Escribir sobre la cocaína es como consumirla. Cada vez quieres más noticias, más información, y las que encuentras son suculentas, ya no puedes prescindir de ellas. Eres addicted. Aun cuando remiten a un esquema general que ya has comprendido, esas historias fascinan por sus detalles. Y se te meten en la cabeza, hasta que otra —increíble, pero cierta— ocupa el sitio de la anterior. Delante ves el listón de la adicción que no hace más que subir y ruegas para no caer nunca en el síndrome de abstinencia. Por eso sigo recopilándolas hasta la saciedad, más de lo que sería necesario, sin poder parar. Justo cuando estoy a punto de concluir este libro, una tarde, recibo una llamada telefónica de Guatemala: parece que el Chapo ha muerto en un intercambio de disparos. Algunas fuentes dan por cierto el hecho, otras lo consideran uno de tantos rumores. No sé si creerlo, no sería la primera vez que se difunden noticias falsas sobre los protagonistas del narcotráfico. Para mí esas noticias son fogonazos que estallan cegadores. Ensordecedores puñetazos en el estómago. Pero ¿por qué ese ruido sólo lo oigo yo? Cuanto más desciendo en los círculos blanqueados de la coca, más me percato de que la gente no sabe. Hay un río que corre bajo las grandes ciudades, un río que nace en Sudamérica, pasa por África y se ramifica hacia todas partes. Hombres y mujeres pasean por la Via del Corso y por los bulevares parisinos, se reúnen en Times Square y caminan con la cabeza gacha por las avenidas londinenses. ¿No oyen nada? ¿Cómo hacen para soportar todo ese ruido?
Por ejemplo, la vieja historia de Griselda, la mujer narco más despiadada del narcotráfico colombiano. De niña aprendió que todos los hombres son medios, instrumentos para alcanzar objetivos cada vez más ambiciosos. Teoría inevitable cuando uno crece con una madre embarazada por un garitero medio indio guajiro, el señor Blanco, que luego la echa a la calle en cuanto da a luz a su pequeña. Alcohólica, pobre, violada y desesperada, la madre de Griselda arrastraba a su hija por las pútridas calles de Medellín y la obligaba a mendigar. Una pareja de míseros seres humanos pedigüeños que sólo se desparejaba cuando la madre se quedaba embarazada del enésimo hombre recogido quién sabe dónde y luego se recomponía con el añadido de un hermanastro o una hermanastra destinados a aumentar la familia. En Colombia son los años de la Violencia. Las brutalidades están a la orden del día y para sobrevivir hay que ser igualmente brutal. Un ejército de chiquillas en la calle garantiza ciertos ingresos, pero Griselda, cuando cumple los trece años, empieza a prostituirse. Los hombres con los que va son sólo trozos de carne que se desahogan en su cuerpo y una vez que han terminado le pagan lo suficiente para tirar hasta el día siguiente. En su piel ambarina colecciona cardenales y arañazos, mordiscos y cicatrices, pero no le duelen, no escuecen, son sólo rasguños en una gruesa armadura. Los hombres son medios. Nada más. Griselda redondea sus ingresos aprendiendo el arte del robo. Es rápida con las manos, y se ha impuesto la norma de no robar a los clientes porque no quiere correr el riesgo de arruinarse el sustento. Para ella el amor equivale a un catre maloliente en el que se tumba a la espera de que el ser sudado que tiene encima haga lo que le toca. Pero un día conoce a Carlos. Otro hombre, uno de tantos, y Griselda le reserva el trato habitual: la indiferencia. Carlos es un pequeño delincuente de Medellín, experto en robos y hurtos, y con una activa colaboración con Alberto Bravo, un narco. Entre ambos se inicia un largo cortejo. Él le lleva una flor distinta cada día, que luego ella tira poco después de haberla aceptado con falsa cortesía. Ella no le mira nunca a los ojos, y él, impertérrito, recorre todas las floristerías de Medellín para descubrir variedades siempre distintas. Él le enseña unos cuantos trucos para buscarse la vida, ella finge no escucharlo y mientras tanto los memoriza. El tira y afloja se prolonga durante mucho tiempo, hasta que la terca perseverancia de Carlos hace mella y Griselda capitula. Por primera vez en su vida un hombre le ha demostrado que una relación no es forzosamente algo con fecha de caducidad, que existe una palabra