19. 000

He contemplado el abismo y me he convertido en un monstruo. No podía ser de otro modo. Con una mano rozas el origen de la violencia, con la otra acaricias las raíces de la crueldad. Con un ojo observas los cimientos de los edificios, con un oído auscultas el latido de los flujos financieros. Al principio es un batiburrillo oscuro, no ves nada, sólo un hormigueo bajo la superficie, como de un gusanito que empuja para romper la costra. Luego se forman las figuras, pero todavía es todo confuso, embrionario, superpuesto. Te impulsas hacia delante, te esfuerzas en convocar los talentos de tus sentidos, te asomas al abismo. La cronología de los poderes adquiere un sentido, la sangre que antes se dividía en mil riachuelos ahora confluye en un río, el dinero deja de fluctuar y se posa en tierra y puedes contarlo. Te asomas un poco más. Te balanceas con un pie en la orilla; ahora estás casi suspendido en el vacío. Y luego… oscuridad. Como al principio, pero esta vez no hay hormigueo, sólo hay una mesa lisa y reluciente, un espejo de pez. Y entonces comprendes que has pasado al otro lado, y ahora es el abismo el que quiere mirar dentro de ti. Hurgar. Desgarrar. Hundirse. El abismo del narcotráfico que mira dentro de ti no es el ritual a fin de cuentas tranquilizador de la indignación. No es el miedo a que nada tenga sentido. Sería demasiado simple. Sería demasiado fácil: has identificado un blanco, ahora te toca atacar, te toca enderezar la situación. El abismo del narcotráfico se abre a un mundo que funciona, que es eficiente, que tiene reglas. Un mundo dotado de sentido. Y entonces ya no te fías de nadie. Los medios de comunicación, tu familia, tus amigos. Todos hablan de una realidad que para ti es falsa. Gradualmente todo te resulta extraño y tu mundo se puebla de nuevos protagonistas. Los capos, las matanzas, los procesos. Las masacres, las torturas, los cárteles. Los dividendos, las acciones, los bancos. Traiciones, sospecha, delaciones. La cocaína. Sólo los conoces a ellos y ellos te conocen a ti, pero eso no significa que lo que antes era tu mundo desaparezca. No. Sigues viviendo en medio de él. Sigues haciendo lo que hacías antes, pero ahora las preguntas que te planteas provienen del abismo. El empresario, el profesor, el dirigente. El estudiante, el lechero, el policía. El amigo, el pariente, la novia. ¿También ellos vienen del abismo? Y aunque son honestos, ¿cuánto se asemejan al abismo? No tienes la sospecha de que sean todos corruptos o mafiosos, es algo peor. Has visto de cara qué es el hombre y en todos ves semejanzas con el asco que conoces. Ves la sombra de cada cual.

Me he convertido en un monstruo.

Cuando todo lo que tienes alrededor empieza a aludir a esta clase de reflexión. Cuando lo insertas todo en el universo de sentido que has construido observando los poderes del narcotráfico. Cuando todo parece tener sentido sólo desde el otro lado, en el abismo. Cuando sucede todo esto, entonces te has convertido en un monstruo. Chillas, susurras, gritas tus verdades, porque tienes miedo de que de lo contrario se desvanezcan. Y todo lo que siempre has considerado felicidad, pasear, hacer el amor, hacer cola para un concierto, nadar, se convierte en superfluo. Secundario. Menos importante. Irrelevante. Cada hora te parece mudable y vana si no dedicas energías al descubrimiento, a desentrañar, a relatar. Lo has sacrificado todo no sólo para comprender, sino para mostrar, para señalar, para describir el abismo. ¿Merecía la pena? No. Nunca merece la pena renunciar a cualquier camino que lleve a la felicidad. Aunque sea pequeña. Nunca merece la pena, aunque creas que el sacrificio se verá recompensado por la historia, por la ética, por las miradas de aprobación. Sólo es un momento. El único sacrificio posible es el que no espera recompensa. Yo no quería sacrificio, no quería recompensa. Quería entender, escribir, relatar. Para todos. Ir puerta por puerta, casa por casa, de noche y de mañana a compartir estas historias, a mostrar estas heridas. Orgulloso de haber elegido el tono y las palabras justas. Eso quería. Pero la herida de esas historias me ha engullido.

