¿Qué se arriesga al leer? Muchísimo. Abrir un libro, hojear páginas, es peligroso. Una vez abiertas las páginas de Émile Zola o de Varlam Shalámov no se puede volver atrás. Lo creo profundamente. Pero el riesgo de conocer esas historias a menudo es ignorado por el propio lector. No se da cuenta de ello. Si yo pudiera cuantificar realmente el daño que causan a los poderes los ojos que conocen, las personas que quieren saber, intentaría dibujar un diagrama. Detenciones, cárceles y tribunales valen la mitad de la mitad en comparación con el peligro que puede generar conocer los mecanismos, los hechos, sentir esas historias como propias, cercanas.
Si eliges hablar del poder criminal, si eliges mirar a la cara sus secretos, si eliges habitar con la mirada en la calle y en las finanzas, hay dos maneras de hacerlo. Y una de las dos es errónea. Christian Poveda las conocía bien ambas. Conocía sus diferencias y sobre todo sus consecuencias. Sabía que si decides ser la extensión de tu trabajo, una pluma, un ordenador, un objetivo, entonces nunca correrás riesgos: completarás tu misión y volverás a casa con el botín. Pero Christian también sabía otra cosa: si decides que la extensión de tu trabajo, una pluma, un ordenador, un objetivo, es el medio y no el fin, entonces todo cambia. De repente lo que buscas —y lo que encuentras— ya no es una calle oscura y sin salida, sino una puerta que da a otras habitaciones y a otras puertas.
«Él se lo ha buscado». «¿Qué esperaba?». «¿Acaso no lo sabía?». Preguntas despiadadas, malvadas, y sin embargo justas, legítimas, apropiadas. Cínicas, quizá, pero a fin de cuentas correctas. Por desgracia no existe una respuesta. Sólo existen los sentimientos de culpa porque cuando decidiste meterte en aquella situación sabías que las consecuencias serían terribles, para ti y para tus familiares. Lo sabías, pero lo has hecho igual. ¿Por qué? Tampoco aquí hay respuesta. Ves una cosa y detrás de ella ves otras cien. No puedes pararte e inmortalizar, tiene que seguir adelante y escarbar. Quizá sabes lo que te espera, lo sabes muy bien, pero no eres un inconsciente, no eres un loco. Sonríes a los amigos, incluso a los colegas, a lo mejor les confiesas alguna preocupación, pero la imagen externa no encaja en lo más mínimo con el desgarro que llevas dentro. Es como si dos fuerzas contrapuestas tiraran de ti en dos direcciones distintas. Es una lucha de posición que tiene su campo de batalla en el estómago, porque es ahí donde sientes el tira y afloja, un constante trajín que te enreda las tripas.
Christian Poveda también conocía bien esa sensación. Trotamundos desde niño, desde que nace en Argel, de padres españoles republicanos refugiados allí durante la dictadura franquista, y luego, a los seis años, se traslada a París con su familia. Es un culo de mal asiento, Christian, con unos ojillos curiosos e inquisitivos que se mueven vertiginosamente de un lado a otro escondidos tras las gafas, como si quisiera descubrir el panorama subyacente, porque en el fondo todo está conectado y basta con poder ver los nudos que mantienen unidas las cosas para obtener las respuestas. La búsqueda de esos nudos le hace abrazar la profesión de su vida: la de periodista. Con sus extensiones —pluma, ordenador, objetivo— viaja a Argelia, el Caribe, Argentina, Chile. Trabaja como reportero de guerra en Irán, Irak, el Líbano. Sus reportajes son distintos de los que hay que entregar a los telediarios. Tienen otra factura, como si no tuviera una tarea que realizar, un trabajo que llevar a casa. Detrás de una foto o entre las líneas de un artículo respira siempre una historia que reclama oxígeno y espacio. Bajo las imágenes que Christian se trae consigo de sus viajes a alguno de los apartados rincones del mundo hay otros mundos que piden que se les saque a la luz. Los retratos son animales enjaulados, feroces pero inocuos tras las rejas. Gritan hasta desgañitarse, pero basta volver la cabeza para dejar de oír sus lamentos.
Christian decide abandonar la profesión y se pasa a la realización de documentales. Una nueva extensión de su curiosidad, una extensión que une todas las anteriores —pluma, ordenador, cámara— y que finalmente le permite contemplar al animal en libertad. El primer documental lo realiza en 1986, Chile: los guerreros de la sombra, sobre el grupo rebelde MAPU Lautaro, que combatía al régimen fascista de Pinochet. Pero es al conocer El Salvador cuando parece haber llegado a la tierra que estaba buscando. El lugar donde ser realmente necesario, donde coincidía todo aquello que quería y para lo que había ejercitado a su propio ser. El Salvador. Un país atormentado por una larguísima guerra civil que el mismo Christian había podido documentar en 1980 junto al periodista Jean-Michel Caradec’h. Había sido el primer fotoperiodista que penetraba en la guerrilla. «Él se lo ha buscado». «Es culpa suya». «Quien juega con fuego al final se quema». De nuevo aquellos comentarios, de nuevo correctos, de nuevo pertinentes.