que ella nunca había oído pronunciar: confianza. Se casan, se aman y hacen grandes proyectos. Él le presenta a Alberto Bravo y le hace comprender que el verdadero dinero se hace con el narcotráfico. Ella es joven pero despierta, y no se lo piensa dos veces antes de aceptar entrar en aquel mundo. Y además tiene a su Carlos, que le responde siempre que sí cuando ella le pregunta si seguirán juntos toda la vida. Se trasladan a Nueva York, al distrito de Queens, donde los colombianos empiezan a establecerse y donde el mercado de la droga es bastante floreciente. Una nueva vida. La ciudad que nunca duerme acoge a Griselda y a Carlos como a una reina y un rey. La actividad va viento en popa, y Carlos sigue respondiendo que sí a la pregunta de Griselda: «¿Seguiremos juntos toda la vida?». Sí. Sí. Sí. Y entonces la vida decide que ha llegado el momento de decir que no. Carlos enferma, cirrosis hepática, y muere en el hospital. Griselda está a su lado hasta el final, y cuando su marido muere ella no siente nada, como no sentía nada cuando volvía a casa después de una larga noche de trabajo y delante del espejo se contaba los nuevos mordiscos y las nuevas cicatrices. Carlos no ha respetado su pacto de estar juntos toda la vida; Carlos es como todos los demás hombres; los hombres son medios. El silogismo recupera fuerza en la cabeza de Griselda y desde ese momento ya no la para nadie.
Se casa con Alberto Bravo, pero cuando él se va a Colombia de viaje de trabajo y no da señales de vida durante un tiempo, Griselda, enfurecida, va a buscarlo y lo mata en un intercambio de disparos. En 1971, Griselda tiene su propia red de narcotráfico en Estados Unidos. La línea que une Nueva York, Miami y Colombia es el futuro, y ella lo ha comprendido. Tiene una tienda de lencería en Medellín, donde vende las prendas diseñadas por ella que también hace llevar a sus mulas. Son ellas las que esconden bajo los vestidos dos kilos de coca en el viaje de Colombia a Estados Unidos. Su nombre aparece por primera vez en los documentos de la DEA en 1973. Se la describe como «una nueva amenaza para Estados Unidos». Los negocios crecen, ahora es una de las traficantes colombianas más importantes. A pesar de ser mujer, una «desventaja» de no poca importancia en una sociedad donde la palabra narcotraficante se utiliza exclusivamente en masculino, Griselda demuestra a sus colegas colombianos que es capaz de realizar ese trabajo y de hacerlo con una violencia tal que aterrorice a la gente. Su reputación de mujer malvada y sin escrúpulos la precede adondequiera que va.
En 1975 es acusada de tráfico de droga en el contexto de un gran caso en Nueva York, pero logra refugiarse en Colombia. Ya ha acumulado una fortuna de 500 millones de dólares. Vuelve a Estados Unidos cuando las aguas se han calmado, unos años después, pero esta vez a Florida. Funda los Pistoleros, su ejército de sicarios. Entre ellos está Paco Sepúlveda, que degüella a sus víctimas y luego las cuelga cabeza abajo. «Así después los cuerpos son más ligeros y más fáciles de transportar».
Las historias sobre ella se multiplican sin control: hipocondríaca, drogadicta, bisexual, amante de las orgías, paranoica, coleccionista de objetos de lujo… Junto a los rumores que no hacen más que alimentar su mito, Griselda empieza a acumular alias: «la Madrina», «la Reina de la Cocaína de Miami», «la Viuda Negra». Se dice que ha cortado el cuello a algunos hombres con los que se había acostado. Se casa cuatro veces y siempre con narcotraficantes. El matrimonio es una palanca para avanzar en la jerarquía del poder, y cuando uno de sus maridos le pone palos en las ruedas ella lo manda eliminar. Como Darío Sepúlveda, que tras la separación le disputa la custodia de su hijo —bautizado cinematográficamente como Michael Corleone—, y debido a ello hace que sus sicarios lo maten. Los hombres son medios. Y los medios obsoletos deben ser reemplazados.
Con su imperio de la droga en Miami, Griselda gana ocho millones de dólares al mes. Tiene un papel fundamental en la que se denominará la «guerra de la cocaína en Florida», también llamada la «guerra de los cowboys de la cocaína». Miami está inundada de dinero, se calcula que en torno a los diez mil millones de dólares al año.
