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Nací en lugar oscuro y horriblemente lejano…

PERCY B. SHELLEY

Por encima de las aceras repletas, las ventanas de los elegantes y señoriales balcones de la calle Oxford ardían como luminarias en la aún joven noche del domingo. Hombres y mujeres elegantemente vestidos iban y venían cogidos del brazo, silueteados por los escaparates y los umbrales de las casas, entrando o saliendo de los cabriolés, que luchaban entre sí para conseguir moverse a lo largo de la calzada. El aire vibraba con el griterío de los cocheros, el chirrido estridente de centenares de ruedas sobre los adoquines, y con el más agradable y rítmico canturreo de los vendedores callejeros, que habían acudido desde la feria dominical celebrada al oeste, en Tottenham Court Road. Desde su asiento en lo alto del carruaje, Doyle podía oler la mezcla de los caballos, el humo de los puros, las salchichas calientes y los perfumes transportados con la fresca brisa nocturna.

Cuando torcieron a la derecha, por la calle Broad, Benner sacó una de sus pistolas (un complejo artefacto de cuatro recámaras, que parecía más bien una araña metálica gracias a sus incontables percutores y remaches) de la faltriquera de cuero y apoyó el codo en el tejado del carruaje, con el arma totalmente al descubierto apuntando hacia el cielo. Al mirar hacia adelante, Doyle vio que el resto de los guardias le habían imitado.

—Estamos entrando en los tugurios de Saint Giles —explicó Benner—. Por aquí hay tipos bastante duros, pero no se meterán con un grupo de hombres armados.

Doyle miró a su alrededor con cauteloso interés, contemplando las angostas callejuelas y los pequeños patios que brotaban a cada lado de la calle; casi todos estaban en tinieblas, pero en algunos se veían los reflejos de luces humeantes al otro lado de la esquina. Aquí la venta callejera era aún más abundante, al menos en la calle principal, y los carruajes pasaron junto a docenas de puestos que vendían café, ropas viejas y montones de verduras distintas, vigilados por ancianas de aspecto formidable, que fumaban humeantes pipas de arcilla y observaban a la multitud con los ojos entrecerrados. Varias personas les gritaron cosas al pasar, con un acento tan pronunciado que Doyle apenas si pudo distinguir en sus palabras un «demonios» o alguna que otra «maldición», pero por el tono parecían más jocosos que amenazadores.

Miró hacia atrás y luego tocó a Benner en el brazo.

—No quiero ponerte nervioso —dijo a toda prisa—, pero ese carruaje de ahí…, el que está detrás del carro de las patatas, el que parece una carreta del oeste. Lo llevamos detrás desde que entramos en Bayswater Road.

—Por el amor de Dios, Brendan, desde entonces sólo nos hemos desviado una vez —siseó Benner con impaciencia, volviéndose pese a todo para mirar—. Diablos, pero si es… —De pronto pareció algo pensativo—. Creo que es un carro de gitanos.

—Otra vez los gitanos —dijo Doyle—. No solían… quiero decir que normalmente no entraban demasiado en las ciudades grandes, ¿verdad?

—No lo sé —le replicó Benner con lentitud—. Ni tan siquiera estoy seguro de que sea en realidad un carro de gitanos, pero se lo diré a Darrow.

La calle fue haciéndose más angosta y oscura a medida que se acercaban a Saint Martin’s Lane, y cuando pasaron junto al enorme edificio de la vieja iglesia, los grupos de hombres que les observaban desde los portales en penumbra hicieron que Doyle se alegrara ante las armas de Benner; la calle se ensanchó nuevamente, dando paso a la luz y el jolgorio cuando entraron en la gran avenida del Strand. Benner guardó nuevamente su compleja arma en la faltriquera.

—La Corona y el Ancla está justo al doblar la esquina —le dijo—. Y hace varias manzanas que no he visto a tu carro de gitanos.

Por entre los edificios, Doyle distinguió fugazmente el río Támesis brillando bajo la luna. Le pareció ver sobre él un puente que no estaba allí durante su visita de 1979, pero antes de que tuviera tiempo para orientarse realmente torcieron por una callejuela y se detuvieron con un chirrido ante un edificio de dos pisos, con vigas en la fachada y un cartel que se balanceaba sobre la puerta. La Corona y el Ancla, leyó Doyle.

Cuando los invitados bajaban de los carruajes gotas de lluvia empezaron a repiquetear sobre los adoquines. Darrow apareció ante ellos con las manos ocultas por un grueso manguito de piel.

—Usted —le dijo al hombre que había estado conduciendo el primer carruaje—, encárguese de los coches. El resto, adentro todos.

Y, poniéndose en marcha, encabezó el cortejo de diecisiete personas hacia el cálido interior de la taberna.

—Santo Dios, caballero —exclamó el chico que apareció a toda prisa para recibirles—, ¿todos ustedes vienen a cenar? Tendrían que habernos avisado antes, habríamos abierto la sala de banquetes… Pero veamos, quizá tenga suficientes sillas para…

—No hemos venido a cenar —le respondió Darrow con impaciencia—. Hemos venido para escuchar al señor Coleridge.

—¿Ah, sí? —El chico se volvió hacia un pasillo y gritó—: ¡Señor Lawrence! ¡Aquí hay otro grupo de gente que creía que éste era el domingo en que debía hablar ese poeta!

El rostro de Darrow palideció increíblemente, y de pronto no fue sino un hombre muy viejo vestido con un atuendo ridículo. El manguito cayó de sus manos para chocar con un leve ruido en el suelo de madera. Nadie dijo nada, aunque Doyle, bajo su sorpresa decepcionada, pudo sentir un ataque de risa histérica que pugnaba por huir a su control.

Un hombre de aspecto nervioso, seguido por un viejo regordete con larga cabellera gris, se acercó con premura a ellos.

—Soy Lawrence, el encargado —dijo—, y el señor Montagu dispuso la conferencia para el domingo que viene, el ocho de octubre, y el que todos ustedes hayan venido hoy no es culpa mía. El señor Montagu no está aquí y se pondría muy nervioso si…

Doyle había desviado la mirada casualmente hacia el anciano que permanecía inmóvil junto a Lawrence, y ahora no le quitaba los ojos de encima. El anciano pestañeaba como intentando disculparse ante todos, mientras el encargado seguía hablando y Doyle, cada vez más excitado, alzó la mano con tal rapidez que éste se detuvo a mitad de una frase.

—Creo que es usted el señor Coleridge, ¿no? —le dijo Doyle al anciano, inclinándose hacia adelante.

—Sí —dijo éste—, y les pido disculpas a todos por…

—Perdóneme. —Doyle se volvió hacia Lawrence—. El chico nos indicó que en estos momentos quizá fuera posible acomodarnos en otro sitio.

