Sueñas. Tu vida más informe, la más profundamente tuya. Dinero o sexo. Tus hijos y tus muertos que en el sueño vuelven a estar vivos. Sueñas que caes al infinito. Sueñas que te estrangulan. Sueñas que alguien al otro lado de la puerta quiere entrar o ya ha entrado. Sueñas que te encierran, nadie te libera, tú no lo consigues. Sueñas que quieren detenerte pero no has hecho nada.
No hay nada de auténticamente tuyo en los sueños ni en las pesadillas. Son tan iguales a los de todos los seres humanos que en Nápoles podrías utilizarlos para elegir qué números apostar a la lotería.[18] La policía, 24. La cárcel, 44. El ladrón, 79. El lazo al cuello, 39. La caída, 56. El muerto, 47. El muerto que habla, 48. La progenie, 9. El dinero, 46. Para el sexo tienes la incomodidad de tener que elegir. Por ejemplo: la que mira al suelo, 6, la vagina; el padre de las criaturas, 29, el pene; el calamar dentro de la guitarra, 67, cuando un hombre y una mujer se unen.
También los tengo yo, esos sueños. Cuando empiezan bien se convierten en pesadillas. Cuando son pesadillas ya desde el principio, tienen poquísimo de onírico. Son mis días que también se apoderan de la noche, los aproximadamente 2 310 días que llevo viviendo con escolta. He aprendido a olvidar los sueños. Cuando me despiertan, a lo sumo me levanto a tomar un vaso de agua. Luego me cuesta volver a dormir, pero las pesadillas ya las he echado abajo con unos sorbos. Todas, menos una.
Grito, sigo gritando, grito cada vez más fuerte. Nadie parece oírme. La variante de la pesadilla en la que querrías gritar y no te sale nada. Aquí no es que falte la voz, pero para los demás es inaudible. ¿Conoces ese sueño? Si quieres apostar por él, no sé bien qué número aconsejarte. Está el llanto, 65; el lamento, 60; el miedo, que es el 90. Pero no están previstos los gritos en la cábala de la ciudad donde se grita siempre. Prueba a apostar quizá por la boca, número 80. Yo no me juego nada porque aquello a lo que acabo de confiarme es la continuación más inmediata de la realidad en el territorio sustraído a la conciencia.
Escribo de Nápoles, hablo de Nápoles. Ella se tapa los oídos. ¿Quién soy yo, que ocupo espacio y escena para describir lo que no estoy viviendo? No puedo saber, no tengo derecho a hablar. Ya no formo parte del cuerpo de una ciudad-madre que acoge en su calidez suave y resplandeciente. Nápoles hay que vivirla, y punto. O estás o no estás. Y si estás fuera, ya no eres de Nápoles. Como algunas ciudades africanas o sudamericanas, Nápoles te da enseguida ciudadanía. Pero es una ciudadanía que pierdes cuando te marchas y pones distancia entre tu piel y tu juicio. Ya no puedes hablar de ella. Te está prohibido. Tienes que estar dentro; si no, recibirás siempre y únicamente una respuesta: «¿Y tú que sabes?».
Yo sé que en Nápoles el número más seguro al que apostar es siempre el 62, el asesinado. Sé que a esos asesinados la misma ciudad a menudo los trata casi como al 48, el muerto que habla, que es en lo que siento que me he convertido para ella. Los separa, los expulsa. Es gente que está fuera, en Scampia, en Secondigliano, en los otros municipios del norte arrollados por el conflicto desencadenado tras años de constante goteo de homicidios. Como Andrea Nollino, abatido en el acto por las ráfagas disparadas desde una moto cuando estaba abriendo su bar en Casoria. 26 de junio de 2012, 7.30 horas. O Lino Romano, que el 15 octubre de 2012 va a buscar a la estación a su novia que vuelve de la boda de una prima en Módena, de la fiesta que también él sueña con poderle ofrecer pronto. Acompaña a Rosanna y sube a casa para saludar a sus padres. Apenas se marcha llega enseguida el estruendo de los disparos, muy cerca, justo debajo en la calle. Lino resulta muerto mientras ponía en marcha su coche para unirse a los amigos del fútbol sala. 21.30 horas. Lluvia, la oscuridad de la noche, su Clio negro como no hay muchos. Quizá también tú conduzcas uno, pero tú no estás prometido con una chica del barrio de Marianella, un conglomerado de feos edificios situado en la línea de fuego entre los barrios de Secondigliano y Scampia.
