Existen dos clases de riquezas. Las que cuentan el dinero y las que lo pesan. Si el tuyo no es el segundo tipo de riqueza, no sabes qué es realmente el poder. Esto lo he aprendido de los narcotraficantes. También he aprendido que la ciudadanía de los narcotraficantes abarca todo el mundo, pero que dondequiera que se encuentren esos mismos hombres articulan los gestos, los movimientos, los pensamientos como si no hubieran salido nunca de sus tierras. Vive en cualquier parte, ni que sea en el centro de Wall Street, pero no abandones las reglas de tu tierra. Reglas antiguas, que ayudan a estar en el mundo moderno sin perderse. Es la regla la que permite a las organizaciones italianas tratar de poder a poder con los narcos sudamericanos y con los cárteles mexicanos y comprar toneladas de droga bajo palabra.
Los cuellos blancos del narcotráfico han dejado el atuendo de los pastores del Aspromonte y, gracias a una ilimitada disponibilidad de dinero, están colonizando el mercado de la droga. Pero las reglas del Aspromonte, las reglas de sangre y tierra, siguen siendo sus coordenadas morales, su guía en la acción. Sin embargo, ahora conocen también las reglas de la economía y saben moverse por el mundo, lo que resulta indispensable para garantizar una facturación anual de miles de millones de euros. Por eso es complicado tratar de describir a los hombres que gobiernan el narcotráfico mundial. Si se deja el asunto en manos de guionistas, salen personajes que pasan del traje de raya diplomática al dialecto, de los palacios de mármol al hedor de la calle, personajes con la fascinación de la ambigüedad y con la inquietud de las propias contradicciones. Pero ésa es la ficción; en la realidad la burguesía del narcotráfico generalmente es más sólida y serena que la media de las familias empresariales burguesas. Las familias mafiosas están acostumbradas a estar al quite, a sufrir y reaccionar a los contragolpes; ausencia y lejanía constituyen la norma. Cubrir y ocultar lo que no hace falta que se sepa no implica un deseo de aparente respetabilidad que puede desmoronarse fácilmente, sino una necesidad primaria. Están preparados para el dolor, la pérdida, la traición; por eso son más fuertes. No se ocultan a sí mismos la crueldad de vivir en este mundo. Ni de querer ganar, en todo.
Cuando me pregunto quién podría ser el arquetipo del ejecutivo de la coca surgen dos nombres que son como los polos opuestos de un mismo campo magnético. El Norte y el Sur. El hombre del Norte es el prototipo del empresario que se ha hecho a sí mismo, confiando sólo en sus propias fuerzas y en su propio sentido de los negocios. El hombre del Sur es un burgués de la capital que ha tanteado la posibilidad de ir más allá de una vida segura como empleado de una gran empresa pública y se ha aferrado a ella. En ambos cualquier pensamiento político y moral tiene un carácter transversal. Si hay que ser democráticos y transgresores, saben serlo. Si es más útil presentarse como rígidos conservadores, se encuentran igualmente a sus anchas. Hombres de negocios capaces de tentar a personas de sólida moral explotando microscópicas fisuras, debilidades imperceptibles. Corrompen sin hacer sentirse nunca en pecado al corrupto, logrando hacer pasar la corrupción por una práctica expeditiva y sin peso, algo que en el fondo hacen todos.
El hombre del Norte transmite ante todo solidez y determinación, el del Sur tiene maneras más brillantes y mundanas, pero ambos se presentan como señores de mediana edad y de riqueza media. Así aparece también el modo en que han elegido hacerse llamar: banal, hasta un poco ridículo. Insospechable. Bebè y Mario.
El más joven nació hace sesenta y un años en un pueblecito lombardo, Almenno San Bartolomeo. Bérgamo dista poco de allí, pero todavía cuesta menos atravesar el río Brembo y empezar a ascender por el valle que para los propios lombardos sintetiza el atraso de la provincia, la Val Brembana. Lo bautizan con el nombre de Pasquale, probablemente en memoria de un abuelo de Brindisi, y luego Claudio para que el niño tenga también un nombre más moderno. De apellido se llama Locatelli, más o menos como todos en aquellos parajes. Más tarde se convertirá en Mario, una vez más como todos.
Pasquale Locatelli es un muchacho de veinte años cuando empieza a acostumbrarse a hacer incursiones en la Lombardía rica, entre Milán y Verona, para robar coches de gran cilindrada. Trabaja con gente de Milán, gente crecida en la ligèra, la antigua hampa de la que todavía son popularísimas las canciones en dialecto, aunque el «bar del Giambellino» y el «vigilante de la Banda de la Ortiga»[13] pertenecen ya a un pasado nostálgico. La ciudad se ha convertido en zona de guerra, subversión política y delincuencia común se confunden y a veces se entrelazan, aumenta vertiginosamente la frecuencia de los atracos a mano armada y de los secuestros de personas, el número de asesinatos es de una media de ciento cincuenta anuales… Quien no asciende a estrella del crimen como Renato Vallanzasca, Francis Turatello «Faccia d’Angelo» («Cara de Ángel») y su antiguo brazo derecho Angelo Epaminonda, quien no está abocado a la cadena perpetua por homicidio u otros delitos graves, puede seguir tranquilamente su camino.
Locatelli lo sabe, sabe que el delito que compensa no es el de los exaltados de los años setenta. Pasa a concentrarse en todos los «servicios» que necesita quien revende automóviles robados, crea una red de contactos que van desde Austria hasta Francia, aprende lenguas extranjeras de las que acabará dominando cuatro. Razona ya como un empresario proyectado en un escenario internacional. Los negocios ilegales son como los otros negocios, requieren fiabilidad y previsión. Sobre Milán está descendiendo una paz engañosa, al mismo tiempo efervescente y cremosa como las comidas y las bebidas de moda. El hombre al que se conocerá como Mario, pero al que llamarán también «Diabolik», comprende que allí donde hay cada vez más dinero y un deseo desmedido de divertirse se está abriendo también un nuevo mercado. Están la moda y el diseño, están las televisiones privadas, empresarios emergentes y muchos hijos de papá con mucho dinero. En la ciudad y en la región más ricas en Italia la coca representa un vicio que pueden permitirse más personas que en otras partes. Locatelli se vuelca en esa mercancía que, una vez adquirida, exige otra más, adelantándose a los tiempos. Por sus pasadas operaciones de tráfico ha sufrido una condena traducida en régimen de libertad vigilada, y esas restricciones a su radio de acción le llevan a iniciar una vida de prófugo. Trata de extender su fortuna allí donde sabe que puede encontrar fácilmente a sus próximos clientes, en la Costa Azul. Se establece en una villa en Saint-Raphaël, la localidad más exclusiva y tranquila de la vecina Saint-Tropez. Los demás, que lo conocen como Italo Salomone, se dedican a lo suyo, como es costumbre entre propietarios muy pudientes. No saben que la policía francesa lo está acechando desde que se ha incautado en el aeropuerto de Niza de una maleta procedente de Colombia repleta de coca escondida en un doble fondo. De hecho, Pasquale Locatelli ha sido condenado ya a veinte y a diez años por tráfico de droga por sendos tribunales de la región, pero las sentencias se han pronunciado en ausencia del acusado. Pero Italo Salomone sigue siendo un italiano como tantos otros que goza del clima y de una vida despreocupada. Hasta que, después de tres años de investigaciones, los gendarmes consiguen detenerlo en su villa, donde también encuentran una provisión de 41 kilos de coca colombiana.
Corre el año 1989.
En ese mismo período Bebè está rehabilitando una vieja granja en Valsecca, a los pies de los Alpes Bergamascos, a media hora de distancia de Brembate di Sopra, la última residencia italiana de Locatelli. No la ha elegido por un deseo de tranquilidad y aire puro de montaña; la ha elegido para transformarla en una refinería de heroína blanca, la más preciada y rara, con un mercado selecto en Estados Unidos, que luego utilizará como moneda de cambio con los narcos. Según el arrepentido Saverio Morabito, antiguo capo de relieve de la ’Ndrangheta en Milán, a finales de los años ochenta éstos ofrecían 25 kilos de coca colombiana purísima por un kilo de heroína blanca bergamasca.
Bebè es Roberto Pannunzi, romano de madre calabresa, de sesenta y muchos años, antiguo empleado de Alitalia y emigrado de joven a Canadá como muchos meridionales en aquellos años. Allí los calabreses trabajaron duro: construcción, transportes, residuos, restauración… Pero la masiva presencia de inmigrantes también fue explotada por los poderosos señores de Siderno. «U Zi» («el Tío») Antonio Macrì había logrado en poco tiempo controlar el tráfico de droga en Canadá, estableciendo óptimas relaciones también con la Cosa Nostra estadounidense. Con su asesinato en Calabria en 1975 se desencadena la primera guerra de la ’Ndrangheta, pero el imperio empresarial construido en ultramar no se ve perjudicado. Macrì ha creado y comprado toda clase de actividades comerciales, sobre todo de importación y exportación, cosa que le ha ayudado a establecer óptimos contactos en los puertos más importantes. En los años ochenta la policía canadiense considera la organización que ha dejado a sus herederos la presencia ’ndranghetista más fuerte de todo Canadá. En Toronto, Roberto Pannunzi redescubre sus orígenes maternos precisamente gracias a Antonio Macrì. A Zi’ ’Ntoni (Tío Antonio) le gusta aquel muchacho de espesa cabellera negra, cara redonda y mirada orgullosa. Roberto es respetuoso, y sobre todo fiel. Está cerca de él y aprende. De carácter ambicioso, obedece no como un siervo, sino como alguien que confía en que obedeciendo puede aprender. Permanece en silencio y agacha la cabeza porque quiere crecer para mandar. En aquel mismo período en Toronto conoce a Salvatore Miceli, siciliano, punto de referencia de la Cosa Nostra para el tráfico de estupefacientes. Los dos se convierten en amigos y luego en «compadres».
