Me dijo que en 1810 me había encontrado, le parecía que en la calle Saint James, pero que pasamos uno junto a otro sin dirigirnos la palabra. Al mencionarlo le dijeron que era imposible, pues en aquellos días yo me encontraba en Turquía. Uno o dos días después le señaló a su hermano una persona que se encontraba en el otro lado de la calle y dijo: Ahí está el hombre al cual tomé por Byron. A ello, su hermano respondió sin perder un segundo: Pero si es Byron y nadie más. Pero no termina aquí el asunto: alguien me vio inscribir mi nombre en la lista de los que deseaban inquirir por la salud del Rey… y luego me vio, aparentemente presa de la locura. Y por lo que he podido precisar, durante ese mismo período, me encontraba en Patrás, sufriendo un grave ataque de fiebre…
LORD BYRON (en una carta a John Murray, 6 de octubre de 1820)
Aunque había sido algo difícil encontrar todos los minúsculos motores y darles cuerda adecuadamente, así como ajustar los conductos de aire alrededor de las innumerables velas ocultas, el village Bavarois, tal y como monsieur Diderac había llamado al increíblemente caro juguete, parecía al fin listo para funcionar. Ya sólo se necesitaba encender las velas y accionar el resorte principal, disimulado bajo la forma de un minúsculo tocón, inclinándolo hacia la derecha.
El doctor Romany retrocedió unos centímetros y contempló, al parecer no demasiado satisfecho, el complejo artefacto. «Detestable» Richard quería ponerlo en marcha antes de que llegaran los otros para que su mono pudiera verlo, pero Romany tenía miedo de que un aparato tan abstruso no pudiera funcionar más que una sola vez, por lo que se había negado. Extendió la mano y tocó levemente la cabeza de un diminuto leñador tallado en madera, y lanzó un respingo de pesar al ver que la figurilla avanzaba unos centímetros por el sendero pintado, balanceando un hacha que era tan grande como un palillo, y emitiendo un ruido que hacía pensar en un reloj aclarándose la garganta.
«Que Apep me coma —pensó con inquietud—, si es que lo he roto… Y, de todos modos, ¿por qué debemos rebajarnos a esto? Recuerdo muy bien los tiempos en que los yags pedían hermosos juegos de ajedrez, sextantes y telescopios a cambio de sus servicios. Y ahora, ¿qué piden? Condenados juguetes…
»Y nunca se mostraban tan respetuosos como habrían debido —pensó con rencor—, ni siquiera en el pasado…, pero últimamente se habían empezado a comportar de forma claramente grosera».
Se puso en pie y meneó la cabeza. La tienda estaba llena de incienso y el doctor Romany fue con su peculiar paso oscilante hacia la entrada, apartando la lona para contemplar los brezales de Islington, y guiñó los ojos ante el súbito resplandor.
Al verlos pensó que no muy lejos de allí, hacía ya ocho años, el pobre Amenofis Fikee se había entregado al dios con cabeza de perro que vigilaba las puertas, y perdió casi toda la mente y la totalidad de su magia (con excepción de ese maldito hechizo para cambiar de cuerpo). Después, salió corriendo, con una bala en el vientre y la marca de Anubis creciendo por todo su cuerpo, e inició una nueva trayectoria muy poco distinguida como Cara-de-Perro Joe, el «hombre lobo» con el que todas las madres de Londres amenazaban a los niños traviesos… Y con todo ello, dejó a Romany, un ka que habría debido retirarse hacía ya largo tiempo, al cargo del puesto que había ocupado Fikee…, todo el Reino Unido.
«Bueno —pensó Romany con cierta complacencia—, está claro que el Amo hizo un buen trabajo al crear este ka; no creo que Fikee… ¡ni tan siquiera Romanelli!, hubieran podido desempeñar mejor la tarea de mantener y proteger los intereses del Amo en Inglaterra. Supongo que después de todo esto me retiraré, devolviéndome al maná primordial. Cuando nuestro golpe final de esta semana haya tenido lugar, no sentiré ninguna pena por marcharme; ocho años es demasiado para un ka.
»Lo único que deseo —pensó, frunciendo su ceño de ave rapaz— es poder resolver antes el misterio de ese alarmante y bien instruido grupo de magos que utilizaron las nada seguras puertas de Fikee para viajar. Ése al que logré coger, ese tal Doyle, daba la impresión de que se habría resquebrajado muy satisfactoriamente si hubiera podido tenerle cierto tiempo en mi poder. Me pregunto de dónde pueden haber venido…».
Y, de pronto, arqueó una ceja al comprender que eso no debía de ser tan difícil de averiguar: bastaría con calcular qué otra puerta era practicable en el mismo momento que la de Kensington. Era obvio que debía de tratarse de un caso de puerta doble, una, grande y situada en el presente, con duración bastante prolongada, y otra, pequeña y mucho menos duradera, situada en un lugar distinto. No eran demasiado comunes, y en tales casos siempre decidía mantener bajo observación la puerta grande, pero incluso así se daban de vez en cuando, y ésta era una de tales ocasiones. Resultaría fácil calcular dónde habían embarcado y podría ser una investigación bastante valiosa para legarla a su sucesor.
Se apartó del sol y se instaló ante su mesa, empezando a revisar sus más recientes cálculos sobre la localización de las puertas. Encontró que había una justo el primer día de septiembre y, frunciendo el ceño, empezó a repasar los números.
Unos instantes después se mordió el labio con un gesto de impaciencia y, mojando la pluma en el tintero, tachó toda una hilera de números y empezó trabajosamente a rehacer los cálculos.
—Un ka no debería trabajar con matemáticas de alto nivel —murmuró—. Ya tuve suerte con acertar en la puerta de Kensington…
Cuando por fin logró una respuesta, sin embargo, contempló los números con el rostro inexpresivo, pues éstos coincidían con los que había tachado antes. No había cometido ningún error y esa noche sólo había un agujero, no dos. El agujero del uno de septiembre no había sido uno de esos infrecuentes casos de agujero doble.
«Entonces —se preguntó—, ¿de dónde han venido?». Y la respuesta le llegó con tal brusquedad que torció el gesto, enfadado consigo mismo por no haberlo adivinado antes.
Estaba claro que la gente de los carruajes había saltado de una puerta a otra, pero… ¿a qué venía dar por sentado que las dos puertas debían existir en el mismo tiempo?
Doyle y sus hechiceros habían llegado al uno de septiembre de mil ochocientos diez desde una época distinta.
«Y si pueden realizar ese truco —pensó Romany cada vez más nervioso—, entonces nosotros podremos hacerlo también. ¡Fikee, puede que después de todo, tu sacrificio no haya sido en vano! Ra y Osiris, lo que podríamos conseguir…, ¿habría acaso algo imposible para nosotros? Saltar hacia el pasado e impedir que los ingleses conquistaran El Cairo… O retroceder aún más para minar el poderío de Inglaterra, de tal modo que al llegar a nuestro siglo ya no tuviera ni la menor importancia como nación… Y pensar que teniendo todo ese poder en sus manos, el grupo de Doyle se limitó a escuchar la conferencia de un poeta… Nosotros sabremos utilizarlo con propósitos mucho mejores».
Una mueca de lobo apareció en su rostro.
Y luego, mientras extendía la mano para apagar la Vela de Hablar a Distancia, se le ocurrió que su descubrimiento era demasiado grande como para no compartirlo de inmediato. Encendió nuevamente la vela usando su lamparilla de aceite, y cuando la diminuta esfera de fuego floreció una vez más en el pabilo de la vela mágica, la amarillenta claridad ovalada de su lámpara pareció retroceder ante ella.
Dentro de la mínima capacidad de alegría que aún conservaba, más parecida a un reflejo de insecto que a otra cosa, el joven sonriente se alegraba de que el dominio que sobre él poseía el doctor Romany no sólo le hubiera librado de la molesta carga del libre albedrío sino que también hubiera convertido las incomodidades y malestares físicos en una abstracción. Sentía una remota conciencia de que tenía hambre y de que le dolían los pies y, aún mucho más lejos, le parecía notar una voz que aullaba aterrorizada en lo más hondo de su mente, pero el fuego de su conciencia había sido casi extinguido por un diluvio, cuyo fin era utilizar el vapor resultante para mover una máquina imposible de imaginar; las pocas ascuas que aún relucían eran incapaces de sentir nada, salvo una especie de anestesiada satisfacción al ver que, aparentemente, la máquina funcionaba.
Igual que el cochero, al cual se le ha instruido para que dé vueltas y vueltas alrededor de un edificio hasta que su cliente, listo por fin, salga de la casa para llamarle con una seña, el joven sonriente empezó nuevamente con la primera línea de la página que había memorizado.
—Buenos días, buen hombre —dijo—. Soy lord Byron. ¿Puedo invitarle a una pinta? —El joven, que siempre sonreía, no llegó a oír realmente la respuesta del hombre, tan ahogada como si hubiera sonado detrás de un tabique muy grueso y distante, pero alguna parte de su cerebro, o quizá de la máquina, consiguió identificarla y eligió la réplica número tres—. Ciertamente, amigo mío…, el sexto barón Byron de Rochdale. Heredé el título en mil setecientos noventa y ocho, cuando tenía diez años. Si está preguntándose, por ventura, sobre la razón de que un par del reino se encuentre en un sitio como éste, bebiendo con los trabajadores…, pues bien, se debe a que pienso que son los trabajadores quienes forman este país y no los lores o la realeza. Yo diría… —A eso siguió la habitual interrupción, que exigía la réplica número uno—: ¡Posadero! ¡Una pinta de lo que desee beber este caballero! —La mano del joven, como un instrumento de alta precisión, sacó una moneda del bolsillo de su chaleco y la dejó caer sobre la superficie plana más próxima, mientras sus labios reanudaban la réplica número tres, exactamente donde antes la había interrumpido—. ¡Diría que esos hombres que nos gobiernan sólo por haber nacido en un vientre determinado deberían irse al infierno! Digo que el rey, y usted, o yo no somos mejores que los demás, y no me parece justo que algunos coman en cubertería de plata y no trabajen ni un solo día de sus vidas, mientras que otros, tan buenos como ellos, deben romperse la espalda trabajando duramente cada día, sin poder probar carne más que una vez a la semana. Los americanos han logrado desembarazarse de una sociedad tan artificial, los franceses lo intentaron y yo digo que nosotros deberíamos…
De pronto, se dio cuenta de que el hombre ante el que había estado pronunciando su discurso ya no estaba. ¿Cuándo se habría marchado? No importaba… otro vendría dentro de poco. Se reclinó nuevamente en la silla, y su vacua sonrisa volvió a su rostro, como un pez muerto que flota en la superficie de una charca estancada.
