5

Casi todas las personas rompen la cáscara de los huevos después de haber comido su contenido. En el principio, ello se hacía para evitar que fueran usadas como barcas por las brujas.

FRANCIS GROSE

En la noche del sábado el Covent Garden tenía un aire totalmente distinto al que presentaba por la mañana; estaba casi igual de concurrido y, desde luego, no era menos ruidoso, pero donde doce horas antes se habían visto hileras de carros alineados junto a la acera, ahora se veían rodar los más elegantes faetones, tirados por caballerías cuidadosamente elegidas por su talla y color, a medida que la aristocracia del West End iba llegando de sus casas, en la calle Jermyn y en Saint James, para acudir al teatro.

Cada dos minutos, el pavimento era frenéticamente barrido por hombres cubiertos de harapos, cada uno de los cuales se encargaba con celoso ardor de la porción de calzada que tanto le había costado ganar, y que mantenía limpia para evitar cualquier tropezón de las damas y caballeros que lo pisaban. El pórtico dórico del Covent Garden, reconstruido el año pasado tras haberse quemado hasta los cimientos en 1808, alzaba su imponente estructura con mucha mayor elegancia a la luz de los faroles y el dorado brillo de sus candelabros, que no bajo la claridad del sol.

Los hombres que barrían la calle y la acera al menos hacían algo a cambio de los peniques y chelines que recibían, pero en la calle había también mendigos puros y simples. Uno de los que tenían mayor éxito era un hombre de cuerpo rechoncho y algo deforme, que iba y venía por la acera sin pedir nunca nada, pero mordisqueando con expresión desesperada un mendrugo de pan rancio cada vez que alguien le miraba. Y si una dama movida por la piedad le pedía a su acompañante que indagara de ese pobre desgraciado cuál era su calamidad, aquella ruina humana, de ojos hundidos en las cuencas, se limitaba a llevarse la mano a la boca y al oído, indicando con ello que no podía ni oír ni hablar, concentrando nuevamente su atención en el repugnante mendrugo que sostenía. Su calamidad parecía mucho más auténtica al ser explicada con tal laconismo, y por ella recogía tal cantidad de monedas (incluyendo varias coronas y, hecho sin precedentes, incluso un soberano de oro), que cada diez o veinte minutos tenía que vaciar sus bolsillos en la bolsa de Marko.

—Ah, Tom el Simple —exclamó Marko en voz baja, cuando Doyle apareció una vez más en el callejón donde le aguardaba. Extendió su bolsa de arpillera y Doyle empezó a sacar puñados de monedas de sus bolsillos, echándolos en el interior de la bolsa—. Amigo, lo estás haciendo de maravilla. Ahora escúchame: me voy al callejón de Malk, junto a la calle Bedford, y estaré allí durante la media hora siguiente. ¿Me has entendido?

Doyle asintió.

—Sigue así y tose de vez en cuando. Tienes una tos realmente increíble…

Doyle asintió de nuevo, le guiñó el ojo y volvió a la calle.

Era su sexto día de mendicidad y todavía estaba sorprendido de lo bueno que había resultado en dicho oficio, y lo descansada que era tal forma de vida. Incluso ya no le molestaba tanto el levantarse al amanecer y caminar unos quince kilómetros cada día, cubriendo las dos direcciones del río al oeste del puente de Londres, pues el apetito que le despertaban tales paseos resultaba siempre ampliamente saciado por las cenas en casa de Copenhague Jack, en la calle Pye, y el capitán no ponía objeción alguna a que sus mendigos hicieran alguna que otra parada en las tabernas para tomarse una pinta o echaran una breve siesta en los puentes sin utilizar, que unían los tejadillos de algunas casas viejas, o entre las barcazas cargadas de carbón que había junto al puente.

Pero el maquillaje estaba empezando a irritarle la piel. Jacky había tenido la idea de exagerar todavía más la ya pálida complexión de Doyle, hasta el punto de hacerle parecer medio muerto de hambre mediante un paño blanco atado a la cabeza, como si le dolieran las muelas, con una gorra negra y una bufanda roja en el cuello y aplicando luego un poco de pintura rosada alrededor de los ojos, con lo que su rostro parecía aún más exangüe.

—Te da un aspecto lamentable —había dicho Jacky, mientras aplicaba el maquillaje en el rostro de Doyle—, y si Horrabin te viera espero que eso impedirá que te reconozca.

Jacky tenía cada vez más intrigado a Doyle. A veces, el joven daba, en algunos de sus gestos y expresiones, una curiosa impresión de afeminado y lo que resultaba muy claro era que no tenía ni el más mínimo interés en las mujeres, pero el miércoles, después de cenar, cuando un Caballero Arruinado, de belleza algo marchita, le había acorralado en un rincón llamándole su cosita linda e intentando besarle, Jacky no había reaccionado con una firme negativa, sino con disgusto, como si todo el asunto le hubiera parecido un insulto o una falta de cortesía. Y Doyle no lograba entender por qué un hombre joven, con la inteligencia de Jacky, se conformaba con mendigar para ganarse la vida, incluso en una organización relativamente tan agradable como la del capitán Jack.

Doyle no tenía la intención de quedarse mucho tiempo con ellos, desde luego. Faltaban tres días para el martes once de septiembre, el día en que William Ashbless llegaría a Londres, y Doyle estaba decidido a conocerle, a trabar amistad con el poeta y luego, aunque no sabía muy bien cómo, a conseguir que Ashbless (famoso siempre por su desprendimiento) le ayudara a encontrar algún tipo de trabajo decente. Sabía que Ashbless llegaría al muelle de Londres en la fragata Sandoval, a las nueve de la mañana, y que a las diez y media escribiría el primer borrador de su poema más conocido, «Las Doce Horas de la Noche», en una sala de la cafetería Jamaica. Doyle tenía la intención de ahorrar un poco de dinero, comprar un traje aceptable y presentarse allí. Habiendo estudiado tan profundamente al poeta, Doyle tenía la sensación de conocerle ya bastante bien.

Pero no se había permitido considerar la posibilidad de que Ashbless no pudiera, o no quisiera ayudarle.

—Dios santo, Stanley, ¡fíjate en esa pobre criatura! —dijo una dama al bajar de su carruaje—. Dale un chelín.

Actuando como si no la hubiera oído, Doyle empezó a mordisquear nuevamente el sucio mendrugo que le había dado el capitán Jack hacia ya seis días. Stanley se estaba quejando de que si le daba un chelín a Doyle no tendría el dinero suficiente para tomar una copa antes del espectáculo.

—¿Acaso aprecias más tu sucio licor que la salvación de tu alma? Ya veo que se trata de eso; me haces enfermar al oírlo. ¡Eh, el del pan, o lo que sea eso que comes! Págate una cena decente con esto.

Doyle tuvo buen cuidado de esperar hasta que ella se le acercó, y entonces levantó la vista sobresaltado, tocándose la boca y el oído con la mano. La dama le estaba alargando un brazalete.

—Oh, Stanley, fíjate, además no puede hablar ni oír… Ese pobre hombre se encuentra en una situación tan lamentable como la de un perro callejero.

Agitó el brazalete ante Doyle y éste lo cogió con una sonrisa de agradecimiento. La pareja avanzó nuevamente hacia el teatro, con Stanley gruñendo malhumorado; Doyle dejó caer el pesado brazalete en su bolsillo.

«Y luego —pensó, mientras seguía andando por la acera—, cuando Ashbless me haya echado una mano y pueda establecerme en este maldito siglo, si decido, tal y como supongo que haré, que prefiero volver a casa y a una época con anestesia, inspectores de salud pública, películas, cisternas de retrete y teléfonos, me pondré muy cautelosamente en contacto con el temible doctor Romany y haré algún trato con él, para que me diga dónde se encuentra uno de los próximos agujeros temporales. ¡Diablos, probablemente pueda engañarle para meterme dentro del campo cuando se cierre el agujero! Claro que deberé tener mucho cuidado para que no se entere de la existencia del gancho móvil y me lo quite. Me pregunto si será demasiado grande para que me lo trague…».

En los últimos minutos había estado carraspeando levemente, para prepararse, y al ver que una pareja elegantemente vestida se le aproximaba con paso lento y mesurado, Doyle dejó escapar su muy alabada tos. Intentaba no utilizarla con gran frecuencia, porque tendía a convertirse rápidamente de una ordalía simulada en un auténtico paroxismo, que le desgarraba los pulmones, y en los últimos días había estado empeorando. Doyle suponía que la había pillado gracias a su remojón de medianoche en el arroyo Chelsea hacía una semana.

—Santa Madre de Dios, James, ese cadáver ambulante está a punto de escupir sus entrañas sobre la calzada. Dale algo para que pueda tomarse una copa.