A través de Miceli, Pannunzi obtiene de la Cosa Nostra heroína refinada en Palermo, luego la hace transportar a Siderno, desde donde el cargamento parte en barco escondido entre baldosas de cerámica hacia Toronto. Quienes aquí la recogen son los hermanos Vincenzo y Salvatore Macrì, sobrinos de Zi’ ’Ntoni.
Pannunzi se vuelve un experto. No se conforma con la droga que le proporcionan sus primeros contactos. Quiere la mejor relación calidad-precio y logra obtenerla, por eso el muchacho agrada. Explota las amistades de Antonio Macrì para encontrar a los mayores proveedores, que tras ese apellido perciben fiabilidad y seguridad. Por sí solo nunca habría podido acercarse a la élite de la heroína, pero aprende a utilizar los contactos de Macrì en los puertos de medio mundo. Si un grupo no logra encontrar un enlace, Roberto se lo proporciona. Se pone a disposición de todos, organiza envíos, hace llegar los cargamentos a zonas del mundo donde la heroína no llegaba. Y cuando los grupos le piden sustancias mejores a precios más bajos, él contacta con especialistas capaces de resolver el problema. Es él quien pone en contacto a la cosca siciliana de los Alberti con el clan de los Marselleses, quienes envían a Palermo a un químico suyo para montar una refinería de heroína.
Es también él quien, cuando Pasquale Marando, el capo de Platì encargado del tráfico de droga en el norte de Italia, tiene que pasar a la clandestinidad, se ofrece como intermediario entre las familias de Marina di Gioiosa Jonica y las de Platì, corazón de la ’Ndrangheta en el Aspromonte. Él une, no divide. Ése es el objetivo de Pannunzi.
Para ligarse aún más a sus financieros, cuando regresa a Italia Bebè se casa con Adriana Diano, que forma parte de una de las familias más visibles de Siderno. Aunque se separarán pronto, casarse, mezclar la sangre, es siempre algo mucho más vinculante que un simple contrato. En Roma gestiona oficialmente una tienda de ropa. Roberto también tiene sentido de la ironía: a la tienda la llama La Amapola, en honor a su colaboración con los más importantes traficantes de heroína turcos. En realidad está a disposición de las cosche calabresas. Después de haber explotado los contactos de Antonio Macrì, Bebè se emancipa, crece. El dinero que la ’Ndrangheta ha reunido con los secuestros debe ahora acrecentarse a través del narcotráfico. Roberto está preparado. Ha comprendido dónde conviene invertir.
El hombre del Sur y el hombre del Norte se mueven en líneas espacio-temporales paralelas sin cruzarse nunca. O tal vez sí, aunque no hay pruebas de ningún contacto entre ellos. Locatelli va ligeramente por delante, no especialmente porque haya iniciado su carrera desde un punto más cercano a Milán, hasta hoy el mejor mercado para la venta de cocaína. La geografía corriente cuenta poco cuando uno se mueve en un escenario planetario. No; el mayor oportunismo del bergamasco se explica más bien por el hecho de que él es el dueño de su propia empresa, libre para adoptar cualquier nueva inversión, único responsable de los riesgos que asume. En cambio Pannunzi se asemeja más al alto ejecutivo reclutado por un gran holding. La conquista de un nuevo mercado debe iniciarse con prudencia; sin perder cuotas del viejo mercado de referencia, sin poner en peligro ni un céntimo de la gigantesca facturación. La idea de impulsar la comercialización de la coca a partir de una ganancia en la que se puede explotar al máximo la competencia calabresa en la heroína es la típica ocurrencia con la que un óptimo ejecutivo sabe convencer a sus referentes. Luego Pannunzi pasa a la puesta en práctica: para encontrar la granja contacta con Morabito y, sobre todo, con una ’ndrina muy arraigada en Lombardía, los Sergi de Platì; y por último se trae de Francia a los mejores químicos, por entonces dos hombres de los Marselleses que ya habían trabajado para la Cosa Nostra, y que saben garantizar la excelencia.
Mientras Pannunzi sienta las bases para la gestión de una sociedad conjunta de la coca, Locatelli se ve sometido a un proceso por narcotráfico internacional que le lleva a la cárcel de Grasse para cumplir una pena de diez años. En prisión ve apenas un retazo del grato paisaje que se extiende bajo la colina de la antigua villa considerada «la capital mundial del perfume»; el mar que baña Cannes sólo puede intuirlo. Pero no le hace falta: Diabolik es un hombre de pensamiento y acción rápidos. Se rompe un brazo. Hay que hospitalizarlo; pero los franceses no son ingenuos, sospechan que ese incidente podría no ser casual. Por precaución, no lo mandan a Niza, sino a Lyon, lejos de la costa que ha recorrido palmo a palmo, a casi quinientos kilómetros de distancia. El preso baja del furgón celular y se encamina hacia el hospital. Cuando ha dado algunos pasos aparecen tres hombres armados y enmascarados que desarman a los agentes de la escolta y desaparecen en un santiamén junto con el prisionero. Ha concluido una época. Locatelli logra que le pierdan el rastro y cruza la frontera de España. Se convierte en Mario, Mario de Madrid: el hombre de referencia de los narcos colombianos en Europa, el propietario de una flota naval para el tráfico internacional de cocaína.
El empresario y el ejecutivo convergen. Son los pioneros, los hombres que crean de la nada una figura que no existía en la economía del narcotráfico: el intermediario. Ponen en comunicación a los distintos rincones del mundo. Estambul, Atenas, Málaga, Madrid, Ámsterdam, Zagreb, Chipre, Estados Unidos, Canadá, Colombia, Venezuela, Bolivia, Australia, África, Milán, Roma, Sicilia, Apulia, Calabria… Crean un movimiento perpetuo y tejen una red intrincada y sumamente tupida, una maraña caótica que sólo a una mirada muy atenta le revela la inaprensible movilidad de su mercancía. Se hacen muy ricos. Y hacen enriquecerse también a quienes acuden a ellos. Siempre en movimiento, necesitan encontrar continuamente nuevos canales. Su vida se parece cada vez más a esos pasatiempos en los que hay que unir los puntos de una figura, aquellos que lográbamos hacer de niños en los raros momentos en que los padres se apartaban del crucigrama y nos dejaban el lápiz: sólo podías admirar el dibujo al final, cuando los habías enlazado todos. Con Pasquale Locatelli y Roberto Pannunzi ocurre lo mismo. Sus operaciones de tráfico sólo se hacen patentes después de haber unido los puntos que ellos han sido capaces de vincular. Porque quien hace mover la droga rediseña el mundo.
El mundo se rediseña a partir de una diferencia que nadie ha establecido en teoría, una innovación que si se hubiera propuesto en abstracto habría sido rechazada. Ninguna organización criminal se habría declarado dispuesta a compartir una parte considerable de sus beneficios y conceder un papel no subordinado y no marginal a alguien que no forma parte de ella. La trayectoria es gradual, el salto cualitativo se produce sencillamente porque ocurre. O más bien, en cierto punto, ha ocurrido ya.
Mario de Madrid se ha ganado la confianza de los colombianos cuando éstos se hallan todavía en el apogeo de su fuerza. Se pasea con un guardaespaldas y una secretaria personal, ha aprendido de Pablo Escobar a no dormir nunca más de dos noches en el mismo sitio, cambia de teléfono móvil con la misma frecuencia con la que las personas normales se cambian de calcetines. Pero no es un hombre del cártel de Medellín ni del cártel de Cali. Y eso se revela una ventaja no sólo para él mismo, sino también para los monopolistas de la coca que en Colombia empiezan a hacerse la despiadada guerra que señalará su lenta decadencia.
Bebè Pannunzi ha establecido vínculos con las familias de Siderno y de Platì, lo ha hecho incluso a través de la sangre y la descendencia, pero no llega a afiliarse nunca a una cosca. No es un ’ndranghetista, no es un camorrista, no es un mafioso. Amalgama grupos distintos en una única sociedad de inversión. Calabreses, sicilianos, grupos con base en la comarca del Salento y aun otros. Crea una sociedad conjunta de la droga, capaz de incrementar sus contactos y su fuerza contractual en comparación con lo que podría obtener un solo clan individual. Una organización estratificada con un vínculo asociativo sólido y una clara división entre puestos de mando y subordinados. Es un intermediario hábil, que logra montar con facilidad operaciones financieras enormes y desplazar cantidades de droga imposibles de gestionar por una sola cosca. Sin esta nueva figura, la adquisición de coca habría seguido funcionando a la antigua usanza: la familia mafiosa manda a un hombre de confianza a Sudamérica, paga por adelantado una parte del cargamento, deja a su hombre en prenda en manos de los narcos, arriesgándose a que lo maten si algo se tuerce e impide el pago. Luego contacta con un intermediario que se ocupa del transporte.
Pannunzi cambia todas las cartas en juego. Se traslada a Colombia. Ha aprendido lo que había que aprender en estrecho contacto con las ’ndrine, y sabe que ha llegado la hora de transmitir el ejemplo y la lección. Introduce en el oficio a su hijo Alessandro, que se casa con la hija de un capo de Medellín. Por teléfono lo llama «Miguel» y le habla en español para desorientar a eventuales oyentes no deseados. Su hija Simona se promete con Francesco Bumbaca, que se convertirá en el hombre de confianza de su suegro. A Francesco lo apodarán «Joe Pesci» o «Il Finocchietto». A principios de los años noventa Pannunzi explota la potencia de los cárteles colombianos, que han transformado la jungla de su país en un territorio salpicado de aeropuertos privados. A la ’Ndrangheta le vendría bien un avión de carga para los viajes intercontinentales, y Bebè se lo proporciona.
