13. RUTAS

Echo de menos el mar. Las playas donde pasaba mis veranos, demasiado abarrotadas y sucias, rebosantes de las voces de los vendedores ambulantes que ofrecían coco, rosquillas, mozzarella, bebidas, granizados. Las madres que gritaban llamando a sus hijos, las radios a todo volumen que transmitían el partido y las canciones de los neomelódicos, las pelotas que aterrizaban sobre la toalla, ensuciándola de arena, o le daban en la cabeza a la persona más inoportuna. Flotar en el agua turbia, ya caliente como la de la bañera, estar en remojo durante siglos. Hasta echo de menos la piel quemada, el contacto con las sábanas, ignorar los escalofríos, no poder pegar ojo hasta tarde. La nostalgia te gasta esas bromas, te hace añorar lo que bien mirado no querrías revivir jamás.

Añoro más todavía el mar que más adelante pude surcar en pequeñas barquichuelas. Me gustaba ganarme algo de dinero de ese modo; la respiración me cambiaba cada vez que la costa se alejaba y ya no había más que la extensión azul, el olor a sal, el tufillo de las redes y de la nafta. Si el mar se encrespaba, yo empezaba a sentirme mal, a menudo vomitaba. Pero ahora también éste es un recuerdo preciosísimo, demostración de que yo realmente he ido por el mar, una prueba que todavía llevo en el estómago.

Me crié con libros sobre el mar. Me fascinaba el catálogo de naves de la Ilíada, y la Odisea la percibía instintivamente ya desde niño como exploración del perímetro del conocimiento humano. Un hombre astuto y valeroso, uno entre todos, lo había circunscrito en su origen. Descubrí y nunca he dejado de amar los tifones y las bonanzas que ponen a prueba a los capitanes de Joseph Conrad, me perdí tras la caza obsesiva de Moby Dick, demonio del alma humana encarnado en un cachalote. Por entonces iba a favor del gran cetáceo o me identificaba con Ismael, el único superviviente al naufragio del Pequod para asumir la tarea de contar la historia. Ahora sé que tengo la misma obsesión que el capitán Ahab. Mi ballena blanca es la coca. También ella es inaprensible y también ella surca todos los océanos.

El sesenta por ciento de la cocaína incautada en los últimos diez años ha sido interceptada en el mar o en puertos. Lo dice un informe de la ONU con un título conciso pero evocador: El mercado transatlántico de la cocaína. El sesenta por ciento es mucho, muchísimo. Porque también se hacen batidas en todas las demás vías de transporte, constantemente. La frontera entre México y Estados Unidos, el mayor consumidor de la sustancia blanca en el mundo, es un colador. No hay un solo instante en que alguien no la atraviese con la coca en los pañales del lactante o en la tarta que la abuela les lleva a sus nietos. Cerca de veinte millones de personas la cruzan cada año, más que ninguna otra frontera del planeta. Los estadounidenses logran controlar a lo sumo una tercera parte de sus más de tres mil kilómetros, aun con 500 kilómetros de valla, helicópteros, sistemas infrarrojos… Todo esto tampoco detiene el flujo de inmigrantes clandestinos que se arriesgan a morir en los desiertos y engordan a los coyotes, los contrabandistas de seres humanos controlados por los cárteles mexicanos. Antes bien, ha creado una doble fuente de ingresos: si no tienes los 1 500-2 000 dólares necesarios para pagar al coyote, puedes compensarlo metiendo coca en el equipaje.

Imposible controlar a todas las personas, los coches, las motos, los camiones, los autocares gran turismo que hacen cola en los cuarenta y cinco pasos oficiales. Pasan automóviles preparados de las formas más sofisticadas y simples botes de café o paquetes de guindillas capaces de engañar con su fuerte olor a los perros. Los narcos adhieren la coca con imanes bajo los coches que han obtenido el permiso para atravesar la frontera por un carril rápido, convencidos de que el mejor correo es el que no es consciente de serlo. Una vez pasada la frontera, encuentran el modo de recuperarla. La catapultan desde el desierto de Sonora al de Arizona salvando la valla gracias al uso de máquinas leonardianas reformuladas. La hacen volar de noche en alas delta teñidas de negro como murciélagos de pesadilla o batmóviles: 2 000 dólares para el piloto y peligro de muerte si la carga que hay que dejar caer al otro lado de la frontera se desengancha mal, desequilibrando la aeronave. Cerca de Yuma, en Arizona, encontraron a un hombre que se había estrellado en un campo de lechugas. La mitad de la cocaína que transportaba, que había quedado pegada en su jaula metálica a una de las alas, dejaba claro que no se trataba de un accidente propio de un deporte de riesgo.

Lo mismo vale para el transporte aéreo. En todo el mundo, en cualquier momento, hay alguna mula que se sube a un vuelo comercial. Y en el mismo instante docenas y docenas de contenedores declarados con una mercancía completamente distinta son estibados en el vientre de un avión de carga.

Sin embargo, todo este movimiento perpetuo, este frenesí ubicuo y polvoriento, no logra acercarse siquiera a la cantidad de coca transportada por mar. En Europa el porcentaje todavía aumenta: el setenta y siete por ciento de 2008 a 2010. Y el mercado europeo de la cocaína casi está alcanzando al de Estados Unidos. El mar es el mar. Los océanos representan más de la mitad de la superficie terrestre, otro mundo. Si quieres trabajar en el mar, tienes que someterte a su ley y a la ley de los hombres del mar. «En el mar no hay tabernas», se dice en mi tierra. Ni tampoco móviles que funcionen, comisarías de policía, salas de urgencias. O mujeres celosas, padres ansiosos, novias cuyas expectativas no querrías defraudar nunca. Nadie. Si quieres evitar convertirte en cómplice, aprendes a mirar a otro lado.

Eso lo saben muy bien quienes organizan los transportes de droga por mar. Y también saben que entre los marineros los hay bien retribuidos y que quieren ganar más, pero también un número cada vez mayor de personas que trabajan en negro, mal pagadas. Sin embargo, no es ésta la principal razón por la que la coca sigue viajando predominantemente a través de las aguas del Atlántico. Para desplazarla en cantidades enormes, hasta una decena o más de toneladas por cada cargamento, se requiere por fuerza una gran nave. Esto hace más ventajosa la compra y abarata los costes de transporte amortizándolos, como ocurre en cualquier otro sector de la importación-exportación, por más que haga aumentar también el riesgo de la empresa. Transportar a ultramar el cargamento del modo más seguro: ésta es la única regla del narcotráfico por mar. Un axioma tan sencillo en la teoría como generador en la práctica de una búsqueda incesante de nuevos medios, nuevas rutas, nuevos métodos para desembarcar las partidas y nuevos cargamentos de cobertura para ocultarlas.

