el calor de la pipa le fuera descongelando la escarcha de la barba. De pronto, abrió los ojos, como sorprendido—. Ah, claro…, creo conocer a otro hombre que probablemente también es un… un ka. Pobre diablo, estoy seguro de que él lo ignora.
—¿Ha oído hablar de Amenofis Fikee? —le preguntó Burghard.
Doyle contempló al grupo de hombres, preguntándose cuánto podía atreverse a revelarles.
—Ha sido, es o será el jefe de una banda de gitanos.
—Cierto, es su jefe. ¿A qué viene todo eso de ha sido o será?
—No importa… De todos modos, caballeros, ese ka del doctor Romanelli se encuentra esta noche en Londres, y posee un conocimiento que nadie debería poseer, por lo que es necesario encontrarle para que vuelva al sitio donde debe estar.
—Y queréis volver con él —dijo Burghard.
—Así es.
—¿Por qué utilizar un medio tan peligroso de viaje, así sea tan rápido? —le preguntó Burghard—. Utilizando un barco y luego con un caballo o una mula podréis llegar a cualquier lugar del mundo en seis meses.
Doyle suspiró.
—Tengo entendido que la función de vuestra sociedad es actuar como una especie de… policía mágica —dijo.
Burghard sonrió y frunció el ceño al mismo tiempo.
—No se trata exactamente de eso, caballero. La paga, que recibimos de ciertos lores muy ricos y poderosos, se nos entrega para evitar todo tipo de traición cometida mediante la magia. No utilizamos la magia, sino sus negaciones.
—Ya veo. —Doyle dejó su pipa en el suelo—. Si se lo cuento todo —empezó a decir con cautela—, y si luego están de acuerdo conmigo en que ese Romany, sea lo que sea, constituye una…, digamos que una amenaza terriblemente poderosa para Londres, Inglaterra y el mundo… ¿me ayudarán a cogerle y, caso de que luego sea posible, no le pondrán obstáculo alguno a que regrese a mi lugar de origen?
—Tenéis mi palabra —le contestó Burghard en voz muy baja.
Doyle permaneció en silencio durante varios segundos, contemplándole mientras el fuego crujía y restallaba en la chimenea.
—Muy bien —gruñó por último—. Mi relato será breve, pues debemos actuar rápido, y creo saber dónde se encontrará durante las siguientes dos horas, más o menos. Él y yo llegamos hasta aquí mediante un proceso mágico, pero no venimos de otro lugar como podría ser, por ejemplo, Turquía. Nuestro salto empezó… en otra época. El último amanecer que he presenciado tuvo lugar el veintiséis de septiembre del año mil ochocientos diez.
Longwell prorrumpió en una explosión de risotadas, que cesaron cuando Burghard alzó la mano.
—Seguid —dijo.
—Bien, parece que algo ha… —Se detuvo al darse cuenta de un libro encuadernado en cuero que había sobre la mesa y, aunque el volumen era nuevo y el 1684 estampado en oro sobre el lomo relucía claramente, fue capaz de reconocerlo y, poniéndose en pie, fue hasta él. Al lado había una pluma y un tintero preparado. Sonriendo, Doyle mojó la pluma en el tintero, buscó la última página y escribió en ella: HAY ENDANBRAY. ¿ANCAY OUYAY IGITDAY?
—¿Qué habéis escrito? —inquirió Burghard.
Doyle contestó a su pregunta agitando con impaciencia la mano.
—Caballeros, algo ha perforado una serie de agujeros en la estructura del tiempo…
Unos quince minutos más tarde un grupo de doce hombres, bien protegidos contra el intenso frío, salió por la puerta del viejo edificio y fue rápidamente en dirección sur, hacia el angosto puente que llevaba a la orilla de Surrey. Entre las viejas casas había espacio suficiente para caminar dos hombres a la vez, pero ellos iban en fila de a uno. Doyle era el segundo de la fila, justo detrás de Burghard, envuelto en su capa; a Doyle no le resultaba demasiado difícil mantenerse a la par de sus largas zancadas, aún llevando en la cintura el nada familiar bulto de una espada, que golpeteaba constantemente su muslo derecho a cada paso. El delgado haz amarillento de la linterna, que llevaba Burghard, era su única iluminación, pues en el oscuro desfiladero de la calle reinaban las tinieblas, por mucho que, varios pisos por encima de ellos, los rayos de luna parecieran congelar los tejados puntiagudos y la telaraña de gruesos maderos que apuntalaban los inestables edificios para que no se desplomaran unos sobre otros. El puente estaba totalmente silencioso y lo cruzaban sin hacer ruido alguno, salvo el tintineo ocasional de una cadena sobre los adoquines; lejos, hacia su derecha, Doyle pudo oír una débil música y carcajadas.
—Aquí —murmuró Burghard, metiéndose en un callejón e iluminando con su linterna una estructura de madera que Doyle, unos segundos después, identificó como una escalera que se hundía en las profundidades—. No tiene sentido que proclamemos nuestra llegada entrando por la puerta sur como si fuéramos un desfile.
Doyle le siguió por la tenebrosa escalera y, después de un largo descenso por un pozo tallado en las piedras del puente, aparecieron al aire libre bajo la enorme silueta del arco.
Doyle se dio cuenta, por primera vez, de que el río, visible más allá de la escalera a través de los ojos del puente, era una blanca e inmóvil extensión de hielo iluminado por la luna.
Sobre el hielo se veía un grupo que avanzaba hacia la orilla norte y, después de echarles una mirada distraída, Doyle no pudo apartar sus ojos de aquellas lejanas siluetas. ¿Qué le había llamado la atención en ellas? ¿Quizá lo peculiarmente encorvado de algunas, o el extraño andar oscilante de la que encabezaba la marcha?
Doyle apretó con su enorme mano enguantada el hombro de Burghard.
—El telescopio —gruñó todo lo bajo que pudo, mientras que Longwell se estrellaba contra su espalda, sin hacerle mover ni un centímetro.
—Ciertamente.
Burghard rebuscó bajo su capa y le extendió a Doyle un telescopio plegable.
Con una serie de chasquidos, Doyle lo desplegó al máximo y enfocó el lejano grupo de figuras. El aparato no parecía tener ningún modo de mejorar la imagen, pero pudo ver, con la claridad suficiente como para estar seguro, que su líder, el de los andares extraños, era el doctor Romany, mientras que las otras cinco…, no, seis figuras, parecían ser hombres contrahechos envueltos en pieles.
—Ése es nuestro hombre —le dijo Doyle a Burghard sin levantar la voz, devolviéndole el telescopio.
—Ah…, y mientras se encuentre en el hielo no podemos correr el riesgo de enfrentarnos a él.
—¿Por qué? —le preguntó Doyle.
—La conexión, amigo mío… las cadenas no sirven de nada en el agua —siseó Burghard con impaciencia.
—Cierto —murmuró Longwell a su espalda, invisible entre las tinieblas, algo por encima de donde estaba Doyle—, si nos enfrentáramos a él sobre el hielo, soltaría contra nosotros a todos los demonios del infierno en un segundo, y nuestras almas no tendrían ningún punto al que agarrarse para resistir ese asalto.
Una ráfaga de viento casi ártico azotó la vieja escalera, haciéndola oscilar como el puente de un navío en mitad de una galerna.
—De todos modos, siempre podemos seguirles hasta la orilla norte —dijo Burghard en tono pensativo—, y luego nos será posible detenerles. Sí, seguidme, eso es lo que haremos.
Reanudaron su descenso y, tras unos minutos más de moverse con dificultad por los angostos escalones, llegaron a un atracadero medio derrumbado y cubierto de nieve desde el cual pudieron pisar, al fin, el hielo.
—Ahora se han desviado un poco hacia el oeste —dijo Burghard, siempre en voz baja, con los ojos clavados en las siete figuras que avanzaban por el río helado—. Saldremos bajo el puente por el lado oeste, y luego torceremos hacia el norte y nos encontraremos con ellos en la costa, una vez hayan terminado de cruzar el hielo.
Cuando pasaron por debajo de uno de los grandes arcos del puente, Doyle vio luces que oscilaban ante ellos, y oyó de nuevo, pero esta vez con mayor claridad, las risas y la música. En el río había tiendas y cobertizos, así como grandes columpios en los que se veían antorchas y un gran bote con ejes provistos de ruedas, que iba y venía lentamente de un lado a otro del río, con rostros pintarrajeados en la vela y en las ruedas y los aparejos cubiertos de cintas y banderolas. La silenciosa procesión de la Hermandad de Anteo no se acercó demasiado a los festejos, que se celebraban en la parte este, y siguió avanzando hacia el norte.
