2 de febrero de 1802
Aunque muchas cosas son arrebatadas por el tiempo, otras muchas permanecen; y aunque no tengamos ahora la fuerza que en los viejos días fue capaz de conmover la tierra y el cielo, seguimos siendo quienes somos…
ALFRED, LORD TENNYSON
Entre dos árboles, en lo alto de la colina, un hombre muy anciano observaba, con un anhelo nostálgico del que no se habría creído capaz, al grupo de veraneantes que recogía sus cestas y montaba luego en sus caballos para alejarse hacia el sur. Iban con cierta prisa, pues había casi diez kilómetros hasta Londres, y la roja esfera del sol silueteaba ya las ramas de los árboles a lo largo del río Brent, unos cuatro kilómetros hacia el oeste.
Cuando hubieron desaparecido, el anciano se volvió hacia el sol para contemplar su lento descenso.
«La Barca de los Millones de Años, pensó. La barca del dios solar que agoniza, Ra, recorriendo el cielo por el occidente hacia la fuente de ese oscuro río, que corre bajo el mundo subterráneo del oeste al este, a través de las doce horas de la noche, por cuyo extremo más oriental acabará reapareciendo mañana, llevando en su interior una vez más a un sol joven y nuevamente inflamado.
»O bien —pensó amargamente— separado de nosotros por una distancia tal que ni siquiera el universo sería capaz de comprenderla; tan sólo un enorme globo de gas ardiente inmóvil alrededor del cual rueda este diminuto planeta esférico como la pelota de excremento y polvo que va empujando ante sí el escarabajo kefera. Escoge lo que más desees —se dijo, mientras empezaba a bajar por la colina—, pero debes estar preparado a morir por tu elección».
Tenía que andar muy cuidadosamente, pues sus sandalias japonesas no resultaban muy seguras entre la hierba y el polvo.
En las tiendas y carromatos ya había fuegos encendidos, y la fría brisa del atardecer llevaba hasta él un enloquecido remolino de olores: el agudo aroma animal de las mulas, el humo de la madera, el olor del cerdo asado, un manjar que su pueblo apreciaba particularmente. Creyó distinguir también una débil vaharada rancia procedente de la caja que había llegado esa tarde: un olor fétido y mohoso, como el de unas perversas especias que estuvieran destinadas a provocar más la repugnancia que el apetito, de una incongruencia casi flagrante al flotar en las limpias brisas de Hampstead Heath. Al acercarse a las tiendas fue recibido por dos de los perros del campamento y, como siempre, éstos se apartaron al reconocerle: uno se dirigió a la tienda más cercana y el otro, con evidente reluctancia, escoltó los pasos de Amenofis Fikee hasta el centro del campamento.
Respondiendo a los ladridos del perro un hombre cubierto con un abrigo de pana multicolor salió de la tienda y cruzó la hierba hacia donde estaba Fikee. Al igual que los perros, se detuvo a buena distancia del anciano.
—Buenas noches, rya —dijo—. ¿Deseas comer algo? Tienen un hotchewitchi al fuego y su olor es muy kushto.
—Tan kushto como huele siempre el hotchewitchi, supongo —murmuró Fikee distraídamente—. Pero no, gracias, podéis comer vosotros.
—Yo no, rya…, a mi Bessie siempre le gustó cocinar el hotchewitchi pero desde que se hizo polvo ya no lo como.
Fikee asintió, aunque era evidente que no le había estado escuchando.
—Muy bien, Richard. —Se quedó callado durante unos segundos como si estuviera esperando alguna interrupción, que no se produjo—. Cuando el sol haya bajado hasta el fondo haz que algunos de los chals lleven la caja hasta la orilla, donde está la tienda del doctor Romany.
El gitano se rascó su grasiento bigote y se removió inquieto.
—¿La caja que el marinero chal trajo hoy?
—¿De qué caja crees que hablaba Richard? Sí, ésa.
—A los chals no les gusta, rya. Dicen que en ella hay algo mullo dusta beshes, algo que lleva muchos años muerto.