—Sería una pérdida inútil de dinero; estará muerto antes del amanecer.

—Bueno…, puede que tengas razón. Sí, creo que tienes toda la razón.

Había dos hombres apoyados en la verja de hierro que rodeaba el teatro. Uno de ellos sacudió su puro para tirar la ceniza, haciendo aparecer un brillante punto rojizo en las sombras.

—Se lo pregunté a una persona —le dijo a su compañero—, y se trata de un sordomudo llamado Tom el Simple. ¿Seguro que es él?

—El jefe está seguro.

El primer hombre miró hacia la calle donde estaba Doyle, ya recuperado de su tos, y fingiendo nuevamente que masticaba su mendrugo rancio.

—Pues no parece muy amenazador.

—Su simple existencia es una amenaza, Kaggs. No debería estar aquí.

—Supongo que tienes razón. —Kaggs sacó un largo cuchillo de hoja muy delgada del interior de su manga, y con aire distraído probó su filo con el pulgar, guardándolo luego otra vez—. ¿Cómo quieres hacerlo?

El otro hombre lo estuvo pensando durante unos instantes.

—No creo que sea muy difícil. Yo le empujo y le hago caer, y entonces tú haces como si le estuvieras ayudando. Deja que tu gabán le tape para que nadie lo vea, y luego le clavas el cuchillo junto al esternón, con la hoja bien perpendicular al hueso, y la sacudes un poquito. Por ahí hay una gran arteria y es imposible que no la encuentres; en unos segundos debería estar muerto.

—De acuerdo, vamos.

Arrojó su puro a la calzada y los dos se apartaron de la verja para dirigirse hacia Doyle.

Unos ojos rojizos ardían en el rostro cubierto de pintura. Horrabin dio dos ruidosas zancadas hacia adelante.

—Le están vigilando y ahora van a por él —dijo con un gruñido totalmente distinto de la voz aflautada que utilizaba normalmente—. ¿Estás seguro de que no son nuestros?

—Señoría, jamás los había visto antes —dijo uno de los hombres que estaban con él.

—Entonces, nada de esperar a que la gente entre en el teatro —siseó el payaso—. Coged a Tom el Simple ahora mismo. —Los tres hombres se alejaron rápidamente en pos de Doyle y sus dos perseguidores, mientras Horrabin golpeaba con una mano enguantada los ladrillos del callejón y murmuraba—: Maldito seas, Fairchild, ¿por qué no lo recordaste ayer?

«Tengo que volver a mil novecientos ochenta y tres antes de que esta tos me mate —pensó Doyle con desánimo—. Una inyección de penicilina o algo parecido me dejaría bien en un par de días, pero si se me ocurre visitar a uno de sus médicos es muy probable que el hijo de perra me recete sanguijuelas. Sentía otra vez un cosquilleo en la garganta, cada vez más insistente, pero lo resistió con un tozudo esfuerzo de voluntad. Me pregunto si tendré una buena neumonía… Demonios, ya no parece servirme ni tan siquiera para el negocio; nadie tiene ganas de darle limosna a un mendigo con el aspecto de irse a morir dentro de diez minutos. Quizá el capitán debería…».

La pierna de alguien se interpuso en su camino y antes de que pudiera apartarse le dieron un fuerte empujón por la espalda; Doyle cayó de bruces sobre los adoquines, despellejándose las palmas de las manos. El que le había hecho caer siguió andando sin detenerse, pero otra persona se inclinó sobre él.

—¿Estás bien? —preguntó el recién llegado.

Aturdido, Doyle empezó con su pantomima de sordomudo, pero un instante después una mano cubrió el rostro de Doyle, apretándole firmemente la mandíbula, en tanto que otra mano hundía un cuchillo en su hombro. Doyle distinguió el brillo fugaz de la hoja y se retorció de tal modo que ésta atravesó su chaqueta, rozando la piel, pero rebotó en su esternón sin hundirse demasiado. Intentó gritar, pero sólo logró emitir una especie de zumbido, ya que su atacante le seguía apretando la mandíbula, mientras que sus rodillas le mantenían aprisionado el brazo que tenía libre. La hoja se alzó para una segunda intentona.

Y de pronto algo chocó con el hombre, éste lanzó un «¡uuuf!» y dio una rápida voltereta hacia atrás, mientras su cuchillo rebotaba sobre los adoquines. Ahora había tres hombres junto a Doyle; dos de ellos le pasaron rápidamente las manos por las axilas, levantándole con un gruñido.

—Te hemos salvado el pellejo, Tommy —jadeó uno de ellos—. Ahora, ven con nosotros.

Doyle permitió que le llevaran al trote por donde había venido, dando por sentado que eran algunos mendigos de Copenhague Jack, que le rescataban, pero entonces vio la flaca silueta de Horrabin esperando en el callejón cercano, y comprendió que el doctor Romany le había encontrado.

Extendió un brazo y golpeó con el codo el estómago del hombre que le sostenía el brazo izquierdo; al derrumbarse, Doyle le dio un puñetazo en la garganta al hombre que le cogía por el brazo derecho. También él cayó, y Doyle se lanzó a correr hacia el sur, con la ilimitada energía que da el pánico, pues recordaba tan bien el puro de Romany que, por unos segundos, casi pudo notar su calor en el párpado. Detrás de él oía los pasos del tercer hombre, persiguiéndole.

Se encontraba ya fuera de la calle principal, y corría por un callejón. Los pasos de su perseguidor resonaban aterradoramente cercanos; vio una hilera de cajas, llenas con restos de verdura, apoyadas en una pared; extendió la mano al pasar, y las derribó. La inercia de su movimiento le hizo volverse en redondo y perder el equilibrio; cayó pesadamente al suelo, golpeándose primero la cadera y luego el hombro herido, pero las cajas habían caído directamente en el camino de su perseguidor. El hombre de Horrabin se enredó los pies en ellas y se estrelló con un satisfactorio golpe seco sobre los adoquines. Una vez caído se quedó inmóvil, había perdido el conocimiento, y quizá estaba muerto. Doyle se puso en pie, gimoteando, y se alejó cojeando todo lo aprisa que pudo del callejón.

Atravesó dos calles no tan anchas y siguió por el callejón durante otra manzana más hasta llegar a una acera del Strand, brillantemente iluminada, a sólo unas cuantas calles de La Corona y el Ancla. Su carrera le había hecho toser nuevamente, y antes de que pudiera controlar el acceso de tos, había ganado un chelín y una moneda de cuatro peniques. Cuando pudo respirar otra vez con no demasiada dificultad, empezó a caminar por el Strand en dirección oeste, pues, de pronto, se le había ocurrido que ésta era la noche del sábado en que Coleridge debía hablar en un principio, y Coleridge, aunque no estuviera en una posición capaz de permitirle ayudar a nadie, quizá pudiera echarle una mano a Doyle para regresar a la casa del capitán Jack sin que le vieran.

«Diablos —pensó Doyle—, puede que incluso me recuerde».

Sin hacer caso de las ventanas de los restaurantes y los escaparates iluminados ante los que pasaba, Doyle siguió andando a toda prisa por la acera, encorvando el cuerpo para no sentir tanto las dolorosas punzadas de su costado, cojeando y respirando con un leve silbido asmático. Vio cómo una mujer se apartaba de él con expresión temerosa y, de pronto, comprendió el grotesco aspecto que debía de tener con su maquillaje, sus harapos y su andar encorvado, de insecto malherido. Súbitamente avergonzado, intentó erguir el cuerpo y caminar más lentamente.

La multitud, que se apartaba presurosa ante él, le parecía una avalancha de sombras, una masa indefinida de figuras salidas de un teatro, pero cuando una silueta sorprendentemente alta apareció en un callejón para interponerse en su camino, Doyle no pudo sino verla. Un sombrero puntiagudo de color blanco coronaba una cabeza que parecía un huevo de Pascua cubierto de dibujos, y Doyle, con un jadeo, se volvió en redondo para echar nuevamente a correr, oyendo a su espalda el repiqueteo de los zancos sobre el pavimento.

Horrabin corría con gran facilidad sobre sus zancos y a cada paso cubría casi tres metros de calle, pese a verse obligado a evitar el tráfico; al correr emitía una casi musical serie de jadeos, en los que se alternaban el grave y el agudo. A Doyle, aterrado, el ruido le hizo recordar las sirenas de la Gestapo nazi en las viejas películas sobre la segunda guerra mundial.

Los jadeos de Horrabin hacían acudir a unos cuantos mendigos de callejas y portales; eran criaturas calladas, de aspecto musculoso, y dos de ellos avanzaron hacia Doyle, mientras un tercero se le acercaba desde el otro lado de la calle.