Todo cambia, todo debe adaptarse con rapidez. El mundo es como un cuerpo único al que irrigar constantemente con el flujo de cocaína. Si una arteria se ve obstruida por unos mayores controles, hace falta encontrar otra enseguida. Así, si antaño la coca partía sobre todo de Colombia, en los últimos años más de la mitad de los barcos con destino a Europa han zarpado de Venezuela; luego del Caribe o de África occidental y de Brasil. El país que ostentaba el narcomonopolio ahora ha descendido al quinto puesto de la clasificación.

España sigue siendo el punto de entrada por excelencia: hacia ella se dirigía casi la mitad de la cocaína incautada en 2009. Holanda se ha visto superada hace poco por Francia. Pero el dato estadístico se revela extravagante si se coteja con un mapa geográfico. Se basa, de hecho, en incautaciones producidas en gran parte en el mar, o bien mar adentro en las Antillas Francesas, o bien en el curso de alguna escala frente a las costas africanas. En cualquier caso, desde que las rutas hacia la tradicional plaza fuerte del norte de Europa han empezado a estar mejor controladas, las reacciones de los narcotraficantes no se han hecho esperar. Del puerto de Rotterdam, los cargamentos se han desviado al de Amberes, lo que ha tenido el efecto de duplicar las incautaciones belgas. En Italia, del puerto de Gioia Tauro, ahora más controlado, se han replegado a los de Vado Ligure, Génova y Livorno, o se han desplazado de Nápoles a Salerno. El transporte de la coca se parece a un dominó. Si tienes que desplazar una ficha, luego hay que recolocar también las otras. Todo se modifica, pero a partir de una lógica férrea, de un diseño perfectamente racional.

La historia de un viaje de la coca se escribe a partir del final. Es el destino el que determina los detalles y la trama. Cambia mucho si la arribada al continente puede hacerse mediante el transbordo desde la nave nodriza a embarcaciones más pequeñas y ágiles, capaces de atracar en cualquier parte, o si el barco tiene que deshacerse de su fruto secreto en un puerto, después de haberse sometido a los controles aduaneros. En el segundo caso es indispensable ocultar perfectamente la mercancía dentro de otra; en el primero se puede elegir un cargamento de cobertura menos sofisticado, o incluso prescindir de él. Nave nodriza: el narcotráfico reaviva la fuerza metafórica del léxico marítimo. Lo mismo ocurre con el uso del término español tripulantes; derivado del verbo tripular, que en el uso normal significa «conducir» o «guiar», en este caso no tiene por qué coincidir necesariamente con el conjunto de la tripulación de la nave: los «tripulantes» de la cocaína son los que tienen que «conducirla» sana y salva a su destino. A veces son marineros corruptos u otros miembros de la tripulación del barco, a veces hombres de los cárteles que se embarcan en una nave no comprometida para hacer de guardianes de su cargamento oculto.

Puede que los traficantes hayan comprado la nave nodriza, como en el caso del Mirage II, o que sólo lo hayan tomado en alquiler comprando la complicidad de los «tripulantes». También puede coincidir con un carguero de línea regular como los de Maersk Sealand utilizados por Fuduli o con un barco de crucero, donde la compañía naviera y las empresas que exportan legalmente —a menudo grandes multinacionales— son completamente ignorantes del precioso parásito hospedado dentro de los contenedores estibados a bordo. En ese caso se habla de «cargamento ciego».

El transbordo en alta mar ofrece varias ventajas: mayor flexibilidad, planificación menos compleja y a menudo menos costosa, y por lo tanto más rápida de organizar. Cuanto antes se ponga en venta la coca, antes se transformará la inversión en beneficio. Parece que siga siendo éste el método más extendido para hacer llegar la cocaína a Europa, a juzgar por las incautaciones de cargamentos con destino a España o efectuadas frente a las costas de África occidental. Hay que tener en cuenta, no obstante, que en general se trata de tránsitos algo menos herméticamente ocultos, y en consecuencia más fáciles de interceptar.

Los cárteles mexicanos han creado una variante del transbordo que refleja su gusto barroco por el despilfarro destructivo, pero que también constituye una táctica astuta y funcional. El narcoamaraje, para empezar, es una manera rápida de embarcar cocaína evitando pasar por los puertos controlados. Cogen un vehículo, lo atiborran de coca, le hacen hacer su último viaje hasta lo alto de un acantilado, abren las ventanillas y lo echan precipicio abajo. Puede ser una camioneta o un todoterreno de los modelos preferidos por los propios narcos, tipo Grand Marquis o Cherokee. Ambos se mantienen a flote el tiempo necesario para recuperar el cargamento que haya quedado en el interior del habitáculo. Sin embargo la mayoría de los paquetes, protegidos dentro de celofán, pueden recogerse con más comodidad cuando afloran a la superficie. Luego los hombres, que han llegado en una balsa o una lancha motora, desembarcan la coca directamente en su destino o la transfieren a un barco más grande. Pero todo esto tiene que producirse sin tropiezos. De modo que los narcos recurren a una de sus técnicas de bloqueo para cerrar el acceso a la zona donde se está realizando el narcoamaraje. El narcobloqueo es una acción de espectacular violencia que generalmente coincide con una represalia, una emboscada o un acto de guerra cualquiera. Varios comandos armados actúan en distintos puntos de la misma carretera o incluso de toda la red viaria, secuestrando tráilers u obligando a la gente a bajar de un autobús. Atraviesan los vehículos en la calzada, revientan los neumáticos a tiros, los rocían con bidones de gasolina y les prenden fuego. Con ello consiguen dos fines: llegar a su objetivo sin interferencias de las fuerzas del orden o del grupo rival y sembrar el terror.

Para recuperar el cargamento amarado a menudo hace falta mucho menos. Basta incluso un bloqueo móvil, con coches que se meten en dirección contraria provocando accidentes u obstruyendo de otras formas el tráfico en las arterias próximas al lugar donde se está realizando el transbordo, la misma táctica utilizada para favorecer la fuga de un capo. En ambos casos el narcobloqueo sirve también como distracción, puesto que la policía deberá intentar acudir a donde dicho bloqueo se produce; y mientras tanto hasta los últimos paquetes de coca saldrán a flote tranquilamente y se podrán subir a bordo.