—Bien, sí, es cierto, pero la sala no ha sido barrida, no hay fuego… y además, el señor Montagu…

—A Montagu no le importará. —Se volvió hacia Darrow, que estaba recobrando un poco el color—. Señor Darrow, estoy seguro de que habrá traído la suficiente cantidad de dinero en efectivo para hacer frente a cualquier emergencia, y me imagino que si le da una suma adecuada, este caballero hará que enciendan el fuego y que sirvan comida en esa sala que ahora no utilizan. Después de todo, el señor Coleridge creía que iba a ser esta noche y nosotros también, así que, ¿debemos escucharle en la calle cuando hay tabernas con salas por utilizar? Estoy seguro —le dijo a Lawrence—, de que ni tan siquiera el señor Montagu podrá encontrar un defecto lógico en mi razonamiento.

—Bueno —dijo el encargado con cierta reluctancia—, hará falta utilizar a varios miembros del personal y no podrán encargarse de sus labores habituales… Tendremos que esforzarnos todos un poco más de lo corriente y…

—¡Cien soberanos de oro! —gritó Darrow.

—Hecho —se apresuró a responder Lawrence, casi atragantándose—. Pero le ruego que no levante tanto la voz.

Coleridge parecía horrorizado.

—Caballero, no puedo consentir que…

—Soy un hombre repugnantemente rico —dijo Darrow, que ya había recobrado totalmente la compostura—, y el dinero no significa nada para mí. Benner, vaya a buscar esa cantidad al carruaje mientras el señor Lawrence nos enseña la sala que ocuparemos.

Rodeó con un brazo la espalda de Coleridge y con el otro la de Doyle, y el trío se puso en marcha siguiendo a la nerviosa figura del encargado.

—Por su acento tengo la impresión de que es usted norteamericano, ¿no? —dijo Coleridge, aún algo aturdido.

Doyle se dio cuenta de que pronunciaba claramente las r y pensó que debía ser obra de su acento nativo del Devonshire, aún detectable después de tantos años. Sin saber muy bien por qué, ello acentuaba aún más la impresión de vulnerabilidad que ya le había producido Coleridge.

—Sí —respondió Darrow—. Somos de Richmond, en Virginia.

—Ah, siempre he querido visitar los Estados Unidos. Hubo un tiempo en que yo y algunos amigos tuvimos planes para hacerlo.

La sala, al otro extremo del edificio, estaba a oscuras y muy fría.

—No hace falta barrer —dijo Darrow mientras iba colocando con ademanes enérgicos las sillas a lo largo de la gran mesa—. Que enciendan las luces y el fuego, que traigan montones de vino y coñac; estaremos perfectamente.

—Inmediatamente, señor Darrow —dijo Lawrence, saliendo a toda prisa de la estancia.

Coleridge tomó otro sorbo de coñac y se puso en pie. Contempló a los presentes, que ahora ascendían a veintiuno, después de que tres hombres que habían estado cenando en una de las otras salas se enteraran de lo que iba a celebrarse y decidieran unirse al grupo. Uno de ellos había sacado un cuaderno de notas y sostenía entre los dedos un lápiz con aire expectante.

—Como todos ustedes sabrán, sin duda, tan bien como yo —empezó diciendo el poeta—, todo el tono de la literatura inglesa se vio alterado y cobró matices más apagados y sombríos cuando el partido de Cromwell dominó el Parlamento y los llamados popularmente Cabezas Redondas consiguieron, pese al «derecho divino de los reyes», acabar decapitando a Carlos I. Los esplendores atenienses de la era isabelina, pues no se extendieron sólo a su reinado, las luces que durante años habían abarcado tal gloria combinada en todas las disciplinas como jamás había conocido nuestra nación, cedieron el paso a la austeridad de los puritanos, los cuales se apartaron brutalmente, tanto de la extravagancia como de las brillantes ideas de sus predecesores en la historia. Cuando Cromwell ocupó el poder, John Milton tenía ya treinta y cuatro años y por ello, aunque apoyó al partido del Parlamento y saludó con placer el nuevo énfasis que éste ponía en la disciplina y el autocontrol más austero, su manera de pensar se había formado durante el crepúsculo del periodo anterior…

A medida que Coleridge seguía hablando, cada vez con menos vacilaciones, y ganando en autoridad cuanto más se entusiasmaba con el tema, Doyle se encontró observando a los que le rodeaban. El hombre del cuaderno estaba muy ocupado tomando notas en alguna especie de taquigrafía y Doyle comprendió que debía ser el maestro de escuela mencionado por Darrow la noche anterior. Sus ojos se clavaron con cierta envidia en el cuaderno de notas. «Si la suerte me acompaña —pensó—, puede que consiga ponerle las manos encima dentro de ciento setenta años». El hombre alzó la mirada, vio a Doyle y le sonrió. Doyle asintió levemente con la cabeza y se apresuró a desviar la mirada. «No pierdas el tiempo —se dijo algo furioso—. Sigue escribiendo».

Los Thibodeau contemplaban a Coleridge con los ojos entrecerrados y por un instante Doyle temió que la pareja de ancianos se hubiera empezado a dormir, pero luego identificó su expresión absorta como la marca de una profunda concentración, y supo que estarían registrando la conferencia en sus mentes de forma tan precisa y completa como lo habría hecho una cinta de vídeo.

Darrow estaba mirando al poeta con una sonrisa tranquila y satisfecha. Doyle supuso que no se estaría enterando demasiado de la conferencia y que, sencillamente, le alegraba que su público disfrutara del espectáculo.

Benner se miraba las manos como si todo esto fuera sólo un interludio, un pequeño descanso previo a un gran esfuerzo que debería realizar en el futuro. Doyle se preguntó si Benner estaría preocupado pensando en el viaje de regreso a través de los tugurios, aunque en la ida no había parecido demasiado intranquilo.

—De ese modo, Milton refina la pregunta hasta convertirla en un asunto de fe —dijo Coleridge, a punto de concluir la conferencia—, y una clase de fe mucho más independiente y autónoma; y, de hecho, más fuerte aún que la buscada por los puritanos. Milton nos dice que la fe no es una flor exótica, que debe ser trabajosamente conservada, excluyendo casi todos los aspectos del mundo cotidiano, ni tampoco una ilusión provechosa, que debe ser sostenida mediante sofismas y medias verdades, al igual que la creencia de un niño en san Nicolás… No es, brevemente, una prudente y ciega adherencia a un credo estructurado sino que, de ser algo, más bien debe ser una clara y vivaz obra de reconocimiento, de comprender las tendencias y los modelos que pueden ser hallados en la más pequeña hebra con que está hecho el mundo material, pues esas hebras son los hilos de Dios. Por ello, la religión no puede ser más que consejo y aclaración y no puede revestirse con las espuelas de la fuerza, ya que solamente la creencia y la conducta a la cual se ha llegado mediante una convicción libre son susceptibles de condena o alabanza. Siendo así, puede considerarse una mutilación criminal de los derechos individuales mantener voluntariamente a alguien en la ignorancia de cualquier hecho u opinión, y no hay pieza alguna del pensamiento que pueda ser juzgada como inadmisible, pues cuantas más piedras se añadan al mosaico, ya sean brillantes u oscuras, más clara será la imagen que tengamos de Dios.

