El árbol es el mundo. El árbol es la sociedad. El árbol es la genealogía de familias vinculadas por relaciones dinásticas selladas con sangre. El árbol es la conformación a la que tienden los grupos de empresas cotizados en bolsa que poseen diversas ramas. El árbol es la ciencia.
El árbol es también un árbol de verdad. En el mito transmitido en los códices es una encina de la isla de Favignana, pero lo que yo encontré era un castaño verde y vivo, por más que su enorme tronco grisáceo y agrietado esté hueco como una gruta. Hasta Reyes, esa gruta natural a menudo alberga un belén, con los Reyes Magos llegados de Oriente y el arcángel Gabriel velando desde lo alto, sentado sobre una raíz aflorada como una viga. El árbol, durante siglos, ha dado cobijo a las ovejas cuando las tempestades arreciaban en la montaña, a los perros y a los asnos que podían meter al menos las patas delanteras y la cabeza. O bien a los hombres: pastores, cazadores y bandoleros. Eso fue lo que pensé mientras me acurrucaba en su cavidad, aspirando el olor a musgo y a tierra, a resina y agua estancada. El árbol siempre ha estado allí, en aquella garganta casi en la cima del Aspromonte. Los hombres han venido más tarde y han asumido sus significados y su forma. Parece sencillo, pero no lo es en absoluto.
El árbol de la ’Ndrangheta casi cubre el mundo entero. Estas palabras ya no deberían suscitar escándalo, ceños fruncidos, muecas de incredulidad o indiferencia. Ya no deberían despertar la sospecha de que quien da la alarma está pintando al lobo con unas dimensiones demasiado grandes y con tintes demasiado oscuros, dado que a menudo se trata de un lobo coterráneo de quien le da caza, un lobo de montaña calabrés. Ahora. Hoy. Pero este hoy se ha iniciado hace pocos años, unos años que cabe circunscribir a tres únicas fechas. Año 2007: «masacre de ferragosto»[4] en el restaurante Da Bruno de Duisburgo, como apéndice de la faida[5] desatada entre las familias de San Luca durante los festejos de Carnaval en 1991. Año 2008: incorporación de la «’Ndrangheta Organization» a la lista difundida por la Casa Blanca de las Narcotics Kingpin Organizations, las organizaciones del narcotráfico que constituyen un peligro para la seguridad de Estados Unidos, y cuyos activos deben bloquearse de inmediato. Año 2010: operación «CrimenInfinito» coordinada por la DDA (Dirección de Distrito Antimafia) de Milán y Reggio Calabria; más de trescientas detenciones; difusión del vídeo de la reunión en el extrarradio milanés, en el Círculo Giovanni Falcone y Paolo Borsellino de Paderno Dugnano, donde se documenta el dominio calabrés sobre el norte de Italia, y del reportaje filmado en el santuario de Polsi que revela la estructura perfectamente jerárquica de toda la organización.
Sin embargo, ni siquiera eso ha bastado. Un día, hojeando los periódicos, se me escapó una risita seca, como cuando te descubres objeto de una broma pesada que, sin embargo, no te coge por sorpresa: «Firma tú también contra Saviano, que trata de mafioso al Norte». Corría mediados de noviembre de 2010, y una semana antes yo había hablado del trasplante de la ’Ndrangheta a las regiones septentrionales de Italia, mostrando y comentando un material que ya era de dominio público desde hacía cuatro meses. Pensé que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Imaginé que ese refrán también podrían sacarlo a colación los capos calabreses para confirmar que todo seguía igual que siempre, ningún problema.
La ’Ndrangheta debe aquello en lo que se ha convertido tanto a los deméritos ajenos como a los méritos propios. Entre sus principales méritos se cuenta el de proteger su crecimiento de modo que apenas se vislumbrara ocasionalmente algún atisbo. Nunca el todo, nunca la extensión íntegra de la copa del árbol, y aún menos el reflejo de su perímetro en la profundidad de sus raíces. Así, ha sido finalmente el propio árbol, gracias a sus dimensiones demasiado extensas para ser abarcadas por la mirada, el que se ha hecho sombra por sí solo. Durante una buena década desapareció de la vista hasta en Italia. El Estado parecía haber vencido en todos los frentes: había derrotado al terrorismo, doblegado a la Mafia siciliana tras el período de las bombas, y ocupado manu militari no sólo Sicilia, sino también Campania, Apulia y Calabria, esta última culpable de haber acogido el asesinato de Antonino Scopelliti, juez responsable del macrojuicio contra la Cosa Nostra. Aquel homicidio, sin embargo, alimentó un peligroso equívoco: se interpretó como una ulterior prueba de subordinación de los calabreses con respecto a los sicilianos. Además, en el imaginario colectivo, la ’Ndrangheta seguía sin tener rostro, o, si lo tenía, se confundía muy fácilmente con el de la denominada «Anónima Sarda»:[6] bandas de pastores que arrastraban a los rehenes a lo alto del Aspromonte o del Gennargentu, tratándolos peor que a las bestias y enviando orejas cortadas para solicitar el rescate. Bestias ellos mismos, capaces de añadir una nueva fuente de terror en una zona ya demasiado ensangrentada y desestabilizada en los años setenta, pero sólo gracias al control geográfico de territorios sumidos en un atraso total. Era ésa la idea que había quedado impresa en las mentes, una idea que luego ningún conocimiento nuevo vendría a corregir.
También eso le vino bien a la ’Ndrangheta. Con la nueva ley sobre la congelación de bienes los sardos habían sido derrotados, y lo mismo se creía de los calabreses. Hasta en Reggio Calabria los mafiosos habían dejado de matarse entre ellos, y por lo tanto la paz parecía ser en todas partes justa y definitiva. Pero en Calabria era, en cambio, una Pax mafiosa. Un cambio de estrategia, una retirada táctica. La ’Ndrangheta había decidido renunciar a los secuestros, no dejarse enredar más por la Cosa Nostra en estrategias desastrosas contra el Estado, precaverse contra la sangría de las guerras fratricidas. El árbol, que crecía desde hacía ya tiempo, debía prosperar en silencio: las raíces seguían excavando la tierra calabresa con obras públicas como las de la autopista Salerno-Reggio Calabria; la copa se expandía en el tráfico mundial de droga, ahora sobre todo de cocaína.
El árbol, que desde tiempos aún más remotos representaba cada ’ndrina[7] individual de la Onorata Società, contenía también la respuesta a la creciente exigencia de cohesión y coordinación. Desde hacía alrededor de un siglo los afiliados se transmitían su significado simbólico de padres a hijos, del anciano jefe al nuevo miembro. «El fuste representa al jefe de sociedad; el refuste al contable y al maestro de jornada; las ramas a los camorristas de sangre y de afrenta; las ramitas a los picciotti o puntaioli; las flores representan a los jóvenes de honor; las hojas representan a los canallas y traidores de la ’Ndrangheta que acaban por pudrirse a los pies del árbol de la ciencia»,[8] aparece escrito en un códice hallado en 1927 en Gioiosa Jonica. La transmisión oral ha producido muchas variantes, pero la esencia es siempre la misma. Los jefes son la base del tronco o el tronco mismo, desde el que se ramifican las jerarquías que van adelgazando hasta las ramas más externas y frágiles.
Los capos de las familias más influyentes no tenían más que aplicar el modelo preexistente. La ’Ndrangheta se hizo integralmente jerárquica. Pero no a imitación de la cúpula de la Cosa Nostra, como se diría erróneamente cuando en 2010 se demostrara la existencia de un jefe electo en el santuario de Polsi. Si la estructura siciliana puede representarse por medio de una pirámide, del árbol calabrés, mediante una simplificación geométrica, se obtiene la figura inversa: un triángulo con la punta hacia abajo, o más bien una «v», cuyas líneas pueden seguir alargándose y extendiéndose hasta el infinito.
Eso era lo que estaba ocurriendo. Durante diez largos años. En Italia se habían desmoronado el Partido Socialista y la Democracia Cristiana, se habían sucedido nueve gobiernos, de derechas y de izquierdas, de grandes coaliciones y de unidad nacional, de Berlusconi y del Olivo, esta última una planta mucho más frágil que la de la ’Ndrangheta. Mientras tanto en Colombia moría Pablo Escobar y los calabreses desviaban a sus intermediarios a Cali. Luego también el cártel de Cali se desmoronaba y los negocios tocaba hacerlos con lo que quedaba de él o con todos los que empezaban a sustituirlo, en la conciencia de que nada permanecía inmutable como su honorabilísima sociedad, fértil como su árbol mitológico y real. Italia sólo se vio obligada a acordarse de la ’Ndrangheta cuando en 2005, en Locri, fue asesinado el vicepresidente del Consejo Regional, Francesco Fortugno, y por primera vez los muchachos de la zona lanzaron el grito colectivo de «¡Matadnos a todos!». Sin embargo, la conmoción no duró mucho, como ocurre siempre con las historias del Sur, consideradas manifestaciones de un problema endémico y circunscrito a territorios sin esperanza, nada que afecte de cerca al resto del país.
El árbol se había hecho enorme. No habría resultado difícil darse cuenta. Habría bastado seguir las noticias con un mínimo de atención constante. También habría sido suficiente detenerse en un solo hecho individual del que se informó en las páginas nacionales. Una historia en la que el árbol se revela por completo. Se le había desprendido una hoja. Y aquella hoja, antes incluso de que pudiera tocar el suelo, había sido recogida por los investigadores. Era éste el acontecimiento raro, porque en sí la hoja caída no habría constituido ningún peligro. Hasta hoy los ’ndranghetistas que han decidido colaborar con la justicia no son siquiera un centenar, los capos se cuentan con los dedos de las dos manos. Es dificilísimo volver la espalda a una organización que coincide con la familia en la que has nacido o a la que estás ligado por una boda o un bautismo o de la que por lo menos forman parte casi todas las personas que frecuentas ya desde la infancia. Casi imposible apartarse de un árbol cuando te has convertido en una de sus ramas. Pero aquí no se trataba de una rama, ni siquiera de una pequeña ramita. Sólo de una hoja que no había sido nunca otra cosa: es decir, lo que en las versiones más elaboradas del mito representa a los contrasti onorati, las personas que gravitan en torno a la organización sin estar afiliadas. E incluso ésta sólo había llegado a serlo al final de un largo trabajo.
La hoja que, al caer, dejó expuesto el árbol entero se llama Bruno Fuduli.
Bruno era un muchacho cuando le tocó aceptar una herencia y hacerse cargo de sus parientes. El destino de los primogénitos. En las ’ndrine la sucesión dinástica por antigüedad es una de aquellas leyes férreas que evita que estallen luchas de poder cuando un capobastone[9] muere o acaba en la cárcel. En el caso de una empresa familiar no es más que una costumbre muy difundida, no sólo propia de Calabria ni del Sur. El hijo mayor es el primero al que se introduce en la empresa: para echar una mano y aprender, y a menudo también para llevar las nuevas ideas a que las jóvenes generaciones han tenido mejor acceso.
Bruno tenía poco más de veinte años cuando su padre murió dejándole la empresa Filiberto Fuduli de Nicotera, un antiguo pueblo que mira desde lo alto hacia el Tirreno y hacia la larga y famosa playa blanca que en verano se llena de turistas. También heredó un agujero de 500 millones de liras, pero estaba convencido de que saldría adelante jugándoselo todo a la competitividad y a la innovación.