Los cárteles mexicanos y colombianos demuestran su poder ilimitado a través de un tipo de nave nodriza que actualmente sólo adoptan ellos de manera sistemática: el submarino. Cada aspecto de su poder se ve resumido y simbolizado en esas embarcaciones tan fantasmagóricas como eficaces: poder económico, militar, incluso poder de control geopolítico. Hoy, en las aguas del océano Pacífico entre Colombia y México, y ahora incluso en las rutas más vigiladas desde el Caribe hasta mar adentro frente a las costas de Florida, circula una cantidad difícilmente imaginable de sumergibles y semisumergibles abarrotados de toneladas de coca. Estos últimos emergen a la superficie unos setenta centímetros, dejando al descubierto sólo un metro cuadrado de su estructura, y toman aire por una tobera para alimentar el motor diésel. Pueden recorrer hasta 5 000 kilómetros. Los submarinos propiamente dichos viajan durante todo el trayecto hasta a treinta metros de profundidad, emergiendo sólo de noche para recargar las baterías del motor. Basta una tripulación que va de un mínimo de dos hombres a un máximo de una docena para guiar un sumergible o semisumergible, pero ésta es una tarea que requiere mucho más que un adiestramiento adecuado. De hecho, los llaman ataúdes. Por dentro son tan bajos y estrechos que hay que manejarlos acostados, sufriendo un calor que sugeriría otros apodos, como «cama de bronceado sin interruptor de apagado». Pero sobre todo no es improbable que se conviertan en ataúdes en absoluto metafóricos. Nadie puede saber cuántos de ellos se han hundido en las profundidades abisales junto con su cargamento y un puñado de hombres llorados sólo por alguna que otra esposa de marinero sudamericano que cuenta menos que cero. En compensación, la coca que es posible cargar puede alcanzar las diez toneladas. De ahí que las autoridades estadounidenses estén cada vez más inquietas. Los submarinos no dejan casi rastro, aparte de una estela en las pantallas de radar, un evento nunca claramente imputable a una embarcación que viaje bajo el agua. Además, los tradicionales medios de transporte de los narcos —motoras, pesqueros, lanchas rápidas— sólo cuentan con una décima parte de la capacidad de carga de los submarinos.

Los servicios antidroga y de inteligencia temen que esté ocurriendo algo parecido a cuando las compañías aéreas empezaron a abandonar los viejos Boeing para pasarse a los Airbus, antaño aeronaves de vanguardia con un coste insostenible para el tráfico normal. Los submarinos se están haciendo económicamente accesibles para los cárteles y, por lo tanto, se están convirtiendo en su flota. Entre 2005 y 2007, en las costas del Pacífico, la marina colombiana se incautó de dieciocho, identificó casi treinta y calculó que había cerca de un centenar. Pero su difusión no debe reducirse a una simple cuestión de costes. El aspecto más interesante es que para los narcosumergibles se está repitiendo el guión siempre invariable del progreso tecnológico. El pionero no podía ser otro que Pablo Escobar en persona. Él mismo se jactaba de poseer dos submarinos en su inmensa flota naval. La innovación terminó por verse estimulada asimismo por el irracional deseo de emulación de un ejemplo legendario, por la voluntad de demostrar que uno está a la misma altura porque es capaz de igualar o superar su poder y riqueza. Las ocasiones más concretas llegaron, sin embargo, cuando los mafiosos rusos empezaron a establecerse en Miami y a ofrecer las grandes piezas de los arsenales soviéticos a los colombianos.

Para todas las fuerzas estadounidense involucradas en la «guerra contra la droga», durante casi una década los sumergibles de los narcos serán como el Holandés Errante: fantasmas cuya estela evanescente persigues sin lograr atraparlos. Hasta el punto de sospechar que quizá no fueran justamente más que leyendas, nuevas supersticiones marineras, mitos del mar. Pero en 2004 asestan el golpe decisivo al cártel del Norte del Valle, la organización que en Colombia ha logrado imponerse tras la decadencia de los cárteles de Medellín y Cali. Detienen a un centenar de miembros, de los que serán extraditados a Estados Unidos los peces gordos, empezando por el padrino Diego Montoya, llamado «el Ciclista». Se incautan de varios millones en efectivo, lingotes de oro, artículos de lujo y propiedades por un valor de 100 millones de dólares. Y finalmente se hacen también con un submarino: un sumergible de fibra de vidrio construido por los propios narcos, uno de los que les permitían llegar hasta las costas californianas. No está del todo claro si los hombres del cártel habían logrado descifrar los códigos de la marina estadounidense, o si para evitar ser interceptados habían recibido el soplo de un almirante colombiano a su disposición, la hipótesis más probable.

Todavía hoy se construyen narcosumergibles en astilleros ocultos en la jungla sudamericana. Nadie sabe cuántos submarinos han fabricado los narcos, ni quiénes y cuántos son los que los ensamblan y prueban, ni qué afluentes del Amazonas o qué afluentes de los afluentes se utilizan para llevarlos hasta el mar, o cuántos hay hundidos en el océano con su tripulación. Nadie sabe cuántos han sido hundidos para evitar su incautación, y cuántos, en cambio, han llevado a término su viaje. Pero hay otro aspecto increíble. Todo este derroche de fuerzas, medios y dinero se prodiga para la construcción de algo que a menudo desempeña la función de un artilugio maniobrable de usar y tirar. O quizá sea mejor decir que los narcosumergibles más modestos se parecen a aquellas especies animales cuya vida coincide con unos poquísimos ciclos reproductivos. Tras aligerarlos de su carga unas cuantas veces, se deja que se hundan. La tripulación regresa en avión. Millones y millones de dólares literalmente echados a pique.

Unos dos millones concretamente valía el semisumergible descubierto en el verano de 2008 por la marina mexicana en las aguas del Pacífico a la altura de Salina Cruz, en el estado de Oaxaca. La extraña mancha verde avistada resultó ser una embarcación ahusada de diez metros de eslora, abarrotada con casi seis toneladas de cocaína. Colombiana era la mercancía, colombianos los cuatro marineros que bajaron a tierra entregándose sin oponer resistencia. Pero el destinatario de la mercancía era mexicano. Alberto Sánchez Hinojosa, llamado «el Tony», uno de los lugartenientes del cártel del Golfo tras la captura de Osiel Cárdenas Guillén, fue detenido unos dos meses después en el estado meridional de Tabasco.

Los modelos más recientes y sofisticados son, en cambio, sumergibles propiamente dichos, de dimensiones ligeramente mayores y capaces de llegar sin problemas desde América Central hasta California. Hasta ahora sólo se han capturado tres de ellos, pero el hecho de que esos tres se hayan interceptado en breve tiempo hace pensar que hay muchos más que han entrado en servicio.

La única tentativa de exportación al Mediterráneo conocida hasta ahora ha tenido un resultado tragicómico. Dos españoles de dudosa reputación ponen el dinero; un «ingeniero» pone una cabaña en la que construir un semisumergible sin demasiadas pretensiones, de nueve metros de eslora y tripulado por una sola persona. Todo ocurre en 2006 en Galicia, el puerto de arribada más popular para los transbordos de coca en Europa. Los tres logran contactar con la gente adecuada, personas por las que sienten un temor reverencial: los colombianos, a quienes ceden su creación casera por la módica cifra de 100.000 euros. Al parecer los narcos quieren usarla en la descarga de una nave nodriza y el «ingeniero» debe entregar su joya directamente al final del viaje de prueba. Pero el submarino empieza a descontrolarse y al aprendiz de brujo le entra el pánico. Tiene tanto miedo de morir ahogado en el Atlántico como de los compradores a los que ha vendido una chapuza. Entonces piensa que el único modo de salir airoso es salvar el pellejo y luego poner de inmediato el submarino en las manos del enemigo, a fin de poder explicar a los narcos que ha sido la policía la que lo ha interceptado. Pero tampoco ésta cae en su trampa. Los investigadores esperan a que el «ingeniero» y sus socios organicen la llegada de una partida de hachís para resolver sus deudas con los colombianos y los detienen. Imitar a los maestros ha resultado no ser en absoluto sencillo, y los tres españoles que lo han probado han tenido que descubrir su propia inferioridad con respecto de los habitantes de las antiguas colonias.