Al mirar por encima del hombro, Doyle distinguió fugazmente a Horrabin a sólo una de sus grandes zancadas de distancia, con el rostro sonriendo locamente, como el de un dragón chino, y una blanca garra extendida hacia él. Doyle se metió de un salto en un callejón lateral y rodó por el suelo, a punto de caer bajo los cascos de un caballo, que pasaba tirando de un carruaje. Logró ponerse en pie y subió de un salto al reborde lateral del carruaje, agarrándose con una mano a la ventanilla y con la otra al techo.

En el carruaje iban un hombre mayor y una muchacha.

—Por favor, vayan más aprisa —jadeó Doyle—. Me persiguen…

El anciano, irritado, había cogido un bastón de paseo del suelo del carruaje y, sacándolo por la ventanilla, golpeó con la punta el pecho de Doyle con toda la fuerza de quien da la primera tacada en el billar para dispersar las bolas. Doyle salió despedido del carruaje, como si le hubieran disparado un tiro, y aunque logró caer de pie, no tardó ni un segundo en perder el equilibrio para rodar sobre la calzada.

El viejo desecho humano que sólo tenía un ojo estaba acurrucado en un portal. Sus manos, parecidas al papel maché, aplaudieron en silencio.

—¡Ah, sí, sí! Y ahora, Doyle, al río… hay algo que deseo mostrarte en el otro lado —balbució la Suerte de Surreyside.

—¡Qué Dios nos ayude, le han disparado! —gritó Horrabin—. ¡Cogedle mientras aún respire, hatajo de chinches!

Doyle había logrado incorporarse, pero cada inhalación parecía partirle el pecho, y por unos segundos pensó que si empezaba a toser otra vez se moriría allí mismo. Uno de sus perseguidores estaba a sólo unos pasos de distancia, avanzando hacia él con una sonrisa confiada. Doyle metió la mano en el bolsillo, sacando el pesado brazalete y lo arrojó con todas sus fuerzas al rostro del hombre. Luego, sin pararse a comprobar el efecto que había tenido su acción, se dio la vuelta y, cojeando, fue hasta la otra acera y una vez en ella desapareció por un callejón.

—¡A menos que me lo traigáis, vais a convertiros en la cena de mañana! —graznó Horrabin, con gotitas de espuma brotando de sus labios escarlata, mientras su furia le hacía bailotear en la otra acera, como un pájaro carpintero enloquecido.

Uno de sus mendigos se lanzó hacia adelante, pero no había calculado bien la velocidad que llevaba un carro de la Compañía Chaplin, y cayó bajo los cascos de los caballos; antes de que el conductor pudiera frenarlos y detener el vehículo, una de las ruedas delanteras le habla pasado ya por encima. El tráfico se detuvo en toda aquella parte del Strand, mientras los conductores empezaban a chillarse unos a otros y, en más de un caso, se azotaban con sus látigos.

Horrabin bajó de la acera y empezó a caminar, abriéndose paso entre la confusión hacia el otro lado de la calle.

Doyle emergió de entre dos edificios y bajó a toda prisa una vieja escalera de madera para encontrarse en una especie de paseo hecho con tablones que corría a lo largo de la orilla. Fue lo más rápido que pudo hasta el extremo de uno de los muelles y se acurrucó tras una gran caja de madera; su respiración fue haciéndose gradualmente más lenta hasta que, por fin, fue capaz de cerrar la boca y no jadear más. El aire del río era más bien helado, y Doyle se alegró de que Copenhague Jack no obligara a sus mendigos a ir medio desnudos en invierno, por muy efectivo que ello resultara en el oficio. Se abrió un poco la chaqueta y la camisa y miró la herida; seguía sangrando, aunque no era demasiado profunda.

«Me pregunto quién demonios era ése —pensó—. No pudo ser nadie del doctor Romany y tampoco de Horrabin, pues Jacky me dijo que deseaban cogerme vivo a toda costa. Puede que fuera algún rival suyo… o quizá no fuera más que un lunático asesino trabajando en solitario, una especie de prototipo de Jack el Destripador».

Doyle se tocó cautelosamente la larga herida y dio gracias a Dios de que los hombres de Horrabin hubieran llegado en ese instante.

Se frotó el pecho y luego tragó aire con todo lujo de precauciones, apretándose los pulmones al hacerlo. Aunque sentía cierto dolor en el esternón, y sin duda estaba en camino de conseguir el mayor hematoma de su vida, al menos por el momento, no sintió ningún dolor interno; lo más probable era que el iracundo bastonazo del viejo no le hubiera roto nada. Dejó escapar el aire y se apoyó agotado en la caja, dejando que los pies le colgaran por encima del agua.

Los puntos amarillentos de las linternas, colgadas en los botes que pasaban, y sus reflejos formaban sobre las tinieblas del río un modelo parecido a un dibujo de Monet, y las luces de Lambeth eran una cadena reluciente en el horizonte. La luna, una rodaja que emitía un débil resplandor anaranjado, parecía colgar de la silueta del puente situado a un kilómetro hacia el este. Por detrás de él y a su derecha se encontraban las luces de Adelphi Terrace, con el aspecto de algún fantástico barco de recreo contemplado desde el nivel del agua; cuando la brisa paraba un poco, le llegaba un débil sonido de música.

Sintió que estaba a punto de sufrir un nuevo acceso de tos, pero el miedo le dio la fuerza necesaria para dominarlo al oír un lento y pesado golpeteo, que se aproximaba por encima de las tablas del paseo.

A Jacky le alegró que en el canal subterráneo el agua fluyera con tal rapidez que no fuera demasiado útil el timón, pues si éste hubiera girado en exceso hacia babor le habría dado en la cabeza, y si los ocupantes del bote hubieran estado haciendo algo, aparte de utilizar sus pértigas cada vez que la corriente les hacía aproximarse demasiado a los muros, quizá hubieran notado que llevaban una pasajera escondida. A medida que se acercaban al río, el agua que se arremolinaba alrededor de su cuello era cada vez más fría, y le estaba costando un auténtico esfuerzo impedir que sus dientes castañetearan. Intentaba mantener la cabeza muy por encima del nivel del agua, pues en su turbante llevaba una pequeña pistola y no deseaba que la pólvora se mojase. Las antorchas situadas en la proa y en la popa del bote parpadeaban en la brisa sulfurosa del túnel, a veces proyectando una tenue claridad rojiza y otras veces estallando en súbitas llamaradas, que iluminaban claramente las losas que formaban la bóveda del techo.

Cinco minutos antes estaba seca y caliente, cocinando unas salchichas en el hogar del Castillo de las Ratas de Horrabin, situado en la calle Maynard. Llevaba su atuendo de Ahmed, el Mendigo Hindú, con turbante, sandalias y túnica fabricada a partir de una colcha de brocado; se había teñido el rostro y las manos con aceite de nuez, y se había añadido una barba falsa a su habitual bigote postizo, pues había visto al exiliado Fairchild en el Castillo de las Ratas, y no quería que la reconociesen como perteneciente a la organización de Copenhague Jack. El doctor Romany había llegado una media hora antes, y tras haberse instalado en una silla, se había quitado sus extraños zapatos para quedarse inmediatamente absorto en un montón de informes portuarios.

Y entonces uno de los mendigos de Horrabin, un tipo corpulento y de rostro rojizo, había entrado sin aliento a causa de la carrera, y farfulló su mensaje casi antes de encontrarse dentro de la habitación.

—Doctor Romany… aprisa… El Strand, y yendo hacia el sur en dirección al río… le han disparado a un hombre.

—¿Qué? ¿A quién han disparado? —Romany se levantó de un salto sin perder tiempo para ponerse los zapatos con su viejo rostro contorsionado por la agonía. Luego se derrumbó en su asiento y se puso los zapatos con suela de resorte—. ¿Quién?, maldito seas —le preguntó con un ronco graznido.

—No lo sé… Simmons le vio y… me envió a buscarle. Dice que es el… el hombre por el que ha ofrecido usted una recompensa.

Romany ya tenía puestos los zapatos y se había atado los cordones. Volvió a levantarse de un salto y empezó a moverse ágilmente sobre los poderosos resortes de sus suelas.

—¿Cuál? No, debe de ser Cara-de-Perro Joe… Jamás se atreverían a disparar contra el americano. Bueno, ¿dónde está? ¿Has dicho en el Strand?

—Sí, señor. Y se dirige hacia el sur, por Adelphi. Señoría, resultaría más rápido coger el bote por el canal subterráneo hasta llegar a las Arcadas de Adelphi. Con las últimas lluvias hay mucha agua y la corriente es fuerte…

—Ve delante… y aprisa. Hace años que conozco al viejo Joe, y si no le han matado con el primer disparo, estoy seguro de que logrará huir.

Cuando los dos hombres bajaron a toda prisa la escalera del sótano, Ahmed, el Mendigo Hindú, se encontraba a sólo unos pasos de distancia, olvidándose por completo de sus salchichas.