El mármol, el granito y todas las piedras que su padre trabajara artesanalmente en aquellos años habían vuelto a ponerse de moda. Había demanda tanto para grandes superficies como para viviendas privadas, a lo que se añadía su imperecedero uso en los cementerios. Bruno se lanza: actualiza la gama de los materiales, cambia el nombre y la razón social de la empresa, y luego abre otras dos en asociación con su cuñado. Toda esta actividad se estrella, no obstante, con un ulterior obstáculo. Además de las deudas, Bruno también ha heredado otro aspecto de la actividad paterna. Robos, vandalismo, dolo evidente… Pero precisamente allí donde, en aquellas tierras, cabría esperar una mayor flexibilidad, aquel muchacho ambicioso se mantiene fiel a la testarudez del viejo Filiberto. En lugar de presentarse a las personas adecuadas para «arreglarse», se dirige a los carabineros y denuncia.
Para la familia que manda sobre toda la provincia de Vibo Valentia representa el fastidio de una mosca que perturba el descanso de la sobremesa en un día bochornoso de pleno verano. Los Mancuso están allí desde siempre. Pueden alardear de una sentencia de 1903, cuando su bisabuelo Vincenzo fue condenado por asociación para delinquir. Ahora se han lanzado a toda clase de tráfico ilícito y también se ven favorecidos por las óptimas relaciones de vecindad que tienen con las familias de la llanura de Gioia Tauro. Los Piromalli controlan el territorio directamente involucrado en la construcción del puerto y el polo siderúrgico; los Mancuso, las canteras de Limbadi y alrededores, de las que se extraen todos los materiales. Les importan un bledo las cuatro perras que el joven Fuduli se niega a soltar. Pero su arrogancia representa siempre un mal ejemplo. Renovar los requerimientos de pago, es decir, las acciones intimidatorias, es algo que hay que hacer por rutina y por principio, a la espera de que el muchacho aprenda a bajar esa cabeza dura que tiene. Es cuestión de tiempo. El tiempo no es sólo el mejor médico, sino también el mejor recaudador de ingresos.
Las deudas. Durante muchos años, Bruno logra mantenerlas a raya, incluso con los gastos y las pérdidas suplementarias infligidas por la prepotencia a la que no quiere doblegarse. Trabaja como un loco, se deja el alma para pagar los intereses, pero la espada de Damocles sigue pendiendo sobre sus empresas. Se necesita muy poco para que aquel precario equilibrio se rompa. Basta una dificultad de más, algún cliente de más que envíe cheques sin fondos o que no pague en absoluto. Y es eso lo que ocurre hacia finales de los años ochenta, momento en el que la economía de todo el país empieza a ralentizarse, encaminándose lentamente hacia la crisis que estallará en 1992. Una situación que en Italia se está repitiendo, aunque mucho peor. Así, un día el banco le comunica a Fuduli que, por falta de garantías, se ve obligado a cerrarle su línea de crédito. No tiene otra opción: o se declara en quiebra, o sigue adelante de otro modo.
Las personas con las que contacta no tienen ningún problema en prestarle el dinero, pero los intereses que le piden llegan al doscientos por ciento y aún más. Está con el agua al cuello. Los usureros de los Mancuso se vuelven cada vez más amenazadores. Pero de improviso le llega la mano tendida de un hombre que dispone de recursos ilimitados: Natale Scali, capo de Marina di Gioiosa Jonica, narcotraficante de larga trayectoria. Bruno es lo que éste necesita: un joven emprendedor forjado por un aprendizaje de años en los que ha empleado todos los recursos para defender sus empresas. Fuduli es inteligente, dinámico, decidido. Sabe moverse bien, habla bien el español. Tiene un historial policial inmaculado, o, mejor, incluso exornado por sus repetidas denuncias por intimidación con fines de extorsión. Se lo dice abiertamente. Sin prisa, y a su manera gratificándole, en todos sus encuentros le repite que necesita a una persona como él, una persona limpia. Por una suma que ningún banco le concedería —1 700 millones de liras—, Scali le pide un favor que adopta la forma de un billete de avión. Una orden de detención le obliga a vivir en la clandestinidad en una casa-búnker allí en el pueblo, pero antes, cuando iba a Bogotá para velar por sus negocios en persona, y se alojaba en casa del hermano de un gobernador, llevaba una vida de pachá. Bruno sólo tiene que renovar sus viejos contactos, incluso puede tomárselo como unas vacaciones.
Natale Scali se mueve con el instinto del hombre de negocios experto y previsor. Los Aquino-Scali-Ursino, como las demás familias de la costa jónica, se han especializado en la importación de coca colombiana hasta el punto de llegar a tener un representante fijo in situ: Santo Scipione, llamado «Papi», enviado directamente desde San Luca, desde la mamma. La mamma en la que todo tiene su origen. Ella es la que dicta las reglas, ella es la que te da las bofetadas, ella es la que te impone los castigos, las caricias, las recompensas; y con ella hay que discutir todos los problemas. Si en cualquier rincón del mundo hay problemas entre los hijos de la ’Ndrangheta, es la mamma de San Luca la que los resuelve. Santo Scipione está en contacto permanente con Natale Scali, pero ha empezado a centrarse especialmente en un canal privilegiado que no cubre todas las necesidades. Se ha establecido en Montería, ciudad que ofrece la acogida de una gran comunidad italiana y que, sobre todo, sigue siendo la ciudad de un hombre cada vez más crucial para los intercambios italo-colombianos, aunque Salvatore Mancuso es oficialmente un comandante clandestino. Pero para todo prófugo la casa es la casa: el lugar donde está tu familia, tu gente y, en fin, el territorio al que perteneces y que te pertenece. Los calabreses trabajan con las AUC ya desde su nacimiento. Situar en el centro de su territorio al propio agente comercial es un gesto de respeto y agilización de las negociaciones que no puede dejar de acogerse de manera favorable. El Mono se esconde en los alrededores. En todas partes cuecen habas.
A su regreso de Bogotá, Bruno descubre que Scali le ha computado también 600 millones de intereses, a pagar con un nuevo viaje y luego otro más. Ahora ya no sólo tendrá que hacer visitas de representación, sino también contactar con nuevos proveedores. Las negociaciones que ayuda a iniciar se traducen en el envío de toneladas de cocaína a Calabria. Natale Scali ha tenido buen ojo. Cuando, debido a ello, se ofrece a solucionar la situación deudora de Fuduli comprando su empresa y recibe como respuesta un «No, gracias», ambos se separan tranquilamente. No es un problema para Scali, sólo para Bruno. A la lista de los usureros en la órbita de los Mancuso se ha sumado ahora un capo de la Locride en persona.
Los pueblos de Calabria son pequeños y la ’Ndrangheta está hecha de ramas comunicantes. Hay una ramita del gran árbol que debe ser recolocada. Vincenzo Barbieri, narco de los Mancuso, ha salido hace poco de la cárcel y debe cumplir el resto de su condena en arresto domiciliario. La solución es tan sencilla y al alcance de la mano que Diego Mancuso, uno de los jefes de la ’ndrina de Vibo Valentia, da la cara sólo para pedir el favor de que Barbieri sea contratado a efectos de rehabilitación en la empresa de Fuduli, Lavormarmi. El resto cae por su peso: Bruno acaba manipulado y sus empresas, cada vez más endeudadas, caen en las manos de quien ya ha metido los pies en ellas. Quizá éste se haga ilusiones de poder resistir el juego de Barbieri y del compadre sin antecedentes que éste se trae consigo, en parte porque ambos sostienen que prefieren no tener nada que ver con los Mancuso.
Vincenzo Barbieri y Francesco Ventrici forman una extraña pareja, algo más y a la vez distinto que dos hermanos de sangre fieles a la Onorata Società. El más joven, Ventrici, quizá no esté ni siquiera afiliado ritualmente a la organización: sólo está próximo a ella; en parte porque desde siempre ha estado próximo, muy próximo, a Barbieri. Parecen una de esas parejas inseparables que se forman en los pequeños pueblos del Sur. Pueblos como San Calogero, hundidos en el tedio de los bares donde se reúnen todos los hombres y donde pedir permiso para irse representa ya una especie de rito de paso. Donde ciertos muchachitos se pegan al personaje más admirado hasta que, ya crecidos, su incansable reverencia y emulación se transforman en el fundamento de un vínculo. Ventrici se casa con una prima de Barbieri, y luego se convierten en verdaderos compadres como padrinos de bautismo de sus respectivos hijos. Así se presentan los socios no solicitados por Fuduli cuando se encuentran en San Calogero. Barbieri es propietario legal de una empresa de fabricación de tresillos, con su aspecto atildado y burgués que le ha valido el sobrenombre de «U Ragioniere», «el Contable». Ventrici es un mocetón de ojillos diminutos y papada al que la etiqueta más inmediata, «el Gordo», debía de habérsela endilgado originalmente en español algún amigo colombiano de su compadre. Las operaciones de tráfico que ambos emprenden a través de las empresas de Fuduli y los servicios de su titular se convierten en el banco de pruebas para sacar provecho de aquella unión.
Pero paradójicamente Bruno sigue siendo el eje. Bruno, que ahora se encuentra con que es siervo de dos amos y presa de muchos otros. Bruno, que sigue volando a ultramar, tratando o mediando para Scali y los viboneses, evaluando nuevos contactos, nuevas rutas, nuevos métodos de transporte, ganándose cada vez más la privilegiada confianza de sus interlocutores sudamericanos. Se reúne con ellos en Cuba, Panamá, Venezuela, Ecuador, pero también en Italia o en España. Está volviéndose cada vez más seguro y desenvuelto, preciso y organizado. Un socio con el que se trabaja en una atmósfera de alegría y amistad. Y si por teléfono hablan de fiestas y del número de invitados para definir cargamentos y cantidades de coca, eso no excluye que a esas fiestas no le inviten de veras.
Pero esos viajes de negocios son agotadores. Colombia, si operas en determinados ramos, es una selva mortal aunque vayas a los mejores hoteles de la capital o te hospedes en las villas más suntuosas. Y los que te hacen el mejor precio, tras la caída de los cárteles de Cali y de Medellín, son también los más peligrosos. Las AUC, las FARC. Los enemigos acérrimos unidos por la producción y la venta al por mayor de la coca, pero también por el hecho de que pueden retirarte y hacerte desaparecer cuando quieran. En ese punto no te queda sino rezar a la Maronna ’ra Muntagna,[10] pidiéndole la gracia de que tus referentes allí en Calabria hagan llegar a tiempo los pagos atrasados. Colombia es como un Aspromonte inmenso. Se lo habría podido explicar Papi, oriundo de San Luca, si Scali se hubiera puesto en contacto con él, cosa que se ha guardado mucho de hacer. Fuduli, en cambio, ha aprendido por sí solo que sus paisanos están llenos de orgullo por el hecho de ser los únicos clientes a los que los colombianos no les piden ni siquiera un porcentaje por adelantado. Son hombres de honor, hombres de palabra. La palabra, es cierto: pero también exigen una garantía en carne y hueso, retenida hasta el abono del último narcodólar. A lo mejor la próxima vez le tocará a él.
Ya hace años que Bruno lleva esta vida. Contratar, supervisar el proceso por el que los bloques de mármol, de piedra muñeca, se transforman en algo que parecería un queso suizo si no fueran cuadrados: traspasados de agujeros cilíndricos que luego se rellenan con tubos de plástico atiborrados de cocaína y se tapan con un amasijo hecho con los residuos sobrantes. Luego contactar con las compañías exportadoras colombianas, las sociedades de tapadera de los narcotraficantes, para la retirada de la mercancía destinada a una de sus empresas. Y al final, ya de regreso en Calabria, hacerse cargo de los derechos de aduana del cargamento en Gioia Tauro y luego llevarlo a una cantera próxima a San Calogero. Quizá sea ése el momento crítico. El momento en que se encuentra ante aquellos bloques de mármol de veinte toneladas que, de haber permanecido intactos, una vez cortados y pulidos habrían revelado toda su belleza: su color dorado, salpicado de vetas, tan parecido al travertino. En cambio él, el antiguo dueño de Lavormarmi y titular de conveniencia de la Marmo Imeffe, aquel a quien van dirigidos los envíos, ahora debe enseñarles a los operarios cómplices cómo sacar los cilindros sin que sufran siquiera un rasguño. Salvar la droga. Recuperar justo las sobras de unos tesoros de la Tierra que tardan eras geológicas en formarse y ahora valen lo que una lata vacía. De hecho él prefiere cuando la coca acaba dentro de flores, hediondas pieles de cuero o latas de atún. Pero en esos casos no la hacen desembarcar en Italia y en cualquier caso no llega ante sus ojos.