Él puede permitirse una flota aérea para transportar la mercancía blanca. Recibe millones y millones de euros de diversas organizaciones. Hace de garante a los cárteles en primera persona, obteniendo de ese modo descuentos enormes sobre grandes cantidades. Garantiza el transporte y la llegada de los cargamentos a los puertos. También sabe quién se hará cargo una vez que la coca haya llegado a su destino. Cuantos más son los accionistas, menos costoso le resulta el kilo de mercancía. Reparte las pérdidas derivadas de las incautaciones. Puede permitirse incluso un control de calidad. Viaja, establece contactos, encuentra clientes. En todas partes. Busca financieros, capitales: luego ya pensará en decidir dónde y cómo comprar en su momento. Busca buenos transportistas, costas seguras, ciudades depósito.
Locatelli actúa de forma equilibradora. Él, que está más cerca de los proveedores, mantiene su base en Europa para ofrecer más agilidad en el contacto con los clientes. Trata con todos: las familias de Bagheria y de Gela, las ’ndrine de San Luca y Platì, los clanes más poderosos de la zona norte de Nápoles. Y trata con todo, fiel a su instinto empresarial: el corazón de su negocio es la coca y también cada vez más el blanqueo de dinero, pero sería estúpido no explotar a fondo la proximidad del norte de África para transportar hachís a través del estrecho de Gibraltar, una de las bases de su potencia naval. Además accede a viejas relaciones y experiencias para montar una red internacional de comercio de coches robados. Pero son los acontecimientos de un país relativamente alejado de la península Ibérica los que permiten a Mario de Madrid dar un nuevo salto. Él es uno de los primeros en captar las inmensas posibilidades que comportan las tensiones y luego las guerras en la antigua Yugoslavia. Drogas, armas, dinero: sobre estos tres elementos puede crear una triangulación de los negocios, hacerlos rebotar de España a América, de América a los Balcanes, con refracciones en Italia, escalas en África, etcétera.
Asimismo, el bergamasco estructura su negocio como una empresa familiar, empresa que amplía a unos pocos colaboradores de muchísima confianza. Familia estricta y hombres a sueldo a los que tener bajo permanente presión y control, jerarquías blindadas, ley del silencio. La empresa bergamasca, aun sin tener en su base ninguna ligazón histórica, va asumiendo cada vez más los rasgos de la organización mafiosa y con ello adquiere también su exitosa impermeabilidad. Pero el modelo de funcionamiento de las mafias no es otro que una declinación concreta del modelo empresarial dominante en Italia. Por lo tanto, y como en el caso de los mafiosos de pleno derecho, el entrelazamiento de afectos y negocios corre el riesgo de convertirse en su talón de Aquiles. En 1991 los carabineros descubren que Locatelli, cuando está en Italia, vive con su compañera, Loredana Ferraro, en Nigoline di Corte Franca, un pueblecito de la provincia de Brescia. Están listos para hacer saltar la trampa, pero Diabolik consigue un automóvil y parte a toda velocidad, convirtiendo los viñedos de Franciacorta en el inusitado escenario de una persecución hollywoodiana y escapando a su captura. Loredana sigue siendo su compañera y, como sus dos hijos, comparte sus intereses y su destino: una década más tarde también ella será detenida en España, la última integrante de la red de Mario que acabará en manos de la justicia.
Hombres como Bebè y Mario, pero también los mismos capos que con la leche materna han mamado las ancestrales reglas de la familia, con frecuencia se han revelado vulnerables precisamente a causa de una relación femenina. Quienes les comprometen no son las mujeres que pueden comprarse por una noche, mercancía como cualquier otra de la que están en condiciones de permitirse la mejor calidad. Son aquellas a las que se ligan, con las que forjan una relación de confianza. La pieza que en un momento dado parece poder conducir a Pannunzi se llama Caterina. No es una chica cualquiera, susceptible a la fascinación y al poder del maduro hombre de negocios, ni Bebè habría tenido jamás la disposición de compartir la esencia real de su propia vida si su pareja no hubiese presentado todas las garantías para convertirse en una verdadera cómplice. Caterina Palermo tiene un pedigrí tranquilizador: es hermana de un mafioso de la misma cosca de Miceli. Los investigadores descubren que ha reservado billete en un vuelo Madrid-Caracas y empiezan a seguirla. Después de aterrizar en la capital venezolana, Caterina se dirige a una localidad situada en la frontera con Colombia, país en el que se ha establecido su compañero en ese período. Su cita amorosa se había fijado allí, pero, avisado por quién sabe qué informadores, Pannunzi no aparece. La mujer y los policías vuelven a Italia compartiendo por una vez un mismo sentimiento: la decepción.
El intermediario del Norte y el intermediario del Sur son el Copérnico y el Galileo del comercio de cocaína. Con ellos cambia el modelo de rotación de los negocios: antes era la coca la que rotaba en torno al dinero; ahora es el dinero el que ha entrado en la órbita de la coca, aspirado por su campo gravitatorio. Cuando sigo su rastro, me parece estar hojeando un manual que coincide con el radio de acción de dos personas concretas. Mario y Bebè reúnen en sí todas las características del intermediario de éxito. En primer lugar, una disponibilidad ilimitada de dinero, requisito previo para poder dictar las condiciones de un negocio. Formidables capacidades de organización. Una visión amplia unida a la precisión a la hora de definir cada detalle. Descuellan en la mediación y han aprendido a resolver problemas. Garantizan el abastecimiento a todos los que pueden pagar y consiguen caerles en gracia. Saben que es mejor mantenerse alejados de opciones políticas, de órdenes de asesinato, del recurso a la violencia. Sólo quieren movilizar materia blanca, y para ello únicamente necesitan dinero y buenas relaciones. Los grupos criminales, grupos también rivales, les conceden esta libertad porque ellos les hacen salir ganando.
Y por último tienen intuición, una calidad que no compras y no aprendes y que por eso no tiene precio. Se nace, y ellos han nacido con una dosis de intuición muy superior a la media. La intuición es ante todo empatía, saber ponerse en la piel de quien tienes delante, barruntar sus costumbres, sus puntos débiles, sus resistencias. Para Bebè y Mario el cliente es un libro abierto. Saben dónde darle, saben cómo convencerlo. Saben que, si titubea, ha llegado el momento de apretar; si se muestra demasiado seguro, entonces hay que hacerle saber quién tiene la sartén por el mango. Pasan con desenvoltura de una lengua a otra, de una cultura a otra, saben ser como una esponja, transformarse, sentirse ciudadanos de la parte de mundo en la que se encuentran. Saben presentarse como humildes mediadores o emanar autoridad, atractivo, simpatía. Eso es la intuición: conocer la naturaleza de los hombres y saber manipularla.
Pero la intuición también es previsión. Si los intermediarios financieros hubieran aprendido de los intermediarios de la coca, probablemente no se habrían estrellado contra el muro de cemento de la crisis. Pannunzi y Locatelli intuyen que la heroína como mercado de masas se está acabando. Lo entienden mientras el mundo todavía la consume a toneladas y mientras las mafias italianas todavía lo invierten todo en heroína. La cocaína invadirá el mundo y será más global, más difícil de atajar: y ellos estarán ahí, estarán antes que los demás.
En un par de ocasiones la policía logra atraparlos, pero los dos intermediarios siempre encuentran el modo de resolver también ese problema. No ordenan asesinatos. Tienen mucho dinero, saben defenderse, saben cómo no dejar pruebas. No atraen la atención mediática, pocos periodistas los conocen, sólo un reducido grupo de entendidos saben quiénes son y hasta qué punto cuentan realmente. Y si son excarcelados, la opinión pública no se indigna.
El año 1994 podría haber sido su annus horribilis, pero en cambio el ciclón que los embiste no tiene fuerza para desarraigarlos. En enero Pannunzi es detenido en Medellín, donde vive desde hace cuatro años. Y no basta el millón de dólares que Bebè ofrece a los policías para dejarlo ir. Escandalosamente, ellos no aceptan. Bebè se queda en una prisión colombiana a la espera de su extradición a Italia, adonde es trasladado en diciembre.
Mientras tanto se está madurando la última fase de una megaoperación coordinada entre varias policías internacionales, incluida la DEA estadounidense y el FBI, que lleva el inequívoco nombre de Operación Dinero. La operación, que dura dos años, según los documentos de la DEA lleva a la detención de ciento dieciséis personas en Italia, España, Estados Unidos y Canadá. Una vez hechos los recuentos, entre un continente y otro se habrán incautado cerca de 90 millones de dólares en efectivo y una cantidad increíble de cocaína: nueve toneladas. El 6 de septiembre de 1994, Locatelli está cenando en un famoso restaurante de la capital de España, Casa Adriano, rodeado por su círculo más íntimo: su secretaria suiza Heidi, que como él viaja con documentación falsa, y su brazo derecho en Italia, el abogado pullés Pasquale Ciola. En la mesa está también el fiscal suplente de Brindisi Domenico Catenacci. Poco tiempo antes éste había pensado en entrar en política, pero finalmente renuncia y se traslada a Como. En esta ciudad sucede algo nunca visto: los dos magistrados llamados a desempeñar el cargo acaban uno tras otro imputados por asociación para delinquir. Catenacci es suspendido de sus funciones, pero en el juicio logrará demostrar que no tenía ni idea de quién era Pasquale Locatelli y será absuelto. Mario es detenido y conducido a una cárcel madrileña. Además de la libertad también pierde cuatro barcos de su flota, ya a punto de alcanzar las costas de Croacia y cargados de droga y armas, y muchos otros pedazos de su imperio.
