12. LOS ZARES A LA CONQUISTA DEL MUNDO

«Costa amalfitana, Cerdeña, Costa del Sol, Toscana, Malta, Ibiza. ¡Ahí está toda Rusia!». Quien así habla es un hombre que conoce bien la diferencia entre el frío penetrante de Moscú y el calor estimulante de la costa italiana. Un ruso como tantos, uno de los que invaden las playas cuando el verano reclama el traje de baño y las cremas para después del sol. Los rusos están en todas partes, los miras y salta como un reflejo automático: rusos, mafiosos rusos… Como si cualquier ruso rico fuera un criminal. Pero la mafia rusa, la mafia con «y», es una presencia tan fuerte como compleja, difícil de entender y de conocer. La conocemos por lugares comunes, por los relatos sobre delincuentes cubiertos de bárbaros tatuajes, ex boxeadores con la nariz rota, antiguos spetsnaz brutales, maleantes del trapicheo con los ojos inyectados de vodka y droga de mala calidad. La Mafiya es otra cosa bien distinta. Para orientarse hay que mirar a las familias poderosas, observar su fuerza. Son familias vinculadas no por la sangre, sino por el interés común de la organización. Y como todas las familias poseen un álbum fotográfico. Dentro está todo: el color del pasado, los rostros de los parientes lejanos, las instantáneas de los momentos importantes, los lugares del corazón…

A la Mafiya rusa también se la puede ojear, y yo he intentado a menudo ojear la vida de The Brainy Don, «el Capo Lumbrera». Es él quien más que ningún otro muestra que hoy no puede pensarse en mandar sin disparar, pero que resulta igualmente inconcebible disparar sin saber invertir. Es a él a quien trato de entender hasta en los detalles, para demostrarme sobre todo a mí mismo cómo el gran negocio se vincula a la gran delincuencia y cómo hoy cualquier otro camino parece abocado al fracaso, inútil, casi imposible. En las alucinaciones derivadas de la obsesión de seguir sus huellas me ha parecido infinitas veces verlo en los bares de un paseo marítimo de la costa o sentado a la mesa ebrio junto con otros afiliados. Alucinaciones. Pero a veces hay que hacer caso de las alucinaciones, y entonces me meto en la historia. Tengo conmigo una colección de fotos de los protagonistas, una especie de álbum que he ido juntando todos estos años; he de partir de algo que se pueda tocar. The Brainy Don. No parece mafioso, parece ruso, eso sí, pero también podría pasar por estadounidense, alemán, español o húngaro. A primera vista es sólo un señor obeso entrado en años, pero ésta es ya una máscara, una cobertura perfecta hecha de grasa. Tendemos a pensar que las personas tan poco ágiles de cuerpo lo son también de mente. Inofensivas. Inocuas. No es así, hay que mirar mejor. En su foto más famosa lleva en la mano un cigarrillo que acaricia con sus dedos gordinflones. No mira al objetivo, sino a un punto por encima de la cabeza del fotógrafo. La camisa y el chaleco de óptima factura contienen a duras penas sus ciento treinta kilos, que empujan bajo el tejido creando pliegues y surcos. Tras él, una chimenea enmarcada por una hilera de baldosas de mármol; delante, un ordenador portátil y unas elegantes gafas de présbita de montura finísima. Completan el cuadro un sillón de oficina y un cenicero transparente por el que se intuye que el cigarrillo que está empuñando no es el primero del día. Es un hombre de negocios, un hombre poderoso y rico, al mando de numerosas empresas que operan en los más variados sectores. Es un hombre seguro de sí mismo, autoritario y entregado al trabajo. Tiene miles de empleados a los que dar órdenes, balances que rubricar y controlar, decisiones importantes que tomar. The Brainy Don se llama Semion Yudkovich Mogilevich. El 20 de enero de 2011 la revista Time lo situaba en el primer puesto en la clasificación de los diez capos mafiosos más importantes de todos los tiempos, seguido de Al Capone, Lucky Luciano, Pablo Escobar y Totò Riina. Las agencias de seguridad estadounidenses y europeas le consideran uno de los cabecillas fundamentales de la Mafiya, el pilar de la mafia rusa en el mundo, uno de los máximos exponentes absolutos del crimen organizado.

Reconstruir su perfil permite entender cómo los delitos más violentos —extorsiones, homicidios, tráfico de armas y de droga, redes de prostitución— casan perfectamente con los delitos de los empresarios, de los políticos, de los financieros. Pero hay más: seguir el rastro de la irresistible ascensión de Don Semion o Don Seva, como también se le llama, permite fotografiar el mundo en el que todas las fronteras han caído y todas las energías criminales en última instancia se entrelazan convergiendo hacia el fin único del máximo beneficio.

Mogilevich nace en Kiev el 30 de junio de 1946, en una familia judía ucraniana que se supone bastante típica de la época soviética: no religiosa y burguesa en sentido lato. Se gradúa en Economía en la Universidad de Lviv, una de las más antiguas del Este de Europa, y luego se traslada de Ucrania a Moscú. Allí se dedica a organizar funerales. Los servicios fúnebres son una empresa segura: la gente nunca dejará de morir; y las mafias de todo el mundo meten mano a las pompas fúnebres. Son un óptimo instrumento de blanqueo y una excelente piedra angular para construir fortunas. Las mafias no renuncian nunca a la concreción. A la materia. Tierra, agua, cemento, hospitales, muerte… En los años setenta, Mogilevich entra a formar parte de un grupo criminal que se dedica a las falsificaciones, pequeños fraudes y robos de poca monta. Pequeñeces en comparación con aquello en lo que se convertirá posteriormente, pero los mecanismos de la calle constituyen un adiestramiento fundamental para aprender a mandar, a sobrevivir y a crearse confianza. Pasa el tiempo en los aeropuertos y en las estaciones intercambiando rublos por dólares, vendiendo perfumes y bolsos a las señoras que quieren imitar los estilos occidentales y vodka «negro» a los maridos fieles a las tradiciones rusas. Al cabo de poco es arrestado por un delito muy común: tráfico ilícito de divisas. Acaba en la cárcel dos veces, durante un total de siete años. Ésa será su suerte. En prisión estrecha relaciones con algunos poderosos criminales rusos, amistades que lo acompañarán durante toda su vida. Su carrera criminal da un giro cuando el gobierno de la Unión Soviética permite a más de ciento cincuenta mil judíos soviéticos emigrar a Israel. Para las familias judías es una carrera contra el tiempo. Pueden partir, pero tienen que hacerlo enseguida: tienen que dejar atrás las preciosas reliquias y collares y pendientes transmitidos de generación en generación. Mogilevich comprende que una ocasión así no se presenta dos veces. Él se ocupará de la venta de las propiedades de los judíos emigrantes, comprometiéndose a enviar lo recaudado en efectivo a sus propietarios a su nueva dirección. Muchos le creen y le confían sus haberes. Pero ese dinero no llegará nunca a sus legítimos destinatarios: la fortuna acumulada se convertirá en la base financiera de su carrera criminal.

Segunda página del álbum, otra foto famosa. Un retrato de tres cuartos de un hombre que mira al objetivo con aire de desafío. Lleva el pecho desnudo y muestra una expresión de sorpresa: la boca ligeramente abierta, las cejas casi invisibles alzadas y los ojos como dos almendras achatadas. Los rasgos son vagamente asiáticos, y unas profundas arrugas surcan la frente de una sien a otra. Pero lo que más impresiona son dos tatuajes idénticos que arrancan a la altura de las clavículas. Se trata de dos estrellas de ocho puntas, con un ojo en el centro. Es el símbolo de la autoridad, del poder. La foto es de Viacheslav Kiríllovich Ivankov, llamado «Yaponchik», «el Japonesito». Nace en 1940 en Georgia, pero sus padres, rusos, pronto deciden trasladarse a Moscú. En 1982 es detenido por posesión ilegal de armas de fuego, atraco y tráfico de droga, y condenado a catorce años de cárcel en Siberia. En esos años asciende a la categoría de vor, justo en el momento en que el régimen que le había visto nacer está a punto de iniciar su declive. Vor es la forma abreviada de vor v zakone, literalmente «ladrón en la ley», esto es, un delincuente que se ha ganado el honor de mandar según las reglas. Tendría que haber permanecido en la cárcel hasta 1995, pero los tentáculos de la Mafiya están en todas partes y en cualquier ámbito, desde la política hasta el deporte, desde las instituciones hasta el espectáculo. En 1990, dos populares personajes, un cantante considerado el Frank Sinatra ruso y con amistades igualmente peligrosas, y un ex campeón ruso de lucha grecorromana que está utilizando una asociación de atletas jubilados como tapadera de intereses mafiosos, inician una campaña apoyada por numerosas personalidades del mundo de la política, la cultura y el deporte: Ivankov ha expiado suficientemente sus culpas, es hora de liberarlo. Por último interviene también la poderosa mano amiga de Semion Mogilevich; llena de dinero al juez que se ocupa del caso e implica a un alto funcionario soviético. El Japonesito sale de prisión en 1991.