Pasan los años, se acumulan experiencias, uno se construye una coraza protectora, pero el enredo de las tripas siempre está ahí. Contar historias grabadas en película: ahora Christian las siente dentro de sí. Con los dientes y las uñas lo muerden y arañan desde su interior. Y cuando una historia se mueve dentro, son dolores para el alma, noches de inquietud, ni un momento de paz hasta que logras llevar a término la gestación.
El primer documental sobre El Salvador es de 1991. El nombre de Poveda recorre todo el país. Luego termina la guerra civil, se firman los tratados de paz. Son los años de una esperanza reencontrada y los años del retorno a la patria de muchos salvadoreños refugiados fuera de sus fronteras. De El Salvador, durante la guerra, han huido a Estados Unidos miles de chiquillos sin familia, con padres asesinados o madres que preferían tenerlos lejos y a salvo antes que en peligro y en la miseria en una tierra que la guerra civil estaba masacrando. También escapan desertores y ex guerrilleros. Es así como nacen las maras, las bandas salvadoreñas que toman como modelo a todas las demás bandas de Los Ángeles, afroamericanas, asiáticas y mexicanas. Son ellas las nuevas familias de los chicos de El Salvador que se forman y crecen en las calles californianas. En su origen son bandas de autodefensa para protegerse de las otras bandas que la toman con los nuevos inmigrantes. Muchos de los que forman las bandas recogiendo a chiquillos y adolescentes son personas que vienen de la guerrilla, o bien han sido paramilitares: no es de extrañar que la estructura de estas bandas y su modo de actuar recuerden a los métodos militares. Muy pronto las bandas mexicanas son derrotadas, y poco después las bandas salvadoreñas se escinden en dos grandes familias de mareros, que se diferencian por la calle que ocupan: la Mara 13 (es decir, de la calle Trece), más conocida como Mara Salvatrucha, y la Mara 18 (de la calle Dieciocho), nacida de una rama disidente. Luego, en El Salvador, la guerra civil llega a su fin. El país está de rodillas, la pobreza se extiende y para las bandas surge una oportunidad: volver a la patria. Para muchos es una elección; para otros, en cambio, el regreso lo decide el gobierno estadounidense, que se libra así de los pandilleros que ya han cumplido condena en sus cárceles.
Hoy las maras tienen células presentes en Estados Unidos, en México, en toda América Central, en Europa y en Filipinas. En El Salvador se cuentan cerca de 15.000 miembros, en Guatemala 14.000, en Honduras 35.000 y en México 5 000. Estados Unidos es el país con la mayor concentración: nada menos que 70.000 miembros. En Los Ángeles la Mara 18 está considerada la banda criminal más extensa. Ha sido la primera en aceptar en el seno de su grupo a miembros de etnias diversas y procedentes de distintos países. En su mayor parte son chicos de entre trece y diecisiete años. Este ejército de niños comercia sobre todo con cocaína y marihuana en la calle. No gestionan los grandes suministros, no son ricos, no corrompen a las instituciones. Pero en la calle garantizan dinero y poder inmediatos. Son el cártel del trapicheo al por menor, implicado también en otras actividades como extorsiones, robos de coches u homicidios. Según el FBI, las maras son la organización de bandas callejeras más peligrosa del mundo.
En el interior de las maras todo está codificado. Los signos con las manos, los tatuajes en el rostro, la jerarquía… Todo pasa por reglas que estructuran y crean identidad. El resultado es una organización compacta que sabe moverse con rapidez. El término mara significa «gente», «multitud». Remite a algo desordenado, pero en realidad estos grupos —gracias a las reglas y a los castigos que siguen a las infracciones— han sabido establecerse como socios de confianza de las organizaciones criminales mundiales. El origen del nombre de la Mara Salvatrucha es controvertido. Salvatrucho es el «joven combatiente salvadoreño», pero también es un término compuesto de salva, en homenaje al país de origen, El Salvador, y trucha, que significa «astuto». Para entrar en la banda hay que superar pruebas durísimas: los chicos son sometidos a trece segundos de una paliza violenta e ininterrumpida: puños, patadas, bofetadas y rodillazos que a menudo dejan al nuevo adepto sin sentido. Las chicas deben afrontar incluso una violación en grupo. Los reclutas son cada vez más jóvenes, y para ellos la regla de la vida es una sola: o la banda o la muerte.