Amenofis Fikee frunció el ceño y se arropó más estrechamente en su capa. Había dejado atrás los últimos rayos del sol cuando estaba en lo alto de la colina y ahora, entre las sombras, su rostro curtido por el tiempo no parecía estar más vivo que una piedra o el tronco de un árbol.
—Bueno, es cierto, lo que contiene ha estado dusta beshes… desde hace muchos, muchos años —acabó diciendo. Luego dedicó al supersticioso gitano una sonrisa, parecida a una avalancha bajo la cual asoma la vieja piedra blanca escondida por el polvo y la hierba superficiales—. Pero no está mullo… al menos, eso espero. No completamente mullo.
Sus palabras no lograron tranquilizar demasiado al gitano; abrió la boca para emitir otra respetuosa objeción pero Fikee ya le había dado la espalda y se alejaba a través del claro hacia la orilla del río, con su capa aleteando al viento detrás de él, como los élitros de un insecto gigantesco.
El gitano suspiró y se alejó cojeando hacia una de las tiendas, practicando a conciencia la manera de andar lisiado, que esperaba le dispensaría de verse obligado a participar en el traslado de la horrible caja.
Fikee avanzó lentamente por la orilla ya en penumbra hacia la tienda del doctor Romany. Salvo por el ronco suspiro ocasional de la brisa el anochecer era extrañamente silencioso. Los gitanos parecían haberse dado cuenta de que esa noche algo ominoso se ocultaba en el viento y andaban de un lugar a otro tan silenciosamente como sus perros; incluso los lagartos habían dejado de saltar y chapotear entre los cañizos de la orilla.
La tienda se alzaba en un claro y era el foco de una colección tal de cables, colgados de los árboles cercanos, que habrían podido servir a un barco de buen tamaño como aparejos. Las cuerdas, sostenidas por una docena de grandes palos, ayudaban a sostener el amasijo desordenado y variopinto que era la tienda de Romany. Fikee pensó que se parecía a una monja gigantesca que llevara un hábito especial para climas muy fríos, agazapada junto al río y entregada a oscuras tareas devotas.
Se agachó bajo las cuerdas y se abrió paso hasta la entrada, alzó la cortina que la protegía y entró en la estancia principal de la tienda, pestañeando ante el súbito resplandor de la docena de lámparas al reflejarse en las telas multicolores que formaban el techo, el suelo y las paredes.
El doctor Romany se puso en pie y Fikee sintió una desesperada oleada de envidia. «¿Por qué —se preguntó malignamente Fikee— había sido Romanelli quien sacó la paja más corta aquel septiembre pasado en El Cairo?». Fikee se quitó la capa y el sombrero y los arrojó a un rincón. Su calva relució bajo la luz de las lámparas, como una cúpula de marfil mal pulimentado.
Romany atravesó la estancia, balanceándose grotescamente sobre sus zapatos de suelas elásticas, y le cogió calurosamente la mano.
—Lo que esta noche nosotros… lo que tú vas a intentar esta noche es algo muy grande —dijo con voz grave y algo apagada—. Ojalá pudiera estar aquí en persona en ese instante.
Fikee se encogió de hombros con cierta impaciencia.
—Los dos somos meros sirvientes. Yo estoy destinado en Inglaterra y tú en Turquía. Comprendo perfectamente las razones de que esta noche sólo puedas estar presente —agitó vagamente la mano, en tanto que réplica.
—No es necesario decirlo, claro —dijo Romany y su voz se hizo todavía más grave, como si intentara arrancarle un eco a las omnipresentes telas multicolores que les rodeaban—, pero si esta noche murieras, puedes tener la seguridad de que serás embalsamado y enterrado con todas las ceremonias y oraciones adecuadas.
—Si fracaso —le respondió Fikee—, entonces no habrá nadie a quien rezar.
—No he hablado de fracaso. Es posible que triunfes en lo tocante a la apertura de las entradas, pero puedes morir durante ese proceso —le indicó Romany impasible—. En tal caso, desearás que se tomen las medidas oportunas.
—Muy bien —dijo Fikee agitando cansinamente la cabeza—, de acuerdo.
