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El fruto que debía crecer en este Árbol del Mal debía ser grande, pues su destino era ser servido en la mesa de Don Lucifer, como nueva sensación del banquete, dado que todos sus otros manjares, aunque le mantenían gordo y saludable, estaban empezando a cansar su apetito.

TOBIAS DECKER

La gruta subterránea se había formado mediante el derrumbe, sólo Dios sabía cuánto tiempo hacia ya, de unos doce niveles de alcantarillado; los escombros habían ido desapareciendo en el pasado, a manos de los saqueadores o arrastrados por la corriente. La gruta tenía la forma de una inmensa estancia, sostenida por las grandes vigas que en tiempos habían servido de base al pavimento de la calle Bainbridge (dado que el derrumbe no había llegado a ser notado en la superficie), y el suelo estaba formado por piedras que los romanos habían labrado en los días en que Londinium era una avanzadilla militar, situada en los hostiles campos salvajes de los celtas. A distintas alturas de la gruta se veían hamacas colgadas de largas sogas, que se perdían en la penumbra catedralicia del lugar. Empezaban a verse luces, lámparas que humeaban con un grasiento resplandor rojizo, colgando de los maderos que asomaban, medio rotos, de las abundantes bocas de alcantarillado que constelaban los muros. Un hilillo de agua caía incesantemente de una boca de gran tamaño, perdiendo su aparente solidez a medida que trazaba un arco por la oscura atmósfera, hasta formar un negro lago en un extremo de la cueva.

En el suelo de piedra se veía una gran mesa, y en ella andaba de puntillas un enano de cuerpo deforme y blancos cabellos, colocando delicados platos de porcelana y cubiertos de plata sobre un mantel de lino. Cada vez que una partícula de cuero podrido o unas cuantas gotas vertidas de una petaca caían sobre la mesa, el enano maldecía en voz baja a los mendigos de arriba. A lo largo de la mesa había sillas y en su cabecera se veía un asiento muy alto, como para un niño de talla monstruosa, pero en el otro extremo de la mesa no había asiento alguno, sólo una especie de arnés que el enano miraba de vez en cuando con expresión temerosa. El arnés colgaba de una larga cuerda que llegaba hasta el techo de la gran estancia, y se balanceaba suavemente impulsado por la brisa de las cloacas.

Los señores de los ladrones estaban empezando a llegar y sus elegantes ropajes contrastaban de forma macabra con el aspecto del lugar. Uno a uno, fueron ocupando sus lugares en la mesa. El primero en sentarse apartó al enano de un empujón.

—Acepta la palabra de alguien que puede ver la mesa desde arriba —le dijo con expresión absorta—, ya has terminado. Ve por la comida.

—¡Y el vino, Dungy! —le gritó otro de los señores al enano—. ¡Aprisa, aprisa!

El enano echó a correr por un túnel, claramente aliviado ante la excusa que se le proporcionaba para abandonar el lugar, aunque fuera sólo por unos minutos. Los señores sacaron pipas de arcilla y chisqueros de sus bolsillos, y muy pronto una neblina de opio y tabaco se alzó hacia el techo para deleite de los mendigos, que empezaron a balancear sus hamacas de un lado a otro del abismo, para así capturar todo el humo que les fuera posible.

La mesa empezaba a llenarse también con hombres y muchachos harapientos, que se saludaban entre sí a gritos. Un poco más lejos, y ostentosamente ignorados, estaban unos hombres agrupados, que se habían adentrado mucho más en la pobreza y la consiguiente devastación física y mental que ésta acarrea. Permanecían inmóviles, sentados o caídos sobre las losas, en los rincones más oscuros de la gruta, cada uno de ellos solo, pese a estar rodeado de iguales, murmurando y gesticulando más por la fuerza de la costumbre que por un deseo auténtico de comunicarse entre ellos.

El enano apareció nuevamente, tambaleándose bajo el peso de una red de pescar repleta de botellas. Dejó su carga en el suelo y empezó a utilizar un sacacorchos para abrirlas. Desde uno de los túneles más espaciosos empezó a llegar un golpeteo espaciado, como de madera sobre piedra, y a medida que el ruido iba aumentando de volumen el enano descorchaba las botellas cada vez más rápido.

—¿A qué viene tanta prisa, Dungy? —le preguntó uno de los jefes de ladrones, viéndole sudar—. ¿Acaso tienes miedo de ver a nuestro anfitrión?

—Claro que no, señor —jadeó el viejo Dungy, sacando el último corcho—, pero siempre le gusta verme diligente y atareado.

El ruido, que había llegado a ser estruendoso, cesó de golpe y dos manos pintadas de blanco aparecieron agarrándose a las piedras superiores de la boca del túnel, seguidas un segundo después por una cabeza cubierta de pintura, que se agachó levemente para no chocar con la bóveda, casi a unos cuatro metros del pavimento. Horrabin sonrió e incluso los arrogantes jefes de los ladrones y mendigos rehuyeron su mirada, algo inquietos.

—¿Otra vez tarde, Dungy? —graznó con voz alegre el payaso—. Pensaba que ya estaría todo preparado.

—Sí, sí…, sí, señor —dijo el viejo Dungy y casi se le cayó una botella—. Es sólo que… cada vez me cuesta más servir la mesa bien, señor. Mis viejos huesos…

—… alimentarán uno de estos días a los perros callejeros —concluyó Horrabin, avanzando por la sala con hábiles movimientos de sus zancos. Su sombrero cónico y su abigarrada levita con los hombros puntiagudos por el relleno le daban a la escena el súbito aire de un carnaval—. Mis huesos, aunque algo más jóvenes, no se encuentran tampoco en muy buena forma, por si te interesa saberlo. —Se detuvo, oscilando sobre sus zancos, ante el arnés que colgaba del techo—. Coge los zancos —le ordenó.

Dungy echó a correr y sostuvo los zancos, mientras Horrabin pasaba los brazos por las tiras del arnés y luego, con una contorsión, metía las piernas por la parte inferior. Luego, el enano llevó los zancos a la pared más cercana y los apoyó en los ladrillos, en tanto que el payaso se balanceaba en el aire a unos tres metros del suelo.

—Ah, mucho mejor —suspiró Horrabin—. Tengo la impresión de que cuando los llevo más de unas cuantas horas, vibraciones malignas empiezan a subir por la madera de los zancos. Y si el tiempo es húmedo la cosa es aún peor, claro. El precio del éxito. —Bostezó, y se abrió un gran abismo rojo en la variopinta superficie de su rostro—. ¡Uf! ¡Y ahora, adelante! Para disculparte ante esta reunión de caballeros, que han debido esperar indebidamente a que empezara la cena, quizá tengas la bondad de cantarnos algo.

El enano torció el gesto, asustado.

—Señor, por favor…, el traje y la peluca están abajo, en mi celda. Me haría falta…

—Esta noche no hacen falta aderezos —dijo el payaso con aire alegre—, no vamos a ser ceremoniosos. Esta noche puedes cantar sin el traje. —Alzó la mirada hacia el techo lejano—. ¡Música!

Los mendigos colgados del techo metieron la mano en unas bolsas de tela atadas a sus hamacas, y de ellas sacaron toda una variedad de instrumentos, que iban desde la armónica a la ocarina, incluyendo un par de violines, y con ellos empezaron a interpretar algo que, si no muy musical, al menos si poseía sin duda un ritmo. Los ecos de las paredes le proporcionaban el contrapunto y los hombres y chicos harapientos, que rodeaban la mesa, empezaron a llevar el ritmo dando palmadas.

—Basta de tonterías —dijo de pronto una nueva voz, tan aguda que se oyó fácilmente en toda la gruta, pese a la cacofonía de instrumentos y palmadas.

Cuando los presentes se dieron cuenta del recién llegado, reinó el silencio en la gruta. Un hombre muy alto y envuelto en una capa, por la que asomaba su cabeza calva, avanzó hacia la mesa con paso extrañamente elástico, como si estuviera pisando un trampolín y no el sólido suelo de piedra.