Porque es así: el mundo y sus equilibrios de poder han cambiado también gracias al tráfico de coca. Resulta demasiado fácil ceder a la tentación de considerar el episodio sólo una noticia anecdótica, e igualmente erróneo tomarlo como prueba semiseria de que en la Vieja Europa el feroz dominio de los cárteles sudamericanos será siempre inconcebible. No es cierto. Hoy Europa ha producido una nueva especie de hombres de mar que ya no se parecen a los pilotos de las motoras llenas de tabaco de los años ochenta y noventa, simples brazos a sueldo de la Sacra Corona Unita o de la Camorra. El tipo más común de embarcación en la que en los últimos años se han encontrado cargamentos de coca ya no es el viejo mercante ni el buque portacontenedores, el barco pesquero o la lancha motora. Es el velero. Grandes catamaranes, yates de madera, barcos de vela capaces de competir con el de Giovanni Soldini.[17] Barcos de ensueño, amarrados en el Caribe, listos para llevarte de crucero de isla en isla, de una playa blanca a otra, pero más idóneos para los auténticos amantes del mar que quieren experimentar la aventura de una travesía oceánica. Sin embargo, las personas que más ofrecen por dejar seguir a los patrones su verdadera vocación, demostrando su antiguo conocimiento de las corrientes y los vientos favorables, no están interesadas en embarcarse. Son los intermediarios del narcotráfico y los emisarios de las organizaciones criminales. Pero no sólo ellos; son también los amigos del verano, la burguesía privilegiada que quiere arriesgarse con el paso del consumo fácil a la ganancia fácil, extrayendo dinero, coca y adrenalina de una única y excitante empresa.

Hoy el Blaus VII es un buque escuela de la marina militar portuguesa. Un velero espléndido, un dos mástiles de 23 metros de eslora, hecho íntegramente de madera y pintado por fuera de un elegante azul profundo. Fue interceptado en febrero de 2007 a 100 millas al noroeste del archipiélago de Madeira, que, aunque pertenece a Portugal, se halla más cerca de la costa norteafricana. Los portugueses —hombres de la marina y de la policía judicial— encontraron a bordo dos toneladas de cocaína procedentes de Venezuela, que ya había sido transbordada al velero para su desembarco en Europa. Detuvieron a los «tripulantes», que esta vez resultaron coincidir con la tripulación entera: todos griegos, salvo el patrón, Mattia Voltan, que era de Padua. No había cumplido aún los veintiocho años, pero el Blaus VII, valorado en torno a los 850.000 euros, estaba registrado a su nombre. Un coetáneo suyo, Andrea, lo había acompañado en coche a Venecia para coger un avión a Barcelona y de allí alcanzar el barco y la tripulación, que lo esperaban en Portugal. Antes de partir, el padre del otro chico les había llenado de recomendaciones. «Mirad a vuestro alrededor antes de ir por ahí», advertía por teléfono desde Dubrovnik, donde residía con el más pequeño de sus hijos, Alessandro, gestionando dos sociedades que había abierto en Croacia. Un empresario italiano emigrado al Este como tantos otros. Además, quería saber si Mattia tenía buena pinta, y Andrea, con la característica impaciencia hacia los padres demasiado aprensivos, le había tranquilizado: «Se ha afeitado y le he cortado el pelo. He ido personalmente a casa a coger la raspa».

Las inquietudes del padre de Andrea, Antonio Melato, con respecto al jovencísimo patrón que ha reclutado son comprensibles, pero no es culpa de Mattia que el Blaus VII sea interceptado. Tras su liberación, el chico regresa a Padua para tratar de reanudar su despreocupada vida. Andrea le dice a su padre que ha visto por ahí a su amigo Mattia, que es idiota. «¡Me tomas el pelo!», le espeta el padre, y abrevia: «Para nosotros esa persona no está en su sitio». Pero es inútil que se preocupe tanto por otro, porque el teléfono que está pinchado es precisamente el suyo.

Melato es sólo una de las piezas de una investigación realizada por el ROS y coordinada por la DDA de Milán que afecta a media Europa, el Caribe y Georgia. En junio de 2012 es arrestado junto con sus hijos y el resto de los integrantes de una red diseminada por Bulgaria, España, Holanda, Eslovenia, Rumania, Croacia, Finlandia y, en Italia, las regiones del Véneto, el Piamonte y la Lombardía. Una treintena de personas detenidas, seis toneladas de cocaína incautadas, siete años de trabajo. El nombre de la operación, Magna Charta, no está exento de una buena dosis de ironía: la grafía arcaica de la Carta Magna, el documento firmado por el rey Juan sin Tierra, alude aquí a la flota de embarcaciones chárter reclutadas para el narcotráfico.

Pero todo había empezado muy lejos del mar, con las cuestiones más ordinarias de la lucha antimafia. En 2005 los carabineros de Turín descubrieron que la ’ndrina Bellocco y las demás familias de Rosarno abastecían al Piamonte a través de un insólito canal búlgaro. Capitaneados por Evelin Banev, para los amigos «Brendo», un arribista biznesmen cuarentón que se había hecho millonario gracias a la especulación financiera, los búlgaros se habían convertido en intermediarios. Pero la tarea de encontrar los patrones y las embarcaciones con doble fondo para transbordar la coca desde el Caribe o hacerse cargo de ella entre África y España la habían confiado a varios italianos: Antonio Melato e hijos, y, con un papel aún más fundamental, Fabio y Lucio Cattelan, también ellos originarios de Padua pero residentes entre Turín y Milán. Eran estos últimos los responsables de haber reclutado a la tripulación del Oct Challenger, el carguero incautado el mismo día que el Blaus VII por la aduana española con otras tres toneladas de cocaína a bordo. Y los mismos hermanos Cattelan habían contactado con dos expertos patrones, Guido Massolino y Antonio d’Ercole, que habían partido de Turín hacia un puerto croata donde les esperaba el velero que tenían que llevar de vuelta cargado de coca. Los dos hicieron escala a lo largo de la ruta, la misma seguida por Mattia: primera parada en las Baleares, luego en Madeira. Desde allí tenían que alcanzar la nave nodriza. Pero ésta estuvo esperando en vano en medio del océano. Habían desaparecido. Probablemente arrollados por una tempestad, superados por el oleaje y la excesiva fragilidad de su embarcación. Quizá renunciaran a enviar un SOS para no ser detectados en un punto improbable del Atlántico, o bien confiaban en salir airosos, esperando hasta que ya fue demasiado tarde.