Después de cierto tiempo, cobró conciencia de que había alguien sentado junto a él y se puso nuevamente en marcha.
—Buenos días, buen hombre. Soy lord Byron. ¿Puedo invitarle a una pinta?
Le respondieron con una de las frases que ya le habían enseñado y, con despreocupada tranquilidad, escogió la réplica número ocho.
—Sí, amigo mío, estuve viajando por el extranjero hasta hace muy poco. Tuve que regresar al hogar, debido a unas fiebres cerebrales que de vez en cuando aún siguen nublando mi entendimiento. Por favor, disculpe la inseguridad con que me aflige esta reciente enfermedad… ¿acaso nos conocemos?
Tras una larga pausa, durante la cual el joven sonriente fue vagamente consciente de una lejana preocupación en lo más hondo de su mente, llegó la respuesta, negativa, y ya más tranquilo siguió hablando.
—Si está preguntándose, por ventura, sobre la razón de que un par del reino se encuentre en un sitio como éste, bebiendo con los trabajadores…
El recién llegado interrumpió su discurso con una pregunta que, para su repentino terror, oyó con toda claridad.
—¿Qué tal le van Las peregrinaciones de Childe Harold? —dijo el desconocido—. Oh, lo siento, en este momento deben de ser todavía Las peregrinaciones de Childe Buron, ¿verdad? Ah, sí… «Y en la isla de Albión moraba un joven, que en ningún camino de la virtud hallaba deleite». ¿Cómo sigue a partir de ahí?
Fuera por la razón que fuese, esas frases tuvieron sobre el joven el mismo efecto que un cubo de agua helada y, al mismo tiempo que le obligaban a oír con claridad, también le despejaron la vista; lo que le rodeaba pasó repentinamente de ser un cómodo manchón borroso a una horrible claridad de foco y, por primera vez en cuatro días, distinguió un rostro.
Y el rostro del hombre que le había dirigido la palabra era ciertamente de los que atraen la atención: sobre unos hombros de anchura impresionante, y un cuello donde abultaban los músculos, rodeado por una abundante melena dorada, se distinguía el rostro surcado de arrugas y los ojos medio enloquecidos de un hombre que poseía secretos fabulosos y difíciles de soportar.
El joven, que ya no sonreía, supo de modo instintivo que en su entrenamiento se le habían dado instrucciones precisas para una situación como ésta.
«Si de pronto las cosas se hacen más cercanas y se oyen mejor —le había dicho repetidamente Romany—, y si pierdes el velo protector de mi guía, vuelve sin perder ni un segundo al campamento, antes de que la gente de la calle te haga pedazos como a un perro lisiado en una arena de apuestas…».
Pero las palabras del hombre barbudo habían puesto en marcha algo más, algo más importante que la orden de Romany. Byron oyó su voz, casi sin reconocerla:
—«Y pasaba sus días en indecentes placeres y con su risa ofendía al soñoliento oído de la noche». —Un enjambre de recuerdos punzantes pareció liberarse de pronto por esas frases, que tan familiares le resultaban, y sus picotazos le herían, como la sangre que vuelve a circular nuevamente por un miembro entumecido desde hace mucho tiempo y queda libre de improviso. Recordó de pronto cómo había viajado en el bergantín Araña, con Fletcher y Hobhouse…, los albaneses en Tepaleen con sus faldellines blancos y sus capas ribeteadas de oro, con los cintos repletos de dagas y pistolas barrocamente decoradas, las resecas colinas de color amarillo y el profundo cielo azul de Morea…, y algo sobre unas fiebres y…, ¿un médico? Su cerebro se apartó bruscamente de ese recuerdo concreto y le pareció sentir el ruido de una puerta que se cerraba sobre esas imágenes, pero su voz siguió hablando—. «¡Ah, en verdad que era un desvergonzado, que su alma amarga amaba el placer y la risa blasfema, que alegraba a los malvados y a los hombres de bien aterraba…!».
De pronto fue como si una mano le agarrara por el cuello, y supo que era la del doctor Romany, y en su cráneo resonó nuevamente la orden del calvo anciano: «Vuelve sin perder ni un segundo al campamento».
Se puso en pie, contemplando con asombro a los hombres que bebían en aquella habitación de techo muy bajo y luego, murmurando disculpas, la atravesó a toda prisa y, cojeando, salió por la puerta y se desvaneció en la calle.
Doyle se levantó de un salto, pero aún no se había acostumbrado a su nueva altura y tuvo que agarrarse unos instantes a la mesa para no perder el equilibrio.
«Dios mío —pensó, mientras respiraba hondamente y luego salía tambaleándose en persecución del joven—, es realmente Byron…, conoce los versos de Childe Harold, cuando en toda Inglaterra nadie los verá hasta dentro de dos años. Pero ¿qué le ocurre? ¿Y qué le está ocurriendo a la historia? ¿Cómo es posible que se encuentre aquí?».
Llegó con cierta dificultad hasta la puerta y se agarró a la jamba de madera, saliendo luego a la calzada. Distinguió la rizada cabellera de Byron por encima de la multitud, hacia su derecha, y le siguió con penas y trabajos, deseando todo el tiempo que le fuera posible hacer funcionar aquel cuerpo, indiscutiblemente superior al suyo, con la gracia de movimientos que Benner había poseído.
La gente que colmaba la calle parecía más bien ansiosa por no interponerse en el camino de aquel gigante de aspecto leonino y ojos feroces. A la altura de la siguiente taberna logró alcanzar a Byron. Le cogió del codo y le obligó a entrar en ella.
—Cerveza para mí y mi amigo —le dijo a la camarera que le miraba con cierta sorpresa, intentando articular lo más claramente posible. «Maldita sea esta lengua medio destrozada» pensó, mientras empujaba al joven, que no se resistía en lo más mínimo, hacia la mesa más próxima y le obligaba a sentarse. Luego se inclinó sobre él con una mano en el respaldo de la silla, con lo que su musculoso brazo imposibilitaba cualquier intento de huida—. Y ahora —logró gruñir Doyle sin levantar demasiado la voz—, ¿qué sucede? ¿No siente ni la menor curiosidad por averiguar cómo he llegado a conocer esos versos?
—Yo… estoy enfermo, unas fiebres cerebrales —dijo Byron con voz nerviosa, y una sonrisa casi de idiota en contraste con su cada vez más evidente ansiedad—. Debo irme…, por favor, estoy… estoy enfermo.
Las palabras parecían surgir de sus labios una por una, como si estuvieran atadas a un interminable cordel que Doyle fuera estirando de su garganta a tirones.
Y de pronto Doyle comprendió dónde había visto antes aquella sonrisa de idiota: en los rostros de algunos miembros de sectas, que solían mendigar en los aeropuertos o ante los restaurantes que cerraban muy tarde.
«Que me cuelguen —pensó—. Byron actúa como si le hubieran programado».
—¿Qué le parece el tiempo de estos últimos días? —le preguntó Doyle.
—Por favor, debo irme. Mi enfermedad…
—¿Qué día es hoy?
—… unas fiebres cerebrales, que siguen nublando mi mente de vez en cuando…
—¿Cómo se llama?
El joven pestañeó lentamente.
—Lord Byron, sexto barón de Rochdale. ¿Puedo invitarle a una pinta?
Doyle se apartó de él y se instaló en la otra silla.
—Sí, gracias —replicó—. Ya viene la camarera.
Byron sacó una moneda de oro del bolsillo y pagó las cervezas, aunque no hizo ningún gesto de tocar la suya.
—Si está preguntándose, por ventura, qué hace un par del reino…
—«Pues había corrido por el largo laberinto del pecado, y no hizo acto de contrición alguna al perderse en él…» —lo interrumpió Doyle—. ¿Quién escribió eso?
La sonrisa de Byron volvió a esfumarse y apartó su silla de la mesa, como disponiéndose a huir, pero Doyle se puso en pie para impedírselo.
—¿Quién escribió eso? —repitió.
—Eh… —En la pálida frente de Byron brotaron gotitas de sudor y cuando por fin respondió, lo hizo en un murmullo casi inaudible—. Lo… lo escribí yo.
—¿Cuándo?
—El año pasado, en Tepaleen.
—¿Cuánto tiempo lleva en Inglaterra?
—No lo… ¿cuatro días? Creo que he estado enfermo…
—¿Cómo llegó hasta aquí?
—Que cómo llegué…
Doyle sacudió su hirsuta cabeza.
—Hasta aquí. ¿Un barco? ¿Qué barco fue? ¿Desde el continente?
—¡Oh… oh, claro, volví…! —Byron frunció el ceño—. No puedo recordarlo.
—¿No puede recordarlo? ¿No le parece raro que no pueda recordarlo? ¿Y cómo cree que he llegado a saber esos versos suyos?
—¿Ha leído mi poesía? —le preguntó Byron, sonriendo otra vez con su extraña mueca—. Me halaga saberlo, pero ahora todo eso me parece infantil; ahora persigo la poesía de la acción, la de la espada que sabe golpear donde debe, con preferencia a la de poner una palabra en su sitio. Tengo por meta asestar el golpe que cercenará…
—Basta —dijo Doyle.
—… las cadenas que nos impiden…
—Basta. Oiga, no tengo demasiado tiempo y mi cabeza tampoco está funcionando precisamente con todos sus cilindros, pero su presencia aquí…, necesito saber lo que está haciendo aquí, necesito saber…, oh, demonios, necesito saber montones de cosas. —La voz de Doyle se fue convirtiendo en un murmullo de preocupación; cogió la jarra de cerveza—. Necesito saber si estamos en el auténtico mil ochocientos diez o en un mil ochocientos diez falso…
Byron le contempló durante unos segundos y luego, titubeando, extendió la mano hacia la otra jarra y se la llevó a los labios.
—Me dijo que no bebiera —murmuró.
—Al diablo con él —replicó Doyle, limpiándose la espuma del bigote—. ¿Piensa permitir acaso que le diga cuándo puede beber y cuándo no?
—Al… al diablo con él —repitió Byron, aunque pronunció estas palabras con cierta dificultad. Tomó un largo trago de cerveza, y una vez hubo dejado nuevamente la jarra sobre la mesa sus ojos parecieron algo más despejados—. Al diablo con él.