Se oyó un ruido de pisadas ante la tienda y luego una voz llena de ansiedad.
—¿Rya? ¿Dónde debemos dejar la caja? ¡Aprisa, pues creo que los espíritus están saliendo del río para ver su contenido!
—No es del todo improbable, ni mucho menos —musitó el doctor Romany.
Mientras, Fikee daba instrucciones a los gitanos para que transportaran el objeto al interior de la tienda y lo dejaran en el suelo. Los gitanos se apresuraron a obedecerle y salieron tan rápido como lo permitían el respeto y la cortesía.
Los dos ancianos se quedaron en silencio durante un rato, contemplando la caja. Finalmente Fikee se removió inquieto y dijo:
—Les he dado instrucciones a mis gitanos para que durante mi ausencia, te consideren como su jefe.
Romany asintió y se inclinó sobre la caja, empezando a quitar las tablas de la parte superior. Tras echar a un lado varios pedazos de papel protector, extrajo cuidadosamente del interior una pequeña caja de madera atada con un cordel, dejándola sobre la mesa. Luego se acercó de nuevo a la caja y, tras apartar el resto de los tablones, gruñendo a causa del esfuerzo, sacó de ella un paquete envuelto en papel que depositó en el suelo. El paquete era de forma más o menos cuadrada y mediría unos noventa centímetros de lado y unos doce de grosor.
—El Libro —dijo, alzando la mirada en un gesto inútil, pues Amenofis Fikee sabía muy bien de qué se trataba.
—Si al menos hubiera podido hacerlo en El Cairo —susurró.
—Tiene que ser en el corazón del Reino Unido… —le recordó el doctor Romany—. ¿O acaso imaginas que él puede viajar?
Fikee meneó la cabeza y, poniéndose en cuclillas junto a la mesa, cogió del suelo un globo de cristal, que tenía en uno de sus costados una parte móvil. Lo puso en la mesa y empezó a deshacer los nudos de la cajita de madera. Mientras, Romany había quitado el papel que cubría el paquete, dejando al descubierto una caja de madera negra con incrustaciones de marfil, que formaban centenares de jeroglíficos del Viejo Egipto. La caja tenía un cierre de cuero tan viejo y frágil que se hizo polvo cuando Romany intentó abrirlo. En su interior había otra caja de plata algo ennegrecida, recubierta de jeroglíficos muy parecidos; una vez hubo levantado la tapa de la caja apareció otra de oro finamente labrado, que resplandecía a la luz de las lámparas.
Fikee había abierto por fin la caja de madera y de ella extrajo un frasquito cerrado con un corcho que había estado reposando en su interior, protegido por algodones. El frasquito contenía unos treinta gramos de un espeso fluido negro, que parecía levemente sedimentado.
El doctor Romany aspiró una honda bocanada de aire y alzó la tapa de la caja dorada.
Al principio, el doctor Romany pensó que todas las lámparas se habían apagado al mismo tiempo, pero al mirarlas vio que sus llamas seguían ardiendo igual que antes. Pero casi toda su luz se había esfumado, como si ahora estuviera contemplando la habitación a través de un grueso vidrio ahumado. Se arropó en su capa al notar que la temperatura de la habitación también había bajado.
Por primera vez durante esa noche tuvo miedo. Se obligó, con un duro esfuerzo, a mirar el libro que había dentro de la caja, el libro que había absorbido todo el calor y la luz de la estancia. En la vieja superficie del papiro ardían los retorcidos jeroglíficos, pero no ardían despidiendo luz sino una intensa negrura, que parecía estar a punto de aspirar su alma a través de los ojos. Y el significado de las figuras parecía estallar en su mente, tal y como le habría ocurrido incluso a quien no fuera capaz de leer la antiquísima escritura egipcia, pues habían sido trazadas por el dios Toth, cuando el mundo era joven, el padre y el espíritu de todos los lenguajes. Con temor, apartó los ojos del libro, pues podía sentir ya cómo las palabras marcaban con fuego su alma, igual que en un bautismo horrible.