Los dos turineses, naufragados sin dejar rastro, tenían ambos más de sesenta años. En general los patrones de la coca no son nunca primerizos. Para los intermediarios la experiencia supone una mayor garantía, pero también los hombres que han elegido vivir en el mar parecen ir haciéndose paulatinamente más accesibles a medida que aumenta su edad. Necesidad de ahorrar dinero para retirarse dignamente en cualquier momento, deseo de poder competir siempre con el estilo de vida de las personas a las que frecuentan, gusto por la aventura de hacerse importador de la mercancía que ya consumen, como todos… ¿Qué mal hay, en el fondo?

Los patrones de barcos de vela y de motor son una fuerza creciente a disposición del narcotráfico, y quien los recluta sabe hacer bien sus cálculos. Unos pocos hombres para guiar embarcaciones anodinas, capaces de colarse en cualquier puerto turístico, representan un recurso conveniente aunque las remuneraciones sean altísimas y por más que los patrones puedan revelarse más vulnerables que los «tripulantes» de pretensiones o costumbres más modestas.

Había en total más de una tonelada de coca a bordo del Mariposa, el Linnet y el Kololo II, los dos últimos interceptados en alta mar frente a las costas de Cerdeña y luego escoltados hasta el puerto de Alguer. El patrón y propietario del Kololo II, un cuarentón romano que había izado las velas en las Antillas Francesas para arribar directamente a los puertos más cercanos a Roma, se desmorona bajo el lastre de los 300 kilos encontrados en su barco. Para obtener algún alivio del peso de la condena, decide colaborar. Basándose en sus acusaciones y autoinculpaciones, en julio de 2012 la DDA de Roma pide la detención de otros cinco cómplices, todos ellos residentes en las inmediaciones de la capital. Alguno tiene antecedentes, pero ninguno es un mafioso.

Brotan por todos los rincones del continente, pero sobre todo en las zonas carentes de organizaciones criminales originarias; todos ellos, según las investigaciones, utilísimas coberturas y, en caso de necesidad, chivos expiatorios. Italianos como los dos boloñeses y el livornés detenidos en 1995 porque en el Sirio, el Más que Nada y un velero que llevaba el sarcástico nombre de Overdose («Sobredosis») importaban cocaína desde Brasil a través de Guadalupe y Canarias para un círculo de niños bien de Bolonia; o como el piloto pullés del Sheldan, un yate de lujo de 23 metros modelo Falcon interceptado en septiembre de 2012 en Imperia (Liguria) con tres toneladas y media de hachís; croatas como el patrón residente en Civitanova Marche detenido en mayo de 2012 en alta mar frente a las costas de Martinica por la DEA y las policías francesa, croata e italiana con 200 kilos de coca a bordo de otro velero; o el patrón bretón Stéphane Colas, puesto en libertad en 2011 después de cumplir dos años de prisión provisional en España debido a que los tanques de agua potable para la travesía desde Venezuela contenían 400 litros de cocaína líquida. Todos ellos, según las investigaciones, utilísimas coberturas y, en caso de necesidad, chivos expiatorios. No importa la nacionalidad, pero es preferible que el currículum, la procedencia de clase y el origen geográfico hablen en favor de los apasionados de la vela, convenciendo a sus eventuales jueces de que se han convertido por equivocación en correos del narcotráfico. El conjunto de pruebas a menudo es demasiado débil para imponerse en contextos jurídicos privados de una legislación específica, y la opinión pública de los países de origen —como en el caso del patrón bretón— se alinea con la declaración de inocencia del imputado. El palmarés secreto de los «tripulantes» se está hinchando más que sus velas expuestas a los vientos del Atlántico.

Sin embargo, cuando pienso en la coca, lo primero que veo ante mí no son ágiles barcos errantes por los océanos. Es algo más compacto, omnipresente, elemental. Es la mercancía, la mercancía por excelencia que atrae como un imán a todas las demás. Fruto de otros frutos, único parásito que multiplica por mil el valor de las carnes en las que se ha enquistado, vector proteico del beneficio de todo comercio. Vuelvo a ver la extensión de contenedores del puerto de Nápoles, el amarillo de MSC, el gris de Cosco, el logo azul de Maersk, el verde de Evergreen, el rojo de «K» Line, y todas las otras enormes piezas Lego que las pinzas de los operarios de las grúas desmontan y vuelven a montar en arquitecturas móviles. La pura geometría, el cromatismo elemental que cubre y encierra todo lo que puede venderse, comprarse y consumirse. Y todo o casi todo puede hacer de involuntario huésped o cómplice de la sustancia blanca.

Parece paradójico, pero ya ni siquiera la mercancía más oculta puede prescindir de su propio logo. El uso de marcas de identificación tiene su origen en las cabezas de ganado marcadas a fuego para distinguirlas de las de otros rebaños. Así las pastillas de cocaína se marcan para certificar su origen, pero también para encauzar cada partida hacia su comprador precisamente cuando los grandes intermediarios organizan macroexpediciones dirigidas a varios destinatarios. El logo, para la cocaína, es en primer lugar un símbolo de calidad. No se trata de un vacuo eslogan publicitario, sino de una función fundamental: la marca tutela la integridad de cada pastilla individual, y con ello los narcos garantizan que exportan exclusivamente sustancia tratada en pureza. El buen nombre del cártel es prioritario. Se revela mucho más importante que el riesgo de ser fácilmente localizados en caso de que el cargamento termine en las manos equivocadas, un riesgo empresarial como cualquier otro. Además, no es casualidad que los traficantes a menudo decidan adoptar los símbolos de las marcas más demandadas y populares. Su mercancía anónima, en el fondo, es el producto de consumo superfluo por excelencia; y vale tanto, en conjunto, como todas las marcas que las personas de todo el mundo compran o sueñan con comprar.

Un escorpión o una dama era lo que aparecía impreso en relieve en las pastillas que en agosto de 2011 la policía fiscal de La Spezia extrajo del doble fondo de diez coches en un pueblecito del municipio de Aulla, en la provincia de Massa Carrara. La mayor incautación jamás realizada en Italia, la cuarta por su dimensión en toda Europa. Los miembros de la policía fiscal habían empezado a sospechar durante los controles de algunos contenedores llegados de Santo Domingo a la aduana del puerto de La Spezia. En uno de ellos descubrieron una doble pared que ocultaba setecientas cincuenta pastillas, pero decidieron volver a cerrarla y dejar pasar el contenedor como cebo. Son los propios símbolos los que sugieren que se trata sólo de una pequeña porción de un cargamento bastante más grande: el escorpión indica la parte destinada al norte de Europa; la dama encarrila la otra hacia la Europa central. Por eso, o bien porque no representa la firma del remitente pero sí casi un código postal del destinatario, el escorpión es uno de los símbolos más comunes que se encuentran hoy en las pastillas de cocaína. El negocio en sí mismo no sólo es inmenso, sino que resultará estar en manos de una asociación entre las más antiguas y probadas: la del colombiano cártel del Norte del Valle y las familias de Gioia Tauro. Los calabreses no se resignan a la pérdida de un suministro tan importante y localizan el lugar donde se mantiene custodiado el cargamento. La policía fiscal se entera gracias a un soplo. La coca no puede quedarse donde está mucho tiempo más. Con un cortejo de quince patrullas de la policía fiscal de La Spezia (incluyendo unidades de su sección antiterrorista), es escoltada a la provincia de Pisa, hasta la población de Ospedaletto, donde se encuentra el incinerador más cercano. La instalación se mantiene vigilada día y noche hasta que el último escorpión y la última dama se han disuelto entre las llamas.