—¿Quién es él? —le preguntó Doyle.
—¿Quién?
—Maldita sea, el tipo que le ha programado…, lo siento, el tipo que le ha puesto los arneses, las anteojeras y la silla de montar que ahora lleva encima. —Byron frunció el ceño, atónito, y la recién ganada claridad de sus ojos empezó a desvanecerse, por lo que Doyle volvió a hablar nuevamente—. «Buenos días, buen hombre. Soy lord Byron. ¿Puedo invitarle a una pinta? Si está preguntándose, por ventura, qué hace un par del reino en…» ¿quién dijo todo eso?
—Yo.
—Pero ¿quién se lo dijo primero, quién le obligó a que se lo aprendiera de memoria? Esas palabras no son suyas, ¿verdad? Intente recordar quién le dijo todo eso.
—No…
—Cierre los ojos. Ahora está oyendo esas palabras, pero las pronuncia una voz diferente. ¿A qué se parece esa voz?
Byron cerró obedientemente los ojos y, tras una prolongada pausa, dijo:
—Es más grave y apagada. Es la voz de un viejo.
—¿Qué está diciendo?
—Milord —y la voz de Byron se hizo una octava más grave al hablar—, esas frases y contestaciones deberían bastar para los dos días siguientes y evitar todo problema. Pero, si de pronto las cosas se hacen más cercanas y se oyen mejor y si pierdes el velo protector de mi guía, vuelve sin perder ni un segundo al campamento, antes de que la gente de la calle te haga pedazos como a un perro lisiado en una arena de apuestas. Ahora, Richard te llevará a la ciudad en el carro, y te recogerá a las seis de la tarde en la esquina de las calles Fish y Bread. Ya ha llegado Richard; pasa. ¿Listo para la partida? «Avo, rya. Rya, ese juguete que trajo el chal extranjero…, a mi mono le gustaría ver cómo se mueve». Hablaremos de eso luego, Richard, por favor. Ahora, lleva al caballero a la ciudad. —Byron abrió los ojos y ahora en su rostro había una expresión sorprendida—. Y —añadió, ahora con su propia voz— me encontré en un carro.
Doyle logró mantener el rostro impasible, pero su mente estaba corriendo a toda velocidad.
«Que Dios nos ayude —comprendió—, es Romany otra vez… ¿Qué diablos pretende ese hombre? ¿Qué puede pretender lavándole el cerebro a lord Byron, y luego soltándole por Londres para que haga discursos como si fuera un mecanismo de relojería? Desde luego, se está encargando de que le vean por todas partes…, para encontrarle hoy sólo tuve que seguir los rumores sobre el lord chalado, que paga rondas de cerveza a todo el mundo. ¿Será responsable de que Byron se encuentre ahora en Inglaterra? De todas formas, no me queda más remedio que sacarle la verdad a este pobre diablo…».
—Escúcheme —le dijo—, necesita recobrar algunos recuerdos muy importantes y eso no podemos hacerlo aquí. Tengo una habitación a unas cuantas calles de distancia…, digamos que la he recibido en herencia. La gente que vive ahí no mete nunca las narices en los asuntos de sus vecinos. Vayamos a mi habitación.
Aún algo aturdido, Byron se puso en pie.
—De acuerdo, supongo que será lo mejor, señor…
Doyle se dispuso a contestarle y luego lanzó un suspiro.
—Oh, diablos… Supongo que puede llamarme William Ashbless… por ahora. Pero que me cuelguen si pienso seguir siendo William Ashbless para siempre. ¿Le parece bien?
Byron se encogió de hombros, indicando con su expresión no haber entendido nada.
—Por mí, estupendo.
Doyle tuvo que recordarle que debía pagar las cervezas y durante el breve trayecto hasta su alojamiento, Byron no paró de contemplar los edificios y las multitudes que iban de un lado a otro.
—Estoy realmente otra vez en Inglaterra —murmuraba.
Sus oscuras cejas se arquearon en un gesto de perplejidad, que no varió durante todo el camino.
Byron seguía con su mirada perpleja cuando llegaron al maltrecho alojamiento de Doyle. Mientras subían por la escalera, varias familias que parecían considerarlas como sus habitaciones particulares los miraban pasar y escondían celosamente sus feos pedazos de comida. No fue hasta llegar a la antigua habitación de Cara-de-Perro Joe, y ante dos tazas de café calentado en el hogar, que Doyle le vio por vez primera aparentemente consciente de lo que le rodeaba y algo despierto.
—¿Qué día es hoy, señor Ashbless?
—Veamos…, es el día veintiséis de… —La expresión de Byron no había cambiado al oírle, por lo que Doyle, tras sorber cautelosamente un poco de café, añadió—: De septiembre.
—Eso es imposible —afirmó Byron—. Estaba en Grecia…, recuerdo que estaba en Grecia el sábado, que era día… veintidós. —Se removió en su asiento y se agachó para quitarse los zapatos—. Maldita sea, estos zapatos me hacen daño… —empezó a decir y luego cogió un zapato y se lo quedó mirando—. ¿Dónde diablos he podido encontrar yo estos zapatos? No solamente son demasiado pequeños, sino que además su estilo corresponde como mínimo a cien años atrás… ¡Tacones rojos, nada menos, y esas hebillas! Y, en el nombre de Dios, ¿cómo he podido llegar a ponerme semejante levita? —Dejó caer el zapato al suelo y luego miró a Doyle. Cuando habló de nuevo había en su voz una tensión tan contenida, que Doyle comprendió el miedo que sentía—. Por favor, señor Ashbless, dígame cuál es la auténtica fecha de hoy, y todo lo que sepa sobre lo que ha sido de mí desde mi salida de Grecia. Supongo que he estado enfermo, pero ¿por qué no me encuentro con mis amigos o con mi madre?
—Hoy es veintiséis de septiembre —dijo Doyle con lentitud—, y todo lo que sé sobre sus acciones más recientes es que durante los dos últimos días ha estado invitando a beber a medio Londres. Pero sé quién puede explicarle lo que ha estado sucediendo.
—Entonces, vayamos inmediatamente a verle. No puedo soportar este…
—Esa persona está aquí; es usted mismo. No, escúcheme unos segundos…, hace un rato, en la taberna, estaba recordando con toda fidelidad cierta conversación. Veamos… pruebe con «Avo, rya». Recuerde cómo oyó decir eso a una voz distinta de la primera voz.
—Avo, rya —dijo Byron y su rostro quedó nuevamente en blanco—. «Avo, rya. Es muy kushto con él. Está claro que ya había manejado armas antes». Estupendo, Wilbur, aunque no le hará falta ser demasiado hábil; cuando tenga que usarla estará a un metro escaso de él. ¿Crees que puede sacar el arma con la suficiente rapidez? Me gustaría que pudiera llevarla en el bolsillo, pero me temo que incluso un lord deberá someterse a una pequeña inspección antes de acceder a la presencia del rey. «Oh, avo, rya, la pequeña funda que lleva bajo el brazo no le ha dado ningún problema. Tendría que verle…, rápido como una serpiente y el arma aparece en su mano». ¿Y no da muestras de vacilación en el instante de hacer fuego? Debe ser un gesto automático… «Avo, el maniquí está hecho trizas, lo ha repetido ya tantas veces…».
Byron se levantó de un salto.
—¡Santo Dios —exclamó con su voz normal—, debía matar al rey Jorge! ¿Qué clase de abominación…? Era como un muñeco, como un sonámbulo, aceptaba esas diabólicas instrucciones tan… tan dócilmente como una doncella aceptaría que le ordenaran servir la cena. ¡Por Dios que obtendré una satisfacción ante esta… esta atroz afrenta! Matthews o Davies se encargarán de que mi desafío llegue hasta… hasta… —Su puño derecho se estrelló ferozmente en la palma de su otra mano y luego miró a Doyle—. Creo que usted sabe quién es.
Doyle asintió.
—Creo que sí, pero no me parece conveniente que vaya a verle ahora. Sería mejor enterarnos de todo lo posible antes de que se meta de cabeza en algún lío. Podríamos hacer una cosa…, pruebe «Sí, Horrabin» con esa misma voz que le estaba dando instrucciones en la última conversación. ¿Consigue algo con esas palabras?
Aún con el ceño fruncido, Byron volvió a sentarse.
—Sí, Horrabin… —Su rostro quedó nuevamente en blanco—. Sí, Horrabin, también haré matar a ese otro. Debe funcionar como un reloj, y es posible que sepa lo bastante como para darnos problemas de un momento a otro. Es mejor que pequemos de concienzudos, ¿verdad? De paso, ¿sigue existiendo la Hermandad de Anteo? Quiero decir si todavía se reúnen y todo eso… De ser así, opino que debemos acabar también con ellos; está claro que en un momento dado fueron una dolorosa espina clavada en nuestro flanco. «Puede que hace cien años lo fueran, Señoría, pero ahora son solamente un club de viejos. He oído los relatos, y estoy de acuerdo en que, según lo que se cuenta, fueron formidables en el pasado, pero ahora no son más que reliquias, y lo único que conseguiríamos al borrarles del mapa sería atraer una peligrosa atención sobre nosotros mismos». En eso tienes razón…, muy bien, pero sitúa a unos cuantos hombres tuyos en el sitio donde se reúnen esos viejos… «En la calle Bedford, Señoría, en unas habitaciones sobre el taller de un sastre» …y diles que me informen inmediatamente si ven… oh, no importa, esto es como disparar contra las sombras. ¿Por qué no te llevas de aquí al milord, y le haces repasar nuevamente sus discursos? —En los ojos de Byron apareció nuevamente la lucidez y su lengua chasqueó con impaciencia—. Ashbless, todo esto no sirve de nada. No obtengo ningún dato, sólo diálogos incomprensibles, y sigo sin poder recordar ni un solo detalle de cómo he llegado desde Grecia aquí. Recuerdo que me llevaron al campamento de ese hombre, y estoy bien seguro de que volveré allí, pues el camino sigue en mi mente…, pero esta vez llevaré conmigo unas pistolas de duelo.
Se puso en pie con un gesto lleno de fluidez, fue hacia la ventana (Doyle seguía temiendo que de vez en cuando ésta reanudara sus contorsiones) y se quedó ante ella con los brazos cruzados, contemplando con expresión vengativa el panorama de los tejados.
Doyle meneó la cabeza, exasperado.