—La sangre —graznó, sintiendo que incluso la capacidad del aire para transmitir los sonidos había disminuido—. La sangre de nuestro Amo… —repitió, dirigiéndose a la borrosa silueta de Amenofis Fikee—. Ponla dentro de la esfera.
Apenas si pudo ver cómo el pulgar de Fikee descorría el cierre del globo y sostenía el frasquito delante de la abertura antes de quitarle el corcho; el negro fluido se derramó en el interior, ascendiendo de nivel hasta manchar con su oscuridad la parte superior de la esfera. Romany se dio cuenta de que la luna debía de estar asomando en el cielo en aquel momento. Una gota del fluido salpicó la mano de Fikee y debió de quemarle, pues un áspero siseo escapó de entre sus labios.
—Ahora… debes hacerlo todo tú solo —logró decir el doctor Romany, y salió andando a tientas de la habitación.
Llegó al claro sin saber muy bien cómo lo había hecho y el aire de la noche le pareció cálido en comparación. Se dirigió hacia la orilla, balanceándose sobre sus extraños zapatos, y acabó acurrucándose, jadeando y tembloroso, en una leve inclinación del terreno un poco más arriba de la corriente, mientras miraba hacia la tienda.
A medida que su respiración y su pulso se iban calmando pensó en aquella fugaz visión del Libro de Toth de hacía unos instantes y se estremeció. Si hacía falta alguna prueba para demostrar cómo se había ido invirtiendo la hechicería durante los últimos dieciocho siglos, ese libro prehistórico bastaba y sobraba; ya que, aunque Romany jamás lo había visto antes, sabía que cuando el príncipe Setnau Kha-em-Uast, hacia miles de años, había bajado a la tumba de Ptah-neferka en Memfis para recuperarlo, se había encontrado la cámara funeraria brillantemente iluminada por la luz que ese libro irradiaba.
Y pensó que incluso en aquel entonces, por desgracia, el tremendo esfuerzo que suponía el hechizo de esta noche habría resultado prohibitivamente peligroso, aunque entonces la brujería no se había vuelto tan difícil y exorbitantemente costosa para quien la practicaba y, pese al más rígido control, imprevisible y maliciosa en sus efectos finales. Incluso en aquellos días sólo los sacerdotes más osados y competentes se habrían atrevido a utilizar el hekau, las palabras dotadas de poder que Fikee iba a pronunciar esta noche, las palabras que eran a la vez una invitación a la posesión y una invocación dirigidas al mismísimo Anubis, el dios con cabeza de perro (o a lo que aún quedara de él), la deidad que en los tiempos en que Egipto era poderoso, presidía el reino subterráneo y las puertas que van de este mundo al otro.
El doctor Romany dejó que su mirada se apartara de la tienda y vagara hacia el otro lado del río, hacia los brezales que se extendían hasta otra colina coronada de árboles, que parecían demasiado pequeños para el trozo de tierra que adornaban, agitando sus flacos ramajes en la brisa. Pensó que el paisaje era típico del norte, y que ese viento ácido quemaba como la ginebra y que era tan agudo y limpio como las moras del bosque, cuyo olor transportaba.
De pronto, como reaccionando ante todo lo extraño del lugar, pensó en el viaje que él y Fikee habían realizado hasta El Cairo cuatro meses antes, llamados por su Amo para prestar ayuda durante la nueva crisis.
Aunque una rara enfermedad le impedía abandonar su mansión, el Amo llevaba ya mucho tiempo utilizando un ejército secreto de agentes, y había invertido una fortuna tan vasta como imposible de rastrear, en su esfuerzo por liberar a Egipto de toda la contaminación cristiana y árabe que había sufrido y, lo que era todavía más difícil, para derribar al gobierno turco del Pachá y sus mercenarios extranjeros, restaurando al país como una potencia mundial independiente. La Batalla de las Pirámides, cuatro años antes, le había proporcionado su primera y auténtica oportunidad, aunque en ese momento había parecido más bien su última y definitiva derrota…, pues había permitido la entrada de los franceses en Egipto. Romany entrecerró los ojos, recordando el chasquido agudo de los mosquetes franceses despertando ecos en el Nilo aquella cálida tarde de julio, subrayado por el lento tronar de la caballería de los mamelucos lanzada a la carga… Al anochecer los ejércitos de los gobernadores egipcios, Ibrahim y Murad Bey, habían sido destruidos y los franceses, al mando de su joven general Napoleón, eran los amos del país.
