14. ÁFRICA ES BLANCA

La isla de Curazao, en las antiguas Antillas Holandesas y en la actualidad directamente dependiente de los Países Bajos, es perfecta para el turismo. Además de ofrecer las playas incontaminadas y los mares esmeralda característicos del Caribe, garantiza muchos meses de buen tiempo al año porque está fuera de las rutas ciclónicas. Un paraíso, en suma. También el Donald Duck Snackbar, en el suburbio de Fuik, en la parte meridional de la isla, es un paraíso. Pero para los narcotraficantes. Entre sándwich y caipiriña se habla de negocios. Últimamente las conversaciones tratan más que nada de las modalidades de transporte de la coca. Los controles se han endurecido y la fantasía tiene que crear otras nuevas. Es así cuando pasas años tras las huellas de los narcotraficantes, estudiando sus movimientos: acabas por ver las cosas no ya en función de lo que son, sino de lo que éstos podrían hacer con ellas. Ya no soy capaz de mirar un mapa del mundo sin ver rutas de transporte, estrategias de distribución. Ya no veo la belleza de una plaza en la ciudad, sino que me pregunto si puede ser una buena base para la venta al por menor. Ya no veo la playa dorada de arena finísima, sino que me pregunto si puede ser un buen punto de arribada para un cargamento importante. Ya no viajo en avión, sino que miro a mi alrededor y calculo cuántas mulas puede haber a bordo con el estómago cargado de bolitas de coca. Así razonan los capos del narcotráfico, y así he acabado por razonar también yo tratando de entenderlos.

Sucede hasta con los pañales. ¿Qué hay más inocente que un pañal para niños? Sin embargo, a mí me trae a la mente a la mujer de las Antillas que en 2009 fue detenida en el aeropuerto de Ámsterdam-Schiphol después de que la policía encontrara más de un kilo de droga escondido en el pañal de su hija de dos años. Hay bandas muy organizadas que utilizan a sus propios hijos para el tráfico de coca, insertando globitos de cocaína líquida dentro de los pañales. Fácil de transportar y de esconder, porque resulta más difícil de detectar por los rayos X. Pero tiene su contra: aunque es verdad que la coca es muy soluble, es igualmente cierto que el proceso de cristalización para hacerla vendible representa un coste adicional nada desdeñable. También las personas con discapacidad son bienvenidas. ¿Quién se atrevería a cachear a un hombre sin piernas sentado en una silla de ruedas? Nadie, a menos que el perro antidroga revele la presencia de coca en el bastidor de la silla, como le ocurrió a un joven dominicano en septiembre de 2011. Ejemplos de este tipo se pueden repetir hasta el infinito. Coca en las fundas de las guitarras. Coca bajo la sotana de un falso cura. Coca en el estómago de dos perros labradores. Coca en una partida de doscientas cajas de rosas rojas. Coca escondida en el interior de anodinos cigarros puros. Caramelos y galletas rellenos de coca. Coca disuelta en bolsitas de productos alimenticios. Coca líquida en condones cerrados con un nudo artesanal.

En Curazao hay una escuela. Los aspirantes a mulas vienen de todo el mundo. Los narcotraficantes les enseñan cómo empaquetar y tragar las bolitas sin hacerse daño: utilizarán su estómago como depósito en las travesías aéreas. Durante las primeras fases del adiestramiento las mulas se tragan grandes granos de uva, trozos de zanahoria o de plátano, luego condones llenos de azúcar en polvo. Cuando faltan dos semanas para la partida, la mula debe iniciar una dieta que regule su ciclo digestivo. El menú ha de ser ligero. Por otra parte, para expulsar las bolitas, de dimensiones similares a los cubiletes que contienen las sorpresas de los huevos Kinder, hay que entregarse a la fruta y la verdura. Una mula tarda dos horas en deglutir y depositar las bolitas en el fondo del estómago. Hace daño, mucho daño. Entonces la mula pasea, se palpa la barriga para hacerlas bajar, se ayuda con un poco de vaselina, a lo sumo con yogur. El estómago es un contenedor que hay que optimizar y hasta medio vaso de agua ocuparía un espacio. Un principiante logra ingerir de 30 a 40 bolitas, un profesional experto llega hasta a 120, pero el récord parece ser el de un hombre detenido en el aeropuerto de Ámsterdam-Schiphol en 2009 con 2,2 kilos de cocaína escondidos en 218 bolitas.