—Milord, ese hombre no es un caballero. Es probable que aceptara vuestro desafío, y que luego le indicara a uno de esos hombres que os volara la cabeza por la espalda.
Byron se volvió y le miró con los ojos medio cerrados.
—¿Quién es? No puedo recordar que le llamaran por su nombre en ningún momento. ¿Qué aspecto tiene?
Doyle arqueó levemente sus hirsutas cejas.
—¿Y por qué no se limita a recordarlo? Oiga la voz: «Sí, Horrabin, también haré matar a ese otro». Pero no se limite a oírla…, véala también.
Byron cerró los ojos y un segundo después empezó a hablar con cierta perplejidad.
—Estoy en una tienda llena de antigüedades egipcias, y el payaso más horrible del mundo entero está sentado encima de una pajarera. Está hablando con un viejo calvo… ¡Cielo santo, es mi médico de Grecia, Romanelli!
—Romany —le corrigió Doyle—. ¿Es griego?
—Se llama Romanelli. Bien, no, creo que es italiano…, pero es el médico que me trató cuando estaba en Patrás. ¿Cómo es posible que no le haya reconocido hasta ahora? Me pregunto si él y yo volvimos juntos a Inglaterra, pero…, ¿por qué razón Romanelli desearía ver muerto al rey? ¿Y para qué traerme desde Patrás hasta aquí para hacerlo? —Volvió a sentarse y contempló a Doyle con una dureza que rayaba en la beligerancia—. Amigo, basta ya de bromas…, necesito saber en qué día estamos.
—Es una de las pocas cosas sobre las que estoy seguro —le replicó Doyle sin perder la calma—. Estamos a viernes, día veintiséis de septiembre de mil ochocientos diez. ¿Y afirma que hace sólo cuatro días estaba en Grecia?
—Que me cuelguen —murmuró Byron, apoyándose en el respaldo de su silla—, ¡pero creo que está hablando en serio! Y si debo confesar la verdad, mis recuerdos de encontrarme enfermo en Patrás parecen tener apenas una semana de antigüedad. Sí, estaba en Patrás el sábado pasado, al igual que lo estaba ese villano que se hace llamar Romanelli. —Sonrió—. ¡Ah, en todo esto anda la brujería, Ashbless! Ni tan siquiera unos… unos cañones, dispuestos en un sistema de relevos a través de todo el continente, podrían hacerme llegar hasta aquí con el tiempo suficiente como para que ayer estuviera pagando rondas de cerveza al pueblo de Londres. Julius Obsequens escribió sobre cosas parecidas en su libro de prodigios. ¡Es evidente que Romanelli tiene poderes sobre los espíritus del aire!
«Esto empieza a liarse», pensó Doyle.
—Quizá —le contestó cautelosamente—. Pero si Romanelli era su médico allí, en Patrás, entonces… bueno, lo más probable es que siga allí. Porque ese doctor Romany, que al parecer es gemelo suyo, lleva aquí desde hace bastante tiempo.
—¿Así que gemelos? Bien, pienso obtener todo el relato de lo sucedido de boca del gemelo de Londres… a punta de pistola, si llega a ser necesario. —Se puso en pie con expresión decidida y luego vaciló, contemplando sus ropas y sus pies enfundados en medias—. ¡Maldición, no puedo desafiar a nadie con esta vestimenta! Será mejor que antes pase por la tienda de un buen sastre.
—¿Piensa amenazar a un hechicero con pistolas de duelo? —le preguntó Doyle con sarcasmo—. Sus… sus espíritus del aire dejarán caer un cubo sobre su cabeza para que le sea imposible apuntar. Yo creo que antes deberíamos visitar a esa Hermandad de Anteo…, si en el pasado fueron una amenaza para Romany y los suyos, puede que todavía conozcan alguna defensa efectiva contra él, ¿no le parece?
Byron chasqueó los dedos con impaciencia.
—Supongo que tiene razón… ¿Ha dicho deberíamos? ¿Tiene asuntos que arreglar con él?
—Necesito saber algo que sólo él puede decirme —explicó Doyle poniéndose en pie—, algo que no está dispuesto a contarme… voluntariamente.
—Muy bien. ¿Por qué no investigamos a esa Hermandad de Anteo mientras me preparan un buen traje y calzado conveniente? Anteo, ¿eh? Supongo que todos andarán descalzos sobre suelos de tierra…
Sus palabras le recordaron algo a Doyle, pero antes de que pudiera concretar ese huidizo recuerdo, Byron había logrado calzarse otra vez con un gesto despectivo y abría ya la puerta.
—¿Me acompaña?
—Oh, claro que sí —dijo Doyle, cogiendo el gabán de Benner.
«Pero debes recordar esa observación sobre los pies descalzos y los suelos de tierra —pensó—, me hace pensar en algo que quizá sea importante».
Las gotas de sudor rodaban como minúsculos caracoles de cristal por las calvas sienes del doctor Romany y su concentración estaba empezando a verse afectada por el agotamiento, pero decidió intentar una vez más entrar en contacto con el Amo en El Cairo. Estaba claro que, por una vez, el problema consistía en que el éter era demasiado receptivo, y lo más probable era que después de los primeros quince kilómetros el haz de su mensaje se estuviera convirtiendo en un cono, que se abría cada vez más y extendía su energía hacia los lados, en lugar de lanzarse hacia adelante, donde se encontraba la vela que ardía perpetuamente en los aposentos del Amo. Cuando eso ocurría, el mensaje quedaba frenado de golpe y luego rebotaba otra vez hasta la vela de Romany, produciendo los estruendosos ecos distorsionados que enfurecían al doctor Romany y aterraban a los gitanos.
Acercó nuevamente la llama de su lámpara al negro pabilo de la vela y, dado que ésta era su intentona número doce, pudo sentir cómo la energía le abandonaba apenas apareció la llama redonda.
—Amo —graznó contemplándola—. ¿Podéis oírme? Os habla el ka de Romanelli, en Inglaterra; es urgente que hable con vos. Tengo noticias que quizá puedan impulsaros a ponerle fin a nuestra misión actual. Yo…
—¿Golpeéis oeerme? —Su propia voz, distorsionada y mucho más lenta, brotó repentinamente de la vela, tan alta que le hizo dar un brinco—. Zozzaaabla kaa Rooooomanilli zeeeez uuuurgtee…
De pronto, el eco ininteligible se extinguió, dejando un ruido semejante al de un vendaval lejano, tenue y apagado como si estuviera oyéndolo a través de una gruesa lona. Romanelli se inclinó nuevamente hacia adelante. El eco carecía de la agudeza típica de los contactos logrados, pero al menos era algo distinto a lo que había conseguido por el momento.
—¿Amo? —dijo con una leve esperanza.
Sin convertirse en una voz, y sin que ni por un instante pareciera algo más que el sonido del viento resonando en un enorme vacío, el lejano susurro empezó a formar palabras.
—Kes ku sekher ser sat —murmuró el vacío—, tuk kehmu a pet…
La extraña llama se apagó cuando la vela, impulsada por el puño de Romany, se estrelló contra una pared de la tienda. Romany, sudoroso, se puso en pie y, oscilando temblorosamente, todavía más de lo normal, salió al exterior.
—¡Richard! —gritó enfadado—. Maldito seas, ¿dónde te has metido? Coge tu…
—Acai, rya —dijo el gitano, acudiendo a toda prisa.
El doctor Romany miró a su alrededor. El sol ya se hundía por el oeste, arrojando largas sombras por el páramo, cada vez más oscuro; sin duda, estaría demasiado preocupado con su inminente entrada en el Tuaut, y su viaje en barca a través de las doce horas de la noche, para volver la mirada hacia lo que pudiera hacerse en el campamento de los gitanos. La estructura de madera reposaba sobre la hierba y hacía pensar en un trozo de puente de unos seis metros de longitud; los vapores del coñac eran tan fuertes, pese a la leve brisa del atardecer, que Romany estuvo seguro de que sus amenazas habían funcionado y los gitanos habían usado el barrilete para rociar la madera, sin guardar ni una sola gota del licor para bebérselo.
—¿Cuándo lo mojasteis? —preguntó.
—Hace apenas un minuto, rya —respondió Richard—. Estábamos echando a suertes quién iría a la tienda para…
—Muy bien. —Romany se frotó los ojos y lanzó un hondo suspiro, intentando alejar de su mente el susurro que había oído en la vela—. Traedme el brasero y mi lanceta —dijo por fin—, e intentaremos llamar a esos elementales del fuego.
—Avo.
Richard se fue a toda prisa, murmurando con toda claridad ajo una y otra vez, y Romany se volvió hacia el sol, que ahora estaba ya a punto de sumergirse en las tinieblas. Durante ese instante, con la guardia baja, las palabras que había oído volvieron a su mente: «Kes ku sekher sersat, tuk kemhu a pet»… Tus huesos caerán sobre el polvo y jamás verás el cielo…
Oyó los pies de Richard abriéndose paso por entre la hierba a su espalda y se encogió de hombros con cierto fatalismo. Luego empezó a clavarse las uñas de la mano derecha en el brazo izquierdo, intentando hallar una buena vena. «Espero que se conformen con sangre de ka» pensó.
El anciano del batín raído frunció sus blancas cejas y abrió mucho los ojos, en una expresión casi simiesca de asombrada desaprobación cuando Doyle se atrevió a llenar por segunda vez su minúscula copa con el más bien mediocre jerez de la botella, aunque cuando Byron había vuelto a llenar la suya se había limitado a menear la cabeza, sonreír y murmurar un «Sírvase usted mismo, milord».
—Ah, hum…, ¿qué estábamos discutiendo antes? —tartamudeó el anciano—. Sí, aparte de la…, sí, de la compañía que se obtiene, sí…, y de promover el deleite tranquilo de hallarse rodeado de amigos inteligentes, nuestro propósito principal es impedir la…, la contaminación de la vieja y noble raza inglesa por… linajes inferiores. —Una mano temblorosa derramó una cantidad excesiva de rapé sobre un huesudo nudillo de la mano y el anciano, con un estruendoso resoplido, aspiró el rapé; a continuación, según le pareció a Doyle, se encontraba a las puertas de la muerte, a raíz de un terrible ataque de toses y estornudos.
Byron arqueó los labios en un silencioso rugido de exasperación y apuró de un trago su copa de jerez.
—¡Cielos! Yo…, ¡aaaatchís!…, le ruego que me perdone, milord.