Un aullido salvaje hizo levantar de un salto al doctor Romany: el sonido fue rebotando durante varios segundos entre los árboles que ceñían el río y cuando acabó muriendo, por fin, pudo oír a un gitano murmurando con voz asustada una vaga cantinela de oraciones y salmos protectores. En la tienda no se oía nada y Romany dejó escapar el aliento largamente contenido, agazapándose de nuevo junto a la orilla.
«Buena suerte, Amenofis —pensó—. Me gustaría decir “que los dioses te acompañen”, pero es justamente lo que estás intentando lograr en estos momentos». Meneó la cabeza con un ademán inquieto.
Cuando los franceses conquistaron el poder pareció que todas las esperanzas de restaurar el viejo orden habían muerto y su Amo se dedicó, mediante una dura manipulación mágica del viento y las mareas, a prestar sutiles ayudas al almirante inglés, Nelson, hasta que éste logró destruir la flota francesa unas dos semanas después. Pero de repente la ocupación francesa se convirtió en una ventaja para el Amo: los franceses dedicaron todos sus esfuerzos a ganarse el arrogante poder de los beys mamelucos y en 1800 expulsaron a los mercenarios turcos, que habían estado asfixiando al país. Y el general que ocupó el mando en El Cairo cuando Napoleón volvió a Francia, Kleber, no interfirió en lo más mínimo en las intrigas políticas del Amo, ni con sus esfuerzos para atraer de nuevo a las poblaciones musulmanas y coptas a la vieja adoración panteísta de Osiris, Isis, Horus y Ra. Parecía, realmente, como si la ocupación francesa representara para Egipto lo que la vacuna de Jenners significaba para el cuerpo humano: una infección mortífera, que sólo era derrotada por la muerte de su huésped, era sustituida por otra más fácil de manejar, que se podía eliminar pasado un tiempo.
Y entonces, por supuesto, todo empezó a ir mal. Algún lunático de Alepo mató de una puñalada a Kleber en una calle de El Cairo, y durante los meses de confusión que siguieron a dicho crimen los británicos supieron aprovechar la ocasión ofrecida por el vacío de poder: en septiembre de 1801 el inepto sucesor de Kleber capitulaba ante ellos en El Cairo y en Alejandría. Los británicos controlaban nuevamente la situación y en una sola semana arrestaron a una docena de agentes del Amo. El nuevo gobernador inglés incluso encontró una buena razón para clausurar los templos dedicados a los viejos dioses, que el Amo había erigido fuera de la ciudad.
Desesperado, el Amo hizo acudir a dos de sus hombres más poderosos y experimentados, Amenofis Fikee de Inglaterra y el doctor Monboddo Romanelli de Turquía, y les reveló un plan que, pese a ser tan fantástico que podía hacer pensar en la senilidad del anciano, era, según insistió una y otra vez, el único que podía derrotar al poder inglés borrándolo del mapa mundial, y restaurar con ello el poder que Egipto había perdido hacia ya eones.
La reunión tuvo lugar en la enorme estancia en la que vivía, sin otra compañía que la de sus ushabtis, cuatro efigies humanas de tamaño natural hechas de cera. Desde su peculiar posición en las alturas de la estancia, les había dicho que la cristiandad, el áspero sol que había secado los jugos vitales de la hechicería hasta reducirla a un cascarón reseco, se encontraba en esos momentos velado por las nubes de la duda, surgida de los escritos de hombres como Voltaire, Diderot y Godwin.
Romanelli, tan impaciente ante las interminables metáforas del viejo hechicero como ante casi todas las cosas de la vida, le interrumpió con cierta brusquedad para preguntarle cómo podía servir todo aquello para arrojar a los ingleses de Egipto.