La Operación Dinero es un éxito clamoroso, del que en rueda de prensa se jactan conjuntamente en una orilla del océano el jefe de la DEA y en la otra el ministro del Interior italiano. Dos años de investigaciones y operaciones secretísimas. Agentes infiltrados en dos continentes y, como cebo central, un banco abierto ad hoc en un paraíso fiscal del Caribe, la isla de Anguila, para blanquear los narcodólares. Un verdadero banco, convenientemente registrado, con una elegante sede, dependientes cualificados que saben atender a los clientes en muchas lenguas y con una competencia ejemplar. Pero controlado íntegramente por la DEA. El RHM Trust Bank ofrece tipos de interés de ensueño, sobre todo a los clientes más adinerados. Los colombianos se dejan engolosinar. Un consultor financiero de la DEA logra entrar en relación con Carlos Alberto Mejía, llamado «Pipe», un narcotraficante vinculado al cártel de Cali que organiza los suministros a Estados Unidos y Europa, mostrándole las credenciales del RHM Trust Bank. El banco está situado en un paraíso fiscal británico, garantía de seriedad, de fácil acceso y muy ventajoso. Los narcos están acostumbrados a una vida de lujo y al dinero que va y viene como las lluvias tropicales. Mejía, en particular, quiere gastárselo en una antigua pasión de su tierra: los caballos. Los denominados «paso fino» son una raza autóctona de Colombia que remite a la llegada de los españoles montados en aquellos desconocidos animales gigantescos que a los atónitos ojos de los indios les hacían aparecer como dioses. En la época en la que reinan los reyes de la cocaína, el más bonito y famoso se llama Terremoto de Manizales, el alazán del hermano de Pablo Escobar. Pero precisamente en el período en que el infiltrado de la DEA se acerca a Carlos Alberto Mejía, un grupo hostil secuestra a Terremoto matando a su jinete. Unos días después lo abandonan en una callejuela de Medellín, castrado por venganza. Sabían que esa lesión representaría un dolor más atroz que la muerte de muchos hombres y un duro golpe para la imagen de los Escobar. Pero no lo bastante. Terremoto, dice una leyenda que circula en Colombia, habría servido para hacer nacer, dieciséis años después de su castración, un caballo idéntico, clonado por una empresa especializada en Estados Unidos.
También Mejía posee una cuadra de preciosos paso fino y además una colección de arte a la que, sin embargo, parece ser menos aficionado. Decide confiar tres cuadros a los intermediarios del banco: un Picasso, un Rubens y una obra del pintor inglés del siglo XVIII Joshua Reynolds. Los expertos que podrán admirarlos tras su incautación estimarán su valor en 15 millones de dólares. Pero el verdadero negocio está en el blanqueo de dinero. Para empezar, en Italia habría casi dos millones y medio de dólares procedentes del narcotráfico para reinvertir, dinero que llegará a través de un hombre de confianza del socio italiano de Mejía que opera en España e Italia.
Es así como los agentes de la DEA se encuentran de repente y sin haberlo previsto sobre la pista de Pasquale Locatelli. El objetivo es asestar un golpe a la que en ese momento es la organización de narcotráfico más poderosa del mundo, el cártel de Cali. Mario de Madrid aparece de improviso casi de la nada. Sin embargo, él y su organización se revelan increíblemente difíciles de atrapar. Nunca una sola llamada de teléfono localizable. Planes de blanqueo tan rápidos que no se logra seguirles los pasos. Precisamente a causa del «socio italiano» las investigaciones llegan a un punto muerto. Los investigadores deciden entonces pegarle a los talones a un agente encubierto, un agente muy particular. Es inspector del Servicio Central Operativo de la policía italiana. Posee una formación financiera acrisolada durante años de investigaciones, pero nunca ha llevado a cabo una misión encubierta. Es joven, apenas veintisiete años, pero de presencia impecable. Habla con fluidez varias lenguas. Conoce los métodos más sofisticados de blanqueo. Es una mujer.
Parece el recurso de una película de acción producida en Hollywood, mucho más que la huida por los caminos de la pacífica Franciacorta con los carabineros en los talones. Ahí fuera, en el mundo real, las chicas bonitas y jóvenes, y además capaces de asumir una nueva identidad sin imperfecciones, raramente existen. Al principio eso es lo que piensan precisamente los colegas estadounidenses, y también los italianos tienen sus dudas, pero al final todos se convencen de las ventajas que puede ofrecer la infiltrada. Así, después de un curso acelerado y personalizado de la DEA, nace Maria Monti, una experta en finanzas internacionales con un enorme deseo de abrirse paso entre la despiadada competencia masculina. Maria Monti transmite una feminidad vital, una ambición tan famélica como casi inocente. Al igual que muchas chicas de hoy resulta ser buena, mejor que los hombres, y tiene muchas ganas de ponerse a prueba. Trabajar con ella será un placer en todos los sentidos para aquellos con quienes entrará en contacto.
Existe una regla básica para dar vida a una ficción perfecta o acercarse lo máximo posible a esa perfección: apoyarse en lo que realmente forma parte de la persona que ha de transformarse en otra. A la policía le parece que Maria Monti se ha ganado la confianza y el respeto de sus colegas casi como si representara su propio doble oscuro. Las cualidades fundamentales y los recursos de una persona siguen siendo los mismos, independientemente del uso que quiera hacerse de ellos. Luego viene la elección. Casi nunca se adopta en un momento lúcido, preciso. Pero sucede. La elección lo marca todo, bombea en círculo los azúcares del deseo, alimenta la sangre, se convierte en metabolismo. Aquí todo esto es sólo fingido. El corazón oculto bajo las chaquetas ceñidas de los trajes de firma sigue albergando el tipo de coraje más peligroso: el nutrido por la curiosidad, por la indomable voluntad de conocer que no se amilana ante lo imprevisto o lo desconocido.
Maria se ve catapultada a una vorágine de vuelos en clase business, traslados en taxi o coches de lujo, hoteles y restaurantes para unos pocos elegidos. La dimensión de irrealidad atenúa su inquietud. El riesgo es que se deje llevar demasiado, que baje la guardia distraída por el exceso de novedad y de lujo que, en cambio, debe gestionar con la indiferencia de quien está acostumbrado a ello. Pero eso no ocurre. La infiltrada no olvida ni por un segundo que es sólo la vanguardia de un equipo que sigue sus señales a través del GPS oculto en su maletín habitual, listo en un segundo para acudir en su auxilio en caso de necesidad. El peligro que está corriendo, no obstante, sigue siendo muy real. Los primeros a los que tiene que abordar son los narcos, gente acostumbrada a hacer uso impunemente de la violencia. Sin embargo, la lejanía de su vida y de sus vínculos, e incluso la necesidad de valerse del inglés y el español, le hacen en parte más fácil entrar en su papel.
Miami tiene un puerto inmenso, la llaman la «capital mundial de los cruceros». A la sombra de los barcos de siete pisos de la Royal Caribbean y la Carnival amarran también yates cuyo tamaño sólo la mole de los monstruos flotantes logra relativizar. Maria habría tenido que cerrar su negocio en un lugar más concurrido, pero sus clientes sudamericanos no llegan. Entonces alguien la acompaña al puerto, la hace subir a un yate y leva el ancla. Está en medio del océano con unos hombres que tratan de impresionarla con su transatlántico privado, el agente que la espera en el muelle ya no puede ayudarla, sólo puede contar consigo misma. Todo fantástico —concede—, pero yo he venido for business, not for fun, perdonad si os chafo el plan.
Locatelli es de otra pasta. También Mario de Madrid la primera vez recibe a Maria en un yate mar adentro frente a la Costa del Sol, cerca de Marbella, donde se ha establecido con Loredana; pero su naturaleza pragmática apunta tanto al poder seductor o amenazador de la ostentación como a la absoluta privacidad que le concede su medio flotante. El experto intermediario quiere estudiar con calma a aquella chica que comprensiblemente ha caído en gracia a sus socios colombianos. Maria lo sabe, por un instante se siente desnuda, luego saca toda la habilidad y soltura de que es capaz. Habla de tipos de interés, acciones, fondos de inversión. Discute las potencialidades y los riesgos de apostar por la new economy, propone un par de transacciones para ganar con los cambios de divisas. Ya está. El cabecilla se ha convencido de que es una interlocutora válida, las entregas de dinero para reinvertir a través del banco de las Antillas pueden continuar a buen ritmo.
Sin embargo, los momentos de temor no han terminado en absoluto. El día en que recibe un maletín con dos millones de dólares, Maria se da cuenta de que alguien la sigue. No puede correr el riesgo de dejarse atracar o, peor aún, que la descubran mientras se sube al coche de un colega, tal como se ha acordado. No tiene idea de si el hombre que lleva a su espalda es un malhechor ignorante o bien una sombra que alguien ha enviado a controlarla. Entonces coge un taxi y da vueltas, da vueltas durante horas y horas atravesando todo lo largo y ancho de la ciudad.
