11. OPERACIÓN BLANQUEO

¿Qué prueba el hecho de que para entrar en el banco del que eres cliente tengas que pasar por una puerta blindada que se abre sólo para una persona a la vez? ¿Qué pensamientos te pasan por la cabeza cuando haces cola ante la ventanilla para efectuar una transferencia, ingresar un cheque o cambiar en moneda pequeña el dinero necesario para poder dar el cambio a quien frecuenta tu bar o compra en tu tienda? ¿Cuando quieres pedir un préstamo para la casa y tienes que dar como aval el sueldo de tu padre porque tanto tú como tu mujer vivís de trabajos temporales? ¿Qué has aprendido a asociar a palabras como spread y rating, crisis de liquidez y déficit? ¿Qué palabras conoces entre hedge fund, subprime, credit crunch, swap, blind trust, y de cuáles sabrías explicar el significado? ¿Estás convencido también tú, que sabes que perteneces al noventa y nueve por ciento que en conjunto posee la misma riqueza que el uno por ciento restante, de que tus fatigas cada vez mayores para buscarte la vida son culpa principalmente del capitalismo financiero? ¿Crees también tú que los bancos, capaces de conseguir que les regale miles de millones el Estado, o sea en última instancia tú mismo, y que en cambio a ti no te renuevan el crédito, son una colosal apisonadora dominada por una camarilla invisible e intocable de especuladores y altos ejecutivos mejor remunerados que las máximas estrellas del cine y del fútbol? En parte te equivocas. No existe ningún poder oculto que te aplasta, ninguna SPECTRA graduada en las mejores universidades, de costumbres de una riqueza nunca demasiado exhibida, de maneras sobrias y sosegadas.

Ya he contado algunas historias que intentan demostrarlo. Como la de un mafioso de medio pelo que a lo mejor quería comprar un banco por quince miserables millones de euros, millones compuestos de billetes de banco impregnados de moho que fueron incautados después de haberlos sacado del trolley y contado uno por uno. He aludido a algunos narcos que han tenido la desgracia de dirigirse a la entidad de crédito equivocada no sólo para hacer rentar el beneficio de sus operaciones de tráfico, sino también para vender obras maestras de arte: un Reynolds, un Rubens y un Picasso. Frente a un caso como el suyo están todos los demás traficantes que, en cambio, no se equivocan al elegir el banco en el paraíso fiscal o el situado en el centro de las mayores plazas financieras.

Los bancos y el poder de los bancos están hechos de hombres, como todo lo demás. Si ese poder se ha revelado tan destructivo, la culpa no es sólo del broker colocado y ávido o del funcionario corruptible concreto, sino de todos: del operador bursátil con licencia para hacer operaciones de alto riesgo y del equipo de especialistas que adquieren en el mercado global los títulos que irán a confluir en los fondos ofrecidos por la propia entidad, pasando por el funcionario que te propone alguno de ellos para poner en lugar seguro tus ahorros, hasta llegar al empleado de la ventanilla. Son ellos, todos juntos, quienes ejecutan las directrices de los bancos, y casi siempre son personas honestas. Honestas no sólo en el sentido de quien no comete actos ilícitos, sino también en el de quien cree actuar por el bien del banco sin obrar por ello en perjuicio del cliente. A veces sólo un poco menos honestas, pero no porque lo decidan por sí mismas en provecho propio, sino porque actúan como se ha hecho siempre, ejecutando directrices tácitas, siempre en interés del banco. También esto sucede tanto arriba como abajo, también esto crea sistema. Se llega así a ese mecanismo planetario que puede parecerte una especie de complot, pero que, en cambio, funciona mucho más según las modalidades definidas como «banalidad del mal».

Pero si el engranaje está hecho de muchísimos hombres respetuosos y banales, ese mismo mecanismo puede también empezar a atascarse gracias a un pequeño granito. Como por ejemplo el hombre que, de no haberse producido el 11 de septiembre, se habría quedado para siempre en la húmeda estancia de una comisaría londinense. Las Torres acaban de derrumbarse y Estados Unidos se está recuperando. George W. Bush ha promulgado la Patriot Act, que tiene entre sus objetivos el de prevenir, localizar y perseguir el blanqueo internacional de dinero y la financiación del terrorismo. Con esta ley se establecen una serie de medidas especiales que los bancos de Estados Unidos deben adoptar con respecto a jurisdicciones, entidades o cuentas bancarias sospechosas de estar implicadas en el blanqueo de dinero negro. Mayor transparencia en las actividades financieras y en su rendición de cuentas, limitación de las operaciones interbancarias y aumento de las penas para los transgresores. La política antiterrorista estadounidense también pasa por aquí.