El Telón de Acero ha caído, la Unión Soviética se derrumba, Rusia cambia, cambia su capital. Estallan los conflictos: rusos contra chechenos. La sangre no se detiene, pero corre más por intereses que por odio étnico. Ivankov es un vor a la antigua usanza, alguien que no delega, y cuando hay que mancharse las manos no se echa atrás. De manera que empieza a liquidar a los chechenos y a sus socios comerciales uno a uno. Pero dice una regla elemental que, cuanto más matas, más aumenta la probabilidad de que antes o después alguien logre devolverte el favor. Es más. Toda aquella mortandad y todo aquel trasiego para provocarla empiezan a molestar a la «cúpula» de la Mafiya, que decide enviar a Ivankov a Estados Unidos. Matan dos pájaros de un tiro: relativa tranquilidad en casa y un negocio que construir en territorio norteamericano. Ahora con las fronteras abiertas es fácil: basta pedir en la embajada estadounidense en Moscú un visado válido para dos semanas. Viacheslav Ivankov se embarca como asesor cinematográfico de una sociedad dirigida por un magnate ruso residente desde hace años en Nueva York, con su pasaporte auténtico, algo más de un año después de ser excarcelado en su patria, que desde hace poco ha pasado oficialmente a formar parte del mundo libre. La Unión Soviética se ha disuelto hace apenas dos meses y medio.

En Nueva York, adonde llega Ivankov, ya está todo dispuesto. Empezando por el dinero, que el Japonesito invierte de inmediato para construirse su nueva vida. Con apenas 15.000 dólares Ivankov compra un matrimonio de conveniencia con una cantante rusa residente en Estados Unidos. Se establece en el barrio de Brighton Beach, en Brooklyn, donde desde los años setenta habían ido llegando muchísimos judíos de la Unión Soviética y al que, por ello, se le conoce como Little Odessa, la Pequeña Odesa. Ciertamente está el mar y están las playas, pero quien piense en un crisol avivado por violines y balalaicas se equivoca por completo. Lo más típico que los inmigrantes se han llevado consigo a los bloques de pisos de ladrillo mugrientos de desechos es su mafia, la Mafiya con «y».

La tercera foto del álbum de familia es la foto de otro barrio. Quien la ha sacado lo ha hecho muy bien, ha logrado mitigar la sordidez con un juego de referencias cromáticas entre el cielo incendiado del crepúsculo y el pequeño lago helado que lame el barrio. Pero ni siquiera el artista más dotado puede nada contra la arrogante vehemencia de los caserones que ocupan violentamente la línea del horizonte. Brotan de improviso en la periferia occidental de Moscú, en el centro de un parque inmenso violentado por una calle de cuatro carriles que lo atraviesa de parte a parte. De lejos parecen conejeras para gigantes, anónimas en su falsa blancura manchada por la contaminación atmosférica y patéticas en su intento de darse aire de centro direccional. Es Solntsevo, un barrio obrero que las autoridades soviéticas decidieron construir en 1938. Tenían sentido del humor aquellas autoridades. Solntse en ruso significa «sol», pero en Solntsevo (que se pronuncia «solntzieva») la luz se estrella contra los edificios y es la sombra la que reina indiscutible. Fue aquí donde nació la Solntsevskaya Bratva, la hermandad de Solntsevo.

Sudor y cuerpos que impactan unos contra otros. Ésta es la savia de la Solntsevskaya Bratva, y éste el nombre de su fundador: Serguéi Mijailov, llamado «Mijas», nacido en el barrio. Con un pasado dividido entre chapuzas y pequeños fraudes que le hacen bordear la cárcel, en los años ochenta Mijas explota su amor por la lucha y congrega a todos los que comparten esa pasión. ¿Es el inicio de una organización deportiva? ¿O el núcleo de un futuro ejército?

Paralelamente, Mijas es detenido dos veces: una por extorsión y otra por el asesinato del propietario de un casino. Pero, por falta de pruebas, nunca le condenarán. Mientras tanto, la Solntsevskaya Bratva, como se bautiza al puñado de fieles a Mijas, se expande. Sudor y lucha. Violencia y fuerza. La organización atrae a sus semejantes. Luchadores, gamberros, hombres dispuestos a todo. Hay que unirse a ellos si uno pretende defenderse de otras bandas, hay que ejercitar los músculos si uno pretende sobrevivir. Se producen fusiones con otras organizaciones —como la Orejovskaya—, y en cuestión de unos años la Solntsevskaya Bratva se convierte en una potencia capaz de extender su influencia más allá de los límites del barrio, llegando a meter mano en finanzas y empresas.

El núcleo del negocio es la «protección», que en los años noventa alcanza proporciones que ya no tienen nada que ver con el pizzo («mordida») de las mafias italianas. Según el FBI, la cadena austriaca Julius Meinl tiene que pagar 50.000 dólares al mes para poder gestionar sus supermercados en Rusia. Coca-Cola responde que ceder a los chantajes no es su política, y al día siguiente recibe una visita con metralletas y lanzagranadas a las puertas de su nueva planta en las inmediaciones de Moscú, un asalto en el que resultan gravemente heridos dos guardias jurados. La empresa presentará una denuncia a las autoridades rusas, pero el caso permanece sin resolver. Según la Interpol, otras multinacionales acosadas son IBM, Philip Morris y, curiosamente, Cadbury, Mars y Hershey’s, como si se obtuviera un gusto particularmente dulce del dinero extorsionado a las fábricas de chocolate.

La mafia rusa ha surgido gracias a hombres que han sabido explotar con inteligencia y crueldad las nuevas oportunidades, pero también porque tiene a sus espaldas una historia hecha de estructuras y de reglas con las que dominar en el Gran Desorden. En años de navegación por las alcantarillas criminales del mundo he podido constatar que es siempre esto lo que hace crecer a las mafias: el vacío de poder, la debilidad, la podredumbre de un Estado frente a una organización que ofrece y representa orden. Las semejanzas entre las mafias más distantes a menudo resultan asombrosas. Las organizaciones rusas se forjaron en la represión estaliniana, que amontonó en los gulags a miles de delincuentes y disidentes políticos. Fue allí donde nació la sociedad de los vori v zakone, que en pocos años llegaron a gestionar los gulags de toda la Unión Soviética. Un origen que, por lo tanto, no tiene nada en común con las organizaciones italianas, y sin embargo la característica principal que les ha permitido sobrevivir y prosperar es la misma: la regla. Dicha regla tiene numerosas declinaciones y se explicita en rituales y mitologías, se concreta en preceptos que hay que seguir al pie de la letra para ser considerado un digno miembro de la organización y establece cómo entrar a formar parte de ella. Todo está codificado y todo vive dentro de la regla. El honor y la fidelidad aúnan al camorrista y al vor, así como el carácter sagrado de algunos gestos y la administración de la justicia interna. También los rituales se asemejan, y poco importa que éstos se produzcan en momentos distintos en las respectivas organizaciones. Lo que fundamenta el ritual, esto es, el paso de un estado a otro, es común, porque también lo es la voluntad de crear una realidad diferente, con códigos distintos pero igualmente coherentes. El camorrista y el vor son bautizados, sufren castigos si fracasan, son premiados si obtienen un resultado. Son vidas paralelas que a menudo se superponen. Parecida es también la evolución de su comportamiento y su apertura a la modernidad. Si antaño un vor era un asceta que rehuía todo goce terrenal y toda imposición, hasta el punto de hacerse tatuar las rodillas para significar que nunca se arrodillaría ante las autoridades, hoy se admiten el lujo y la ostentación. Residir en la Costa Azul ya no es un pecado.

Los capos rusos van de marca desde los calzoncillos hasta las maletas, gozan de protecciones políticas, controlan nombramientos y contrataciones públicas, celebran macrofiestas increíbles sin que intervenga la policía… Los grupos están cada vez más organizados: cada clan tiene una obschak, una caja común en la que confluye un determinado porcentaje de los ingresos derivados de los delitos, como extorsiones y atracos, que se utilizará para cubrir los gastos de los vori que acaben en la cárcel o para pagar sobornos a políticos y policías corruptos. A su servicio tienen soldados, ejércitos de abogados e intermediarios extremadamente hábiles.

En la época comunista los vori trabajaron codo a codo con la élite de la Unión Soviética, ejerciendo su influencia en cada rincón del aparato estatal. Durante la época de Brézhnev explotaron el profundo estancamiento de la economía comunista y crearon un impresionante mercado negro: la Mafiya podía satisfacer todos los deseos de quien podía permitírselos. Los directores de restaurantes y comercios, los gerentes de las empresas estatales, los funcionarios del gobierno y los políticos: todos traficaban. Desde la comida hasta las medicinas, todos los bienes se comercializaban en el mercado negro. Los vori encontraban lo que le estaba prohibido al pueblo en nombre del socialismo y llevaban a las casas de los dirigentes del Partido los bienes del «sucio capitalismo». Así se forjó una alianza entre nomenklatura y delincuencia destinada a tener enormes consecuencias.