—¡Ah! —exclamó Horrabin, y al menos en su voz parecía haber cierto deleite, algo que resultaba imposible discernir en su rostro cubierto de pintura—. ¡Nuestro errabundo jefe! ¡Bien, al menos en esta reunión el sillón presidencial no estará vacío!

El recién llegado asintió, quitándose la capa con un gesto brusco y arrojándola a Dungy; el enano se apresuró a salir de la gruta para guardarla con una expresión de agradecimiento en el rostro. Luego se instaló en el asiento que había a un extremo de la mesa y, sin la capa, todos los presentes pudieron ver los zapatos con suelas sobre resortes, que le daban ese andar tan peculiar.

—Señores y ciudadanos —dijo Horrabin, empleando el tono de voz de un jefe de pista circense—, permitid que os presente a nuestro gran jefe… ¡el Rey de los Gitanos, el doctor Romany! —Se oyeron algunos vítores y silbidos, pero bastante desanimados—. ¿Qué asunto trae vuestra presencia a nuestra mesa, Majestad?

Romany no le contestó hasta no haberse desembarazado de sus zapatos con suelas de resorte, tras lo cual lanzó un suspiro de alivio.

—Varios son los asuntos que me traen a tu trono de las cloacas, Horrabin —dijo—. Para empezar, he traído personalmente el envío mensual de monedas…, soberanos de oro en sacos de doscientos kilos, que he dejado en el pasillo, probablemente aún calientes por haber salido del molde. —Esta noticia hizo que los asistentes lanzaran unos vítores bastante más sinceros que los anteriores—. Y, además, traigo algunas noticias nuevas en cuanto a nuestra caza particular. —Aceptó la copa de vino tinto que le ofrecía uno de los comensales—. Aún no has sido capaz de encontrar ese hombre al que llamas Cara-de-Perro Joe.

—Amigo, un maldito licántropo es bastante difícil de encontrar… y hallarlo puede ser peligroso —dijo una voz al otro lado de la mesa, a lo cual siguieron murmullos de asentimiento.

—No es un licántropo —dijo el doctor Romany sin volverse hacia su anónimo interlocutor—, pero admito que es peligroso, y mucho. Ésa es la razón de que la recompensa sea tan grande, y os aconsejo que me lo traigáis mejor muerto que vivo. En cualquier caso, la recompensa asciende ahora a diez mil libras en efectivo y un pasaje en cualquiera de mis barcos mercantes al punto del globo que se desee. Pero ha aparecido otro hombre que también deseo que me encontréis… y éste debe ser capturado vivo y sin haber sufrido ningún daño. La recompensa por traerme a ese hombre será de veinte mil libras y una esposa tal y como me la pidáis, que os garantizo será tan apasionada como podáis soñar y, por supuesto, un billete al sitio que desee la persona recompensada. —Los comensales se removieron inquietos y empezaron a murmurar entre ellos, e incluso uno o dos de los hombres harapientos, que sólo se movían para la tradicional pelea por los restos de la comida, parecieron dar muestras de interés—. No sé cómo se llama —siguió diciendo el doctor Romany—, pero debe de tener unos treinta y cinco años y tiene el cabello oscuro aunque ya algo escaso. Muestra tendencia a engordar, es de piel pálida y habla con alguna especie de acento colonial. Le perdí la pasada noche en un campo cerca de Kensington, junto al arroyo de Chelsea. Estaba bien atado, pero al parecer… —Romany se calló de pronto, pues Horrabin había empezado a balancearse en su arnés, dando claras muestras de nerviosismo—. ¿Sí, Horrabin?

—¿Iba vestido como los vendedores del mercado? —le preguntó el payaso.

—Cuando le vi por última vez no, pero si escapó por el arroyo, tal y como sospecho, estoy seguro de que luego desearía cambiarse de ropa. ¿Le has visto? ¿Dónde, hombre…, cuándo?

—Vi a un hombre que se le parecía, pero iba vestido con un traje de pana vieja e intentaba vender cebollas en Billingsgate esta mañana, justo antes de que cerrara el mercado. Presenció mi espectáculo de Punch y le ofrecí trabajo como mendigo, pero al parecer eso le ofendió y se fue. Dijo que era norteamericano. Yo le dije que cuando cambiara de opinión, y puedo asegurar que jamás había visto un hombre con menos recursos, podía preguntar dónde actuaba el espectáculo de Punch y Horrabin, y que entonces hablara conmigo otra vez.

—Creo que debe de ser él —dijo el doctor Romany intentando controlar su nerviosismo—. ¡Alabado sea Anubis! Temía que se hubiera ahogado en el arroyo. Así que Billingsgate… muy bien, quiero que tu gente registre toda el área que hay de San Pablo y el puente, por el este, hasta los tugurios que hay sobre el muelle de Londres, y desde el norte del río hasta el Hospital de Cristo, la Muralla y Long Alley. El hombre que me lo traiga vivo pasará el resto de su existencia rodeado de lujos… —Romany volvió lentamente la cabeza para mirarles a todos, y su gélida mirada paralizó a los comensales—, pero si alguien le mata, entonces su destino será tal que… —hizo una pausa como si estuviera buscando la imagen adecuada— entonces tendrá una amarga envidia del viejo Dungy.

Desde los comensales se alzaron murmullos asintiendo: en efecto, había cosas peores que disponer la mesa y ejecutar danzas idiotas. Pero algunos de ellos, que habían estado sentados a esa mesa cuando Dungy era su jefe, agitaron la cabeza y fruncieron el ceño con expresión dubitativa, como pensando si la captura de ese hombre merecía tales riesgos.

—Nuestros asuntos internacionales —prosiguió Romany—, funcionan bien y dentro de un mes, si todo sigue como hasta ahora, deberían producirse unos cuantos resultados bastante espectaculares. —Se permitió el lujo de una breve sonrisa—. Si no supiera que se me tacharía de exagerar salvajemente, me atrevería a decir que nuestro parlamento subterráneo puede muy bien ser el Parlamento que gobierne esta isla antes de que llegue el invierno.

De pronto, una enloquecida explosión de carcajadas resonó entre los hombres harapientos acurrucados alrededor de la mesa, y algo que resultó ser un hombre muy viejo avanzó hacia la luz, moviéndose con la rapidez de un insecto. Hacía mucho tiempo su rostro debió de sufrir una tremenda herida y ahora le faltaba un ojo, la nariz y media mandíbula. Sus harapos eran tan enormes y colgaban de tal modo sobre su cuerpo que daba la impresión de no existir.

—No me queda gran cosa —jadeó, intentando controlar las carcajadas que pugnaban por escapar de su pecho—, no me queda gran cosa, pero me queda lo suficiente para decirte a ti, ¡idiota presuntuoso!, decirte lo que vale tu exageración… ¡Burp!

El eructo fue tan potente que a punto estuvo de hacerle caer de espaldas y todos los presentes se rieron.

El doctor Romany clavó una mirada de irritación en el ruidoso desecho que le había interrumpido.

—Horrabin, ¿no puedes poner fin a la miseria de este desgraciado? —le preguntó en voz casi inaudible.

—¡Si no lo hizo es que no puede! —medio rió medio lloró, el viejo.

—Con vuestro permiso, señor —dijo Horrabin—, haré que le saquen de la sala. Siempre ha estado aquí, y los mendigos de Surreyside le han dado el apodo de Suerte. Casi nunca habla, pero cuando lo hace sus palabras no tienen mayor significado que las incoherencias de un papagayo.

—Bueno, pues que se lo lleven —dijo Romany irritado.

Horrabin movió la cabeza y uno de los hombres que había estado riendo se acercó a la Suerte de Surreyside y le cogió en brazos, asombrándose visiblemente ante lo poco que pesaba el viejo.