En 1979 es Griselda quien orquesta la matanza de Dadeland, un centro comercial del condado de Miami-Dade donde son asesinadas dos personas en una tienda de licores: una de ellas es Germán Panesso, traficante colombiano que tiene negocios con la organización de Griselda y el objetivo del tiroteo; la otra es su guardaespaldas. En los años setenta los homicidios eran un asunto privado. Sí, había torturas, estrangulamientos, mutilaciones, decapitaciones; pero se trataba de ajustes de cuentas. La matanza de Dadeland marca, en cambio, el inicio en Miami de una larga serie de enfrentamientos, de batallas que tienen lugar en público, a plena luz del sol. Los denominados daños colaterales ya no tienen importancia. Ahora se dispara a las personas en la calle, en los centros comerciales, en las tiendas, en los restaurantes, en locales abarrotados a las horas punta. Y Griselda es la responsable de la mayoría de los homicidios cometidos en el sur de Florida en ese período.
La crueldad de Griselda es ya mítica. Se cuentan muchos episodios. Corren de boca en boca como una leyenda.
Griselda entra en un local sólo para hombres. Las bailarinas bailan provocadoras en la pista. Todas las cabezas se vuelven hacia ella. ¿Una mujer que frecuenta un sitio así? Lo nunca visto. Y además una mujer con aquel aspecto: desmesurada, dejada, con los ojos desorbitados. Se sienta, pide de beber, observa los cuerpos que se menean. Casi parece tocar aquellas largas piernas. Luego de repente se levanta y abre fuego. Una tras otra, las chicas caen al suelo. «¡Putas!», grita, «¡putas! Sólo sabéis contonearos para los hombres». Para Griselda, esas mujeres no merecen vivir, esas mujeres son su obsesión. Como es una obsesión ir a los locales, a la caza. Porque ella a los hombres los escogía, y si no se avenían estaban muertos. En cierta ocasión un chico más joven que ella, sentado a un par de mesas de la suya, llama su atención. Griselda lo quiere y clava su mirada en él. Él la evita, pero Griselda insiste. Entonces el chico se dirige al baño y ella lo sigue, entrando en el de mujeres. «¡Ayuda!», empieza a gritar, «¡ayuda!». Y el chico acude, quizá aquella mujer algo extraña se encuentre mal. Griselda lo espera desnuda de cintura para abajo. «¡Lámemelo!», ordena, y el chico retrocede, apoya la espalda en la puerta, pero Griselda saca la pistola y repite: «¡Lámemelo!». Y él obedece, con el cañón de la pistola pegado a la cabeza.
Griselda, ahora drogodependiente, se refugia en su dormitorio, custodiada por su pastor alemán, Hitler. Las drogas y la policía son sólo dos de sus enemigos. Las organizaciones rivales tratan de matarla en varias ocasiones. Ella siempre logra salvarse, y en una ocasión incluso prueba a engañar a sus asesinos fingiendo su propia muerte: envía un ataúd vacío de Estados Unidos a Colombia. Para huir de los constantes ataques, en 1984 traslada su base a California, a Irvine, donde vive con su hijo más pequeño, Michael Corleone. Pero en febrero de 1985, precisamente en Irvine, es detenida bajo la acusación de narcotráfico por los agentes de la DEA. La condenan a diez años de cárcel, pero aun reclusa sigue dirigiendo sus negocios. La Madrina se compra una reclusión de lujo. Desde detrás de los barrotes puede hilvanar nuevos proyectos, como el de secuestrar a John Fitzgerald Kennedy Jr., abortado gracias a las conversaciones interceptadas. En la cárcel recibe a hombres, joyas, perfumes…
Presionando a uno de sus hombres de confianza, Jorge «Riverito» Ayala, que en 1993 decide colaborar, la fiscalía de Miami-Dade obtiene pruebas suficientes para incriminarla por homicidio múltiple. Es increíble cómo el destino parece haber ayudado siempre a Griselda. Corre el año 1998 y la fiscalía de Miami-Dade está a punto de atraparla, pero acaba sumida en un escándalo. El hombre que lo había largado todo sobre Griselda está en el programa de protección de testigos. No aguanta más. La vida de lujo y drogas a la que estaba acostumbrado es un recuerdo lejano, y ahora toda aquella disciplina lo está matando. Entonces encuentra el modo de hacer llegar mucho dinero a las secretarias de la fiscalía. No quiere información, ni coca, ni un plan de fuga. Aquel dinero es para sexo. Telefónico, es cierto, pero para él sigue siendo sexo. Jadeos y gemidos se prolongan por un tiempo, pero al final la línea erótica clandestina es desenmascarada por una investigación y la fiscalía queda deslegitimada. El escándalo salva a Griselda, que así evita la silla eléctrica. Será liberada el 6 de junio de 2004, después de casi veinte años de cárcel, y enviada de vuelta a Colombia.