Te parece una película que ya has visto, un relato que ya has escuchado. Has leído la historia de un muchacho de nombre casi idéntico, Attilio Romanò, asesinado en la tienda de telefonía donde trabajaba. Has visto cómo venden la coca en las «Velas»,[19] cómo matan sin dar al gesto la menor potencia dramática, cómo se traicionan unos a otros. Te ha causado impresión la escena donde se ejercita a los niños a que les disparen. Ahora ya no tienen en torno a los diez o doce años. Ahora son ellos quienes disparan y mueren.
Pero tú ya has dado, yo ya he dado. Has leído mi libro, has visto la película que han basado en él. Es culpa mía si ahora sigo gritando y tengo la sensación de que ya nadie está dispuesto a escucharme. Culpa mía si la ubicación de los artículos que sigo dedicando a la sangre en los mercados de la coca se desliza hacia abajo en el periódico. Culpa mía si en mi página de Facebook los estatus más clicados y compartidos se refieren desde hace tiempo a asuntos distintos de las dinámicas que se estrellan a las puertas de Nápoles. No se puede mantener despierta la atención durante tantos años sobre el mismo escenario, hay otras cuestiones que parecen más importantes o sencillamente nuevas. Culpa mía si niegan el permiso para rodar in situ la serie de televisión inspirada en Gomorra, protestando con la pancarta SCAMPIAmoci da Saviano («Escapemos de Saviano»), y carteles pegados por todas partes que claman: «¡Quien especula sobre Nápoles es el culpable de todo!». He rociado con sangre de Nápoles los oídos de medio mundo, pero en Scampia nada ha cambiado. Por lo tanto, culpable, culpable de todo. Culpable de los nuevos sicarios que llevan en el cuerpo toda la crueldad de su jovencísima edad potenciada por la coca para dirigirse a matar al enésimo pariente de un afiliado al grupo rival. Culpable de los beneficios millonarios por los que todas esas vidas siguen siendo borradas. Hasta de las víctimas como Lino y Andrea.
En torno a ellos se ha unido todo el barrio e incluso una parte más extensa de la ciudad. Han gritado a miles su inocencia, no los han dejado solos, los han acompañado en el ultimo viaje consecuencia de la ultima injusticia. No es verdad que las guerras mafiosas sólo engendren miedo, cinismo, silencio e indiferencia. También engendran una empatía especial y primaria: porque te ves obligado a reconocerte en Lino, en Andrea, en Rosanna, en sus padres, hermanos, amigos y colegas. O porque a lo mejor también tú tienes algún primo que a su vez es primo de alguno de los «escisionistas» o de los «girados», como se denomina a uno de los grupos que se han escindido del cártel vencedor de la faida contra los Di Lauro. La próxima vez podría tocarte a ti. Podría haber sido tu hijo o tu hija aquel 5 de diciembre de 2012, cuando Luigi Lucenti, llamado «’o Cinese» («el Chino»), trató de salvarse de una emboscada refugiándose en el patio de la guardería Eugenio Montale de Scampia, mientras los niños estaban ensayando la representación de Navidad. Tenía que reabrir la zona de trapicheo de la llamada «Herradura»[20] de la Via Ghisleri, y lo han matado. Bastaba que hubiera ocurrido un poco más tarde, cuando los alumnos que no se quedan a comer son recogidos por sus madres y abuelas, y probablemente algún niño de la guardería habría muerto. Podrías haber perdido un hijo, una mujer, una madre. Así que te ha ido bien, sólo tienes que preocuparte de las pesadillas del pequeño, quizá del pipí que empieza a hacerse en la cama ahora que habías logrado quitarle el pañal. Sigues diciéndote que gracias al cielo no ha pasado nada, pero no basta. Y entonces, cuando se presenta la ocasión, logras encontrar la fuerza para reaccionar, para agruparte, para gritar junto a los demás que ha corrido la sangre de quien merecía vivir y no morir.