Cuando Barbieri o Ventrici le dicen que puede irse a casa porque todo lo que viene después no le concierne, en el habitual trayecto en coche Bruno cae en un vacío. Un vacío lúcido. No es ésa la vida que quería. No es ésa la vida por la que está dispuesto a acabar en la cárcel o asesinado. Se siente viejo. Tiene casi cuarenta años y se parece a aquellos bloques perforados: un matrimonio fallido, una empresa ya perdida y las otras que no logra rescatar. Se siente decrépito cuando piensa que había logrado hacer frente a los amos de Limbadi que precisamente en Nicotera habían celebrado la legendaria cumbre con la Cosa Nostra en la que los calabreses votaron de forma unánime en contra de la invitación de Totò Riina de declarar la guerra al Estado. Era sólo un muchacho con una pequeña empresa, un volumen de negocio ridículo para los Mancuso. Pero durante años había resistido. Luego lo habían aplastado sin ninguna necesidad, sólo para tratar de exprimirlo como un cítrico recogido en la llanura de Rosarno. Y ahora se está dejando exprimir como el último de los inmigrantes ilegales.
No es eso. Él no es eso. Si no tenía miedo de muchacho, tampoco debería tenerlo ahora que ha aprendido que todos, sea en Calabria o en Colombia, se encuentran en la punta de una mano que puede aplastarlos en cualquier momento, por castigo, error o capricho. Quién sabe desde hace cuánto tiempo lleva dentro esos pensamientos u otros parecidos, dándoles vueltas hasta la saciedad. El hecho es que un día Bruno se decide. Acude de nuevo a los carabineros, esta vez no para denunciar una intimidación, sino a sí mismo: su papel, sus viajes, sus partidas de mármol y el contenido de éstas. Al principio hay incredulidad. Se necesitan verificaciones, la criba de una instancia superior. Pero basándose en las investigaciones ya en curso, el ROS (el Grupo Operativo Especial de los carabineros) comprende que las declaraciones de Fuduli son precisas y verídicas. Durante dos años permanece como una «fuente confidencial». Luego da un nuevo salto: se convierte en colaborador de la justicia. Un colaborador oculto. Una figura que en la tierra madre de la ’Ndrangheta parece inconcebible. Un infiltrado.
La investigación a la que contribuyó Fuduli recibió el nombre de Operación Decollo («despegue»), y todavía hoy se la considera la madre de las grandes investigaciones sobre el narcotráfico transnacional de las familias calabresas. La hoja se ha desprendido, el árbol resulta visible. Pero visible no significa astillado. El trabajo que ha involucrado a los investigadores y las policías de Italia, Holanda, España, Alemania, Francia, la DEA estadounidense, la magistratura colombiana, Venezuela y Australia, y ha conducido a detenciones en Lombardía, Piamonte, Liguria, Emilia-Romaña, Toscana y Campania, además de la incautación de cinco toneladas y media de cocaína, desde la perspectiva de la fuerza económica y operativa no es sino un arañazo en la corteza. El valor principal de dicha investigación es cognoscitivo. Hasta las incautaciones hay que verlas, ante todo, como una prueba de que los cargamentos han llegado a tal país tras partir de tal otro, a veces con escalas y transbordos a lo largo de la ruta. Constituyen una medición fidedigna del árbol, o al menos de muchas de sus ramas principales.
A partir del año 2000, al puerto de Gioia Tauro llegan tres contenedores originarios de Barranquilla, Colombia, a bordo de buques de línea regular de la compañía danesa Maersk Sealand. Todos ellos destinados a las empresas de Fuduli, todos llenos de mármoles que contienen respectivamente 220, 434 y 870 kilos de cocaína. Otro contenedor con un cargamento de 434 kilos de cocaína, siempre ocultos en bloques de mármol, se envía en marzo de 2000 desde Barranquilla y llega en agosto al puerto de Adelaida, Australia. Va destinado a Nicola Ciconte, un hombre con raíces calabresas, pero nacido en Wonthaggi, una población agrícola situada al sureste de Melbourne. Después de algún tiempo, la policía australiana localiza cerca de las dos terceras partes, ya almacenadas por un calabrés. Luego se empieza a atacar en Italia, aunque con estratégica prudencia. No importa la cantidad de droga incautada, sino el hecho de que ésta revela otra modalidad de transporte y, sobre todo, conduce directamente a otra ramificación, la lombarda. El 23 de enero y el 17 de marzo de 2001, en el aeropuerto de Malpensa, son incautados respectivamente 12,10 y 18,50 kilos de cocaína que viajaban en dos vuelos regulares procedentes de Caracas, Venezuela. Un empleado de SEA, la sociedad de gestión del aeropuerto, era el encargado de retirar de la cinta transportadora las maletas en las que se oculta la mercancía; es un hombre de San Calogero. Las filiales de los Mancuso y de los Pesce de Rosarno se han equipado para reabastecer con rapidez el mercado de Milán, donde la demanda de coca es inagotable. Pasa casi un año antes de que se aborde de nuevo un barco. Es el 10 de enero de 2002: en el puerto de Vigo, en Galicia, se descubre un contenedor procedente de Ecuador que contiene 1 698 kilos de cocaína escondida en latas de atún en aceite para restaurantes destinadas a la empresa Conserva Nueva de Madrid. Bruno Fuduli, que ha mediado entre colombianos, viboneses y españoles, ha mantenido informados a los investigadores.
El 3 de abril de 2002 marca una fecha importante. La primera gran acción en Italia. El destino final habría sido Gioia Tauro, pero el cargamento acaba por error en el puerto de Salerno, donde es incautado. Esta vez el contenedor procede de La Guajira, Venezuela, y los 541 kilos de cocaína están metidos en las tarimas de carga de baldosas de granito destinadas a Marmo Imeffe.
Otro año de espera y de calma aparente. Luego llega el golpe más importante, que se asesta ante la principal puerta de entrada de la coca en Europa. La noche del 3 al 4 de junio de 2003, las autoridades españolas interceptan mar adentro frente a las costas canarias al motopesquero Alexandra con 2 591 kilos de cocaína a bordo. La mercancía probablemente había sido entregada en alta mar frente a las costas de África occidental, quizá en Togo o Benín, donde las ’ndrine disponen de infraestructuras para su almacenamiento y transbordo.
No termina aquí. La siguiente acción atraviesa todo el Atlántico hasta que éste se convierte en el Mar del Norte. El 29 de octubre de 2003 se intercepta en el puerto de Hamburgo un cargamento enviado desde el de Manaos, en Brasil, a través del de Rijeka, en Croacia, con 255 kilos de cocaína oculta en falsos techos de material plástico. Las distintas escalas aumentan la seguridad del narcotráfico, puesto que cada vez el contenedor cambia de número. El que llegó a Hamburgo había de ser entregado a la empresa Ventrans de San Lazzaro di Savena, una sociedad de Francesco Ventrici a la que en 2002 una web del sector del transporte había elegido «empresa del mes» por su «seriedad, fiabilidad y precisión». Al hombre de los Mancuso se le consideraba un empresario ejemplar en dicho municipio vecino a Bolonia, donde había establecido su residencia.
Sólo el 28 de enero de 2004, después de más de tres años, se logra asestar un golpe en el propio puerto de Gioia Tauro. Allí tiene lugar la incautación del cargamento de 242 kilos de cocaína que zarparon de Cartagena ocultos en los bloques de piedra muñeca destinados a Marmo Imeffe. Es el último acto, el momento en el que los investigadores se quitan la máscara. En ese momento están a punto de ser ejecutadas también las órdenes de detención. La Operación Decollo ha concluido.
Colombia, Venezuela, Brasil, España, Alemania, Croacia, Italia, África, Australia. Los primeros puntos que pueden señalarse con certeza en el mapa. Sin embargo, no están todos, ni pueden estar. Cuando los investigadores repiten que sólo han llegado a decomisar el diez por ciento de la cocaína destinada al mercado europeo, porcentaje equivalente a un riesgo empresarial inferior al de las mercancías robadas en los supermercados o los cheques devueltos en una pequeña o mediana empresa, manifiestan aquella parte de la amarga verdad que pueden comunicar públicamente. Sin duda es dificilísimo encontrar las bolitas que viajan en los cuerpos, las partidas ocultas con métodos cada vez más sofisticados, interceptar embarcaciones que navegan en alta mar o se detienen de noche frente a un punto cualquiera de una costa. Lo es incluso cuando ya se está recopilando información detallada. A menudo los narcotraficantes logran en cualquier caso salirse con la suya bajo las mismas narices de quien los persigue. Pero existe también otro aspecto, más complicado. El Estado, con sus brazos ejecutivo y judicial, tiene que llegar tanto a sacar la droga de las calles como a frenar y posiblemente desarticular a las organizaciones que comercian con ella. Pero estos dos objetivos entran en conflicto. Si se golpea siempre en el mismo puerto, los traficantes adquirirán la certeza de estar en el punto de mira. Cambiarán las rutas, los cargamentos de cobertura, desembarcarán en lugares imprevisibles, en puertos menos vigilados. En el caso de la Operación Decollo los investigadores disponían de un extraordinario as en la manga: el infiltrado que sabía informarles en tiempo real sobre nuevos envíos y nuevos destinos. Pero por regla general eso no sucede. Es posible que gracias a una investigación se hayan realizado ya numerosas interceptaciones, pero las precauciones de la otra parte hacen complicadísimo identificar las rutas y los puntos de desembarco. Se corre el riesgo de perder la pista y con ella toda la investigación, que necesita apoyarse en hechos confirmados.
Incluso cuando, como en este caso, se tiene conocimiento de casi todo, aun así hay que sopesar cualquier acción. Fingir. Fingir que ha sido un golpe fortuito. No es seguro que la otra parte no se huela la treta. Pero lo esencial en este póquer cubierto entre policías y ladrones es simplemente no aumentar en exceso el nivel de alarma. No durante demasiado tiempo. Al menos los investigadores tienen siempre una certeza: los narcotraficantes pueden pasar una mano, pero nunca abandonarán la partida. Unas veces se gana y otras se pierde. Ante las exigencias del mercado, el cálculo de los riesgos se relativiza.
Quién sabe cuánto tiempo había estado sopesando Bruno Fuduli la opción hacia la que se encaminaba el día en que decidió cruzar el umbral de la comandancia provincial de los carabineros en Vibo Valentia. Nunca lo bastante. Confiaba en liberarse de la usura que le habría asfixiado y de la probabilidad cada vez más clara de acabar en la cárcel por muchos años. Luego, una vez convertido en colaborador y hasta en auxiliar de la policía judicial con el nombre en clave de Sandro, sabía que tendría derecho a las ayudas y la protección necesarias para construirse una nueva vida, lejos del lugar donde lo consideraban un infame, una hoja a la que le toca pudrirse a los pies del árbol. La certeza más definitiva. Si me descubren, me matan. Si sólo más tarde logran descubrir quién les ha traicionado, no pararán de buscarme. Pensamientos nítidos. Pero demasiado genéricos, abstractos. La ansiedad a la que se exponía, día tras día, precisamente como una hoja que había acabado en las manos de quien empezaba a interferir en el fluir de la savia, no había sabido imaginarla con antelación. Una elección siempre trasciende el cálculo, extrae fuerza e inevitabilidad de su zona ciega. No sabes nunca hasta qué punto la pagas. No sabes cómo serás capaz de mantenerla, día tras día. No entiendes realmente lo que estás haciendo, lo que ya has hecho. Ésta es la certeza que también yo he madurado en seis años y medio. A menudo me despierto y me oprime como un puño bajo el esternón. Entonces me levanto, trato de liberar la respiración y me digo: en el fondo es justo que sea así.