Cada bolita contiene de cinco a diez gramos de coca. Si se rompe siquiera una de las bolitas durante el vuelo, la mula morirá de sobredosis entre atroces dolores. Pero si llega a su destino, aquella cocaína, pagada a cerca de 3 000 euros el kilo en las Antillas, se venderá entre 40.000 y 60.000 euros el kilo según el país europeo donde se comercie. En la calle llegará hasta los 130 euros el gramo. Por eso los correos tienen que seguir unas reglas estrictas: antes de tragarse las bolitas toman fármacos como antieméticos, anticolinérgicos y antidiarreicos; y también durante el vuelo el menú ha de ser riguroso: leche, zumos, arroz. Desde el momento de la deglución la mula dispondrá a lo sumo de treinta y seis horas antes de expulsarlas y finalmente, como dicen los colombianos, coronar: en otras palabras, el cargamento ha llegado a buen puerto. Es un término que proviene del juego de las damas, exactamente de la fase en la que un peón alcanza la línea de base del adversario y es por ello «coronado», convirtiéndose en una «dama».

Europa necesita coca, mucha coca. Nunca hay bastante. El Viejo Continente se ha convertido en la nueva frontera de los narcos. Entre el veinte y el treinta por ciento de la producción mundial de cocaína pura acaba entre nosotros. De golpe la cocaína ha atraído a una nueva clientela. Si hasta el año 2000 su uso se limitaba casi exclusivamente a las capas privilegiadas de la población, ahora se ha democratizado. Los adolescentes, antes alejados de este tipo de consumo, hoy son la parte del mercado más apetecible. A los narcos les ha bastado, simplemente, diversificar la oferta e inundar el mercado europeo de cocaína bajando su precio. Hoy un gramo de cocaína cuesta en torno a los sesenta euros en las calles de París, frente a los ciento y pico de hace una quincena de años. Según el Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías, cerca de trece millones de europeos han esnifado coca al menos una vez en la vida. De ellos, siete millones y medio tienen una edad comprendida entre los quince y los treinta y cuatro años. En el Reino Unido el número de consumidores de cocaína se ha cuadruplicado en diez años. En Francia, la Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilícito de Estupefacientes estima que el número de consumidores se duplicó entre 2002 y 2006. Ahora el mercado se ha estabilizado, tiene sus consumidores y sus hábitos. El alma del comercio no es la publicidad, es el hábito. Es la creación de necesidades, tan asentadas en las conciencias que ya no se consideran necesidades. Con el hábito de la coca, en Europa ha nacido un ejército silencioso que marcha en apretadas filas, despreocupado y resignado, con una dependencia que se ha hecho costumbre, casi tradición. Europa quiere la coca, y los narcos encuentran todas las vías para hacérsela llegar.

Estoy sentado frente a Mamadu, un muchacho africano de rostro amable pero decidido. Me cuenta que en realidad tenía que llamarse Hope, «esperanza», pero luego sus padres descubrieron que aquel nombre, en otras partes del mundo, estaba reservado a las niñas. Nació cuando su país, GuineaBissau, experimentaba por primera vez unas elecciones pluripartidistas. En el horizonte se perfilaba un futuro incierto pero cargado de expectativas tras las heridas de la guerra civil y los repetidos golpes de Estado. Su familia, originaria de Bissorã, se había trasladado a Bissau, la capital. La historia se repite, el progreso obliga a sacrificar las propias raíces, la ciudad se convierte en el Edén con el que todos sueñan. Pero la esperanza con la que los padres de Mamadu querían bendecir el futuro de su hijo se ve traicionada de nuevo: guerra civil, golpes de Estado, atentados y pobreza endémica empantanan al país en una inmovilidad mortal. Mamadu aprende el arte de apañárselas, que desde la noche de los tiempos es la profesión con mayor número de empleados, y empieza a desarrollar la característica que muchos burócratas internacionales asocian a sus compatriotas: la resignación.

Pero desde hace cierto tiempo algo ha cambiado. Su continente se ha vuelto blanco. Se ha convertido en un importante punto de llegada para los narcotraficantes.

—Hoy tu país se encuentra en el centro del mundo —le digo. Mamadu se ríe y sacude la cabeza con simétrica lentitud—. Es verdad —insisto—, tu país comercia con uno de los productos más solicitados.