«Al fin —pensó Jacky, mientras el corazón le latía con tal fuerza que parecía a punto de reventar, mientras se obligaba a mantener la distancia suficiente para que no pudieran verla, ni oír que les seguía—. Dios, que siga vivo, deja que me acerque lo bastante a él para meterle una bala en el cerebro… Y si pudiera tener un instante para hablar antes con él, para explicarle quién soy y la razón de que vaya a matarle…, si todo eso fuera posible, entonces al fin podría irme a casa».

Cuando llegaron al viejo muelle de piedra, situado en el sótano, hicieron falta unos segundos para que dos mendigos prepararan el bote y encendieran las antorchas. Mientras tanto, el doctor Romany contemplaba con impaciencia la oscura boca del túnel, y el ruido de los preparativos le permitió a Jacky cruzar con cautela el suelo de piedra y meterse sin hacer ruido en las negras y frías aguas. Los dos mendigos llevaron el bote junto al muelle para que el doctor Romany pudiera subir. En su borda había una serie de anillos que permitían cubrirlo con una lona, y Jacky pasó dos dedos por el interior de uno de esos anillos; cuando el bote fue empujado a fuerza de pértigas hasta el centro de la corriente, Jacky se dejó llevar con él.

—¡Ajá! —graznó la aguda voz del payaso—. Y ahora, ¿dónde está mi viejo amigo, Tom el Simple?

Cada vez que Horrabin avanzaba o retrocedía por encima de los tablones, se oía un golpe seco de madera contra madera. Aparte de ese ruido, sólo estaba el soplo ocasional de la brisa entre los aparejos de los botes atracados junto al muelle, y el lento agitarse del agua rozando los pilotes del embarcadero.

Doyle, sentado detrás de la caja, al final del embarcadero, permanecía tan inmóvil que ni siquiera respiraba, y empezaba a sentir ciertas dudas sobre si podría contenerse o se pondría en pie de un salto para gritar. «¡Basta ya, acabemos, estoy aquí y lo sabes muy bien!». En la voz del payaso había cierto matiz burlón, como si conociera perfectamente dónde se ocultaba Doyle.

El payaso siguió moviéndose y Doyle oyó el ruido de sus zancos sobre los tablones.

«Dios mío —pensó—, si esa cosa empieza a venir por el embarcadero hacia mí, saltaré al agua y echaré a nadar hacia Lambeth antes de que haya podido dar ni tres pasos». Y entonces se imaginó al payaso siguiéndole a través de las negras aguas, con Doyle volviéndose para ver por encima de su hombro ese rostro pintado y sonriente, que avanzaba con imposible rapidez, mientras él intentaba seguir nadando, pese a su hombro cada vez más dolorido. El latido de su corazón era tan fuerte que por unos segundos creyó que iba a romperle en pedazos, como un viejo edificio que cae bajo los golpes demoledores de un ariete.

—¡Horrabin! —el grito venía de su derecha—. ¿Dónde está?

Doyle comprendió, horrorizado, que esa voz era la del doctor Romany.

El payaso se rió en voz baja, y fue como si cien grillos enloquecidos chirriaran al unísono.

—Aquí mismo —gritó, y sus zancos repiquetearon más cerca de Doyle.

Con un alarido tan explosivo que hasta él mismo quedó algo sorprendido, Doyle saltó por el extremo del embarcadero, con el tiempo Justo para tragar aire antes de hundirse en las aguas heladas. Pataleó hasta encontrarse en la superficie y empezó a nadar frenéticamente.

—¿Qué fue eso? —La voz de Romany era claramente audible a través del agua—. ¿Qué está pasando?

Horrabin había llegado ya al final del embarcadero.

—Está en el río, yo te diré dónde…

Lanzó un silbido, éste aún más agudo y complejo que el usado para llamar a los mendigos en el Strand, y luego esperó, contemplando fijamente las orillas del río.

Apenas emergió el bote del túnel, y antes de que cruzara las arcadas de Adelphi para salir al río, Jacky soltó sus dedos entumecidos de la borda y dejó que el bote se alejara. «Justo a tiempo», se dijo, pues un instante después uno de los mendigos agarró el timón y el otro cogió un par de remos del fondo del bote, pasándolos luego por las escalameras. El doctor Romany gritó algo en tono interrogativo, y Jacky pudo oír una débil respuesta, pero había estado nadando medio sumergida y las palabras exactas le resultaron ininteligibles. Luego oyó un grito, breve pero tan potente que nadie situado en un kilómetro a la redonda habría dejado de sentirlo. Después del grito, lejana pero comprensible, la voz de Horrabin diciendo: «Está en el río, yo te diré dónde…».

Luego, cuando ya estaba en la orilla y emergía del agua, oyó el primer crujido de los remos.

Doyle, a unos cincuenta metros de distancia, logró calmarse un poco y empezó a nadar intentando hacer el menor ruido posible.

«Si algún bote se me acerca, si veo a alguien nadando —pensó—, me sumergiré en el agua y recorreré todo el trecho que queda, y luego intentaré sacar la cabeza sin hacer ruido, y respiraré muy despacio, con calma. Diablos, si tengo un poco de suerte quizá consiga escapar de ellos, no es tan difícil… y, teniendo un considerable montón de suerte, puede que logre volver a la orilla antes de que la corriente me agote por completo».

El río le estaba empujando hacia la izquierda, lejos del doctor Romany. Y entonces oyó un nuevo ruido; unos remos, moviéndose rítmicamente a su derecha.

Horrabin sonrió; un tenue resplandor había aparecido en el segundo embarcadero a su izquierda y, a medida que se movía, fue convirtiéndose en una compleja trama formada por docenas de lucecitas que bailaban sobre la oscura superficie del río. El payaso señaló hacia el último lugar en el que había oído los chapoteos de Doyle y el enjambre de luces se internó en el río con la rapidez de unos pétalos arrancados por el viento a una extraña flor luminosa.

—¡Siga las luces, doctor Romany! —gritó con voz alegre Horrabin.

«¿Qué luces? —se preguntó Doyle—. Las luces más próximas están en el otro lado del río. De acuerdo, doctor Romany, siga esas luces mientras yo me alejo hacia el este».

Se mantuvo a flote moviendo lentamente las piernas y el brazo derecho para darle un descanso a su hombro izquierdo. No era demasiado difícil; había descubierto que si alternaba el nadar con el flotar de espaldas, removiendo lentamente el agua, le resultaba sencillo mantener el rostro fuera del agua sin tener que hacer ningún esfuerzo excesivo con los músculos. La corriente le estaba acercando al puente y empezaba a sentir una cautelosa confianza; quizá fuera capaz de trepar por uno de sus pilares y, cuando sus perseguidores hubieran llegado a la conclusión de que se había ahogado, entonces podría ir nadando de pilar en pilar hasta llegar a la orilla.

De pronto supo a qué luces se había referido Horrabin, pues lo que parecía una veintena de pequeñas velas flotantes venía en línea recta hacia él. Metió la cabeza bajo el agua y, dando una patada que levantó un breve surtidor de espuma, empezó a nadar, describiendo un ángulo recto con respecto a la dirección que habían llevado las luces.

Su tenue confianza anterior había desaparecido. Esto olía a magia ¿acaso no había dicho Jacky que el doctor Romany era un hechicero? Evidentemente, Horrabin también lo era, y Doyle se sintió como un hombre que, preparándose para una pelea a puñetazos, ve de pronto cómo su oponente cierra con un golpe seco la recámara de su revólver.

Siguió nadando bajo el agua todo lo que pudo, retorciéndose como una rana mientras tuvo algo de aire en sus pulmones, y por último dejó que su cabeza emergiera a la superficie del río. Luego alzó lentamente una mano y se apartó un mechón empapado de los ojos.

Y por un instante permaneció inmóvil en el agua, flotando en silencio, totalmente atónito; las luces le habían seguido, y ahora estaban a su alrededor. Una de ellas estaba tan cerca que casi habría podido tocarla, y Doyle vio que era sólo media cáscara de huevo en cuyo interior había una diminuta antorcha, un mástil hecho con una brizna de paja y una vela de papel y… y ni por un momento creyó que ello se debiera a un delirio febril, un hombrecillo no mayor que su dedo meñique, agazapado en la cáscara de huevo y manejando hábilmente el minúsculo timón de su nave para mantenerla inmóvil, pese a la brisa que soplaba sobre las aguas.

Doyle lanzó un alarido y trazó un arco con el brazo para hundirlas. Luego, sin esperar a ver lo que había ocurrido, tragó todo el aire que pudo y volvió a sumergirse.