3 de septiembre de 2012. Griselda, que ahora tiene sesenta y nueve años, está saliendo de una carnicería de Medellín con una amiga. Se acercan dos hombres en una motocicleta y le disparan dos tiros en la cabeza. La Madrina muere unas horas después en el hospital, asesinada con la misma técnica, el homicidio en motocicleta, que —según se cuenta— precisamente ella había importado a Miami.
O bien la historia de otra mujer, esta vez mexicana: Sandra Ávila Beltrán, la reina de la coca. Y una frase que no se me iba de la cabeza: «El mundo es un asco». Ella, Sandra, no soportaba esa frase. Si encima el que la pronunciaba era un hombre de su tío, nada menos que «el Padrino» Miguel Ángel Félix Gallardo, entonces Sandra sentía que la sangre le subía a la cabeza y le golpeaba en las sienes. Nacida en una familia de narcos, crecida en contacto con el mayor de todos, inmersa en una cultura machista desde su más tierna edad: ¿cómo podía permitir que los mismos hombres que delante de su tío se jactaban de conquistas femeninas y bárbaros asesinatos de enemigos, luego entre ellos emplearan aquella frase: «El mundo es un asco»? Fanfarrones delante del capo, cobardes cuando él volvía la espalda. Y si quien escuchaba aquellas palabras era la pequeña Sandra, ¡bueno!, poco importaba, sólo era una niña.
La educación a menudo es como una gota que horada la roca. Paciente y tenaz, la frase de los esbirros del Padrino traza un surco en la conciencia de Sandra. Cuando alcanza profundidad, dejando un vacío tras de sí, entonces ya ella no puede liquidarla con la simple rabia. Tiene que buscar otras respuestas. Tiene que encontrar un estilo de vida que contradiga aquella ineluctable sentencia. Sandra divide el mundo en dos categorías. Por una parte están las personas como los hombres de su tío. Por otra, quien quiere cambiar el mundo, y vencer. Ella puede jactarse de un derecho de nacimiento, de un currículum genético con el que la inmensa mayoría de los narcotraficantes sólo sueña. Pero es una mujer, lleva en su propio cuerpo la mancha indeleble de la ineptitud para el mando. Tetas, caderas anchas, culo redondo. No se pueden borrar, no se pueden hacer pasar por otra cosa. Entonces tetas, caderas anchas y culo redondo se convierten en armas que afilar y en las que confiar. Uñas, zapatos, cabello, perfumes, vestidos… Para Sandra todo es necesario de cara a explotar su propia feminidad, su propia sensualidad, su propio poder. Porque cuanto más mujer sea, más caso tendrán que hacerle. Doblegará las mismas lógicas utilizadas contra ella para subyugarla, y enseñará a todas las mujeres que existe otra manera de estar en el mundo.
Los hombres son peones que clasificar según su utilidad. Sandra se liga sentimentalmente a dos comandantes de la Policía Judicial Federal mexicana, desde siempre una cantera de los narcos. Luego pasa a seducir a importantes capos del cártel de Sinaloa como «el Mayo» Zambada e Ignacio «Nacho» Coronel. Finalmente da el gran golpe: se promete con Juan Diego Espinoza Ramírez, llamado «el Tigre». Diego es un narco colombiano del cártel del Norte del Valle y sobrino del famoso narcotraficante Diego Montoya, «Don Diego». Sandra es una princesa que en su momento elige a quien ligarse para absorber poder y posición social. Gracias al Tigre da un salto cualitativo que la lleva a tratar directamente con los proveedores colombianos. Es ella, la sobrina del Padrino, la que se convierte en «la Reina». La Reina del Pacífico explota los lugares comunes. Una mujer es débil y, por lo tanto, no merece la pena amenazarla: para la Reina eso significa libertad de movimientos. Una mujer no sabe tratar con los hombres: la Reina explota el azoramiento de los emisarios de los cárteles ante aquella hermosa y escotada mujer.