Es en Italia donde paradójicamente tiene más miedo. En Roma los encuentros se fijan en lugares muy concurridos: el Hotel Jolly, el Café Palombini all’Eur… ¿Y si por desgracia alguien la reconociera, le hiciera señas, pronunciara su verdadero nombre? También la han preparado para esa eventualidad: hay que reaccionar como si se tratara de una equivocación. Una mirada firme, rápida, la perplejidad de un instante, y basta. Pero Maria no está segura de saber mantener toda la frialdad necesaria. A veces también se le insinúa una inquietud más solapada: no hay que excluir que entre sus contactos pueda filtrarse alguna información sobre ella. El «recadero», llamado «Polifemo», es un milanés de humilde aspecto de empleado que en el registro civil responde al nombre de Mario Di Giacomo. Pero ella tiene que tratar con el hombre de confianza de la organización de Locatelli en la plaza romana, Roberto Severa, elemento destacado de la banda de la Magliana,[14] el hombre al que Locatelli ha confiado considerables reinversiones en una cadena de supermercados y en algunas actividades de la capital. Es él quien la inunda de dinero que hay que blanquear lo antes posible en el Caribe: 671,8 millones de liras más 50.000 dólares, y luego también dos paquetes de 398,35 y 369,45 millones de liras, todo ello en el curso de un mes y medio.
Pero el verdadero pilar de los negocios de Locatelli en Italia es un personaje con el aspecto tranquilizador de un abogado de provincias, Pasquale Ciola. Como Bebè Pannunzi, también Mario de Madrid ha redescubierto quién sabe cuándo sus propios orígenes maternos y las ventajas de éstos. Gracias a Ciola, que forma parte del consejo de administración, logra valerse de un banco entero, la Caja Rural y Artesana de Ostuni. Y dados sus crecientes intereses en los Balcanes, también a través del abogado de Brindisi está finalizando la adquisición de un banco de Zagreb, el ACP. Apulia es la parte de Italia más próxima a la otra orilla del Adriático. Pasquale Ciola ha aprendido a hacerlo todo con la máxima prudencia. Para reunirse con Locatelli en España convierte el viaje en unas inocentes vacaciones familiares. Sube al Mercedes a su hijo y a su ex mujer, se detiene en los mejores hoteles a lo largo del trayecto, atraviesa la península Ibérica añadiendo etapa tras etapa de un itinerario «turístico»: Málaga, la Costa del Sol, Alicante… Sólo después de cuatro días coge la autopista hacia Madrid y llega a tiempo para la cena en el restaurante Casa Adriano.
Aquí termina la misión de Maria y de los colegas que han ido pisándole los talones al abogado hasta aquel momento largamente esperado. El propio Locatelli se presenta con una bolsa que contiene 130 millones de liras en efectivo. Sin embargo, pasado el día en que son celebrados como héroes en todos los noticiarios, apenas la adrenalina ha empezado a ceder el paso al cansancio y se vuelve a la normalidad y al olvido, los policías italianos se preguntan cuán decisivo ha sido el golpe que han logrado asestar a Locatelli. Saben que éste todavía posee al menos cinco grandes barcos en Croacia, Gibraltar y Chipre, bienes que se han revelado intocables. Su patrimonio sigue siendo incalculable. Desde la cárcel madrileña ha seguido llamando por teléfono a diestro y siniestro, dirigiendo tranquilamente sus negocios y haciendo honor al comentario jocoso del capo de la Camorra Maurizio Prestieri, quien, hablando de otra cárcel española, había dicho que «parecía una aldea de vacaciones». Lo único que quizá pueda hacer desmoronarse su imperio es un régimen de reclusión que lo deje aislado de verdad.
Una vez más, las vidas de Locatelli y Pannunzi parecen repetirse como en un juego de espejos o un teatrillo de sombras chinescas. Por una ironía del destino, ambos lograrán eludir el régimen penitenciario más rígido que existe en Europa para mafiosos o narcotraficantes: el italiano. Bebè, después de haber sido transferido a Italia, acaba siendo excarcelado por una cuestión de plazos. En 1999 se le detiene de nuevo por asociación mafiosa y, durante un período de arresto domiciliario concedido por motivos de salud, hace como Diabolik diez años antes: huye de una clínica romana, pero esta vez sin ninguna necesidad de un comando armado. Como Mario, elige España para pasar la clandestinidad; España, que en ese período está en pleno boom inmobiliario, es el lugar ideal donde los narcotraficantes de todo el mundo pueden reunirse y comprar, comprar, comprar ladrillo y toneladas de coca.
En Italia se mantiene una tupida red que en la capital orbita en torno a Stefano De Pascale, hombre ligado en el pasado a la banda de la Magliana como apoyo romano de Locatelli. Cada vez que paso por la Via Nazionale me vuelve a la mente, porque precisamente aquí, en la agencia Top Rate Change, un colaborador de la organización cambiaba en dólares y otras divisas cientos de millones de liras que De Pascale administraba para Pannunzi. De Pascale era el consejero de Pannunzi, no se limitaba a ejecutar sus órdenes, sino que también le daba consejos y sugerencias, además de llevarle la contabilidad y de coordinar las relaciones con clientes y proveedores. El hombre al que yo conocía sobre todo con el apodo de «Spaghetto» («Espagueti») era la persona de confianza de Bebè en Roma, a quien las cosche calabresas que hacían negocios con Pannunzi podían acudir para cualquier cosa.
En enero de 2001, acosado por una orden de detención internacional, Bebè vuelve a Colombia, donde compra una villa dotada de todas las comodidades. Una elección típica: no es sólo ostentación de riqueza; es la demostración de que se ha llegado a formar parte de la sociedad de los hombres que pueden permitirse los bienes de mayor prestigio y refinamiento. Contacta con los narcotraficantes y se aventura en los campos donde se cultiva la coca, llega a los lugares de refinado. El movimiento perpetuo libre de obstáculos no le hace bajar la guardia, también en Colombia selecciona con la máxima prudencia a sus colaboradores. Sabe por experiencia que ahora el mundo es uno solo y en ningún lugar se puede dejar pasar la mínima imprudencia.
La fuerza de Pannunzi radica en la absoluta imposibilidad de penetrar en su sistema. Toda su red criminal opera usando códigos y cautelas que hacen estrellarse a los investigadores contra un muro. Como puede leerse en los documentos de la investigación Igres, de la DDA de Reggio Calabria, Bebè no comete «nunca un error, nunca un “paso en falso”, nunca un nombre de pila, una dirección, un lugar de encuentro pronunciado con claridad en el curso de las numerosísimas conversaciones; siempre circunloquios, metáforas, similitudes, nombres en clave para referirse a amigos, horarios y citas. Grandísima prudencia y atención, sobre todo, en el intercambio recíproco de los datos telefónicos, indispensables para la prosecución de los contactos: auténticos códigos secretos “en clave” ideados por los investigados a tal fin, nunca un número de móvil dictado “en claro”, siempre cifras aparentemente incomprensibles».
Para conocer a Roberto Pannunzi hay que adentrarse en la inextricable madeja de su lenguaje. Los nombres de sus hombres siempre son sólo apodos de cobertura: il Giovanottino, il Biondo, il Ragioniere, il Nipote, Lupin, il Lungo, l’Orologiaio, il Vecchietto, il Cagnolino Cagnolone, il Tintore, Coppolettone, il Topino, lo Zio, il Parente dello Zio, il Fratello del Parente, la Zia, lo Scemo, il Compare, Sangue, Alberto Sordi, la Ragazza, i fratelli Rotoloni, il Ragazzo, Miguel, l’Amico, il Gozzo, il Signore, il Piccoletto, il Geometra…[15] Espejos que reflejan trozos de realidad distorsionada. Sabiendo que es interceptado, comunica direcciones, nombres y números de teléfono del modo más críptico posible.
«21.14 - 8.22.81.33 - 73.7.15. Son iniciales, tres iniciales, ¿entiendes?».
«Luego aparte, guión: 18.11.33. - K 8.22.22.16 - 7.22.42.81.22. K.11.9.14.22.23. – : 18.81.33.9.22.8.23. 25.14.11.11.25 – (+6) (+6) es el número».
«Luego además 11.21.23.25.22.14.9.11.21.11. Ésta es la ciudad».
«Luego, aparte, el número del despacho: +1, −2 (no sé si hace falta el cero o no) −3, −7, =, −7, +6, −3, +5, +3, +4».
A veces la extrema prudencia hace difícil la comprensión de los mensajes a los propios cómplices. Pero es una precaución indispensable. Hay nada menos que seis prófugos conectados por esta red: Roberto Pannunzi, su hijo Alessandro, Pasquale Marando, Stefano De Pascale (llamado «lo Spaghetto»), Tonino Montalto y, por último, Salvatore Miceli, el compadre de Trapani.
Los números de teléfono se comunican aplicando secuencias alfanuméricas preestablecidas, las llamadas se efectúan desde cabinas telefónicas o con tarjetas de teléfono siempre distintas. Nunca se presentan a las citas con un coche registrado a su propio nombre. A la coca se la denomina «documentos bancarios», «cheques», «facturas», «préstamos», «mueblecitos», «león enjaulado»… ¿Y para saber cuántos kilos se han pedido? Basta con hablar de «horas de trabajo». El mundo secreto y umbrío de Pannunzi es desmesurado. Es un remolino en el que resulta fácil ser aspirado. No hay asideros, y los pocos que parecen emerger se desintegran enseguida, reemplazados por otros aún más crípticos. Sólo una perturbación anómala puede dar forma a lo informe, un error que permita disipar esa niebla lo poco que hace falta para vislumbrar a una presa concreta. Una vez descubierta, hay que aferrarse a ella y no soltarla.