La caída del comunismo dejó un abismo económico, moral y social que la Mafiya se apresuró a llenar. Generaciones de personas sin trabajo, sin dinero, con hambre a menudo en sentido literal: las organizaciones rusas podían reclutar mano de obra a legiones. Policías, militares, veteranos de la guerra afgana, se ofrecieron sin reservas. Antiguos miembros del KGB y funcionarios del gobierno soviético pusieron sus cuentas bancarias y sus contactos al servicio de las actividades del crimen organizado, incluyendo el tráfico de droga y de armas. La transición al capitalismo no se había provisto de las leyes ni las infraestructuras adecuadas. Las hermandades, en cambio, tenían dinero, una agilidad rapaz y capacidad de intimidación: ¿quién podía combatirlas? Los llamados «nuevos rusos», los que con la apertura de los mercados estaban logrando enriquecerse a un ritmo vertiginoso, encontraron conveniente pagar un «impuesto» con el que aseguraban a sus empresas protección frente a otros grupos, además de una posible ayuda para resolver problemas con deudores y competidores. Los peces pequeños no podían más que agachar la cabeza. Entre los extorsionadores había quien se paseaba con un par de tijeras y un dedo cortado: «Si no pagas, también te lo hago a ti». Occidente sólo captaba algunos ecos de violencia desmesurada; por lo demás se mostraba distraído e iluso. Hasta las donaciones de Estados Unidos y los países europeos para reforzar la sociedad civil postsoviética contribuyeron indirectamente a engordar a la Mafiya. Éstas se destinaban preferentemente a organizaciones no gubernamentales, temiendo que de lo contrario pudieran acabar en los bolsillos de los ex comunistas y dar nuevas fuerzas al viejo régimen y a los viejos burócratas. Pero de ese modo muchas ayudas fueron interceptadas por los grupos criminales y nunca llegaron a su destino.

Con la entrada en vigor de una nueva ley del sector bancario, brotaron nuevos bancos como setas. Los mafiosos ya no necesitaban corromper a los dirigentes de las viejas entidades. Con el dinero, que no faltaba, y algunos testaferros podían abrir un banco, colocando a amigos y parientes, incluyendo a gente recién salida de la cárcel. Por último vino el gran plan de privatización, que había de dar a todos los ciudadanos un porcentaje de participación en las empresas soviéticas, desde los colosos energéticos hasta los hoteles de Moscú. El valor de las acciones repartidas era bajo para quien ya tenía dinero y poder, pero enorme para quien no sabía siquiera cómo procurarse lo necesario para ir tirando. La gente pobre se las revendía incluso a un precio inferior a su valor a quien podía acapararlas, reforzando la élite de ejecutivos y burócratas ex soviéticos y mafiosos. La relación entre Mafiya y gobierno era una relación simbiótica que se prolongó mucho tiempo y que funcionaba: los sobornos le iban bien a todo el mundo porque todos necesitaban dinero para sobrevivir. La Mafiya estaba en todas partes. La Mafiya se había convertido en el Estado.

En 1993, sólo en Moscú hubo mil cuatrocientos homicidios ligados al crimen organizado, además de un impresionante aumento del índice de secuestros y explosiones. Moscú se comparaba a la Chicago de los años veinte. Empresarios, periodistas, las familias de los hampones: nadie estaba a salvo. Se combatía por el control de las fábricas, de las minas, del territorio. Empresas y sociedades se veían obligadas a llegar a un acuerdo con el hampa; de lo contrario eran eliminadas. Para el ex agente del FBI Robert Levinson, que a lo largo de su carrera se ha ocupado de las mafias italoamericana, siciliana, colombiana y rusa, esta última es la más violenta que ha conocido. Sin embargo, exhibe una novedad: a menudo los rusos son licenciados, hablan numerosas lenguas, se presentan como ingenieros, economistas, científicos o empleados de oficina. Son sanguinarios instruidos, y cuando en el extranjero se empieza a entender este hecho es demasiado tarde. La Mafiya no sólo ha llenado el vacío de poder en Rusia: sus hombres más temibles ya se hallan en otros lugares y están realizando a su modo la idea de un nuevo mundo.

«La muerte siempre te sigue», le gusta repetir a Serguéi, uno de los camaradas más próximos de Mogilevich. Serguéi es un hombrecillo de aspecto insignificante, vestido como un pordiosero y por eso mismo habilísimo a la hora de hacerse invisible. Don Semion lo desprecia, pero le resulta útil, porque para ser intocable hay que ser inmune a la amenaza. Y Serguéi lo es. Todos, en la ciudad, saben que se pasea con un maletín. Pocos conocen su contenido. El propio Mogilevich no habla de ello, ni siquiera con su mujer. En cierta ocasión Serguéi es secuestrado por un competidor de Mogilevich, un empresario en liza para obtener las contratas públicas del ayuntamiento de Moscú. Serguéi no opone resistencia y se deja arrastrar al oscuro sótano de un edificio anónimo de la periferia moscovita. Ni una súplica, ni una petición de que le dejen ir, ni una alusión a las represalias de su poderoso padrino. Le basta con abrir el maletín, y al día siguiente —con su habitual ropa arrugada y su aire trastornado e indiferente— está llamando a la puerta de Mogilevich. «¿Cómo lo has hecho?», le pregunta su jefe, que por una vez se permite levantar los ojos y las manos del portátil. Serguéi se acerca al escritorio, sobre el que deposita el maletín. Clac, clac, y con un rápido movimiento de la muñeca lo gira ciento ochenta grados. Mogilevich no se inmuta cuando se ve a sí mismo junto al propio Serguéi en una de sus raras vacaciones en el Mar Negro. No recuerda que Serguéi hubiera sacado aquella escena de balneario de apariencia inocua que garantiza al fotógrafo que nadie puede tocarle un pelo. Sonríe, cierra el maletín y lo hace girar otros ciento ochenta grados.

Puede que sea el secuestro de Serguéi o la peligrosidad de Moscú, atenazada por la guerra entre bandas, la que le sugiere a Mogilevich que es preferible dejar la ciudad. Dinero no le falta, ya ha acumulado varios millones de dólares, y en buena parte los ha amasado gracias a su arma más peligrosa: su agudeza para los asuntos financieros. Apenas la perestroika abrió las puertas a la empresa privada había corrido a formar varias sociedades, oficialmente de importación-exportación de carburantes, registradas bien lejos de las agujas de la Plaza Roja: en uno de los paraísos fiscales insulares del Canal de la Mancha. Una de las sociedades se llama Arigon Ltd.; la otra Arbat International: esta última está controlada en un cincuenta por ciento por Mogilevich, mientras que la otra mitad se divide entre el Japonesito y los cabecillas de la Solntsevo, Mijailov y Averin. Con sus óptimas relaciones de amistad fijadas por escrito, a Mogilevich no le queda más que hacer las maletas. En 1990 decide trasladarse a Israel junto a sus hombres más fieles. Son la vanguardia de la segunda oleada de inmigración judía procedente de la Unión Soviética, que es también la segunda oleada de importación de mafiosos, después de aquélla de los años setenta de la que el propio Mogilevich había sabido aprovecharse. Por entonces quienes partieron no fueron sólo inocentes discriminados, sino también miles de criminales de los que el KGB estaba más que encantado de deshacerse. Muchos de ellos arribaron a Estados Unidos colonizando Little Odessa, adonde en 1992 llegará Ivankov, o acabaron en distintas partes del mundo. Pero entre ellos mantuvieron buenas relaciones, como en una gran red mundial; una red en la que Don Semion y el Japonesito no tenían más que introducirse, sin perder los contactos con las hermandades rusas.

Mogilevich se convierte en ciudadano del estado de Israel y estrecha relaciones con grupos emergentes rusos e israelíes que intuyen su talento para gestionar los complejos mecanismos financieros internacionales. Su imperio se expande gracias a los beneficios de las actividades ilegales: droga, armas, prostitución… Pero también crece reinvirtiendo el dinero negro en actividades legales como discotecas, galerías de arte, fábricas y empresas de diversos tipos, incluido un servicio de catering kosher internacional. Según un documento del FBI, posee un banco israelí con filiales en Tel Aviv, Moscú y Chipre, que blanquea dinero para los grupos criminales colombianos y rusos.

Pero a Don Semion la Tierra Prometida le queda estrecha: ya al año siguiente se casa con una muchacha húngara, Katalin Papp, añade el pasaporte húngaro al ucraniano, el ruso y el israelí, y se traslada a Budapest. Allí trabaja oficialmente como comerciante de trigo y cereales, pero en realidad funda una organización criminal que lleva su nombre, con cerca de doscientos cincuenta miembros y una estructura jerárquica basada en el modelo de las mafias italianas, hasta el punto de que muchos de los afiliados son parientes suyos. Budapest se revela un refugio seguro, y con la protección de políticos y policías corruptos los negocios pueden prosperar sin demasiadas molestias. Mogilevich sabe que la tranquilidad siempre tiene un precio, un precio que a veces ni siquiera hay que pagar en dinero.

En 1995, dos coroneles del servicio de seguridad del presidente ruso se ponen secretamente en contacto con él en Hungría, donde por prudencia hay sólo un socio israelí de Mogilevich para proporcionarles lo que han venido a buscar: información reservada para utilizar en la campaña electoral. Las palabras del FBI son más elocuentes que cualquier imagen: «Mogilevich logra ganarse a la policía proporcionando información sobre las actividades de otros grupos criminales rusos, dando la impresión de ser así un buen ciudadano colaborador».