Ahora todos tienen que arrodillarse en su presencia, rendirle honores. Desde su lujoso centro operativo en Guadalajara coordina los cargamentos procedentes de Colombia y blanquea las ganancias, que aumentan de año en año. Todo ese dinero sirve para realizar su plan más ambicioso: dar poder a las mujeres. Según la Reina, las mujeres necesitan ganar consenso y respeto, y la manera más rápida y segura de conseguirlo es la belleza. Invierte los ingresos de la coca en clínicas de belleza, de lujo o no, porque todas las mujeres tienen derecho a tener amantes y maridos, puestos de trabajo y una posición social adecuada. Es en lo material donde la Reina invierte. El cuerpo y los inmuebles. Tetas y casas. Culos y villas. Pieles lisas y pisos. Es un imperio que tiene que expandirse y arañar espacio vital. Sentada en su trono, la Reina gobierna un ejército de hombres que sólo pueden ascender en la jerarquía hasta cierto punto, porque allá arriba, incuestionable, está ella, la reina silenciosa, que no se expone nunca, nunca se ensucia las manos, no permite que su nombre aparezca en los periódicos o, peor aún, en los expedientes de la policía.
Entonces, un día, todo cambia. Al puerto de Manzanillo, en el estado de Colima, en el Pacífico, acaba de llegar un cargamento muy importante. Diez toneladas de cocaína por un valor de más de ochenta millones de dólares. Las autoridades lo bloquean y se incautan de la droga. Por primera vez el nombre de la Reina aparece en los medios de comunicación. Ahora es un personaje público, y quizá no sea casualidad que unos meses después su único hijo, José Luis Fuentes Ávila, de dieciséis años, que vive en el exclusivo barrio de Puerta de Hierro en Guadalajara, sea secuestrado y por su libertad se pida un rescate de cinco millones de dólares. La Reina es presa del pánico. El único hombre verdadero de su vida está en manos de asesinos despiadados que amenazan con despellejarlo vivo. Ella acude a las autoridades. Pero es un grave error, porque desde ese momento la policía pasa a controlar sus teléfonos y sus movimientos. Es así como se descubre que el rescate ha sido pagado directamente por el Mayo Zambada, porque la Reina está en crisis de liquidez tras la incautación del cargamento en el puerto de Manzanillo.
Mientras la Reina vuelve a abrazar a su hijo después de diecisiete días de encierro, el comandante de la AFI Juan Carlos Ventura Moussong declara tener pruebas de que el secuestro ha sido un montaje para debilitar el poder de la Reina. ¿Es creíble que se pueda secuestrar así al hijo de uno de los capos más poderosos? Para Moussong, hay que buscar a los responsables entre los propios hombres de la Reina, deseosos de construir un microcártel independiente y sobre todo de librarse de aquella mujer. Sospechas fundadas, las del director de la AFI, que poco después será liquidado de varios disparos a bocajarro en la calle cuando regresa de una reunión con los otros comandantes en el distrito federal.
El poder que se graba en el cuerpo no puede ser derrotado, aunque se vea constreñido entre los muros de la cárcel de mujeres de Santa Martha Acatitla, en la periferia de Ciudad de México. Es aquí donde termina la Reina del Pacífico después de haber sido atrapada por la policía cuando almorzaba en un restaurante de lujo tailandés junto a su compañero el Tigre. Son años en los que anda de incógnito y bajo un nombre falso. Después del secuestro de su hijo las cosas se le han puesto más difíciles, pero no por eso renuncia a costosísimos manjares o a las últimas creaciones de Chanel. «Soy un ama de casa que se gana la vida vendiendo vestidos y casas». En la cárcel sigue haciendo lo que ha hecho siempre: luchar por la emancipación femenina. A las compañeras de celda les enseña que tampoco allí dentro hay por qué descuidar el cuerpo y el estilo. «Si se pierde el cuerpo, se pierde el alma. Si se pierde el alma, se pierde el poder. Si se pierde el poder, se pierde todo», les repite a sus nuevas afiliadas y trata de dar buen ejemplo. Además de a sus compañeras también parece haber contagiado a la directora de la cárcel. Un día pillan a unos médicos que han introducido en la cárcel algunas dosis de bótox. De inmediato las carceleras piensan que son para la reclusa obsesionada por la belleza, para la Reina y sus nuevas amigas. Nada de eso: el bótox es para la directora de la cárcel. La Reina la ha convencido también a ella de que ser sensuales es lo primero de todo. Desfila por los pasillos luciendo unas gafas oscuras de diva y no se queja jamás: nunca una crisis nerviosa, nunca un llanto fuera de control, nunca una protesta que no sea por la bazofia que las carceleras hacen pasar por comida. La Reina se ríe de su propia desventura y sólo reserva miradas de fuego a las mujeres que se atreven a quejarse delante de ella de la injusticia del mundo. «Si te da tanto asco, ¡cámbialo!».