Cuatro años después, un inglés con un descarado mechón rubio cruza el umbral de uno de los colosos del sistema crediticio norteamericano, el Wachovia Bank. Su nombre es Martin Woods y acaban de contratarlo como agente especial antiblanqueo en las oficinas de Londres. Es un tipo concienzudo y preciso, casi maníaco en su pasión por el orden. Es la persona idónea para un banco que quiere atenerse escrupulosamente al protocolo antiblanqueo. Pero Martin no es sólo un funcionario celoso capaz de pasar cuentas y amante de la partida doble: es también un ex agente de la Brigada Anticrimen británica. Esto le ofrece una enorme ventaja sobre sus homólogos en los bancos de todo el mundo: Martin conoce a los hombres. Sabe hablar con ellos, sabe interpretar sus señales, sabe valorar los matices de sus estados de ánimo. Su personal plantilla de valoración de las personas está compuesta por gradaciones de color donde el dinero es sólo una de las muchas variables en juego. El color de lo verdadero y de lo falso, más el color de los dólares. Martin es perfecto, y peligroso.

En el escenario de esta historia han entrado ya tres actores. Un país herido que reacciona; una medida que quiere sofocar las amenazas combatiéndolas en la vertiente del dinero, y un hombre que quiere hacer su trabajo. Falta un cuarto e imprescindible actor: un DC-9. El avión aterriza en Ciudad del Carmen, en el estado mexicano de Campeche, el 10 de abril de 2006; lo esperan los soldados mexicanos, que a bordo encuentran ciento veintiocho maletas negras de cocaína por un total de cinco toneladas y media, con un valor de cerca de cien millones de dólares. Una incautación estratosférica, un golpe directo en el rostro del narcotráfico. Pero los investigadores se quedan de verdad con la boca abierta cuando descubren que aquel DC-9, propiedad del cártel de Sinaloa, se ha comprado con el dinero blanqueado en uno de los mayores bancos de Estados Unidos: el Wachovia, justamente.

Mientras los investigadores excavan en el pasado del DC-9 que ha aterrizado en México, Martin está ya compulsando los documentos de los clientes del Wachovia. Eso es lo que debe hacer un investigador y también un funcionario con la tarea para la que lo han contratado. Meter las narices en los papeles y embriagarse de números y fechas, luego juntarlo todo y verificar que no haya discrepancias. Martin descubre que hay algo que no cuadra en numerosos cheques de viaje utilizados en México. Sin duda, un turista no puede necesitar tanto dinero. Después sus ojos se posan en los números de serie, extrañamente secuenciales. Y, luego, ¿por qué las firmas se parecen tanto? Señala los casos sospechosos a sus superiores; muchos tienen que ver con las casas de cambio mexicanas. Martin se pega al teléfono, manda correos electrónicos, solicita citas y reuniones para hablar de los informes que envía con obstinada determinación. Percibe olor a chamusquina, y las noticias que llegan de México y de Estados Unidos no hacen sino confirmárselo. Los continuos controles de las autoridades estadounidenses sobre su actividad empujan al Wachovia a cortar sus relaciones con algunas casas de cambio mexicanas, y las que sobreviven a este tijeretazo deciden dar un paso atrás. Bajo el fuego exterior, el coloso bancario vacila y reacciona con una operación de limpieza. En el interior, en cambio, todo permanece en silencio. El silencio y la marginación son las formas más temibles de acoso. Martin, por su parte, escribe nuevos Suspicious Activity Reports, informes sobre las actividades sospechosas. Y a quien le hace notar que no obtendrá nunca respuestas, y que si continúa así acabará por meterse en líos, le replica en su estilo: bajando los ojos y sonriendo. Después del enésimo informe que cae en saco roto, recibe una comunicación: la última relación enviada es irregular porque el radio de acción de Martin no puede llegar hasta Estados Unidos y México. Es el principio del fin de su trabajo: los palos en las ruedas se multiplican, la vida en la oficina se hace imposible, Martin ya no puede acceder a los archivos importantes. El Wachovia ha pasado al contraataque: el silencio ya no es eficaz y hay que hacer algo para acallar a ese recalcitrante metomentodo.

Al otro lado del Atlántico los investigadores que están indagando sobre el DC-9 descubren que desde 2004 varios miles de millones de dólares han pasado de las «cajas» del cártel de Sinaloa a las cuentas bancarias del Wachovia. Resulta que durante tres años el banco no ha respetado el protocolo antiblanqueo en la transferencia de 378.400 millones de dólares. De éstos, al menos 110 millones eran rentas del narcotráfico, que de ese modo han entrado en los circuitos bancarios internacionales. Así fue. El dinero provenía de las casas de cambio mexicanas. El cártel más rico del mundo enviaba dinero como si fuera un ejército de mamacitas que descosen los ahorros del forro o de abuelos que venden un pedacito de terreno para mantener a los chicos en Estados Unidos. Luego esas mismas agencias abrían cuentas que eran gestionadas por la filial del Wachovia en Miami. Así, en México se depositaban millones de dólares en efectivo que a continuación se enviaban mediante transferencias telemáticas a cuentas del Wachovia en Estados Unidos, para comprar títulos o bienes. En numerosas ocasiones los que depositaban el dinero en las casas de cambio eran los mismos cárteles del narcotráfico. Así, por ejemplo, cerca de trece millones de dólares han sido depositados y transferidos a cuentas bancarias del Wachovia a fin de comprar aviones para luego utilizarlos en el tráfico de droga. En esos aviones se han incautado más de veinte toneladas de cocaína.