Cuando aún se encontraban a unos noventa metros de la costa, el grupo del doctor Romany emergió de las tinieblas, bajo el arco situado más al norte del puente, y se dirigió hacia unas escalinatas que había bajo la calle Támesis. La alta silueta del doctor Romany, con su eterno bamboleo, se volvió hacia ellos cuando empezaban a subir por la escalera; y en ese mismo instante, Burghard se apartó a un lado y dio una ágil voltereta, que terminó propinando con sus pies una buena patada al pecho de Doyle. A Doyle le resbalaron los pies sobre el hielo y acabó dando con su trasero en él, mientras que Burghard se reía estruendosamente. Mientras tanto, Longwell se entregaba a un más grotesco baile, seguido por una serie de piruetas. Durante unos instantes, Doyle estuvo seguro de que Romany les había lanzado un hechizo que producía una súbita locura y que, de un segundo a otro, él mismo empezaría a ladrar como un perro o intentaría comerse su sombrero a mordiscos.
Romany se volvió nuevamente hacia el norte, y tanto él como su sorprendentemente ágil cortejo de seguidores ascendieron por la escalinata. Una nube ocultó la luna y la escena se oscureció como si un telón hubiera bajado sobre ella.
Burghard y Longwell, ahora nuevamente serios, ayudaron a Doyle mientras se ponía en pie.
—Mis excusas —dijo Burghard—. Era vital que nos tomaran por un grupo de borrachos. Ahora, de prisa, vamos a por ellos.
Los doce hombres empezaron a correr hacia la costa y Doyle no tardó en dominar el paso, medio carrera medio resbalón, necesario para mantener el equilibrio. Unos dos minutos después se encontraban al inicio de la escalinata, trepando por el mástil de un bote hundido, que sobresalía formando ángulo en el hielo.
Siguieron por un callejón, que daba a la calle Támesis, y, una vez llegados a esa avenida más amplia, miraron a derecha e izquierda en busca de su objetivo, que parecía haberse esfumado.
—Ahí —dijo Burghard con voz tensa, señalando hacia un montón de nieve en mitad de la calle—. Se han metido en ese callejón.
Los doce hombres reanudaron la marcha, aunque Doyle no consiguió ver pista alguna a partir de la cual Burghard hubiera podido deducir el rumbo tomado por Romany; todo lo que vio al pasar junto al montón de nieve fueron las huellas dejadas por dos perros bastante grandes.
Se metieron corriendo en el callejón y el cuerpo de Doyle reaccionó ante un leve chirrido mucho antes de que su mente lo oyera de forma consciente; su mano izquierda desenvainó la espada, haciendo un molinete y dejándola en la posición justa una fracción de segundo antes de que la criatura saltara sobre él para empalarse en la punta. El impacto le hizo retroceder; oyó un gruñido gutural y el rechinar de los dientes sobre el acero un instante antes de que su pie izquierdo hiciera saltar al monstruo agonizante de su espada.
—¡Cuidado, monstruos! —oyó gritar a Burghard un poco más adelante; la linterna se estrelló sobre los adoquines helados y su panel corredizo se abrió a causa del golpe, derramando sobre el callejón un haz de claridad amarillenta.
La escena, que Doyle distinguió gracias a aquella luz, era como un cuadro enloquecido que Goya no hubiera tenido nunca el valor suficiente para pintar: Burghard rodaba por el suelo, luchando salvajemente con una criatura inhumanamente musculosa, que parecía ser a la vez tanto hombre como lobo, y había unas cuantas criaturas más, agazapadas, que parecían observar el combate como esperando su desenlace. Tenían los hombros encorvados, como si el caminar sobre sus patas traseras fuera todavía una novedad para ellas, y sus hocicos de perro hacían aún más pequeñas sus cabezas, mientras que de sus enormes fauces sobresalían unos dientes que a Doyle le parecieron más bien dagas de marfil… Pero en sus diminutos ojos brillaba la inteligencia y cuando Doyle, sin quitarles la vista de encima, dio un paso adelante para hundir su espada en el monstruo peludo que luchaba con Burghard, las demás criaturas retrocedieron cautelosamente.
—¡Sols, Rowary! —ladró una de aquellas criaturas por encima del hombro.
Burghard apartó de una patada a su agonizante adversario y se puso en pie, quitándose la sangre de los ojos y blandiendo la espada con la diestra, mientras que en su mano izquierda se veía una daga manchada de sangre. Los dos cuerpos musculosos y velludos habían dejado ya de retorcerse, y ahora yacían inmóviles como si fueran una frontera entre los dos grupos de enemigos.
—Longwell, Tyson —dijo Burghard en voz baja—, meteos los dos ahora mismo por entre esas casas y cerrad el otro extremo del callejón.
Los dos hombres se apresuraron a obedecer y partieron con un tintineo de espadas y cuchillos desenvainados.
Romany había dado la vuelta y, tras desandar el camino, se encontraba ahora ante sus atacantes, flanqueado por dos de sus lobunos esbirros. Su flaco rostro, extrañamente iluminado por la linterna, estaba distorsionado por una rabia increíble y cuando abrió la boca para empezar a pronunciar sílabas, ante las cuales el mismo aire parecía encogerse aterrado, Doyle sintió cómo la cadena que llevaba alrededor del tobillo empezaba a vibrar y se calentaba. En ese mismo instante, Romany vio a Doyle con la espada cubierta de sangre en la mano, tan obviamente inmune a su magia que ni se tomaba la molestia de intentar evitarla, y su rostro palideció; el cántico se fue desvaneciendo en el silencio, pese a que los labios de Romany seguían abiertos, ahora en una mueca de abatimiento.
Doyle se inclinó para coger la linterna y luego volvió a erguirse. Miró al hechicero, sonriendo, y le apuntó con la espada.
—Me temo que deberá acompañarnos, doctor Romany —dijo.
El mago dio un prodigioso salto hacia atrás, que le hizo pasar sobre las cabezas de los hombres lobo, y luego siguió alejándose a saltos por el callejón, seguido por sus criaturas, y Doyle, Burghard y los demás, avanzando con más cautela, intentaban no perderles de vista.
De pronto, resonó ante ellos el seco estampido de una pistola y un instante después se oyó un aullido, que rebotó en los muros de piedra hasta desvanecerse en un jadeo ahogado.
—Deteneos, monstruos —Doyle oyó gritar a Longwell—, hay pistolas suficientes como para enviaros a todos al hogar del que habéis salido.
Doyle echó a correr rebasando a Burghard y alzó la linterna con el tiempo justo para ver cómo una figura, envuelta en una capa, salía disparada hacia lo alto.
—Ha saltado al tejado… ¡cogedle, rápido! —rugió y otros dos relámpagos seguidos por dos estampidos iluminaron el callejón ante él.
Distinguió fugazmente los cañones de las pistolas, que apuntaban hacia arriba, y un instante después le ensordeció la detonación de la pistola de Burghard, disparada casi junto a su oído.
—¡Esas cosas trepan por las paredes como si fueran arañas! —chilló Longwell—. ¡Disparadles!
En lo alto se oyó el chirrido de una ventana y lo que sólo podía ser un orinal se estrelló contra la pared que Doyle tenía delante, rociándole con su contenido.
—¡Marchaos de aquí, ladrones y asesinos! —graznó una voz de mujer.
Unos instantes después, en el suelo del callejón cayó un diluvio de tejas y fragmentos de piedra aflojados por los disparos.
—¡No disparéis! —gritó Burghard, su voz enronquecida por el disgusto—. Podéis darle a esa condenada mujer…
—Se han ido, jefe —dijo Longwell, que apareció corriendo para reunirse con Doyle, Burghard y los demás—. Huyeron por los tejados tan de prisa como si fueran ratas.
—Volvamos a la calle Támesis —dijo Burghard con la respiración entrecortada—. Hemos perdido a Romany…, una vez en los tejados puede ir donde le plazca.
—Sí, volvamos a nuestra cena —sugirió Longwell con fervor, mientras el grupo envainaba sus espadas, guardaba sus pistolas y volvía por el pavimento iluminado pálidamente por la claridad lunar, pasando por encima de los dos cadáveres cubiertos de pelo, hacia la calle Támesis.
—Sé adónde irá —dijo Doyle en voz baja—. Está volviendo al lugar donde yo había afirmado que estaría en un principio, el lugar donde mejor funciona la magia…, en el campo del agujero, en esa posada que se encuentra en la calle Borough.
—No me complace demasiado la idea de cruzar el hielo con él enterado de que le perseguimos —dijo uno de los miembros del grupo, de cabello rizado y gran estatura—. Si consigue pillarnos ahí…
—Esto no representaría necesariamente nuestro final —dijo Burghard, que encabezaba la marcha—. No debéis confiar hasta tal punto en vuestra armadura; por el momento nos limitaremos a efectuar un reconocimiento y no haremos nada que sea demasiado arriesgado.