El anciano se limpió los ojos llorosos con un pañuelo.
Doyle se inclinó hacia adelante y, con cierta impaciencia e intentando dominar su ronca voz, miró al anciano.
—Y… ¿cómo pretende evitar esta… llamémosle contaminación, señor Moss?
Contempló las cortinas polvorientas y los tapices de colores marchitos, así como los viejos cuadros y volúmenes, que aislaban las habitaciones de la Hermandad de Anteo de la fresca brisa otoñal que soplaba en el exterior. Los olores de la cera de los candelabros, el rapé escocés y el cuero envejecido y gastado de las encuadernaciones de los viejos libros y sillones empezaban a producirle un cierto malestar físico.
—¿Eh? Oh, nosotros…, bueno, escribimos cartas. A los periódicos. Protestamos contra la… la relajación sufrida por las leyes sobre inmigración y proponemos estatutos para… para expulsar a los negros, a los gitanos y a… a los irlandeses de las ciudades más importantes. Y además nos encargamos de imprimir y distribuir panfletos que —esto último fue acompañado por una mueca de complicidad dirigida a Byron— tienden, como bien puede imaginar, a pesar onerosamente sobre los magros…, eh…, recursos de nuestro club. Y patrocinamos obras en las cuales la moralidad…
—¿Por qué ese nombre…, la Hermandad de Anteo? —le interrumpió Doyle, cada vez más irritado al ver que la vaga esperanza despertada por la mención de ese nombre estaba, al parecer, resultando totalmente infundada.
—¿Qué…, cómo? ¡Oh! Sí, tuvimos la sensación de que la fuerza de Inglaterra, al igual que la de Anteo en…, sí, eso es, en la mitología clásica… se basa en… en mantener el contacto con la tierra, con el suelo… ya sabe, el sólido suelo nativo de los ingleses, sí…
—El suelo… —dijo Byron, agitando rápidamente la cabeza mientras echaba su asiento hacia atrás y se incorporaba—, excelente. Gracias, señor Moss, sus palabras me han parecido muy inspiradas y hermosas. Ashbless, puede quedarse y recoger más informaciones valiosas, si lo desea, por si se diera el caso de que fuéramos atacados por salvajes negros o irlandeses. Yo prefiero esperar en mi sastre; al menos, allí me limitaré a soportar el aburrimiento.
Se volvió en redondo, reprimiendo un claro respingo de dolor causado por sus zapatos, y salió cojeando del salón. El eco irregular de sus pisadas fue apagándose por la maltrecha alfombra de la escalera y finalmente se oyó el golpe de la puerta al cerrarse.
—Le pido disculpas —dijo Doyle, volviéndose hacia un Moss más bien atónito—. Lord Byron es hombre de pasiones tempestuosas.
—Yo…, sí, bien, claro, la juventud —murmuró Moss.
—Pero escúcheme —dijo Doyle con cierta ansiedad, inclinándose hacia él hasta abandonar prácticamente su asiento, ante la evidente alarma de Moss—, ¿su gente no había sido algo más… militante en el pasado? Estoy hablando de hace cien años, o algo así…, no sé, quizá entonces las cosas eran más… serias en sus consecuencias de lo que hoy en día resulta mandar una carta al Times, ¿me comprende?
—Bien, al parecer sí hubo… excesos, sí, incidentes de naturaleza violenta —admitió cautelosamente Moss—, cuando la Hermandad tenía su sede en el puente de Londres, tocando al extremo de Southwark. En nuestros archivos se mencionan ciertos sucesos que tienden a…
—¿Archivos? Por favor, ¿podría examinarlos? Esto…, lord Byron me indicó que deseaba conocer la historia de la Hermandad antes de tomar una decisión sobre si entrar en ella o no —añadió a toda prisa, al ver que el simiesco fruncimiento de ceño empezaba a formarse nuevamente en los rasgos de Moss—. Después de todo, antes de comprometer su considerable fortuna en una organización de tal naturaleza le gustaría saber más sobre ella.
—¿Oh? Bien, sí, naturalmente. Comprenderá que es una petición bastante fuera de lo corriente —dijo Moss, levantándose con bastante dificultad de su asiento y con la precaria ayuda de un bastón—, pero supongo que en este caso podemos hacer una excepción a la regla de que sólo los miembros… —Habiendo logrado, por fin, alcanzar la posición vertical, avanzó lentamente hacia la puerta que tenía detrás—. Si tiene la bondad de coger la lámpara y venir por aquí… —dijo.
La referencia a la fortuna de Byron consiguió que Moss finalizara la frase con un algo reluctante «señor», dedicado a Doyle.
La puerta se abrió hacia el interior con tal chirrido, que Doyle estuvo seguro de que llevaba mucho tiempo sin utilizarse, y una vez hubo cruzado el umbral, siguiendo a Moss, cuando la luz de su lámpara hizo visible la pequeña estancia, comprendió las razones de esta falta de uso.
La habitación estaba llena, desde el suelo hasta el techo, con interminables estantes de volúmenes encuadernados en cuero; el moho se había ensañado duramente con ellos y en más de un lugar las pilas se habían derrumbado, vertiendo sobre el húmedo suelo un diluvio de pedacitos de papel ennegrecido por el tiempo. Doyle extendió la mano hacia el volumen que coronaba una especie de estalagmita, que le llegaba solamente hasta el pecho, pero en algún momento del pasado la lluvia había conseguido filtrarse por el techo y había derretido, o hecho germinar, la vieja encuadernación hasta convertir el libro en un bloque sólido. La intromisión de Doyle estaba enloqueciendo a toda una abundante población de arañas, por lo que apartó la mano y se dedicó a examinar un estante que contenía varios pares de botas momificadas.
Al notar un destello metálico en una de ellas, la examinó más de cerca y vio una fina cadena de oro sujeta al viejo cuero de la bota; una vez terminado su escrutinio resultó que la mitad de las botas tenían cadenas, aunque la mayoría eran de cobre y llevaban ya largo tiempo recubiertas de verdín.
—¿A qué vienen esas cadenas?
—¿Mm? Oh, es… algo tradicional en nuestros rituales y ceremonias el llevar en el tacón de la bota derecha una cadena. No sé cómo llegó a empezar dicha costumbre, e imagino que es sólo una pequeña excentricidad sin importancia, como los gemelos de ciertas sectas masónicas.
—¿Qué sabe exactamente sobre los orígenes de esa costumbre? —gruñó Doyle, ya que, al igual que con la observación de Byron sobre los pies descalzos y los suelos de tierra, le había parecido recordar algo al ver las cadenas—. ¡Piense!
—Veamos, caballero… no hace falta que me hable en tono tan iracundo…, pero en fin, creo que los miembros llevaban tales cadenas siempre durante el reinado de Carlos II…, Oh, naturalmente entonces no se limitaban a estar unidas al tacón igual que ahora, mediante una pequeña hebilla, sino que había un agujero en la bota y la cadena pasaba a través de la media o el calcetín y se anudaba alrededor del tobillo. Sólo Dios sabe la razón de ello…, con el paso de los años la costumbre se ha simplificado… para evitar la incomodidad y las rozaduras, claro…
Doyle había empezado a examinar uno de los estantes, con volúmenes de aspecto más bien conservado. Descubrió que estaban situados en un vago orden cronológico, que recordaba al de los distintos estratos que pueden hallarse en un suelo determinado, y que los volúmenes correspondiente al siglo dieciocho sólo narraban sucesos sin importancia, a través de los cuales era fácil percibir una relación cada vez más alejada de la marcha de la sociedad; una cena en la cual se esperaba a Samuel Johnson, pero a la que no compareció, una queja presentada sobre la adulteración de los vinos de oporto, una protesta ante la proliferación de los galones de oro y plata (fueran lo que fuesen) con que los hombres adornaban cada vez más profusamente sus sombreros…, pero cuando hubo logrado desenterrar los volúmenes superiores del siglo diecisiete, las anotaciones se hicieron de pronto cada vez más sucintas y crípticas, consistiendo generalmente en tiras de papel pegadas a los libros metidas en ellos, escaseando las que habían sido escritas directamente en el papel. No logró sacar gran cosa en claro de esos volúmenes más antiguos, que consistían, en su mayor parte, en listas hechas en código o mapas con nombres de calles incomprensiblemente abreviados, pero finalmente logró descubrir un volumen que parecía enteramente consagrado a lo ocurrido una noche, la del cuatro de febrero del año mil seiscientos ochenta y cuatro. Las tiras de papel habían sido garrapateadas con una premura y en lenguaje corriente, como si no hubieran tenido el tiempo necesario para utilizar un código.
El redactor o redactores de la narración parecían dar por sentado que quienes fueran a leerla se hallarían familiarizados con la situación, y se habían interesado únicamente en consignar los detalles.
«… Después le seguimos a él y a su infernal cortejo a través del hielo, desde las escalinatas de Pork-Chopp hasta Southwark —leyó Doyle en una de las tiras—, yendo nuestro grupo con gran habilidad en un Bote con ruedas, pilotado por B. y nuestro anónimo Informante. Y aunque tuvimos gran cuidado en evitar todo conflicto abierto estando en el río, y con la única pretensión de llevarles a tierra…, al no ser buena, por supuesto, la Conexión sobre el agua helada…, hubo problemas». Otro fragmento decía: «… por completo destruido y su líder muerto por el proyectil de una pistola en el rostro…». En el principio del volumen había una entrada, que había sido escrita directamente sobre la página: «Cuando estábamos a punto de hacer nuestra colación nocturna, consistente en salchichas y buey, apareció con gran tumulto y con voz lastimera nos apartó de la que iba a ser una de nuestras más delicadas cenas».
«Bueno, pandilla, ¿qué diablos ocurrió?», pensó Doyle. Lo de «cortejo infernal» sonaba bastante ominoso… ¿y qué significaba eso de «la Conexión»? Sin muchas esperanzas buscó el final del volumen y, de pronto, le llamó la atención una breve anotación escrita en las solapas del libro.
La leyó, y por primera vez durante todas sus aventuras e infortunios, sintió ciertas dudas sobre su salud mental.
La anotación decía: HAY ENDANBRAY. ¿ANCAY OUYAY IGITDAY? La letra era la suya, aunque la tinta se había vuelto tan borrosa como en todas las demás páginas del volumen.