Cuando ya estaba casi fuera de la sala, el viejo se volvió hacia el doctor Romany y le guiñó su único ojo.

—Búscame luego, cuando las circunstancias sean distintas —murmuró con voz teatral echándose a reír de nuevo como un loco.

Sus risotadas fueron apagándose, para convertirse en ecos extraños a medida que él y el hombre que le llevaba en brazos se perdieron por uno de los túneles.

—Tienes invitados muy interesantes a tus cenas —dijo el doctor Romany, aún enfadado, poniéndose de nuevo sus zapatos con resortes.

El payaso se encogió de hombros, lo que produjo un extraño efecto visual dado lo exagerado de sus hombreras.

—En el salón de Horrabin jamás se rechaza a nadie —dijo—. Algunos nunca pueden salir de él, otros se marchan usando el río…, pero todos son bienvenidos. ¿Te vas ya, antes de que sirvan la cena?

—Sí, y por la escalera, si no tienes inconveniente. Tengo muchas cosas que hacer…, debo entrar en contacto con la policía y ofrecer una gran recompensa por ese hombre. También ellos tienen derecho a una recompensa, ¿no? Y, además…, nunca me ha gustado mucho la clase de cerdo que sirves. —La indescifrable expresión que había en el rostro del payaso quizá fuera una mirada de aviso. Romany sonrió y luego se levantó, frunciendo un poco el ceño al notar de nuevo la presión de los resortes sobre las losas. Dungy se apresuró a traerle su capa, y Romany la desplegó y se la puso. Antes de introducirse en uno de los túneles se volvió hacia los comensales y dejó vagar la mirada sobre ellos, sumidos en un silencio muy poco habitual; alzó luego los ojos hasta el techo y los mendigos suspendidos de las cuerdas…, todos le estaban mirando—. Encontrad a ese americano —dijo—. Olvidad a Cara-de-Perro Joe por ahora… y traedme al americano, vivo.

El sol poniente recortaba la cúpula de San Pablo detrás de Doyle, mientras avanzaba por la calle Támesis hacia Billingsgate. La pinta de cerveza, que se había tomado diez minutos antes, le había librado casi totalmente de su mal sabor de boca y había despejado un tanto sus preocupaciones.

Aunque no tan concurrida como durante la mañana, la calle seguía estando poblada: unos niños jugaban a la pelota, de vez en cuando pasaba un carruaje y los peatones tenían que rodear con cautela un carro, del cual unos obreros estaban descargando toneles. Doyle se quedó inmóvil, observando el tráfico.

Unos minutos después vio a un hombre que se le acercaba silbando, y antes de que se hubiera alejado Doyle le preguntó, con cierto cansancio ya que éste era su cuarto intento, si podía decirle dónde actuaba esa noche el espectáculo de Punch y Horrabin.

El hombre miró a Doyle de arriba abajo y meneó la cabeza con aire de duda.

—Las cosas andan mal, ¿eh? Bueno, amigo, yo nunca le he visto actuar de noche, pero cualquier mendigo debería ser capaz de llevarte hasta allí. Claro que la noche de los domingos apenas si hay un par de mendigos por aquí, pero creo que vi a uno en Billingsgate.

—Gracias.

«Las alimañas de Horrabin», pensó mientras seguía andando, ahora un poco más rápido. Por otro lado…, hasta una libra al día si estás dispuesto a ciertos sacrificios. Doyle se preguntó a qué tipo de sacrificios se estaría refiriendo, y luego pensó en su entrevista con el editor del Morning Post… intentando olvidarla por completo unos segundos después.

En la esquina de Santa María del Monte había un viejo sentado, y cuando Doyle se acercó a él vio el letrero que colgaba de su pecho. El letrero decía:

Sostenía en la mano una bandeja llena de pastillas de un color verde sucio, y cuando Doyle se detuvo ante él, el viejo extendió la bandeja con ademán imperioso, de tal modo que si Doyle hubiera intentado seguir caminando la habría tirado al suelo.

El viejo pareció algo decepcionado al notar que Doyle se paraba ante él, y al mirar a su alrededor adivinó la razón: a esas horas de la noche se veía buen número de gente bien vestida, e indudablemente les habría movido a la compasión ver cómo el viejo perdía sus caramelos desparramados por la calzada.

—¿Quiere comprar algunos excelentes caramelos de menta para ayudar a un pobre ciego? —gimoteó el viejo, alzando la cabeza como si implorase al cielo.

—No, gracias —contestó Doyle—. Necesito encontrar a Horrabin. Horrabin —repitió, al ver que el mendigo inclinaba la cabeza en un gesto interrogativo—. Creo que es algo así como un jefe de mendigos.

—Tengo caramelos que vender, caballero —dijo el mendigo extendiendo la mano—. No puedo distraerme intentando recordar cosas para gente que no sabe pagar ni un penique como compensación al tiempo que pierdo.

Doyle apretó los labios, pero dejó caer un penique en la mano del viejo. La noche estaba acercándose y necesitaba desesperadamente un sitio donde dormir.

—¿Horrabin? —dijo el mendigo en voz baja y algo pensativa—. Sí, le conozco. Y dado que ésta es la noche del domingo, estará con su parlamento.

—¿Su parlamento? ¿A qué se refiere?

—Podría llevarle hasta allí y enseñárselo, caballero, pero eso querría decir que perdería como mínimo un chelín por las ventas perdidas.

—¿Un chelín? —dijo Doyle desesperado—. ¡Sólo tengo diez peniques!

El mendigo extendió raudo la mano con la palma hacia arriba.

—Ya me pagará lo que falta, caballero.

Doyle vaciló.

—¿Podrá darme cama y comida?

—Oh, claro, a nadie se le echa del salón de Horrabin.

La mano temblorosa seguía extendida y Doyle, con un suspiro, rebuscó en su bolsillo para dejar cuidadosamente una moneda de seis peniques y cuatro de uno entre los dedos del viejo.

—Bueno…, pues adelante.

El viejo guardó las monedas y los caramelos en un bolsillo y, metiéndose la bandeja bajo un brazo, cogió un bastón que había en el suelo a su espalda y se incorporó con dificultad.

—Adelante, entonces —dijo.

Echó a caminar rápidamente hacia el oeste, en la misma dirección por la que había venido Doyle, balanceando su bastón ante él, con un aire despreocupado como si en realidad no le hiciera falta. Doyle tuvo que apretar el paso para no perderle.

Aturdido por el hambre, pues había perdido su desayuno de sopa y puré de patatas en la oficina del Morning Post, Doyle pestañeaba deslumbrado por el brillo cegador del ocaso, e intentaba no perder de vista al mendigo. Por ello, y pese a ser vagamente consciente de un chirrido muy cercano, no cayó en que alguien le seguía hasta que una mano inolvidable le agarró por la pernera del pantalón. El agarrón le hizo perder el equilibrio y cayó sobre los adoquines, golpeándose dolorosamente las manos y las rodillas.

Volvió la cabeza enfadado y se encontró contemplando el barbudo rostro de «Patines» Benjamin. La plataforma del hombre sin piernas se había parado con un seco impacto en el tobillo de Doyle.

—Maldición —boqueó Doyle—, suélteme. No estoy mendigando y necesito seguir a ese…

—No, amigo, con Horrabin no —dijo «Patines» en un susurro apremiante—. No eres lo bastante malo como para prosperar con ese canalla. Ven conmigo y…

El viejo mendigo había girado en redondo y volvía hacia ellos, con los ojos clavados con tal fijeza en el recién llegado que, aunque algo tarde, Doyle se dio cuenta que su ceguera era un fraude.

—¿En qué te estás metiendo, Benjamin? —siseó el viejo—. ¿Es que el Capitán Jack necesita nuevos reclutas en estos últimos tiempos?

—Déjale en paz, Bugs. No es de los vuestros —dijo «Patines»—. Pero de todos modos, aquí tienes tu tarifa por haberle encontrado; cortesía de Copenhague Jack.