Volvieron a toda prisa hacia las escalinatas que había bajo la calle Támesis. Una vez en lo alto de ellas, inclinándose por encima de la barandilla, escrutaron la helada extensión del río, sobre la que se veían las tiendas y antorchas de la feria invernal.
—Hay demasiada gente para distinguirle —gruñó Longwell.
—Quizá —murmuró Burghard, que había sacado su telescopio y estaba barriendo lentamente el paisaje con él—. Ya les veo —dijo unos segundos después—. Están cruzando en línea recta, ni se toman la molestia de esconderse… ¡ja, tendríais que haber visto los saltos que dan algunos al verles! —Se volvió hacia la imponente silueta de Doyle—. ¿Será mucho más poderoso cuando llegue a esa posada?
—No estoy muy seguro del voltaje exacto —dijo Doyle—, pero podríamos decir que será bastante grande. Debe de tener algo muy urgente que cumplir para no haber ido a la posada en primer lugar.
—Entonces, me temo que no queda más remedio que pisarles los talones —dijo Burghard con cierta reluctancia, empezando a bajar por la escalera—. Seguidme lo más rápido que podáis…, tenemos que recuperar mucho terreno perdido.
Las sandalias de madera japonesas repiqueteaban sobre los adoquines cubiertos de escarcha al acercarse furtivamente otro grupo de hombres por la esquina de Gracechurch, que daba a la calle Támesis; su jefe, el que llevaba un calzado tan peculiar, observó durante unos instantes la calle desierta y luego siguió avanzando con paso decidido.
—Un segundo, alquimista —dijo uno de los miembros de su grupo—. No pienso ir más lejos sin algún tipo de explicación. Lo que oímos eran disparos, ¿no?
—Sí —dijo el jefe con impaciencia—. Pero no iban dirigidos a nosotros.
—Pero ¿a qué iban dirigidos? Me pareció que ese alarido no salía de ninguna garganta humana. —El viento agitaba los largos rizos marrones de su cabellera sobre su rostro petulante y algo entrado en carnes. Con un gesto decidido, el hombre se caló más firmemente el sombrero—. Yo estoy al mando, aunque no haya sido sancionado oficialmente, al igual que mi padre lo estuvo en Francia, y digo que sólo necesitamos lo que está dentro de esa caja… y no consejo alguno de otro maldito hechicero.
Amenofis Fikee retrocedió sobre sus pasos hasta encararse con el hombre, dominándole gracias a la ventaja que le daban sus sandalias con suela de madera.
—Escúchame, payaso presumido —siseó—. Si tu maldito trasero va a posarse alguna vez sobre el trono, será gracias a mis esfuerzos y a pesar de los tuyos. ¿O te imaginas acaso que ese estúpido intento de asesinato planeado por Russell, Sidney y tú mismo el año pasado fue inteligente? ¡Ja! ¡Niños estúpidos que intentan alcanzar un pastel a través del cristal de la tienda! Me necesitáis tanto como a mi magia y, además de eso, os hará falta una ración de suerte condenadamente grande para no terminar con la cabeza en el patíbulo… ¡y no digamos para llegar al trono! Y el hombre que entró en contacto conmigo esta noche, y que me saludó a través de la vela con las viejas contraseñas, tenía un poder mágico como no he visto en ningún hechicero desde…, bueno, desde hace mucho tiempo. Tú estabas ahí y lo viste…, ni me hizo falta encender la vela para recibirle…, ¡la vela se encendió por sí sola! Ahora tiene problemas, muy probablemente con esa preciosa Hermandad de Anteo creada por Jaime, y quiere llegar hasta una de esas inexplicables burbujas de indulgencia de las cuales ya te he hablado, esos lugares en donde la brujería es más libre de obrar… Por lo tanto, vamos allí para reunirnos con él. ¿O quizá prefieres volver a Holanda para correr tras la corona con tus propios medios y sin mi ayuda? —El duque de Monmouth no parecía del todo conforme y Fikee agitó ante él la cajita negra—. ¿Y sin mi falso certificado de matrimonio, que no puede distinguirse por medio alguno de otro auténtico?
Monmouth seguía con el ceño fruncido, pero acabó encogiéndose de hombros.
—Muy bien, brujo. Pero movámonos, antes de que tu maldita helada nos acabe dejando tiesos.
El grupo de siluetas reanudó la marcha hacia el puente.
El bote seguía navegando mal que bien y sus marineros, medio borrachos, agitaban sus antorchas siguiendo aproximadamente el compás de su canción, pero el timonel había subestimado el viento y, de pronto, la vela se hinchó con un seco chasquido; al intentar compensarlo, el timonel viró demasiado y la vela, perdido el viento, quedó totalmente fláccida. El bote se fue deteniendo y los rostros grotescos pintados en las grandes ruedas de madera se fueron haciendo cada vez más claros, a medida que las ruedas giraban con mayor lentitud sobre los ejes de madera montados en un gran armazón; finalmente el bote quedó inmóvil en mitad del hielo y unos instantes después empezó a balancearse, indeciso, a merced de las ráfagas ocasionales, que amenazaban con hacerle retroceder.
Burghard, que había dirigido a Doyle y a los otros diez miembros de la Hermandad de Anteo en una larga carrera sobre el hielo, aprovechando la protección que les ofrecía el bote, fue directamente hacia él y, agarrándose a la borda, dio un salto y cayó sobre la cubierta. Los marineros borrachos, ya enfadados al haber perdido el viento, se volvieron con expresiones iracundas hacia ese delgado y poco imponente intruso, pero retrocedieron, más bien confusos, cuando la corpulenta silueta de Doyle apareció por encima de la borda en un remolino de melenas, barba y capa.
—Tomamos el mando de esta nave —gritó Doyle conteniendo a duras penas la risa, pues acababa de recordar que había leído el relato de esta aventura hacía sólo unas horas—. Burghard, ¿cómo se pone en marcha esta cosa?
—Stowell —gritó Burghard por encima de la borda—, aparta las ruedas traseras todo lo que puedas y haz que suban todos. La gente está acostumbrada a ver el bote yendo y viniendo por el río; nuestro hombre no se dará cuenta de que le seguimos.
—Pero el bote es mío, amigo… —protestó un hombre regordete instalado junto a la popa, intentando ponerse en pie mientras que el timonel avanzaba hacia los intrusos.
Burghard le enseñó unas cuantas monedas.
—Tomad. No pensamos dañarlo y lo dejaremos en la orilla sur. Oh, además… —Contó unas cuantas monedas aparte de las primeras—. Esto es vuestro si podéis dejarnos las máscaras y las antorchas.
El propietario del bote sopesó las monedas, tomando también en consideración el decidido aspecto de los intrusos y acabó encogiéndose de hombros.
—Abandonad el bote, chicos —les dijo a sus compañeros—. Y dejad las máscaras y las antorchas… Tenemos lo suficiente para un barril entero de jerez.
Los expulsados marineros fueron desfilando por la borda con expresión alegre y saltaron al hielo; cuando el último hombre de Burghard estuvo a bordo, una ráfaga de viento hinchó la vela y el bote se puso de nuevo en marcha.
Burghard, con una máscara azul y roja que parecía un tucán, se encargó del timón y dirigió cautelosamente el bote para que siguiera a Romany, pero sin alcanzarle. Ya habían cubierto casi todo el camino, y se encontraban a unos treinta metros de las escalinatas de Jeter Lane, cuando la oscilante silueta de Romany se volvió hacia ellos por tercera vez y se paró de golpe con un respingo, consciente al fin de que le estaban siguiendo.
—¡Nos ha visto! —gritó Doyle, pero Burghard ya había girado todo el timón a la izquierda y el bote osciló, inclinándose peligrosamente a babor mientras las dos ruedas de ese lado hacían saltar un diluvio de fragmentos de hielo, para acabar enderezándose con un golpe seco y virando a estribor; ahora la proa ya no encaraba las escalinatas sino un gran atracadero.
Doyle se puso en pie y desenvainó su espada para arrojarla bien lejos un segundo después, pues en lugar de espada tenía entre los dedos una gran serpiente, que arqueaba el cuello dispuesta a morderle. Un segundo más y su daga empezó a removerse en su vaina y le hicieron falta las dos manos para contenerla. Sus ropas ondulaban en un enloquecido movimiento peristáltico y su máscara aleteaba golpeándole el rostro, mientras que la mismísima cubierta del bote oscilaba bajo sus pies como los flancos de un inmenso animal que respirase agitadamente. A pesar de su pánico, Doyle comprendió que se encontraba justo en el foco de algún hechizo increíblemente fuerte y, utilizando un aparejo como trampolín, se lanzó por encima de la borda, aterrizando sobre el hielo con las manos extendidas y dando una voltereta. El impulso le hizo rodar un par de metros y luego resbaló durante uno o dos segundos, mientras el bote se estrellaba contra el muelle; el casco se partió con un golpe ensordecedor y tanto el mástil como los miembros de la Hermandad de Anteo salieron disparados en todas direcciones, como los bolos después de un buen tanto.
