La Milla Cuadrada de Londres es un pulmón que se hincha y se deshincha. Como un fuelle, aspira personas durante el día, de lunes a viernes, cuando las oficinas y la bolsa están abiertas. Un hormigueo de vida envuelto en costosísimos trajes de raya diplomática o trajes de chaqueta Armani. Luego llega la tarde y las hormigas que durante el día han invadido el centro de Londres se trasladan al exterior del pulmón. Lo dejan agarrotado y vacío, como un balón de fútbol pinchado.
Es la economía que inspira y espira. Es la economía que respira y lo hace a grandes bocanadas. Durante largas horas está en apnea y luego deja ir el aliento, y cuando suena la hora del almuerzo he aquí que las hormiguitas, unas horas antes a salvo en las oficinas, invaden las calles en busca de comida. Restaurantes a la última moda, cubículos anónimos amueblados con sillas y mesas de plástico transparente. O bien sushi-bares que brillan de limpios, o pubs que emanan un intenso olor a encina. Todos son tomados por asalto. La economía necesita carbohidratos, y necesita carburante; se habla mucho de despersonalización, pero el turbocapitalismo todavía está gestionado por hombres y mujeres de carne y hueso. Hombres y mujeres que tienen que alimentarse. Ensalada si sabes que luego por la tarde tienes que trabajar, de lo contrario no rindes. Una pasta o una sopa porque sabes que para gestionar el dinero del mundo hay que apropiarse de mucha, mucha energía. O bien optas por la pizza, porque la jornada es larga y hay tiempo para una comida como es debido. Formas parte de un ejército que entre la una y las dos invade el Leadenhall Market, que así se parece muy poco a las numerosas películas a las que ha servido de fondo. Un ejército que se mueve rápidamente y con precisión. Entras en un bar, encuentras sitio para sentarte con tus colegas y agarras uno de los menús que hay sobre la mesa. Examinas la lista que ya te sabes de memoria, te detienes en los platos que has probado mil veces y luego saltas directamente a la carta de vinos. Los hay de muy caros, de importación, muchos italianos. Apoyas el índice sobre el primer nombre de la lista y desciendes rápidamente; lo haces con pericia, como si buscaras algo en particular, luego vuelves a ascender con el dedo, te detienes en un sauvignon, vacilas y finalmente cierras la carta con un golpe seco. Has decidido. Llamas al camarero y le dices el nombre de un vino. Que no está en la lista. Que nunca ha estado en la lista. Pero el camarero asiente y se retira en silencio. No es un error, ni tampoco una alucinación. Es un código. Un vino que no existe en la lista es un gramo de cocaína. Tienes que alimentarte si trabajas en el mundo de las finanzas, tienes que ser rápido y eficaz, saber tomar las decisiones adecuadas en un instante. Así, día tras día, de lunes a viernes, de la una a las dos, en el lugar donde el trapicheo y el consumo de cocaína se han hecho endémicos. La City. El corazón de las finanzas mundiales, donde se vive y se muere de tipos de cambio, índices, cotizaciones. Entre un bocadillo con mozzarella y una pizza cuatro estaciones, gramos de cocaína que pasan sin trabas y se convierten en kilos y kilos de polvo blanco que puedes atizarte más tarde, en el lavabo de la oficina o directamente en el del bar donde has comido. La tarde es larga. La noche es larga. Desde que ha estallado la crisis el consumo incluso ha aumentado. Previsible. Cada día las noticias que llegan son sólo malas noticias. ¿Cómo lo haces para aguantar? El almuerzo ha terminado. Bien cargado, listo para afrontar la segunda parte de la jornada con espíritu renovado y el optimismo disparado, pides la cuenta. Todo está correctamente facturado. La ensalada niçoise, el arroz cantonés, la pizza de farro y el vino que no sale en el menú. ¿Por qué no habrías de hacerlo? Es un almuerzo de trabajo. Es justo deducir los gastos.