—¿Por qué me tomas el pelo, amigo? —contesta Mamadu, esta vez serio—. ¿Qué recursos? ¿El anacardo tal vez? ¿O las langostas?

En realidad Guinea-Bissau, como los países con los que limita, es lo que los narcotraficantes buscan. África es frágil. África está falta de reglas. Los narcos se introducen en esos enormes vacíos explotando instituciones vacilantes y controles ineficaces en los puestos fronterizos. Es fácil dar origen a una economía paralela y transformar un país pobre en un inmenso almacén. Un almacén para una Europa cada vez más dependiente del polvo blanco. Si a ello se añade el hecho de que a los ciudadanos de Guinea-Bissau, en virtud de su pasado colonial, se les permite entrar en territorio portugués sin visado, entonces sin duda el país de Mamadu está en el centro del mundo.

Mamadu me habla de aquel día de 2009 en que por casualidad pasaba por delante de la residencia del presidente de la República, João Bernardo Vieira. Al principio los disparos los había tomado por petardos, él, a quien le asustaban desde siempre, y se había vuelto en la dirección del ruido para mirar a la cara a los pequeños dinamiteros. Pero sólo había una muchedumbre que se dispersaba desordenadamente y dos coches que entre un chirriar de neumáticos circulaban haciendo eslalon entre los aterrorizados transeúntes. En el suelo yacía el cuerpo acribillado de un hombre desconocido. Sólo al día siguiente, echando un vistazo a los titulares de los periódicos, Mamadu descubriría que se trataba del presidente de la República. Muchos vieron en la ejecución del presidente la venganza, a manos de los militares, por el asesinato el día antes del jefe de estado mayor Batista Tagme Na Waie. Otros leyeron el atentado como una represalia de los traficantes colombianos arraigados en el país por la destitución del contralmirante Bubo Na Tchuto, jefe de la marina nacional, sospechoso de complicidad con los cárteles de la droga. Para Mamadu, simplemente, era otra herida más.

En 2007 la revista Time definió a Guinea-Bissau como una plataforma giratoria, una imagen que le viene que ni pintada. Un Estado sin Estado que acoge a los narcotraficantes y distribuye su mercancía. Es fácil si mar adentro tienes un archipiélago formado por ochenta y ocho islas donde hacer aterrizar pequeñas aeronaves cargadas de droga. Una zona franca para uso y consumo de los cárteles. Un paraíso terrenal prácticamente despoblado y cubierto por una vegetación exuberante, bordeado de playas blanquísimas y atravesado de pistas de aterrizaje improvisadas. Es a una de esas pistas donde llega el Cessna que cambiará la vida de Mamadu. Los Cessna son perfectos para este menester: son ágiles y vuelan a una altitud máxima de dos mil metros, evitando ser detectados por los radares. A bordo la droga se carga en cajas de fruta apiladas unas sobre otras y entre los intersticios de las planchas del avión. Los narcos no tienen miedo de los controles, casi inexistentes. Antes bien, como buenos empresarios, tratan de optimizar cada cargamento. La mercancía es descargada y transportada en tierra firme, desde donde toma el camino de Europa siguiendo tres grandes rutas: una vía terrestre, que pasa por la costa atlántica de Mauritania y Marruecos, o bien a través de las sendas saharianas, para subir hacia Turquía y llegar a los Balcanes; la clásica y más utilizada vía marítima, por medio de flotas comerciales de buques portacontenedores privados en los que se envían las grandes cantidades de cocaína, y finalmente el tráfico aéreo, en particular mediante correos o mulas que se tragan las bolitas llenas de droga.

—¿De mula? —le había preguntado Mamadu a Johnny.

—De mula, Mamadu. Haces un viajecito a Lisboa y luego vuelves. ¿No estás contento?

Quien así le habla —recuerda Mamadu— es un nigeriano con muchas horas de gimnasio que desde hace veinticinco años va y viene entre Abuya (Nigeria) y Bissau. Se hace llamar Johnny y es un viejo amigo de su padre; dice que puede echarle una mano. Los padres de Mamadu han vuelto a la aldea: si hay que morir de hambre, tanto da hacerlo junto a la propia familia, en el sitio donde uno ha nacido. Johnny está de pie con su falso traje Alexander McQueen, y mientras habla no deja de tocar a Mamadu: en los hombros, en los brazos, en el pecho… Es un vendedor, y sabe que para colocar su mercancía no basta con ser convincente, hay que crear un contacto. Mamadu está hipnotizado.