Doyle se incorporó, arrancándose su todavía palpitante máscara de gato y tras lanzarla tan lejos como pudo, se dio cuenta de que su daga, que el golpe había hecho caer de su vaina, se le acercaba reptando sobre el hielo como un enorme gusano. La apartó de una patada… y un segundo después sintió caer sobre él un aturdimiento casi paralizador pues, aunque el impacto la había lanzado bien lejos, haciéndola rebotar sobre el hielo con la flexibilidad de un tubo de goma, cada vez que daba en el hielo tintineaba.
Burghard se había puesto en pie un instante después de caer sobre el hielo y, aunque su rostro estaba retorcido en una mueca de dolor, logró musitar un «¡A la orilla!» lo bastante fuerte como para que le oyera Doyle, mientras se ponía en marcha hacia allí, cojeando.
En el bote empezaban a verse brillantes lenguas de fuego. Una de sus ruedas, arrancada del eje, giraba lentamente en círculos sobre el hielo, abriendo y cerrando espasmódicamente su boca pintada, mientras que sus ojos relucían con un brillo maligno; cuando las llamas se abrieron paso hasta los bordes de la vela, el rostro pintado en ella puso los ojos en blanco y la lona se arrugó ferozmente, como si esos labios pintados murmuraran palabras ininteligibles.
Stowell, con el rostro enrojecido mientras luchaba con su bufanda para que no le estrangulara, tropezó con Doyle en el camino hacia el atracadero y Doyle, con un esfuerzo de voluntad, tragó aire y le siguió. Algo empezaba a cambiar en la atmósfera; el aire tenía un sabor horrible y a Doyle le ardían los ojos y la nariz con cada bocanada. Empezaban a dolerle los pulmones y sentía cómo se iba quedando sin fuerzas.
Ante la escalera, que llevaba a la orilla, había ahora un montón de trozos de madera que se retorcían y bailaban, intentando golpear las rodillas de quien se acercaba a la escalera, o metiéndose bajo sus pies para hacerle tropezar; un hombre había caído ya, y estuvo a punto de morir bajo los golpes antes de que Burghard lograra alejarle del peligro. Viendo eso, Doyle se limitó a coger al aún aturdido Stowell por el cuello y su cintura y, tras balancearse dos veces para conseguir un impulso inicial, usó hasta el último gramo de fuerza que le restaba para lanzarle hacia arriba; después de ese increíble esfuerzo, Doyle cayó de rodillas y, con ojos cada vez más nublados, vio cómo Stowell surcaba los aires agitando salvajemente los brazos y las piernas y caía sin apenas hacer ruido, sobre la superficie del atracadero.
El aire parecía quemar, y en él había un opresivo olor a cloro y azufre. Doyle supo que, incluso si los pedazos de madera se apartaran a un lado, no tendría fuerza suficiente para arrastrarse sobre los peldaños y subir por ellos. Rodó sobre sí mismo hasta quedar de espaldas y, sin el menor interés, vio cómo Stowell se recortaba claramente sobre el atracadero con el rostro iluminado por las llamas, cada vez más altas, y golpeaba con su espada hacia abajo. Doyle sintió una cierta envidia al comprobar que la espada de Stowell era sólida y recta, mientras que la suya se había convertido en una anguila saltarina. Luego dejó de pensar, tanto en espadas como en cualquier otra cosa.
Burghard, que aún se mantenía en pie, se internó por entre los trozos de madera y, mientras le golpeaban ferozmente en las rodillas y giraban en el aire para darle en la ingle o en el vientre, a punto de hacerle caer, extendió desesperadamente la mano hacia lo alto y sus dedos se cerraron sobre el filo de la espada que Stowell sostenía.
Sin perder ni un segundo los trozos de madera se apartaron de él, repiqueteando locamente como si estuvieran disgustados.
Burghard se puso en pie, evitando que la mano herida por la espada soportara el peso de su cuerpo, y temblando tragó una honda bocanada de aire.
—¡A mí, Anteanos! —logró gritar.
Longwell se arrastró hacia adelante, protegiéndose con una mano de los salvajes golpes que le propinaban los trozos de madera; con la otra mano, logró aferrar la cadena que sobresalía por la bota de Burghard.
Y los pedazos de madera se apartaron de él.
Uno a uno, tres hombres más lograron unirse a la cadena humana. Los burlados trozos de madera, reforzados a cada segundo que pasaba por nuevos contingentes (algunos, en llamas, procedentes, del bote incendiado), se apartaron de ellos para dirigirse hacia Doyle, que seguía sin haberse unido a la cadena. Los trozos más pequeños avanzaban más de prisa y ya habían empezado a golpearle el rostro.
—¡Qué uno de vosotros le coja, rápido! —gritó Burghard.
El hombre que estaba al final de la cadena se tensó al máximo, pero no lograba llegar hasta Doyle. Miró hacia atrás y vio que unos enormes tablones, capaces de aplastar cráneos con un solo golpe, estaban apenas a unos metros de distancia, acercándose a toda velocidad; lanzando una áspera maldición, sacó su daga y utilizó la punta para clavarla en la bota de Doyle y arrastrarlo hacia él por encima del hielo.
Doyle sintió que el calor subía por su pie e iba aflojando sus músculos casi petrificados, llegaba por fin a su cabeza y expulsaba de ella a las incontables visiones de enormes cristales, cada vez más abundantes, que habían acaparado la escasa atención que aún estaba en condiciones de prestar al mundo exterior. Logró sentarse en el hielo y, a medida que su conciencia despertaba, se fijó en la daga que le atravesaba el pie y luego en el remolino de madera y tablones que se alejaba de él para ensañarse con dos siluetas inmóviles, que estaban demasiado lejos como para ser incluidas en la cadena formada por los Hermanos de Anteo.
—¡Tú, el de la barba! —estaba gritando Burghard—. ¡No muevas el pie hasta que hayas logrado coger a Friedeman de la mano!
Doyle asintió y, centímetro a centímetro, fue acercándose al hombre de la daga.
—No te preocupes —le gritó a Burghard—, no pienso romper la conexión.
Llegó hasta Friedeman; le cogió de la mano y, unos instantes después, Friedeman aflojó su daga, liberando el pie de Doyle. Volvió a enfundarla y se volvió hacia atrás, para darle la mano al hombre que le había estado cogiendo por la cadena de la bota.
—Arriba —dijo por fin Burghard y los cinco hombres se levantaron algo temblorosos.
Doyle tenía la sensación de que la daga seguía clavada en su pie y cuando la hilera de hombres empezó a subir, cojeando y tambaleándose, por la escalera que llevaba al atracadero, miró hacia atrás y vio que estaba dejando sobre el hielo unas manchas oscuras de las que salía vapor y que, allí donde la daga había penetrado en su pie, se distinguía una zona más negra debido a la sangre congelada.
—Agarraos al que tengáis delante y subid utilizando sólo los pies —gritó Burghard, que ya se encontraba en el atracadero con el rostro visiblemente pálido, pese a la escasa iluminación anaranjada del incendio—. Os iremos ayudando a subir.
Unos dos minutos después, Doyle y cinco miembros de la Hermandad de Anteo estaban sentados o se tambaleaban sobre el atracadero, recuperando el aliento y aprovechando al máximo el calor que se desprendía del bote incendiado, dejando que una tranquilizadora vitalidad fluyera por sus cadenas hasta desparramarse en sus cuerpos, igual que lo haría una buena ración de coñac.
—Ha… ha seguido avanzando después de habernos atacado —jadeó Burghard, mientras se anudaba un pañuelo alrededor de su mano herida—. Tuvimos suerte de que… no calculara bien el tiempo que tenía, y se limitara a lanzar sobre nosotros el hechizo de la Animación Maligna, uno de los más rápidos que posee. Si se hubiera tomado el tiempo necesario para entonar el hechizo del Aire Letal…
Un hombre se les acercaba corriendo por encima del hielo.
—¡Hijos de puta! —gritó el rechoncho propietario del bote incendiado, señalando expresivamente su infortunada embarcación—. ¡Os veré a todos encadenados ante los jueces!
Burghard rebuscó torpemente en un bolsillo con su mano sana, acabó sacando de él una faltriquera y se la arrojó.
—Con nuestras disculpas —gritó, mientras el hombre la agarraba al vuelo—. Ahí tenéis bastante para un bote nuevo y para que viváis hasta encontrarlo.