Los logos empiezan a entrar en uso en los años setenta por iniciativa de un gran traficante peruano, después se difunden en la década posterior gracias a los cárteles colombianos y mexicanos. Y luego se disparan, y siguen multiplicándose sin límite junto al consumo de polvo blanco. Un cómputo reciente, encargado por la Unión Europea en 2005, ha identificado 2 200 distintos. Hay quien se conforma con unas sobrias letras empresariales, quien rinde homenaje a su equipo de fútbol, quien prefiere animales o flores, quien gusta de los símbolos esotéricos o geométricos, quien firma con marcas de automóviles de lujo, e incluso quien juega con los personajes de los dibujos animados. Imposible enumerarlos todos. Pero merece la pena recopilar un pequeño muestrario, clasificado por tipos y por temas:

Tatuajes: el escorpión, la dama, el delfín, el ancla, el unicornio, la serpiente, el caballo, la rosa, el hombre a caballo y otros motivos similares a los de los tatuajes tradicionales más difundidos se encuentran en las pastillas grabados con la aplicación de un molde de metal y representan el distintivo más común junto con las formas geométricas más elementales. Pueden indicar tanto el remitente como el destinatario de la mercancía.

Banderas: tricolor francesa, Union Jack británica, y hasta la esvástica nazi. Ya no grabadas en la pastilla, sino impresas a todo color en trozos de papel metidos bajo el celofán que envuelve cada una de ellas. En los primeros casos se trata de probables indicadores de direcciones; en el último, encontrado en una partida de pasta de coca enviada para su refinado a una zona de Bolivia fronteriza con Brasil, cabe presumir una simpatía ideológica de los implicados.

Superhéroes y similares: la «S» de Superman, la efigie del Capitán América, el especial reloj de muñeca de James Bond, grabados o impresos en tarjetas. Como provocación y como juego, los narcos se apropian de los iconos de la fantasía hollywoodiana.

Dibujos animados: ¿qué ven los narcotraficantes en la tele? Ya es sorprendente encontrar a Homer Simpson bien envuelto encima de cada pastilla de coca, o a los clásicos personajes de Walt Disney. Pero resulta de veras increíble encontrar incluso a los Teletubbies o a Hello Kitty, la gatita japonesa adorada por todas las niñas del mundo.

Ideogramas: el 6 de julio de 2012, en Hong Kong, son incautados más de seiscientos kilos de coca que iban en un contenedor procedente de Ecuador y destinado al emergente mercado del Sureste Asiático o de la China continental. Todas las pastillas iban decoradas con el ideograma chino 平, o sea, ping, que junto con otro más forma la palabra «paz», pero que puede tener también el significado de «llano», «plano» o «liso». Un anuncio de buenos augurios a los compradores.

Marcas: la conejita de Playboy, las alas de Nike, el felino abalanzándose de Puma, el cocodrilo de Lacoste, el letrero de Porsche, el símbolo de la Fórmula 1 o de Ducati. Son los distintivos más difundidos, junto con los motivos «de tatuaje» tradicionales. Pero en el fondo casi todos los símbolos escogidos por los traficantes, desde los ideogramas orientales hasta los dibujos animados, hoy se encuentran grabados en la piel de la gente. Los narcos prefieren comunicarse a través del lenguaje universal de la cultura pop contemporánea, de la que su mercancía forma parte tanto como las marcas de las que se apropian. Evitan, en cambio, recurrir a sus símbolos más típicos, como por ejemplo las calaveras, las cruces o a la imagen de la Santa Muerte que a menudo se hacen tatuar los miembros de los cárteles mexicanos o, todavía más, de las Maras centroamericanas. El culto es una cosa interna; la marca es otra distinta. Los propios cárteles hacen también un uso interno de logos célebres, marcando los coches de los afiliados, camisetas, gorras, llaveros… Hoy los Zetas se identifican con el caballito de Ferrari, el cártel del Golfo con el ciervo de John Deere, la mayor productora de tractores a nivel mundial. Son adhesivos u objetos fácilmente localizables, no llamativos. Las marcas archiconocidas se transforman así en secretos distintivos militares.

La infinita selva de símbolos en la que se ha convertido el comercio de cocaína remite a la cambiante maraña de las rutas, de los cambios, de las ramificaciones que hay que establecer antes de hacer partir cada cargamento. Tiene su origen en la continua búsqueda de embarcaciones grandes y pequeñas y sus tripulaciones, de contenedores que habrá que distinguir entre centenares, todos iguales, estibados en la misma nave nodriza, de legiones de personas a las que corromper en las compañías navieras o de transporte, en las aduanas y en los puertos, en las fuerzas del orden y militares en general, en la política local o nacional. Todos los cultivos dispersos por Colombia, Perú y Bolivia, todos los cientos de miles de campesinos que recogen la coca en las selvas de la región andina, todos los obreros y químicos empleados en las distintas fases de elaboración desde las hojas hasta las pastillas o la cocaína líquida, no son más que una parte marginal del negocio entero. El resto es transporte.

El transporte ha permitido a los cárteles mexicanos hacerse más poderosos que los colombianos. La disponibilidad del puerto de Gioia Tauro ha cimentado la fuerza y el prestigio transnacionales de la ’Ndrangheta y en particular de la familia Piromalli junto con sus aliados, convertida, según la DIA (la Dirección de Investigación Antimafia italiana), en la mayor cosca de toda Europa occidental. Y dado que la mayor parte de la inversión y el beneficio del narcotráfico se juega en el transporte por mar, éste se ha convertido en un problema tan complejo que ha llegado a engendrar una nueva figura profesional especializada y remunerada a precio de oro: el gestor de logística, algunos lo llaman analista de sistemas, otros doctor travel. Puede ser más importante y ganar más que el intermediario, sobre todo si este último no es un hombre de la potencia económica y organizativa de un Pannunzi o un Locatelli, sino alguno de los muchos intermediarios menores que primero contratan el suministro y luego siguen su trayecto en las fases principales del embarque, las grandes escalas y la llegada a su destino.

El gestor de logística, o analista de sistemas, tiene que pensar en todo lo demás. En cada etapa y transbordo secundario, en las más minuciosas formalidades del transporte, en el paso de las aduanas, en los cargamentos de cobertura… Ha de desarrollar asimismo estrategias de resolución definitiva o provisional de los problemas e hipótesis de minimización de daños si algo va mal. Debe planificar cada detalle, tener en mente cada paso, recorrer con antelación todos los canales en los que se divide sobre la marcha el viaje de la coca. Debe convertir los tránsitos ya no en un movimiento fluido, sino en un proyecto tan diferenciado como estable: en un sistema.