—¿Lisboa?

—Lisboa, Mamadu. Un vuelo de unas horas, luego te das una vuelta por el casco viejo, ligas con alguna turista y coges el vuelo de regreso.

Llevar la droga a Europa es más sencillo de lo que parece. Basta un vuelo regular, un pasajero y una cantidad indefinida de cocaína a salvo en envoltorios especiales en el fondo del estómago. Desde luego, ha ocurrido que durante el vuelo los envoltorios estallaran y la mula pasara horas de desgarradora agonía antes de aterrizar cadáver en Lisboa. Pero la mayor parte de los transportes acaban bien, en parte porque las modernas bolitas son resistentes a los jugos gástricos, hasta el punto de que para abrirlas, después de haber sido expulsadas, es necesario cortarlas con un cuchillo. Antaño se usaban preservativos, pero eso es ya prehistoria.

—¿Tengo que volar?

—¿Y cómo se llega a Europa, Mamadu? ¿Nadando?

Para los narcotraficantes, resolver los problemas de transporte es el más apremiante de sus retos empresariales. Para hacer llegar la cocaína a la costa occidental africana han invertido muchos millones de dólares en la construcción de una verdadera autopista, la A10, así llamada porque la ruta marítima viaja precisamente por el paralelo terrestre número 10. En la A10 el tráfico es siempre intenso, un constante vaivén del que sólo se ve la punta del iceberg gracias a las incautaciones más espectaculares. Como la del South Sea, un carguero interceptado por la marina española con 7,5 toneladas de cocaína a bordo. O como la del Master Endeavour, el gran buque mercante interceptado por la marina francesa con 1,8 toneladas de cocaína: los traficantes habían secado el depósito destinado a la reserva de agua potable, situado en la parte posterior del barco, para ocultar la preciosa mercancía. A veces, en cambio, los cargueros o los pesqueros anclan en alta mar frente a las costas africanas a la espera de que otras embarcaciones más pequeñas, como veleros, piraguas o barcos de cabotaje, lleven la coca a la orilla en varios viajes. Rutas comerciales transitadas día y noche, que el fortalecimiento de la vigilancia marítima y la multiplicación de las incautaciones récord han puesto en crisis, hasta el punto de obligar a los narcotraficantes a apuntar más alto, optando por aviones rápidos. El caso más asombroso es el de un Boeing 727-200 que aterrizó en una pista de emergencia en pleno desierto maliano y fue quemado in situ para no dejar rastro. Las investigaciones realizadas a raíz del hallazgo de la carlinga del avión llevaron a plantear la hipótesis de que los narcotraficantes estaban transportando cocaína y armas, y los islamistas radicales habían puesto a su disposición sus pistas clandestinas para llegar a Argelia, Marruecos y Egipto, proporcionándoles también jeeps y camiones. Desde allí, la droga habría tenido que subir a través de Grecia y los Balcanes hasta llegar al corazón de Europa. Hipótesis reforzada por varios descubrimientos realizados unos meses más tarde: el Boeing 727-200 se había matriculado en Guinea-Bissau, procedía del aeropuerto internacional de Tocumen, en Panamá, y tenía que atravesar Malí para abastecerse de carburante, carecía de autorización para volar y su tripulación llevaba documentación falsa, probablemente saudí. Ante la carcasa en llamas, todos los investigadores pensaron lo mismo: si los narcos pueden permitirse el lujo de deshacerse de un medio de transporte cuyo valor se estima entre 150.000 y un millón de dólares, ¿cuánta cocaína han logrado introducir? Baste pensar que un avión de esas dimensiones puede contener hasta diez toneladas de cocaína.

Convertirse en mula requiere preparación y firmeza de espíritu. Hay reglas que respetar y una severa disciplina que imponer al propio cuerpo. Mamadu aprende los secretos de la profesión en una sofocante tarde en el interior de una nave abandonada en un barrio de la periferia de Bissau. Johnny le había dicho que fuera con una maleta vacía. «¿Por qué vacía?», había preguntado Mamadu, sin obtener respuesta. En el centro del almacén hay una mesa larga y baja, sobre la que están alineados unos tubos algo más grandes que los de las archiconocidas aspirinas. Detrás de la mesa, como un chef que expusiera sus creaciones, Johnny hace una señal a Mamadu para que se acerque, le dice que se acomode en la silla de plástico que tiene delante y que se ponga la maleta sobre las piernas.