—Hay un procedimiento mágico… —empezó a decir el Amo.
—¡Mágico! —le interrumpió de nuevo Romanelli, con todo el sarcasmo de que fue capaz—. En los últimos tiempos sufrimos terribles dolores de cabeza y se nos nubla la vista, por no hablar del enflaquecimiento, sólo con que intentemos encantar a los perros de la calle para que se aparten de nuestro camino, e incluso en el pasado había muchas posibilidades de que en vez de apartarse cayeran muertos de golpe. Es más sencillo gritar y arrojarles un palo. Estoy seguro de que aún no habrá olvidado sus sufrimientos después de haber jugado con el clima en la bahía de Abukir hace tres años. Los ojos se le resecaron como dátiles olvidados al sol… ¡y sus piernas!
—No lo he olvidado, es cierto —replicó con frialdad el Amo, clavando sus ojos parcialmente revividos en Romanelli; éste se estremeció involuntariamente, como siempre, ante el odio casi irracional que ardía en ellos—. A decir verdad, aunque yo me encuentre presente en espíritu, el hechizo debe ser realizado por uno de vosotros, pues debe celebrarse en un lugar muy cercano al corazón del Imperio Británico: el lugar ideal sería la ciudad de Londres y mi estado físico me impide viajar. Aunque os daré los mejores amuletos protectores que aún obran en mi poder, el poner en acción dicho ensalmo puede acabar con la resistencia de un hechicero, tal y como has sugerido. Escoged dos pajas del tapiz que hay sobre la mesa y quien saque la más corta se encargará de llevarlo a cabo.
Fikee y Romanelli contemplaron las dos pajas medio ocultas por el tapiz y luego se miraron entre si.
—¿Cuál es el hechizo? —preguntó Fikee.
—Sabéis que nuestros dioses han desaparecido. Ahora residen en el Tuaut, el mundo subterráneo cuyas puertas llevan dieciocho siglos cerradas por una fuerza que no entiendo pero que estoy seguro guarda relación con la cristiandad. Anubis es el dios de ese mundo y de sus puertas, pero ya no tiene forma alguna con la que aparecer aquí. —Se removió levemente en su diván y por unos instantes cerró los ojos, presa del dolor—. Hay un hechizo —graznó finalmente—, en el Libro de Toth para invocar la presencia de Anubis, para que tome posesión del hechicero que lo use. Eso permitirá al dios adquirir una forma física… la de uno de vosotros dos. Y al pronunciar el hechizo se debe estar escribiendo otro al mismo tiempo, un hechizo que yo mismo he compuesto, y que ha sido calculado para abrir nuevas puertas entre los dos mundos…, puertas que no sólo penetrarán el muro de la muerte sino también el del tiempo, pues si el hechizo triunfa abrirá la entrada al Tuaut de hace cuarenta y tres siglos, cuando los dioses, y yo mismo, nos encontrábamos en nuestro máximo momento de poder.
Hubo un prolongado silencio durante el cual el Amo se removió nuevamente en su diván.
—¿Y qué sucederá entonces? —preguntó por fin Fikee.
—Entonces —dijo el Amo en un susurro que resonó por toda la estancia circular—, los dioses de Egipto irrumpirán en la Inglaterra moderna. ¡Osiris vivirá y Ra, el del cielo matinal, hará ruinas las iglesias cristinas, Horus y Khonsu acabarán con todas las guerras que se libran en estos instantes mediante la sola trascendencia de su poder y los monstruos Set y Sebek devorarán a quienes osen resistirse! Egipto se verá nuevamente restaurado en la supremacía y el mundo se renovará y quedará una vez más limpio.
«¿Y qué papel podremos jugar nosotros o tú en ese mundo nuevo y limpio?», pensó Romanelli con amargura.