Sacó dos monedas de seis peniques de su bolsillo y se las arrojó. Bugs las cogió al vuelo con una sola mano.

—Muy bien —dijo, guardándolas con sus caramelos—. Si piensas hacerlo de ese modo, por mi puedes meterte en mis asuntos siempre que lo desees.

Lanzó una breve risita y se fue nuevamente hacia Billingsgate, golpeando el suelo con su bastón una vez se hubo alejado unos cincuenta metros. Doyle se puso en pie, apoyándose con cierta cautela en el tobillo dolorido.

—Antes de que desaparezca —dijo Doyle—, será mejor que me diga si ese Copenhague Jack suyo puede darme comida y una cama.

—Sí, y las dos cosas bastante más sanas de lo que habrías sacado de Horrabin. Jesús, realmente no sabes arreglártelas muy bien, ¿verdad? Venga, por aquí.

El comedor de la casa de los mendigos en la calle Pye era más largo que ancho, y tenía ocho grandes ventanas, cada una de las cuales estaba compuesta con un damero de cristales disparejos, que habían sido emplomados para formar un conjunto, situadas a intervalos a lo largo de la gran pared que daba a la calle. Un farol situado junto a la casa dejaba entrar unos escasos rayos de luz, que se retorcían siguiendo los complejos mosaicos de los pequeños cristales, pero la iluminación principal del comedor procedía de lamparillas de aceite que colgaban de unas cadenas atadas al techo. El extremo este de la estancia, más angosto, se encontraba unos treinta centímetros por encima del resto del comedor, y se llegaba a él por cuatro escalones; a cada lado de los escalones nacía una barandilla que terminaba en la pared, y que le daba a la estancia el aire de un puente de barco, con el castillo de popa por encima del resto.

Los mendigos que estaban reunidos en las largas mesas de madera eran toda una parodia de la moda contemporánea: había desde las levitas elegantes con guantes blancos, remendadas pero impecablemente limpias, que llevaban los Caballeros Arruinados, hasta los mendigos que intentaban provocar la compasión proclamando, a veces sin mentir, que eran aristócratas de alta cuna, a quienes el alcohol o los reveses financieros habían llevado a la ruina; pasando por la camisa azul y los pantalones negros atados con una cuerda, y el negro gorro de lona con el nombre de algún navío escrito en apagadas letras de oro, que llevaban los Marineros Naufragados (quienes, incluso aquí, salpicaban sus frases con términos náuticos aprendidos en los vodeviles y las baladas callejeras); y los turbantes, los pendientes y las sandalias de los Hindúes en Apuros. También se veían aquí y allá los rostros ennegrecidos de mineros, a los que supuestas explosiones subterráneas habían dejado lisiados y, naturalmente, los harapos anónimos de los mendigos corrientes. Doyle se dio cuenta, al ocupar su lugar al extremo de uno de los bancos, de que había varios mendigos vestidos como él.

Pero la figura más impresionante de todas era la de hombre con cabello y bigote rubios, que había estado sentado en una especie de trono en la parte más alta del comedor y que se puso en pie, apoyándose en la barandilla, para contemplar a los reunidos en el comedor. Su atuendo era extravagante, pero no resultaba del todo ridículo; una levita con montones de encaje asomando por la pechera y los puños, pantalones ceñidos de satén blanco y medias de seda, también blanca, que terminaban en unos zapatos tan pequeños que, de no ser por sus hebillas de oro, habrían hecho pensar en un bailarín de ballet. El murmullo de las conversaciones cesó de pronto al ponerse en pie.

—Ahí tienes a Copenhague Jack en persona —murmuró con aire orgulloso «Patines», que había ocupado un lugar en el suelo junto a Doyle—, capitán de los mendigos de la calle Pye.

Doyle asintió, algo distraído, y mucho más atento al olor a pavo asado que repentinamente había empezado a flotar en el aire.

—Buenas noches, amigos —dijo el capitán, jugueteando con una delicada copa de cristal tallado.

—Buenas noches, capitán —dijeron a coro todos los mendigos.

Con los ojos clavados todavía en las mesas, el capitán extendió su copa y un chico con casaca roja y botas de caña se apresuró a llenarla de vino tinto. El capitán lo probó y luego hizo un gesto de satisfacción.

—Un Medoc bien seco con el asado de buey —anunció, mientras el chico se iba a toda prisa—, y con el pavo es probable que agotemos todo el Sauterne que llegó la semana pasada.

Los mendigos aplaudieron enérgicamente y Doyle les imitó.

—Los informes, los actos disciplinarios y la evaluación de los nuevos miembros tendrán lugar después de la cena.

Estas palabras parecieron agradar igualmente a los mendigos, y apenas el capitán tomó asiento ante su mesa, situada en el estrado, una puerta se abrió al otro lado del comedor y por ella aparecieron nueve hombres, cada uno llevando una bandeja con un pavo asado entero. A cada una de las mesas le tocó una bandeja y el hombre que ocupaba la cabecera recibió un largo cuchillo y un tenedor para trincharlo. Doyle ocupaba casualmente la cabecera de la suya, y logró recordar lo bastante de las habilidades requeridas en los banquetes de Navidad y el día de Acción de Gracias para hacer un trabajo adecuado. Una vez hubo servido algo de pavo en todos los platos que le entregaron, incluido el que «Patines» sostenía desde el suelo, se sirvió un poco en el suyo y lo atacó vigorosamente, ayudándose para engullirlo con generosos tragos del Sauterne que un pequeño ejército de pinches no dejaba de verter en cada copa apenas se medio vaciaba. Al pavo siguió buey asado, casi negro en los extremos y sangrante en el centro, y un aparentemente interminable suministro de panecillos y manteca, así como botellas y más botellas de lo que Doyle se vio obligado a reconocer como un Burdeos maravillosamente seco y de un cuerpo excelente. Como postre hubo pastel de moras caliente y crema de jerez.

Una vez que los platos quedaron limpios y los comensales se reclinaron en sus asientos, muchos de ellos, para envidia de Doyle, llenaron sus pipas de arcilla y las encendieron diestramente, utilizando las velas que había sobre las mesas. Copenhague Jack desplazó su trono hasta la parte delantera del estrado y dio una palmada para atraer su atención.

—Al negocio —dijo—. ¿Dónde está Fairchild?

La puerta que daba a la calle se abrió para dejar entrar a un joven de aspecto nervioso. Por un instante, Doyle pensó que sería Fairchild pero un hombre de aire patibulario y rostro sin afeitar se levantó en los bancos de una mesa trasera y dijo «Aquí, señor». El joven que acababa de entrar se quitó la bufanda con que se protegía el cuello y, cruzando el comedor, fue a sentarse en los escalones.

El capitán le hizo una seña con la cabeza y luego miró nuevamente a Fairchild, que le estaba dando vueltas a la gorra que sostenía entre las manos con expresión preocupada.

—Se te vio esconder cinco chelines esta mañana en un desagüe.

Fairchild tenía la cabeza gacha, pero en ese instante alzó la mirada hacia Copenhague Jack y sus ojos brillaron ferozmente por entre sus cejas hirsutas.

—¿Quién me vio, señor?

—Eso no importa. Lo niegas, entonces.

El hombre lo pensó en silencio.

—Yo… no, señor —dijo por último—. Sólo que…, bueno, no pretendía esconderlos de Marko, entiéndame, sino de esos chicos que me molestaban. Tenía miedo de que me robaran.

—Entonces, ¿por qué no le dijiste eso a Marko cuando vino a la una de la tarde, en vez de explicarle que sólo habías hecho unos cuantos peniques?

—Se me olvidó —dijo Fairchild—, se me olvidaron por completo esos malditos chelines.