En realidad, Bruno empieza a darse cuenta de los riesgos y tribulaciones hacia los que se encamina ya al día siguiente del primer envío: el único que va sobre ruedas, aun con un intercambio mutuo de rehenes entre Calabria y Colombia. Pero Natale Scali se entera de que Barbieri le ha obligado a revelar sus «caminos». Manda llamar al Contable y lo amenaza, sólo para después venir a llevarse los últimos veinte kilos de coca que, sin embargo, pretende pagar a menos de la mitad del precio de compra. En ese punto es Barbieri el que repite que quiere ver muerto a Scali. La segunda partida es un camelo: droga ya cortada que en Calabria no compra nadie. El cargamento australiano habría sido el más rentable, ya que allí abajo el precio en el mercado es bastante alto, si no hubiera acabado incautado en su mayor parte. Primero los narcos creen que les han robado. Luego, una vez descubren la noticia en un artículo en Internet, insisten en que a ellos les tocaba hacerse cargo de la mercancía sólo hasta su paso por la aduana en el puerto. Bruno corre, allana, negocia descuentos. Pero en ese punto, por increíble que parezca, las deudas empiezan a afectar incluso a las importaciones de mármol y coca. Y dado que Fuduli está ya endeudado con los usureros, Barbieri y Ventrici lo mandan a pedir más préstamos, y por añadidura a personajes cada vez más estrechamente vinculados a los Mancuso o a sus familias vasallas. Los amos de la provincia, a los que se ha mantenido fuera de la verja de la empresa, se asoman ahora a su ventana.
Habría bastado, para arreglarlo todo, que los 870 kilos recibidos en Gioia Tauro en mayo-junio de 2000 y revendidos en bloque a un comprador de la potencia de Pasquale Marando, capo de Platì, no hubieran dado más problemas. En cambio, precisamente a causa de aquel cargamento se crea un delirio. Un delirio que nace en un minicártel colombiano y se contagia al inaugurado por los dos compadres viboneses. Los proveedores de la coca son una empresa familiar de tres o cuatro hermanos. Pero dos de ellos se odian. Felipe, encargado de las ventas y del transporte, incuba un profundo rencor hacia Daniel, que lleva adelante la producción y al que puede considerarse el patrón de la empresa. «En Colombia muere más gente de envidia que de cáncer, ése es un modo de decírselo», les explicará Bruno a los magistrados para comentar aquella historia que les deja atónitos. La envidia desgarra y devora, pero los beneficios unen como el más venenoso de los pegamentos. A Felipe lo mantienen alejado con tareas en las que puede desahogar e incluso dar utilidad a su carácter violento y sus afanes de fanfarrón. Pero la envidia no espera otra cosa que un punto débil para salir de los recovecos en los que se esconde: son los viboneses, con su inexperiencia y su deseo irrefrenable de quedarse con los miles de millones ya cobrados de Marando. Felipe reclama una pequeña parte del pago para sí mismo, diciendo que quiere arruinar a su hermano, y promete que será él quien dé la cara. Ventrici, que a diferencia de Barbieri puede desplazarse a las reuniones, será el primero en ceder. «Pagamos esos seis millones y luego que ellos se apañen», le dice a su socio. A Daniel no le salen las cuentas: quiere su parte, no le importa nada el dinero que le hayan dado a su hermano. Él quiere el dinero para sí.
Daniel encuentra el modo de hacerse oír aun permaneciendo en las escondidas «cocinas» de su tierra. Manda embajadores armados a darle un ultimátum a Ventrici, y, sobre todo, desde Colombia le envía personalmente un fax con una foto de su casa, seguido de otro en el que le informa de la supuesta entrega de dos millones de dólares a sus amigos de ETA para que la hagan saltar por los aires con él dentro. Ventrici, el Gordo, arrogante hasta hace un momento, ahora está aterrorizado. Le pide a Bruno que se reúna en Cuba con el narco con el que ha establecido la relación más cordial, Ramiro, quien le tranquiliza diciéndole que Daniel vende mercancía a los terroristas vascos, pero que hay que descartar que ETA se movilice por la recuperación de créditos.
Las aguas se calman. Quizá todo esto ejerce un efecto extraño en Bruno. Ha visto al hombre que le ha quitado la empresa cagarse encima por métodos y motivos que él conoce demasiado bien. Incluso ha obtenido la enésima confirmación de que en las jerarquías del respeto por parte de los narcos se encuentra un peldaño más arriba que sus dos aspirantes a conspiradores. Ahora hasta ellos han comprendido que, en comparación con Colombia, Calabria parece un parque infantil. Es fácil hacerse el chulo cuando se tiene detrás a la organización. Cuando se está pegado al árbol como a las faldas de mamá o se intenta apenas un escarceo de adolescente. Al final es siempre el árbol el que controla cada hoja que se mueve. Él ha decidido no hacerse controlar más: ha hecho bien.
Las hostilidades, de hecho, sólo se han calmado gracias a la intermediación de las grandes ramas. Natale Scali y Pasquale Marando se han hecho cargo del impago a los hermanos colombianos. Así la deuda colombiana de los compadres Ventrici y Barbieri se ha transferido a sus manos. El hecho de que los capos puedan tenerlos agarrados por las pelotas gracias a un agujero de apenas seis millones de dólares evita un mar de problemas del que no tenían necesidad alguna. Tienen varias prioridades más urgentes. En Colombia, por ejemplo, los habituales contratiempos en los pagos están afectando a Papi Scipione. No le han bastado su experiencia y la autoridad conquistada en el ramo para evitar que, después de haberse llevado ya hace un mes a su narco de confianza, los paramilitares quieran resarcirse también con él. Comerciar con las AUC presenta enormes ventajas económicas, pero basta un solo contratiempo, que para los traficantes normales y corrientes sería objeto de serena discusión, para que corras seriamente el riesgo de acabar en una fosa. Santo Scipione espera a que vengan a buscarle. «Porque no tengo a donde huir, ningún sitio», le dice con un suspiro de inquietud a Natale Scali, cuyo teléfono está ya bajo control. El capo de Gioiosa Jonica quiere salvarle la vida a Santo Scipione: «La vida de un calabrés vale más que una deuda con esos que no saben mantener su palabra. Primero te piden dos y luego exigen cuatro». De su palabra y sobre todo de su solvencia se fían hasta los paramilitares. Los rehenes vuelven a casa. Pero esta vez el veterano de los narcos calabreses le ha visto las orejas al lobo.
Recurrir a la experiencia a veces puede jugar malas pasadas. Se confía demasiado en la percepción de aquello que ya se ha experimentado con éxito, se peca de miopía al sopesar los elementos no asimilables a ella. Quizá sea ésta una de las causas por las que curiosamente haya que adscribir justo a las familias de Marina di Gioiosa Jonica, siempre los Aquino-Coluccio, el mayor error cometido por la ’Ndrangheta tras la masacre de Duisburgo: entrar en negocios con el cártel del Golfo. Para ser más exactos, con los Zetas, al principio todavía brazo militar del Mata Amigos Osiel Cárdenas. Y por añadidura hacerlo desde Nueva York, cuando ya los narcos mexicanos son el enemigo número dos de Estados Unidos, y hasta unas importaciones directas de heroína talibana a Europa pasarían con menos dificultades que un pequeño tráfico que parta del corazón de Norteamérica. No es que los calabreses no hayan tratado de actuar con la máxima prudencia. Han enviado sólo partidas microscópicas, a veces tan reducidas como para poder mandarlas por correo prioritario, y para las contrataciones no han salido nunca de la Gran Manzana. Pero terminan igualmente por tener a la DEA pisándoles los talones. En 2008 se inician las detenciones y se hace pública la esencia del gran proyecto de investigación Reckoning (que por parte italiana coordina la DDA de Reggio Calabria y se denomina Operación Solare). Acto seguido la ’Ndrangheta es castigada con su inclusión en la lista negra del gobierno de Estados Unidos. Un serio golpe; desproporcionado desde el punto de vista de la organización calabresa. De hecho, su prudencia no afectaba sólo a la agencia antidroga estadounidense, sino también a sus nuevos socios. Nada de grandes aperturas comerciales, sino más bien una fase de prueba para la que se había creado la ocasión. Nada más que la tentativa de ensayar un canal suplementario de abastecimiento, seguro y sencillo por una parte, lleno de peligros por otra.
Los colombianos nunca han tenido interés ni capacidad para gestionar por sí mismos las plazas europeas, motivo por el que los calabreses prefieren con mucho cultivar su tradición de importadores directos. En cambio, el problema entre calabreses y mexicanos es la competencia. La fuerza tanto de unos como de otros nace de la gestión de toda la cadena de distribución del narcotráfico, empezando por el de la cocaína. Ambos, además, han sabido explotar el debilitamiento de Colombia, del país productor. Sólo que ahora la atomización de los cárteles colombianos y su creciente subordinación a los mexicanos están haciendo los negocios de la ’Ndrangheta más complicados e inseguros. De aquí nace la exigencia de poner a prueba una modalidad para adaptarse a la nueva realidad económica sin correr demasiados riesgos. Lo que más temen los calabreses es que los mexicanos puedan desembarcar en Europa e invadir sus mercados. La aparente absurdidad de una importación a través de Estados Unidos parece reflejar ese miedo. Es la agresividad comercial de los cárteles mexicanos, y no la militar, la que constituye la pesadilla de la ’Ndrangheta. El otro aspecto tampoco le es del todo indiferente, ya sea porque se considera la expresión de un Viejo Mundo más sano y civilizado, ya sea porque relacionarse con gente capaz de una crueldad incalculable aumenta los riesgos secundarios ligados al negocio. Pero ya ha experimentado la asociación con los colombianos que hacían coincidir el control del territorio con las matanzas sistemáticas y durante años han obtenido el máximo provecho de ello. Por tanto, no hay que descartar que en el aval del experimento neoyorquino por parte de las altas esferas de Marina di Gioiosa Jonica hubiera tenido algún papel la confrontación entre las AUC y los Zetas, especialmente en un momento en que estos últimos no se presentaban todavía como un cártel independiente y poderosísimo.
Busco las fotos del árbol próximo al santuario de Polsi. Me disgusta no haberlo observado más detenidamente, no haber mirado bien qué forma tenía en la parte de arriba, donde terminaban sus ramas. Iba con mi escolta y un carabinero calabrés que me hacía de guía. Me dijo: «Tour especial por los lugares de la ’Ndrangheta». Pude sacar algunas fotos con el teléfono móvil, entrar en el árbol y entretenerme todavía un largo rato más, pero luego tocaba dirigirnos hacia la próxima etapa. Era un turista especializado guiado por quien habitualmente acudía a aquellos parajes para hacer detenciones, realizar registros o buscar escondites subterráneos. No podía apostarme a lo lejos para contemplar el árbol como un poeta trastornado en busca de inspiración. A decir verdad ni siquiera se me pasó por la mente. Después de años en los que paso jornadas enteras junto a mi escolta, ya ni siquiera me doy cuenta de que cada comportamiento mío se ajusta a un código de grupo. Pero es normal. Todos llevamos dentro nuestros códigos, no sólo los hombres del Cuerpo o de la ’Ndrangheta.