La perturbación llega bajo la forma del «Piccoletto» («el Pequeñajo»), de nombre real Paolo Sergi, destacado exponente de las ’ndrine de Platì. El Piccoletto comete una pequeña ligereza: utiliza su teléfono móvil, que es interceptado por los investigadores. Un descuido fatal, porque a partir de ahí los hombres del Grupo Operativo Antidroga de la Guardia di Finanza (policía fiscal) de Catanzaro logran penetrar en la red. Paolo Sergi se convierte en una llave maestra, y será precisamente él quien dé su nombre a la investigación de la Antimafia italiana: «Igres», que no es otra cosa que «Sergi» al revés.
Gracias a la ligereza cometida por el Piccoletto, la niebla se disipa. El escorzo que se abre revela un sistema lógico, los callejones sin salida y las cortinas de humo en los que se habían debatido los investigadores se manifiestan como lo que son: un espejismo. Los fragmentos distorsionados de realidad empiezan a recomponerse en imágenes coherentes. Y lo que emerge es una fuerza económica gigantesca. A partir de las conversaciones interceptadas, los investigadores logran esbozar el panorama global: una organización compleja dividida en dos grandes segmentos, uno calabrés y otro siciliano, cada uno de cuyos miembros tiene tareas precisas y diversas. Pannunzi, definido por los investigadores como alguien «carismático y a quien no hay que llevar nunca la contraria», se ocupa de todo, de la adquisición a la distribución, y obtiene ingentes cantidades de coca para introducirlas en Italia. Su principal proveedor en Colombia es el narcotraficante conocido como «Barba», que logra proporcionarle enormes partidas de cocaína. Barba y Pannunzi han establecido un pacto entre caballeros, lo que tiene algo de increíble, dado que el procedimiento habitual prevé garantías en carne y hueso que se añaden a las pecuniarias. Pero en Bogotá Pannunzi es estimado y respetado, y la ’ndrina para la que trabaja representa una garantía. La disponibilidad de los Marando-Trimboli es tan ingente que en las llamadas interceptadas a veces el propio Pannunzi se asombra ante las cifras de las que los capos de la Locride logran disponer constantemente para financiar sus negocios.
Desde Colombia, Roberto imparte directrices a su hijo Alessandro. Salvatore Miceli y los hombres de la cosca de Mariano Agate preparan el traslado de Sudamérica a Sicilia y el transbordo en alta mar en las Islas Egadas, donde algunas embarcaciones de Mazara del Vallo, que gozan de la ventaja de poderse confundir con el resto de los barcos pesqueros, están listas para recuperar el cargamento. La presencia de los sicilianos garantiza el aval de la mafia local al desembarco de la droga en las costas bajo su control, las de Trapani. El propio Miceli reconoce la habilidad de los Pannunzi, padre e hijo, en el narcotráfico, hasta el punto de que en una conversación con sus compadres sicilianos dice: «Sin ofender a los presentes, de este oficio pueden darnos lecciones…».
Rosario Marando y Rocco Trimboli se ocupan, en cambio, de la distribución en los mercados de Roma y Milán. Contactan con los compradores por teléfono y establecen los términos de la compraventa a través de un lenguaje rico en metáforas futbolísticas. Al teléfono, los dos capos de Platì les preguntan a sus interlocutores si quieren «reservar una pista para un partido de fútbol sala». A veces el comprador contesta que él quiere «jugar», pero que «todos los demás jugadores están fuera de Roma»: es decir, que todos los que habitualmente compran la droga junto con él en ese momento están fuera de la ciudad. Luego pregunta si el «partido de fútbol sala» se puede retrasar al lunes siguiente, o sea, si la entrega puede posponerse a ese día.
Cada diez días, Rocco Trimboli organiza un viaje en coche al destino de venta, una especie de «entrega a domicilio». La coca, generalmente una decena de kilos por viaje, se divide en pastillas y se oculta en el doble fondo del automóvil. Francesco y Giuseppe Piromalli, llamados «i fratelli Rotoloni» («los hermanos Rotoloni»), que actúan como «representantes» en Roma, son tan poderosos que pueden permitirse el lujo de devolver la mercancía en el caso de que no resulte estar a la altura de las expectativas. En cierta ocasión Francesco Piromalli se lamenta ante Rosario Marando de que «la pasta tenía demasiada salsa», de que había «demasiado aceite en los encurtidos»: metáforas para decir que la coca contenía demasiada sustancia de corte. Piromalli devuelve la mercancía sin reprimir un comentario desdeñoso. Si hubiera querido droga napolitana, dice, habría ido a comprarla a dos pasos de allí, no a Calabria. La droga napolitana es la que se encuentra en el barrio de Scampia, la coca que importan los cárteles camorristas al mayor mercado de trapicheo de Europa. Pero es coca de calidad inferior con respecto a aquella con la que comercian los calabreses. En Scampia la cortan para poder venderla en cantidad al por mayor, es el único sitio donde esto ocurre sin necesidad de un mediador. Vas, pides y puedes llevarte incluso un kilo de coca de discreto valor a buen precio. Libre distribución. En cualquier otro sitio, para cantidades superiores a dosis individuales o poco más hace falta un contacto en la cúspide de la estructura del trapicheo, cuando no en las altas esferas criminales.
Aparte de estos pequeños inconvenientes, la organización de la adquisición, el transporte, el reparto y la distribución final de la coca es una máquina perfectamente engrasada, rígida en su jerarquía, pero tremendamente flexible cuando se trata de adaptarse a los imprevistos.
Como en la rocambolesca historia del Mirage II. Hace falta un barco para atravesar el océano llevando a bordo el cargamento de coca colombiana. Hace falta un armador. Encuentran a uno que es también capitán de navío, Antonios Gofas. Le llaman «il Gentiluomo» («el Caballero»), un nombre que parece una garantía. También es una garantía su currículum, puesto que en los años ochenta transportaba heroína para refinar a Sicilia. Ahora también il Gentiluomo se ha pasado a la cocaína. El armador tiene un mercante, el Muzak, pero para los sicilianos cuesta demasiado. Los calabreses, en cambio, no se lo piensan dos veces y aflojan 2 500 millones de liras. Ahora la organización tiene el barco que busca. Pero le cambian el nombre: el Muzak se convierte en el Mirage II, un nombre que suena más melodioso a los oídos italianos. Gofas es bueno y tiene una tripulación fiable.
El Mirage II tiene que arribar a Colombia y cargar la coca, circunnavegar el sur del continente americano para evitar las rígidas inspecciones del Canal de Panamá y luego dirigirse hacia Sicilia, donde habría que entregar el cargamento a unos cuantos pesqueros en alta mar frente a las costas de Trapani. Un barco enorme que surca los océanos, puertos que esperan contenedores: todo decidido el 2 de marzo de 2001 en un hotel cercano a Roma, en Fiumicino, un hotel que se llama precisamente Hotel Roma. Aquí se establecen todos los detalles: la ruta que hay que seguir desde Colombia, el tramo de mar exacto donde se recuperaría la mercancía, la forma del transbordo entre la nave principal y los pesqueros de Mazara, los nombres en clave y la frecuencia de radio utilizada… Después de cerca de año y medio de negociaciones y preparativos, finalmente el Mirage II se dirige mar adentro.
Pero antes de arribar a Colombia el barco sufre una avería y se hunde en alta mar frente a las costas de Paita, en Perú. El capitán explicará la tragedia: ha echado los bofes por la avería en el motor, no sabía qué hacer. Pannunzi, que sigue las operaciones de lejos, percibe enseguida que hay gato encerrado: el griego ha provocado el hundimiento. No se fía de su versión, se huele una estafa. No cree en la fatalidad o en la tragedia. Para él, cuando hay empeño y dinero, el azar no puede tener ningún papel. El azar se afronta.
El problema es que Gofas, el Caballero, aparentemente haciendo honor a su apodo, ha enviado a uno de sus hombres a los proveedores como garantía. Es el rehén de los narcos. Además, el barco se ha hundido antes de que el preciado cargamento pudiera llenar su bodega. Pero tales elementos, que atestiguarían en favor de una desgracia inocente, no hacen más que acrecentar las dudas de Pannunzi. Él sospecha que el capitán ha calculado con cínica astucia los riesgos a los que se aboca al estafar a sus temibles clientes a fin de cobrar la póliza que se había contratado sobre el Mirage II. El griego retenido en Colombia sería sacrificable en aras de las ganancias que se consigan. Si así fuera, Pannunzi está seguro de que logrará descubrirlo, lo cual, para un armador que trabaja en el sector de la cocaína, significaría tener que afrontar el final de su carrera, detenciones ciertas, muerte probable.
Pero por el momento hay que poner buena cara para llevar a las cajas de los financieros el botín del seguro y al mismo tiempo organizar de inmediato un nuevo viaje. Los sicilianos, representados por Miceli, se lo encargan a un turco, Paul Edward Waridel, apodado precisamente «el Turco», que en los tiempos de la Pizza Connection[16] se ocupaba de hacer llegar la heroína de Turquía a Sicilia. Waridel también tiene buenos contactos en Grecia, sabe quién puede ocuparse del transporte por mar de cualquier clase de mercancía. Ahora, como dicen los hampones, «el trámite se divide en tres»: tres contenedores enviados desde Barranquilla con escala en Venezuela y con destino a Atenas. Cerca de novecientos kilos escondidos entre la mercancía de cobertura: sacos de arroz; una cantidad suficiente para superar la pérdida del Mirage II y asegurarse un importante beneficio. Así actúan los narcotraficantes si un cargamento va mal: compensan la pérdida con otro mayor.