—Pero… —dijo Fikee con cierta vacilación—. ¿Sigue siendo posible todo eso? Después de todo, el mundo ya fue de ese modo en el pasado y es imposible convertir en joven a un anciano, al igual que es imposible convertir el vino en las uvas con cuyo jugo ha sido hecho. —El Amo estaba empezando a irritarse pero Fikee siguió hablando, ahora con cierta desesperación en la voz—. ¿No resultaría totalmente imposible adaptarse a las nuevas costumbres y a los nuevos dioses? ¿Y si nos estuviéramos aferrando a un barco que se hunde?
El Amo sufría ahora un paroxismo de rabia y de sus labios convulsos brotaban torrentes de baba que le impedían hablar, por lo que uno de los ushabti de cera se agitó levemente abriendo y cerrando sus mandíbulas.
—¿Adaptarse? —gritó la voz del Amo desde la garganta de cera—. ¿Quieres acaso ser bautizado? ¿Sabes qué te ocurriría si pasaras por el bautismo de los cristianos? Tu mismo ser sería negado, desaparecerías… ¡Serías como el caracol al que se le cubre de sal o la polilla que arde en el fuego! —El furor del Amo estaba haciendo que los labios de cera empezaran a resquebrajarse—. ¿Un barco que se hunde? ¡Sucio y apestoso piojo lleno de miedo, que te arrastras sobre el cuerpo de una ramera enferma! ¡Qué importa que deba hundirse, se esté hundiendo, o se haya hundido! Le acompañaremos en su viaje y prefiero hallarme a bordo de esa nave hundida que no en… ¡el puente de mando del nuevo barco! Yo… ajj… ajj… kha…
La lengua y los labios de la estatua de cera se hicieron pedazos y fueron expulsados a lo lejos por el aliento que aún brotaba de sus fauces.
Durante unos cuantos segundos el Amo y los ushabti balbucearon al unísono, pero finalmente el Amo logró dominarse y las estatuas se callaron.
—¿Quieres que te releve de tus obligaciones, Amenofis? —le preguntó el Amo.
Romanelli recordó, con una desagradable lucidez, cómo una vez había presenciado lo ocurrido con uno de los más viejos servidores del Amo al quedar bruscamente liberado de sus lazos mágicos: en apenas unos minutos se había resecado, cubriéndose de grietas, hasta desmoronarse finalmente convertido en polvo. Pero eso no era lo peor, no solamente la muerte y la disolución, sino el recuerdo de que aquel hombre no había perdido el conocimiento durante un solo instante del proceso… Y su agonía pareció ser más dolorosa que todos los fuegos del infierno.
El silencio que reinaba en la estancia pareció hacerse eterno, turbado solamente por el leve ruido que hacia la lengua del ushabti agitándose en el suelo.
—No —dijo por fin Fikee—, no.
—Entonces sigues siendo uno de los míos y me obedecerás. —El Amo agitó uno de sus flacos y retorcidos brazos—. Escoge una de las pajas.
Fikee miró a Romanelli y éste se limitó a hacerle una reverencia y señalar hacia la mesa con un claro «después de ti». Fikee fue hacia la mesa y cogió una de las pajas. Naturalmente, era la más corta.
El Amo les envió a las ruinas de Memfis para que copiaran de una piedra oculta los jeroglíficos que formaban su auténtico nombre, y en ese lugar les aguardaba una gran sorpresa, pues habían visto una vez el nombre del Amo en la piedra, hacía siglos, y los caracteres que había tallados en la roca eran dos símbolos parecidos a una llama que ardía en un plato, seguidos luego por un búho y la cruz lobulada: Tchatcha-em-Ankh, decían los signos, Fuerza en la Vida. Pero ahora en la vieja piedra se veían unos caracteres distintos; ahora leyeron tres signos que parecían cúpulas, un pájaro, un búho, un pie, otra vez el pájaro y luego un pez sobre una oruga. Khaibitu-em-Betu-Tuf, decían los signos, y su traducción era: Sombras de la Abominación.
Pese al horrible calor del desierto, Fikee sintió que se le helaban las entrañas, pero recordó una cosa que había gemido entre convulsiones mientras se desmoronaba en un puñado de polvo, así que apretó los labios y siguió copiando obedientemente el nombre.