Hizo una pausa y contempló a su público. Luego murmuró un Gracias apagado y volvió a sentarse. Doyle se dio cuenta de que ahora abandonado por el fuego de la oratoria, el poeta se había convertido nuevamente en el anciano regordete y algo tímido que habían conocido al entrar en la taberna, pese a que durante la conferencia había parecido una figura impresionante.

—¿Alguna pregunta, algo que deseen aclarar o con lo que no estén de acuerdo? —dijo Coleridge.

Percy Thibodeau le acusó hábilmente de haber leído el ensayo de Milton sólo para encontrar en él sus propias opiniones, y apoyó su juicio en las citas de algunos de sus propios ensayos. El poeta, obviamente halagado, le replicó con amplitud, señalando los muchos puntos en los cuales difería de Milton.

—Pero cuando se trata con un hombre de su estatura —dijo sonriendo—, la vanidad me incita a extenderme más sobre las opiniones que comparto con él.

Darrow sacó un reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró y se puso en pie.

—Me temo que debemos ponernos en camino —dijo—. El tiempo y la marea no esperan a nadie y tenemos por delante un largo viaje.

Las sillas se apartaron de la mesa con ruidosos chirridos y todos se pusieron en pie para buscar sus gabanes. Casi todos, incluido Doyle, se detuvieron a estrechar la mano de Coleridge y Percy Thibodeau le besó en la mejilla.

—No creo que su Sara haga ninguna objeción por el hecho de que le bese una mujer de mis años —dijo.

La mujer que Doyle creía era una célebre espiritista, como era de esperar, había empezado a entrar en algún tipo de trance y Benner fue rápidamente hacia ella para murmurarle algo al oído con una sonrisa. La mujer recobró instantáneamente la conciencia y permitió que la cogieran del codo y la sacaran de la sala.

—Benner —dijo Darrow—, oh, lo siento, siga… Señor Doyle, ¿tendría la bondad de hablar con Clitheroe para que traiga los carruajes a la entrada de la taberna?

—Por supuesto.

Doyle se detuvo en el umbral para mirar por última vez a Coleridge; temía no haber estado demasiado atento y no haber sacado de la velada tanto como, por ejemplo, los Thibodeau. Luego, con un suspiro, salió de la estancia.

El pasillo estaba muy oscuro y el suelo algo desnivelado; Benner y la médium habían desaparecido. Doyle dobló una esquina a tientas, pero en lugar de la entrada se halló al pie de una escalera de caracol cuyos últimos peldaños estaban iluminados por un velón situado en una hornacina de la pared. «Debe de ser al otro lado», se dijo, dándose la vuelta.

Y entonces sufrió un violento sobresalto, pues justo detrás de él se encontraba un hombre muy alto; su rostro estaba desagradablemente surcado de arrugas, como si hubiera vivido durante mucho tiempo, y tenía una expresión muy poco agradable de ver en el semblante, en tanto que su cabeza era tan calva como la de un buitre.

—Dios santo, qué susto me ha dado —exclamó Doyle—. Discúlpeme, pero al parecer me he…

Con una fuerza sorprendente el hombre cogió la mano de Doyle y, haciéndole girar en redondo, la alzó de pronto hasta los omoplatos; Doyle boqueó ante el repentino dolor y, en ese mismo instante, una tela húmeda le cubrió el rostro de tal modo que en vez de aire al inhalar sintió el agudo aroma del éter. Sintiéndose perdido dio una patada hacia atrás con la fuerza que proporciona el pánico, pero aunque sintió cómo el tacón de su bota chocaba duramente con un hueso, los poderosos brazos que le sostenían no vacilaron ni un segundo. Sus esfuerzos le hicieron aspirar todavía más aprisa el éter, pese a que intentó contener el aliento. Sintió una cálida masa de negrura e inconsciencia hinchándose en su nuca y se preguntó frenéticamente por qué alguien, Darrow, Benner, incluso Coleridge, no aparecían por la esquina del pasillo para lanzar un grito de alarma.

Y con el último destello de conciencia que tuvo antes del desmayo, de pronto pensó que éste debía de ser «el viejo calvo y de aspecto cadavérico» al que Benner había dado un susto en su tienda de Islington en 1805, cinco años atrás o quizá unas pocas horas antes.

El paseo nocturno del que «Detestable» Richard había estado gozando como un placentero descanso en su agotadora tarea de ir derritiendo un suministro aparentemente interminable de cucharillas de alpaca, se había ido echando a perder por la descripción que le hizo Wilbur de la llegada de su presa al campo.

—Salí sin ser visto y seguí al viejo —le había murmurado Wilbur, mientras esperaban en el pescante del carro a que volviera su jefe—, y él fue andando con mucha lentitud por el bosque, deteniéndose de vez en cuando, con un par de sus raros juguetes… Llevaba esa vasija de arcilla con ácido y plomo dentro, ya sabes cuál, esa que te pica si tocas los dos botones metálicos de la parte de arriba. De vez en cuando se paraba para tocarla, vete a saber por qué, y pude ver que cada vez apartaba la mano de golpe cuando sentía la picadura. Y también llevaba esa especie de telescopio con los sucios dibujos. —Richard sabía que se refería al sextante. Wilbur siempre había pensado que ese nombre tenía algo que ver con el sexo, y por lo tanto daba por sentado que el jefe estaba viendo imágenes pornográficas cuando lo utilizaba—. Y se detuvo un montón de veces para mirar por él, me imagino que para no dejar que se le helara la sangre, ya sabes. Así que le estuve vigilando detrás de un árbol, mientras él empezaba a cruzar ese campo, echándoles un vistazo a sus dibujitos y luego dejándose picar por el otro juguete, y pensé que quizá estuviera preocupado. Entonces tocó la vasija y no movió la mano. Miró la vasija y la sacudió bien fuerte, y luego volvió a tocarla pero no le picó; yo pensé que se habría roto. Después de eso volvió corriendo muy de prisa hacia los árboles, sin pararse para nada, y yo me escondí lo mejor que pude, temiendo que me viera. Pero no me vio, y cuando me atreví a echar otro vistazo, él estaba detrás de un árbol a unos veinte o treinta metros de mí, con los ojos clavados en el campo vacío. Y eso hice yo también, aunque ya estaba muy asustado, porque fuera lo que fuese le había hecho poner nervioso incluso a él.

Wilbur hizo una pausa para recobrar el aliento y Richard metió la mano en el interior de su camisa para taparle los oídos a su monito de madera con el pulgar y el índice, pues siempre había sospechado que oír cosas tan aterradoras como ésa podían ponerle nervioso.