Cuando sus pulmones parecían a punto de estallar y creyó que debía de estar casi debajo de los pétreos pilares del puente, Doyle se dejó flotar nuevamente hasta la superficie. Los diminutos marineros en sus cáscaras de huevo estaban otra vez agrupados a su alrededor formando un anillo. Se mantenían separados de él por unos dos brazos de distancia, y pese al ruido que indicaba la cada vez mayor proximidad del bote del doctor Romany, Doyle se detuvo unos segundos para recobrar el aliento, pataleando débilmente en el agua.

Algo golpeó el agua a unos centímetros de su mejilla izquierda y una rociada de espuma le dio en el ojo. Un instante después oyó el estampido de un arma disparada en la costa, seguido casi simultáneamente por un disparo procedente del bote de Romany; al estar el bote en movimiento, el disparo falló el blanco y levantó un surtidor de espuma entre el grupo de navecillas, lanzando una por los aires.

«Santo Dios —pensó Doyle con desesperación—, me están disparando desde dos lados a la vez. Llenó nuevamente de aire sus pulmones y se hundió bajo las aguas. Ahora ya ni tan siquiera desean cogerme vivo…».

Horrabin se había vuelto hacia la izquierda cuando sonó el disparo entre las barcas de pesca, y cuando se oyó un disparo procedente del bote del doctor Romany, alzó la cabeza bruscamente en aquella dirección. El payaso vio una lucecita que salía despedida de las aguas y se extinguía al caer, y comprendió que el jefe de los gitanos estaba disparando contra el hombre en el agua.

Horrabin formó una bocina con las manos alrededor de sus labios y gritó:

—¡Pensé que le querías vivo!

Hubo un instante de silencio y luego la voz de Romany retumbó sobre las aguas.

—¿No es Cara-de-Perro Joe?

—Es el americano.

—Qué me… Entonces, ¿por qué le has disparado, condenado imbécil?

Jacky ya había cogido una red de pescar de la barca más cercana, la había metido en una canoa y estaba empujándola hacia el río cuando oyó el grito de Horrabin, aún más agudo que de costumbre a causa del miedo.

—¡No fui yo, Señoría, lo juro, maldita sea! Es alguien escondido entre las barcas, ahí… ¡ya le veo, está en una canoa, se dirige hacia su Señoría!

Jacky manejaba el único remo de la canoa con veloz habilidad, impulsándola rápidamente hacia el anillo de lucecitas que se estaba moviendo hacia el este, en dirección al puente.

«Dios —pensó mientras jadeaba por el esfuerzo—, lo siento, Tom… quiero decir, Doyle. Estaba demasiado impaciente por matar a Cara-de-Perro Joe. Lo siento, por favor, no dejes que te maten ahora…».

Sentía como si sus entrañas se hubieran ahuecado por el terror, dejando en su lugar un vacío helado. Le había parecido un buen tiro y había estado apuntando justo al centro de la cabeza entrevista sobre las aguas…

Su canoa avanzaba más aprisa que el bote del doctor Romany, bastante más grande, y la había botado mucho más al este que él, por lo que cuando la cabeza de Doyle emergió nuevamente en la superficie del río (y, otra vez, justo en el centro del infalible anillo de luces), se encontraba casi unos cien metros más cerca de ella que el doctor Romany.

—¡Doyle! —gritó, profundamente aliviada al verle aún con vida—. ¡Soy Jacky! Espera, ya voy…

Doyle estaba tan agotado que el oír la voz de Jacky le hizo sentir cierta irritación. Se había resignado ya a la idea de ser capturado y el intento de rescate de Jacky daba la impresión de significar todavía más ejercicios agotadores de los que, probablemente, no saldría nada que no fuera aumentar la ya considerable ira del doctor Romany.

—Sumérgete tan hondo como puedas y luego vuelve a salir —decía nuevamente la voz de Jacky, ahora más cerca.

Doyle volvió la cabeza y, gracias a las lucecitas de su flotilla liliputiense, vio a un hombre barbudo en una canoa. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa, pero antes de que pudiera meterse bajo el agua la silueta de la canoa agitó la mano.

—¡Espera! —dijo y, alzando la mano, se arrancó la barba de un tirón—. Soy yo, Doyle. Ahora haz lo que te he dicho, ¡y aprisa!

«Supongo que aún no ha llegado la hora del descanso», se dijo Doyle al borde del desmayo, mientras se hundía nuevamente bajo las aguas y, obedientemente, dejaba que el aire de sus pulmones fuera escapando en un reguero de burbujas por su nariz, permitiéndole de ese modo descender con más facilidad a través de las frías y negras aguas. Luego detuvo su bajada moviendo las piernas, al ocurrírsele repentinamente que esta vez no habría ningún suelo de piscina en el fondo, desde el cual volver a subir impulsándose con una patada. «¿Y si me he hundido tanto que no puedo volver a la superficie antes de que mis pulmones se rebelen y decidan empezar a llenarse de agua del río?». Sin perder ni un segundo empezó a debatirse, y un momento antes de emerger otra vez el aire libre, sintió una cuerda rozándole el dorso de la mano.

Oyó un parloteo salvaje, como el de una bandada de pájaros asustados y vio a Jacky, inclinada sobre la borda de su canoa, recogiendo la red entre cuyas cuerdas ardían aún unas cuantas lucecitas.

—Sube —le ordenó secamente Jacky—. Hazlo por delante, yo equilibraré la canoa por atrás. No te acerques a la red… esos pequeños hijos de perra llevan cuchillos. Y date prisa.

Doyle perdió unos segundos mirando hacia el otro extremo del río, y vio el bote de Romany a unos cincuenta metros de distancia. El chasquido rítmico de los remos era ya casi ensordecedor. Luego, con un último esfuerzo, logró subir a la canoa. Jacky estaba agazapada en la popa, sosteniendo con todas sus fuerzas el remo en posición vertical sobre el agua.

Apenas la canoa hubo dejado de oscilar, Doyle la miró, jadeando, y dijo:

—Pisa el acelerador.

Jacky empezó a remar desesperadamente, pero la canoa, ahora con más peso y perdido el anterior impulso de su movimiento, apenas si lograba avanzar.

—Tengo otra pistola —gritó el doctor Romany—. Si tiras el remo no la usaré.

—No se atreverá a usarla —jadeó Jacky, con los brazos temblando por el esfuerzo de remar—. Te quiere vivo.

—Ya no —dijo Doyle, intentando cautelosamente ponerse algo más cómodo—. Hace un minuto me dispararon de todos lados.

—Creí que… eras otra persona.

La canoa estaba empezando a moverse, pero aún iban bastante despacio. Doyle pudo distinguir tres cabezas silueteadas en el bote que se les venía encima.

—¿Hay algún otro remo? —preguntó con desesperación.

—¿Has… has remado alguna vez en una canoa?

—No.

—Entonces cierra el pico.

Doyle se dio cuenta de que en la pernera izquierda de los pantalones de Jacky había un desgarrón, a través del cual se veía una herida bastante honda. Abrió la boca para preguntar sobre ella, y entonces vio que en la borda de la canoa había un agujero bastante cerca de la popa.

—¡Santo Dios, Jacky, te han dado!

—Ya lo sé.

Incluso a la tenue luz de la luna el rostro de Jacky estaba claramente enrojecido por el esfuerzo y cubierto por una reluciente capa de sudor, pero ahora la canoa ya había logrado una velocidad comparable a la del bote del doctor Romany. Durante uno o dos minutos las embarcaciones se mantuvieron separadas por la misma distancia, y avanzaron cortando el agua entre surtidores de espuma, con los remos marcando un compás idéntico al del frenético jadeo de Jacky, pero gradualmente la canoa fue consiguiendo dejar atrás a su no tan marinero competidor.

El puente alzaba ya su negra masa ante ellos, y cuando quedó claro que habían logrado distanciar el bote, Jacky alzó la vista hacia los grandes arcos de piedra, que se les aproximaban con una rapidez algo inquietante.

—Arco central del norte —murmuró, metiendo el remo en el agua por estribor.

La canoa, con una sacudida salvaje, empezó a virar hacia estribor.

Cuando ya se encontraban casi en línea recta con el arco que había indicado, y tan cerca de él que Doyle podía ver los chorros de espuma que el río levantaba al estrellarse contra sus piedras, Jacky sacó bruscamente el remo del agua y lo metió en el otro lado. La canoa se enderezó con una sacudida. Durante un instante todo fue negrura, aguas que rugían y la impresión de estar rodeados por un mundo de piedra, que fluía con cegadora velocidad por su lado (y unas oscilaciones de la canoa tan pronunciadas que Doyle estuvo a punto de caer nuevamente al agua), para desaparecer como si nunca hubiera existido; de pronto se encontraron otra vez en el río, ahora en el lado este del puente, y Jacky se dejó caer lentamente contra la popa de la canoa, con los ojos cerrados y las manos colgando fláccidamente a cada lado, consagrando todas sus energías en la tarea de recobrar el aliento, mientras la canoa iba perdiendo velocidad gradualmente.