—Ábrela. Y dime qué contiene.

Mamadu abre los ojos de par en par y titubea.

—No tengas miedo. Ábrela y dime qué contiene —le apremia Johnny.

—Está vacía, señor.

Johnny sacude la cabeza.

—No —replica—, está llena. Tú eres un turista, y llevas contigo prendas de repuesto, tu ropa. Si alguien como yo siente curiosidad por saber qué contiene tu maleta, debes responder así. Ésta es la primera lección, la más importante.

Reglas. Quien hace de mula tiene que ser ante todo un buen actor. Un turista es perfecto. Pero mejor no tener sobrepeso. Demasiadas cápsulas de droga hinchan la barriga y los agentes de aduanas tienen una vista muy fina: los primeros en ser detenidos son hombres gordos que viajan solos y con equipaje de mano. Luego está el pago. Sólo y exclusivamente una vez efectuada la entrega. En el pasado demasiadas mulas decidieron darse la gran vida en Europa durante unos días con el dinero de los narcos y las cápsulas de droga. Por último está el entrenamiento físico.

—Me caes simpático, Mamadu. Para ti sólo productos de primera calidad. Miramos por la salud de nuestros empleados —le dice Johnny.

Mamadu es un novato pero no un estúpido, y suelta un suspiro de alivio cuando descubre que sólo tendrá que abrir la boca y no algún otro orificio de su cuerpo.

—Me caes simpático, Mamadu —le repite Johnny—: esta vez sólo usaremos la entrada principal.

El entrenamiento es muy sencillo: se empieza con un cubilete y se lucha contra el instinto de regurgitarlo. La operación se repite una y otra vez, hasta que la mula logra tragarse varias decenas y caminar como un joven turista africano fascinado por la vieja Europa. Mamadu está listo.

África es a México lo que un inmenso supermercado al mayorista de alimentos. La cocaína es como una de las epidemias que se han extendido por todo el continente africano a una velocidad de espanto.

África es blanca. El continente negro yace enterrado bajo una capa de nieve inmaculada.

Es blanco Senegal y el aeropuerto de Dakar, el Léopold Sédar Senghor. Estratégicamente es perfecto: no lejos de Europa, no lejos del mundo, gracias a sus conexiones con las capitales del globo. La coca tiene que moverse rápidamente, y aquí, en el blanco Senegal, encuentra la energía para hacerlo. Españoles, portugueses, sudafricanos: son sólo tres de las nacionalidades a las que pertenecían las últimas mulas detenidas en vuelos con salida o llegada en el aeropuerto Senghor. La técnica es siempre la misma; a saber: esconder la mercancía en los lugares más impensables como el doble fondo de las maletas. En cambio, cuando el cargamento es más consistente hay que usar barcos, como el Opnor, que en su vientre de hierro guardaba casi cuatro mil kilos de cocaína destinados a los mercados europeos antes de que en 2007 fuera interceptado por las autoridades en alta mar frente a las costas senegalesas. Porque también Senegal es una plataforma giratoria, capaz de acoger toneladas de coca que luego serán tratadas, almacenadas y redirigidas.

Es blanca Liberia. Y se han manchado de blanco las manos de Fumbah Sirleaf, hijo de la presidenta liberiana. Es él quien trabaja para la DEA estadounidense, quien contribuye a la caída de una organización que cuenta entre sus filas con capos africanos y narcos colombianos.

Es blanco Cabo Verde, la plataforma giratoria por excelencia. Las diez islas que componen su archipiélago tienden la mano a América Latina manteniéndose firmes en alta mar frente a las costas senegalesas. Es el paraíso de los narcotraficantes.

Es blanco Malí. Blancos son los proyectos de Mohamed Ould Awainatt, un empresario detenido en 2011 cuando era jefe de una organización que ha sabido explotar el desierto como una autopista hacia el norte. Jeeps y coca.