—Bueno —prosiguió Wilbur—, nos quedamos ahí durante unos minutos y yo no me atrevía a irme por miedo a que me oyera. Y, de pronto, se oyó un ruido apagado pero fuerte, y también una fuerte ráfaga de viento, que agitó las copas de los árboles; entonces miré justo a tiempo de ver una gran tienda negra que se derrumbaba en mitad del campo. —En ese punto de su narración había extendido la mano para apretar el hombro de «Detestable» Richard—. ¡Y cuando miré atrás no estaba ahí! Sencillamente apareció, ¿entiendes? Hice los signos contra el mal de ojo y murmuré ¡Ajo!, al menos una docena de veces, pues cualquiera habría podido darse cuenta de que eso era obra del Negro. Y luego un par de chals bien vestidos salieron a rastras de la tienda y la recogieron y, ¿qué crees que había dentro? ¡Pues dos carruajes, con las lámparas encendidas y todo! Y en los dos había gente y los caballos estaban listos para la marcha. Y entonces uno de esos chals del Negro dijo casi chillando: «¡Vaya salto! ¿Se encuentran todos bien? ¿Y los caballos?». Otro le hizo callar y luego dos de ellos plegaron la tienda y la enterraron, y los dos carruajes se fueron por el camino. Entonces el jefe volvió corriendo al campamento conmigo detrás, y nos hizo coger este carro para seguirles.

Wilbur se había retirado ahora a la parte trasera del carro y, a juzgar por su ruidosa respiración, estaba aprovechando esa oportunidad para dormir un poco. «Detestable» Richard le envidió esa habilidad que poseía para no pensar en cosas inquietantes. El viejo gitano se removió inquieto en el pescante y contempló la negra puerta de La Corona y el Ancla. Sólo el encontrarse en la ciudad bastaba ya para ponerle nervioso; todos los gorgios le miraban, y los prastamengros siempre estaban ansiosos de meter a un chal gitano en prisión, pero el saber que en el asunto había algo de brujería hacía que hasta la cabeza le doliera por miedo al peligro. Richard poseía la nada gitana habilidad de comparar las situaciones actuales con las pasadas y por un instante deseó, con cierta melancolía, que Amenofis Fikee no hubiera desaparecido ocho años antes: mientras fue el jefe el botín siempre fue abundante y la vida había resultado mucho menos ajetreada. Metió nuevamente la mano en el interior de su camisa y acarició tranquilizadoramente la cabeza del mono con su pulgar.

La puerta trasera de la taberna se abrió con un crujido y el doctor Romany avanzó con su paso oscilante hacia el carro, llevando un cuerpo inconsciente a la espalda.

—Arriba, Wilbur —siseó Richard, un instante antes de que su jefe apareciera en la parte posterior del carro.

—Ayúdame a subirle, Wilbur —dijo Romany en voz baja.

Avo, rya —dijo Wilbur, que había despertado al instante y no daba señales de haber estado durmiendo.

—Con cuidado, imbécil. No le des ningún golpe en la cabeza… necesito lo que hay dentro de ella. Avo, sobre las mantas, así, justo. Ahora, átale y amordázale. —El anciano jefe de los gitanos cogió la lona del carro y la ató fuertemente. Luego, con una agilidad sorprendente pese a su incómodo calzado, rodeó el carro a toda velocidad y se instaló en el pescante junto a Richard—. Es evidente que van a marcharse de un momento a otro —le dijo—. Tengo a uno, pero debemos seguir a los demás.

Avo, rya —accedió Richard.

Chasqueó la lengua para poner en marcha a los caballos y el carro empezó a rodar con un leve susurro cuando la lona que lo cubría oscilaba sobre los grandes aros de hierro que hacían de soportes. Dos manzanas al este de la taberna torcieron por el Strand y se quedaron inmóviles junto a la acera.

Estuvieron esperando durante casi media hora, y durante ese tiempo se les acercaron bastantes personas, atraídas por las barrocas letras pintadas en la lona, proclamando la presencia de la FERIA AMBULANTE EGIPCIA DEL DOCTOR ROMANY. De pronto, el doctor Romany miró a lo lejos frunciendo el ceño.

—¡Richard, ahí van por fin! Síguelos.

Las riendas chasquearon y el carro se unió al torrente del tráfico. La calle estaba repleta de carretas y landós, y los dos carruajes les estaban ganando bastante terreno; el viejo gitano tuvo que ponerse de pie en el pescante y usar hasta el último gramo de su sabiduría con los caballos para no perder de vista a su objetivo.

Mientras torcían a la derecha en Saint Martin’s Lane, el doctor Romany sacó un reloj de su bolsillo, sin hacer caso de los gritos de miedo e irritación que su brusco giro había causado en los demás cocheros, lo miró y volvió a guardarlo.

—Deben de tener la intención de llegar a la puerta antes de que se cierre —le oyó decir Richard, como si hablara consigo mismo.

Los tres vehículos avanzaron apresuradamente siguiendo a la inversa el camino que habían trazado unas horas antes. Cuando llegaron a la calle Oxford, Richard ya estaba seguro de que el hombre de la parte trasera del segundo carruaje se había dado cuenta de que tras él venía un carro sin la menor intención de perderle de vista. Y apenas Hyde Park hubo quedado a la izquierda y se encontraron rodeados por la oscuridad de los campos, hubo un destello y un estampido apagado que procedía del segundo carruaje, y una bala rebotó en el aro de hierro, justo encima de la cabeza de Richard.

¡Pre mi mullo dadas! —exclamó el viejo gitano, tirando instintivamente un poco de las riendas—. ¡Ese bribón nos está disparando!

—¡Maldito sea tu difunto padre, corre más! —gritó Romany—. He practicado un hechizo para desviar sus balas.

Richard apretó los dientes y, protegiendo a su pobre mono de madera con un brazo, espoleó a los caballos con las riendas hasta hacerles recobrar su velocidad anterior. El aire era frío y húmedo, y por un instante sintió el deseo de estar nuevamente en su tienda, trabajando con el crisol y los moldes.

—Está claro que van a ese campo que hay al otro lado de los árboles —le dijo Romany—. Coge por el siguiente atajo y daremos la vuelta hacia nuestro campamento.

—¿Por eso nos hizo cambiar de sitio el campamento, rya? —le preguntó Richard, mientras frenaba a los caballos, agradecido, dejando que los otros dos carruajes desaparecieran por el camino—. ¿Sabía acaso que volverían?

—Sabía que alguien podía volver aquí —murmuró Romany.

El carro avanzó dando saltos a lo largo del sendero, que se apartaba de Bayswater Road para dirigirse hacia el sur por el cinturón de árboles. Junto a las tiendas y los fuegos humeantes del campamento no se veía a nadie, pero el carro fue recibido por varios perros, que se quedaron contemplando a los recién llegados y luego fueron trotando hacia las tiendas para contarles a sus amos, mediante complejos meneos de rabo y cabriolas, que los recién llegados también eran gitanos. Un instante después apareció una pareja de hombres que se acercó al carro.

Romany bajó de un salto, torciendo el gesto al sentir cómo los resortes de sus botas absorbían el impacto del golpe.

—Lleva a nuestro prisionero a su tienda, Richard —le dijo—, y asegúrate de que no está herido y de que no va a tener ocasión de huir.

Avo, rya —replicó el viejo gitano.