Sintiendo un cierto mareo, se dejó caer sobre una pila de libros, que explotó en una nube de polvo bajo su peso, haciéndole derrumbarse de espaldas sobre otra pila que, desequilibrada por el golpe, le enterró en una masa de pergamino húmedo y medio desintegrado, por entre la cual se removía una gran cantidad de arañas y lepismas aterrorizados.
Y cuando el gigante, gritando de un modo ininteligible, se alzó de entre las ruinas como un Quinto Jinete del Apocalipsis, una verdadera encarnación de la Podredumbre coronada de insectos y papel enmohecido, el aterrado Moss salió corriendo.
El hombre, que en ese momento no sabía muy bien si era Doyle, Ashbless o algún miembro largamente difunto de la Hermandad de Anteo, echó a correr tambaleándose y salió de la sala de archivos, aún gritando y quitándose insectos de la barba, para cruzar el vestíbulo y llegar a la entrada. En la pared había colgado un reloj de cuco y, movido por un impulso irracional, aferró con sus grandes manos una de las cadenas del péndulo, arrancó de un tirón el contrapeso en forma de piña que colgaba de su extremo y luego, de otro tirón aún más poderoso, hizo pasar toda la cadena por el mecanismo del reloj, dejándola suelta. Después, bajó tambaleándose por la escalera, con la cadena entre los dedos y dejando tras él un reloj de cuco parado para siempre.
El calor que desprendía la plataforma de madera en llamas era muy fuerte, y cuando el doctor Romany se alejó unos pasos de ella, el aire nocturno le pareció repentinamente helado sobre el sudor de su cara. Apretó el puño y volvió a relajarlo, torciendo el gesto al sentir los pegajosos hilillos de sangre, que habían resbalado por su antebrazo durante los últimos minutos al usar repetidas veces su lanceta. Luego, con un hondo suspiro, se quedó inmóvil, deseando poder sentarse sobre la hierba; en ese momento le parecía que la sencilla libertad de sentarse sobre el suelo era la más apreciada e inestimable de la incontable multitud de cosas que se había visto obligado a perder cuando escogió la brujería.
Con gestos vacilantes, la vista fija aún más allá de la roja rueda de fuego perdida en la oscuridad, que parecía unida a él por su larga sombra, tomó de nuevo su lanceta y sacó de su bolsillo el cuenco cubierto de sangre seca, dispuesto a intentarlo una vez más.
Pero antes de que pudiera herir otra vez la ya exhausta vena de su brazo, una voz que parecía más bien el tañido de un arco de violín sobre una cuerda tensa graznó a su espalda.
—Veo zapatos.
Y en la voz había alegría salvaje e inhumana.
—También yo los veo —replicó otra voz parecida.
En el suspiro de Romany había agradecimiento a los viejos dioses mientras que, preparando su ánimo para la siempre desconcertante visión de los yags, se iba dando la vuelta.
Las ahora conscientes columnas de fuego habían tomado la vaga forma de siluetas humanas, de tal modo que una ojeada superficial las habría confundido con gigantes, que ardían agitando las manos sobre sus cabezas.
—Ahora los zapatos se vuelven hacia nosotros —resonó otra voz dominando el chasquido de las llamas—. Creo que deben de pertenecer a nuestro poco visible invocador.
Romany se lamió los labios, disgustado como siempre al comprobar que los elementales no eran realmente capaces de verlo.
—Cierto, esos zapatos pertenecen al que os ha invocado —dijo con voz firme.
—Oigo ladrar un perro —dijo uno de los gigantes de fuego.
—¿Ah, sí, un perro? —dijo Romany, ahora claramente enfadado—. Bien, estupendo. Claro que un perro sería incapaz de enseñaros el magnífico juguete tapado por una lona que hay a mi espalda, ¿verdad?
—¿Tienes un juguete? ¿Qué puede hacer?
—¿Para qué le haces tal pregunta a un perro? —replicó Romany.
Durante unos segundos las siluetas brillantes agitaron los brazos sin emitir sonido alguno y finalmente una de ellas dijo:
—Pedimos tu perdón, señor hechicero. Enséñanos ese juguete.
—Os lo enseñaré —dijo Romany, acercándose con paso oscilante hacia el objeto escondido por la lona—, pero no lo pondré en funcionamiento hasta que no me prometáis que haréis algo por mí. —Quitó la lona que ocultaba el village Bavarois, complacido al ver que todas las velas seguían brillando en sus lugares correctos tras las ventanas de las casas en miniatura—. Tal como podéis ver —explicó, intentando que en su voz no hubiera ninguna duda sobre el posterior funcionamiento del juguete, y con la esperanza de los yags fueran capaces de cumplir con su promesa—, es un pueblecito bávaro. Cuando funciona, todos los hombrecitos que veis ahí adentro caminan y los trineos se deslizan gracias a esos caballos que tiran de ellos… ¡mueven incluso las patas! Y estas muchachas danzan a los acordes de una graciosa melodía de acordeón.
Las enormes llamas se inclinaban sobre él, como si estuviera soplando un vendaval, y sus contornos ya no eran tan cuidadosamente humanos, lo cual indicaba que estaban empezando a ponerse nerviosas.
—P-p-p-ponlo en marcha —tartamudeó una de las siluetas.
Con mucha cautela el doctor Romany extendió la mano hacia el interruptor.
—Os dejaré que lo veáis funcionar durante un segundo —dijo—, y luego discutiremos lo que deseo de vosotros.
Y accionó el interruptor.
La máquina se estremeció levemente y empezó a emitir una musiquilla, a cuyo ritmo las minúsculas figuras bailaron, caminaron y dieron vueltas. El doctor Romany desconectó el interruptor y se volvió, algo nervioso, hacia los yags.
Ahora eran solamente columnas de fuego indistinto, de las cuales salían despedidas al azar pequeñas llamaradas.
—¡Yaaah! —rugían un par de ellos—. ¡Yaaah! ¡Yaaah!
—¡Lo he parado! —gritó Romany—. ¡Mirad, lo he parado, ya no funciona! ¿Queréis verlo otra vez en funcionamiento?
Las llamaradas fueron extinguiéndose y las columnas de fuego cobraron nuevamente un tosco aspecto humano.
—Vuelve a conectarlo —dijo una de las columnas de fuego.
—Cuando hayáis hecho lo que deseo —dijo el doctor Romany, limpiándose la frente con la manga—, lo pondré en funcionamiento.
—¿Qué deseas?
—Quiero que aparezcáis en Londres mañana por la noche; los fuegos de sangre y coñac estarán dispuestos para serviros de guía, y quiero que os acordéis bien de este juguete, y penséis que, cumpliendo con lo pedido, podréis verlo funcionar todo el tiempo que os plazca.
—¿Londres? Ya nos pediste eso hace tiempo.
—Sí, os lo pedí en el año mil seiscientos sesenta y seis —asintió Romany—. Pero no fui yo quien os lo pidió entonces, fue Amenofis F…
—Era un par de zapatos. ¿Cómo podemos distinguir un par de otro?
—Supongo que no tiene importancia —murmuró el doctor Romany, con una vaga sensación de haber sido derrotado—. Pero debe ser mañana por la noche, ¿lo habéis entendido? Si lo hacéis en un momento o en un lugar equivocados, entonces no podréis tener el juguete y no volveréis a verlo nunca más.
Las columnas de llamas se agitaron inquietas; los yags no sentían demasiada inclinación a la puntualidad.
—¿N-n-no volveremos a verlo nunca más? —canturreó una de las columnas, con una voz medio llorosa medio amenazante.
—Nunca —afirmó Romany.
—Queremos ver cómo funciona el juguete.
—Muy bien. Entonces, cuando veáis los fuegos guía debéis venir a toda prisa y hacerlos crecer. Quiero que os volváis locos en ese momento, que estéis furiosos.
—Entonces, nos volveremos locos y estaremos furiosos —repitió un yag con cierta satisfacción.
Romany, aliviado, dejó que sus hombros se relajaran levemente, pues la parte más dura ya había terminado. Ahora sólo era necesario esperar cortésmente a que los yags se fueran, y la hoguera se habría convertido nuevamente en una simple hoguera. Unos segundos después, los únicos ruidos que se percibían eran el chasquido de las llamas, algún seco estampido causado por un tronco que se partía en una explosión de chispas y, cuando el viento soplaba del norte, la apagada conversación de las ranas.
Y, de pronto, en la oscuridad que circundaba el campamento, resonó un grito.
—¿Dónde te escondes, Romany o como te llames? ¡Muéstrate, hijo de perra, a no ser que el precio a pagar por la hechicería te haya convertido en un eunuco tembloroso!
—¡Yaaah! —exclamó uno de los yags, aumentando su resplandor al tiempo que perdía casi totalmente sus contornos humanos—. ¡Los zapatos son de un eunuco tembloroso!
De la columna en llamas emergió un chorro de pavesas, acompañado de un rugido que parecía una risotada.
—¡Jo, jo! —chilló otro yag—. ¡El joven cabeza rizada quiere apagar a nuestro invocador! ¿Notáis el sabor de su ira?
—¡Quizá quiera poner en funcionamiento el juguete para nosotros! —gritó otro yag, perdiendo toda consistencia humana en su salvaje alegría.
El doctor Romany se volvió con cierto pánico hacia el aún invisible intruso, extremadamente consciente de que los elementos del fuego estaban a punto de perder todo control y provocar un desastre.
—¡Richard, Wilbur! —gritó—. ¡Maldita sea, coged a ese hombre que hay al sur y hacedle callar!
—Avo, rya —gimoteó una lastimera voz gitana en la oscuridad.
—Si queréis calmaros un poco —rugió Romany volviéndose hacia los yags, que estaban lanzando tentáculos llameantes en todas direcciones—, pondré en funcionamiento otra vez el juguete.
Ahora, Romany estaba enfadado, aparte de asustado, y no era tanto la intrusión lo que le irritaba como el hecho de que los yags pudieran ver al intruso…, e incluso leer su mente dentro de ciertos límites.
—Esperad un instante —ordenó una de las columnas de fuego, dirigiéndose a sus compañeras—. Los zapatos van a poner en marcha otra vez el juguete.
Lentamente, y con cierta reluctancia, los yags adoptaron nuevamente una apariencia más o menos humana.
No se habían oído más gritos desde el extremo sur del campamento, y Romany se calmó un poco, con la cabeza algo confundida todavía por la rapidez de la crisis. Cuando se volvió nuevamente hacia el village Bavarois había recobrado casi toda su confianza.