Hay otras tretas en el modo de actuar de Don Semion que lo mantienen lejos de los problemas. El capo no participa nunca en las operaciones cotidianas de su grupo, nunca se mancha las manos, haciendo así extremadamente difícil el trabajo de las fuerzas del orden y de la justicia que intentan atraparlo. Además paga a ex policías húngaros para que lo mantengan informado de las investigaciones policiales que le afectan. Gracias a sus cualidades empresariales, a sus habilidades financieras, al extremado talento y formación de sus socios, y al uso de una tecnología de vanguardia, Mogilevich se convierte en uno de los capos más poderosos del mundo. Incluso logra crearse un ejército privado, compuesto predominantemente por veteranos spetsnaz y excombatientes de Afganistán, famosos por su brutalidad. Para el negocio de la prostitución utiliza como tapadera una cadena de clubs nocturnos, los Black and White Clubs, que gestiona en colaboración con la Solntsevskaya y la Uralmashevskaya, otro de los grandes grupos criminales rusos. En 1992, Mogilevich organiza una reunión estratégica con los principales cabecillas rusos de la prostitución en el Atrium Hotel de Budapest y les hace una propuesta: invertir cuatro millones de dólares ganados con el negocio de la prostitución abriendo otros locales Black and White en el Este de Europa. Don Semion recluta chicas de la antigua Unión Soviética, les facilita empleos de tapadera y las hace trabajar en dichos clubs. Se ocupa asimismo de su protección por medio de un grupo de guardaespaldas. El negocio funciona: las chicas son guapas y ganan un montón de dinero. En el mismo período Mogilevich entra en contacto con las organizaciones latinoamericanas: sus chicas son perfectas para el trapicheo. Son ellas las que abrazan a los ricos señores del Este y el Oeste, son ellas las que los desnudan y los hacen gozar. Y Don Semion, al que también llaman «Papá», se siente de veras como un padre. Para él hacer que se prostituyan es como una especie de prestación asistencial: las chicas no caen en manos de hombres alcohólicos y a lo mejor hasta logran ahorrar algo para el futuro.

A veces, sin embargo, Papá se ve obligado a enfadarse. Hay otro ruso, Nikolái Shirókov, que le disputa el mercado de la prostitución en Budapest y se pasea por la ciudad protegido por sus esbirros. Pero tiene una debilidad. Para él las mujeres no son sólo un negocio, parece que nunca tiene bastante. Hay que encontrar a una con clase, de una belleza irresistible, ponérsela bajo las narices como una joya demasiado preciosa para cedérsela enseguida a los clientes, y esperar a que señale el momento. A finales de 1993, Mogilevich ataca. Shirókov es eliminado en Budapest junto a dos de sus guardaespaldas. Fin de la competencia en la capital del Danubio.

A Mogilevich, sin embargo, no le gusta valerse de esas maneras brutales y cede de buena gana la tarea a alguno de los grupos con los que se ha asociado. The Brainy Don prefiere especular. Y se lanza a ello en cuanto el Muro de Berlín da señales de hundimiento, cambiando los rublos por una moneda fuerte, el marco alemán.

En 1994, Mogilevich logra infiltrarse en el Inkombank, un coloso bancario ruso con una red de cuentas en los mayores bancos del mundo (Bank of New York, Bank of China, UBS y Deutsche Bank), y hacerse con el control de la entidad: eso le permite acceder directamente al sistema financiero mundial y blanquear sin esfuerzo las ganancias de sus negocios ilícitos. En 1998 el Inkombank será desmantelado precisamente por conducta incorrecta de sus directivos, violación de las leyes bancarias e incumplimiento de las obligaciones para con sus acreedores. Los negocios están creciendo y Mogilevich empieza a ser objeto de diversas investigaciones en todo el mundo, desde Rusia hasta Canadá. Pero el vor blanquea su identidad tal como hace con el dinero: «Seva Mogilevich», «Semon Yudkovich Palagnyuk», «Semen Yukovich Telesh», «Simeon Mogilevitch», «Semjon Mogilevcs», «Shimon Makelwitsh», «Shimon Makhelwitsch», «Serguéi Yurevich Schnaider», o sencillamente «Don Seva». Es un fantasma con el don de la ubicuidad y con sentido de la ironía.

Como en el caso de la estafa de los huevos Fabergé.

A comienzos de 1995, siempre en asociación con la Solntsevo, adquiere diversas joyerías en Moscú y Budapest como actividad de tapadera para traficar con joyas, antigüedades y obras de arte robadas de iglesias y museos rusos, incluido el Hermitage de San Petersburgo. Pero el proyecto es mucho más ambicioso y sofisticado, hasta el punto de utilizar la casa de subastas más prestigiosa del mundo: Sotheby’s. Mogilevich y sus socios compran una nave industrial a las puertas de Budapest, y la llenan de una maquinaria modernísima para restaurar joyas antiguas y engastar piedras preciosas. En el exterior de la nave, con los brazos apoyados sobre su prominente barriga, Mogilevich asiste a la instalación. Ahora hay que encontrar artistas capaces de ceder su talento para reproducir los huevos de oro más famosos de todos los tiempos: los Fabergé. Don Semion activa su red de contactos y en cuestión de una semana ficha a dos escultores rusos de fama internacional. Les promete mucho dinero y un trabajo seguro. Desde luego, tendrán que permanecer en una nave a las puertas de Budapest durante los próximos meses, pero siempre es mejor eso que lo que pueden encontrar en su patria. Los huevos originales para restaurar, confiados por coleccionistas o museos de todo el ámbito ex soviético, llegan a la fábrica de Budapest, y los dos escultores producen copias perfectas que luego se reenvían a Rusia. Mientras tanto, los huevos auténticos hallan los canales adecuados para llegar a Londres, donde son subastados por los rematadores de Sotheby’s, ignorantes de ser el último eslabón ejecutivo de un plan tan criminal como burlón.

Mogilevich siempre ha tenido talento para las estafas y ha llevado a cabo algunas de proporciones gigantescas, como aquella mediante la que robó miles de millones de dólares de las arcas públicas de tres estados de la Europa central —República Checa, Hungría y Eslovaquia— vendiéndoles gasolina como si fuera combustible para calefacción, evitando de ese modo pagar el costosísimo impuesto sobre los carburantes para automóviles que dichos estados imponían. Así el dinero, en lugar de acabar en las arcas de esos países, acaba en los bolsillos de Don Seva y de su organización. Cuando un hampón húngaro involucrado en el negocio empieza a colaborar con los investigadores y revela el nombre de Don Seva, la respuesta es inequívoca. En pleno centro de Budapest estalla un coche bomba que les mata a él, a su abogado y a dos transeúntes, además de herir a una veintena de personas, convirtiendo la calle frecuentada por turistas en un escenario de devastación bélica. Un atentado inaudito por su violencia indiscriminada, un aviso ejemplar que sacude a la opinión pública. Se dice que han sido los rusos, pero no el mesurado biznesmen de más de un quintal.

Mogilevich decide quedarse en Budapest aun después de la muerte de su mujer en 1994. Como para toda la Mafiya, uno de los pilares de su fortuna ha sido el tráfico de armas. Pero ahora da un salto clamoroso. Obtiene una licencia para comprarlas y venderlas legalmente, y, a través del control de la fábrica de armas húngara Army Co-Op, adquiere otras dos fábricas: Magnex 2000, que produce imanes, y Digep General Machine Works, una empresa estatal privatizada que produce proyectiles, morteros y armas de fuego. De hecho, controla la industria bélica húngara. Vende armas a Afganistán, a Irak y a Pakistán. Proporciona a Irán material sustraído de los almacenes de Alemania Oriental por varios millones de dólares. Mogilevich es el señor de la guerra.

Otra foto del álbum ruso. Ivankov, el Japonesito, aparece envejecido. Con entradas, la barba y el pelo canosos, y ligeramente encorvado. Ha ganado unos cuantos kilos y parece cansado. Pero los ojos, las dos rendijas que le valieron su apodo, siguen siendo los mismos. Y las gafas azuladas no logran ocultar su furia. Mientras Mogilevich hace negocios, él tampoco pierde el tiempo. Con sus conocimientos, su reputación y su experiencia ha montado operaciones internacionales de tráfico de armas, juegos de azar, prostitución, extorsión, fraude y blanqueo de dinero, utilizando métodos más sofisticados y modernos que aquellos a los que estaban habituados los rusos de Nueva York. Ha establecido vínculos con la mafia italiana y los cárteles de la droga colombianos. Y para asegurarse protección, potencia de fuego y capacidad intimidatoria ha creado un ejército de casi trescientos hombres, la mayoría de ellos con experiencia en la guerra de Afganistán. En poco tiempo se ha hecho con el control de la mafia judía rusa de Nueva York, transformándola de un pequeño grupo de extorsionistas de barrio en una multimillonaria empresa criminal. Y los gángsters de la vieja guardia, temerosos de él y de su reputación, tienen que aceptarlo. Según las autoridades norteamericanas es el mafioso ruso más poderoso de Estados Unidos. Es él quien extiende el negocio de la Mafiya a Miami, donde suministra heroína y servicios de blanqueo de dinero al cártel de Cali a cambio de cocaína que luego envía a Rusia. La antigua Unión Soviética empieza a tener hambre de polvo blanco y el Japonesito quiere ese mercado. Y para ello no duda en utilizar cualquier clase de arma. Hasta ese momento la coca en Rusia es asunto de dos criminales de la antigua Unión Soviética: el vor georgiano Valeri «Globus» Glugech, y Serguéi «Sylvester» Timofeev. El primero es un pionero de la importación de droga a Moscú; el segundo, después de un breve interludio en la Solntsevo, ya colabora con Ivankov. El Japonesito quiere su tajada del mercado y no tiene intención de detenerse ante nada. No renuncia a convencer a Globus y a Sylvester de que en adelante será él, el Japonesito, quien controle el comercio de la coca. Pero al final se verá obligado a matarlos a ambos: a Globus lo liquidará en las inmediaciones de uno de sus locales en Moscú; Sylvester, en cambio, acabará en mil pedazos al poner en marcha el motor de su coche.