Cuando volvieron a El Cairo, el Amo retrasó el regreso de Romanelli a Turquía el tiempo suficiente para crear un duplicado suyo mediante fluido mágico. La copia animada, o Ka, debía viajar con Fikee a Inglaterra y ayudarle a celebrar la invocación de Anubis, según le dijo; pero los tres sabían perfectamente que su tarea principal sería la de vigilar a Fikee y evitar cualquier tentación de abandono en sus deberes. Dado que los dos vivirían con la tribu gitana de Fikee hasta la llegada del Libro y el frasquito con la sangre del Amo, Fikee le dio al Ka el nombre de doctor Romany, por la palabra que los gitanos usaban al referirse a su lengua y su cultura.
En la tienda resonó otro alarido, más parecido al que producirían tiras de metal raspando entre si que al emitido por cualquier garganta de carne y hueso. El alarido fue haciéndose más agudo y potente, tensando el aire con su increíble violencia, y por un instante, durante el cual Romany se dio cuenta vagamente de que el río se había helado, convirtiéndose en una superficie de cristal ondulado, una vibración chirriante y al parecer inextinguible dominó la noche. Entonces algo pareció romperse, tan silenciosa y palpablemente como si en el cielo hubiera reventado una inmensa burbuja, y el aullido se extinguió de repente, desmoronándose en un llanto desesperado. Romany notó cómo el aire recobraba su presión normal y, como si de pronto las moléculas de la tela negra hubieran perdido su cohesión habitual, la tienda estalló en una brillante llamarada de color amarillo.
Romany corrió hacia la orilla, guiado por la luz del fuego, y quemándose los dedos logró apartar de un manotazo la tela ardiente de la entrada y se plantó de un salto en medio de la humareda. Fikee sollozaba acurrucado en un rincón. Romany cerró de golpe el Libro de Toth y lo metió en la caja dorada; luego la cogió y salió tambaleándose de la tienda.
Cuando ya se había alejado del intenso calor del fuego oyó una especie de ladrido o gimoteo a su espalda y se volvió. Fikee había logrado salir a rastras de la tienda y ahora estaba rodando en el suelo para apagar sus ropas encendidas.
—¡Amenofis! —gritó Romany, dominando con su voz el rugir del incendio.
Fikee se puso en pie y miró a Romany con ojos que no parecían reconocerle. Luego echó la cabeza hacia atrás y aulló largamente, como un chacal, mirando a la luna.
Sin perder un instante, Romany metió las manos en la capa y sacó dos pistolas. Apuntó con una de ellas y disparó. Fikee dio una voltereta en el aire y aterrizó un par de metros más allá de donde se había levantado. Pero un instante después ya se había vuelto a incorporar y se alejaba hacia la oscuridad, a veces corriendo como un hombre, a veces agazapado sobre manos y pies.
Romany apuntó tan bien como pudo con la otra pistola y disparó, pero la silueta que se alejaba no pareció inmutarse y unos instantes después la perdió de vista.
—Maldición —murmuró Romany—. Espero que te mueras bien lejos de aquí, Amenofis. Al menos, nos debes eso…
Miró hacia el cielo y no vio señal alguna de que los dioses estuvieran llegando; estuvo contemplando el oeste durante el tiempo suficiente para asegurarse de que el sol no asomaba nuevamente por él. Luego meneó la cabeza, sintiendo un profundo cansancio.
«Al igual que casi toda la magia moderna —pensó con amargura—, aunque probablemente ha tenido algún efecto, no sirvió para conseguir lo deseado».
Guardó nuevamente las pistolas bajo la capa, recogió el Libro y se alejó lentamente hacia el campamento de los gitanos. Hasta los perros se habían escondido y en el camino hacia la tienda de Fikee no encontró a nadie. Una vez dentro de ella dejó la caja dorada sobre una mesa, prendió una lamparilla y luego estuvo trabajando durante casi toda la noche, armado de un péndulo, una plomada, un telescopio y un diapasón, llenando resmas enteras de papel con abstrusos cálculos de geometría y alquimia, intentando decidir hasta qué punto había tenido éxito el hechizo, si es que lo había tenido.