En inglés existe una bonita expresión equivalente a «delatar», blow the whistle, literalmente «tocar el silbato». En su silbato, Martin ha echado todo el aliento que tenía en el cuerpo, y en un determinado momento el Wachovia comprende que para acallar al pífano tiene que ahogarlo. El acoso en su empresa le aprieta como una mordaza mortal, Martin sufre un agotamiento nervioso y se somete a tratamiento psiquiátrico. Está fuera de juego, pero con las fuerzas que le quedan hace una última tentativa. Ha sabido que en Scotland Yard tendrá lugar un encuentro donde espera que habrá colegas con una mente lo bastante abierta como para escucharle. En su mesa se sienta un representante de la DEA estadounidense, un tipo jovial y de mirada curiosa. Martin no se lo piensa dos veces y lo acribilla con su historia. Se confía totalmente a un desconocido, empuja hacia abajo una piedra desde lo alto de la escarpadura deseando que se produzca una avalancha. Y la piedra rueda. Rueda hasta el 16 de marzo de 2010, cuando el vicepresidente del Wachovia estampa su firma en el acuerdo legal por el que el banco admite haber proporcionado servicios bancarios a veintidós casas de cambio mexicanas, de las que ha aceptado dinero a través de transferencias y cheques de viaje.

Prácticamente lo mismo que había denunciado Martin Woods cuatro años antes, en detrimento suyo. Durante los años más duros Martin había acusado al Wachovia de acoso: lo máximo que había conseguido era una indemnización por despido tras comprometerse a no divulgar los términos del pacto. Un triste epílogo, al menos hasta marzo de 2010, unos días después de la firma del acuerdo legal del Wachovia. Es entonces cuando Martin obtiene finalmente su revancha. Recibe una carta de John Dugan, el interventor monetario del Departamento del Tesoro estadounidense, que se encarga de vigilar a los bancos. «No sólo las informaciones que nos ha proporcionado», le escribe Dugan, «han ayudado en nuestras investigaciones, sino que al revelarlas también ha demostrado un gran coraje e integridad. Sin los esfuerzos de personas como usted, acciones como la emprendida contra Wachovia serían imposibles».

Las autoridades conceden al Wachovia Bank una deferred prosecution, es decir, que la imputación queda diferida al final de un período en el que el banco será puesto a prueba: si se atiene a la ley durante un año y cumple todas las obligaciones previstas en el acuerdo legal, se retirarán las acusaciones. Probablemente creen actuar con sentido de responsabilidad. En aquel delicado momento, con el país recuperándose fatigosamente de la crisis financiera más grave después de la de 1929, no se puede correr el riesgo de que un gran banco se desplome de nuevo y se repita otra vez el desastre. El período de «prueba» termina en marzo de 2011: desde ese momento el Wachovia queda de nuevo limpio y en orden. Ha tenido que pagar al Estado 110 millones de dólares, en concepto de confiscación, por haber permitido, violando las normas antiblanqueo, transacciones vinculadas al tráfico de droga, más una multa de 50 millones de dólares. Una cifra enorme, pero ridícula si se la comparara con las ganancias de un banco como el Wachovia, que en 2009 rondaron en torno a los 12.300 millones de dólares. Blanquear dinero sale a cuenta. Ningún empleado o ejecutivo ha tenido que ver una cárcel por dentro ni un solo día. Ningún culpable, ningún responsable. Sólo un escándalo que pronto cae en el olvido.

No obstante, hay que leer entre líneas y volver a la historia de Martin, que con su valerosa testarudez ha conseguido bastante más de lo que contiene una sentencia. La reticencia de las autoridades ha demostrado que entre los bancos y los setenta mil muertos de la narcoguerra mexicana existe una estrechísima conexión. Pero hay más. Martin ha revuelto en aguas turbias, se ha ensuciado las manos con los números para reactivar las defensas del sistema bancario estadounidense. Sólo ha sido un relámpago en un cielo sereno; pero en el fondo se están desencadenando rayos y truenos. Después del 11 de septiembre los controles se han hecho muy rígidos, pero, con la gran crisis financiera que estalla justo en el curso de las investigaciones de Martin, el clima ha cambiado. Luego seguirá el veredicto que impone al megaestafador Bernard Madoff ciento cincuenta años de reclusión, o la sentencia contra el operador bursátil francés Jérôme Kerviel, quien, además de cumplir una pena de cinco años, debería restituir a la Société Générale una suma de casi cinco mil millones de euros, la cantidad que se ha fundido. Sin embargo ellos, que a menudo declaran ser chivos expiatorios del sistema, han causado enormes daños a personas físicas, a sociedades y a la colectividad en general. Los narcodólares que fluyen a las cajas no parece, al menos en apariencia, que causen daños; antes bien, introducen ese oxígeno vital que se llama liquidez. Tanto es así que en diciembre de 2009 el entonces responsable de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Antonio Maria Costa, hizo una declaración sorprendente. Había podido comprobar —dijo— que las rentas de las organizaciones criminales habían sido el único capital de inversión líquida del que habían dispuesto algunos bancos para esquivar la quiebra. Los datos del Fondo Monetario Internacional son crudos: entre enero de 2007 y septiembre de 2009 la suma de los activos tóxicos y los préstamos incobrables de los bancos estadounidenses y europeos era de un billón de dólares. Y junto a estas pérdidas había habido quiebras e intervenciones de entidades de crédito. En la segunda mitad de 2008 la liquidez se había convertido en el principal problema del sistema bancario. Como ha subrayado Antonio Maria Costa, «fue el período en el que el sistema parecía prácticamente paralizado a causa de la renuencia de los bancos a conceder préstamos». Sólo las organizaciones criminales parecían tener enormes cantidades de dinero en efectivo para invertir, para blanquear.