Christian Poveda quería realizar un largometraje sobre las maras. Quería entenderlas. Vivir con ellas. Descubrir por qué chiquillos de doce años se transforman en asesinos, dispuestos a morir antes de cumplir los veinte. Y ellos le acogieron. Como si finalmente hubieran encontrado a alguien que podía explicar las maras. «¿No podía haberse quedado en su casa?». «¿Qué ha sacado?». «¿No piensa en los que tiene a su lado?». En cierto punto ocurre que estas preguntas ya no surten efecto, fastidian como una picadura de mosquito. Un poco de comezón y luego fuera, desaparecida para siempre.
Dieciséis meses dura la filmación de La vida loca. Durante casi un año y medio Christian sigue a las bandas criminales en busca de una respuesta a sus preguntas. Asiste a los rituales de iniciación, estudia los tatuajes de los rostros de sus miembros, está al lado de los hombres y mujeres de las bandas mientras se atiborran de crack y coca, mientras organizan un homicidio, mientras participan en el funeral de un amigo. Cada mara actúa con modalidades diversas según el país en que reside. «No es lo mismo», dice Christian, «vender drogas en el mercado central de San Salvador que venderlas en el Sunset Boulevard de Los Ángeles». Son vidas hecha de tiroteos, homicidios, represalias, controles de la policía, funerales y prisión. Vidas que Christian describe sin morbosidad. Habla de «Little One», una madre de diecinueve años con un enorme «18» tatuado desde las cejas hasta la barbilla. Habla de Moreno, de veinticinco años, que quiere cambiar de vida y se ha puesto a trabajar en una panadería montada por un grupo sin ánimo de lucro llamado Homies Unidos: pero la panadería cierra cuando su propietario es detenido y condenado a dieciséis años de cárcel por homicidio. Habla de «la Maga», otra joven madre también miembro de la banda, que ha perdido un ojo en un enfrentamiento. Christian la sigue durante las visitas y la operación para reemplazar su ojo dañado por uno de vidrio. Una operación inútil, no obstante, porque será asesinada a tiros antes de que termine el rodaje; sólo uno de los muchos miembros de la Mara 18 muertos durante la filmación del documental.
«¡Un loco!». «¡Un inconsciente!». «¡Un depravado!». Palabras al viento que Christian Poveda combate con otras palabras. «Gran parte de los miembros de las maras son víctimas de la sociedad, de nuestra sociedad», dice Poveda. Porque es la sociedad, es el Estado el que encuentra más fácil señalar con el dedo aquella violencia tan reconocible en lugar de brindar oportunidades. Los miembros de las maras tienen aspecto de escoria, de desecho, causan repugnancia. Es fácil considerarlos los enemigos públicos número uno. Es fácil infravalorarlos. Pero son actitudes que Poveda desmonta una por una con su trabajo.
He aquí el sentido último del trabajo de Christian. Tras la puerta de la violencia ostentada por las bandas él ha visto una senda inaccesible que conduce directamente a la fuente del problema. Para conseguir ver su firma en los periódicos o su nombre en los créditos de un documental le habría bastado con fijar el mal en la película, especular un poco. Pero Christian decide ir hasta el fondo. Quiere comprender de verdad.
Hasta el 2 de septiembre de 2009, cuando encuentran su cuerpo junto a su coche entre Soyapango y Tonacatepeque, una zona rural al norte de la capital de El Salvador, muerto de cuatro disparos en la cabeza. El preciado instrumental que poco antes había utilizado para algunas tomas no se ha tocado y está en el suelo allí cerca. «Ya lo decía yo». «Ha tenido lo que se merecía». «Por otra parte, había exagerado». Eso dicen las habituales voces ante su cadáver.
Por el asesinato de Christian Poveda, en 2011 serían detenidas y condenadas once personas, todas ellas miembros de la Mara 18. Luis Roberto Vásquez Romero y José Alejandro Melara han sido condenados a treinta años por haber organizado el homicidio; otro a veinte años por haberlo llevado a cabo materialmente. Otros miembros de la banda han de cumplir cuatro años de cárcel por haber encubierto el crimen.
Christian estaba seguro de que no corría ningún riesgo. Había entrado en el tejido conectivo de las maras, en su vida. Sabía que había encontrado un acceso seguro, se creía amigo de muchos de ellos. Pero tener una seguridad cuando se habla de las organizaciones criminales es un oxímoron, un error. En este mundo toda seguridad es mutable, en cualquier momento se puede transformar en su contrario.