Es blanca Guinea-Conakry. Son blancas las operaciones de tráfico de Ousmane Conté, hijo del presidente que ha gobernado Guinea durante veinticuatro años, detenido en 2009 por narcotráfico internacional. En una entrevista en la televisión nacional, Conté admite entre líneas estar implicado en el tráfico de la droga, pero ha negado ser el cabecilla del narcotráfico guineano. También su hermano Moussa es detenido, y dos años después se inicia un gran proceso que verá implicados también a decenas de altos gerifaltes. Pero casi todos los imputados, entre ellos Ousmane Conté, serán exculpados. Corrupción e instituciones vacilantes. Por esos orificios se cuelan los narcos.

Es blanca Sierra Leona. Frágil, pobre, herida por la guerra civil hasta el advenimiento de la democracia en 2002. Era blanco el Cessna que en 2008 tenía que transportar ayuda médica y en cambio camuflaba más de medio quintal de cocaína.

Es blanca Sudáfrica, son blancas sus costas y blancos sus puertos, adonde llegan barcos desde América Latina. Son blancos los hábitos de este país, que con el aumento de la riqueza ha visto dispararse también el consumo interior.

Es blanca Mauritania. Blancas son sus pistas polvorientas donde aterrizan pequeñas aeronaves repletas de coca. Es la bisagra entre el océano Atlántico y el Magreb.

Es blanca Angola porque blanco es su vínculo con Brasil. Antiguas colonias portuguesas hermanadas por los envíos de coca transoceánicos. Aquí, como en el sur de África, buena parte del mercado de la cocaína está gestionado por los nigerianos, que ostentan un importante historial criminal y una de las estructuras más organizadas del mundo.

África es blanca.

Miro a Mamadu y pienso en cómo las historias individuales pueden reflejar el destino de todo un continente. Me dice que lo más difícil ha sido aprender a controlar el estrés. Inventarse otro yo, lo más parecido posible a los pocos turistas que ha visto en su corta vida. La conciencia necesita ser cristalizada en hábito, la rutina del gesto debe suplantar a la respuesta automática del instinto frente al peligro. Johnny le cita ante la comisaría de policía de Bissau. No le dice que lleve maleta, porque esta vez es Johnny el que se presenta con un elegante maletín. Cuando Mamadu está a pocos pasos de distancia, se lo entrega y le dice que dentro hay 5 000 dólares estadounidenses.

«Eres uno de tantos. Eres un joven con un maletín reluciente y lleno de dinero. Entras en la comisaría de policía, intercambias dos palabras con los agentes y luego sales, como si no pasara nada».

«Yo estaba seguro de que bromeaba», me explica ahora Mamadu; «si los agentes me hubieran pillado con un maletín lleno de dinero, ¿cómo lo habría justificado?».

Pero Johnny no bromea en absoluto. Está extrañamente serio, hasta la sonrisa conciliadora con la que suele andar por ahí se halla escondida tras sus apretados labios.

«Me di ánimo», cuenta Mamadu, «y recé para que fuera la última prueba que tenía que afrontar antes de empezar el nuevo trabajo. Crucé el umbral de la comisaría de policía».

Johnny es el exponente perfecto de la organización criminal más eficaz y fiable del continente africano: el hampa nigeriana.

El hampa nigeriana es una fuerza internacional que explota su arraigo en el territorio para desarrollarse en los cuatro puntos cardinales del globo. Si por una parte son grupos de tamaño medio o reducido a menudo constituidos a partir del círculo familiar y étnico, por otra las ramificaciones de sus intereses alcanzan los mercados más importantes de la droga. Es una mezcla perfecta de tradición y modernidad, que ha permitido a los nigerianos instalarse en todas las capitales africanas de norte a sur y expandirse más allá del continente en parte gracias a la experiencia acumulada con el comercio de heroína en los años ochenta. Los vuelos internacionales van llenos de mulas, y cuando eso no basta los traficantes nigerianos reclutan directamente al personal de vuelo. Luego llega la cocaína y los nigerianos se lanzan al nuevo negocio. Hay que abastecer Europa y los africanos están preparados. Tan preparados que empiezan a obtener la coca directamente de los países productores. Hoy su presencia en Europa es masiva y están solicitadísimos por los narcos colombianos y mexicanos, y por las mafias italianas. Uno de sus arquetipos es Peter Christopher Onwumere. Antes de ser detenido en Brasil en 1997, Onwumere había dado muestras de ser un auténtico narco internacional. Contrataba, compraba, organizaba los transportes y, sobre todo, cobraba. Los nigerianos son unos subcontratistas fenomenales y saben dónde encontrar carne de cañón, como Mamadu.