10 de agosto de 2012. Sandra Ávila Beltrán es extraditada a Estados Unidos, donde está acusada de narcotráfico.
Y luego está la historia de una receta muy particular.
«El Teo me traía los cadáveres. Yo ya lo había preparado todo: barriles, agua, unos cincuenta kilos de sosa cáustica. Y luego guantes de látex y máscara antigás. Preparaba los barriles con doscientos litros de agua y dos sacos de sosa cáustica y los ponía al fuego. Cuando la mezcla empezaba a hervir, desnudaba los cadáveres y los echaba dentro. El tiempo de cocción es de unas catorce o quince horas. Ocurre que al final del procedimiento quedan sólo los dientes, pero es fácil desembarazarse de ellos».
El creador de esta receta es Santiago Meza López, no por casualidad apodado «el Pozolero»: de pozole, un típico estofado de carne mexicano. Desde hace tiempo el Pozolero estaba en la lista de las veinte personas más buscadas por el FBI, y en enero de 2009 le detienen. Confiesa haber disuelto trescientos cuerpos de una banda rival. El cártel de Tijuana le pagaba 600 dólares a la semana. Quien efectuaba la entrega de los cadáveres y el pago era Teodoro García Simental, «el Teo», jefe de una sanguinaria banda vinculada al cártel de Tijuana.
«Pero nunca una mujer. Sólo hombres», precisaba el Pozolero al final del interrogatorio.
Historias, historias, historias, de las que no logro liberarme. Historias de personas, verdugos o víctimas. Historias de periodistas, que querrían contarlas y a veces se quedan tiesos. Como Bladimir Antuna García, que se había convertido en un fantasma de sí mismo. Demacrado, con un precoz color blanco en las sienes y en la punta de barba que le crecía en cosa de medio día. Había ido subiendo y bajando de peso, su físico se había colapsado: dos palos en lugar de piernas y una barriga prominente. Por lo demás, era el prototipo del yonqui. Una consecuencia de su trabajo, porque Bladimir sabía relatar y sabía indagar, una ocupación difícil en un sitio como Durango. Se había arrastrado por los peores canales que recogen historias residuales, historias de alcantarilla y poder. Ocurre, sin embargo, que esas historias empiezan a corroerte por dentro, chocas contra el asco y cuando a ese asco no logras darle respuesta tropiezas y buscas un sentido en otra parte. Whisky y coca parecían la solución. Pero Bladimir había decidido dejarlo todo atrás y quería que volvieran a considerarle uno de los mejores periodistas de Durango. Se había aseado, se había buscado un trabajillo como ayudante de camarero en una tasca del centro. Hace de todo. Son trabajos humildes, pero no para Bladimir, que gracias a sus historias ha descubierto cuán lábiles son los límites de la dignidad. Mientras tanto trataba de regresar al mundo del periodismo. Pero los editores no querían saber nada de él, demasiado imprevisible, demasiado conocido por los motivos incorrectos. Es cierto, había sido un periodista de talento, pero ¿y si lo pillaban de nuevo con la cabeza gacha sobre una mesa y las narices hundidas en una raya de coca? Siempre eres un yonqui y un borracho para quien te ha visto así, aunque sólo haya sido una vez. Sin embargo, había un nuevo periódico en Durango, El Tiempo, del editor Víctor Garza Ayala. En aquella época el periódico navegaba en aguas turbulentas, y quizá las historias de crímenes, tan del agrado del público, podrían invertir la tendencia. Así, Garza decidió contratar a Bladimir para que se ocupara de los sucesos, pero por si acaso situó la sección en la última página, prácticamente en la contraportada, a fin de que no menoscabara la distinguida primera página política que tanto apreciaba. Funciona así en todo el mundo. Si muere un juez o estalla un coche bomba, entonces el crimen conquista las páginas más importantes; de otro modo le espera la retaguardia. A Bladimir no le importaba, para él lo importante era volver a escribir, y escribir de los cárteles y de los Zetas. Evitando, al menos al principio, demasiado revuelo. Pero en cierto momento los quiosqueros empezaron a vender el periódico exponiéndolo al revés, con la contraportada bien a la vista. Y las ventas se dispararon.