Doyle miró hacia atrás y comprendió que el doctor Romany no habría podido imitar con su bote el brusco viraje que les había hecho pasar por el arco central del puente, más ancho que los otros, y que tampoco se atrevería a intentar pasar por el arco que tenía delante, demasiado angosto para ello. Si quería seguir la persecución tendría que dar la vuelta hasta frenar casi por completo su bote, y luego pasar lentamente por el arco que la canoa había cruzado como una exhalación.

—Les has despistado, Jacky —dijo asombrado—. Por Dios, has conseguido dejarles atrás…

—Crecí… en un río —logró decir Jacky unos segundos después—. Entiendo bastante… de botes. —Unos segundos más de respiración agitada y, tras apartarse el cabello empapado de la cara, Jacky añadió—: Creí que los Chicos de la Cuchara eran sólo un mito.

Doyle pensó que Jacky debía de estarse refiriendo a los marineros de las cáscaras de huevo.

—¿Has oído hablar de ellos?

—Oh, claro, hasta tienen una canción dedicada… «Y los Chicos de la Cuchara roban los juguetes en la casa de muñecas, cuando el gato duerme junto al fuego, y luego se van flotando en sus cáscaras de huevo por los desagües hasta el mundo subterráneo». La canción sigue más o menos así, echándoles la culpa de casi todo lo imaginable. La gente dice que Horrabin los creó… y desde luego esta noche le obedecieron ciegamente, indicando durante todo el tiempo dónde te encontrabas. Dicen que cerró un trato con el diablo para aprender cómo crearles.

Los ojos de Doyle se agrandaron un poco al ocurrírsele de pronto una idea.

—¿Has visto alguna vez su espectáculo?

—Claro, es condenadamente list… ¡Oh! Sí… sí, diría que tienes razón. Santo Dios… pero los muñecos del espectáculo son más grandes.

—Los Chicos del Bolsillo.

—Y yo que admiraba tanto su habilidad para manejarlos… —Jacky cogió el remo y se puso nuevamente en movimiento—. Será mejor que no perdamos el tiempo…, está decidido a cogerte.

—Por la forma en que todo el mundo me disparaba, tuve la impresión de que me querían muerto y nada más. Me has salvado la vida, Jacky. ¿Qué tal la pierna?

—Oh, duele un poco pero es un rasguño superficial. Me disparó tres veces cuando tú estabas sumergido y yo arrojaba la red sobre tu pequeña escolta. Es la primera vez que me disparan y no me ha gustado ni pizca.

Doyle estaba temblando.

—A mí tampoco me ha gustado. El disparo de Horrabin dio a unos centímetros de mi ojo.

—Bueno…, por eso tuve que venir remando en tu busca. Verás, no fue Horrabin el que te disparó. Él sabía quién eras. Fui yo.

El primer impulso de Doyle fue enfadarse, pero al ver una vez más la herida de Jacky se calmó.

—Entonces, ¿quién habíais creído tú y el doctor Romany que era?

Jacky siguió remando en silencio durante unos instantes y luego le contestó, no de muy buena gana.

—Supongo que ya te has ganado el derecho a conocer la historia. Creíamos que eras un hombre conocido como Cara-de-Perro Joe. Él…

—¿Cara-de-Perro Joe? ¿El asesino del que se cree es un hombre-lobo?

Se dio cuenta de que Jacky le contemplaba con sorpresa.

—¿Quién puede haberte hablado de él?

—Oh, siempre ando escuchando por ahí y tengo buen oído. Bien, ¿qué tenéis tú o Romany contra él?

—Mató a un amigo mío. Diablos… Me… me engañó para que matara a un amigo mío. Él… nunca le he hablado a nadie de esto, Doyle. Al menos, no de esta parte. Maldita sea… Ya has leído la poesía de Colin Lepovre… bueno, Colin era… un amigo muy íntimo y… ¿Sabes cómo sigue vivo Cara-de-Perro Joe?

—He oído decir que puede cambiar de cuerpo.

—Sabes mucho más de lo que dejas ver, Doyle. No habría creído que en Londres hubiera ni media docena de personas enteradas de eso. Sí, así actúa. No sé cómo lo hace, pero puede ocupar el cuerpo de cualquier persona con la que pase cierto tiempo, y debe de hacerlo con bastante frecuencia, porque apenas se mete en uno nuevo, a éste empieza a crecerle pelo… por todas partes. Así que en cuanto pasan unos días debe escoger entre afeitarse por completo o buscar un nuevo cuerpo. —Jacky aspiró una honda bocanada de aire—. El año pasado cogió el de Colin. Creo que Cara-de-Perro Joe envenenó su viejo cuerpo antes de salir de él. Colin vino a verme, y estaba claro que sufría horribles dolores. —Jacky controlaba su voz mediante un gran esfuerzo de voluntad, y aunque sus ojos estaban clavados en la cúpula de San Pablo, Doyle pudo ver una delgada capa de lágrimas resbalando por su mejilla—. Era de madrugada. Yo me encontraba en la casa de mis padres, leyendo, cuando él abrió la puerta y corrió hacia mí gruñendo…, no sé, como si fuera un perro enorme; sangraba abundantemente por la boca. ¡Maldita sea, Doyle, estaba en el cuerpo viejo, el que Joe había abandonado hacía poco, y estaba cubierto de pelo como si fuera un mono! ¿Me entiendes? ¡De noche! ¿Cómo podía…, cómo podía saber que era Colin? ¡Maldita sea!

—Jacky —dijo Doyle sin saber qué hacer, medio aturdido por esa historia aparentemente imposible, pero reconociendo el auténtico sufrimiento—. Era imposible, no había modo de saberlo.

El puente de Londres se encontraba a un kilómetro escaso, y Doyle empezó a distinguir las oscuras masas de las barcazas cargadas de carbón en la orilla de Surrey, a su derecha. Jacky empezó a llevar la canoa en esa dirección.

—Tenía una pistola —siguió diciendo Jacky con voz átona—, esa misma pistola que está ahí, a tus pies…, estaba sobre el dintel de la chimenea, y cuando esa cosa velluda entró en la casa me levanté de un salto, la cogí y le pegué un tiro en mitad del pecho. La cosa se derrumbó, cubierta de sangre. Me acerqué a ella con cuidado y entonces… entonces me miró durante un segundo antes de sufrir unas breves convulsiones y quedarse inmóvil. Estaba cubierto de pelo, lleno de sangre, pero cuando me miró pude reconocerle…, supe que era Colin El color de los ojos era distinto, claro, pero reconocí…, no era exactamente la expresión…, le reconocí a él ahí, dentro de ese cuerpo. —Después de la última barcaza había un embarcadero situado bajo una casa con las ventanas iluminadas; al parecer, Jacky se dirigía hacia él. El resplandor que surgía de las ventanas derramaba una cálida luz dorada sobre la aceitosa superficie negra del río—. Después de eso me pasé dos semanas durmiendo. Yo era el único que dormía…, gritaba día y noche, vomitaba la comida y soltaba tales obscenidades que mi pobre e inocente madre apenas si entendía la mitad de ellas…, pero estaba dormido. Y cuando eso terminó, decidí matar a Cara-de-Perro Joe con la misma arma que había matado… con la que yo había matado a Colin. —Jacky sonrió con amargura—. ¿Te has perdido?

—No. —Doyle pensó cuánta verdad podía contener esa fantasía digna de Lovecraft, quizá uno de los misteriosos Monos Danzarines había irrumpido en la casa de Jacky, aproximadamente en el mismo instante en que Lepovre había decidido esfumarse…, y también pensó que no se equivocaba al sospechar que en ese dolor tan hondo había algo más que pena ante la muerte de un amigo muy íntimo. ¿Habría estado en lo cierto con sus sospechas iniciales sobre Jacky?—. No creo que resulte muy original pero… lo siento, Jacky.

—Gracias. —Jacky había frenado la canoa, dejando colgar el remo dentro del agua, y ahora estaban deslizándose muy despacio junto al embarcadero. Jacky agarró una cuerda que colgaba por entre dos pilares y la sostuvo hasta dejar la canoa totalmente inmóvil—. Acerca tu extremo al embarcadero, Doyle…, hay una escalera que empieza más o menos por encima de tu cabeza.

Una vez que los dos hubieron subido al embarcadero, Jacky le miró y dijo:

—Ahora tenemos que pensar en tu destino. No puedes volver a la casa de Copenhague Jack… Horrabin tendrá una docena de espías aguardándote allí. —Caminaban lentamente hacia el edificio, que parecía alguna especie de posada o taberna, y Jacky, con los pies descalzos, avanzaba cautelosamente sobre los viejos maderos medio rotos—. ¿Cuándo llegará ese amigo tuyo a la ciudad? ¿Cómo se llamaba, Ashbin?