Para mí es demasiado tarde. Habría tenido que mantener unas distancias que no he logrado marcar. Es lo que dicen a menudo los periodistas anglosajones: no dejarse implicar; tener una mirada límpida entre uno mismo y el objeto. Yo no la he tenido nunca. Para mí es lo contrario. Exactamente lo contrario. Tener una mirada primero, por dentro, contaminada. Ser cronista no de los hechos, sino de la propia alma. Y en el alma, como en la plastilina, imprimir los objetos y las cosas que se ven, de modo que quede un calco profundo. Pero un calco que pueda eliminarse reensamblando aquella pasta. Reagrupándola. Al final de la propia alma queda una estructura que podía asumir mil formas, pero que no ha adoptado ninguna.

Yendo tras las historias del narcotráfico aprendes a reconocer el rostro de las personas. O mejor, te convences de ello. Aprendes a saber si a uno lo han querido de niño, si lo han querido de veras, si lo han cuidado, si ha crecido con alguien a su lado, o si siempre ha tenido que escapar con el rabo entre las piernas. Sabes enseguida qué vida ha tenido. Si lo han aislado, pegado, echado a la calle. O si, en cambio, lo han mimado hasta envilecerse de tanto bienestar. Aprendes. Y así aprendes a tomar medidas. Pero no aprendes a distinguir al malo del bueno. No sabes quién te está jodiendo o quién está robándote el alma, quién te está mintiendo para tener una entrevista o quién te está contando lo que piensa que quieres oír para complacerte y ser inmortalizado por tus palabras. La certeza la llevo dentro sin demasiadas melancolías autocomplacientes: nadie se te acerca si no es para conseguir un favor. Una sonrisa es una forma de bajar tus defensas, una relación tiene el fin de sacarte dinero o una historia que contar en la cena o una foto que presentar a alguien como trofeo. Al final razonas como un mafioso, haces de la paranoia tu línea de conducta y agradeces a la gente del abismo que te haya enseñado a sospechar. Lealtad y confianza se convierten en dos palabras desconocidas y sospechosas. A tu alrededor tienes enemigos o aprovechados. Ésta es hoy mi vida. Me felicito a mí mismo.

Es demasiado fácil creer en lo que yo creía al principio de este recorrido. Creer en lo que decía Thoreau: «Ni el amor, ni el dinero, ni la fama, dadme la verdad». Creía que seguir estos caminos, aquellos ríos, oler los continentes, hundir las piernas en el lodo podría servir para conseguir la verdad: renunciar a todo para tener la verdad. No funciona así, Thoreau. No se la encuentra. Cuanto más cerca estás de creer que has entendido cómo se mueven los mercados, más te acercas a las razones de quien corrompe a quien tienes cerca, de quien hace abrir los restaurantes y cerrar los bancos, de quien está dispuesto a morir por dinero, más entiendes los mecanismos y más comprendes que era otro el camino que deberías haber tomado. Por ese motivo no tengo mayor respeto hacia mí, que voy indagando, tomando notas, llenando agendas, conservando sabores. No tengo mayor respeto hacia mí al final de un recorrido incapaz de darme felicidad y de compartirla. Y quizá ni siquiera tengo conciencia de ello. Sólo sé que no podía hacer otra cosa.