—Hemos perdido a seis hombres —dijo en voz baja unos instantes después, volviéndose hacia Doyle y los demás—. Y algunos habéis sufrido heridas que necesitan ser atendidas de inmediato…, pienso por ejemplo en vuestro pie, caballero…, y nuestra segunda protección por orden de importancia, el dinero, se ha terminado. No creo que fuera ninguna cobardía, dada la situación, volver a nuestra sede y… recuperarnos un poco, comer y dormir unas cuantas horas. Siempre podemos reanudar la persecución por la mañana y…
Doyle, que se había quitado la bota y estaba anudando sobre su pie un trozo de bufanda mojado en coñac, volvió a ponérsela y, rechinando los dientes para controlar el dolor, miró a Burghard.
—Tengo que continuar —dijo roncamente—, si es que pienso volver alguna vez a mi casa. Pero estáis en lo cierto, Burghard. Vuestra gente ha hecho más…, mucho más de lo que tenía derecho a pediros. Y lamento terriblemente la pérdida de vuestros seis hombres.
Se puso en pie, agradeciendo por una vez el intenso frío de ese invierno, que actuaba como un anestésico sobre su pie herido.
Longwell meneó la cabeza con expresión disgustada.
—No —dijo—. Cuando estábamos en la orilla norte del río habría estado más que contento de abandonar la cacería y volver a nuestra cena. Pero ahora, con McHugh, Kickham y los demás muertos…, sería incapaz de paladear el oporto sabiendo que su asesino continúa en libertad… y, probablemente, vanagloriándose de su hazaña.
—Cierto —dijo Stowell, que aún no estaba muy seguro de su bufanda y no dejaba de tocarla cautelosamente—. Cuando le hayamos enviado al infierno tendremos tiempo más que suficiente para comer y beber.
El rostro de Burghard, que a la luz anaranjada del fuego parecía tan áspero como un trozo de madera arrojado a la playa por la marea, se hendió en una feroz sonrisa.
—Así sea. Y, caballero —añadió volviéndose hacia Doyle—, no deseo que os apenéis o que os enorgullezcáis pensando que esos hombres murieron por ayudaros. Se nos paga para esto, y lo considerable del peligro es la razón de que nuestra paga sea igualmente considerable. Y si no hubierais logrado hacer que Stowell pisara el suelo, todos estaríamos muertos en el hielo. ¿Podéis caminar?
—Caminaré.
—Muy bien. —Burghard se dirigió hacia el final del atracadero—. ¿Os ha parecido adecuada la paga? —le gritó al propietario del bote, que estaba sentado en el hielo viendo cómo ardía.
—Oh, cierto, cierto —asintió el hombrecillo, saludándole con la mano—. Os aseguro que siempre que os plazca podéis tomar prestado mi bote.
—Al menos alguien ha salido beneficiado de esta noche —murmuró Burghard con amargura.
El bote, convertido ya en un infierno, se fue inclinando lentamente a través del hielo fundido por las llamas, y por entre las nubes del humo y vapor, antes de alejarse, Doyle vio cómo los maderos de la armazón iban cayendo uno a uno, igual que los dedos de una mano al contar.
El posadero frunció el ceño algo disgustado cuando Doyle, agachándose para no tropezar con el dintel, entró en la sala, y luego su gesto de disgusto se convirtió en sorpresa al ver a Burghard y a los demás.
—Owen, ¿este hombre va con vosotros? —preguntó el posadero, no muy convencido.
—Sí, Boaz —le respondió secamente Burghard, y la Hermandad pagará todos los daños que pueda haber causado. ¿Has visto un…?
—El hombre que cayó conmigo encima de las mesas —le interrumpió Doyle—. ¿Dónde está?
—¿Ése? Maldición, claro que sí, él…
La casa tembló de repente, como si un órgano de increíble poder empezara a emitir notas demasiado graves para la escala auditiva del ser humano, y unos instantes después se pudo oír un canturreo agudo, que parecía llegar de muy lejos. La cadena que rodeaba el tobillo de Doyle empezó a vibrar débilmente. Doyle sintió un repentino escozor en el pie.
—¿Dónde está? —gritó Burghard.
Y, de pronto, ocurrieron muchas cosas a la vez. Las velas, que ardían en los candelabros de madera, explotaron en increíbles destellos como si se hubieran convertido en fuegos artificiales, lanzando hacia el techo chorros de ascuas violáceas y emitiendo una espesa humareda, increíblemente apestosa. Las mesas se hicieron pedazos con un gran estruendo, arrojando en todas direcciones alimentos, cubertería y platos; mientras Doyle contemplaba asombrado el repentino pandemonio, se dio cuenta de que sobre la cabeza de Boaz, el posadero, se había materializado de pronto una especie de embudo blanquecino que recordaba a un tornado. Doyle se volvió hacia los comensales, que habían caído al suelo ante la súbita destrucción de bancos y mesas, y vio sobre cada una de sus cabezas un embudo similar, que se retorcía aumentando de tamaño a cada segundo que pasaba. Sintiendo un repentino terror alzó la mirada, pero sobre su cabeza no vio retorcerse ninguna larva ectoplásmica y, como comprobó un segundo después, tampoco las había sobre las cabezas de sus compañeros.
«Deben de ser las cadenas —pensó—. Ellas nos protegen de este blasfemo Pentecostés…». Miró hacia abajo y vio que de su cadena salía un diluvio de chispas doradas; las cadenas de sus compañeros, de modo similar, parecían haberse convertido también en bengalas.
Las mesas, que se habían hecho pedazos, se agitaron velozmente y adoptaron formas vagamente antropoides; en sus rugosas superficies se veían las astillas, que seguían removiéndose como limaduras de hierro sometidas a un poderoso imán, y unos segundos después empezaron a moverse por la estancia invadida por la humareda purpúrea, golpeando con sus miembros de madera los muros y a todo aquél que se pusiera a su alcance y llegando a lanzarse unas contra otras, como animales enloquecidos.
—¡Círculo! —gritó Burghard.
Doyle se encontró metido de un empujón entre Longwell y Stowell al moverse rápidamente los miembros de la Hermandad de Anteo para formar un anillo. Todos habían sacado sus dagas y espadas y, aunque Doyle no creía demasiado en que armas tan mundanas pudieran hacer daño a semejantes adversarios, se inclinó rápidamente hacia el suelo para cogerle la espada a un comensal que yacía inconsciente a su lado.
Los embudos blancos se estaban haciendo cada vez más largos y llegaban prácticamente al techo, donde empezó a formarse una nube de materia blanquecina. Las diez o doce personas, que estaban unidas a la nube por los embudos, habían dejado de moverse, ya estuvieran de pie, sentadas o caídas por el suelo, pero, como obedeciendo a una señal invisible, de pronto todos alzaron la mirada, vacua e inexpresiva, hacia el círculo de hombres armados que había ante la puerta principal. Y las criaturas de madera se detuvieron, como escuchando algo, y luego, decididamente, se volvieron hacia la Hermandad y avanzaron lenta y cautelosamente en su dirección.
Una de las criaturas, la más adelantada, se detuvo ante Burghard y alzó su brazo, compuesto por la pata de una mesa, dispuesto a dar con él un golpe demoledor, pero antes de que pudiera hacerlo, Burghard hundió su espada en el hombro de la criatura y el bloque de madera, que hasta entonces había sido su brazo, dejó de estar unido al pecho, formado por la superficie de la mesa, y cayó al suelo con un golpe sordo.
Sin pensarlo conscientemente, Doyle dio un salto, que finalizó con su espada en el vientre de otra criatura y con lágrimas en sus ojos, a causa del dolor que el movimiento le había causado en el pie herido; la criatura cayó al suelo convertida en un informe montón de madera y tablones.
En el combate que siguió, resultó que ése era el mejor modo de atacar a las criaturas; y aunque Stowell quedó inconsciente al recibir un golpe, y el brazo de Doyle quedó prácticamente paralizado al encajar un respetable impacto en el hombro, en un par de minutos de saltos, estocadas y fintas todas las criaturas quedaron nuevamente reducidas a madera inerte con la única excepción de la última de ellas que, al encontrarse sola ante cuatro espadas, salió corriendo por la puerta en una más que notable exhibición de humanidad.
Aunque el diluvio de fuegos artificiales había hecho nacer uno o dos pequeños incendios, los candelabros habían vuelto a su intensidad normal y la acre humareda anterior se había disipado casi por completo.
—Debe de estar muy cerca —jadeó Burghard—. Probemos en la cocina… y nada de separarse.
Dio un paso en dirección a la cocina.
—Esperad —le replicó súbitamente un coro de voces inexpresivas, seguido por un ruido de pies en movimiento y cuerpos que avanzaban rígidamente.