Pero en el Pireo la policía griega intercepta uno de los tres contenedores en cuanto llega y se incauta de 220 kilos de coca purísima escondida entre el arroz. Misteriosamente, no advierte la presencia de los otros dos, pendientes de pagar los derechos de aduana en el puerto griego. Mientras tanto los proveedores colombianos se encuentran todavía sin un céntimo, porque como norma la droga se tendría que pagar en el momento de su entrega a los calabreses. No basta con tener como rehén al hombre de confianza de Gofas: saben que quizá su vida no vale nada. Entonces secuestran a Salvatore Miceli, el representante de la Cosa Nostra responsable del transporte y la entrega final a las ’ndrine. Barba, el colombiano que ha tratado con Pannunzi, avanza un crédito de varios millones de dólares. Salvatore Miceli empieza a temer lo peor. Le pide a su hijo Mario que venda algunos terrenos y bienes muebles de la familia, pero sobre todo que hable inmediatamente con Epifanio Agate, hijo del capo Mariano Agate, que está en la cárcel de L’Aquila, para que ejerza presión sobre Waridel.
La Cosa Nostra se halla en dificultades. La organización criminal más observada del mundo, aquella de la que más se ha hablado, parece no ser capaz de gestionar la situación. Los trapaneses no tienen el dinero. El factótum turco ha hecho saber que para pagar los derechos de aduana de los dos contenedores y poder transportar la mercancía a Italia hacen falta 400.000 dólares. Interviene Pannunzi. Se mueve deprisa para salvar a su compadre y para desbloquear la partida. Envía a dos representantes de su grupo a Lugano para poner la suma requerida en manos de Waridel, que a su vez tiene que llevarla a Atenas. Pero el turco, como hiciera antes que él el armador griego, está tramando una jugarreta. Quizá quiere también apoderarse de la coca, o quizá sólo quedarse con el dinero destinado a pagar los derechos de aduana de los contenedores. Después de habérselo embolsado, dice que los restantes kilos de mercancía han desaparecido del Pireo y ahora se encontrarían en una localidad indeterminada del territorio africano, bien custodiados por un compatriota suyo, un hombre de confianza. Por teléfono, para referirse a África, le sale involuntariamente una expresión poética: «en la parte opuesta de los toros», es decir, enfrente de España.
Calabreses y sicilianos comprenden que Waridel los está estafando. Pero la venganza tiene que esperar: primero están los negocios. Organizan el enésimo viaje, esta vez de Namibia a Sicilia. A finales de septiembre de 2002 el barco que transporta la droga está en alta mar en las Islas Egadas, pero de los pesqueros sicilianos a los que habría que trasladar el cargamento no se ve ni rastro. Transcurre el primer día y el comandante no recibe ninguna señal de respuesta. Transcurre también la segunda noche y todo continúa en silencio. El comandante espera hasta la tercera noche. Trata de ponerse en contacto siguiendo los procedimientos acordados, pero en vano. Al final resulta que ha sucedido lo increíble: los trapaneses han utilizado un canal de radio distinto. Habían entendido mal. Pannunzi no puede verificar cada pasaje hombre a hombre. No es un capo mafioso, sólo un intermediario: y cuando se equivoca como intermediario, eso ocurre solamente porque algún otro se ha equivocado en los aspectos operativos.
Salvatore Miceli tiene miedo. Los colombianos ya no se fían. Las excusas de los italianos ahora valen menos que nada. Miceli regresa finalmente libre cuando Pannunzi se hace garante de la transacción. Pero Bebè se siente decepcionado por el amigo que ha puesto en peligro también su reputación. Los capos de la ’Ndrangheta están aún más furiosos. Creen que el siciliano es corresponsable del lío que amenaza con echar a perder la enorme operación y por el que además han tenido que sacarlo de allí a base de millones de dólares. En ese punto los sicilianos son excluidos. Fuera la Cosa Nostra. Ahora el que coge las riendas de la situación es sólo Pannunzi, que decide que será España la que reciba el cargamento. No hay problema: también ahí tiene sus contactos y tiene a Massimiliano Avesani, llamado «il Principe» («el Príncipe»). El Príncipe es un rico romano vinculado a Pannunzi y a las ’ndrine calabresas. Desde hace varios años es el respetado propietario de un astillero en Málaga. Pannunzi se ha enterado de que las policías de medio mundo han logrado interceptar el envío y tratan de seguir su recorrido. Pero esta vez los calabreses y sus cómplices no cometen errores, utilizan un lenguaje sumamente críptico y cambian con frecuencia de números de teléfono. Los investigadores pierden todo rastro. El 15 de octubre de 2002 el barco llega a España, y tras su accidentado viaje la coca acaba en las manos seguras de Avesani.
Mientras tanto la policía fiscal de Catanzaro ha descubierto otra posible oportunidad. Aunque la prudencia en las comunicaciones telefónicas en Italia y en Colombia ha sido obsesiva, han localizado varias llamadas que conducen a un teléfono fijo siempre constante. Pero está registrado en Holanda. Pertenece al estudio de Leon Van Kleef, abogado de Ámsterdam. Él y sus socios son tan famosos que hasta aparecen en papel cuché en el popular semanario Nieuwe Revu. Como de costumbre, el enlace es Pannunzi, cuyas cartas credenciales son diversas amistades comunes, además del savoir faire del hombre de negocios y de mundo. Así, en las oficinas tapizadas de arte contemporáneo y situadas en un barrio alto de Ámsterdam confluyen mafiosos, ’ndranghetistas y narcos colombianos para hablar tranquilamente de sus negocios. En la investigación se menciona una partida de cerca de seiscientos kilos, cocaína de una calidad que al decir de Pannunzi es «algo nunca visto, algo de ensueño». Bautizan la empresa como el Asunto de las Flores, en honor al producto de exportación holandés más conocido. Pero en el caso de que hubiera sido Bebè quien había encontrado el nombre en clave, podría haberlo elegido por el gusto suplementario de aludir a la fiebre de los tulipanes que se desencadenó en la Holanda del siglo XVII, la primera burbuja especulativa de la historia. La coca se ha convertido en el multiplicador exponencial de dinero que entonces fueron los bulbos de los tulipanes, y parece coherente que se contrate en la misma plaza. Paolo Sergi y el siciliano Francesco Palermo van y vienen entre Italia y Ámsterdam para llevar a cabo las negociaciones, cada vez más difíciles. La partida se reduce a 200 kilos, pero a Alessandro Pannunzi, hablando por teléfono con su padre, le preocupa que no logren cubrir toda la compra con la liquidez disponible y que todavía tienen que reducir a la mitad. Al final el Asunto de las Flores se va al traste por un embrollo banal. Los Marando, aun disponiendo de la cifra necesaria, no llegan a tiempo para cambiarla en dólares. Los «holandeses» no aceptan otras divisas y, dado que no faltan los interesados en aquella mercancía de excepcional calidad, se la ceden a otros.
Leon Van Kleef ha sido investigado en vano por la Antimafia italiana, y se ha defendido afirmando que en un lugar frecuentado por una clientela internacional un abogado no está obligado a saber de qué hablan las personas que confluyen en la antesala. También tiene un nombre que defender, los veinte años de reputación de un bufete penalista que la revista holandesa define como «el preferido por muchos criminales de primerísimo plano». Los propios abogados se presentan en su elegante sitio web cuidando de hacer saber que se ocupan en particular de homicidio, homicidio culposo, extorsión, fraude y blanqueo de dinero, y que no están dispuestos a representar a testigos de la justicia ni a informadores. El abogado Van Kleef, especializado en la clientela hispanohablante, ha decidido estar hasta el fondo de parte del acusado. Pero la justicia holandesa no prevé delitos como el apoyo externo a una organización criminal. También la DDA de Reggio Calabria ha decidido finalmente no proceder contra él, quizá tranquilizando así a quien en los Países Bajos había encontrado «kafkiana» su historia.
Casi una parodia de la novela de Franz Kafka parecen, en cambio, las vicisitudes de un abogado bastante menos arribista y famoso. Después de la desafortunada cena en el restaurante Casa Adriano de Madrid, Pasquale Ciola ha seguido viviendo tranquilamente durante diecisiete años en su casa de Ostuni, impugnando sentencia tras sentencia y confiando en la lentitud de la maquinaria judicial italiana. Sólo en febrero de 2011 llega el veredicto definitivo del Tribunal de Casación que lo condena a siete años y dos meses. El abogado, ahora casi octogenario, prepara la maleta y es trasladado a la cárcel de la capital.
Mario de Madrid, en cambio, resiste los años de cárcel como un capo mafioso de vieja estirpe. De España pasa a la prisión de Grasse, la misma de la que había logrado escaparse casi una década antes. Ahora los franceses están muy atentos, pero en 2004 tienen que extraditarlo a Nápoles por uno de los numerosos procesos que pesan sobre él. Es precisamente en Italia donde Locatelli se ve excarcelado por una sentencia del Tribunal de Casación. No pierde ni un minuto antes de desaparecer de nuevo en la «tierra de los toros». Allí le detienen en 2006 con pasaporte y tarjetas de crédito a nombre de un ciudadano esloveno, además de 77.000 euros en efectivo. Pero los jueces españoles deciden liberarlo por un defecto de forma, concediéndole la libertad vigilada, un guión que se repite sólo dos meses después, con la única diferencia de que ahora el hombre detenido se hace pasar en vano por ciudadano búlgaro.