¿Y si hubiera actuado de otro modo? ¿Si hubiera elegido la vía lineal del arte? Una vida de escritor que alguien definiría como pura, por ejemplo, con sus malas leches, sus psicosis, su normalidad. Cuenta historias inspiradas. Esfuérzate en el estilo y la narración. No he sabido hacerlo. Me ha tocado la vida del fugitivo, del corredor de historias, del multiplicador de relatos. La vida del protegido, del santo herético, del culpable si come, del falso si ayuna, del hipócrita si se abstiene. Soy un monstruo, como es un monstruo cualquiera que se haya sacrificado por algo que ha creído superior. Pero todavía me queda respeto. Respeto por quien lee. Por quien araña un tiempo importante de su vida para construir nueva vida. Nada es más poderoso que la lectura, nadie es más embustero que quien afirma que leer un libro es un gesto pasivo. Leer, sentir, estudiar, entender es el único modo de construir vida más allá de la vida, vida junto a la vida. Leer es un acto peligroso porque da forma y dimensión a las palabras, las encarna y las dispersa en todas direcciones. Lo pone todo patas arriba, hace caer de los bolsillos del mundo monedas y billetes y polvo. Conocer el narcotráfico, conocer el vínculo entre la racionalidad del mal y la del dinero, desgarrar el velo que embota la supuesta conciencia del mundo. Conocer es empezar a cambiar. A quien no desperdicia estas historias, no las olvida, las siente como propias, a esas personas va mi respeto. Quien siente sobre sí las palabras, quien se las graba en la piel, quien se construye un nuevo vocabulario, está cambiando el curso del mundo porque ha entendido cómo estar en él. Es como romper las cadenas. Las palabras son acción, son tejido conectivo. Sólo quien conoce estas historias puede defenderse de ellas. Sólo quien se las cuenta a su hijo, a su amigo, a su marido, sólo quien las lleva a los lugares públicos, a las tertulias, a las aulas, está articulando una posibilidad de resistencia. Para quien está solo sobre el abismo es como estar en una jaula, pero si son muchos quienes deciden afrontar el abismo, entonces los barrotes de esa celda se derriten. Y una celda sin barrotes ya no es una celda.

En el Apocalipsis de Juan se lee: «Tomé el librito de la mano del Ángel y lo devoré; y fue mi boca dulce como la miel; pero, cuando lo comí, se me amargaron las entrañas». Creo que los lectores deberían hacer eso mismo con las palabras. Metérselas en la boca, masticarlas, triturarlas y por último tragárselas, para que la química de la que están compuestas haga efecto dentro de nosotros e ilumine las insoportables turbulencias de la noche, trazando la línea que distingue la felicidad del dolor.

Tienes como una sensación de vacío cuando tus palabras parecen verse revalorizadas por la amenaza que atraen, como si todo lo que dices de repente se escuchara sólo porque corre el riesgo de llevarte a la muerte. Sucede esto: sucede que el silencio sobre estos temas no existe. Existe el murmullo: noticia de agencia, procesos, el narco detenido. Todo se vuelve fisiológico. Y cuando todo se vuelve fisiológico ya nadie es consciente de ello. Y así alguien escribe; escribiendo muere, escribiendo es amenazado, escribiendo tropieza. Cuando llega la amenaza, parece que durante cierto tiempo una parte de mundo sea consciente de lo que se ha escrito. Luego lo olvida. La verdad es que no hay alternativa. La coca es un carburante. La coca es energía devastadora, terrible, mortal. Las detenciones parecen no bastar nunca. Las políticas de lucha parecen errar siempre su objetivo. Por más terrible que pueda parecer, la legalización total de las drogas podría ser la única respuesta. Quizá una respuesta terrible, espantosa, angustiante. Pero la única posible para atajarlo todo. Para parar el creciente volumen de ventas. Para parar la guerra. O al menos es la única respuesta que a uno le entran ganas de dar cuando al final de todo se pregunta: ¿y ahora qué hacemos?