Boaz y una docena de sus infortunados clientes se habían incorporado bruscamente, como títeres manejados por el cordón umbilical de ectoplasma que tenían unido a la cabeza. Varios llevaban dagas y espadas y el resto, incluyendo un par de respetables matronas, se habían armado con grandes trozos de madera a guisa de garrotes.
Doyle alzó la vista hacia la intersección de los embudos blanquecinos y vio que la masa del techo se había convertido en un gigantesco rostro sin ojos, y que todos los tentáculos salían de su fláccida bocaza.
—Doyle —dijeron los muñecos al unísono—, reúne a los restos de tu grupo e intenta buscar un camino de retirada tan oculto que mi ira sea incapaz de seguirte por él.
—Está bien, Burghard —dijo Doyle, intentando que la histeria no convirtiera su voz en un agudo graznido—, un hechicero con prisas iría hacia la cocina; el sitio perfecto donde puede encontrar esperándolo fuego, agua hirviendo y todo lo que necesite.
Doyle, Burghard, Longwell y el otro miembro del grupo que aún se tenía en pie, un tipo bajito pero muy corpulento, se movieron tan rápido como les fue posible hacia la cocina, pero el posadero y sus clientes se interpusieron con igual rapidez en su camino.
Doyle se agachó, esquivando el golpe de una matrona, y logró arrancarle el tablón que blandía con un golpe de su espada, un segundo antes de parar una estocada que iba directa a su pecho. Su cuerpo se movió automáticamente hacia adelante para responder, y sólo en la última fracción de segundo le fue posible dominar el reflejo para hacer girar su espada levemente y hundir la guarda del arma y no su mortífera punta en el vientre del títere humano que le atacaba.
Mientras, la matrona se había colocado a su espalda y su puño se estrelló ferozmente en los riñones de Doyle. Con un rugido de dolor éste se volvió en redondo y la derribó de una patada; mientras caía hizo girar su espada en un arco horizontal que cercenó la blanca serpiente unida a su cabeza; los dos extremos del tentáculo ectoplásmico se encogieron al unísono, y el más largo de los dos azotó un par de veces el techo antes de ser engullido, como un repugnante espagueti, en la enorme boca, que ahora estaba sonriendo. La matrona, tendida en el suelo, empezó a roncar.
Aunque en su ataque no había nada de torpeza o lentitud, los muñecos humanos murmuraban como sonámbulos; uno de ellos logró acorralar a Doyle en un rincón gracias a una veloz y engañosa serie de estocadas, que Doyle consiguió parar de modo instintivo, agradeciendo muy hondamente que Steerforth Benner hubiera estudiado esgrima.
—… pienso que podría habérmelo preguntado antes de tirarlo —iba diciendo su atacante con voz tranquila mientras tanto, como si estuviera conversando en la mesa—, eso es lo que me molesta, y me parece que si alguno de los dos tiene derecho a mostrarse enfadado…
«Enfadado, dice», pensó Doyle con desesperación, mientras lograba asestar un buen golpe a la elusiva hoja de acero, y la arrancaba de entre los dedos de su absorto atacante.
—… pero si soy yo, querida, el que se queja, después de todo era mi doblete más apreciado y… —prosiguió el hombre sin perder la calma, mientras le asestaba a Doyle una feroz patada, que éste a duras penas logró esquivar de un salto.
Otros dos hombres de plácida expresión se lanzaban contra él, murmurando incesantemente, con las espadas desenvainadas; sin preocuparse del enemigo que pronto tendría a su espalda, Doyle lanzó un golpe hacia el cable blanquecino del hombre que opinaba tener derecho a mostrarse enfadado, pero el golpe no tenía la fuerza necesaria y rebotó en el tentáculo. El hombre lanzó un chillido muy agudo, como el de un conejo herido, y se derrumbó en el suelo. Doyle logró volverse con el tiempo justo para recibir a sus dos nuevos atacantes, cuyas espadas iban dirigidas sin ninguna vacilación a su pecho.
Doyle saltó hacia la derecha y logró detener la hoja del contrincante de ese lado con una quinte algo forzada, y luego se dejó caer hacia adelante, siguiendo el impulso de su salto, hasta quedar agazapado casi tocando el suelo. Se apoyó con los dedos de la mano derecha y permitió que su espada rebotara en los tablones, todavía impulsada por el golpe anterior, quedando con la punta hacia arriba. Un segundo después su adversario se precipitó sobre ella, mientras la punta de su espada atravesaba el aire donde unos instantes antes se había encontrado el pecho de Doyle.
El primer hombre ya se había recobrado y, retrocediendo un paso, lanzó una estocada dirigida al rostro de Doyle («si esa maldita gata no puede decidir si quiere estar dentro de la casa», estaba diciendo en voz baja), pero Doyle movió su espada hacia adelante con toda la fuerza de que fue capaz, con lo que su agonizante adversario salió despedido («o fuera de ella», iba diciendo el hombre), y la estocada, que tenía por meta el rostro de Doyle, se enterró en su espalda.
«Maldito seas, Romany —pensó Doyle, sintiendo que su frío temor estaba empezando a convertirse en una rabia explosiva— has logrado que mate a uno de ellos».
Golpeó de plano con su espada la sien del hombre, que seguía expresando sus deseos de que la gata se decidiera por fin, y mientras éste caía Doyle cogió una lamparilla de aceite apagada, que estaba en el suelo, y la arrojó, como si fuera un balón de fútbol, a través del comedor iluminado por las llamas hacia la puerta de la cocina. Al estrellarse contra ella y hacerse pedazos, el impacto abrió la puerta y Doyle fue hacia la hoguera más cercana, que estaba lamiendo una pared y empezaba a subir ya por el techo, cogió un madero encendido por un extremo y lo lanzó como una jabalina dentro de la cocina.
Oyó el impacto de la madera en las losas del suelo, y empezaba a pensar que había fracasado cuando se oyó un ruido ensordecedor en la cocina, acompañado de un relámpago anaranjado, y todos los muñecos gritaron al unísono, igual que una docena de radios sintonizadas con la misma emisora. Luego dejaron caer sus armas, miraron a su alrededor con gesto horrorizado y todos, salvo Boaz el posadero, salieron disparados hacia la puerta.
Los tentáculos ectoplásmicos colgaban ahora totalmente inertes, sin nada a qué agarrarse, y un instante después el enorme rostro del techo se apartó con un ruido semejante al de una ventosa, y se desplomó por el aire cargado de humo y hollín hasta estrellarse en el suelo con un repugnante chapoteo. Doyle saltó por encima de él y corrió hacia la cocina incendiada, seguido por Burghard y por un Longwell que cojeaba lanzando maldiciones. Boaz corrió hacia un estante de vasos y lo barrió con la mano, estrellándolos en el suelo. Cogió un bulto envuelto en tela, que había estado en el estante, oculto por los vasos y, deshaciendo los nudos con dedos temblorosos, corrió tras Doyle y los otros dos.
Doyle cruzó de un salto el umbral de la cocina, haciendo girar su espada ante él en un frenético molinete…, pero el doctor Romany no estaba allí. Doyle patinó medio metro sobre el suelo y miró a su alrededor, con cautela primero y con asombro después, ya que, pese a la humareda y al aceite ardiendo que dificultaban la visibilidad, no resultaba demasiado complicado darse cuenta de que los estantes, los bancos, las mesas e incluso la chimenea de ladrillo, habían sido deformados y arrastrados hacia el centro de la estancia, como si no fueran más que siluetas pintadas en un lienzo de goma, al cual se le había dado un tirón en el centro.
Burghard tropezó con Doyle y unos instantes después, Longwell y el enfurecido posadero, que blandía el pistolón envuelto antes en el trapo, tropezaron con Burghard. Boaz dejó caer el arma y ésta hizo un leve ruido al estrellarse en el suelo cubierto de agua y aceite.
—Guerlay está muerto —jadeó Burghard—. Quiero a ese doctor Romany.
El posadero había recobrado su arma y ahora estaba agitando en todas direcciones el cañón, cubierto de barrillo, exigiendo saber si el duque de York le compensaría por la destrucción de su establecimiento.
—Cierto que lo hará, maldita sea —le replicó secamente Burghard—, y te comprará uno nuevo donde más te plazca. Dame eso antes de que mates a uno de nosotros —añadió, arrebatándole el pistolón—. ¿Adónde lleva esa puerta?
—Un vestíbulo —respondió Boaz de mala gana—. Por la derecha se va a las habitaciones y por la izquierda, a los establos que están detrás.