Desarrollar un sistema de transporte para un gran cargamento de cocaína requiere meses de trabajo. Y una vez que se ha elaborado, probado y utilizado un par de veces, es el momento de modificarlo o de idear uno nuevo. Los analistas de sistemas trabajan con el espacio de todo el globo terráqueo, pero contra el tiempo. Se hallan en una constante carrera contra la capacidad de los investigadores de intuir los pasos de la coca. Por ello sus servicios son muy costosos, accesibles sólo a las mayores organizaciones del narcotráfico o a los principales intermediarios. Los cárteles más ricos y poderosos pueden permitirse incluso probar las nuevas rutas enviando primero «cargamentos limpios», sin droga, como fase de verificación de cada sistema.

Así lo hizo el cártel de Sinaloa, sin saber que ya estaba en el punto de mira del FBI de Boston y la policía española, unidos en la Operación Dark Waters: una investigación clave en la historia del narcotráfico porque ha revelado el interés de los cárteles mexicanos en abastecer directamente de cocaína al mercado europeo, hasta ahora dominado por los colombianos. El 10 de agosto de 2012, varios agentes de la policía española detienen en el centro de Madrid a cuatro miembros de la organización mexicana, entre ellos el primo de Joaquín Guzmán Loera, el capo más buscado y poderoso del mundo, el legendario Chapo. Manolo Gutiérrez Guzmán se había trasladado junto con un asesor legal y otros dos hombres de confianza para sentar las bases de los nuevos proyectos, que preveían la habitual entrada de los cargamentos a través de la puerta española.

Todo empieza unos años antes, cuando el FBI se tropieza con algo más precioso que un submarino repleto de toneladas de cocaína: una fuente que tiene acceso a las más altas jerarquías del cártel de Sinaloa. Decide entonces profundizar en las informaciones obtenidas a través de una gran operación encubierta. Desde los primeros meses de 2010 los infiltrados se aproximan al primo del Chapo y a otros hombres influyentes, fingiéndose afiliados de una organización italiana ya bien introducida en Estados Unidos y en Europa. Van en busca de nuevos proveedores y se jactan de tener óptimos contactos en el puerto andaluz de Algeciras. A los mexicanos les entusiasma la propuesta e inician las negociaciones: la intención es proporcionar una tonelada de cocaína al mes, enviada desde Sudamérica mediante buques portacontenedores. Los «socios italianos» se quedarían con el veinte por ciento de cada cargamento como recompensa por haber hecho pasar la coca por el puerto de Algeciras, mientras que los mexicanos venderían directamente el resto en toda Europa a través de una nueva red de células operativas. En agosto de 2011 todo está ya listo. Pero, antes de poner en peligro tan ingentes cantidades de cocaína, el cártel de Sinaloa decide realizar algunas pruebas sobre la seguridad de la ruta: nada menos que cuatro veces consecutivas hace que algunas empresas ecuatorianas bajo su control envíen contenedores llenos únicamente de fruta. Una vez probado el sistema, los narcos hacen saber que están preparados para mandar su primer cargamento, íntegramente oculto en un contenedor que saldrá del puerto de Santos, en Brasil: 303 kilos destinados a varios puntos del mercado europeo. Una partida más bien exigua que habrá de servir para romper el hielo con prudencia, una buena regla comercial hasta para el mayor holding. Pero que en este caso no basta. El 28 de julio de 2012 las autoridades interceptan el cargamento en el puerto de Algeciras y, casi al mismo tiempo, detienen a los mexicanos cuando se presentan a la cita con sus fingidos socios para tratar de nuevos envíos. El mayor daño para el cártel de Sinaloa se deriva precisamente del hecho de que se hayan descubierto y puesto temporalmente en jaque sus planes expansionistas en Europa. El resto —la incautación de algún que otro cargamento, hasta el arresto de algunos hombres de relieve como un primo del propio capo— representa las pérdidas que inevitablemente hay que cargar en la cuenta de una organización tan fuerte y arraigada.

En cambio, quien trabaja en vano, incluso en circunstancias menos dramáticas para los narcotraficantes, son los especialistas a quienes se confía la planificación de toda la empresa. Los doctor travel, los analistas de sistemas, cobran según el modelo en vigor para muchas profesiones liberales. Un anticipo para cubrir los gastos necesarios para desarrollar y realizar el sistema, y la retribución efectiva cuando el cargamento ha llegado a su destino. El pago también puede realizarse con un porcentaje de la mercancía transportada, que varía entre el veinte y el cincuenta por ciento del total, una vez descontados los costes del transporte. Todo se determina en función del destino del viaje, hasta los costes del transporte y la propia retribución del analista de sistemas. Cuanto más arriesgado sea el destino final, con mayor perfección habrá que elaborar el sistema. El envío a la península Ibérica resulta menos costoso que a Italia, la cual, por el contrario, constituye uno de los destinos más difíciles y, por ende, más exorbitantes de toda Europa.

Hay una sede que establece todas las cotizaciones en juego en el mercado de la cocaína, incluidas las tarifas de transporte. Como en el caso de la bolsa de diamantes de Amberes, luego trasladada a Nueva York, también la bolsa mundial de la coca ejerce su actividad en el mayor mercado de importación: antes Ámsterdam, ahora Madrid. Antaño los valores medios de los costes y los precios se establecían en Holanda, pero desde que la península Ibérica se ha convertido en un destino de desembarco privilegiado y el lugar donde confluyen los mayores compradores —ante todo las mafias italianas— las contrataciones se han trasladado a España.

Sin embargo, el papel del analista de sistemas y la considerable parte de sus ganancias que los narcotraficantes están dispuestos a cederle no se explican bien sin examinar más de cerca dos problemas cruciales de los que se ocupa este personaje: los puertos y los cargamentos de cobertura. Los grandes puertos —al igual que los grandes aeropuertoscon mayor riesgo se han dotado de aparatos de rayos gama o termosensibles capaces de detectar en el interior de los contenedores sustancias indeseables como drogas o explosivos. El contenedor pasa, pues, bajo este enorme «detector de metales», prácticamente es escaneado. Los diferentes materiales de su interior aparecen en el monitor en colores distintos. La cocaína es amarilla. Pero así como en el aeropuerto de Ámsterdam el denominado «cien por cien de control aduanero» sólo se efectúa en el caso de aviones procedentes de determinados países, como las Antillas Holandesas, Surinam y Venezuela, del mismo modo en los grandes puertos europeos resulta imposible monitorizar íntegramente todos los cargamentos que entran. El puerto de Rotterdam, por ejemplo, no es sólo el mayor de Europa, sino también uno de los mejor equipados con instrumentos de control. Sin embargo, con una capacidad de almacenaje de once millones de contenedores no es posible hacer otra cosa que tratar de ampliar al máximo los procedimientos de exploración puntual o de muestreo. Además el control requiere tiempo. Lo sabe cualquiera que haya tenido que someterse en un día de muchas salidas a las interminables colas en zigzag del control de seguridad de un aeropuerto, arriesgándose incluso a perder el vuelo. Nadie indemniza al desafortunado pasajero; en cambio, para las mercancías el tiempo es dinero, dinero que una empresa puede reclamar a las autoridades aduaneras. Si un cargamento perecedero es retenido demasiado tiempo, y una vez monitorizado se revela compuesto sólo de fruta o flores o pescado congelado, la empresa a la que va destinado —por ejemplo, una gran cadena de supermercados— puede exigir el pago de los daños que ha sufrido. Eso significa que, o se logra examinarlos enseguida, o será más fácil que pasen la aduana sin exploración.