Ante una foto en la que vuelvo a verme a mí mismo dentro del árbol, me viene a la mente Santo Scipione, que partió del Aspromonte para hacer de agente de las ’ndrine en Colombia. Ahora está en la cárcel, pero hay muchos otros como él en América Latina, en África occidental y en quién sabe cuántas partes del mundo todavía no lo bastante evidenciadas en el mapa de los comercios ilegales. Lugares infames, sitios peligrosos donde vas a establecerte sólo por negocios. Pienso que Papi Scipione podría decirme que no hay ninguna diferencia entre lo que él hacía por cuenta de la Onorata Società y lo que hacían los directores de las multinacionales pagando a las AUC para conseguir unas condiciones de trabajo óptimas, tal como ha confirmado desde la cárcel de Warsaw, Virginia, su mayorista Salvatore Mancuso. No hay otro riesgo que minimizar que el riesgo de empresa. El riesgo personal se te compensa en dinero. Si por desgracia te va mal, si por ejemplo te encuentras justo en la planta petrolífera atacada por los terroristas islámicos y acabas entre los muertos, la sociedad siempre encontrará a alguien que vaya a reemplazarte por dinero. Pero aquella pobre gente no podía pegarse al teléfono y hablar con su jefe, imagino que puntualizaría Papi. La ’Ndrangheta no es sólo una sociedad con una sede central y empresas deslocalizadas. Es un árbol cuyas ramas externas se comunican con el tronco, que es acogedor y hueco.
Bruno Fuduli se ha hecho cada vez más indispensable para ese árbol del que no ha formado ni ha querido nunca formar parte. Ésa es la locura de su historia. También Natale Scali lo recluta de nuevo a su servicio: ya sea por una cuestión de principios con Ventrici y Barbieri, ya sea porque ha comprendido que es realmente bueno. Y dado que no le preocupan los dos compadres, a su títere es al último a quien cree que debe temer. Así la vida de Bruno, mientras están en curso las investigaciones, no resulta únicamente doble: se ha vuelto triple. Allí en Calabria no debería representar más que una rueda útil del engranaje. En Colombia, en cambio, asciende cada vez más en la consideración de los hombres que cuentan. Ya no trata sólo con los narcos, sino directamente con los altos mandos de las AUC. Ahora le conviene tener en cuenta el dicho colombiano de que se muere más de envidia que de cáncer. Comprende que ha de estar más atento a lo que cuenta de sus viajes de trabajo que a ocultar su indecible secreto. Sólo a los carabineros y magistrados puede y debe confiárselo todo, con pelos y señales. Fuduli está revelando un mundo nuevo con todo detalle. Es el primero, quizá no sólo en Italia, que pone rostro a la nueva realidad del narcotráfico. Habla de un guerrillero de las FARC que vive en la jungla en la frontera con Ecuador y viene a Bogotá sólo para traficar con coca y procurarse el material necesario para fabricar explosivos. Describe a un paramilitar que trafica con coca para las AUC y se hace llamar «Rambo». Habla de los narcos ya no como los señores de Colombia, sino como pequeños empresarios, extorsionados y absorbidos en relaciones de sumisión bastante peores que aquellas que está sufriendo él mismo. Recuerda las historias que le ha confiado su amigo Ramiro: desde la fuga de Cali con toda la familia cuando, terminada la hegemonía del cártel, el óbolo no había bastado para aplacar el hambre de conquista de los recién llegados, hasta la última vez que había tenido que huir como una liebre porque no se habían «arreglado» con las AUC para la gestión de las «cocinas». Cocinas, cocinero, negocio…: Bruno toma prestado del español palabras que en su contexto evocan fatigas y rivalidades casi propias de los talleres medievales.
Los investigadores italianos están pisando tierra virgen. Se esfuerzan en seguirle al interior de una realidad que no es aquella de la que tienen conocimiento: el cártel de Medellín, el cártel de Cali. Ahora, en cambio, ya no significaría nada que vinieras de Medellín o de Cali; para el sistema de poder que gira en torno a la coca contaría, sobre todo, que fueras paramilitar o guerrillero. Fuduli frecuenta Colombia ya desde 1996. La relación confidencial se inicia un año antes de que Estados Unidos declare a las AUC una organización terrorista, cuyos vínculos con el narcotráfico siguen limitándose, sin embargo, sólo a una fuerte sospecha. Las FARC, aunque desde hace tiempo objetivo de masivas ayudas militares, pasan todavía en gran medida por un ejército subversivo que se financia a través de atracos y secuestros.
Por eso no sorprende que, en las declaraciones de Fuduli a los magistrados, el primer pasaje en el que nombra a Castaño y a Mancuso coincide con un momento de total confusión. Al final no se logra establecer si, junto a Ramiro y su hermano, había sido convocado «a la zona de la foresta» por el supremo comandante y su segundo, o bien si los narcos habían negociado el visto bueno para el envío luego interceptado en Salerno con un lugarteniente que respondía al nombre de guerra de «Boyaco». Es cierto que la transcripción acentúa el efecto de distanciamiento de Fuduli, quien deambula entre explicaciones sobre los paramilitares en general y Carlos Castaño que «ahora… últimamente se ha acusado a sí mismo y precisamente lo han condenado». El texto transcrito parece en cualquier caso mostrar indicios de las tergiversaciones que surgen cuando un interlocutor da por sentadas informaciones que por la otra parte se revelan menos supuestas. Quizá el interrogado se esperara alguna pregunta más que la de «¿Qué Mancuso?» a la que contesta con un lacónico: «El Mancuso colombiano». Yo seguramente habría sentido curiosidad por poder seguir más a fondo el relato y la visión de un testigo tan anómalo, incluso hasta el punto donde no habría tenido ninguna utilidad concreta a efectos de la investigación. El hecho es que la Operación Decollo ha confirmado el vínculo entre las AUC y la ’Ndrangheta y ha sido la primera investigación que lo ha hecho. Las palabras de Fuduli, sin embargo, tienen un sabor distinto de las llamadas telefónicas entre Santo Scipione y Natale Scali. Un sabor extraño, un sabor antiguo. No el de los relatos de quien viajaba en busca de tesoros o exploraba tierras incógnitas para estudiarlas, sino de quien terminaba allí por voluntad de otros. A menudo me han recordado a las relaciones de los primeros misioneros enviados al continente americano.
Hay en particular un aspecto en el que los investigadores se detienen, vuelven de nuevo, sin que Fuduli sea capaz de proporcionar algunos elementos esenciales. Explica que Felipe, hacia finales de 2000, le habría propuesto reunirse con un narcotraficante que disponía de algunos barcos capaces de entregar suministros en alta mar directamente frente a la costa jónica. Suministros enormes, recibidos tanto de la guerrilla como de los paramilitares. La propuesta atrae incluso a Natale Scali. Envía a uno de sus hombres en delegación junto con Bruno y un primo homónimo de Francesco Ventrici que es pastelero de profesión y ahora se presta en cambio a hacer de rehén. El destino no es Colombia, ni las naciones colindantes como Venezuela, Ecuador, Brasil o Panamá. Los calabreses se dirigen en un chárter turístico a Cancún, de allí a Ciudad de México, y por fin a Guadalajara. Van a buscarlos en coche al aeropuerto y los llevan a una finca en el campo. Allí aguardan la llegada de un personaje a quien Felipe presenta sólo como «mi padrino».
Fuduli no puede dar su nombre ni su apodo. No sabe si el «padrino» es mexicano o colombiano. Le han dicho que es un prófugo, pero ignora en qué país se le busca. Felipe es ya el tipo peligroso y con delirios de grandeza que se revelará más tarde. De modo que, si hace pasar a su «padrino» por «uno de los más grandes de México», no hay que fiarse en absoluto. Pero Ramiro, que resulta con mucho más fiable, le confirma a Bruno que cada quince días prepara el cargamento y la pista de despegue para que Felipe pueda llevar 400 kilos de cocaína hasta una pista privada similar en México. Además le dice que aquellos vuelos a baja altura se efectúan con tal periodicidad simplemente porque todos los cárteles familiares colombianos juntos no son capaces de llenar el avión cada semana.
Hay aún otro aspecto interesante en esa historia. Los peces chicos viboneses terminan siendo apartados del comercio. Los narcos utilizan el pretexto de que el Ventrici pastelero, del que habían requerido hasta el pasaporte, habría llamado a la policía para denunciar su secuestro, y entonces la policía habría irrumpido en su alojamiento. Debido a ello ya no quieren tener nada que ver con él ni con los otros viboneses. De modo que el pastelero es reenviado a Italia a través de la embajada. Según Fuduli, los negocios habrían proseguido en cambio con los representantes de la Locride. Negocios que debían partir de 1 500 kilos en la primera entrega para poder llegar hasta seis toneladas. Además, el hombre que negocia en nombre de Natale Scali, llegado a México desde Alemania, no es un emisario cualquiera: Sebastiano Signati es de San Luca y miembro de la familia Pelle-Vottari, famosa por haber sido el blanco de la masacre de Duisburgo. Pero ya en la época de las conversaciones de Guadalajara el capo Antonio Pelle, llamado ’Ntoni Gambazza, desempeñaba el papel de capo crimine, el máximo cargo de todo el árbol.
Los magistrados de Catanzaro no encontrarán pruebas suficientes acerca de los negocios con el «padrino residente en México», aunque sí figura un ciudadano mexicano entre los condenados en primera instancia en el proceso. Tampoco parece improbable que la propia ’Ndrangheta hubiera decidido hacer poco o nada con los primeros acuerdos de Signati, considerados los riesgos de los negocios mexicanos. Pero a la luz de los más de diez años transcurridos desde la transcripción de las actas, a la luz de las verificaciones aportadas por las investigaciones Reckoning y Solare, el relato de Fuduli parece ser exactamente la crónica del primer desembarque de los calabreses en México.
Si pienso en Bruno, si recorro sus palabras, me pregunto qué significa cruzarse por equivocación con un destino. No por casualidad, ya que la diferencia entre sino y casualidad depende sólo de los puntos de vista: de las explicaciones sobre el significado de nuestras vidas que podemos darnos o rechazar. Por error. El error de haber aceptado una propuesta, la de Natale Scali. El error que ha decidido que quiere corregir colaborando con los magistrados. Durante casi un década, sin embargo, Bruno Fuduli ha seguido viviendo en ese error. No era un intermediario independiente, ni estaba afiliado a una cosca.[11] Se subía a los aviones para adentrarse en tierras tropicales fronterizas, tierras de nadie llenas de minas, miedo y miseria. Y casi al final se ha encontrado encerrado durante dos semanas en una cabaña en la sabana de Bogotá, a 3 500 metros de altitud, vigilado día y noche por paramilitares armados hasta los dientes. El problema, esta vez, es la partida de los viboneses incautada en Hamburgo, con un valor equivalente a tres millones de dólares. Los colombianos quieren que se les pague, quieren cobrar por lo que han enviado. Los calabreses no están de acuerdo, sólo quieren pagar lo que reciben. Natale Scali ya no puede intervenir: lo han detenido en Marina di Gioiosa Jonica. Tampoco Pasquale Marando, que ha terminado muerto sin que haya rastro de su cadáver. El doble juego, poquísimo antes del final, se está convirtiendo en una ruleta rusa con más de una bala en el tambor. Bruno pierde diez kilos, sólo le dan agua. Luego sufre un desmayo. Lo trasladan a un piso en la capital, temerosos por la vida del rehén. Allí, en lugar de llamar a sus contactos en Calabria, encuentra una artimaña para avisar a los carabineros. Los hombres del ROS se coordinan con la policía colombiana, que el 12 de enero de 2004 logra aprovechar un momento propicio para llevárselo sin tener que disparar un solo tiro. Las AUC irán a coger a Ramiro, lo meterán en el mismo agujero, y finalmente los viboneses pagarán la cuenta. La doble vida del infiltrado está a punto de acabar.