El joven sentado en los escalones estaba observando a los mendigos como si esperara ver entre ellos a alguien conocido. Doyle se preguntó a quien estaría buscando. Parecía tener menos de veinte años, pese a su incipiente bigote, y Doyle pensó que el propietario original del gabán que llevaba, probablemente muerto y enterrado hacia ya veinte años, habría sido de mucha mayor talla que su actual poseedor.

—No eres el único de los presentes que tiene mala memoria, Fairchild —dijo con voz amable el capitán—, pues me parece recordar ahora que he pasado por alto ya dos fechorías tuyas, muy parecidas a ésta, en los últimos meses.

El joven de los escalones miraba a Doyle con una expresión pensativa, en la que había algo de ansiedad. Cuando Doyle empezaba a preocuparse, el joven dejó de mirarle.

—Me temo —siguió diciendo Copenhague Jack—, que deberemos olvidar unas cuantas cosas más; olvidaremos que en el pasado has sido miembro de nuestro grupo, y espero que por tu parte tengas la amabilidad de olvidar cómo se llega a mi casa.

—Pero, capitán —jadeó Fairchild—, no lo hice con mala intención, puede quedarse con los cinco chelines y…

—Guárdalos; te harán falta. Ahora, vete. —Fairchild se fue tan de prisa que Doyle imaginó que el capitán debía de tener un medio muy rápido y brusco de expulsar a quienes no querían marcharse, una vez que se les había pedido que lo hicieran—. Y ahora —dijo el capitán—, pasemos a cosas más agradables. ¿Alguien desea ser admitido?

«Patines» levantó la mano todo lo que pudo, llegando con ello hasta las velas que había sobre la mesa.

—Capitán, he traído a uno —rugió, supliendo de ese modo el poco resultado de sus señas.

Había alzado tanto la voz que las copas de la mesa se estremecieron.

El capitán miró con curiosidad hacia la mesa.

—Entonces, que se levante.

Doyle se puso en pie y se volvió hacia Copenhague Jack.

—Bueno, «Patines», admito que mueve bastante a compasión. ¿Cómo te llamas?

—Brendan Doyle, señor.

Doyle sólo había pronunciado las dos primeras silabas de su nombre y ya el joven que le había estado mirando se volvió en redondo y se incorporó ágilmente para murmurar algo al oído del capitán.

Copenhague Jack ladeó la cabeza para oírle mejor, y unos instantes después se irguió mirando a Doyle con cierta incredulidad. Luego le susurró al joven unas cuantas palabras que, pese a ser inaudibles, eran obviamente algo así como «¿Estás seguro?». El joven asintió vigorosamente y le dijo algo más.

Doyle vio todo esto con creciente alarma, preguntándose si el joven del bigote no estaría trabajando para el calvo jefe de los gitanos. Empezó a mirar hacia la puerta de la calle, y se dio cuenta de que no estaba totalmente cerrada.

«Si intentan cogerme —pensó—, saldré por esa puerta antes de que hayan podido levantarse de la mesa».

El capitán se encogió de hombros y luego se volvió hacia los comensales, que cada vez parecían más intrigados.

—El joven Jacky me ha dicho que nuestro nuevo amigo Brendan Doyle acaba de llegar de Bristol, donde le ha ido muy bien en el pasado fingiendo ser sordomudo y algo retrasado. Bajo el nombre de Tom el Simple ha conseguido sacar buen provecho de la simpatía de la gente de Bristol durante los cinco últimos años, pero se ha visto obligado a irse porque…, ¿de qué se trataba, Jacky? Oh, sí, ya recuerdo…, vio a un amigo suyo saliendo de un burdel, y la chica con la que había estado se asomaba por la ventana del piso de arriba con un… con un enorme orinal de mármol que pensaba arrojar sobre la cabeza del pobre tipo cuando pasara por debajo, cosa que estaba a punto de hacer. Aparentemente habían tenido cierta discusión en cuanto a la tarifa y la joven tenía la impresión de haber sido estafada. Bueno, pues Doyle avisó a su amigo desde el otro lado de la calle. «¡Cuidado! —gritó Doyle—. ¡Retrocede, amigo mío, esa ramera piensa aplastarte los sesos!». Bueno, pues de ese modo se salvó la vida de su amigo, pero a Doyle le oyeron todos los presentes de la calle, y en muy poco tiempo todos se enteraron de que sabía hablar tan bien como cualquiera, con lo cual se vio obligado a salir de la ciudad.

Los mendigos que estaban más cerca de Doyle le felicitaron por su habilidad y su buen corazón.

—Tendrías que habérmelo contado esta mañana, amigo —le dijo «Patines».

Doyle, intentando ocultar su sorpresa y sus sospechas, abrió la boca disponiéndose a contestarle, pero el capitán levantó la mano en un ademán tan imperioso que todos los ojos volvieron a fijarse en él, y Doyle no llegó a hablar.

—Y Jacky me ha dicho que si Doyle tiene el proyecto de reanudar su oficio de mendigo aquí, en Londres, y dado que tan bien le fue en el pasado, cuando no hablaba, y que sufrió exilio la primera vez en que pronunció una palabra, tendría que recobrar su costumbre de confiar en los gestos y las señas a la hora de comunicarse con los demás. Señor Doyle, tendrá que practicar nuevamente cómo ser Tom el Simple. ¿No está de acuerdo en ello?

Todos se volvieron hacia Doyle, y éste vio cómo una de las cejas del capitán se arqueaba levemente. Doyle se dio cuenta de que el propósito de toda la farsa era el de ocultar su acento. Pero ¿por qué? ¿Y cómo sabía ese chico que tenía acento? Sonrió con cierta vacilación y movió la cabeza, asintiendo.

—Un hombre inteligente, Tom el Simple —dijo Copenhague Jack—. Jacky me ha dicho que en Bristol solíais actuar juntos, de forma que le permitiré privarnos de tu compañía durante un tiempo, en el cual te explicará nuestras costumbres. Y mientras tanto, iré tomando en consideración al resto de candidatos al reclutamiento. ¡Qué se levante otro!

Mientras un hombre de rostro cansado luchaba por incorporarse en otra mesa, Jacky saltó del estrado y fue con paso rápido hacia Doyle, con su enorme gabán aleteando alrededor de su flaca silueta. Aún algo receloso, Doyle retrocedió un paso y miró otra vez hacia la puerta.

—Venga, Brendan —le dijo Jacky—, ya sabes que no soy rencoroso… y he sabido que una semana después te dejó por otro.

«Patines» soltó una risita parecida a un trueno apagado y Jacky le guiñó el ojo a Doyle, mientras su boca formaba unas sílabas, que quizá fueran «confía en mí».

Doyle aflojó sus tensos músculos. «Debes confiar en alguien —pensó—, y al menos aquí saben apreciar un buen Burdeos». Asintiendo, se dejó llevar fuera del comedor.

Fairchild empujó suavemente la puerta y al pisar el pavimento se detuvo como preocupado por algo. La última luz grisácea del ocaso se esfumaba en el cielo, y el aire se hacía más fresco. Fairchild frunció el ceño, animándose luego un poco al pensar en los cinco chelines ocultos en el desagüe, pues con eso tendría bastante para pagar dos cómodos días de cerveza, pasteles de buey y juegos de bolos. Pero… (y tanto lo complicado de esa idea, como las lúgubres perspectivas que implicaba le hicieron fruncir otra vez el ceño), pero habría más días y los cinco chelines acabarían esfumándose. ¿Qué haría entonces? Podía preguntárselo al capitán…, no, claro, el capitán le había echado hacía unos minutos, y por eso ahora tenía que pensar. Mientras iba con paso rápido por la calle Pye gimoteó un poco y se dio unas cuantas bofetadas en la cara, esperando así lograr que su cerebro se esforzara más y diera con alguna idea constructiva.

—Sabías que tengo acento.

Doyle se arrebujó en su chaqueta de pana, pues la pequeña habitación estaba algo fría, pese a la chimenea de carbón.