Y justo cuando Romany extendía la mano hacia el interruptor principal, Richard apareció corriendo como un loco. Los labios del viejo gitano estaban retorcidos en un gesto de terror al verse tan cerca de los yags, pero fue en línea recta hacia el doctor Romany y, acercando la boca a la oreja del hechicero, le habló en un susurro casi inaudible.
—El h-hombre que gritaba, rya… era vuestro lord gorgio, que ha vuelto a casa demasiado temprano.
Romany sintió como todos sus músculos se aflojaban, y su tenue confianza desapareció tan bruscamente como la tinta fresca es borrada de la página por un vaso de agua helada.
—¿Byron? —murmuró, deseando estar absolutamente seguro de su derrota.
—Avo, Byron —se apresuró a responder Richard en otro murmullo—. Ahora lleva ropas distintas y también tiene dos pistolas en un estuche. Quiere combatir en duelo con el rya, pero hemos conseguido atarlo.
El gitano le hizo una reverencia y luego salió corriendo frenéticamente hacia las tiendas medio ocultas por la oscuridad.
«Es el fin —pensó Romany, aturdido, mientras extendía la mano automáticamente hacia el interruptor—. Habrá encontrado alguien que conocía al auténtico Byron, y fuera quien fuese ha conseguido despertarle y romper mi control».
Movió el interruptor y lo mantuvo en funcionamiento durante unos segundos; los muñequitos se movían al son de la música, que resonaba extrañamente en el silencio nocturno de los campos desiertos. Cuando los yags empezaron a rugir y bailotear siguiendo el ritmo, detuvo nuevamente el juguete.
—¡He cambiado de opinión! —gritó—. He decidido que podéis quedaros el juguete esta misma noche y no hace falta que os ocupéis de Londres. —El Amo, recordó con abatimiento, había dicho que el incendio de Londres por sí solo, de no producirse en sincronía con el hundimiento de las finanzas británicas y el escándalo del regicidio, resultaría como mínimo un golpe incapaz de acabar con el Imperio, y supondría, además, la pérdida de todos los valiosos preparativos que se habían hecho hasta ahora—. Esperad hasta que mis hombres lo carguen en una carreta y después lo llevarán hasta el principio del bosque, cruzando los páramos, para que así podáis gozar de él donde…, eh… donde haya el espacio suficiente.
La voz de Romany, abatido y exhausto, carecía de toda entonación, pero los yags ardían ahora con secos estampidos, semejantes a barriles de pólvora que detonaran uno tras otro.
—Calmaos un poco mientras sigáis en el campamento —les dijo—. Esperad hasta haber llegado al bosque. ¡Escuchadme, maldición, o de lo contrario os quedaréis sin el juguete!
«Al menos, aún podemos explorar la posibilidad del viaje en el tiempo —se dijo, mientras se volvía para llamar a Wilbur y Richard—, al menos aún no debo informar sobre un fracaso total».
—Estoy seguro de que tienen cerrado durante la noche —le dijo por tercera vez el cochero—, pero siempre puedo llevarle a Long Alley. Conozco una señora muy buena que sabe leer la palma de la mano y…
—No, gracias, —replicó Doyle, abriendo la puertecilla del carruaje.
Encorvando su enorme cuerpo logró salir y bajó cuidadosamente al suelo, pues el cochero, algo bebido, no se había tomado la molestia de echar el freno. El aire cortaba como un cuchillo y el ver las llamas parpadeando a lo lejos, tras las oscuras tiendas de los gitanos, hacía que la idea de entrar en el campamento fuera algo más atractiva.
—De todos modos, señor, lo mejor sería que le esperase —dijo el cochero—. Estamos muy lejos de la calle Fleet y en este lugar no hay modo de conseguir un carruaje.
El caballo pateó el suelo con impaciencia.
—No, váyase, volveré a pie.
—Si está seguro de ello…, pues buenas noches.
El cochero hizo chasquear su largo látigo y el carruaje se agitó oscilando sobre el suelo desigual. Unos segundos después, Doyle pudo oír el ruido de las ruedas al pisar el pavimento de Hackney Road, dirigiéndose de nuevo hacia el tenue resplandor del suroeste, donde estaba la ciudad.
Desde el campamento de Romany le llegaba el tenue sonido de voces incomprensibles.
«Supongo que Byron ya estará ahí —pensó—; el sastre dijo que se había ido de la tienda como mínimo media hora antes de que llegara yo y, tras haber recogido sus ropas y su calzado, sólo se entretuvo el tiempo necesario para indagar dónde se hallaba el armero más cercano».
Cuando Doyle logró encontrar a ese armero, Byron ya no estaba allí, y con algunos de los soberanos de oro que Romany le había entregado, según le explicó el comerciante, había comprado un juego de pistolas para duelo. Después de eso, Doyle se vio obligado a preguntarle a un agente de policía dónde se encontraba en esos momentos el campamento gitano del doctor Romany, mientras que Byron ya conocía el camino.
«Maldito imbécil —pensó Doyle—, le avisé de que las pistolas no sirven de nada contra gente como Romany. —Avanzó dos pasos hacia las tiendas iluminadas por las llamas y se detuvo—. Exactamente, ¿qué esperas hacer ahí? —se preguntó—. ¿Rescatar a Byron, caso de que aún siga vivo? La policía es quien debe encargarse de ello. ¿Hacer algún tipo de trato con el doctor Romany? Oh, claro, perfecto, resultaría muy útil enterarse de la situación exacta del agujero del año mil ochocientos catorce que los empleados de Darrow usarán para volver a mil novecientos ochenta y tres, de tal modo que pueda estar ahí y salir corriendo para coger a uno de la mano cuando falte un segundo para que se cierre el agujero… pero si Romany cree que sé algo interesante para él, se limitará a cogerme prisionero y no hará ningún trato conmigo».
Doyle movió los hombros y apretó los puños, sintiendo cómo los músculos se tensaban contra la tela de su camisa.
«Claro que esta vez —pensó con cautelosa satisfacción— quizá no le sea tan fácil dominarme… Me pregunto qué tal le irá a Cara-de-Perro Joe con mi viejo cuerpo. Supongo que al menos ahora no deberá preocuparse por la calvicie y eso ya es algo».
Sintió que se aproximaba otro ataque de vértigo, así que agitó la cabeza con vigor, aspirando varias bocanadas del gélido aire nocturno y se puso en marcha a través de la hierba.
«Me limitaré a echar un vistazo sin que me descubran —se dijo—, con toda la cautela posible; ni tan siquiera hace falta que me aproxime a las tiendas».
De pronto, se le ocurrió una idea y se detuvo. Luego sonrió, meneando la cabeza, y se puso nuevamente en marcha, pero un segundo después volvió a pararse.
«¿Y por qué no? —se dijo—. De momento, un buen montón de cosas aparentemente insensatas han resultado ser verdad, así que ¿por qué no probar al menos?».
Se sentó sobre la hierba, se quitó el zapato derecho, y con el cortaplumas de Cara-de-Perro Joe, o posiblemente de Benner, hizo un agujero en la costura posterior del zapato. Luego se quitó el calcetín, saco de su bolsillo la cadena del reloj de cuco, ató un extremo a su tobillo y volvió a ponerse la bota. Ayudándose con la hoja del cortaplumas, no le resultó demasiado difícil hacer pasar el otro extremo de la cadena por el agujero, de tal modo que al final tuvo unos treinta centímetros de cadena asomando por la bota y en contacto con el suelo. Se puso en pie y siguió avanzando hacia las tiendas.
Los yags se hicieron más brillantes y se inclinaron hacia el sur, por encima de las tiendas.
—Mirad al hombre confundido —dijo uno de ellos—. Viene aquí y no sabe lo que desea.
—Ni tan siquiera sabe quién es —añadió otro de los yags, aparentemente muy interesado.
El doctor Romany se volvió hacia el sur, donde pudo distinguir las borrosas siluetas de Wilbur y Richard, que estaban unciendo un caballo a la carreta.
«No pueden estar leyendo la mente de ninguno de los dos —pensó—, debe de ser el ka de Byron, con la cabeza llena de recuerdos contradictorios e instrucciones confusas, irradiando un aura de incertidumbre. Si sus emociones siguen poniendo nerviosos a los yags, tendré que decirle a Wilbur que le duerma a golpes un buen rato…, o quizá será mejor que le mate. Ya no sirve de nada».
Doyle sintió las breves intrusiones en su mente, como las manos o los ojos de los niños traviesos que, encontrando la puerta de la biblioteca sin el cerrojo puesto, se meten a la carrera en su interior para tocar las cubiertas de los libros y contemplar boquiabiertos sus polvorientos dibujos.
Meneó nuevamente la cabeza, intentando despejarse.
«¿Qué estaba haciendo ahora? Oh, sí, claro…, estaba explorando el campamento para ver dónde se encuentra el precioso juguete que…, ¡no! Byron y Romany. Pero —se preguntó inquieto—, ¿a qué viene el pensar justo ahora en un juguete? Sí, un juguete maravillosamente complicado, lleno de hombrecitos y caballos, que corren hábilmente por pequeños senderos pintados y…».
Le latía el corazón cada vez más fuerte, y sentía deseos de lanzar enormes bolas de fuego a través de los campos en tinieblas.
—¡Yaaah!
El rugido había sonado ante él y, en el mismo instante en que lo oyó, las llamas que había tras las tiendas aumentaron de intensidad.
A lo lejos, oyó una voz más normal, gritando.
—¡Richard, date prisa!
Doyle pensó que fuera lo que fuese, allí estaba ocurriendo algo que tenía a todo el mundo muy ocupado. Echó a correr hacia adelante, tan encogido como le fue posible y manteniendo la negra masa de una tienda entre él y las llamas. Unos segundos después estaba agazapado detrás de una tienda, altamente complacido al darse cuenta de que no jadeaba en lo más mínimo.
Las extrañas presencias, que parecían destellos luminosos, rozaron de nuevo su mente y oyó un salvaje rugido que decía:
—¡Su nuevo cuerpo corre mejor!
«¡Dios mío —pensó Doyle, sintiendo las palmas de las manos repentinamente cubiertas de sudor—, ahí hay alguien que me lee la mente!».
—¡No os preocupéis por él! —gritó de nuevo la voz, y Doyle comprendió que difería de los rugidos, sencillamente, porque era humana—. ¡Está bien atado! ¡Si queréis el juguete es necesario que os calméis!