—Muy bien, empecemos a ver si…
De pronto, los fuegos empezaron a brillar más fuertemente y, en lugar de llamas, la estancia quedó iluminada por una especie de radiación, cuya gama de colores subía rápidamente desde el amarillo anaranjado hasta el blanco; y por segunda vez durante esa noche, Doyle se encontró respirando una atmósfera en la que apenas si quedaba oxígeno.
—¡Lo está haciendo desde fuera! —logró gritar Burghard—. ¡Corred!
Burghard y Longwell salieron tambaleándose al vestíbulo. Doyle se dispuso a seguirles; entonces se acordó del inconsciente Stowell y entró corriendo en el comedor, que también ardía a un ritmo igualmente acelerado.
Stowell había logrado sentarse y pestañeaba contemplando el resplandor blanquecino del incendio. Doyle fue hacia él, le puso en pie de un tirón y le empujó hacia la puerta principal, que seguía abierta.
Stowell, sin embargo, tropezó y, de ese modo, perdió justamente el tiempo necesario para que el dintel de la puerta cediera y media tonelada de escombros y maderos ardiendo se derrumbaran entre un diluvio de ascuas sobre el umbral.
—¡Es inútil! —gritó Doyle—. ¡A la cocina! —Agarró a Stowell por el hombro y le llevó, prácticamente a rastras—. Ten cuidado, eso se ha convertido en un horno —le advirtió, preparándose a entrar otra vez en la cocina, que parecía a punto de fundirse; y un segundo después los dos avanzaron a ciegas, dando tropezones y apagando a golpes las ascuas que intentaban prender en sus ropas y en la barba de Doyle, hasta encontrarse por fin en la relativa frescura del vestíbulo—. Tendría que haber una puerta por aquí —graznó Doyle. Y entonces se dio cuenta de que toda el ala izquierda del vestíbulo se había derrumbado en un montón de cascotes humeantes—. ¡Jesús! —murmuró con desesperación.
—¡Eh!
Doyle se volvió en la dirección de la que había llegado el sonido y no se sorprendió demasiado, tal como estaban ya las cosas, al ver la cabeza del posadero que le contemplaba, aparentemente posada en el suelo. Le hicieron falta un par de segundos para comprender que Boaz estaba metido en un agujero por el que sólo asomaba su cabeza.
—¡Venid, idiotas! —gritó el posadero—. ¡Al sótano! Está conectado a una alcantarilla de la calle contigua, aunque no se me ocurre ninguna buena razón por la que deba salvar a dos bastardos de esa maldita Hermandad de Anteo…
Doyle logró salir de su estupor y, empujando a un medio inconsciente Stowell ante él, corrió hacia la trampilla. Boaz bajaba ya por la escalera y, con gestos impacientes, se encargó de ir guiando los pies de Stowell en cada peldaño, seguido muy de cerca por Doyle, que cerró la trampilla antes de empezar a descender. Un instante después los tres se encontraron en un suelo de piedra, contemplando los toneles y las cajas, que apenas eran visibles a la débil luminosidad que irradiaban dos cadenas unidas a dos botas.
—Tenía un montón de vino francés —dijo el posadero lacónicamente, señalando hacia unos estantes, y suspiró—: Venid por aquí, más allá de las cebollas.
Cuando salieron del sótano y empezaron a caminar por un angosto corredor tallado en piedra, Doyle, hablando instintivamente en susurros, le preguntó:
—¿Por qué este pasadizo secreto?
—No importa…, oh, qué diablos. Más allá, la cloaca se hace lo bastante ancha para que pueda pasar un bote de remos desde el río. A veces, no resulta prudente molestar a los aduaneros cuando te llega un envío susceptible de tasas… y de vez en cuando hay algún cliente que desea salir de la posada, pero no quiere hacerlo por ninguna puerta visible.
«Bueno —pensó Doyle—, voy a cruzar otra puerta invisible».
Cuando llevaban recorridos unos cuarenta pasos por el túnel, las cadenas de sus botas dejaron de relucir.
—Hemos salido de la esfera mágica —musitó Stowell.
—Seguro que esas malditas cadenas fueron las causantes de que se incendiara mi posada —gruñó Boaz—. Pero ya hemos llegado…, se puede ver la luz de la luna a través de la reja.
El suelo del túnel subía de nivel al llegar a la reja que cerraba la cloaca. Doyle, flexionando las rodillas, colocó sus hombros contra las barras de hierro. Miró de soslayo a Boaz y le sonrió.
—Esperemos que sea mejor rompiendo cloacas que aplastando jarras de cerveza.
Y después su rostro perdió toda expresión mientras empezaba a reunir hasta su último gramo de energía para levantarse.
«A decir verdad —pensaba el duque de Monmouth, temblando de frío mientras se acercaba un poco más al bienvenido incendio de la posada—, no me hacen falta estos hechiceros… y tampoco tu maldito certificado de matrimonio falso. Ya le he dicho a Fikee que tengo todas las razones del mundo para creer que mi madre estaba realmente casada con el rey Carlos, y que eso puede ser documentado por el obispo de Lincoln en Lieja. Entonces, ¿por qué no intenta hallar el auténtico certificado de matrimonio?».
Frunció los labios y, con cierto dolor, descubrió que se le habían agrietado a causa del frío. Conocía la respuesta a esa pregunta y no le gustaba. Estaba muy claro que Fikee no creía que Monmouth fuera el legítimo sucesor al trono y, por lo tanto, sus esfuerzos no podían ser interpretados como una simple preocupación patriótica.
«Ese brujo escurridizo pretende ganar mis favores y obtener influencia, una vez que me hayan coronado adecuadamente —se dijo—, y me imagino que el más importante de esos favores será lo que lleva años armando jaleo por conseguir: el abandono de todos los intereses británicos en Tánger. ¿Por qué estará tan decidido Fikee a evitar que una potencia europea gane una cabeza de puente en África?», se preguntó Monmouth.
Se volvió hacia la silueta artificialmente aumentada de Fikee, que se encontraba a unos metros de distancia, sosteniendo la cajita negra dentro de la cual había el certificado falso.
—¿A qué estamos esperando, brujo?
—¿Es que no puedes mantenerte callado? —le replicó secamente Fikee, sin apartar los ojos del edificio en llamas. De pronto extendió la mano hacia él, señalando algo—. ¡Allí!
Un hombre ardiendo acababa de aparecer por la esquina de la posada, y a cada paso, o más bien a cada salto, cubría una distancia increíble; en su persecución venían dos hombres que también parecían arder, al menos en parte, ya que junto a sus pies se veía una buena cantidad de pavesas y chispas.
Fikee dio un paso hacia adelante, justo cuando uno de los perseguidores se lanzaba hacia su presa en un salto que hizo tambalearse al hombre que ardía y acabó con sus huesos en un montón de nieve.
«Un rescate muy valeroso —pensó Monmouth—, y digno de un caballero». Pero la segunda silueta se arrastró entonces hasta el primer hombre, que parecía aturdido y aún envuelto en llamas no tan abundantes, y Monmouth dio un respingo de sorpresa al verle desenvainar una daga y golpear con ella el pecho del primer hombre…, pero la daga se rompió y las dos siluetas se enzarzaron en una pelea salvaje.
«Unos pasos más y llegaré a ellos —pensó Fikee mientras corría torpemente hacia las dos siluetas que se debatían entre la nieve—. Puede que todo esto redunde en nuestro beneficio, pues aunque el hechicero debe de estar sufriendo una terrible agonía al estar tendido en la tierra a la que ha renunciado, al menos sus perseguidores no podrán matarle mediante el fuego o el acero… y tampoco mediante el plomo», añadió mentalmente viendo que el último perseguidor, algo rezagado, extraía de su capa una pistola de gran cañón.
Burghard sabía que un disparo es incapaz de acabar con un hechicero, y especialmente dentro de una esfera mágica, así como tampoco servía de nada la estúpida daga de Longwell, pero había visto cómo el doctor Romany extendía la mano hacia la cadena que Longwell tenía en la bota. Al cerrarse sus dedos sobre los eslabones, se oyó un fuerte siseo y el hechicero lanzó un aullido de dolor, pero logró arrancarla de un tirón. Sólo tenía un instante para distraer al doctor Romany e impedir que hiciera pedazos al ahora indefenso Longwell, y Burghard echó a correr, acercó el cañón del arma a la cara de Romany cuando éste abría la boca para pronunciar algún hechizo devastador… y apretó el gatillo.
El rostro del doctor Romany se desintegró como un castillo de arena al que le dan una patada, y su cuerpo se desplomó sobre la nieve, ahora rociada de sangre.
Tanto Burghard como Amenofis Fikee se quedaron helados, contemplando atónitos la figura convulsa que yacía sobre la nieve. Y en ese instante, el duque de Monmouth, temiendo verse envuelto en algún juicio por asesinato cuando su padre, el rey, le había prohibido pisar nuevamente el país, se dio la vuelta y salió corriendo.