Percibo ya que en este punto alguno empezará a pensar que soy un maniático. El problema, se me podría objetar, no es tanto el dinero de las mafias como el sistema financiero. El dinero se dilata como materia gaseosa. Basta con que pinches esa burbuja y en cuestión de muy poco tiempo se desvanece una nebulosa de un tamaño tan astronómico que de entrada hace palidecer a los narcodólares. Como sucedió, precisamente, el 15 de septiembre de 2008, con la avalancha desencadenada por la quiebra de Lehman Brothers, una avalancha que sólo lograrían detener miles de millones de dinero público. Pero para el embrollo del que estoy hablando, ese acontecimiento nacido entre los rascacielos de Wall Street y, por lo tanto, aparentemente lejísimos de los expoliados pueblecitos de Calabria, de la jungla colombiana y hasta de las ciudades decrépitas y perennemente ensangrentadas de la frontera mexicana, en realidad no es así en absoluto. Como se sabe, Lehman Brothers había invertido ingentes sumas en aquellas subprime que no eran otra cosa que una ocurrencia para revender como rentables títulos de inversión los préstamos inmobiliarios que muchísimos titulares no podían pagar. Beneficio obtenido sobre la deuda. Cuando el juego rompe la cuerda, un montón de personas que se habían comprado casas de ese modo terminan en la calle. Y sobre todo, por esta vez, se decide que puede quebrar incluso el banco, inflado sólo a base de aire. Pero apenas se desencadenan las consecuencias catastróficas de esta decisión toca correr al rescate de todos los demás bancos y compañías de seguros que, quien más quien menos, han actuado como Lehman Brothers. Pero incluso el auxilio de los estados no es más que un parche de emergencia para un sistema que se rige por esas dinámicas. La dificultad estriba en que, para producir su inmensa riqueza hinchándose la panza, los bancos necesitarían ingerir una cantidad suficiente de comida sólida de la que puedan estar en condiciones de liberarse en el momento en que alguno, bajo cualquier forma, les pida el dinero. Es el problema de la liquidez. La alquimia de las finanzas contemporáneas se basa en la transustanciación del dinero del estado sólido al líquido y el gaseoso. Pero ese sólido-líquido sigue sistemáticamente sin ser suficiente. En el Occidente desarrollado han cerrado las fábricas y se ha alimentado el consumo gracias a formas de deuda como las tarjetas de crédito, el leasing, los plazos y las financiaciones. ¿Quién tiene, en cambio, los mayores beneficios obtenidos con una mercancía que hay que pagar en su totalidad y de inmediato? Los narcotraficantes. No sólo ellos, es cierto. Pero el verdadero dinero de las mafias puede marcar la diferencia para que el sistema financiero siga manteniéndose en pie. Ése es el peligro.

Una investigación reciente de dos economistas de la Universidad de Bogotá, Alejandro Gaviria y Daniel Mejía, ha revelado que el 97,4 por ciento de los ingresos procedentes del narcotráfico en Colombia se blanquea puntualmente en circuitos bancarios de Estados Unidos y Europa a través de varias operaciones financieras. Cientos de miles de millones de dólares. El blanqueo se realiza a través de un sistema de paquetes de acciones, un mecanismo de «muñecas rusas» por el que el dinero en efectivo se transforma en títulos electrónicos y se hace pasar de un país a otro. Cuando llegan a otro continente están casi limpios, y sobre todo son imposibles de rastrear. Así, los préstamos interbancarios han sido sistemáticamente financiados con el dinero procedente del tráfico de droga y de otras actividades ilícitas. Algunos bancos sólo se han salvado gracias a ese dinero. Una gran parte de los 352.000 millones de narcodólares estimados ha sido absorbida por el sistema económico legal, perfectamente blanqueada.