La competencia ha terminado, Ivankov ha vencido. Su actividad no tarda en llamar la atención del FBI, hasta entonces habituado a ocuparse principalmente de la mafia italoamericana y todavía mal equipada para tratar con los rusos. En 1995, Ivankov tiene entre manos una extorsión, o mejor una «recuperación de créditos», de tres millones y medio de dólares. Dos hombres de negocios rusos de pasado poco claro que trabajaban en Wall Street, Aleksandr Vólkov y Vladímir Voloshin, han fundado una sociedad de inversión en Nueva York, Summit International, en la que también ha invertido el Banco Chará de Moscú, precisamente tres millones y medio de dólares. Pero la sociedad de inversión de Vólkov y Voloshin no es otra cosa que un gigantesco esquema Ponzi: ambos prometen un tipo de interés del ciento veinte por ciento anual a los acreedores, predominantemente emigrantes rusos, pero en realidad no invierten nada y se gastan el dinero en mujeres, viajes y casinos. Cuando el presidente del Banco Chará pide la restitución del dinero invertido, los dos directivos se niegan. Entonces el banco moscovita pide ayuda a Ivankov, que se encarga del asunto. En junio, Ivankov y dos de sus esbirros secuestran a los dos gestores de inversión en el bar del Hotel Hilton de Nueva York y se los llevan al restaurante ruso Troyka, en Nueva Jersey. Allí los amenazan diciéndoles que, si no aceptan firmar los documentos con los que se comprometen a devolver los tres millones y medio, no saldrán vivos del restaurante. Los gestores aceptan, no pueden hacer otra cosa, y así salvan el pellejo. El Japonesito ha vencido de nuevo, o así lo cree, porque todavía no sabe que una vez libres los dos secuestrados han avisado al FBI. Ivankov es detenido en Brighton Beach unos días después, al amanecer del 8 junio de 1995, mientras está durmiendo con su amante. Ese mismo día se detiene a numerosos hombres de su organización, entre ellos su brazo derecho. Aun con las manos esposadas, aun rodeado por agentes del FBI, el Japonesito hace alarde de su arrogancia y chulería. Grita, impreca, da patadas. Lanza amenazas y frases lapidarias: «Yo me como a mis enemigos para cenar».

Es condenado por extorsión a nueve años y ocho meses en la prisión federal de Lewisburg (Pensilvania). Pasan cuatro años y parece evidente que aquella cárcel no es suficiente para alguien como el Japonesito, que no tiene ningún problema para hacerse llevar la droga y, según el FBI, impartir órdenes a sus esbirros en el exterior. A Ivankov le aguardan los barrotes de la penitenciaría de máxima seguridad de Allenwood.

Más o menos en el mismo período en que Ivankov es detenido en Estados Unidos, también en el viejo continente las fuerzas del orden empiezan a ponerse manos a la obra para poner freno a la exuberancia de los rusos emigrados. La tarde del 31 de mayo de 1995, un interminable desfile de clientes cruza el umbral del restaurante U Holub de Praga para una velada especial. Nadie se percata de que fuera del local hay dos grandes camiones frigoríficos aparcados. Son completamente blancos y no llevan ningún rótulo, y con una mirada más atenta cualquiera advertiría que los neumáticos no presentan signos de desgaste. Quizá los invitados tienen prisa por entrar. Hay una cena en honor de un amigo y el cabaretero ruso parece ser hilarante de veras. Unas horas antes, en el centro operativo de la brigada especial contra el crimen organizado de la República Checa, un diligente funcionario ha expuesto una idea un poco extravagante.

—Necesitaría un par de camiones frigoríficos. Y los necesito ya.

—¿Se puede saber para qué?

—Limpieza. Muy discreta.

A pesar de que la brigada navega en aguas financieramente turbulentas, la propuesta es aceptada. Así, el funcionario se pone en marcha y telefonea a un primo suyo propietario de un concesionario de furgones. En el interior del local ha empezado el espectáculo. Doscientas personas ríen groseramente un chiste del cabaretero, que deja el escenario entre aplausos. Es el turno de la cantante rusa. Mientras espera, el público charla alegremente y hace tintinear las copas alzadas en repetidos brindis. Las luces de la sala se apagan y se hace el silencio. Los reflectores iluminan unas cuerdas que bajan desde arriba, algunos se frotan las manos saboreando con antelación seductoras acrobacias. El primero que desciende sobre el estrado es un robusto agente de la brigada especial. Lleva la metralleta calada y se queda boquiabierto cuando tiene un momento para recorrer la platea con la mirada y se da cuenta de que la sala está llena de peces gordos. En cuanto se recupera, y después de que se le hayan unido sus colegas, grita a pleno pulmón que no se mueva nadie, aunque ya se espera que en el instante siguiente el restaurante se convertirá en un matadero. Sin embargo el público no dispara, no rechista, no pestañea. Los detenidos desfilan hacia el exterior del local en orden y compostura, siempre en silencio. Entre ellos están también las chicas del club nocturno Black and White. Sólo entonces alguno advierte la presencia de aquellos dos grandes camiones frigoríficos, aún más resplandecientes en su blancura encendida por la luna llena. A bordo, los agentes de la brigada especial contra el crimen organizado dan un suspiro de alivio. Están los cabecillas de la Solntsevo y otros personajes de la élite de la Mafiya, quienes, al no llevar armas, serán puestos en libertad el día siguiente; pero falta Mogilevich. «Mi avión iba con retraso», responderá con la impasibilidad de una morsa a un entrevistador. Éste no se deja arredrar y le pregunta si las chicas de sus clubs se acostaban con los clientes. Mogilevich le mira como quien mira a un niño estúpido: «No había camas. Sólo mesas. Era uno de esos locales donde se está de pie».

The Brainy Don actúa ya sin obstáculos en Ucrania, Reino Unido, Israel, Rusia, Europa y Estados Unidos, y también mantiene relaciones con organizaciones de Nueva Zelanda, Japón, Sudamérica y Pakistán. El aeropuerto internacional Sheremétievo de Moscú está bajo su absoluto control. Sus negocios no tienen límites: un informe del FBI revela incluso que uno de sus lugartenientes destacado en Los Ángeles se ha reunido con dos rusos de Nueva York vinculados a la familia Genovese a fin de organizar un plan para verter los residuos tóxicos médicos estadounidenses en Ucrania, en la zona de Chernóbil, probablemente pagando sobornos a las autoridades locales por la descontaminación. La imaginación del capo no tiene límites. Corre el año 1997 y Mogilevich tiene entre manos varias toneladas de uranio enriquecido, por lo que parece uno de los numerosos regalos de la caída del Muro: los depósitos están llenos de armas y basta encontrar el modo de ser el primero en apropiarse de ellas. The Brainy Don organiza un mitin en la ciudad balneario de Karlovy Vary; adora ese sitio. Al otro lado de la mesa se sientan los compradores, distinguidos personajes de Oriente Próximo. Todo parece ir sobre ruedas, pero las autoridades checas echan a rodar el negocio.

En 1998 un informe del FBI identifica en el blanqueo de dinero la principal actividad de Don Semion en Estados Unidos y revela sus intereses y los de la Solntsevo en Ybm Magnex International, una sociedad con sede en Pensilvania y ramificaciones en Hungría y Gran Bretaña, que oficialmente fabricaba imanes industriales. La sociedad, que se evaluaba en cerca de mil millones de dólares y cotizaba en la bolsa de Toronto, contaba entre sus principales accionistas con dos mujeres llamadas Liudmila: la esposa de Serguéi Mijailov y la esposa de Víktor Averin, los dos jefes de la hermandad moscovita. Mogilevich y sus socios habían descubierto que la bolsa canadiense estaba escasamente reglamentada: por lo tanto, una sociedad que cotizara en Toronto sería una tapadera perfecta para hacer entrar y esconder capitales ilegales de la Mafiya en los mercados norteamericanos. En el curso de sólo dos años el valor de las acciones de Ybm Magnex subió de unos pocos centavos a más de veinte dólares. Sobre el papel los inversores estaban ganando mucho, y la sociedad hasta se incluyó en el índice de los trescientos títulos más importantes negociados en la bolsa de Toronto. Pero en mayo de 1998 el FBI hace una visita a las oficinas de Ybm en Newtown, Pensilvania, y se incauta de todo: discos duros, faxes, facturas, resguardos de envíos… El precio de las acciones se derrumba en cuestión de muy pocas horas, y Mogilevich es acusado de estafar a los inversores estadounidenses y canadienses. En la práctica la empresa hacía negocios con sociedades de tapadera, «muñecas rusas», entidades vacías útiles sólo para mover el dinero. La que confirmó las sospechas de las fuerzas del orden fue la propia sede de Ybm en Newtown: una empresa que declaraba una facturación de 20 millones de dólares y más de ciento cincuenta empleados no podía tener como sede una pequeña ala de un antiguo edificio escolar. La gigantesca estafa costó a los inversores más de ciento cincuenta millones de dólares.