También las investigaciones judiciales extraen su léxico metafórico del árbol y se propagan por ramas. Después de la Operación Decollo, vendrán la Decollo Bis, la Decollo Ter y la Decollo Money, que, a su vez, acabarán por entrelazarse con otras investigaciones más. Hay un denominador común que las une: los trazados de la coca no desaparecen y a menudo siguen siendo determinantes para reforzar las imputaciones. Pero a ellos se añade la ecografía más fina y compleja de los flujos capilares que nutren el árbol de la ’Ndrangheta. La invitación a seguir el dinero —follow the money— sigue siendo la más difícil de realizar para los investigadores. Es culpa de leyes e instrumentos inadecuados, de extensas complicidades, de una sensibilidad y, por ende, una presión pública insuficientes sobre el asunto. Es fruto de una lógica de la información por la que una incautación de droga vale al menos diez líneas, y la incautación de algunos inmuebles y de una empresa apenas un suelto en las páginas locales, por más que la atención sobre el aspecto económico de las actividades mafiosas en Italia se haya acentuado mucho. Las noticias llegan, pero no se ven. Y el dinero se ve todavía menos.
El dinero no es sólo esa entidad abstracta, casi mística en su volatilidad, que puede ser trasladada en cantidades infinitas con un clic de un capo a otro del planeta. Invertida en los fondos más crípticos, en los títulos más temerarios. No para la ’Ndrangheta ni para las mafias en general. El dinero es dinero. Efectivo, fajos de billetes, maletas repletas, depósitos ocultos. El dinero posee materia, peso, número contable con los dedos, apesta a moho. Sigue teniendo ese olor incluso cuando termina en cuentas más inalcanzables. Es el fruto del trabajo, los frutos del árbol. No hay que desdeñarlo de ningún modo para limpiarlo, reinvertirlo, hacer que dé fruto a su vez. Los grandes sistemas de blanqueo a través de sociedades financieras dispuestas como «muñecas rusas» se alinean junto a la simple compra de unos cuantos apartamentos de dos habitaciones o la adquisición de parcelas de terreno agrícola.
En el caso de la Operación Decollo, el primer descubrimiento realizado al seguir la pista del dinero resulta tan increíble por su volumen como por el carácter elemental del método de blanqueo. Los viboneses han comprado una combinación de la Superenalotto, la lotería italiana. En mayo de 2003 se extrae el billete del 5+1, que ha sido adquirido en el bar Poker de Locri. La reventa corre a cargo del suegro de un muchacho, Nicola Lucà, que se encarga de blanquear dinero para los Mancuso. Enseguida contacta con el ganador para ofrecerle los más de ocho millones de euros a cambio del billete. Luego abre cuentas en las sucursales de Unicredit en Milán y Soverato para hacerse ingresar allí el dinero por parte de la SISAL, la sociedad que gestiona las loterías por cuenta del Estado italiano. Para Nicola Lucà, aquella ganancia fácil en la Superenalotto señala el momento de máxima notoriedad mediática, mientras su ascenso en la jerarquía de la ’Ndrangheta pasa desapercibido. Trasladado al Norte, se convierte en contable de la locale —como se denomina a una célula de la ’Ndrangheta— de Cormano, que le elige como su representante en la cúpula de la organización en Lombardía: Lucà brinda junto a los otros jefes de las locali lombardas en el Círculo Giovanni Falcone y Paolo Borsellino de Paderno Dugnano, en la reunión celebrada en octubre de 2009, cuya grabación en vídeo se convierte en la prueba más vista en la red de la investigación Crimine-Infinito.
También así se esconde la ’Ndrangheta: con una densidad de afiliados que en Calabria se acerca al treinta por ciento, con máximos de más del doble en el corazón del Aspromonte y una amplia difusión fuera del territorio de origen. Son simplemente demasiados para que cualquiera que no se ocupe de ello por su profesión pueda memorizar quiénes son, dónde están y qué hacen. La estructura del árbol queda cubierta por la exuberancia del follaje que crece en torno a una ramificación demasiado sutil e intrincada.
A 16.000 kilómetros de su base encuentran a Nicola Ciconte, ciudadano australiano. Italia lleva pidiendo su extradición ya desde 2004. La petición más reciente es de 2012, tras la última sentencia de Catanzaro que lo ha condenado a veinticinco años. Por el momento se pasea tranquilo por los bares de la Gold Coast, el paraíso mundial de los surfistas, donde se ha establecido tras remontar la costa oriental desde Melbourne. Desde el envío de los mármoles organizado por Fuduli al puerto de Adelaida, en su país Ciconte ha cumplido una pena por fraude, ha estafado a una ex novia y ha llevado a la quiebra a una sociedad inmobiliaria. Pequeñas cosas en comparación con lo que ha hecho por la tierra a la que sigue estando más ligado. Pero para la historia del continente de las antípodas, eso no representa nada extraordinario.
Australia es hasta tal punto una colonia de la ’Ndrangheta que ha llegado a formar —como Canadá— su propio crimine, dividido en seis mandamenti,[12] que se coordina directamente con el de Polsi y participa en sus decisiones. Hasta los códigos para la afiliación y el paso a las «dotes superiores» se han encontrado reproducidos en Australia. La ’Ndrangheta lleva sus propias reglas a cada rincón del mundo. Cambian las actividades ilegales a las que se ha dedicado con el tiempo, mientras que los códigos permanecen siempre iguales en todas partes. Su fuerza, capaz de extraer la máxima ventaja de la globalización, se basa en un doble ligamen: hecho de sangre y de la tierra de origen por un lado, y por otro reglamentado por los vínculos inmateriales de rituales y leyes.
Las ’ndrine llegaron a Australia junto a los inmigrantes honrados ya desde principios del siglo XX, y luego sobre todo en la segunda posguerra. Empezaron a reinvertir el dinero sucio enviado desde Italia en actividades legales y desarrollaron el cultivo del cannabis, para el que disponían de espacio infinito, terreno fértil y unas condiciones climáticas favorables. Luego llegó la cocaína y todas las familias presentes empezaron a participar en el negocio: desde las originarias de Platì hasta las de Sinopoli y de Siderno, ligadas a la potente filial canadiense.
Nicola Ciconte ha seguido manteniendo estrechos contactos con Vincenzo Barbieri, quien, según las investigaciones, le ha enviado otros 500 kilos de cocaína, esta vez desde Italia. Pero sobre todo ha blanqueado. Durante una gran parte de su vida su trabajo oficial ha sido el de intermediario: el de intermediario financiero. De ahí que Barbieri se dirigiera a él para hacer llegar al hemisferio austral no sólo la coca, sino también o sobre todo el dinero. Ciconte ha sido otro contacto que a menudo ha creado algún que otro problema de confianza al Contable. Pero al final habría hecho rebotar el dinero a través de Hong Kong y otros paraísos fiscales para depositarlo ya limpio en los bancos de Australia e incluso de Nueva Zelanda. Sólo falta añadir las islas menores del Pacífico al perímetro mensurable del árbol calabrés. Quizá porque allí hay pocos bancos.
Vincenzo Barbieri es asesinado en marzo de 2011 en la emboscada mafiosa más clásica. Un Audi A3 gris se le acerca a última hora de la tarde, cuando acaba de salir de un estanco o quizá tiene una cita justo allí delante. Bajan dos sicarios con el rostro cubierto y descargan sobre él una pistola del calibre 7,65 y una escopeta recortada. La recortada no sirve para matar, sino para destrozar con perdigones la carne de la víctima en señal de desprecio. Le disparan en la cabeza y vuelven a subir al coche, que se ha quedado con el motor encendido. En medio del pánico se bajan de golpe las persianas metálicas, los transeúntes huyen a los bares para evitar tanto el fuego como el peligro de haber visto demasiado. Es un mecanismo bien engrasado, una habilidad atávica, aunque hace mucho que ya no se producían ejecuciones en San Calogero. Barbieri ya no vivía allí desde hacía años, pero lo han matado en el centro de su pueblo, entre las callejuelas estrechas y sinuosas, sin preocuparse de la gente de la calle o de las telecámaras que la vigilan. El coche lo encuentran cuatro días después, quemado, a pocos kilómetros de distancia. Todo de manual, todo ejemplar.
¿Quién quería muerto a Barbieri? ¿O quién más que otros? ¿Por qué precisamente en ese momento? ¿Cuál ha sido la culpa que ha hecho inclinarse la balanza hacia la pena capital? En lo que se refiere a errores imputables por la ’Ndrangheta, el Contable había cometido muchos. La ronda de importaciones a través de las empresas y la persona de Fiduli se había preparado ya con muchas chapuzas y equivocaciones. Pero los «hombres de honor», hasta donde pueden, prefieren resolver los conflictos con dinero, mucho más silencioso y útil, antes que con plomo. Él había creído valerse de un fantoche, que se había revelado el peor de los infames. Sin embargo, Vincenzo Barbieri había puesto mucho de su parte. Con su compadre Francesco Ventrici, el Gordo, había partido también a la conquista de la roja y suculenta Emilia-Romaña.
Allí arriba uno se puede mover con más comodidad en los negocios y también los estilos de vida son mucho más relajados y libres. Nadie se queja si construyes un caserón rústico para meter dentro a la familia, si convocas las reuniones particulares en la taberna, si disfrutas del lujo hortera de tener un gran retrato al óleo de tu padre velando y bendiciendo el cuarto de estar. Luego por la tarde te haces media horita de carretera desde el nuevo ayuntamiento de provincias al viejo para retirarte a tu arresto domiciliario. Como hace Ventrici, que de los dos sigue siendo el de gustos más rústicos y provincianos. Tampoco te miran con hostilidad si registras a nombre de otros tu parque automovilístico formado por Porsches, Mercedes y Maseratis, o si prefieres vivir en pleno centro, en un ático de lujo en la Via Safi, en Bolonia. Como hace Barbieri, que termina siendo objeto de un registro en junio de 2009, en el que le encuentran 118.295 euros en efectivo y le detienen por transacciones financieras ilícitas. Es la primera señal de tropiezo en muchos años. A los magistrados boloñeses les trae a la memoria su primera detención en Emilia-Romaña, la que siguió a la orden emanada de la Operación Decollo. Entonces se había alojado durante varios meses en la habitación 115 del Gran Hotel Baglioni, el único de categoría superlujo de la capital. De ahí obtienen la inspiración para bautizar con el nombre de Golden Jail la nueva investigación, en homenaje al confort de cinco estrellas en el que su investigado pasó ya entonces la vigilancia judicial.
Pero el Contable y el Gordo no lo saben, como no lo saben tampoco los boloñeses que se reúnen con ellos o les ayudan en sus negocios. Barbieri puede explotar la confianza que inspira haciendo el papel del señorón adinerado de origen meridional, y Ventrici el complementario del nuevo rico que en el fondo sigue siendo un sencillo y esforzado trabajador. Ninguno de los dos se corresponde con la imagen estereotipada del mafioso. Es más, tampoco en Emilia-Romaña resulta especialmente excepcional que personas de cualquier aspecto tengan dinero a espuertas. Así los dos siguen comprando, comprando y comprando, incubando proyectos de expansión cada vez más ambiciosos. Ventrici controla la Futur Progamm, una inmobiliaria de San Lazzaro di Savena adscrita a la agencia Gabetti. Barbieri, sin discutir siquiera el precio, ha invertido en el King Rose Hotel de Granarolo, un hotel de tres estrellas con 55 habitaciones convenientemente situado cerca de la Feria de Bolonia. También tiene participaciones en la empresa de confección Cherri Fashion, el bar Montecarlo en la Via Ugo Bassi, inmuebles y terrenos edificables, o, más bien, ya en fase de construcción.