Trescientos cincuenta y dos mil millones de dólares: las ganancias del narcotráfico son superiores a una tercera parte de las pérdidas del sistema bancario reveladas por el Fondo Monetario Internacional en 2009, y no son sino la punta que emerge o que cabe intuir del iceberg hacia el que nos dirigimos. Los bancos, convertidos en amos y señores de la existencia de muchísimas personas, capaces de condicionar a los gobiernos incluso de los estados más ricos y democráticos, se encuentran a su vez bajo chantaje. De nuevo el problema ya no está lejos, en países desdichados como México y Colombia, ya no está en un Sur cómplice y víctima de su ruina, allí abajo en Sicilia, Campania y Calabria. Me gustaría gritarlo fuerte para que se sepa, para que se traten de prever sus consecuencias.

Como ha hecho Martin, el whistleblower del Wachovia, a quien los elogios de las autoridades estadounidenses no han hecho la vida más fácil en el ambiente financiero. Tiene que establecerse por su cuenta abriendo dos empresas de consultoría en materia de antiblanqueo: Woods M5 Associates y luego Hermes Forensic Solutions. Pero él quiere trabajar de nuevo para una entidad de crédito importante. De modo que se pone en contacto con el Royal Bank of Scotland, que había sido uno de los diez mayores del mundo y el segundo del Reino Unido antes de la «crisis financiera de 2008», cuando se convierte en uno de los colosos a los que hay que salvar a toda costa. El gobierno británico se queda temporalmente con casi el setenta por ciento de la entidad, y por lo tanto el banco escocés tendrá que hacer de todo para recuperar la confianza de los inversores. Incluso, podría pensarse, demostrando también con la contratación de un hombre como Martin Woods que está decidido a respetar todas las normas de corrección de la manera más rigurosa. Pero en julio de 2012 el Royal Bank retira de improviso su oferta pese a mediar ya un contrato. Al parecer habría descubierto hacía poco las denuncias de Martin contra el Wachovia. Justo unos días después estalla el escándalo LIBOR, que revela que algunos de los mayores bancos, entre ellos el Royal Bank of Scotland, habían estado manipulando durante años el LIBOR (London Interbank Offered Rate), uno de los índices de referencia europeos para los préstamos interbancarios.

Una vez más, Martin no se rinde y lleva al banco a juicio. De nuevo es derrotado. El juez británico decide rechazar la causa por una sutileza legal: tal como sustentaba el banco, no había llegado a iniciarse una relación laboral, y por lo tanto Woods no tenía derecho a acudir a la magistratura de trabajo para hacer valer sus derechos. Mientras tanto, Martin ha empezado a prestar asesoramiento en el ámbito de los delitos financieros al coloso de la información Thomson Reuters. Hasta ahora, sin embargo, ningún banco se ha visto capaz de contratarlo.

Hoy Nueva York y Londres son las dos mayores blanqueadoras de dinero negro del mundo. Ya no los paraísos fiscales, las Islas Caimán o la Isla de Man, sino la City londinense y Wall Street. He aquí las palabras que pronunció la jefa de la Sección de Blanqueo de Dinero del Departamento de Justicia estadounidense, Jennifer Shasky Calvery, durante una sesión del Congreso celebrada en febrero de 2012: «Los bancos de Estados Unidos se utilizan para acoger grandes cantidades de capitales ilícitos ocultos en los billones de dólares que se transfieren cada día de banco a banco». Los centros del poder financiero mundial se han mantenido a flote con el dinero de la coca.

Lucy Edwards es una mujer de brillante carrera. Es vicepresidenta del Bank of New York en Londres y está casada con Peter Berlin, el director de Benex Worldwide, una sociedad británica. Lucy ha sido invitada a una conferencia de dos días sobre los servicios financieros para clientes escandinavos, de la Europa del Este y rusos. Es la persona perfecta porque, como su marido, nació en la antigua Unión Soviética, para luego naturalizarse en el entorno anglosajón en el que se había establecido. No tiene ninguna duda sobre el contenido de su informe, que se titula Blanqueo de dinero: desarrollos recientes y reglamentaciones. Mientras Lucy habla a una audiencia cada vez más embelesada, las autoridades inglesas, desde hace años involucradas en las investigaciones sobre las organizaciones criminales rusas, están informando a las autoridades estadounidenses de que Benex utiliza una cuenta del Bank of New York como canal para transferir ingentes cantidades de dinero. Eso no es todo. Benex está vinculada a Ybm Magnex, una sociedad de conveniencia propiedad de uno de los capos más poderosos de la mafia rusa: Semion Mogilevich.

El FBI descubre que Mogilevich blanquea miles de millones de dólares de dinero negro a través del Bank of New York. Un flujo constante y tremendamente veloz de dinero que entra y sale, lo cual, sin embargo, no turba especialmente al banco, que se limita a elaborar un «informe de actividad sospechosa». Un río de dinero, que resultaría útil incluso para irrigar las campañas electorales de algunos políticos rusos. Los fiscales de Nueva York llegan a la conclusión de que la operación de blanqueo afectaba a transferencias ilícitas por valor de 7 000 millones de dólares que desde Rusia pasaban a cuentas estadounidenses, para luego desplazarse a otras cuentas repartidas por todo el mundo utilizando una serie de sociedades de tapadera.