—Los zapatos no son nada divertidos —canturreó otra de las voces inhumanas.
«Debo largarme a toda prisa», pensó Doyle poniéndose en pie y volviéndose hacia el camino por el que había llegado.
—¡Richard! —gritó la voz que ahora Doyle sospechaba pertenecía al doctor Romany—. Dile a Wilbur que se quede con él…, con Byron, y que esté listo para matarle apenas yo lo ordene.
«No le debo nada —pensó Doyle vacilante—. Bueno, de acuerdo, me invitó a comer y me dio un par de soberanos…, pero, qué diablos, para empezar el dinero era de Romany… De todos modos, no tenía por qué haberme ayudado, claro… Pero yo le avisé de que no volviera aquí… oh, no creo que le pase nada, no se muere hasta mil ochocientos veinticuatro… en la historia que yo recuerdo, claro está… Naturalmente que en esa historia Byron no se encontraba en Londres en el año mil ochocientos diez… oh, bueno, de acuerdo, supongo que, como mínimo, puedo echar un vistazo».
Unos cuantos metros a su derecha se alzaba un viejo castaño, que servía como punto de apoyo a unas cuantas sogas unidas a las tiendas. Doyle avanzó rápidamente de puntillas hacia él y, alzando la vista, distinguió una rama que daba la impresión de poder aguantar su peso. Dio un salto y se agarró a ella.
La cadena que sobresalía de su bota derecha quedó bruscamente suspendida en el aire, sin tocar ya el suelo.
—¡Ha desaparecido! —exclamó uno de los yags, su voz convertida en un insoportable chirrido por el asombro.
—¡Wilbur! —aulló Romany—. ¿Sigue Byron ahí y está consciente?
—¡Avo, rya!
«Entonces —se preguntó Romany—, ¿qué está diciendo el yag? ¿Sería posible que hubiera un desconocido rondando por el campamento? Bueno, de ser así supongo que ahora ya se ha marchado».
Richard había estado luchando con la carreta para llevarla hasta el village Bavarois; una vez lo hubo logrado bajó de un salto para examinar el juguete.
—¿Puedes subirlo tú solo a la carreta? —ladró Romany, cada vez más nervioso.
—C-creo que no, rya —dijo Richard con voz algo temblona, apartando cuidadosamente la mirada de los inquietos gigantes de fuego.
—Tenemos que sacarlos del campamento sin perder ni un segundo… —¡Wilbur, mata a Byron y ven aquí!
Richard torció el gesto. Había matado a varios hombres durante el curso de su vida, pero cada vez se había tratado de una pelea desesperada, una situación en la que no había otro remedio, y donde las oportunidades estaban más o menos equilibradas; y sólo la idea de que si no hubiera actuado de ese modo habría sido él quien muriera le había mantenido en pie durante las interminables horas de temblores y náuseas horrorizadas que habían seguido a cada una de esas muertes. El frío acto de cortarle el cuello a un hombre maniatado se encontraba más allá de su capacidad; no era tan sólo que fuera incapaz de hacerlo, comprendió, sino que no hubiera podido ni verlo. De hecho, pensaba con abatimiento, era algo que no podía consentir…
—¡Espera, Wilbur! —gritó, y cuando Romany se volvió hacia él con expresión iracunda, Richard alargó la mano hacia el interruptor que controlaba el village Bavarois, empujándolo hacia adelante…, y luego, con un pequeño esfuerzo, lo rompió.
Apenas hubo oído al doctor Romany dando la orden de matar a Byron, Doyle había empezado a reptar por una rama casi horizontal, esperando ver al tal Wilbur y poder arrojarle algo, no sabía demasiado bien el qué. Pero todavía no había aprendido a calcular adecuadamente el peso de su nuevo cuerpo, y la rama, que se habría limitado a doblarse un poco bajo el peso de su antiguo cuerpo, empezó a torcerse rápidamente, con un gemido que fue subiendo de tono hasta el chirrido y, finalmente, con una salva de secos crujidos, se desgajó por completo del tronco.
La gruesa rama y su jinete atravesaron el techo de la tienda destruyendo la cocina de los gitanos: cucharas, platos, cazuelas y sartenes añadieron su salvaje estruendo al desgarrarse de la lona y al pesado golpe final contra el suelo. Unos instantes después, el revuelo interior de la tienda empezaba a iluminarse rápidamente por las llamas que habían hecho presa en los pliegues de lona.
Doyle salió rodando de la tienda derrumbada y se encontró sobre la hierba. Las columnas de fuego, que se veían detrás de las tiendas, oscilaban y rugían como si alguien les hubiera echado gasolina encima, y Doyle pensó que, cuando estaba en el árbol le había parecido ver en esas llamas unos contornos humanos, y que todo había sido obra de su imaginación.
Se puso en pie de un salto, dispuesto a salir corriendo en cualquier dirección para evitar el peligro; apenas su pie encadenado tocó el suelo, sintió otra vez los suaves contactos en el interior de su mente y oyó gritar a una de las voces inhumanas.
—¡Ahí está otra vez!
—¡Hola! —dijo una voz similar—. ¡Brendan Doyle, ven a ver nuestro juguete!
—¿Doyle está aquí? —oyó chillar a Romany.
—¡Yaah! —rugió algo con tal fuerza que Doyle sintió cómo los dientes le castañeteaban y una columna de llamas, que había adoptado súbitamente la posición horizontal, dio un increíble salto de treinta metros y convirtió una de las tiendas en un infierno de fuego.
Por encima de los alaridos de los gitanos, que huían de la tienda incendiada, Doyle creyó oír el tenue sonido de un acordeón y un organillo tocando una alegre melodía.
Rebotando como un saltamontes sobre sus suelas con resortes, el doctor Romany se apartó del incendio, mirando como enloquecido en todas direcciones, y se quedó parado de golpe al ver a Doyle, inmóvil junto a la tienda donde antes estaba la cocina, ahora envuelta en llamas.
—¿Quién eres tú? —jadeó, y luego, con un gruñido, dijo—: No importa… —El jadeante y sudoroso hechicero extendió una mano con los dedos rígidos hacia las llamas, como si pensara sacar energía de ellas y luego señaló con su otra mano hacia Doyle—. Muere —le conminó.
Doyle sintió una ola de frialdad que le golpeaba, congelando su corazón y sus entrañas, pero un instante después la ola de frío corrió como una marea que se retiraba a toda velocidad por su pierna derecha, atravesando su pie y hundiéndose en el suelo.
Romany se le quedó mirando, atónito.
—¿Quién infiernos eres tú? —murmuró, retrocediendo un paso.
Metió la mano en su cintura y sacó de su levita una pistola de cañón muy largo.
El cuerpo de Doyle pareció reaccionar por voluntad propia; se lanzó hacia adelante en un rápido salto y extendió su pierna derecha, hundiendo su pie como si fuera un pistón metálico en el pecho de Romany. El hechicero fue catapultado hacia atrás y aterrizó de espaldas a dos metros. Doyle aflojó los músculos cuando aún se encontraba en los aires, y aterrizó con el cuerpo medio flexionado, mientras cogía la pistola al vuelo con su mano izquierda.
—¿Rya? —dijo una voz a su espalda—. ¿Quieres que mate a Byron o no?
Doyle se volvió en redondo y vio a un gitano, con un cuchillo en la mano, inmóvil en la entrada de una tienda cercana, intentando ver algo en la oscuridad y la confusión de los fuegos. El hombre acabó distinguiendo al hechicero, que se debatía en el suelo y, volviéndose rápidamente, se metió otra vez en la tienda.
Con dos veloces zancadas, Doyle cubrió la distancia que le separaba de la tienda y apartó de un manotazo la lona, justo a tiempo para ver cómo el gitano alzaba el cuchillo sobre la garganta de Byron, que estaba tendido en un catre, maniatado y con una mordaza en la boca. Antes de que su mente hubiera tomado la decisión de disparar, Doyle sintió cómo su brazo temblaba por el retroceso de la pistola y, a través de la humareda, vio al gitano que se derrumbaba contra la lona, con un hilillo de sangre manando de su sien, donde ahora había un pequeño agujero.
Con los oídos zumbándole todavía a causa del disparo, Doyle se lanzó hacia adelante, tomó el cuchillo de entre los dedos del muerto y cortó las sogas que ataban las muñecas y los tobillos de Byron.
El joven lord se incorporó en el catre y se arrancó la mordaza de la boca.
—Ashbless, le debo la vida…
—Tome —replicó Doyle, metiéndole el cuchillo entre los dedos—. Tenga cuidado, esta noche ocurren cosas muy extrañas por aquí…
Doyle salió corriendo de la tienda, con la esperanza de coger a Romany mientras éste seguía indefenso y medio inconsciente en el suelo, pero el hechicero había desaparecido.
Ahora casi todas las tiendas ardían, y Doyle vaciló durante unos segundos, intentando decidir qué dirección sería la más segura para salir huyendo. De pronto, frunció el ceño intentado comprender lo que veía, pues, sin saber cómo, el espectáculo que presenciaba sólo podía deberse a un grosero error de perspectiva: había visto a dos… ¡no, a tres!… hombres envueltos en llamas, de unos diez metros de alto como mínimo, corriendo y saltando enérgica y casi alegremente por encima de la hierba, yendo y viniendo de las tiendas al camino. Un instante después, otras dos siluetas pasaron ante él, corriendo con una velocidad que a Doyle le pareció más digna de cometas que de seres humanos.
«Creo que lo mejor será largarnos por la parte norte del campamento y lo más de prisa que podamos —pensó Doyle, pero al volverse en aquella dirección vio que las siluetas llameantes también se encontraban allí—. ¡Dios mío, sean lo que sean están corriendo en círculos alrededor del campamento!».
Se volvió nuevamente hacia el sur y en un instante dos cosas le quedaron bien claras: las siluetas eran ahora demasiado numerosas y corrían demasiado de prisa, con lo que no había ninguna esperanza de poder cruzar el círculo delimitado por su carrera… y la rueda llameante que formaban se estaba estrechando cada vez más.
«Romany hizo venir a esas cosas —pensó Doyle desesperado—, y si ahora resulta que no puede hacerlas volver no será porque yo tenga miramientos en retorcerle el brazo… o el cuello, si hace falta. Tiene que estar metido en una de las tiendas…».
Doyle salió corriendo hacia la tienda más cercana, su sombra fragmentada por las llamas, que giraban locamente a su alrededor.