Locatelli siempre encuentra nuevas formas de recuperarse de los incidentes de mayor o menor alcance, de recorrer nuevos caminos, de seguir expandiendo su negocio. Los dos hijos que dejó en Italia son ahora hombres formados, capaces de llevar adelante los intereses de una empresa tan grande y dinámica como la suya. La mejor cobertura para que puedan hacerse cada vez más útiles es contribuir a hacer dinero sucio mientras oficialmente hacen dinero limpio, posiblemente a montones. La familia Locatelli es titular de Lopav S.p.A., que fabrica pavimentos en Ponte San Pietro, a pocos kilómetros de Brembate di Sopra, en Bérgamo. La empresa goza de las mejores credenciales, ha crecido mucho gracias a su competitividad y buen hacer, y contribuye de la manera más ejemplar a la riqueza del territorio. No es culpa de los hijos, que arremangándose dan un trabajo honesto a muchos, que su padre desaparecido cuando eran niños se haya convertido en una persona poco recomendable: así razona la gente de la zona, tanto las personas sencillas como las que más o menos cuentan. No se preguntan de dónde ha llegado la financiación necesaria para hacer de la empresa la dominante en el sector a escala nacional en menos de diez años. Son emprendedores, son buenos, y punto. Todos se sienten reafirmados cuando Lopav se adjudica de manera regular una contrata de 500.000 euros para construir los fondos y los pavimentos externos de las casas antisísmicas en L’Aquila, y también la de la pavimentación del nuevo centro comercial de Mapello. En Brembate y Ponte San Pietro hay más bien de qué estar orgullosos cuando en el sitio web oficial de la empresa se lee que «los damnificados por el terremoto de L’Aquila caminarán sobre “tierra bergamasca”».
Pero casi simultáneamente al inicio de los trabajos en Abruzzo, la DDA de Nápoles hace emitir una orden de detención internacional para Pasquale Locatelli, imputado de nuevo por asociación dirigida al narcotráfico internacional. Esta vez el enlace son sus clientes en Campania, el clan Mazzarella, que por su mediación se ha abastecido de cocaína y hachís. Gracias a la operación coordinada por la policía fiscal napolitana, con la colaboración de la Interpol y la policía española, logran detenerlo en el aeropuerto de Madrid en mayo de 2010, después de haber seguido el rastro a su hijo, que iba a reunirse con él en España. Pero todavía es mayor el desconcierto cuando cinco meses después también Patrizio y Massimiliano son conducidos a la cárcel, bajo la acusación, basada en diversas conversaciones interceptadas, de haber tenido una parte muy activa tanto en el blanqueo de dinero como en los pagos estratosféricos realizados a los traficantes.
Locatelli ha construido un mecanismo capaz de funcionar perfectamente. Con él en la clandestinidad. Con él en la cárcel. Pasquale Locatelli es consciente de que la coca atraviesa a las personas y se adapta a los vacíos; por más que traten de detenerlo él es el Galileo de la coca: podrán condenarlo, «y sin embargo», la coca, «se mueve».
Ahora parece imposible, pero el 5 de abril de 2004 la policía italiana encuentra a Roberto Pannunzi en un elegante barrio de Madrid junto a su hijo Alessandro y su yerno Francesco Bumbaca. Es llevado de nuevo a la cárcel en Italia. Y allí logra realizar uno de sus típicos trucos de magia. Por motivos de salud, el 21 de febrero de 2009 es trasladado al centro clínico de la cárcel de Parma en régimen de vigilancia especial. Luego, una «cardiopatía isquémica postinfarto» le permite conseguir el arresto domiciliario por un año. El tribunal señala como lugar idóneo para los cuidados del detenido la Policlínica Tor Vergata, en Roma. Pannunzi, en cambio, después de pasar unos meses en una clínica de Nemi, en la misma provincia de Roma, elige una clínica privada de la capital, Villa Sandra. Los medios de comunicación no le siguen la pista, la opinión pública no lo conoce y, por lo tanto, no le considera un peligro. La política italiana está distraída con otras cosas. Así, un par de meses antes de que venza el arresto domiciliario, Pannunzi logra por segunda vez huir de una clínica y hacer que su rastro se desvanezca. Lo que, sin embargo, resulta aún más increíble es que su fuga sólo se descubre por casualidad. El 15 de marzo de 2010 los carabineros efectúan su control periódico, y Pannunzi ya no está. Su habitación no estaba vigilada, nadie sabe con certeza cuándo ha huido: tenía que cumplir una pena de dieciséis años y medio, y en primer grado había sido condenado ya a otros dieciocho. Un hombre condenado a un régimen penitenciario estricto, pero que ni siquiera estaba bajo vigilancia, que escapa tranquilamente, que logra comprar silencios y vuelos intercontinentales. El Estado italiano no debería permitir la hospitalización en clínicas privadas de hombres de la ilimitada disponibilidad económica de Pannunzi. Como dice Nicola Gratteri, el magistrado que lo sigue desde hace años, Roberto Pannunzi «forma parte de ese grupo de personas para las que el dinero no se cuenta, se pesa». Si cuentas el dinero es que no tienes o no tienes bastante. Sólo si estás en condiciones de pesarlo puedes estar a tu vez seguro de tu propio peso.
Eso los traficantes lo saben.
Pero la libertad de Bebè acaba pronto, el 5 de julio de 2013, cuando es detenido en un centro comercial de Bogotá. En el bolsillo lleva un carné de identidad venezolano falso, a nombre de Silvano Martino, y, mostrando ese documento a los policías, niega ser el narco italiano que buscan. Pero las fotos policiales proporcionadas por las autoridades italianas no dejan lugar a dudas: es él. En los noticiarios colombianos de aquella tarde su cara aparece tras los hombros de los periodistas que anuncian la captura de «uno de los capos del narcotráfico más buscados de Europa». Pendían sobre su cabeza cuatro órdenes de busca y captura por tráfico de droga y asociación mafiosa, y la Interpol lo había clasificado como «alerta roja». Después de las fotos de rigor en las que los agentes colombianos lo exponen como un trofeo, Pannunzi es embarcado en un vuelo a Fiumicino vía Madrid. No es el único vip que viaja a bordo: también está Raffaella Carrà, la estrella más famosa de la televisión italiana, quien, como todos los demás pasajeros, ignora la presencia del capo. Las imágenes de su llegada a Fiumicino lo retratan con el mismo polo blanco de manga larga que llevaba en el vídeo de su detención en Colombia, el último suéter que ha vestido como hombre libre. Ahora Pannunzi tiene que cumplir doce años, cinco meses y veintiséis días de reclusión. En su carrera criminal se le han atribuido numerosos epítetos, «el príncipe del narcotráfico», «el broker más buscado de Europa», «el Pablo Escobar italiano», «el rey de las evasiones»…, pero yo prefiero definirlo como «el Copérnico de la coca», porque él ha comprendido lo que nadie había entendido antes: no es el mundo de la coca el que ha de girar en torno a los mercados, sino los mercados los que han de girar en torno a la coca.
Para detenerlo ha hecho falta la colaboración de las fuerzas del orden italianas con la DEA estadounidense y la policía colombiana, y casi dos años de investigaciones coordinadas por la Fiscalía de Reggio Calabria. Quizá no sea casual que sólo dos días antes de la detención de Bebè, «el Príncipe» Massimiliano Avesani, su contacto en España, haya sido detenido a su vez en Roma. También él llevaba en el bolsillo documentación falsa, un permiso de conducir registrado a nombre de Giovanni Baptista, sin antecedentes penales, pero una vez llevado a comisaría ha tenido que admitir su verdadera identidad. Considerado la bisagra entre las cosche calabresas y el hampa romana, Avesani fue detenido en 2011 en Montecarlo, pero se había dado a la fuga para sustraerse a una condena de quince años por tráfico internacional de droga. Sin embargo, no estaba lejos: su guarida era un elegante piso en el barrio de Torrino, en el sur de Roma, donde la policía ha encontrado otros documentos de identidad en blanco que le habrían sido útiles para proseguir su clandestinidad. Parece ser que a los agentes de la Brigada Móvil les dijo para congraciarse con ellos: «Habéis hecho bingo». En realidad, para hacer bingo de verdad todavía faltaba un número, que llegaría dos días después con la detención de Bebè Pannunzi en la otra parte del mundo. ¿Quién sabe?, quizá la mano que ha extraído ese número del bombo, el número ganador, ha podido ser precisamente la de Avesani: caído éste, es posible que Pannunzi perdiera la protección.
Un día me gustaría encontrarme con Roberto Pannunzi. Mirarlo a los ojos, no preguntarle nada porque nada me diría, o sólo mera cháchara para atiborrar a un periodista de anécdotas sin sustancia. Me gustaría sobre todo saber una cosa: cómo lo hace para conseguir la serenidad que lleva dentro. Se ve que no parece atormentado. No mata. No destruye vidas. Como buen intermediario del narcotráfico sólo desplaza capital y coca sin ni siquiera tocarla. Como hacen otros con el plástico o el petróleo. ¿No generan también ellos accidentes de tráfico, contaminación irreversible del planeta, incluso guerras que se prolongan durante décadas? ¿Acaso los petroleros pierden el sueño? ¿Pierden el sueño los fabricantes de plástico? ¿Pierden el sueño los gerentes de las multinacionales informáticas sabiendo cómo se ensamblan sus productos o que el acaparamiento de coltán está en la raíz de las masacres que se suceden en el Congo? Helo aquí: Pannunzi, estoy seguro de ello, razona de ese modo. Pero a mí me gustaría oír qué justificaciones aduciría, una por una. Qué se cuenta a sí mismo para poderse decir: «Sólo soy un intermediario. Dame el dinero, y yo te doy la mercancía. Como todos». Eso es. Ni peor ni mejor que sus semejantes.