Lentamente, Burghard extendió la mano y, con un golpecito, hizo caer la caja negra de entre los dedos de Fikee.
Cuando Doyle había llegado ya al número veintiocho de la cuenta de treinta segundos, en los cuales había calculado que se le acabarían las fuerzas, la reja de hierro, que se le había estado incrustando en la carne, cedió bruscamente y salió despedida de sus soportes con un chasquido metálico, para caer entre una lluvia de mortero pulverizado sobre los adoquines de la calle que había encima de ellos. Doyle se agarró al borde y salió de la cloaca; luego se volvió y, cogiendo al posadero por la muñeca, le ayudó a salir, repitiendo esos mismos gestos con Stowell.
—¿Oíste algún ruido mientras yo intentaba abrir la reja? —le preguntó a Stowell—. Me pareció oír algo.
—Cierto —jadeó Stowell, frotándose el hombro—, un grito y un disparo.
—Volvamos.
Echaron a correr por donde habían venido pero, esta vez en la superficie y tras haber dado unos cuantos pasos, Doyle sintió que la cadena de su tobillo empezaba a calentarse de nuevo. Agotado, desenvainó su espada.
Pero cuando doblaron la esquina del edificio en llamas se encontraron con que la escena parecía haber llegado ya a su desenlace. Burghard y Longwell estaban sentados en mitad de la calle, observando el incendio. Burghard estaba haciendo saltar entre sus dedos una cajita negra, pero la dejó caer sobre los adoquines y se levantó de un salto cuando vio el ennegrecido trío que se le acercaba.
—En el nombre de Dios, ¿cómo habéis conseguido salir de ahí? —exclamó—. Ese hechicero vuestro hizo derrumbarse todas las puertas un segundo después de que escapáramos.
—Por el sótano y la cloaca —gruñó Doyle, oscilando levemente al notar, por fin, hasta qué punto llegaba su inmenso cansancio—. ¿Dónde está Romany?
—Logré matarlo, no sé muy bien cómo —dijo Burghard—. Creo que tenía algunos aliados esperándole ahí delante, pero huyeron cuando le disparé. Le arrastramos al otro lado de la calle hasta sacarle de la burbuja mágica…
—¿Le habéis registrado? —le interrumpió ansiosamente Doyle, preguntándose durante cuánto tiempo podía seguir abierto el agujero, si es que no se había cerrado ya.
—Todo lo que llevaba encima era este papel…
Doyle le quitó de los dedos el pedazo de papel mojado y lleno de manchas oscuras, lo examinó rápidamente y luego alzó la vista.
—¿Adónde llevasteis su cuerpo?
—Ahí, en… —Burghard se volvió extendiendo la mano y sus ojos se desorbitaron por el horror—. ¡Dios mío, se ha ido! Pero si le volé toda la cara…
Doyle se tambaleó, como a punto de caer.
—Debía de estar fingiendo. Creo que no se les puede matar con pistolas.
—Yo también lo creía así —dijo Burghard—, ¡pero vi su cara estallar en mil pedazos cuando le disparé con el arma de Boaz! ¡Maldita sea, no soy ningún petimetre reclamando haber cazado un venado al que no acertó! Longwell, viste cómo…
—Un momento —dijo Doyle—. ¿La pistola que cayó en el barro?
—Cierto, esa misma. Tuve suerte de que no me estallara entre los dedos, tan llena de polvo y tierra estaba…
Doyle movió lentamente la cabeza, pensando que el fango de esa pistola podía realmente haberle causado a Romany una terrible herida que el proyectil habría sido incapaz de provocar. Debía guardar alguna relación con la repugnancia que sentía Romany a tocar el suelo…
Abrió la boca para explicárselo a Burghard, pero en ese instante todas las luces se extinguieron, y Doyle empezó a caer a través del mismísimo suelo, o eso le pareció a él, encontrándose luego en el espacio sin estrellas que había al otro lado del planeta.
Después de haber oído el ruido apagado, Burghard se quedó contemplando, durante unos momentos, el espacio vacío donde había estado Doyle y el montón de ropas sin ocupante, que se agitaban sobre la nieve movidas por el viento. Luego miró a su alrededor.
Longwell fue hacia él mirando a derecha e izquierda.
—¿No se ha oído una especie de pequeña explosión que no venía del incendio? —le preguntó—. ¿Y dónde se ha metido nuestro guía misterioso?
—Evidentemente, en el mismo sitio del que salió —dijo Burghard—, y espero que allí haga más calor. —Contempló a Longwell arqueando una ceja—. ¿Reconociste al hombre que estaba ahí esperando a Romany?
—A decir verdad, Owen, se parecía a Fikee, el jefe de los gitanos.
—¿Hum? Oh, sí, ciertamente, Fikee estaba aquí…, pero yo me refería al otro.
—No, no le vi. ¿Por qué lo preguntas…, quién era?
—Bueno, se parecía a…, pero se supone que está en Holanda. —La sonrisa que dirigió a Longwell era más de cansancio que de alegría—. De todos modos, lo más probable es que nunca lleguemos a saber exactamente lo que ha ocurrido aquí esta noche.
Se agachó y cogió del suelo la cajita de madera negra. Stowell venía hacia ellos, haciendo crujir la nieve bajo sus botas.
—No tendría que haberte dejado ahí, Brian —le dijo Burghard—. Lo siento… y me alegro de que el hombre barbudo volviera a buscarte.
—No te culpo —dijo Stowell—, yo mismo pensé que no había forma humana de rescatarme. —Se frotó los ojos—. Vaya noche… ¿Qué hay en esa caja?
Burghard la arrojó al aire y volvió a cogerla.
—Supongo que más magia.
Luego flexionó el brazo y arrojó la cajita a través de una de las ventanas, para que se perdiera entre las ruinas llameantes.
Cojeando por un callejón, intentando ver algo con el ojo que le quedaba, el doctor Romany lloraba de rabia y frustración. No lograba recordar quién le había herido o por qué, pero sabía que había perdido. Y además estaba el mensaje, un mensaje que debía entregarle a una persona, un mensaje muy urgente…, pero el mensaje parecía haber huido de su cabeza, junto con toda la sangre que había perdido antes de recobrar el conocimiento y arañar la nieve para escribir en ella unos cuantos hechizos básicos que le devolvieran algo de fuerza. Si pudiera pronunciar un hechizo estaría en condiciones de arreglar su rostro destrozado, pero tenía la mandíbula deshecha y los hechizos escritos apenas si bastaban para mantenerle vivo y consciente.
Pero había algo que sí sabía y de lo que se alegraba profundamente: Doyle había muerto. Romany le había logrado atrapar dentro de esa posada, y cuando se había alejado reptando cautelosamente del sitio donde le habían dejado tirado, dándole por muerto, había mirado hacia atrás, con el tiempo justo de ver la posada ardiendo tan intensamente que ahora estaba seguro de que nada podía haber quedado con vida en su interior.
Había perdido todo sentido del equilibrio y le costaba mucho caminar sobre sus zapatos con suelas de resorte.
«Bueno —pensó—, la verdad es que ya estoy algo viejo, y unas cuantas décadas más me permitirán ser tan ligero que, de todos modos, la gravedad apenas si tendrá poder sobre mí; entonces, podré arreglármelas sin estos malditos zapatos. Además, los hechizos escritos me mantendrán con vida hasta que mi rostro cure y pueda hablar otra vez. Con un poco de suerte debería ser capaz de volver al año mil ochocientos diez por el trayecto más largo… vivo. Y cuando llegue por fin ese año —pensó—, buscaré al señor Brendan Doyle. De hecho, creo que mientras tanto compraré el solar donde se encuentra la posada, y en mil ochocientos diez llevaré al señor Doyle hasta él para enseñarle su propio cráneo, calcinado por las llamas y el tiempo».
Un gorgoteo, que quizá fuera una mezcla de carcajada y aullido de dolor, brotó de la mitad inferior de su rostro hecho pedazos.
Unos cuantos pasos después perdió nuevamente el equilibrio, chocó con una pared y empezó a resbalar hacia el suelo. De pronto sintió que un brazo le cogía y le levantaba, ofreciéndole su apoyo para que siguiera caminando. Volvió la cabeza para que su ojo sano pudiera contemplar a su benefactor y no le sorprendió excesivamente ver que no se trataba de ningún ser humano, sino de una silueta vagamente humanoide, una serie de pedazos de madera animados, que antes resultaba claro habían pertenecido a una mesa. Romany, lleno de gratitud, pasó un brazo sobre el grueso tablón que le servía de espalda a la criatura y, sin decir palabra, ya que ninguno de los dos era capaz de hablar, las dos siluetas se perdieron por el callejón.