—Ashbless. Iré a verle el martes.

—Bueno, el viejo Kusiak, el posadero, tiene un establo al lado del edificio y siempre necesita ayuda. ¿Sabrás quitar la mierda de los caballos?

—Si hay alguien incapaz de ello me molestaría bastante ser de ese grupo.

Jacky abrió la puerta que daba al muelle y entraron en una pequeña habitación con chimenea. Doyle se apresuró a ir hacia ella.

Una chica con un delantal entró en la habitación y su sonrisa de bienvenida palideció un tanto al darse cuenta de que los dos recién llegados habían caído evidentemente en el río, y que uno de ellos todavía estaba empapado.

—No ocurre nada, señorita —dijo Jacky—, no vamos a sentarnos. ¿Tendrá la bondad de avisar a Kusiak y decirle que ha llegado Jacky, de la otra orilla, y que nos gustaría tomar dos baños calientes… en habitaciones separadas?

Doyle sonrió. Desde luego Jacky se tomaba muy en serio eso de la intimidad.

—Y también nos gustaría cambiarnos de ropa, no importa de qué clase —prosiguió Jacky—. Después, dos platos de su excelente sopa de pescado en el comedor. Oh, y un poco de café caliente con ron mientras esperamos.

La chica asintió en silencio y se apresuró a salir en busca de su jefe.

Jacky se inclinó junto a Doyle, sentado ante la chimenea.

—¿Estás seguro de que ese tal Ashbin será capaz de proporcionarte algún tipo de posición decente?

Doyle no estaba demasiado seguro y su respuesta, algo definitiva, iba dirigida tanto a convencer a Jacky como a sí mismo.

—Creo que no es tacaño. Y le conozco bastante bien, desde luego.

«Y tiene amigos e influencia —añadió Doyle mentalmente— ¡y quizá pudiera conseguirme una entrevista con el viejo Romany, garantizando mi inmunidad!, y puede que en ella seamos capaces de negociar según mis condiciones: dejaré que se entere de algunas briznas de información sin importancia (o puede que incluso le suelte mentiras puras y simples; sí, eso sería más seguro), a cambio de saber dónde se encuentra un agujero. Si pudiera tener el tipo adecuado de amigos esperando fuera de la tienda no se atrevería a intentar una vez más su numerito del puro en el ojo. Y si no me ayudan, tardaré meses o puede que años en conseguir una posición en la cual me sea posible acceder a tales influencias; Darrow dijo que los agujeros se van haciendo más escasos después de mil ochocientos dos y en cualquier caso no creo que vaya a tener meses…, la tos ya me estaba matando antes de la sesión acuática de esta noche. Puede que ahora se le ocurra convertirse en una auténtica neumonía. Tengo que volver muy pronto a un sitio donde haya hospitales de verdad…».

Doyle deseaba también hablar con Ashbless sobre sus primeros años y luego guardar la información en algún sitio donde no pudiera sufrir daño hasta «descubrirla», una vez de regreso en mil novecientos ochenta y tres. «Schliemann y Troya —pensó con cierta fatuidad—, George Smith y Gilgamesh, Doyle y los Papeles de Ashbless».

—Bueno, que tengas suerte —dijo Jacky—. Puede que dentro de un mes tengas un trabajo en la Bolsa y habitaciones en Saint James, con lo cual apenas si recordarás tus días como mendigo y mozo de cuadra… —Sonrió—. Oh, sí, y aquella mañana como vendedor callejero más bien fracasado… ¿qué más has hecho?

El café con ron llegó en aquel instante y la sonrisa de la chica, así como sus palabras tranquilizadoras sobre la inminente preparación de los baños calientes, mostraban claramente que Kusiak había decidido avalar el crédito de Jacky como cliente. Doyle, agradecido, tomó un sorbo de café.

—No mucho más —respondió.

El edificio conocido en todo el tugurio de Saint Giles como el Castillo de las Ratas había sido construido sobre los cimientos y alrededor de las ruinas de un hospital levantado en el siglo doce; el campanario del hospital todavía estaba en pie, pero a lo largo de los siglos los varios propietarios del lugar habían añadido nuevos pisos y muros a su alrededor, para que sirviera de almacén, con lo cual sus ventanas de ojiva normanda no daban a la ciudad sino a cuartuchos que habían sido unidos a la vieja piedra del campanario. La única parte de éste que seguía aún libre era la punta de la torre, y habría resultado más bien difícil descubrirla entre el laberinto formado por las chimeneas y los tejadillos de aquella enloquecida arquitectura.

Las cuerdas de las campanas se habían podrido hacía siglos y las poleas cayeron al suelo para ser vendidas luego como chatarra, pero los viejos maderos seguían sosteniéndose, y nuevas cuerdas habían sido atadas a ellos para levantar a Horrabin y al doctor Romany hasta unas tres cuartas partes de la altura del campanario. Dado que ello les permitía conversar a una cómoda distancia del suelo, era su sala de conferencias favorita. En lo alto de la torre se habían colocado lamparillas de aceite, y «Detestable» Richard era el encargado del servicio en la reunión de aquella noche; estaba sentado en el alféizar de una ventana un poco más abajo de las lamparillas, con lo que se encontraba a un metro escaso por encima de las cabezas de sus jefes, suspendidos en el vacío.

—No tengo ni la menor idea de quiénes eran esos dos, Señoría —estaba diciendo Horrabin. Su extraña voz aflautada creaba un eco de pesadilla en el interior de la torre, como un lento aullido—. Lo cierto es que no eran de los míos.

—¿Y realmente pretendían matarle?

—Oh, sí. Dennessen dice que cuando golpeó al segundo, nuestro americano ya había recibido una puñalada y estaba a punto de recibir otra.

El doctor Romany se balanceó pensativamente durante unos segundos de atrás adelante, dando leves patadas en el muro de piedra cada vez que se le acercaba.

—No logro entender quiénes pueden ser. Alguien trabajando contra mí, es obvio, alguien que quizá ya sabe lo que el americano puede contarme…, o que, sencillamente, no quiere que me lo cuente. No pueden ser los que le acompañaron, pues les vi desaparecer a todos cuando la puerta dejó de existir; a partir de entonces he estado vigilando todas las puertas y nadie ha llegado por ellas. Y la Hermandad de Anteo, según creo, lleva más de un siglo sin ser ninguna amenaza seria para nosotros.

—Son una pandilla de viejos —corroboró Horrabin—, que han olvidado el propósito original de su organización.

—Bueno, dile a tu Dennessen que si puede reconocer al hombre que intentó matar al americano, y consigue traérmelo vivo, la recompensa será idéntica a la que tendría de haber matado a Cara-de-Perro Joe. —Movió los brazos para afianzarse y detener sus balanceos—. El hombre barbudo que disparó al americano y que luego le recogió puede ser del mismo grupo. ¿Dices aún que reconociste a nuestro osado navegante de la canoa?

—Eso creo, Señoría. No llevaba su turbante habitual, pero parecía el mendigo que a veces ronda por aquí, ese llamado Ahmed. Un falso hindú…, tengo una orden general de búsqueda y he ofrecido una recompensa.

—Bien. Lograremos que uno de esos pájaros nos cuente toda la historia, si es voluntad de Set, aunque me haga falta pelarle hasta no dejar más que los pulmones, la lengua y el cerebro.

«Detestable» Richard extendió cautelosamente la mano hacia su monito de madera, que había dejado en la repisa de la ventana como si fuera capaz de contemplar el prodigioso espectáculo de los dos hechiceros colgados como jamones para ahumar, y luego le tapó los oídos con el índice y el pulgar, pues tal tipo de conversaciones tendían a ponerle nervioso. Tampoco Richard estaba demasiado alegre. Ya llevaba en la ciudad una semana entera, confinado en el Castillo de las Ratas y en las recámaras ocultas bajo la calle Bainbridge, mientras el doctor Romany por lo menos iba personalmente a cada uno de los lugares en que aparecían las puertas, con lo cual pasaba gran parte del tiempo al aire libre.

—No puedo evitar el preguntarme si… si esta interferencia puede ser motivada por los esfuerzos de… de mi compañero de Turquía —dijo el doctor Romany.

—Pero si nadie sabe en qué consisten —indicó Horrabin y luego, en voz más baja, añadió—: Por ejemplo, sólo sé que vuestro hermano gemelo ha encontrado a un joven lord inglés, que estaba pasando sus vacaciones en solitario, y que pensáis puede ser de gran utilidad. Tengo la impresión de que debería estar más al corriente de vuestros planes.