Su jefe partió a la carrera, con su peculiar paso oscilante, hacia los árboles que separaban el campamento del campo donde, según Wilbur, se habían materializado los desconocidos que tan criminales intenciones habían manifestado durante la persecución.

Richard recordó de pronto el osado espionaje de Wilbur y decidió que él no sería menos.

—Llévale a mi tienda, Wilbur —dijo—, y átale como si fuera una herradura vieja…, volveré en seguida.

Le guiñó el ojo aparatosamente al otro gitano, que se había quedado satisfactoriamente boquiabierto, y luego partió en persecución del jefe.

Se desvió un poco hacia la izquierda, para así llegar a los árboles unos cientos de metros más al oeste de donde habría llegado Romany: pudo oír cómo el viejo escogía cuidadosamente su camino entre la arboleda sin hacer apenas ruido, aunque no tan silencioso como habría sido un gitano, y cuando Romany se quedó quieto detrás de un gran tronco en el límite del campo, Richard ya estaba agazapado bajo un arbusto, sin haber hecho ni el más mínimo ruido.

Los carruajes estaban en el centro del campo, y sus ocupantes habían bajado para formar un grupo a unos metros de distancia. Richard contó a diecisiete, incluidas varias mujeres.

—¿Quieren escucharme? —dijo en voz alta un anciano, claramente preocupado—. No podíamos quedarnos más tiempo para buscarle; ya hemos reducido peligrosamente nuestro margen de seguridad. Infiernos, acabamos de llegar aquí y sólo quedan unos cuantos segundos hasta que se cierre el agujero. Evidentemente, Doyle decidió…

Se oyó un estampido apagado y todos cayeron fláccidamente al suelo. Un instante después, Richard se dio cuenta de que en el suelo sólo había ropas… quienes las habían llevado ya no estaban, se habían esfumado. Los caballos y los carruajes habían quedado abandonados en el campo desierto, iluminado por la luna.

—Eran mullo chals —murmuró Richard, horrorizado—. ¡Fantasmas! Ajo, ajo, ajo… —Vio cómo el doctor Romany cruzaba a la carrera el campo y se puso en pie sacando el mono de su camisa—. No hace ninguna falta que me lo digas —le susurró—. Nos vamos.

Y echó a correr por entre los árboles en dirección al campamento.

Aunque al principio Doyle no logró reunir las fuerzas necesarias para abrir los ojos, el espantoso sabor a desinfectante y el olor que aún parecía llenar su cabeza le indicaron que se encontraba otra vez en el consultorio del dentista, recuperándose. Se pasó la lengua por el interior de la boca, intentando averiguar qué diente le habían sacado esta vez. Pensó que el sillón en el que estaba tendido resultaba más bien incómodo, como lleno de bultos y, con cierta irritación, se preguntó dónde estaba la enfermera, que siempre le traía un tazón de chocolate después de las extracciones.

Abrió los ojos y le disgustó bastante ver que no se encontraba en el consultorio del dentista y, por lo tanto, era muy probable que fuera a quedarse sin chocolate. Estaba en una tienda y, por la luz de una linterna sorda colocada sobre una mesa cercana, pudo ver a dos hombres morenos, con bigotes y pendientes en las orejas, que le miraban, sin que él supiera por qué, con cierto temor. Uno de ellos, el que ya tenía bastantes canas, jadeaba como si hubiera acabado de correr un buen trecho.

Doyle parecía incapaz de hacer funcionar sus brazos y sus piernas, pero de pronto recordó que estaba en Inglaterra para dar una conferencia sobre Coleridge a un viejo loco llamado J. Cochran Darrow. «Y me dijo que tendría una habitación de hotel —pensó enfadado—. ¿Es así como llama a esta condenada tienda? ¿Y quiénes son esos payasos?».

—¿Dónde está? —graznó—. ¿Dónde está Darrow? —Los dos hombres retrocedieron un paso sin dejar de mirarle. Lo más probable era que no trabajaran para Darrow—. El anciano con el que estaba —dijo con impaciencia—, ¿dónde se encuentra ahora?

—Se ha ido —dijo el que jadeaba.

—Bueno, pues llámenle —replicó Doyle—. El número estará probablemente en la guía.

Los hombres dieron un respingo y uno de ellos sacó un monito de madera de un bolsillo y le apretó la cabeza con el índice y el pulgar.

—¡No vamos a llamar a ningún fantasma gorgio para ti, chal del Negro! —le dijo con voz sibilante—. ¡Nada de eso, por mucho que el número de la bestia se encuentre de verdad en la Biblia gorgio!

En ese instante un perro entró en la tienda, trazó rápidamente un círculo con el rabo entre las patas, y se fue.

—El rya ha vuelto —dijo el hombre del monito—. Ve por la parte de atrás, Wilbur.

Avo —dijo Wilbur sin hacerse de rogar, y se arrastró bajo la lona de la tienda.

Doyle estaba mirando hacia la entrada de la tienda. Cuando el perro había apartado la lona había podido ver que afuera era de noche, que estaban en el campo y el aire frío que había rozado brevemente su rostro olía a hierba y árboles. Su memoria se había librado por fin de las nieblas del éter, y se había puesto en funcionamiento, revisando, cada vez con más ansiedad, todo lo sucedido. Sí, el salto había funcionado, y luego la ciudad, después los tugurios y, ¡sí, Coleridge! Y la señora Thibodeau le besó… De pronto, Doyle sintió un frío vacío en el abdomen, la frente se le cubrió de sudor y recordó al hombre calvo que le había cogido la mano.

«¡Oh, Dios mío —pensó horrorizado—, no pude llegar a tiempo para el salto de regreso, me encontraba fuera del campo cuando el agujero se cerró!».

La lona de la entrada se apartó a un lado y el hombre calvo, que le había secuestrado en la taberna, avanzó hacia él con un extraño paso elástico y oscilante. Sacó un puro de un bolsillo y fue hacia la mesa, se inclinó sobre la linterna y lo encendió. Luego se acercó al catre donde yacía Doyle y una de sus poderosas manos le cogió la cabeza, en tanto que la otra acercaba el extremo encendido del puro a su ojo izquierdo. Doyle, aterrado, arqueó el cuerpo, moviendo arriba y abajo sus pies atados, pero por mucho que se esforzó su cabeza estaba atrapada en una trampa indestructible. Sintió el calor en su ojo a través del párpado firmemente apretado; el ascua del puro debía de estar a un centímetro de él.

—¡Oh, Dios mío, basta! —gritó—. ¡Socorro, deténganle, aléjenle de mí!

Un instante después el calor desapareció y sintió que le soltaban la cabeza. La movió de un lado a otro, mientras el ojo izquierdo se le llenaba de lágrimas. Cuando pudo ver nuevamente con claridad, distinguió al hombre calvo de pie, junto al catre, dando pensativas chupadas a su puro.

—Lo sabré todo —dijo el hombre calvo—. Me dirás de dónde habéis venido, cómo usáis las puertas para viajar y cómo las habéis descubierto…, lo sabré todo. ¿Me he explicado bien?