Ybm Magnex había recibido varios millones de dólares de Arigon Ltd., que entre sus diversas actividades se ocupaba de vender carburantes a la sociedad ferroviaria estatal ucraniana. Mogilevich mantiene óptimas relaciones con el ministro de Energía ucraniano y con las empresas energéticas de su país de origen. Entre otras cosas, Arigon era la propietaria del club nocturno Black and White de Mogilevich en Praga. Gracias a la Operación Sword lanzada por la National Criminal Intelligence británica se descubre que Arigon Ltd. es en realidad una sociedad fantasma registrada en un paraíso fiscal insular del Canal de la Mancha, además del eje de las operaciones financieras de Mogilevich. Según los investigadores, el mecanismo es éste: el dinero negro obtenido por él y por otros capos rusos a través de sus actividades ilegales en la Europa oriental confluye en sociedades como Arbat International (propiedad del Japonesito, la Solntsevo y Mogilevich), y de ahí se transfieren a Arigon, a veces pasando por las sociedades de Mogilevich en Budapest. Arigon, a su vez, se vale de cierto número de cuentas corrientes en Estocolmo, Londres, Nueva York y Ginebra de las que parten transferencias bancarias hacia propietarios de sociedades tapadera repartidas por todo el mundo, incluso en Los Ángeles y San Diego, registradas a nombre de colaboradores de Mogilevich. A través de Arigon, pues, el dinero se blanquea y entra en el mercado legal, confluyendo en otros proyectos. Gracias a la Operación Sword sabemos que, de los más de treinta millones de libras esterlinas que han irrigado los bancos londinenses, dos se depositaron en el Royal Bank of Scotland. Iban destinados a Arigon y presumían de un origen ruso sin detalles más precisos. Al final, no obstante, la Operación Sword se queda de hecho en nada porque la policía rusa no puede o no quiere proporcionar a Scotland Yard la prueba de que ese dinero era fruto de actividades criminales. Así, las acusaciones de blanqueo se retiran, pero se produce una última consecuencia. Sólo puedo imaginar la sorpresa de Mogilevich cuando poco después de estos hechos abre un sobre procedente del Ministerio del Interior y lee que su presencia en el Reino Unido ya no es grata.

Sin embargo, en la medida en que los negocios de Mogilevich se han ido extendiendo, se han abierto nuevas ramificaciones y filiales de Arigon en todo el mundo. Praga, Budapest, Estados Unidos, Canadá: son eficacísimas blanqueadoras de dinero negro.

—¿Por qué ha creado sociedades en las islas del Canal de la Mancha? —le preguntaba un entrevistador a Mogilevich.

—El problema es que no conocía otras islas. En la escuela, cuando nos enseñaban geografía, aquel día yo estaba enfermo.

La de Rusia es una historia de hombres que han sabido aprovecharse de la transición tras la caída del comunismo. Hombres que han navegado a pulso a través de los años noventa. Hombres como Tarzán. Pelo largo, mirada feroz, aspecto robusto. En la foto que tengo delante rebosa energía por todos los poros y muestra hasta qué punto resulta acertado su apodo, por más que el origen de éste se remonte a un episodio de hace algunos años. De niño, para llamar la atención, se tiró del cuarto piso del edificio donde vivía con su familia, trasladada de Ucrania a Israel en los años setenta. Sobrevivió, pero aquel día Ludwig Fainberg se convirtió en Tarzán.

En Israel prestará servicio militar en la marina, pero su metro ochenta y seis de estatura y sus inflados músculos no le bastan para pasar el examen de cara a convertirse en oficial, su gran sueño.

En 1980 se traslada a Berlín Este. Tiene un contacto que puede proporcionarle un título de licenciatura en Medicina que engañaría a cualquiera. Tarzán se conforma con un diploma de mecánico dentista, pero para hacer dentaduras postizas y aparatos no basta con esa hoja de papel y es despedido de siete centros dentales uno tras otro. En ese punto a Tarzán no le queda otra que sumarse a sus compatriotas mafiosos, y elige la rama de estafas y falsificaciones. Luego se desplaza a Brooklyn, donde abre un videoclub en Brighton Beach. Allí se casa con una muchacha de «pura sangre mafiosa», como dicen en Rusia: su abuelo era mafioso en dicho país, y también lo era el hombre con el que ella se había casado en primeras nupcias. En Estados Unidos, Tarzán ayuda a un amigo de la infancia, Grisha Roizis, llamado «el Caníbal», capo de un grupo de rusos en Brooklyn, a administrar algunas tiendas de muebles que en realidad son la tapadera de un tráfico internacional de heroína en el que también están involucradas las familias italoamericanas Gambino y Genovese. Se hace amigo de algunos peces gordos de la familia Colombo. Pero cuando la situación en Brighton Beach se vuelve demasiado incierta y muchos de sus amigos son asesinados, Tarzán decide marcharse. En 1990 se traslada a Miami, la segunda ciudad de Estados Unidos en cuanto a número de mafiosos rusos. Allí, desde los años setenta, los taxistas rusos están implicados en operaciones de extorsión, drogas, juegos de azar, prostitución, tráfico de joyas y fraudes bancarios. En Florida, Tarzán abre varios negocios, entre ellos el Porky’s, un club de striptease cuyo eslogan es Get lost in the land of love, «Piérdete en la tierra del amor». En realidad, lo que se dice amor, en el local hay más bien poco: mientras el FBI lo mantiene bajo observación desde el tejado de un edificio de la acera de enfrente, es inmortalizado en unos cuantos vídeos en los que pega a algunas bailarinas fuera del local. A una incluso la tira al suelo y le hace comerse la grava.

Las bailarinas no tienen un sueldo fijo: viven de las propinas y de comisiones sobre las bebidas, que se ajustan de manera progresiva. Tarzán se jacta incluso de que le basta señalar con el dedo a una chica cualquiera de cualquier revista para adultos, para hacerla llamar por su agente, llevársela al club y «follársela hasta el agotamiento».

Entre tragos de vodka y striptease, en el Porky’s se celebran las reuniones entre los rusos y los narcos colombianos o sus mediadores. Entre los múltiples amigos de Tarzán, de hecho, hay personajes como Fernando Birbragher, un colombiano que mantiene óptimas relaciones con el cártel de Cali, para el que a comienzos de los años ochenta ha blanqueado más de cincuenta millones de dólares, y con Pablo Escobar, para el que ha comprado yates y coches deportivos. O Juan Almeida, uno de los mayores traficantes de cocaína colombiana de Florida, que mantiene contactos con los cárteles colombianos a través de un negocio de alquiler de coches de lujo en Miami y otras actividades de tapadera. Juntos, Almeida y Tarzán disfrutan de la vida a bordo de sus yates, y a veces a la hora del almuerzo, de punta en blanco, deciden ir a comer un buen plato de marisco a Cancún, en México, hasta donde se desplazan en helicóptero.

Mujeres, éxito, dinero. Tarzán lo tiene todo, pero siente la llamada del mar, el mar que desde su infancia en Odesa es para él el espacio infinito, la posibilidad ilimitada. Todavía le duele que no le hubieran admitido en la marina, de modo que, si el mar no lo quiere, entonces será él quien conquistará el mar. El plan es sencillo: proporcionar a los narcos colombianos un submarino soviético clase Tango. Tarzán es un admirador de esos viejos submarinos. Ha ido siguiendo de lejos su construcción y sabe que las mejoras que se han ido introduciendo son de veras sorprendentes: más potencia de fuego, capacidad de maniobra en océano abierto… Es cierto que con el tiempo hasta esos modernísimos submarinos se han visto superados. Pero Tarzán está enamorado de ellos y uno no manda en el corazón. El problema es que Tarzán es un gran charlatán presuntuoso. Un día, en el Babushka, otro restaurante de su propiedad en Miami, su amigo Grisha Roizis le presenta a Aleksandr Jasevich, un traficante de armas y de heroína que en realidad no es sino un agente encubierto de la DEA. Tarzán no sabe que también su amigo está colaborando con dicha organización. Después de un par de platos y unos cuantos vodkas ya le ha hablado de sus vínculos con los colombianos y de los negocios que está llevando a cabo para los narcos, incluido el del submarino.