El doctor travel hace precisamente eso: estudia los sistemas de control y sus fallas para extraer ventaja de ello. ¿Detector de última generación? Basta con proveerse de papel carbón: colocado delante del cargamento lo hace desaparecer del monitor.

El trabajo de un analista de sistemas tiene que evaluar una elevadísima cantidad de variables complejas. Demos por sentada la conveniencia de que la coca viaje oculta entre mercancías perecederas. Añadamos la regla elemental de que el cargamento de cobertura debe ser un producto típico de exportación de la zona de origen: entonces, ¿por qué no meter casi siempre las pastillas que parten de Sudamérica entre cajas de plátanos? Los plátanos, de hecho, son una mercancía de cobertura recurrente por las razones enumeradas, a la que hay que añadir la de que tiene un mercado amplísimo y constante durante todo el año. Precisamente por ello, sin embargo, puede haber una mayor atención hacia los cargamentos de plátanos. Además —lo que resulta aún más complicado—, el puerto concreto de destino puede haber tenido un descenso de las entradas que no afecte específicamente a las llegadas de cargamentos de plátanos sino a otras tipologías de productos: es lo que se está perfilando con la crisis. Si, como consecuencia, la aduana resulta menos congestionada, el cálculo de la probabilidad de que los plátanos la pasen rápidamente se hace más aleatorio. Toca, pues, cambiar de programa, apostando ya no por la velocidad del tránsito aduanero, sino por la originalidad y absoluta perfección del camuflaje. El analista de sistemas, en la práctica, debería estar constantemente al día sobre la situación de todos los puertos y sobre la evolución de todos los mercados de cada una de las mercancías utilizables como cobertura. La suya es una tarea de vértigo, como si tuviera que trabajar al mismo tiempo para todas las empresas de importaciónexportación de un continente entero, o mejor dicho de dos, considerando que a los envíos desde Sudamérica se han sumado también los de África occidental. El catálogo de las mercancías de cobertura, como el de los símbolos grabados en las pastillas, sería de una variedad impresionante. Imposible describir sistemáticamente todas las mercancías de cobertura utilizadas en los transportes. Y aún más saber algo sobre aquellas donde la coca no se ha descubierto nunca.

Pulgarcito: el héroe que mide lo que el mayor de los dedos de una mano tiene que apañárselas sin ayudantes o dones mágicos, sin ningún otro recurso que su mente atenta. Él es la figura más adecuada para simbolizar la disparidad de fuerzas de quien lleva a cabo la lucha contra el tráfico mundial de cocaína. Hace ya años que también yo me siento igual, que sigo con constancia su ejemplo. Intento rebuscar cada miga esparcida en la espesura del bosque, recoger cada migaja de conocimiento que pueda ayudarme a atravesarla. Sin embargo, cuanto más trato de determinar de cerca el narcotráfico, rozando el agotamiento por la obsesión, más advierto que hay algo que se me escapa, o, mejor, algo que sigue superando mi imaginación. Saber, conocer, ya no basta. Hay que aferrar una dimensión más profunda, grabársela en cada órgano, metabolizar la masa de nociones hasta que se conviertan en percepción natural, en segunda vista. De otro modo, ¿cómo es posible entender que se envíen ocho toneladas de cocaína en un solo contenedor de plátanos y al mismo tiempo se fabriquen maletas de fibra de vidrio, resina y cocaína, de las que, al final de los procedimientos de recuperación, se extraen sólo 15 kilos? La primera respuesta es que quien haya perdido aquel cargamento estratosférico otras veces habrá llevado la misma operación a buen fin. No es seguro que no sean los mismos que han desarrollado los nuevos modelos estilo Samsonite para los suministros rápidos por vía aérea y como inversión en investigación de cara al futuro. Porque detrás de todo esto hay una lógica, una sola: vender, vender, vender. Vender de cualquier modo, con cualquier sistema, mejor mucho que poco. Pero aunque sea menos, mucho menos, igualmente no se puede renunciar. Cualquier negocio siempre es un negocio que no hay que perder. Ninguna empresa es tan dinámica, tan constantemente innovadora, tan devota del espíritu puro del libre mercado, como la empresa mundial de la cocaína.

Es por eso por lo que la coca se ha convertido en la mercancía por excelencia en un momento en que los mercados han empezado a verse dominados por títulos inflados de cifras vacuas o de valores también ellos inmateriales como los impulsados por la «nueva economía», que vendían comunicación e imaginario. En cambio la coca sigue siendo materia. La coca utiliza el imaginario, lo doblega, lo invade, lo llena de sí misma. Cada límite que parecía insuperable está a punto de caer. Y la nueva mutación ha llegado ya y se llama cocaína líquida. La coca líquida puede introducirse en cualquier objeto hueco o embeber cualquier material impregnable, puede mezclarse con cualquier bebida y cualquier producto de consistencia cremosa o líquida casi sin diferencias de peso que la delaten. En un litro de agua se puede disolver medio kilo de cocaína. La han encontrado en champús y lociones corporales, aerosoles de espuma de afeitar, botes de limpiacristales y de productos para planchar, frascos de pesticida, solución para lentes de contacto, jarabe para la tos… Ha viajado junto a la piña en cajas, en los botes de leche de coco, en casi cinco toneladas de barriles de petróleo y en dos toneladas de pulpa de fruta congelada, impregnada en ropa, telas de decoración, partidas de vaqueros, lienzos de cuadros, diplomas de una escuela de submarinismo… Se ha enviado por correo como productos de baño y como chupetes para niños. Ha atravesado las fronteras en botellas de vino y cerveza y bebidas varias, de tequila mexicano para el cóctel margarita, cachaza brasileña para la caipiriña, pero sobre todo botellas enteras de ron como el colombiano incautado en menos de un mes tanto en Bolonia como en Milán: envejecido tres años, de marca Medellín. Y si no basta el ron con coca, que contiene mucha más coca que alcohol, la han encontrado hasta en las botellas de Coca-Cola. Porque la cocaína puede convertirse en todo. Pero siempre permanece igual.