—Sí —gimió Doyle—. «Maldito seas, J. Cochran Darrow, —pensó con furia—, y ojalá el cáncer se te coma vivo. ¡No era cosa mía ir a buscar los carruajes!». Sí, se lo diré todo. De hecho, si me hace un favor le convertiré en un hombre rico.

—Un favor… —repitió el viejo en tono meditabundo.

—Sí. —A Doyle le escocía la mejilla húmeda por las lágrimas, y el no poderse rascar le estaba volviendo loco—. Y no estoy bromeando en cuanto a lo de hacerle rico. Puedo decirle lo que debe comprar, las inversiones que debe hacer… Es probable que pueda decirle dónde encontrar tesoros ocultos si tengo el tiempo suficiente para pensar en ello… oro en California… La tumba de Tutankhamón…

El doctor Romany agarró las cuerdas que ceñían el pecho de Doyle y le alzó en vilo del catre, inclinándose de tal modo que su rostro quedó a unos centímetros del suyo.

—¿Vuestra gente sabe eso? —susurró—. ¿Dónde está?

La incómoda posición de Doyle estaba haciendo que la cuerda le mordiera los flancos y la espalda con un dolor tal que tuvo la sensación de que perdería nuevamente el conocimiento, pero se dio cuenta de que, sin saber cómo, había irritado bastante a ese viejo, que parecía tener tan malas intenciones.

—¿Cómo…? —logró farfullar—. ¿Qué dónde está la tumba del rey Tut? Sí… ¡pero bájeme, no puedo respirar!

Romany abrió la mano y Doyle cayó bruscamente sobre el catre; el golpe aturdió todavía más su ya mareada cabeza.

—Entonces, ¿dónde está? —le preguntó Romany con una voz peligrosamente suave.

Doyle miró a su alrededor con desesperación. En la tienda sólo estaba, aparte de ellos dos, el viejo gitano con su mono; no le quitaba los ojos de encima a Doyle y repetía sin cesar algo ininteligible.

—Bueno —dijo Doyle, vacilante—, haré un trato con…

Unos segundos después se dio cuenta de que si le zumbaba el oído y le ardía la mejilla al mismo tiempo, ello se debía a que el anciano le había propinado un fuerte golpe en esa zona.

—Entonces, ¿dónde está? —repitió amablemente Romany.

—¡Jesús, hombre, cálmese! —De pronto, se convenció de que su torturador ya sabía dónde se encontraba la tumba, y lo único que deseaba era asegurarse de que no estaba mintiendo. Vio la mano de Romany alzándose de nuevo—. ¡En el Valle de los Reyes! —chilló—. ¡Está bajo las chozas de los trabajadores que construyeron la tumba de algún otro faraón! Ramsés, o quizá fuera otro nombre, no lo sé…

El viejo frunció el ceño y durante unos segundos eternos se limitó a chupar su puro.

—Me lo dirás todo —dijo luego.

Acercó una silla al catre y se instaló en ella, pero en ese momento el perro entró trotando nuevamente en la tienda y, volviéndose hacia la entrada, gruñó quedamente.

Gorgios —susurró el viejo gitano, atisbando por entre la lona—. ¡Que Duvel nos salve, rya, son los prastamengros!

Doyle tragó todo el aire que pudo, sintiéndose como alguien que va a saltar desde una altura peligrosa, y gritó «¡Sooo-coooo-rrooo!» con todo el volumen del que fueron capaces sus pulmones y su garganta.

Sin perder un segundo, el viejo gitano giró en redondo y dio una patada a la linterna, rompiéndola y derramando el aceite en llamas sobre un costado de la tienda; al mismo tiempo, Romany tapó con una mano la boca de Doyle y le hizo volver la cabeza de tal modo que sólo podía ver el suelo. Doyle oyó cómo el viejo gitano gritaba «¡Socorro, fuego!», un segundo antes de que el puño del doctor Romany se estrellara justo detrás de su oreja izquierda, lanzándole nuevamente a la inconsciencia.

Un par de tiendas estaban ardiendo y a Doyle le molestó un poco el ser incapaz de enfocar la mirada; no quería preocuparse por ahora de la mordaza con sabor a lana que tenía metida en la boca, o de las cuerdas que le apretaban las muñecas contra las caderas; esos incendios le parecían una distracción de primera categoría si lograba echarles un vistazo. Recordó vagamente que el inquietante hombre calvo le había dejado apoyado en este árbol, se había detenido lo suficiente para tomarle el pulso y subirle los párpados para mirarle la pupila antes de volver corriendo al incendio y a los gritos que surgían de él. Eso era realmente lo que le había despertado… el dolor producido por los callosos pulgares del viejo en su párpado quemado.

Echó la cabeza hacia atrás y le sorprendió ver dos lunas en el cielo. Su cerebro estaba funcionando como un coche necesitado de una buena puesta a punto, pero no tardó en deducir que eso significaba que veía doble y, por lo tanto, que sólo una tienda estaba ardiendo. Con un cierto esfuerzo físico logró que las dos lunas se fundieran en una. Inclinó nuevamente la cabeza y vio sólo un incendio. Una ola de aire frío pareció abrirse paso a través de la cálida confusión de su mente y, de pronto, fue consciente de todo cuanto le rodeaba: las piedras y la hierba bajo él, la áspera corteza del tronco en su espalda y el doloroso apretón de las cuerdas.

Sin ningún aviso previo, una náusea repentina hizo que los refinados platos de Darrow le vinieran a la boca y Doyle, con el cuerpo envarado, se obligó a luchar contra el reflejo y volvió a tragarlos. La brisa nocturna helaba el sudor, que había constelado repentinamente su cara y sus manos y, con otro esfuerzo, Doyle se obligó a no pensar en lo que habría sucedido en caso de vomitar mientras aún estaba inconsciente, y tenía la mordaza en la boca. Empezó a luchar para liberarse de ella; la empujó con la lengua y luego la sostuvo entre los dientes, de modo que su lengua pudiera retroceder para empujarla de nuevo. Por fin logró quitársela, aunque seguía con la cinta de cuero que la había sostenido alrededor del rostro, y agitó la cabeza hasta que la mordaza cayó sobre la hierba. Respiró profundamente e intentó pensar. No podía recordar cómo había llegado a encontrarse apoyado en ese árbol, contemplando el incendio, pero sí recordaba el puro del viejo y el golpe que le había dado en la cara. Sin ser muy consciente de ello, se apartó del árbol, cayó de bruces en el suelo y empezó a rodar, alejándose.

Se estaba mareando y notaba que su recién recobrada claridad mental volvía a escaparse, pero siguió avanzando sobre la oscura hierba, empujándose con el talón, luego con una sacudida del hombro y dejando que la inercia del movimiento al rodar le ayudara para empezar el siguiente ciclo. Tuvo que detenerse dos veces a causa de violentos accesos de náuseas, y le alegró haber conseguido librarse de la mordaza. Un tiempo después había olvidado ya por completo la razón por la que había decidido iniciar tan peculiar forma de locomoción, y empezó a imaginarse que era un lápiz rodando hacia el borde de un escritorio, o quizá un cigarrillo encendido que resbalaba por el brazo de un asiento… pero no quería pensar ahora en cigarrillos o puros.