—Obviamente —dijo Jacky, mientras añadía unos cuantos troncos a las ascuas del carbón, disponiéndolos de tal modo que se produjera un buen tiro—. Le dije al capitán que no se te podía dejar hablar por ahí, y él improvisó una buena historia para justificarlo. Cierra las ventanas, ¿quieres? Luego puedes sentarte.

Doyle cerró las ventanas y luego pasó los pestillos.

—Entonces, ¿cómo lo sabías? ¿Y por qué no deben oírme hablar?

Había dos sillas, una a cada extremo de la pequeña mesa, y ocupó la más cercana a la puerta.

Una vez que la chimenea funcionó a su gusto, Jacky se puso en pie y fue hasta una alacena.

—Te lo diré tan pronto como tú hayas respondido a unas cuantas preguntas que deseo formularte.

Doyle entrecerró los ojos, algo resentido al verse tratado tan perentoriamente por un chico más joven que la mayoría de sus estudiantes, y su resentimiento sólo se calmó un poco al ver que el joven había sacado una botella de la alacena.

En el piso de abajo se oyeron silbidos y aplausos apagados, pero ninguno de los dos hizo caso de ellos.

Jacky tomó asiento y contempló a Doyle con una expresión, mezcla de asombro y decisión, mientras llenaba dos vasos de coñac y le acercaba uno.

—Gracias —dijo Doyle, tomándolo y haciéndolo girar bajo su nariz.

Olía tan bien como cualquiera de los buenos coñacs que había tomado en su vida anterior.

—Vivís bien —admitió algo a regañadientes.

Jacky encogió sus delgados hombros.

—El mendigar es un oficio como cualquier otro —dijo con cierta impaciencia—, y Copenhague Jack es el mejor organizador que conozco. —Tomó un sorbo de su vaso—. Ahora, Doyle, dime la verdad… ¿qué has hecho para conseguir que el doctor Romany sienta tales deseos de cogerte?

Doyle pestañeó.

—¿Quién es el doctor Romany?

—Es el jefe de la banda de gitanos más poderosa que existe en toda Inglaterra.

Unos dedos espectrales hicieron que a Doyle se le erizara el vello de la nuca.

—¿Un tipo viejo y calvo? ¿Que lleva zapatos con resortes en las suelas?

—Ése mismo. Tiene a cada mendigo y ladrón que se esconde en el cubil de Horrabin buscando a un… un hombre con tus señas y acento extranjero, posiblemente norteamericano. Y ofrece una gran recompensa por tu captura.

—¿Horrabin, ese payaso? Dios mío, pero si le conocí esta mañana: asistí a su condenado espectáculo de marionetas. No me pareció que…

—Fue esta tarde cuando el doctor Romany dio la orden de que te buscaran. Horrabin mencionó haberte visto en Billingsgate.

Doyle vaciló, intentando poner en claro los diferentes intereses que se mezclaban en tan complicada historia. Si fuera posible asegurar una tregua no le importaría hablar con el doctor Romany, pues era evidente que ese hombre conocía los lugares y los momentos en los cuales se abrían los agujeros, aunque no tenía idea de por qué medios podía saberlo. Doyle seguía teniendo su gancho móvil en el brazo, y si podía enterarse del lugar exacto en que se encontraba un agujero y colocarse dentro de su campo cuando se cerrara, aparecería nuevamente en el terreno de Londres en mil novecientos ochenta y tres. Al pensar en California, en Fullerton y en la autobiografía de Ashbless sintió una increíble oleada de nostalgia… Por otra parte, ese doctor Romany le había dado la impresión de ser una persona más bien difícil de tratar, por no mencionar su uso de los cigarros. ¿Y qué interés tenía el chico en todo ello? Probablemente, la «gran» recompensa.

Doyle debió de mirar a Jacky con cierta cautela, impulsado por tales ideas, pues el joven sacudió la cabeza con disgusto y dijo:

—No, no estoy planeando entregarte a él. No se me ocurriría entregarle a esa criatura ni un perro rabioso…, ni siquiera aunque mantuviera su palabra en cuanto a la recompensa, lo cual me parece improbable. La recompensa real sería más bien la ocasión de registrar el fondo del Támesis en busca de monedas perdidas.

—Lo siento —dijo Doyle tomando un trago de coñac—, pero me dio la impresión de que habías asistido a una de sus reuniones.

—Así fue. El capitán Jack me paga para que vaya por todas partes y no pierda de vista a…, bueno, a la competencia. Horrabin celebra sus reuniones en una alcantarilla bajo la calle Bainbridge y suelo asistir a ellas con frecuencia. Pero deja de rehuir mi pregunta… ¿Por qué te busca?

—Bueno… —Doyle alzó su vaso y contempló con ojos ausentes el modo en que las llamas bailaban en el oscuro topacio del licor—. La verdad es que no estoy completamente seguro de ello, pero sé que desea saber algo por mí. —Entonces se le ocurrió que estaba empezando a emborracharse—. Quiere saber…, quiere saber cómo llegué a un campo cerca de Kensington.

—¿Y bien? ¿Cómo llegaste allí? ¿Y cuál es la razón de que eso le preocupe tanto?

—Bueno, Jacky, amigo mío…, te diré la verdad. Hice ese viaje mediante la magia.

—Claro, debía de tratarse de algo parecido… ¿Qué tipo de magia? ¿Y de dónde viniste?

Doyle estaba algo desconcertado.

—¿No te resulta difícil de creer?

—Me resultaría difícil creer que el doctor Romany pudiera ponerse tan nervioso por algo en lo que no estuviera metida la magia. Y ciertamente no soy tan… bueno, tan ingenuo como para pretender que la magia no existe. —Sonrió con tal amargura que por unos instantes Doyle se preguntó qué clase de cosas podía haber visto aquel muchacho—. ¿Qué tipo de magia? —repitió Jacky.

—La verdad es que no lo sé. Formaba parte de un grupo y los mecanismos mágicos de todo el asunto pertenecían a otro departamento. Pero se trataba de un hechizo o de algo parecido, que nos permitió saltar de un… de un sitio a otro sin tener que atravesar la distancia que hay entre los dos.

—¿Y de ese modo hicisteis el viaje desde América?

«¿Y por qué no?», pensó Doyle.

—Correcto. Y ese doctor Romany debió de vernos aparecer en el campo…, supongo que estaría vigilando el sitio, porque no se puede saltar de un lugar a otro como te apetezca, compréndeme…, tienes que partir y aparecer en ciertos sitios, lo que el hombre encargado de todo eso llamaba agujeros, y tengo la impresión de que Romany sabe dónde están todos esos agujeros. Debió de seguirnos a partir de allí, porque me capturó cuando me separé un momento de los otros, y me llevó a un campamento de gitanos.

Doyle bebió un poco más de coñac, pues el narrar su historia despertaba de nuevo sus temores hacia el viejo calvo.

—¿Y qué les ocurrió a los otros, a los que te acompañaron?

—No lo sé. Supongo que lograron llegar al agujero y volvieron por él hasta… bueno, hasta América.

—¿Por qué vinisteis aquí?

Doyle se rió.

—Es una larga historia, pero vinimos a oír una conferencia.

Jacky arqueó una ceja.

—¿Una conferencia? ¿A qué te refieres?

—¿Has oído hablar alguna vez de Samuel Taylor Coleridge?

—Por supuesto. Debe hablar sobre Milton en una taberna llamada La Corona y el Ancla el sábado que viene.

Doyle le contempló durante unos segundos. Este joven mendigo estaba empezando a impresionarle.

—Correcto. Bueno, pues se confundió de fecha y apareció la noche pasada para darla, y nosotros estábamos también allí, de modo que aprovechó para dar su conferencia. A decir verdad, resultó muy interesante.

—¿Sí? —Jacky terminó su coñac y se sirvió otro dedo de licor con gesto pensativo—. ¿Y cómo sabíais que se iba a confundir de fecha?