Aunque están mucho mejor lejos de las reglas de Calabria, sobre todo de aquella tácita de que, como en Colombia, allí abajo hay que guardarse más de la envidia que del cáncer, el vínculo con la tierra de origen siempre se mantiene. No es una cuestión de sentimiento, sino de negocios. De conveniencia, sinergias, logística. Francesco Ventrici controla la empresa de construcción M5 a la que puede hacer trabajar también en Emilia, la Union Frigo Transport Logistic, y la VM Trans, que ha sustituido a Ventrans, incautada gracias a la Operación Decollo. Todas ellas registradas en Calabria, por más que la empresa de transportes tenga una sucursal en Castel San Pietro, provincia de Bolonia. Con sus camiones sigue siendo una potencia. En Calabria trabajaba en exclusiva para la cadena Lidl ya años antes de que acabara incautada junto a la Ventrans. El inconveniente no ha impedido traspasar el contrato a la nueva empresa hasta que Decollo Ter decreta también su incautación. Es el 26 de enero de 2011, ha transcurrido poco menos de una década desde el inicio de la relación. Pero en 2009 se presenta un momento problemático. La multinacional de los supermercados de descuento, por razones de coste, decide contactar con otras agencias de transporte. Ventrici brama «¡o nosotros o ellos!» e impide las recogidas y entregas. Empiezan a llover las denuncias. Chóferes agredidos, amenazas verbales que empiezan con piernas partidas hasta llegar a la muerte… «Tú no tienes que descargar el camión, tiene que venir tu jefe a descargarlo, así lo quemaremos vivo…, tus otros colegas ya están avisados…».
La primera agencia renuncia al trabajo. Lidl lo intenta de nuevo con una empresa umbra a la que paga guardias armados para que acompañen a los chóferes en Calabria. Pero la violencia no se detiene. Al final, como revela Decollo Ter, los directivos de Lidl se reúnen con el dueño de VM Trans en Massa Lombarda, en la provincia de Ravena. Ventrici se mete en el papel del gran capo, pronunciando la frase: «Vosotros queréis la guerra, pero en Calabria la guerra no la gana ni el Papa». Por si las palabras no bastan, ese mismo día los camioneros que están abasteciendo el punto de venta de Taurianova son agredidos armas en mano. Los dos emisarios con las pistolas escapan en cuanto ven acercarse a la escolta de los vigilantes. Pero Lidl Italia ya ha tenido bastante. Demasiadas complicaciones, demasiadas pérdidas. De modo que restablecen la relación exclusiva con Ventrici hasta que éste termina imputado también por ese hecho. El empresario criminal ha sido capaz de doblegar a Lidl, obligándola, como escriben los magistrados, «por la fuerza y a causa de las conductas de violencia y amenaza arriba descritas, a revisar sus estrategias organizativas, a renunciar a los beneficios económicos garantizados, incluso en términos de precios competitivos, por el uso de más agencias de transporte en Calabria».
El gusto por las frases de efecto, exageradas, el Gordo lo exhibe hasta en las negociaciones más importantes. Él trabaja con una familia, no hace el gitano, y en los veinte años que lleva traficando con cocaína nunca la ha pagado a 30.000 euros el kilo. Ésta es la esencia de lo que replica a los colombianos que han venido a reunirse con él en su caserón rústico en Emilia-Romaña para discutir las divergencias que están bloqueando en Ecuador un cargamento de 1 500 kilos. El piloto alemán Michael Kramer, que ha cobrado ya 100.000 euros como anticipo, en el último momento se niega a llevar la coca hasta Liubliana, en Eslovenia. Ventrici se caga encima de nuevo, temiendo que aquel cambio repentino pueda ser un indicio de que han reclutado a un infiltrado de la DEA. Luego matan a Barbieri y decide congelar la primera gran empresa de narcotráfico montada sin el Contable. El resto lo hace la magistratura, que entre enero y agosto de 2011 hace que le caiga encima una lluvia de órdenes de detención y de incautación desde Catanzaro hasta Bolonia.
Vincenzo Barbieri, como su compadre o ex compadre, había organizado una ronda de importaciones con parientes próximos y cómplices reclutados personalmente. Quería hacer las cosas a lo grande, hasta se había dotado de un agente en Colombia, un muchacho que había formado una familia y había abierto un restaurante, La Calabrisella. En el departamento de Meta, donde se han trasladado muchos de los campamentos y de las «cocinas» de la coca, aquel nombre evocador no sólo de una canción popular, sino también de la marihuana cultivada en Calabria, adquiere el sabor acre del sarcasmo. Pero tampoco esta vez los negocios le van sobre ruedas. En septiembre de 2010 un cargamento de 400 kilos acaba incautado ya en Colombia, en noviembre le toca a una tonelada entera que ha llegado a Gioia Tauro escondida en los bastidores de carretones agrícolas. Barbieri, que está variando los sistemas de cobertura experimentados con Fuduli, se hace enviar desde Brasil otros 1 200 kilos de mercancía purísima metida en latas de palmitos. El contenedor es incautado en el puerto de Livorno el 8 de abril de 2011, cuando su comprador ya ha muerto.
Pero aún después de muerto el Contable logra hacer estallar un escándalo de proporciones inauditas. Es la primera vez que su nombre se repite en todos los medios de comunicación sin desaparecer poco después en la repetitiva masa de las crónicas mafiosas. La DDA de Catanzaro ha abierto una nueva línea en la investigación principal, Decollo Money. La opinión pública se entera el 29 de julio de 2011. Vincenzo Barbieri, en diciembre de 2010, habría convocado en el King Rose Hotel de Granarolo al director de un banco de San Marino para entregarle dos trolleys llenos de billetes. Aquellos 1,3 millones de euros terminan en una cuenta abierta a su nombre en el Credito Sammarinese, seguido de un importe similar depositado en una cuenta registrada a nombre de un pariente y traspasado gracias a la intermediación de algunos notables de Nicotera. Pero eso no es todo. La entidad bancaria, afectada por graves problemas de liquidez debidos a la crisis financiera, se halla en venta por una cifra fijada en 15 millones de euros. El Credito Sammarinese está negociando ya con un banco brasileño, pero el Contable le habría prometido llevar la misma suma, abriendo así la hipótesis de un proyecto de escala ’ndranghetista. La fiscalía, asistida en sus investigaciones por la magistratura de San Marino, ha pedido una orden de procesamiento para el ex director Valter Vendemini, el presidente y fundador Lucio Amati, más los intermediarios calabreses y los titulares de las cuentas todavía vivos. Finalmente, el Credito Sammarinese se verá obligado a una liquidación forzosa administrativa.
La señal de sospecha de blanqueo ya se ha transmitido. Pero demasiado tarde, el 31 de enero de 2011, cinco días después de que los magistrados de Catanzaro hayan hecho detener de nuevo a Barbieri en el ámbito de la investigación Decollo Ter. Vendemini, como admite en una entrevista, se ha enterado de la noticia, se ha asustado y ha tratado de ponerse a salvo. En ese punto debe de haber consultado finalmente Internet, puesto que en la tele afirma a modo de justificación que «los Barbieri en cuestión, los de aquí, habían gestionado ya las finanzas a nivel internacional, en Nueva Zelanda».
La emboscada a Barbieri se produce poco antes de que éste pudiera regresar a Bolonia. La hipótesis es que habría exagerado a la hora de querer hacer las cosas por su cuenta o de exponer a todo el árbol: en particular a los Mancuso, acusados por todos los periódicos y telediarios por cada nueva noticia con él relacionada. O por las dos razones a la vez. La clamorosa incautación de Gioia Tauro en noviembre de 2010, que no podía menos que dar pie a investigaciones, representa un daño enorme para la tranquilidad de los negocios de toda la organización. No es improbable, además, que en Calabria se hubieran enterado también de la trama sanmarinense y consideraran un craso error abrir una cuenta al propio nombre en un paraíso fiscal situado a poco más de un centenar de kilómetros de casa.
Vincenzo Barbieri y Francesco Ventrici han sido descritos por la prensa en términos cada vez más superlativos: capos poderosísimos, máximos intermediarios del narcotráfico, criminales inmensamente peligrosos… Han importado toneladas de droga, es cierto. Pero al seguirlos de cerca aparecen como hombres sin importancia. Unos chapuceros codiciosos de inteligencia media. Engatusados por una víctima escogida. Lo que les hace fuertes es sólo el ejercicio de la violencia y mucho, pero mucho más, la cocaína. El dinero de la coca. El dinero de la coca listo para comprar bancos en crisis. El dinero de la coca transformado en cuarenta y cuatro camiones preparados para abastecer los puntos de venta de una multinacional y traducirse en otras ganancias millonarias. Blanqueando se gana más y más. Ahí está.
Pero lo que me hace más daño sigue siendo saber que sus historias mediocres han encontrado más espacio, llenado más páginas, que otras historias. Historias extraordinarias como la de Bruno Fuduli. Sólo alguna alusión anónima a un infiltrado, cuando la Operación Decollo se hace pública, en los periódicos nacionales. Luego, años después, la referencia de unas pocas líneas cuando el Mono se convierte en noticia con sus revelaciones desde la cárcel estadounidense. Nada más. Invisible. Invisible como casi todos los que expían las palabras ofrecidas a la justicia con el silencio. Que pagan con un desarraigo definitivo la ofensa que han acarreado al árbol regado por el miedo y nutrido por los negocios. Ellos. No los otros. No los hombres como Ventrici y Barbieri que entran y salen de la cárcel como en una transposición a la realidad de las reglas del Juego de la Oca. Para luego pasar el grueso de las penas acumuladas en su propia casa, en el lugar donde han elegido vivir, rodeados de afectos, integrados en la sociedad. Capaces de cultivar intereses legales e ilegales, con dinero a montones para invertir y gastar en cualquier deseo o necesidad. Sólo los sicarios y los capos condenados a un régimen especial u obligados a conciliar clandestinidad y mando llevan con certeza una vida peor que quien ha contribuido a denunciarlos.
Pero tienen el respeto.
Respeto: palabra manchada por el uso que de ella hacen las mafias de todo el mundo. Imitadas por las bandas juveniles más dañadas y crueles. Respeto. Lo gritan las Maras centroamericanas cuando machacan hasta hacerle sangre a un nuevo afiliado. Respect. Lo silabean unos gangsta-rappers gordos, cargados de cadenas de oro y rodeados de chicas contoneándose. Respeto, hermano. Sin embargo, esta palabra violada y ridiculizada sigue significando algo esencial. La certeza de tener, por derecho, un lugar en el mundo y entre los demás, dondequiera que uno se encuentra. Hasta en la nada de un agujero bajo tierra o en el vacío de una celda de aislamiento.
En cambio, quien se pone de parte de la justicia pierde muy a menudo incluso esa certeza. ¿Qué le queda? ¿Puede una opción de libertad transformarse en la soledad más radical? ¿Puede un acto de justicia verse recompensado con la infelicidad? Invisibles. Como fantasmas. Como las sombras del averno. Pienso a menudo en ello cuando, en mi interior, trato de saldar cuentas con quien me acusa de haber tenido demasiada atención pública. Nada reemplaza a los amigos que se pierden, las ciudades abandonadas, los colores, los sabores, las voces, el uso de un cuerpo que puede moverse libremente, caminar, sentarse en un murete para mirar el mar, sentir el viento penetrando en la ropa. La atención pública puede pesar sobre uno como una especie de prisión. Pero es también pariente del respeto. La atención te transmite que tu existencia cuenta para los demás. Te dice que existes.