En el caso del Bank of New York, la única persona que acabará en la cárcel, durante dos semanas, es Svetlana Kudriavceva, una empleada del banco que había mentido a un agente del FBI sobre una gratificación de 500 dólares al mes que le pagaban Peter Berlin y su mujer. El banco sale del paso con una multa de 38 millones de dólares y el compromiso de que en el futuro respetará las prácticas antiblanqueo.

La técnica de Mogilevich y sus socios es fácilmente repetible en diversos contextos, como, por ejemplo, en Italia. Corre el año 1999, y la fiscalía de Rímini tiene bajo control las cuentas corrientes de dos ucranianos y un ruso que encabezaban, como se lee en la investigación, «una organización criminal que actúa para asegurarse el control del territorio de la Emilia-Romaña y de las Marcas». Benex International, Bank of New York, Banca di Roma y Banca di Credito Cooperativo di Ospedaletto, en Emilia-Romaña: más de un millón de dólares han circulado por esas cuentas. Un millón de dólares contantes y sonantes, y listos para ser utilizados por la mafia rusa en Italia.

Lucy Edwards sabe hacer fascinante hasta un tema aburrido como el de la reglamentación antiblanqueo. Es una óptima oradora y sabe dosificar familiaridad y seriedad. En más de una ocasión logra también arrancar algunas risas. Termina su discurso. Tras los aplausos, muchos la esperan junto al estrado desde donde ha entretenido a una numerosa representación de los clientes más importantes del Bank of New York. Quieren estrecharle la mano y felicitarla. Ha estado realmente bien.

A Lucy Edwards le quedan dos meses: luego su banco tendrá que despedirla. Junto a su marido, Peter Berlin, ha contribuido a blanquear toneladas de dinero. También ella saldrá del paso con una simple multa de 20.000 dólares y seis meses de arresto domiciliario después de ser declarada culpable de blanqueo de dinero, fraude y otros graves delitos federales. La mujer que recorría el mundo explicando cómo combatir el blanqueo de dinero, lo blanqueaba en secreto. A menudo me he preguntado cómo se sentiría al final de cada discurso, y si, una vez descubierta, había intentado justificarse, encontrar un sentido a su doble juego.

Quién sabe si todavía da conferencias sobre la prevención del blanqueo, porque, desde luego, a Lucy no le faltarían historias que contar. Los sistemas de control hacen aguas por todas partes. En los distraídos meses del verano de 2012, cuando Martin se encuentra el portón del Royal Bank of Scotland cerrado ante sus narices, en Estados Unidos han acabado en el punto de mira varios de los mayores bancos norteamericanos y europeos, entre ellos uno en particular, el Bank of America, que según el FBI habría sido utilizado por los Zetas para reciclar sus narcodólares. El 12 de junio de 2012 los agentes federales detienen a siete personas, entre las que se cuenta un pez gordo. José Treviño Morales es el hermano de Miguel, en aquel momento prominente jefe del cártel más feroz de México, pero en Estados Unidos figura como empresario dedicado a una actividad muy apreciada en los estados del Sur: cría caballos de carreras y los hace participar, y a menudo vencer, en las competiciones más importantes. Así es como esconde y reinvierte el dinero negro. Para llegar a tan rentable y gratificante forma de blanqueo, que se estima que mueve en torno al millón de dólares al mes en financiación, es necesario, sin embargo, hacer llegar el dinero a alguna cuenta estadounidense. El Bank of America se muestra dispuesto a colaborar con los investigadores y no se le acusa de ninguna actividad ilícita. Hasta ahora no le ha sucedido nada.

Es dificilísimo sacar a la luz un caso de blanqueo de dinero, así como establecer su entidad y el grado de negligencia normativa. Casi siempre es como querer estrechar en la mano un puñado de arena: los granos se escapan sea como sea. Y cuando al menos uno de ellos se queda en el puño, eso ocurre más por casualidad que por voluntad. Así ha sucedido con un imprudente estafador llamado Barton Adams, oficialmente médico especialista en terapia del dolor en Virginia Occidental. Le descubren transfiriendo cientos de miles de dólares, fruto de fraudes al sistema sanitario y evasión fiscal, de las cuentas del banco HSBC en Estados Unidos a sus filiales en Canadá, Hong Kong y Filipinas. El HSBC es un coloso: el quinto banco del mundo en términos de valor de mercado, con sucursales abiertas en cada pequeño municipio del Reino Unido y presencia en ochenta y cinco países extranjeros. Como Martin con el caso Wachovia, también Barton hace rodar una piedra. Pero esta vez involuntariamente. El 16 de julio de 2012 una Comisión Permanente del Senado estadounidense confirma los rumores que corrían ya desde hacía meses: el HSBC y su rama estadounidense, el HBUS, han expuesto al sistema financiero norteamericano a una amplia serie de riesgos de blanqueo, y de financiación del narcotráfico y el terrorismo. Según el informe de la Comisión, el HSBC habría utilizado al HBUS para conectar con Estados Unidos sus filiales esparcidas por todo el mundo, proporcionando a sus clientes servicios en dólares, movimiento de capitales, cambios de divisas y otros instrumentos monetarios, sin respetar plenamente las leyes bancarias estadounidenses. Debido a los insuficientes controles, el HBUS habría permitido que el dinero del narcotráfico mexicano y del terrorismo entrara en el territorio norteamericano. Considerando que el HBUS abastece a mil doscientas cuentas de otros bancos, entre ellos más de ochenta filiales del HSBC, es fácil comprender que sin las adecuadas políticas antiblanqueo esos servicios pueden convertirse en una enorme autopista para la entrada de capitales ilícitos en Estados Unidos.