Algún tiempo después, Roizis, «el Caníbal», se convertiría en un punto de referencia para las jóvenes parejas italianas sin un céntimo. Cerca de Nápoles, adonde se trasladará después de su colaboración con la DEA, abrirá una tienda de muebles cuyo punto fuerte serán unos precios muy bajos. Cocinas completas y estanterías modulares al alcance de todos los bolsillos. Delante de su tienda habrá cola: novios dispuestos a dar el gran paso para decorar su futuro nido de amor contribuirán inconscientemente a blanquear con sus compras el dinero negro del Caníbal, quien con una mano forjará acuerdos con la mafia italiana mientras con la otra prosigue su colaboración con la DEA. Al Caníbal el olor a serrín siempre le ha gustado, hasta el punto de instalar su despacho a pocos metros de la recepción de mercancías, donde los rusos que se ha llevado consigo descargan noche y día muebles y electrodomésticos. Hasta se ha hecho construir un escritorio con unas sencillas tablas de contrachapado. Los que tratan con él se quedan fascinados por su tic: frotar voluptuosamente la palma de la mano contra la superficie de la madera y luego llevarse los dedos a la nariz. A sus más leales les dice que ese aroma embriagador le recuerda a su infancia. Otra cosa que le hace gozar es joder a los compatriotas honestos que operan en el territorio italiano. Muchos empresarios rusos sufrirán sus extorsiones, hasta que la policía italiana logre reconstruir sus movimientos y atraparlo en Bolonia, incriminándolo por asociación mafiosa.

Pero volviendo al asunto del submarino, el abogado de Tarzán sostiene que su cliente es sólo un fanfarrón que quería jactarse de cosas que en realidad no podía hacer u ofrecer. En cambio, para los investigadores el caso constituía la enésima prueba de una alianza ya forjada entre el crimen organizado de la antigua Unión Soviética y los narcos colombianos, en virtud de la cual los narcos proporcionaban a los rusos cocaína para transportarla y distribuirla en Europa, mientras que los rusos, a cambio, garantizaban armas a los colombianos y blanqueaban narcodólares para ellos, sobre todo entre Miami, Nueva York y Puerto Rico. Con su actividad, Tarzán ha contribuido de manera decisiva a crear un vínculo entre la Mafiya y los cárteles colombianos. Aunque el asunto del submarino no llegó a concluirse nunca, en esos mismos años hubo otros que sí llegaron a buen puerto. Asuntos como el del quintal de cocaína escondida en latas de gambas liofilizadas procedentes de Ecuador y enviadas a San Petersburgo o como el de la partida de helicópteros M18 del ejército soviético tan apreciados por Juan Almeida: Tarzán lo ayudó a adquirirlos por la módica cifra de un millón de dólares cada uno. «En ellos volarán los hombres de Escobar», parece ser que Tarzán iba diciendo por ahí; «hasta hemos tenido que destripar el interior, quitar los asientos y encontrar mil maneras de hacer caber la máxima droga posible».

Sus actividades criminales en Florida, además, no terminaban en el Porky’s. Poseía inmensos campos de cannabis en los Everglades, entre los cuales había también una pista de aterrizaje utilizada para hacer transportar cargamentos de marihuana jamaicana.

Tarzán fue acusado de treinta cargos distintos, entre ellos los de asociación para delinquir, tráfico de armas y fraude telemático. Se arriesgaba a pasarse la vida en prisión, pero decidió llegar a un acuerdo con la justicia estadounidense. A cambio de su testimonio contra Almeida y de información sobre algunos peces gordos de la Mafiya, se le retiraron todas las acusaciones salvo la de extorsión. Al final fue condenado a sólo treinta y tres meses, al término de los cuales fue extraditado a Israel. Por entonces poseía solamente unos pocos cientos de dólares, un pálido reflejo de la fortuna que se había construido en casi dos décadas de vida americana.

Entrevistado tras su liberación por el History Channel para la realización de un documental sobre la Mafiya, declaró: «Nosotros vamos en busca de negocios, vamos en busca de riqueza: lo de ir a hacer dinero lo llevamos en la sangre y a veces no nos preocupamos del modo en que lo hacemos».

La historia de Tarzán es la punta del iceberg que revela el creciente interés de la Mafiya por el tráfico de droga. Antes de la transición la Unión Soviética tenía un papel extremadamente marginal en la cadena de distribución y consumo de drogas. Pero en los años que siguieron a la transición la demanda de drogas en Rusia experimentó un crecimiento constante. Lo que asombra es más bien justamente la velocidad de crecimiento del fenómeno, sobre todo entre los jóvenes. Debido a sus precios relativamente accesibles, en Europa occidental el consumo de heroína siempre había estado ligado a condiciones de marginación. En Rusia, en cambio, empezaron a consumirla jóvenes de cualquier clase social, no necesariamente pobres o con bajos ingresos. Era una ola imparable que amplió las fronteras del mercado, permitiéndole llegar a las partes más remotas del país. También la variedad de drogas aumentó: para colocarse u olvidar sus problemas, los consumidores rusos podían acceder a cualquier sustancia, como cualquier chico norteamericano o europeo.

En la era soviética, la mayoría de las drogas presentes en Rusia estaban formadas por derivados del cannabis y del opio de producción local, productos desviados de las plantas farmacéuticas hacia el mercado ilícito de los estupefacientes. Incluso había zonas del país en las que uno no se podía colocar si no era esnifando sustancias tóxicas como cola, acetona y gasolina. O bien se utilizaban potentes anestésicos con efectos alucinógenos. Con la caída del régimen, empezaron a proliferar las drogas de importación y a bajar los precios, y por último también hicieron su entrada el éxtasis y la cocaína, las drogas de Occidente. Esta última, al menos al principio, permaneció limitada a quien podía permitirse pagar el equivalente a tres sueldos mensuales rusos. Fue una invasión de sustancias, que encontró terreno abonado también gracias a la disgregación de los estados limítrofes. Guerras, fronteras abiertas y un ejército de inmigrantes clandestinos, incapaces, no obstante, de encontrar trabajo en la economía legal. Para muchos —como en todo el mundo— trapichear se convirtió en el único modo de ganarse la vida. Pero el paso decisivo fue la apertura a los países del hemisferio occidental, en un primer momento Estados Unidos y Canadá, y luego América Latina y el Caribe. Esta región del mundo tenía una elevada demanda de armas, y Rusia una notable oferta de equipamiento bélico soviético. Esta región del mundo tenía una masiva oferta de droga y experiencia en el blanqueo de dinero, y Rusia una constante demanda de sustancias y de vías de salida para sus capitales de dinero negro. Empezaba el juego. Al principio era sólo una convergencia, un intercambio simétrico entre las dos orillas del océano: los arsenales soviéticos hicieron cada vez más rico y poderoso al crimen organizado del antiguo imperio soviético; el polvo blanco, a los cárteles de América Central y del Sur. Pero los contactos comerciales con los narcos y el aumento exponencial de los beneficios con sus necesidades comunes de reinversión y blanqueo consolidaron los vínculos. En Latinoamérica y el Caribe, en particular, los rusos encontraron las mismas condiciones de debilidad estatal que habían favorecido el crecimiento de la Mafiya: corrupción, ilegalidad difusa, sistema bancario poroso, jueces permisivos… A ello vino a añadirse la facilidad con la que los capos rusos podían obtener la ciudadanía gracias a algunos estados complacientes.

Las organizaciones rusas han resultado útiles a los narcos para encontrar redes y métodos de blanqueo menos peligrosos, un servicio por el que se han cobrado hasta el 30 por ciento de las ganancias. Prostitución, extorsiones, usura, secuestros, estafas de todo tipo, falsificación, pornografía infantil y robos de coches han sido los otros ámbitos privilegiados de actividad de los mafiosos rusos en Latinoamérica. Solntsevskaya, Izamailovskaya, Poldolskaya, Tambovskaya y Mazukinskaya se encuentran en México como en casa, al igual que diversas células mafiosas de países que formaban parte del bloque soviético: Lituania, Polonia, Rumania, Albania, Armenia, Georgia, Croacia, Serbia y Chechenia.

El multimillonario Mogilevich ha sido declarado persona non grata en Hungría, el Reino Unido, la República Checa y otros países occidentales. Pero con esa decisión los estados occidentales no pueden deshacer lo que él y sus socios han logrado crear en sus pocos y decisivos años de libertad sin trabas. No cambia mucho el hecho de que volviera a Rusia, como le ocurrió también al Japonesito, quien, tras salir de la penitenciaría estadounidense, fue extraditado por un proceso relativo al asesinato de dos turcos perpetrado la víspera de su partida hacia América. Sin embargo, tras el proceso, en el que fue exculpado por falta de pruebas, Ivankov pudo volver a zambullirse en las calles de Moscú: todos los testigos sostendrían que no habían visto nunca sus ojos rasgados. Vivió así, sin que hubiera noticias suyas, hasta que en julio de 2009 un sicario lo liquidó frente a un restaurante tailandés. Había estallado una nueva guerra entre bandas, él había tomado partido y esta vez no había salido bien parado. En un cementerio, blindado en el exterior por las fuerzas del orden por temor a represalias del grupo rival, se congregaron un millar de personas en medio de cantos y plegarias ortodoxas. Se depositaron coronas ofrecidas por fraternidades procedentes de toda la antigua Unión Soviética, desde Georgia hasta Kazajistán, llegaron vori de todo el país para dar el último saludo a uno de los suyos, uno de los últimos jefes de la vieja guardia. Faltaba Mogilevich, quien, liberado hacía poco de la cárcel, quizá prefiriera mantenerse lejos de los viejos amigos.