«No olvidaré nunca mi primer despegue», cuenta Mamadu. «El estómago se hunde, el aliento se corta. El pasajero sentado a mi lado sonríe paternal cuando me ve juntar las manos en una plegaria, no sabe que sólo estoy suplicándole a Dios que no haga estallar una de las sesenta bolitas que llevo en el cuerpo. Es un vuelo de la Royal Air Maroc, con escala en Casablanca, y luego de allí a Lisboa. Me digo que en unas pocas horas todo habrá acabado. No logro dejar de pensar en lo dolorosa que será la expulsión de los cubiletes, o en cómo sobrevivir un día entero en una capital europea desconocida. Los ojos se posan ansiosos en los turistas que suben en Casablanca. Pienso que si tuviera un cartel al cuello que llevara escrito: “Soy un correo de la droga”, quizá sería menos reconocible entre esos hombres y mujeres en pantalón corto y chanclas, sonrientes y despreocupados con sus cámaras de fotos al cuello. Luego, como un relámpago, un pensamiento inesperado ahuyenta el miedo. ¿Son éstos los consumidores de la droga que llevo dentro? ¿Son mis clientes? Y entonces empiezo a mirar de forma distinta al desconocido de la fila central, un tío gordo que usa la barriga para recostar los brazos cruzados en ella. La mujer que está a su lado, también entrada en carnes, está agobiándolo con palabras que deben de ser importantes, pero él no se da por aludido, o bien se ha adormilado. Me vuelven a la mente las palabras de Johnny sobre los efectos de la cocaína e imagino que las dos fases principales deben de ser éstas: la euforia y el olvido».

Me impresiona la conciencia de este chico, su capacidad de ver.

«He hecho diecinueve viajes de Bissau a Lisboa, Madrid y Ámsterdam. Se puede decir que tengo un trabajo a tiempo indefinido, al menos hasta que me pillen o que un cubilete más frágil que los demás se abra dentro de mí. Ya he entendido que soy un recurso sacrificable. Y es por eso por lo que los jefes confían en gente como yo, aunque la cantidad de mercancía que puedo transportar es mínima. Pero así también el riesgo es mínimo. Si me detienen, al día siguiente habrá enseguida otro preparado».

Mamadu no ha visto su primer dinero hasta después de tres viajes. Cada vez Johnny le daba largas, le decía que no llevaba efectivo encima y que, si Mamadu seguía siendo así de eficiente, en poco tiempo aquella calderilla no sería más que un pálido recuerdo. En compensación, de vez en cuando Johnny le ofrece una raya, justo una esnifada, porque dice que se debe conocer el producto con el que se comercia. Un poco de polvo blanco te da la energía para afrontar la aduana y las miradas avispadas de las mujeres europeas. No es que Mamadu necesite la coca; ha perfeccionado su mimetismo: ahora es africano hasta Casablanca y turista el resto del trayecto. El turista no tiene nacionalidad, es una actitud, y en ese punto poco importa el color de la piel, los ojos enrojecidos, la ropa arrugada. El miedo del primer viaje se ha disuelto en la rutina. Ni siquiera las noticias del endurecimiento de los controles o la creciente marea de incautaciones le afectan. Sin embargo, los países europeos hace años que enseñan los dientes para detener la venta constante de coca. Los gobiernos han decidido golpear en el corazón del tráfico ilícito, la lista de detenciones e incautaciones aumenta de día en día. Pero para Mamadu sólo son hechos y nombres que no le conciernen, como no le concierne el nuevo método ideado por algunas mulas: impregnarse la ropa de cocaína líquida. Ya expulsa los cubiletes como si fueran galletas. Y además no puede parar precisamente ahora. Johnny le ha dicho que en su próximo vuelo trabaja una azafata que forma parte de la organización, se ocupa de facilitar el trabajo a las mulas.

«Es una tía maja», le ha apuntado Johnny, «y parece que acaba de dejarlo con su chico. Podrías invitarla a salir».

«He echado cuentas», me dice Mamadu. «A la trigésima entrega debería haber ahorrado el suficiente dinero para ofrecerle una cena en un restaurante elegante de Lisboa».