Gracias a las investigaciones de la Comisión del Senado se ha sabido que el HBUS había ofrecido servicios bancarios (correspondent banking services) al HSBC de México, tratándolo como un cliente de bajo riesgo a pesar de estar situado en un país con grandes problemas de blanqueo de dinero y tráfico de droga. Entre 2007 y 2008 la filial mexicana transfirió 7 000 millones de dólares en efectivo al HBUS, superando a todos los demás bancos mexicanos y generando numerosas sospechas de que entre esos dólares había ingresos derivados de la venta de droga en Estados Unidos. A finales de 2012, declarando estar muy disgustado por el acontecimiento, el banco aceptó pagar una sanción de casi 2 000 millones de dólares: en cualquier caso menos de una tercera parte de los procedentes sólo de los cárteles mexicanos.

No son exclusivamente los bancos con sede en Wall Street o en la City londinense los que mantienen relaciones privilegiadas con los barones del narcotráfico. Los bancos relacionados con el blanqueo están repartidos por todo el planeta y a veces tienen su sede en lugares bastante inquietantes. Es el caso del Líbano, país a través del cual, según los magistrados de Catanzaro, también el australiano Nicola Ciconte habría hecho pasar el dinero de los viboneses. Uno de los mayores bancos es el Lebanese Canadian Bank de Beirut: sucursales repartidas por todo el Líbano, una oficina de representación en Canadá, concretamente en Montreal, y más de seiscientos empleados. Ofrece una amplia gama de servicios financieros y cuentas de corresponsalía en bancos de todo el mundo. El 17 de febrero de 2011 el Departamento del Tesoro estadounidense declaró que existían motivos válidos para considerar al Lebanese Canadian Bank implicado en actividades de blanqueo de dinero por parte del grupo chií Hezbolá, y, en consecuencia, susceptible de aplicársele las medidas restrictivas previstas en la Patriot Act. Según el Tesoro, el banco libanés habría favorecido, por falta de controles y con la complicidad empresarial, las actividades de blanqueo de una red criminal que traficaba con drogas desde Sudamérica a Europa y Oriente Medio a través de África occidental, y que blanqueaba 200 millones de dólares al mes por medio de cuentas en el Lebanese Canadian Bank. Se identificó a varios directivos conniventes que ejecutaban las operaciones. Según los fiscales de Manhattan y la DEA, el Lebanese Canadian Bank habría participado en una trama por la que entre enero de 2007 y principios de 2011 se transfirieron al menos 248 millones de dólares a Estados Unidos. El dinero procedía del narcotráfico y de las otras actividades criminales del grupo del barón de la droga Ayman Joumaa en el Líbano, y se utilizaba para comprar coches usados en América. Luego esos coches se vendían en África occidental, declarando unos ingresos muy inflados para disfrazar el dinero negro de los cárteles colombianos y mexicanos, que se unía a las ganancias derivadas de los vehículos. Todo ese dinero acababa siendo canalizado hacia algunas oficinas de cambio de Beirut, y de ahí a diversas cuentas del LCB, así como, en parte, a cuentas de Hezbolá, una organización a la que Estados Unidos considera terrorista y cada vez más implicada en el narcotráfico.