De pronto, se encontró en el aire y su cuerpo se tensó convulsivamente un instante antes de caer en una corriente de agua helada. Logró salir a la superficie, pero sus pulmones aturdidos por el frío eran incapaces de tragar aire, y un segundo después se encontró nuevamente sumergido, con los brazos y las piernas esforzándose inútilmente contra sus ataduras. «Ahora es cuando me muero», pensó, pero siguió pataleando, y cuando su cabeza asomó otra vez en el agua logró tragar una gran bocanada de aire.

Después de haber controlado su pánico inicial, descubrió que no le resultaba demasiado difícil flotar con los pies por delante y retorcerse aproximadamente cada medio minuto para asomarse a la superficie y respirar.

«Este río tendrá que hacerse un poco menos profundo antes de llegar al Támesis —pensó—, y cuando lo haga, encontraré un modo de llegar a la orilla».

Su talón chocó con algo y el golpe le hizo girar en redondo. Su hombro se estrelló en una roca y Doyle lanzó un chillido de dolor. La siguiente roca le dio en la cintura, pero consiguió que sus músculos torturados encorvaran su cuerpo lo suficiente como para mantenerse pegado a ella mientras recuperaba el aliento. La corriente de agua, que sentía en la espalda, le ayudaba a mantenerse varado en la roca, pero muy pronto empezó a notar que resbalaba; arañó con una mano la piedra húmeda, pero no consiguió nada; en apenas un segundo perdió bastante confianza en su habilidad para llegar a la orilla sin que le ayudaran.

—¡Socorro! —gritó.

El esfuerzo de gritar le hizo perder su asidero en la roca y, al mismo tiempo, le recordó que ya había chillado de la misma manera un poco antes durante la noche.

«¡Que Duvel nos salve, rya, son los prastamengros!», pensó, mientras la corriente se lo llevaba de nuevo río abajo como un corcho a la deriva, apenas sin fuerzas ya para intentar nada.

Gritó dos veces más pidiendo auxilio mientras giraba indefenso entre las aguas, tan pronto con la cabeza encima como debajo del agua, y cuando por fin, desesperado, se dio cuenta de que sólo tenía fuerzas para gritar una vez más, emergió todo lo que pudo del agua, llenando los pulmones para hacer de ese último grito algo digno de oírse… y en ese momento algo frío y afilado atravesó su levita y empezó a tirar de él contra la corriente.

Doyle dejó escapar todo su aliento contenido en un salvaje aullido de sorpresa.

—¡Santo Dios, amigo —exclamó una voz algo sobresaltada muy cerca de él—, cálmese, le estoy rescatando!

—Creo que le has roto la columna, papá —dijo con nerviosismo una voz de muchacha.

—Siéntate, Sheila, que no se la he roto. Vete al otro lado, ahí; no queremos que la barca se vuelque mientras subo a bordo a este pobre hombre.

Doyle era empujado con cierta dificultad en contra de la corriente, y al mirar por encima del hombro vio a varias personas en un bote de remos; uno de los ocupantes, un hombre de edad avanzada, estaba tirando del palo con un garfio en la punta, con el cual le había pescado. Doyle dejó que el garfio sostuviera todo su peso, y su cuerpo se aflojó casi por completo; con la cabeza medio sumergida en el agua, se inclinó hacia atrás para contemplar la luna, mientras que sus pulmones absorbían golosamente la máxima cantidad posible del fresco aire nocturno.

—Dios mío, Meg, mira esto —dijo el hombre mientras su palo resonaba en la borda y dos manos cogían a Doyle por los hombros—, está atado con cuerdas, como si fuera un maldito salchichón para curar…

Una mujer murmuró algo que Doyle no pudo oír.

—Bueno —siguió diciendo el hombre—, no podía dejar que pasara a nuestro lado, arrastrado por la corriente, y saludarle sólo con la mano, creo yo. Además, estoy seguro de que comprenderá en seguida que somos pobres comerciantes, agobiados por el trabajo, y que, incluso un retraso como éste para obrar como buenos samaritanos, nos cuesta dinero. Eso es algo fácil de ver. —Hubo un chasquido y unos segundos después la hoja de un cuchillo, guiado por una mano experta, empezó a cortar sus ligaduras—. Eso es, ahora levante los pies, ya que hemos empezado bien podemos quitarlas todas. Bien, ya está. Ahora, veamos si…, maldición, Sheila, ¿no te había dicho que te sentaras al otro lado del bote?

—Quería ver si le habían torturado —dijo la joven.

—Yo creo que ya es una tortura suficiente que te aten de pies y manos para tirarte al arroyo de Chelsea, y que una vez te han pescado de él tengas que oír las tonterías de una niña. Siéntate.

El hombre levantó a Doyle por la pechera del traje y luego, pasando la mano por encima de su hombro, echó a un lado los empapados faldones de la levita y, cogiéndole por la cintura de los pantalones, le hizo pasar en un segundo sobre la borda, depositándole en el bote. Doyle intentó cooperar pero se encontraba demasiado débil y lo único que pudo hacer fue rozar sutilmente la borda con los dedos cuando le izaron. Se quedó inmóvil en el suelo del bote, concentrado todavía en los sencillos placeres de relajarse y respirar.

—Gracias —logró jadear—. No habría podido… mantenerme a flote… un minuto más.

—Mi esposo le ha salvado la vida —dijo una vieja con el rostro arrugado como una patata y el ceño fruncido, que apareció súbitamente en su campo visual.

—Venga, Meg, ya lo sabe y estoy seguro de que también sabrá cómo expresar adecuadamente su gratitud. Ahora vamos a ponernos otra vez en movimiento, veo que el bote se acercó demasiado a la orilla. —Se instaló en el centro del bote y Doyle oyó cómo los remos resonaron al cogerlos—. Ahora tendré que remar con fuerza para compensar el tiempo que hemos perdido, Meg —dijo con un tono de voz bastante más alto de lo necesario—. Y pese a ello es probable que lleguemos tarde a nuestro habitual punto de atraque en Billingsgate.

Se quedó inmóvil durante unos segundos y luego el bote se estremeció, para lanzarse finalmente hacia adelante con el impulso de los remos.

—Esas ropas debían ser dignas de todo un caballero antes de que se mojaran —observó la muchacha llamada Sheila mientras se inclinaba con expresión curiosa sobre Doyle.

Doyle asintió débilmente con la cabeza.

—Esta noche me las había puesto por primera vez —dijo con voz ronca.

—¿Quién le ató y le echó al arroyo?

Una vez recuperado el aliento y sintiéndose un poco más fuerte, Doyle logró sentarse, todavía mareado.

—Gitanos —respondió—. Me…, me robaron. No me dejaron ni un cent…, quiero decir que no me dejaron ni un penique.