Doyle extendió las manos en un gesto despreocupado.

—El encargado de todo eso lo sabía.

Jacky guardó silencio durante unos instantes, mientras se rascaba el pequeño bigote. Luego alzó la mirada y sonrió.

—¿Eras un empleado sin importancia, encargado de cuidar a los caballos o algo parecido, o te interesaba realmente la conferencia?

Doyle sintió la tentación de soltarle a ese muchacho arrogante que había publicado una biografía de Coleridge, pero en vez de ello se contentó con replicarle, tan arrogantemente como fue posible:

—Me trajeron para que les explicara a los invitados quién… quién es Coleridge, y para que respondiera a sus preguntas sobre él una vez que estuviéramos de nuevo en nuestro país.

Jacky rió con deleite.

—¡Así que te interesa la poesía moderna! Vaya, Doyle, eres un tipo sorprendente.

La puerta que había a la espalda de Doyle se abrió y apareció Copenhague Jack; en la pequeña habitación parecía aún más alto y ancho de hombros.

—Dos nuevos miembros —dijo, inclinándose sobre la mesa para coger la botella de coñac—. Un buen Caballero Arruinado y el mejor temblador que he visto en años…, tendrías que haber presenciado el ataque con el que nos obsequió para demostrarnos su estilo. Algo sorprendente… ¿Qué tal se está portando Tom el Simple?

Doyle torció el gesto.

—¿Debo quedarme realmente con ese apodo?

—Si permaneces aquí, desde luego. ¿Qué es todo eso de que Horrabin te busca?

El capitán alzó la botella y tomó un buen trago directamente de ella.

Jacky se encargó de responder.

—Se trata del jefe de Horrabin, el doctor Romany. Piensa que Tom el Simple, aquí presente, está enterado de algún asunto mágico, y en ello se equivoca, pero ha ofrecido una recompensa enorme, por lo que cada uno de los chacales que se esconden en el hoyo de ratas de Horrabin estará buscando a Brendan Doyle. —Se volvió hacia él y añadió—: Te guste o no, tu papel como Tom el Simple es puramente una táctica de supervivencia.

El capitán se rió.

—Y da gracias de que no lleve el negocio tal y como lo hacía el padre de Horrabin.

Jacky se rió también y luego, viendo la mirada de incomprensión que le dirigió Doyle, se lo explicó todo.

—El padre del payaso era también jefe de mendigos en Saint Giles y no consentía ni un solo fraude…, todos sus ciegos eran realmente ciegos, y sus niños lisiados no llevaban muletas sólo para impresionar. Claro que a eso no se le pueden poner objeciones hasta que empezó a saberse que reclutaba gente en perfecto estado de salud y luego los adaptaba para el oficio de mendigar. Tenía una especie de hospital al revés escondido en algún lugar de las cloacas de Londres, y había creado técnicas para convertir a hombres, mujeres y niños perfectamente saludables en criaturas diseñadas para despertar el horror y la piedad.

Durante ese discurso la sonrisa se había ido borrando de los rasgos de Jacky.

—Por lo tanto, si el viejo Teobaldo Horrabin hubiera llegado a la conclusión de que debías ser Tom el Simple —dijo el capitán—, te habría cortado la lengua, y luego se habría divertido largo tiempo contigo hasta hacerte realmente un buen retrasado mental, dándote golpes en la cabeza o sencillamente reduciendo tu suministro de aire el tiempo necesario para que tu cerebro muriera. Tal y como ha dicho Jacky, era todo un experto en ello. —Bebió un poco más de coñac de la botella—. Algunos dicen que llegó a trabajar en su propio hijo, y que Horrabin lleva esas ropas tan holgadas y toda esa pintura en el rostro para ocultar las deformidades que le causó su padre.

Doyle se estremeció, recordando el susto que le había dado la repentina aparición del rostro del payaso en la parte trasera del escenario.

—¿Y qué le ocurrió al padre de Horrabin?

Jacky se encogió de hombros.

—Todo eso fue antes de que yo naciera.

—Algunos dicen que murió y entonces Horrabin se encargó del negocio —le explicó el capitán—, y otros dicen que para ello mató al viejo Teobaldo. He llegado a oír, incluso, que el viejo Teobaldo sigue vivo en algún lugar de los subterráneos… y no estoy muy seguro de si no le gustaría más estar muerto. —Miró a Doyle al ver la expresión interrogativa de éste—. Oh, el viejo Horrabin era muy alto y todos los lugares pequeños o concurridos solían ponerle nervioso.

—Una de las cosas malas que tiene hacer pasar a este hombre por sordomudo —dijo Jacky, quitándole la botella al capitán el tiempo suficiente para llenar de nuevos los dos vasos—, es que puede leer.

El capitán miró a Doyle con un interés mayor del que había mostrado durante toda esa noche.

—¿De veras sabes leer? ¿Y con liquidez?

Suponiendo que con ello el capitán quería referirse a la fluidez, Doyle asintió.

—¡Excelente! Entonces, podrás leer para mí. La literatura es quizá lo más interesante que hay en toda la vida, pero nunca he logrado sacar el menor sentido de esas señales que hay en las páginas. ¿Conoces algún poema de memoria?

—Oh, claro.

—Venga, pues.

—Yo… está bien.

Se aclaró la garganta y empezó a recitar:

La campana repica haciendo partir el día,

el ganado se marcha lentamente del prado,

y el cansado labrador vuelve a su hogar,

dejando el mundo para la oscuridad…

El capitán y Jack permanecieron inmóviles y absortos mientras Doyle les recitaba toda la Elegía de Gray. Una vez hubo terminado, el capitán aplaudió y se puso a recitar una estrofa de El combate de Sansón.

Luego le tocó el turno a Jacky.

—Dime qué opinas de esto —le dijo a Doyle, y empezó a recitar:

Este frío laberinto de calles, que en tiempos alegre resonó

con las luces y festejos, me devuelve ahora el eco

de mis pasos solitarios. El viento nocturno camina

por cuartos polvorientos y a través de las ventanas rotas

arrastra a la calle viejos recuerdos y deseos.

Jacky hizo una pausa y, automáticamente, Doyle completó la estrofa:

Muy lejos está el joven que amó estos lugares.

Y nada persiste ahora de su espíritu.

Después de haberlo recitado, Doyle intentó recordar dónde lo había leído. Era en un libro sobre Ashbless, pero no era obra suya…

«Ya lo tengo —pensó—, es una de las condenadamente escasas poesías de Colin Lepovre, quien estuvo comprometido con Elizabeth Tichy antes de que ésta se convirtiera en la esposa de William Ashbless. Lepovre desapareció en…, veamos, sí, en mil ochocientos nueve, unos meses antes de que tuviera lugar la boda. Tenía veinte años y detrás de sí sólo dejó un delgado volumen de poesías, que no obtuvo críticas muy abundantes ni entusiastas».

Miró a Jacky y vio que el joven le estaba contemplando con sorpresa y, por primera vez, con algo parecido al respeto.

—Santo Dios, Doyle…, ¿has leído a Lepovre?

—Oh, sí —replicó él con despreocupación—. Desapareció… el año pasado, ¿no? Jacky le miró con expresión ceñuda.

—Ésa es la versión oficial. La verdad es que le asesinaron. Yo le conocía, ¿sabes?

—¿De veras? —Doyle pensó que si alguna vez lograba volver al año mil novecientos ochenta y tres, esta historia podía ser una buena nota a pie de página para su biografía de Ashbless—. ¿Cómo ocurrió?

El joven tomó otro sorbo de coñac y luego, con un gesto brusco, volvió a llenarse el vaso.

—Puede que algún día llegue a conocerte lo suficiente como para hablar de ello.

Doyle, todavía decidido a conseguir algo publicable, le preguntó:

—¿Conocías a su prometida, Elizabeth Tichy?

Jacky pareció aún más sorprendido.