Bladimir era incansable, producía decenas de historias de actualidad, algunas de las cuales eran exclusivas obtenidas gracias a las óptimas fuentes que tenía en el ejército y en la policía. Para poder pagarle los estudios universitarios a su hijo mayor había encontrado un segundo empleo en otro periódico, La Voz de Durango.
La primera llamada amenazadora llega directamente a su teléfono móvil en plena noche. Una voz cavernosa pero clara recalca una simple palabra: «Déjalo». Su mujer finge dormir, pero lo ha oído todo, y muerde la almohada en silencio. En los meses siguientes las llamadas se multiplican, siempre al móvil y siempre de noche, con aquella única y elocuente palabra: «Déjalo». A veces los interlocutores se identifican como miembros de los Zetas. A la redacción empiezan a llegar tarjetas postales con playas tropicales y bonitas mujeres, y detrás, en caracteres infantiles, la orden habitual: «Déjalo».
«Sólo son palabras». Así liquidaba Bladimir la escalada de intimidaciones. Y para él realmente eran sólo palabras. Empezó a trabajar todavía más duro, atacó con sus artículos a los policías corruptos del estado de Durango, denunció a grandes voces las amenazas a los medios de comunicación y a la Procuraduría General del estado. Alzar el velo de las organizaciones criminales de México y hacer famosos los nombres de los cómplices de los narcotraficantes se había convertido en su credo. En julio de 2009 reunió fuerzas y contó lo de las llamadas en una serie de entrevistas para una revista de Ciudad de México, Buzos. También habló del fallido atentado contra él del 28 de abril de 2009, cuando un hombre armado le había disparado en pleno día y en medio de la calle, errando el tiro. Pero cuando se habla de amenazas la comunidad que te rodea siempre está dispuesta a decir que eres un paranoico, un exagerado. Bladimir denunció las intimidaciones y el ataque sufrido a las autoridades, pero éstas no hicieron nada. Bladimir estaba trabajando con Eliseo Barrón Hernández en relación con algunos policías a sueldo de los cárteles. Con Eliseo hicieron como siempre. Esperaron a que saliera de casa con su familia, lo humillaron llenándolo de patadas y puñetazos delante de sus hijas y su mujer, y se lo llevaron. Lo mataron de un disparo en la cabeza. Su falta era haber metido las narices en una historia de policías corruptos. «Aquí estamos periodistas, pregúntenle a Eliseo Barrón. El Chapo y el cártel no perdonan. Cuidado soldados y periodistas»: éstas fueron las palabras del Chapo Guzmán que aparecieron en varias «narcomantas» colgadas en las calles de Torreón el día del funeral de Eliseo. Una reivindicación en toda regla, como hacen los terroristas. Un mensaje claro. Y pocas horas después llegó otro mensaje a la redacción de Bladimir: «Él será el siguiente, ese hijo de puta».
Bladimir salía poco de casa. Casi nunca. Escribía encerrado. Algunos de sus colegas dicen que se había resignado a la idea de que le matarían: del gobierno no llegaba ninguna ayuda, no había investigaciones en curso sobre las amenazas, no se le había asignado protección alguna. Su mayor temor no era ser asesinado. Es así con todos. Pero no es locura, ni un oculto instinto suicida. La muerte no la buscas, serías un idiota, pero sabes que está ahí.
El 2 de noviembre de 2009 todo se desarrolló con rapidez. Secuestrado. Torturado. Asesinado.
De nada valieron los esfuerzos de los colegas, escandalizados por la apatía de las fuerzas del orden, que por toda respuesta pintaron a Bladimir como un paranoico. La habitual técnica de la difamación. No hubo investigaciones, ninguna indagación sobre lo que Bladimir había descubierto. Hoy el periodismo de investigación en Durango se ha detenido, ha muerto con Bladimir Antuna García.