Por qué, después de años de una vida tan tranquila que incluso le había permitido dejarse entrevistar por la BBC, Mogilevich fue detenido en 2008 bajo la acusación de evasión fiscal, perpetrada gracias a una cadena de tiendas de cosmética, es un misterio. Y quizá también una broma involuntaria, una broma que refleja el sentido del humor ruso, amante de lo grotesco y de lo absurdo: como en la obra maestra de Nikolái Gógol donde el consejero colegiado Chíchikov maquina una estafa macabra comprando Almas muertas, es decir, las de los siervos de la gleba que aun habiendo pasado a mejor vida todavía no han sido eliminados de los registros. El pequeño Semion probablemente estaba más que preparado el día que en la escuela le preguntaron sobre esta novela fundamental de la literatura rusa. La broma, esta vez, tiene que ver con «los policías del mundo», o sea los estadounidenses, quienes, como se sabe, habían logrado detener a Al Capone precisamente por problemas con el fisco. En 2009 el FBI incluye a Mogilevich en la lista de los diez criminales más buscados, junto a sicarios de los cárteles mexicanos, pedófilos, exterminadores de familias… Hay acusaciones mucho más graves como la de asociación para delinquir, pero aquella a la que se da mayor relieve es la estafa de Ybm Magnex. No importa con qué se le pille: basta tener una imputación que aguante los requisitos judiciales. Es la técnica verificada ya desde los tiempos de Chicago, que constantemente ha seguido dando frutos, porque a veces el régimen implacable de las cárceles estadounidenses es más temido que la muerte: los cárteles colombianos han empezado a desmoronarse en el momento en que los narcos comienzan a ser extraditados a Estados Unidos. Ahora Mogilevich ya está detenido en Moscú, pero Estados Unidos no tiene tratado de extradición con Rusia. Al final sale en libertad bajo fianza, es decir, pagando por una vez a la luz del sol y de la ley. La portavoz del Ministerio del Interior declara además que la acusación no es en el fondo tan grave como para hacer necesaria la prolongación del arresto. Casi dos años después, los jueces deciden incluso retirar todas las acusaciones. ¿Por qué, entonces, Semion Mogilevich ha sido retenido en una cárcel moscovita durante un año y medio? Las conjeturas que circulan son muchísimas. La más delicada es la relativa a la disputa entre Rusia y Ucrania sobre el abastecimiento de gas, donde, junto a Gazprom y Naftogaz Ukrainy, los colosos controlados por los respectivos estados, opera una tercera empresa registrada en Suiza: RosUkrEnergo, de la que un cincuenta por ciento pertenece a Gazprom, mientras que la otra mitad está en manos de un oligarca ucraniano, Dmitro Firtash. RosUkrEnergo es más bien el comodín que permite poner punto final a las hostilidades que en 2006 habían producido brevemente el cierre del grifo de Rusia a Ucrania, con enormes daños para el resto de Europa, dado que su abastecimiento energético pasa por las conducciones ucranianas. RosUkrEnergo paga el precio requerido a Gazprom y revende a una tercera parte en Ucrania; sin embargo, logra sostener tal desequilibrio porque también se abastece de gas turkmeno, menos costoso, pero sobre todo porque tiene licencia para vender sin restricciones de precio en el mercado mundial. En 2008, Yulia Timoshenko, cuyo ascenso a primera ministra se halla vinculado a su papel en la Revolución Naranja, inicia un pulso con Vladímir Putin. Uno de los objetivos en los que Timoshenko no quiere ceder es la exclusión de RosUkrEnergo, dado que no habría necesidad alguna de intermediarios entre Gazprom y Naftogaz. Pero la crisis no ha alcanzado todavía su punto culminante. A primeros de enero de 2009, a causa de las deudas de la compañía energética ucraniana con Gazprom y RosUkrEnergo, Rusia interrumpe de nuevo el suministro de gas a Ucrania y reduce drásticamente el destinado al resto de Europa, amenazando con hacer hincarse de rodillas a toda la economía del continente y con dejar a sus ciudadanos helados en pleno invierno. En Eslovaquia se proclama el estado de emergencia. La crisis, en cualquier caso, dura más de dos semanas y empieza a hacerse preocupante hasta para los países que logran taponar la brecha a través de otros canales de abastecimiento. El 17 de enero, después de unas negociaciones cada vez más febriles en Moscú en las que se involucran las más altas esferas de la Unión Europea, finalmente los primeros ministros de Rusia y Ucrania establecen un acuerdo decenal, en el que se fija también la exclusión de RosUkrEnergo. Pero precisamente por ese acuerdo arrancado con tanta determinación Yulia Timoshenko será procesada en 2011 y condenada finalmente a siete años de reclusión, pena que cumple actualmente y que coincide con su salida de la escena política. El actual presidente, Víktor Yanukóvich, que derrotó a Timoshenko en las elecciones de 2010, se apresuró en cambio a pagar una indemnización multimillonaria, por los suministros perdidos en los acuerdos anteriores, conseguida por RosUkrEnergo en los tribunales.

Don Semion está en la cárcel casi durante todo el período en que la guerra del gas ruso-ucraniana atraviesa sus fases más dramáticas. Pero ¿qué tiene que ver él? Yulia Timoshenko había declarado a la BBC ya en 2006: «No tenemos ninguna duda de que la persona llamada Mogilevich está detrás de toda la operación RosUkrEnergo». La suya es una de las voces más audibles entre las numerosas acusaciones que desde hace años caen en el vacío, hasta que sale a la luz un documento que llega a los ojos de la opinión pública occidental. Es uno de los archivos secretos publicados por WikiLeaks, un texto cablegrafiado desde Kiev con fecha 10 de diciembre de 2008 por el embajador estadounidense William Taylor. Alude a un encuentro con Dmitro Firtash, el oligarca ucraniano de RosUkrEnergo, en el que éste le había puesto sobre aviso acerca de que Timoshenko quería quitar de en medio a su empresa por una lógica de interés personal y de lucha política interna, objetivo por el que estaría dispuesta a hacer concesiones a Putin reforzando su influencia en Europa. Pero a continuación, como para quitarle preventivamente cualquier arma de descrédito al adversario, el magnate del gas añade algo más: «Él admitió sus vínculos con el personaje del crimen organizado ruso Semion Mogilevich, afirmando que había necesitado la ayuda de Mogilevich para entrar en negocios. Declaró categóricamente no haber cometido un solo crimen al construir su imperio económico, y sostuvo que los observadores externos todavía no eran capaces de comprender el período de anarquía que reinaba en Ucrania tras el colapso de la Unión Soviética». Hay otro cablegrama, anterior al encuentro, que habla de los vínculos entre Firtash y Mogilevich sugeridos por la coparticipación de ambos en las mismas sociedades en paraísos fiscales y del cargo otorgado al mismo abogado. Tales vínculos ya se habían descubierto en otra empresa intermediaria de gas anterior, Eural Trans Gas. Pero es precisamente aquel mismo abogado el que pone un pleito al Guardian cuando éste publica los documentos difundidos por Julian Assange completándolos con un artículo titulado «WikiLeaks vincula al capo de la mafia rusa con los suministros de gas a la Unión Europea». En la rectificación que el diario londinense se ve obligado a publicar el 9 de diciembre de 2010 «para aclarar cualquier malentendido o error de traducción ocurridos durante el encuentro con el embajador», Firtash desmiente cualquier vínculo con Mogilevich distinto de un simple conocimiento.

El del gas es un asunto que afecta a los intereses vitales de todo un continente. Los beneficios de RosUkrEnergo sólo en 2005-2006 casi alcanzan los 1 600 millones de dólares, de los que algo menos de la mitad acaban en los bolsillos de Firtash y de quienquiera que participe de sus ganancias. ¿Y qué tiene que ver el gas natural con la coca? Nada, a primera vista. Salvo por un factor esencial: la dependencia. La coca crea dependencia; el gas que sirve para calentar nuestras casas ni siquiera necesita crearla. El negocio al que apunta quien ha hecho dinero de verdad, el dinero que se puede pesar, hojear, oler, siempre está ligado en su origen a las necesidades irrenunciables. Hasta The Brainy Don, el hombre de los fraudes y las «muñecas rusas» financieras, lo sabe muy bien.

Peter Kowenhoven es un agente especial y supervisor del FBI elegido para responder en televisión a la pregunta de por qué habían incluido a Mogilevich entre los diez criminales más peligrosos, dado que no es un homicida o un psicópata asesino en serie.

«Tiene un poder de acceso tan grande», declara en una frase lapidaria, «que con una sola llamada, una sola orden, puede influir en la economía global».