Romany no parecía que le hubiera prestado atención.

—No creo que en este lugar se haya producido ninguna filtración —dijo con voz pensativa—, sencillamente porque soy el único que sabe cosas importantes. Pero no estoy demasiado enterado de qué tal van las cosas en Turquía, con el doctor Romanelli; tengo entendido que a ese joven lord le encanta escribir cartas. Espero que mi…, mi hermano no le haya permitido deslizar en ellas alguna información importante, sin darse cuenta, y que ésta llegue a manos de ciertas personas situadas en nuestra isla.

Horrabin pareció sorprendido.

—¿Dónde se halla ese joven par tan turbulento?

—A unos cuantos días de camino desde Atenas, dirigiéndose obedientemente hacia Patrás por el golfo de Corinto. No sé a qué se deberá, pero el joven milord es muy vulnerable psíquicamente cuando se halla en tal zona: Patrás, Missolonghi, el golfo… Cuando estuvo por última vez allí, en julio, Romanelli consiguió que el cónsul imperial, que trabaja para él, le hiciera dormir mediante el ingenioso recurso de obligarle a concentrarse en un reloj musical, y mientras dormía mi hermano puso una orden en la mente del lord, muy por debajo de su nivel consciente para que no la percibiera…, una orden para volver a Patrás a mediados de septiembre, momento en el que las cosas deben estar lo suficientemente caldeadas para que la ebullición pueda producirse en unos instantes. Y ahora mismo, el lord lleva dentro esa orden mientras que, ignorante de todo, cree que la decisión de volver a Patrás es sólo obra suya.

Horrabin estaba meneando la cabeza con impaciencia.

—La razón de que lo haya preguntado es…, bien, si una carta suya hubiera podido causar problemas aquí, debería haber sido enviada… ¿cuándo? Creo que hace meses. ¿Acaso no hay una docena de guerras en curso entre ese lugar y aquí? Por lo tanto, incluso si hubiera mandado dicha carta sin perder ni un momento, no ha tenido el tiempo suficiente como para llegar aquí y hacer que alguien descubriera vuestra identidad y vuestros planes.

Romany arqueó las cejas y asintió.

—Tienes razón, no había tomado en cuenta la lentitud del correo internacional en estos días. —Frunció el ceño—. Entonces, ¿quién diablos son esos hombres, y por qué pretenden interferir en mis planes?

—No puedo responder a ello —dijo el payaso, estirando y encogiendo lentamente sus miembros como una inmensa araña cubierta de pintura. Detestable Richard le tapó los ojos a su monito—. Pero —añadió Horrabin— también están interfiriendo en los míos. Cuatro docenas de mis homúnculos más diminutos se perdieron esa noche al ahogarse por culpa de ese maldito hindú. Es necesario que vuestro Amo de El Cairo me envíe más de esa sustancia…, ¿cómo se llama?

—Maná —dijo el doctor Romany—. Es condenadamente difícil de producir dado el estado actual de la magia.

Meneó la cabeza con aire dubitativo.

Horrabin torció el gesto y sus rasgos pintados formaron una mueca horrible, pero sin alterarse, siguió con sus lentos ejercicios gimnásticos.

—La necesito…, la necesito si debo trabajar para vosotros, para hacer más homúnculos —dijo con voz tranquila—. Los enanos y las criaturas similares puedo conseguirlas a partir de seres humanos, pero en cuanto a muñequitos capaces de escuchar una conversación escondidos en una taza de té, o de seguir a un hombre agarrados al borde de su sombrero —el payaso estaba empezando a levantar la voz—, o de introducirse en un banco a través de los desagües para reemplazar soberanos de la mejor calidad por la moneda falsa de vuestros gitanos… —se inclinó de tal modo que su cabeza estaba casi rozando la de Romany, mientras sus piernas se retorcían lentamente y añadió, en un susurro casi inaudible—: Por no hablar de vuestro deseo de que algunos entren en la habitación de un monarca, ocultos en algún traje de doncella, para poner en su sopa, sin que nadie les vea, drogas capaces de corromper la mente, después de lo que, ataviados tal y como os plazca, desde disfraces de insectos hasta los trajes de los Doce Apóstoles, empiecen a bailar en algún sitio donde no pueda cogerles para así dar algo más de colorido a sus delirios…, bueno, para ese tipo de trabajos os hacen falta mis Chicos de la Cuchara.

—No tendremos que seguir con eso por mucho tiempo si todo sale bien en Patrás —dijo Romany en voz baja—. Pero debo admitir que esas criaturas tienen su utilidad. Le explicaré la situación a mi Amo y ya te transmitiré sus palabras.

—Esa comunicación debe realizarse por medios más rápidos que el correo normal —observó Horrabin, mientras sus cejas pintadas de color naranja se alzaban en un ademán interrogativo, como queriendo ocultarse bajo su sombrero.

—Oh, sí —dijo Romany encogiéndose de hombros—. Mediante la hechicería, yo y mis colegas podemos hablar entre nosotros cuando nos plazca, sin que importe la distancia, e incluso podemos transmitir objetos sin pérdida de tiempo. Ese perfecto sistema de comunicación asegura que nuestro golpe, cuando decidamos asestarlo, será dado con tal justeza y coordinación que no habrá defensa alguna contra él. —Sonrió fugazmente—. En nuestras manos se encuentra el Rey de los Hechiceros, y eso basta para vencer a cualquiera de las cartas que el viejo John Bull pueda tener.

«Detestable» Richard miró a su mono con los ojos algo desorbitados y meneó la cabeza. «Menudo canalla, ¿eh, monito? —pensó—. Sencillamente, no quiere que ese terrible payaso se entere de cuánto le necesita… sí, monito, cuántas veces le hemos visto tú y yo chillándole a esa estúpida vela que tiene, llena de garabatos egipcios, y un par de horas después se oye una débil vocecita diciendo “¿Cómo? ¿Cómo?”, una vocecita que sale de la llama… ¿y cuántas veces ha intentado mandar o recibir objetos de sus amigos en esa tierra lejana? ¿Recuerdas la vez en que su Amo intentó mandarle una estatuilla y todo lo que recibió fue un puñado de barro rojizo? ¡Ja! ¡Para eso sirve la brujería!».

Escupió disgustado y ello le valió un grito irritado del doctor Romany.

—Lo siento, rya —se apresuró a decir Richard y luego se volvió hacia su mono, con el ceño fruncido.

«No hagas que empiece a parlotear contigo —le dijo—. ¿Has visto lo que saco con ello? Meterme en líos…».

—En cualquier caso —prosiguió el doctor Romany, limpiándose la calva—, hemos hecho que el americano se viera obligado a salir de su refugio, y quiero que esta noche se lleve a cabo una buena búsqueda, mientras aún le tenemos por ahí corriendo y lleno de miedo. Bien, nosotros tres…, ¿me estás escuchando, Richard? Muy bien…, nosotros tres le hemos visto, así que cada uno debería encargarse de un grupo de búsqueda. Horrabin, tú pondrás en movimiento a tus desgraciados y registrarás la zona que va de Saint Martin’s Lane hasta la catedral de San Pablo… y quiero que compruebes todas las fondas y posadas, así como las tabernas. Que no se te pase por alto ningún mendigo. Richard, tú llevarás un grupo desde la costa sur hasta los graneros que hay en Wapping. Yo cogeré unos cuantos chicos del muelle desde el sureste junto a San Pablo hasta el tugurio de Clare Market, pasando por la Torre, los muelles y la zona de Whitechapel. Francamente, es allá donde espero encontrarle; tendrá amigos en el lado norte del río y cuando le vimos por última vez iba hacia el este, lejos de la zona que te he encargado, Horrabin.

Dos horas después «Detestable» Richard subía lentamente por la escalera pisando con mucho cuidado, pues creía que el mono de madera se había dormido en su bolsillo. Cuando ocupó de nuevo su puesto en la ventana con un gesto de cansancio, los dos hechiceros colgaban ya de sus cuerdas, aunque el doctor Romany se balanceaba en la suya como si acabara de subir.

—Supongo —dijo el jefe de los gitanos, volviendo hacia él un rostro lleno de fatiga—, que no fuiste más afortunado en Surreyside de lo que nosotros lo fuimos en el norte.

Kek, rya.

—Eso quiere decir no —le explicó Romany a Horrabin.

En la cúpula de la torre faltaba una gran piedra y a medida que un brillante rayo de sol iba bajando por el muro, se empezó a oír cómo los vendedores de la calle Holborn alababan a gritos la excelente calidad de sus verduras. Los dos hechiceros discutían las estrategias a seguir y Detestable Richard, con su mono ya despierto metido dentro de la camisa, estaba manteniendo con él una interminable conversación en un murmullo totalmente inaudible.