Esos gritos son de Nápoles, son por Nápoles. Es su cuerpo el que se compacta de nuevo en torno a la herida. Pese a todo, siento alivio al saber que esto sucede así en parte por un flujo de energía vital bombeado por una descarga de rabia y miedo, y no sólo por la contracción espasmódica mediante la que el intruso con el que te has atragantado acaba siendo expectorado. Pero la lógica por la que yo, que he hablado sin solucionar, sería culpable no sólo de algo, sino de todo, no pertenece a un horizonte tan distinto del que empuja a las personas a la calle a rebelarse. Es la lógica de quién está dentro y quién está fuera. Ese fuera y dentro no lo establece sólo el certificado de empadronamiento. Lo determina lo que sucede, lo que en esos lugares continúa ocurriendo desde siempre. Lo determina la experiencia de la faida. Sólo quien la vive puede entender, sólo quien la experimenta está incluido. La lógica de la guerra sabe protegerse haciendo levantar muros de defensa inexpugnables.
He tratado de encontrar un modo de convivir, por una parte, con la conciencia de que mis palabras sobre Nápoles resuenan con voz cada vez más débil por mucho que grite, y, por otra, con la más dolorosa, que llega de la propia ciudad, de que son rechazadas como ilegítimas. He pasado años estudiando y siguiendo en otras partes todo lo que había conocido en Scampia y Casal di Principe, para ampliar la perspectiva, para dar a mi obsesión todo el espacio del planeta, quizá intentando asimismo la única vía de huida posible para mí, la huida hacia delante.
¿Qué son los muertos por asesinato de Scampia y alrededores en comparación con los de Ciudad Juárez? ¿Cuánto vale el único supermercado de droga a cielo abierto de Europa con respecto a las operaciones de tráfico gestionadas por las familias de la Locride? Quizá un ’ndranghetista no se tomaría ni siquiera la molestia de responder. Los calabreses, como se deduce de numerosas conversaciones interceptadas, desprecian a los napolitanos. Gentes que se matan demasiado a menudo por demasiado poco, demasiado ruidosas, demasiado desordenadas. Capos que hacen alarde de coches y de mujeres, siempre emperifollados y vestidos de marca desde los zapatos hasta la camiseta interior. Clanes que en menos de ocho años se han cargado a sus buenas dos generaciones de hombres al mando.
Al más viejo de los cabecillas de esta nueva fase lo llaman «F4», abreviatura de «Figlio Quattro» («Hijo Cuatro»). Marco Di Lauro ha sucedido a Cosimo, Vincenzo y Ciro, todos ellos en la cárcel. Como prófugo se está revelando digno heredero de su padre Paolo: ningún error, perfil bajo, nada de drogas, sólo cierta pasión por los coches tuneados y por la higiene personal. Sin embargo, le espera ya una cadena perpetua que lo condena precisamente como instigador de la muerte de Attilio Romanò, acaecida el 24 de enero de 2005, apenas tres días después de la detención de su hermano Cosimo. F4 tenía veinticuatro años cuando se manchó de sangre inocente.