El dinero de la droga y del blanqueo no sólo ha rubricado alianzas cada vez más estrechas entre organizaciones terroristas y criminales, sino que representa asimismo una conexión aún más compleja y global y quizá incluso más peligrosa: el vínculo con una corrupción que se sitúa en todos los niveles y que, por ello, resulta de las más esquivas. Hay un caso en particular que muestra de manera clamorosa las dificultades que se abren en este ámbito, y el hecho de que se haya arrastrado durante bastante más de una década sólo lo hace más evidente. El 15 de noviembre de 1995 una elegante dama mexicana, Paulina Castañón, pretende acceder a su caja de seguridad en uno de los más antiguos bancos privados de Ginebra, el Pictet & Cie. Desafortunadamente, le dicen los impecables empleados, hay una avería en el sistema de seguridad de la cámara acorazada. Es una manera de ganar tiempo para que lleguen los agentes helvéticos, que han recibido un aviso de la DEA y llevan consigo una orden de detención. La clienta es, de hecho, la mujer de Raúl Salinas de Gortari, hermano del ex presidente de la República de México, y cuya caja de seguridad contiene un pasaporte falso. En México circulan voces insistentes sobre el hecho de que Raúl habría mantenido contactos con toda la élite del narcotráfico mexicano y colombiano. Sobre esa pista empiezan a indagar primero la DEA y luego también la fiscal general helvética, Carla Del Ponte, una mujer que en el pasado se había arriesgado a acabar asesinada en Palermo junto a Giovanni Falcone, con quien estaba colaborando en la investigación de la Pizza Connection. La acusación es que Raúl Salinas habría cobrado unos más que cuantiosos impuestos de paso sobre la coca a prácticamente todo el mundo: desde el cártel de Medellín hasta el de Cali, pasando por los cárteles mexicanos surgidos de la división territorial decidida por el Padrino, y quizá en particular del cártel del Golfo. Las estimaciones oscilan en torno a un total de trescientos millones de dólares que fueron a parar a cuentas extranjeras, de los que alrededor de entre noventa y cien millones terminaron en cuentas suizas entre 1992 y 1994. En particular, los fondos se habían transferido a través de Citibank Mexico a cuentas de banca privada en las filiales de Londres y Zúrich, y a los más prestigiosos bancos helvéticos como SBC, UBS, Banque Privée Edmond de Rothschild, Crédit Suisse y Julius Baer. El coloso norteamericano habría ayudado a Salinas en las transacciones, desdibujando la trazabilidad del dinero. ¿De qué modo? Ante todo, activando una cuenta en la filial de Nueva York a nombre de Salinas. A través de Cititrust, una fiduciaria suya registrada en las Islas Caimán, Citibank había creado la sociedad de inversión Trocca, también con sede en dicho paraíso fiscal, en la que guardar el patrimonio de Salinas. Para ocultar ulteriormente el nombre de este último, Citibank creó otra sociedad, la Tyler, que resultaba ser la principal accionista de Trocca y que, en nombre de esta última, abrió dos cuentas de inversión en Citibank London y Citibank Switzerland. Además, no sólo habría renunciado a las referencias bancarias del cliente y a la elaboración de un perfil know your customer, sino que incluso habría permitido que Raúl Salinas utilizara otro nombre para realizar las transferencias. Ningún documento estadounidense lo identificaba como propietario o beneficiario de Trocca, ni vinculaba a Salinas al dinero de Trocca que circulaba de México a Nueva York, hasta llegar a Londres y a Suiza.

Quien efectuaba periódicamente las transferencias desde México era Paulina, a la que el vicepresidente de la división de México del Citibank había presentado a sus colegas mexicanos con el falso nombre de Patricia Ríos. Bajo esa identidad, la señora Salinas ingresaba en la cuenta del Citibank Mexico cheques emitidos por al menos cinco bancos mexicanos, a fin de que se convirtieran en dólares estadounidenses y se transfirieran a la sede de Nueva York. Allí el dinero terminaba en lo que se denomina una concentration account, es decir, una cuenta de depósito en la que confluyen capitales de varios clientes y filiales del banco, y donde se clasifican para poder enviarlos hacia sus diversos destinos finales.

Parece bastante irónico que el golpe hubiera llegado justamente del país más renombrado por su antigua tradición de secreto bancario, Suiza, donde los procedimientos judiciales contra Salinas han proseguido durante muchos años. Continuaron aun después de que Carla Del Ponte llegara a ser fiscal del Tribunal Internacional para la Antigua Yugoslavia de La Haya, juzgando los crímenes de Slobodan Miloševic’, y terminaron en un proceso en el que el juez helvético sentenció que las estructuras del Estado mexicano protegían al narcotráfico y que el dinero no podía tener un origen lícito. De hecho, el dinero permanecería congelado en los bancos suizos a la espera de que la justicia mexicana se pronunciara a su vez sobre los vínculos entre Salinas y los cárteles. Pero sobre ese punto crucial las pruebas no resultaban suficientes y el caso se cerró. Así, en 2008, la Confederación Helvética decidió entregar al Estado mexicano 74 millones de aquellos dólares, que entretanto habían aumentado a un total de 130 millones, y restituir otro porcentaje a terceros que habían confiado el dinero a Raúl Salinas. Y no ha terminado, porque el 19 de julio de 2013 un juez federal mexicano lo absuelve del delito de enriquecimiento ilícito. No hay suficientes pruebas de que la fortuna de Salinas se haya creado por medio de actividades ilegales.

El problema que surge de esta interminable historia es la falta tanto de instrumentos como, a menudo, de interés en atacar el dinero sucio incluso cuando quien acaba acusado no es un miembro evidente de una organización criminal sino un representante de la élite y del aparato institucional que sirve para hacer funcionar la maquinaria del beneficio limpio. Con el dinero de la cocaína primero se compran políticos y funcionarios. Luego, a través de éstos, el amparo de los bancos.