Hace años que cada día en mi cabeza me dejo arrollar por las voces. Las voces de quien grita a pleno pulmón que el alcohol es la sustancia que causa más víctimas. Son voces agudas y martilleantes, que de vez en cuando son acalladas por otras voces, que se alzan decididas afirmando que sí, es cierto, el alcohol hace daño, pero sólo si abusas de él, si la jarra de cerveza del sábado por la noche se convierte en un hábito, y que hay una considerable diferencia con la coca. Luego se inicia el coro de quienes piensan que la legalización es el mal menor; al fin y al cabo, sugieren las voces, la coca legal tendría incluso un control médico. ¡Entonces legalicemos los homicidios!, rebate una voz prodigiosa, de barítono, que por un instante los hace callar a todos. Pero el silencio dura poco, porque como puñaladas llegan atropelladamente las ruidosas reacciones de los que sostienen que quien se droga al fin y al cabo sólo se hace daño a sí mismo, que si se prohíbe la cocaína entonces hay que prohibir el tabaco, y que si se dice que sí entonces el Estado será un Estado-camello, un Estado criminal. ¿Y las armas, entonces? ¿No son peores? A lo que otra voz más —ésta sosegada, con un tono de sabihondez que se enreda en las consonantes— replica que las armas sirven para defenderse, el tabaco puedes usarlo con moderación y… Pero en el fondo se trata de un problema ético, ¿y quiénes somos nosotros para embridar con reglas y decretos una elección personal?

En ese punto las voces empiezan a superponerse y todo se vuelve confuso. El batiburrillo de voces acaba siempre así. Con el silencio. Y tengo que volver a empezar desde el principio. Pero estoy convencido de que la legalización podría ser realmente la solución. Porque va a golpear allí donde la cocaína encuentra su terreno fértil: en la ley económica de la oferta y la demanda. Agostando la demanda, todo lo que está en su origen se marchitaría como una flor privada de agua. ¿Es un riesgo? ¿Una fantasía? ¿El delirio de un monstruo? Quizá. O quizá no. Quizá sea otro fragmento del abismo que pocos tienen el coraje de afrontar.

Para mí la palabra narcocapitalismo se ha convertido en un bolo que no hace más que aumentar de tamaño. No consigo deglutirlo, todo esfuerzo va en la dirección opuesta y corro el riesgo de morir asfixiado. Todas las palabras que masco se pegan al bolo, y la masa se expande, como un tumor. Quisiera tragarlo y dejar que sea atacado por los jugos gástricos. Quisiera fundir esa palabra y aferrar su núcleo. Pero no es posible. Y es también inútil porque ya sé que encontraría un grano de polvo blanco. Un grano de cocaína. Por más policías e incautaciones que pueda haber, la demanda de coca será siempre enorme: cuanto más rápido se vuelve el mundo, más coca hay; cuanto menos tiempo hay para relaciones estables, para intercambios reales, más coca hay.

Me calmo, debo calmarme. Me tumbo, miro al techo. He coleccionado muchos en estos años, muchos techos. Desde los que casi te rozan la nariz, que tocas con sólo alzar el cuello, hasta aquellos otros, lejanísimos, en los que has de forzar la vista para saber si hay frescos o manchas de humedad. Miro el techo e imagino el globo entero. El mundo es una masa redonda que fermenta. Fermenta a través del petróleo. Fermenta a través del coltán. Fermenta a través de los gases. Fermenta a través de la web. Sin estos ingredientes, corre el riesgo de deshincharse, de menguar. Pero hay un ingrediente más rápido que todos los demás y que todos quieren. Y es la coca. Esa planta que idealmente conecta Sudamérica con Italia. Que atraviesa el Atlántico como una goma elástica. Una goma elástica que puede tensarse hasta el infinito sin romperse nunca. Las raíces allí, las hojas aquí. La coca es ese ingrediente sin el cual no podría existir ninguna masa. Justo como la harina, que en Italia y Sudamérica se clasifica con más ceros cuanto mayor sea su pureza. Ceros como heridas a través de las que mirar el mundo. Ceros como abismos en los que precipitarse.

Cero, como la lente del anteojo desde el que observar el espejismo del oro blanco, la mejor coca: 000.