—Oh, Chris, por el amor de Dios —le interrumpió la vieja—, dice que no tiene dinero. Y además creo que no es de aquí.

El rítmico crujido de los remos se detuvo.

—¿De dónde es usted, señor? —le preguntó Chris.

—De Calif… bueno, de los Estados Unidos.

La brisa penetraba sus ropas empapadas haciéndole temblar; tuvo que apretar los dientes con fuerza para que no empezaran a castañetear.

—Bueno, Meg, ha tenido dinero para viajar, ¿no? Eso está claro… ¿Dónde está su hotel, señor?

—La verdad es que yo… maldición, tengo mucho frío, ¿no podrían darme algo para que me tapara un poco? Lo cierto es que acabo de llegar y se lo han llevado todo: mi dinero, mi equipaje, mi… bueno, mi pasaporte.

—En otras palabras, que es un mendigo calado hasta los huesos —afirmó Meg, clavando su adusta mirada en Doyle—. Entonces, ¿cómo espera recompensar nuestra bondad al salvarle la vida?

Doyle estaba empezando a irritarse.

—Oiga, ¿por qué no me habló de sus tarifas antes de sacarme del río? Si lo hubiera hecho, yo habría podido explicarle que no me resultaba posible pagarles, y entonces podrían haberse largado en busca de alguna persona más acomodada a la cual rescatar. Supongo que nunca llegué a leer el final de esa parábola…, la parte en que el Ahorrativo Samaritano le presenta al pobre desgraciado su factura, con todas las partidas bien justificadas.

—Meg —dijo Chris—, el pobre hombre tiene razón y aunque tuviera dinero tampoco deberíamos aceptarlo. Estoy convencido de que le alegrará pagar su deuda… pues, caballero, ya sabe que de eso se trata, tanto a los ojos de Dios como a los del hombre…, ayudándonos en el mercado y llevando las cestas en lugar de Sheila. —Contempló con aire especulativo la levita de Doyle y sus botas—. Y ahora, dale una manta para que se pueda quitar esa ropa mojada. Podemos prestarle algo viejo de Patrick…, bueno, podemos incluso dárselo a cambio de esa tan estropeada que ahora lleva. Luego intentaremos venderla, aunque sea como harapos.

A Doyle le arrojaron una manta que apestaba a cebollas, y de un pequeño compartimiento situado en la proa, Meg sacó una gruesa chaqueta y un par de pantalones: las dos prendas eran de pana y estaban abundantemente remendadas. A esto siguió una camisa, que en tiempos lejanos había sido blanca, y un par de viejas botas que daban la impresión de haber protegido los pies del viejo Chris cuando éste tenía los años de Doyle.

—¡Ah! —exclamó ella, sacando por último del compartimiento un sucio pañuelo blanco—. Éste era el preferido de Patrick.

El frío hizo que Doyle estuviera más que dispuesto a utilizar esas ropas, no muy vistosas pero secas, y una vez se hubo quitado el traje, tapándose para ello con la manta, Meg se apresuró a recogerlo y a guardarlo con tal cuidado que Doyle estuvo seguro de que pensaban sacar un buen precio por él.

Se restregó el pelo con la manta hasta dejarlo bastante seco y luego, sintiéndose más cómodo y recuperado, buscó un sitio algo más alejado del que ocupaba, pues había dejado un charco sobre la madera del bote. Deseó tener una pipa, un puro…, siquiera un cigarrillo. Al examinar el bote se dio cuenta de que estaba lleno de barriletes y sacos de arpillera.

—Huele a cebollas y… ¿qué más?

—Sopa de guisantes —dijo la joven Sheila—. Los pescadores y la gente del mercado de Billingsgate pasan tanto frío que pagan dos peniques por un plato de sopa. En invierno llegan a pagar tres peniques.

—Las cebollas… —jadeó Chris mientras remaba—…, las cebollas son la parte principal del negocio. La sopa es sólo… una cortesía, algo de lo que… apenas si logramos recuperar el… el coste de hacerla.

«Apostaría a que sí lo recuperan», pensó Doyle con amargura.

La luna se cernía sobre el horizonte como un gran disco dorado y algo borroso. Su mágica luz bañaba los árboles, los campos y la rápida corriente del arroyo, y cuando Meg se inclinó para coger la linterna sorda que colgaba de la proa y la encendió con un pedazo de pedernal, la nueva luz apenas si disminuyó su brillo.

El arroyo se estaba ensanchando y Chris hizo girar el bote para dirigirlo al puerto.

—Ahora nos encontramos en el Támesis —dijo en voz baja.

A lo lejos se veían otros dos botes atados entre sí con una soga; tenían las bordas bastante bajas y parecían pesados y poco marineros. Cada uno de ellos estaba cubierto por una gran lona cuadrada, sobre la que se distinguían las cuerdas y aparejos.

—Barcazas de paja —dijo Sheila, sentada junto a Doyle—. Una vez vimos una que ardía y hombres envueltos en llamas saltaban de lo alto de la paja hasta el agua. Eso sí fue todo un espectáculo… mejor que los teatros, y gratis.

—Espero que… que los actores lograran disfrutar también con él —dijo Doyle.

Pensó que su pequeño viaje podía ser una interesante historia que narrar, mientras tomaba coñac en un club como el Boodle’s o el White, una vez hubiera logrado hacer fortuna.

Pues, desde luego, de ello no le cabía duda alguna. Los primeros días serían duros, claro, pero con toda la ventaja que le daba su conocimiento del siglo veinte, acabaría sabiendo poner las cosas a su favor. Diablos, podía empezar trabajando en un periódico, y quizá le fuera posible hacer algunas predicciones sorprendentes sobre el desenlace de la guerra, o las tendencias literarias del momento, y después de todo, Ashbless debía llegar a Londres dentro de sólo una semana. Le resultaría fácil trabar amistad con él, y dentro de dos años Byron volvería a Inglaterra, y podía hacerse conocido suyo antes de que Childe Harold le convirtiera en una superestrella literaria.

«Vaya, —pensó—, pero si también puedo dedicarme a inventar cosas: la bombilla, el motor de explosión, las cisternas de retrete…, no, sería mejor no hacer nada que pudiera variar el curso de la historia conocida. Ese tipo de manipulaciones podían acabar eliminando el viaje que le había hecho llegar hasta aquí, o incluso las circunstancias en las que se habían conocido sus padres. Tendré que andarme con cuidado…, pero supongo que siempre podría arreglármelas para hacerles unas cuantas sugerencias a Faraday, Lister y Pasteur. Je, je, sería divertido…».

Recordó cómo le había preguntado a la imagen de William Ashbless si en sus tiempos las mujeres, el licor y los puros eran mejores. Bueno —se dijo Doyle—, por Dios que voy a descubrirlo. Bostezó y apoyó la espalda en un saco de cebollas.

—Despiértenme cuando lleguemos a la ciudad —dijo, y dejó que el balanceo del bote le ayudara a conciliar el sueño.