Bruno Fuduli declara en el juicio. Planta cara a sus usureros y socios impuestos, pero también a los narcos colombianos de los que se había hecho amigo. Luego vuelve a la sombra. Alguien le invita a participar en un reportaje de investigación sobre el puerto de Gioia Tauro. La cita es en la estación de Salerno, una elección al azar, seguramente porque no se puede revelar el lugar de residencia de Fuduli, ni tampoco enfocar su rostro. Se detienen en el paseo marítimo para hacer la entrevista. Bruno viste pantalones y camisa blanca de lino basto, parece un gigante de robusta corpulencia en comparación con el periodista y la chica con zapatillas deportivas que lo acompaña. Hasta su voz es muy profunda, de barítono, y siempre permanece tranquila. No se descompone cuando dice que tiene miedo y padece de insomnio. No traiciona ninguna emoción mientras habla de los diez hombres armados con pistolas y metralletas que lo vigilaban mientras era rehén en Colombia. Como la constatación de un hecho ineluctable, dice por fin que un día le ocurrirá algo. Lo buscarán, ya estarán buscándolo, antes o después lo matarán. La ’Ndrangheta puede actuar incluso después de quince o veinte años, pero no olvida. Pocos minutos para resumir una vida. Un cuerpo encuadrado sin rostro. Luego otra vez nada. Hasta dos años después.
A principios de diciembre de 2010 la DDA de Catanzaro ordena la Operación Overloading. Ésta señalaría el fin de una investigación sobre el narcotráfico como tantas otras si no resultaran implicados algunos personajes anómalos: un coronel de los carabineros de servicio en Bolzano y un joven y riquísimo agente inmobiliario de Roma apodado «Er Pupone», como el futbolista Totti, en las conversaciones interceptadas. El primero es acusado de estar involucrado en la recogida de algunas maletas en el aeropuerto de Fiumicino, con la posterior entrega de los equipajes a sus destinatarios en la capital. El segundo, de haber participado en la financiación de las partidas de cocaína gracias a su amistad con Antonio Pelle, nieto del recién fallecido ’Ntoni Gambazza. Unos meses después saldrá a la luz que el muchacho ha superado veintidós exámenes de la carrera de arquitectura en la Universidad de Reggio Calabria gracias a la ayuda de algunos docentes.
Los primeros clientes de aquella ronda de importaciones son dos ’ndrine de la costa tirrena de la provincia de Cosenza, aliadas entre sí, pero, por más que temibles, menores. Su objetivo inicial es abastecer sus propias zonas de competencia a fin de quedarse con un excedente de mercancía que vender luego en el Norte. Pero los Muto de Cetraro y los Chirillo de Paterno Calabro quieren hacer las cosas como es debido. Por eso reclutan a Bruno Pizzata, el máximo narco de San Luca, vinculado por sangre a los Strangio pero también en estrechísimas relaciones con los Pelle. Aquí están presentes ambas familias, en contacto a través del joven Pelle con Er Pupone y Francesco Strangio, cuñado de Pizzata y homónimo del capo «Ciccio Boutique». El profesional establece que, por el momento, los envíos por barco son demasiado lentos, complicados y antieconómicos. Se decide, pues, por hacer entregas aéreas desde Venezuela y Brasil hacia Ámsterdam, Roma o España, utilizando «mulas» que se tragan las bolitas o llevan maletas de doble fondo. Pizzata está constantemente de viaje entre Sudamérica, España, Holanda y Alemania. Ha pasado allí buena parte de su vida y allí se refugia de nuevo después de haber escapado a su detención en la Operación Overloading; hasta que lo encuentran, en febrero de 2011, mientras está cenando en la pizzería La Cucina de Oberhausen, ciudad muy próxima a Duisburgo, en pleno feudo de los de San Luca.
Pizzata lleva una vida demasiado agitada y complicada para poderse ocupar de todo. Por lo tanto, delega en Francesco Strangio el grueso de la coordinación en Italia, reservándose personalmente la supervisión de algunos aspectos más estratégicos, como las relaciones con Er Pupone, un muchacho introducido en las altas esferas romanas que pueden revelarse muy útiles. Luego se entera de que al parecer los Bellocco de Rosarno están a punto de reunirse con un agente colombiano en Italia capaz de proporcionar enormes cantidades de «mercancía», como suele llamar a la coca por teléfono. Así, hacia finales de 2008 los dos grupos deciden establecer una alianza comercial. El hombre que ha proporcionado aquel precioso contacto para las familias de San Luca y Rosarno se llama Bruno Fuduli.
Bruno es detenido por narcotráfico y condenado a dieciocho años de reclusión el 16 de mayo de 2012. ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que la hoja destinada a pudrirse en el suelo vuelva a ensartarse entre las ramas del árbol? ¿Cómo es posible que en un programa emitido a finales de octubre de 2008 se hubiera dado por cierto que lo habían localizado y asesinado, y poco después reanude el contacto con viejos conocidos colombianos y clientes de la ’Ndrangheta? Los magistrados no le han concedido ningún beneficio penitenciario por mucho que se hubiera mostrado dispuesto a colaborar, sintiéndose representantes de la justicia traicionada y del Estado embaucado.
He consultado los documentos procesales para tratar de entenderlo. Los documentos reconstruyen los hechos, las fechas y las pruebas, despliegan su sucesión con todo detalle, pero no pueden revelar el alma de una persona, y mucho menos de una persona tan capaz de esconder sus intenciones sin decir tampoco falsedades. Los documentos dicen que Bruno ha logrado de nuevo burlarse de la ’Ndrangheta. Se ha reunido con el intermediario de los narcos, incluso lo ha hospedado en su casa natal en Calabria, lo ha acompañado cerca de sus puntos de encuentro con Pizzata o Francesco Strangio, casi siempre en las inmediaciones de la Estación Central de Milán. Bajo protección lo han enviado a vivir a Fiorenzuola d’Arda, en la provincia de Piacenza, no lejos de allí. Pero los hombres de San Luca y de Rosarno no lo verán nunca. Se convierte en director y organizador oculto. Evalúa costes y rutas, piensa en los sistemas de transporte, allana, tranquiliza. Sólo necesita a una persona dispuesta a actuar de interfaz con los compradores. También en ese caso, probablemente, un viejo conocido: Joseph Bruzzese, que ejerce el oficio de marmolista, pero que también posee un currículum criminal que lo cualifica entre las familias calabresas. Ha sido él quien ha propuesto el nuevo «camino» a un lugarteniente de los Bellocco. Así se pone en marcha el mecanismo ideado por Fuduli.
De la increíble evolución de la historia de Bruno Fuduli no se percata nadie, salvo algunos periódicos calabreses. Hablan de un «retorno a su antiguo amor, el crimen», «a su pasión originaria: la cocaína». Prodigan las comillas en palabras como «infiltrado», «soplón», «garganta profunda», «infame»… Con su lenguaje ensayado, lleno de ambiguas ironías, rebosan de satisfacción porque el «superarrepentido todavía sigue en la cárcel. En aislamiento». Incluso afectan indignación por la infidelidad de un hombre que se había entregado al Estado, a fin de diluir la verdadera razón del escándalo: el infiltrado había logrado colarse en los negocios de la ’Ndrangheta, que es lo que cuenta. Esos mismos periódicos, en cambio, habían dado un gran relieve a otro episodio, el único documentable de la vida de Fuduli entre el final del proceso y el inicio de la vuelta al narcotráfico.
La mañana del 21 de mayo de 2007, una manifestación antimafia desfila por el centro de Vibo Valentia. Se ha elegido ese día porque coincide con la inauguración de la nueva tienda de óptica de Nello Ruello, que después de diez años de extorsiones y usura ha decidido denunciar a sus verdugos convirtiéndose en testigo de la justicia. En el estrado, entre otras autoridades, están el alcalde y el gobernador civil, un subsecretario del Interior, el presidente de la Comisión Antimafia, Francesco Forgione, y el fundador de la ONG antimafia Libera, Luigi Ciotti. Abajo, un centenar de estudiantes, militantes sindicales y de las asociaciones antimafia, pocos ciudadanos viboneses y todavía menos comerciantes. Una manifestación desgraciadamente típica de las tierras de las mafias. Pero durante los mítines finales se produce un pequeño accidente. Un hombre se encarama al vallado que cerca la plaza del Ayuntamiento y empieza a gritar: «¿Dónde está mi dinero, dónde están mis cinco mil kilos de cocaína?». Los periódicos locales lo fotografían. Publican la imagen de Bruno gritando y alzando el brazo izquierdo en señal de desafío, mientras es detenido por la policía. Viste de nuevo un traje de lino claro, esta vez con chaqueta, y oculta los ojos tras unas gafas de sol. Más tarde lo entrevistan.
Fuduli dice que los trámites para acceder a los fondos previstos para las víctimas de la extorsión y de la usura, solicitados para iniciar una nueva actividad, los realizó hace ya dos años, pero todavía no ha visto un céntimo. Cuenta que ha venido a Vibo sólo con su madre y su hermano porque ha elegido salirse del programa de protección. Hay una entrevista en particular que resulta espantosa ya en su titular: «No colaboréis con la justicia; os joderán». Luego viene el exordio con las palabras de Fuduli: «He hecho que vayan a la cárcel ciento cuarenta personas, que se descubran cinco toneladas de cocaína y el tráfico entre Calabria y Colombia, pero ahora los he mandado a tomar por…».
También el resto del discurso resulta inequívoco. El Estado, dice Fuduli, le ha arruinado la vida, dejándole con una miserable limosna, menos de mil euros. Tiene un desahucio en curso, una hermana que padece una grave enfermedad de estrés, una madre anciana. Está desesperado hasta el punto de haber decidido exponerse en pleno centro de Vibo Valentia. A la pregunta de si alguna vez había pensado en pasarse al otro bando responde: «Lo he pensado y me he arrepentido de no haberlo hecho, vistos los resultados a los que me ha llevado mi colaboración con la magistratura». Al cabo de diez días se le conceden tanto las ayudas económicas solicitadas como un préstamo para su nueva actividad económica. Pero quizá ya es demasiado tarde. Bruno, con su gesto deliberado para hacerse ver y oír en aquella plaza, no sólo ha expresado su desesperación y su rabia; también ha pronunciado palabras inequívocas en aquellas tierras. Habría bastado una abjuración más suave y convencional, una sencilla queja de haber sido abandonado por el Estado. En cambio, el ex doble agente ha anunciado abiertamente sus intenciones de traición. A Bruno Fuduli no le ha faltado nunca la determinación ni el coraje. Es justo que pague su decisión.
Hay una conversación interceptada en el ámbito de la posterior investigación de la DDA de Milán, en la que Pizzata evoca un episodio de sus viajes a Colombia. Cuenta que un narco apodado «el Tío» le habría cortado las manos a alguien que le había robado la droga. «¡Madre mía!», responde su cuñado, Francesco Strangio, «nosotros somos flexibles en esas cosas. Pero cuando ha sucedido un hecho similar en nuestra zona, jamás. Mejor un fusilazo. Pero no esas torturas».
Quizá Bruno Fuduli decidiera probar suerte también en el abanico de posibilidades que podían abrirse entre aquella deseada flexibilidad y el fusilazo ya dado por descontado. Quizá su juego no apuntaba sólo a los narcodólares, sino mucho más arriba: a demostrar ser, a la larga, tan capaz y fiable en las grandes operaciones de tráfico como ya se había revelado una vez. En ese punto, a lo mejor, incluso habría podido arriesgarse a salir a la luz. Tal vez Fuduli tratara de rescatar su vida con la coca, pero no sabremos nunca si lo habría logrado.