Luego vienen Rosario Guarino, de veintinueve, y Antonio Mennetta, de veintiocho, los jefes de los «girados», que no tienen siquiera un nombre de familia, sólo el del lugar desde el que partieron a la conquista: la Via Vanella Grassi, un callejón sin salida del casco antiguo de Secondigliano.[21]
Al primero lo apodan «Joe Banana» porque al parecer un amigo le dijo: «¡Eh!, te estás poniendo demasiado gordo. Comes demasiadas bananas, como Bud Spencer en la película». Al segundo lo conocen como «er Nino» (en versión romana dialectal) o «el Niño» (en una versión española que aquí resulta más exótica), y, a juzgar por lo que cuentan los arrepentidos, habría formado parte de un grupo de pistoleros de los Di Lauro durante la primera faida, para luego pasarse a los «escisionistas». Si esto es verdad, habría empezado a disparar inmediatamente después de haber alcanzado la edad requerida para la licencia. Aparte de eso, por el homicidio de otro capo de veintisiete años del mismo grupo ha sido detenido un adolescente de apenas diecisiete años, Alessandro, también él, hasta ese momento, perteneciente a la Vanella Grassi. ¿Quién sabe cuánto le habrán dado para matar, traicionar e ir a la cárcel con la certeza de que fuera alguien le esperará para matarle?
Tras la detención de Joe Banana y del Niño entre finales de 2012 y principios de 2013 todavía no está claro quién ha tomado el mando. Es probable que sean muchachos aún más jóvenes como Mario Riccio, de veintiún años, hijo de un camello de Mugnano, que ha hecho carrera casándose con la hija de Cesare Pagano, jefe del clan homónimo que junto a los Amato forma parte del núcleo originario de los «escisionistas». Dicen que es un sanguinario exaltado; quizá se deba en parte a su mala fama el hecho de que bajo su liderazgo el clan haya perdido hombres y territorio. O su coetáneo Mariano Abete, hijo del capo Arcangelo Abete, que durante un período de arresto domiciliario había decidido recuperar las zonas de venta de los Amato-Pagano, aumentando así la tensión dentro del grupo. Cuando va a ver a su padre, de nuevo en la cárcel, Mariano se lamenta por Ciro Abrunzo, asesinado en Barra por dos sicarios desde un ciclomotor probablemente perteneciente a los «girados», cuyo deseo de quedarse con todo ha reagrupado a los «escisionistas». Arcangelo le promete: «Lo vengaremos». Abrunzo había emparentado con los «escisionistas», pero no tenía antecedentes. Luego matan a Raffaele Abete, tío de Mariano, de modo que el muchacho tiene que organizar la venganza. Hasta que los carabineros encuentran una pared falsa y su madre se resigna: «Mariano está aquí detrás. Está desarmado, no le hagáis daño». El piso donde lo han detenido se encuentra justo sobre una de las zonas de trapicheo que los aliados de su padre han arrebatado a los Amato-Pagano y ahora tratan de defender de los ataques de la Vanella Grassi.
Oigo una carcajada que nace en el Aspromonte y, empujada por el viento hacia el Tirreno, llega hasta encima del Vesubio y desde allí desciende: «¡Pero miraos, vosotros que os dispersáis y reagrupáis por la Herradura, la Vela Celeste, las Casas Celestes, las Casas de los Pitufos, el Barrio Tercer Mundo![22] ¡Sois vosotros el Tercer Mundo, sois Colombia y México reducidos a dimensiones de pitufo!».
Y me duele. Me duele como todo lo demás, como la certeza de tener que irme de Nápoles y no poder hacer otra cosa que volver allí siempre con la mente y las palabras, aunque me desprecien más de lo que los calabreses desprecian a los napolitanos. Jamás me he movido de Nápoles. No sólo con el pensamiento, sino soportando el odio que sobre mí se vierte de continuo, incluso acogiendo los brazos que me estrechan para darme ánimo. Siempre estoy allí. Hablar de Nápoles es un poco como traicionarla, pero en esta traición yo encuentro un sitio. El único, por ahora, que me es dado.
Para mí, el dolor de la sangre que colma las plazas, el dolor de los nombres que prolongan las listas, es un dolor que no pasa por más que se sople sobre él con todo el aliento posible. Es un dolor que no sana ni siquiera si se cura con mercromina, ni siquiera si lo suturas. Me afecta, como nos afectan las cosas que provocan el dolor más profundo: nuestra carne, los hijos, la parte más intocable de nosotros. Como la muerte, que te afecta sólo a ti. Hasta que alguien o algo no me mate, no podré sino seguir jugando a mi número.