En esta historia también la mala suerte tiene su papel. Parece, de hecho, que el ex policía Juan Napoleón Espinoza, bajo los efectos del alcohol, se encontró con un miembro de la Mara 18 y le dijo que Poveda era un informador y que había entregado los vídeos grabados a la policía de Soyapango. Entonces la banda se reúne y después de tres largas discusiones en la hacienda El Arbejal, en Tonacatepeque, decide condenar a muerte a Poveda.
Las voces sobre aquellos encuentros son muchísimas, orquestas de chivatazos, sinfonías de delaciones. Algunos miembros defienden a Christian diciendo que se ha comportado honestamente, que ha hecho bien hablando de las maras desde el punto de vista de las maras. Otros sienten envidia: se enriquecerá presentándose como el bueno contra nosotros los malos. Las mujeres lo defienden, mucho. O al menos eso parece. Los miembros más acreditados, los que habían aceptado ser filmados, están asustados por el éxito del documental. Hablan demasiado de él. Ha llegado a Internet. Así que quizá el poli Espinoza no ha mentido y Christian ha vendido los vídeos a la policía. Pero la impresión es que hay que castigar a quien ha hablado demasiado de las maras. Y a quien en cierto sentido ha abusado de ellas.
El 30 de agosto de 2009 el grupo toma la decisión de matar a Christian. En esos días está haciendo de «intermediario» para una entrevista que un periodista francés de la revista Elle quiere hacerles a las chicas de la banda. Por primera vez sus contactos le piden un caché de 10.000 dólares. A pesar de que eso no le gusta, Christian acepta de todos modos. La revista tiene dinero y puede permitirse pagar. Christian se reúne con Vásquez Romero en El Rosario. Pero poco después del mediodía Vásquez Romero se sienta al volante de un Nissan Pathfinder 4×4 gris y lleva al periodista al puente del río Las Cañas. Y allí lo matan. No logro imaginarme sus últimos segundos. Lo he intentado. ¿Al menos por un instante Christian habrá sabido que era una trampa? ¿Habrá tratado de defenderse, de explicar que matarlo era injusto? ¿O le habrán disparado en la nuca como unos cobardes? Un instante. Habrán hecho ademán de bajar del coche y en el momento en que accionaba la palanca para abrir la puerta le habrán disparado. No lo sé, ni lo sabré nunca. Pero no consigo dejar de hacerme estas preguntas.
Si aquel día el ex policía no hubiera bebido y no hubiera contado un montón de bolas, ¿Christian todavía estaría vivo? Quizá. O quizá no. Quizá lo habrían eliminado igualmente porque algunos miembros de la banda no estaban contentos con el modo en que Christian los había retratado en el filme. A pesar de que él les había asegurado que el documental no se proyectaría en El Salvador, circulaban algunas copias en versión pirata. Quizá lo habrían matado de cualquier modo porque la nueva cúpula de la Mara 18 pertenecía a una generación aún más violenta y cruel que la anterior, una generación que sólo se sentía viva matando, no importa a quién. Según Carole Solive, su productora francesa, el error de Christian fue quedarse en El Salvador aun después de haber acabado de rodar la película. Quizá había comprendido los mecanismos de mediación entre las dos bandas rivales, la Salvatrucha y la 18, que intentaban ponerse de acuerdo. Y quizá conocer los mecanismos de esa mediación le condenó a muerte. Por más confianza que pudiera haber dado a aquellos chicos, Christian nunca se olvidó de seguir algunas medidas de seguridad básicas. Por ejemplo, tenía un teléfono móvil que sólo usaba para contactar con los miembros de las maras. Pero no fue suficiente.
Christian Poveda creía que el poder de las imágenes podía influir en los acontecimientos. Por eso trabajaba como fotoperiodista y documentalista. Dedicó todo su trabajo a situaciones políticas y sociales extraordinarias, realizando dieciséis documentales apreciados en los festivales más prestigiosos del mundo. A menudo busco La vida loca cuando voy a una librería, o en casas de gente mirando las pilas de DVD amontonados junto a los televisores. No la encuentro casi nunca. ¿Por qué has muerto, Christian? Me viene como una cantinela melodramática. ¿Por qué has muerto? ¿Tu vida habría tenido más sentido si ese documental estuviera presente en cada casa? No creo. No hay obra que pueda dar sentido y justificar un final con el metal metido en la cabeza. Tus últimas palabras son más elocuentes que cualquier epitafio: «El gobierno no tiene ni idea de a qué monstruo se enfrenta. Ahora la Mara 18 está llena de locos. Estoy muy preocupado… y triste».
Triste, sí.