—Si vienes de América, ¿cómo puedes saber todo esto?

Doyle abrió la boca dispuesto a inventar alguna réplica plausible, pero no se le ocurrió ninguna y tuvo que limitarse a contestar, con cierto tono de misterio:

—Jacky, puede que algún día llegue a conocerte lo bastante bien como para hablar de ello.

Jacky arqueó las cejas, como si estuviera pensando en ofenderse, pero luego sonrió.

—Tal y como ya dije, Doyle, eres un tipo sorprendente. Sí, conocí a Beth Tichy… y la conocí bastante bien. La conocí años antes de que se encontrara con Lepovre, y todavía nos mantenemos en contacto.

—Evidentemente, casi he acertado al decir que vosotros dos ya os conocíais antes de hoy —dijo Copenhague Jack—. Doyle, ven conmigo. El viejo Stikeleather ha conseguido llegar hasta la mitad del Aubrey de Dallas, pero lee de tal modo que, como mínimo, tardará otro año en acabarlo. Veamos si eres capaz de leer un poco más rápido que él.

La cocina de El Mendigo en el Matorral tenía el techo bastante bajo y estaba muy concurrida, pero casi todo el mundo se agrupaba alrededor de una mesa en donde se celebraba una partida de cartas y Fairchild, sosteniendo su vaso de ginebra en un rincón oscuro, tenía el espacio suficiente para reclinarse apoyando los pies en los ladrillos del muro. Había aprendido hacía mucho tiempo que no le convenía jugar a nada, y que era incapaz de entender las reglas de cualquier juego, por sencillo que fuera y sin importar el tipo de naipes con el que se jugara; los demás siempre conseguían quedarse con su dinero y acababan diciéndole que había perdido.

Sólo había cogido un chelín del desagüe de la calle Fleet, pues había logrado trazar un plan: se uniría al ejército de mendigos de Horrabin y guardaría los chelines para cosas especiales como carne, ginebra y cerveza, aparte de —al pensar en ello sorbió un buen trago de ginebra— una chica de vez en cuando.

Cuando hubo terminado su vaso decidió no tomarse otro, pues si esa misma noche no lograba alistarse en el ejército del payaso con zancos tendría que gastar el dinero para alojarse, y ello no entraba en sus planes. Se puso en pie y se abrió paso a través del tumulto hasta la puerta principal de la taberna, y salió al exterior.

La vacilante luz de los faroles no parecía demasiado dispuesta a iluminar las prominentes fachadas de la calle Buckeridge, y sobre el negro telón de la noche sus débiles rayos apenas si lograban dar alguna pincelada casi invisible; en una fachada se veía brillar una ventana, aunque la habitación que había detrás permanecía en las tinieblas. A lo lejos, se veía la boca de un callejón con otra luz casi perdida en sus profundidades, subrayando con un trazo amarillento los adoquines mojados, y haciendo pensar en un desfile de sapos, que se habían quedado momentáneamente paralizados en el lento proceso de cruzar la calle. Cuando una ráfaga ocasional hacía arder con mayor fuerza la llama, se podía distinguir durante un fugaz segundo la irregular silueta de los tejados y retazos de los muros desconchados.

Fairchild anduvo a tientas hasta la esquina siguiente y, al llegar a la otra calle, pudo oír unos ronquidos tras los tablones que protegían las ventanas sin cristales de la fonda de la madre Dowling. Dirigió una mirada despectiva hacia los durmientes que, como bien sabía por experiencia, habían pagado cada uno tres peniques para compartir un lecho con otras dos o tres personas y la habitación con una docena más. «Pagar dinero para que les encierren, amontonados como murciélagos, en una vieja casa», pensó con sarcasmo, satisfecho porque él tenía planes muy distintos a ésos.

Pero un instante después, algo inquieto, empezó a pensar en qué tipo de alojamiento nocturno podía proporcionarle Horrabin. El payaso le daba miedo; quizá tuviera a la gente durmiendo en féretros, o en algo parecido… La idea hizo que Fairchild se detuviera con la boca abierta y se persignara rápidamente. Luego, recordó que se estaba haciendo tarde y, fueran cuales fuesen sus planes, lo mejor sería llevarlos a cabo sin perder tiempo.

«Al menos Horrabin no te cuesta dinero, pensó, poniéndose otra vez en movimiento; en el refugio de Horrabin todos son bienvenidos».

El parlamento de las alcantarillas habría terminado ya su sesión, por lo que en vez de girar hacia la derecha por Maynard en dirección a la calle Bainbridge, siguió el muro que tenía a su izquierda, y torció luego por la esquina del norte donde, al otro lado de Ivy Lane, se alzaba la negra edificación, parecida a un almacén, que era conocida en el vecindario como el Hotel de Horrabin, o el Castillo de las Ratas.

Ahora empezaba a preocuparle la idea de que no le aceptaran. Después de todo, no era muy inteligente, pero logró tranquilizarse un poco pensando en que era un buen mendigo, como mínimo, y que eso era lo importante en ese lugar. También pensó que a Horrabin podía interesarle saber que el nuevo recluta sordomudo de Copenhague Jack no lo era, en realidad, y que se le podía engañar para que hablara.

«Sí —decidió Fairchild—; si le cuento eso al payaso, estoy seguro de que conseguiré ganarme sus favores para siempre…».

Jacky permaneció durante un rato ante la ventana que Doyle había cerrado, contemplando los tejados casi invisibles, en los que de vez en cuando se veía el humeante punto rojo de una linterna, o el cuadrado ámbar de una ventana con las cortinas corridas.

«Me pregunto qué estará haciendo ahora —pensó Jacky—, qué oscuro callejón puede estar pisando, o en qué tugurio estar invitando a una copa a un pobre diablo que nada sospecha. Quizá esté dormido en alguna buhardilla por aquí cerca… y ¿qué tipo de sueños puede estar teniendo? Me pregunto si también robará los sueños…».

Jacky se apartó de la ventana y se sentó ante la mesa, en la que había colocado papel, pluma y un tintero. Sus delgados dedos tomaron la pluma y, tras sumergirla en el tintero esperó durante unos segundos, luego empezó a escribir:

2 de septiembre de 1810

Querida madre:

Aunque todavía no puedo darte una dirección donde puedas localizarme, sí puedo asegurarte que me encuentro bien, que estoy comiendo lo suficiente, y que tengo un tejado sobre mi cabeza a la hora de dormir. Ya sé que piensas en ello como en una Locura peligrosa, y fruto del capricho, pero estoy haciendo algunos progresos en mi búsqueda del hombre, si es que de tal puede calificársele, que mató a Colin. Y aunque me has repetido muchas veces que es trabajo de la policía, te pediré una vez más que aceptes mi palabra de que la policía no está en situación de tratar adecuadamente con él y que, de hecho, ni tan siquiera pueden llegar a comprender o reconocer la existencia de tal tipo de criatura. Tengo la intención de terminar con él corriendo el mínimo de Riesgo posible, apenas ello me resulte Factible, y luego volveré a casa con la confianza de que en ella todavía podré hallar una Bienvenida. Mientras tanto, me hallo entre Amigos y sufro un peligro mucho menor del que tú probablemente imaginas y caso de que, pese a mi actual y muy dolorosa desobediencia a tus Deseos, quieras conservar el calor y el cariño con que tan abundantemente me has inundado en el pasado, harás muy feliz a tu hija, que te ama como siempre lo ha hecho.

ELIZABETH JACQUELINE TICHY

Jacky agitó la carta en el aire hasta que la tinta se hubo secado y, después de doblarla, escribió la dirección y dejó gotear sobre ella la cera de la vela para sellarla. Cerró la puerta, se quitó sus ropas demasiado grandes y, antes de bajar la cama, que estaba unida a la pared mediante bisagras, se quitó el bigote de un tirón, rascándose vigorosamente el labio superior, y luego lo dejó pegado en la pared.