8. LA BELLA Y EL MONO

El vacío es la gasolina de la evolución. Una trayectoria que se interrumpe no agota la propia energía, reclama otra, distinta, que ocupe el espacio vacante. Como en física, todo se transforma, nada se destruye. La historia del narcotráfico en Colombia es una historia de vacíos, es una historia de transformaciones, una historia de capitalismo.

Hoy ese vacío bulle como cualquier trozo de hierba bajo la lente de un entomólogo. Microcárteles a centenares. Grupos armados que se ponen nombres de equipos deportivos locales. Guerrilleros comunistas cada vez más reducidos al paradójico papel de latifundistas, gestores del cultivo y de las primeras fases de elaboración. Cada cual se corta su tajada, su especialidad: produce, distribuye, consigna a la etapa siguiente. Cada cual defiende su pequeño hábitat de jungla, montaña, zona litoral o fronteriza. Todo está desconectado, parcelado, pulverizado. Las porciones de territorio, la ampliación de poder y de alianzas por las que hoy sigue corriendo la sangre parecen infinitesimales con respecto a la época de los grandes cárteles.

Pero si hoy la Colombia del narcotráfico aparece como la gulliveriana tierra de los liliputienses, el problema reside en parte en el ojo del observador. O más bien en su mente, en su memoria. Los ojos ven lo que esperan ver o bien captan sólo la diferencia. Ven lo que existe sobre la base de lo que ya no existe. Y si ya no hay grandes choques ni grandes masacres, si ya no hay atentados contra candidatos a la presidencia o presidentes electos con la financiación de los cárteles, si Colombia ya no es un narcoestado y sus grandes protagonistas están todos muertos o condenados a pasar la vida en la cárcel en Estados Unidos, se puede pensar que se ha ganado la guerra. A lo mejor todavía no se ha ganado del todo, pero se está en el buen camino para llevarla a su fin.

O bien la mirada puede quedar enganchada en el pasado: dado que «cocaína» y «Colombia» siguen siendo sinónimos de una denominación de origen concebida como implícita como el whisky escocés o el caviar ruso, el imaginario continúa representando a los narcos colombianos como los más poderosos, ricos y temibles del mundo. Y ello pese a que ninguna persona normal y corriente conoce ya los nombres de los mayores traficantes o de las mayores organizaciones que hoy operan en Colombia. Sin embargo, después de décadas de esfuerzos para derrotar a los narcos colombianos, la cuota de mercado que ha perdido el país es muy inferior a la que cabría esperar en la época de la globalización del comercio. Es ésta la aparente paradoja que genera la dificultad extrema de enfocar el panorama del presente en sus verdaderas dimensiones.

Los presuntos liliputienses ya no son los señores absolutos de la cocaína, pero se calcula que Colombia sigue produciendo alrededor del sesenta por ciento de toda la cocaína que se consume. Y la coca sigue arraigando en cada terrón cultivable de tierra colombiana.

¿Cómo es eso posible? ¿Qué significa?

La primera respuesta es elemental, un principio básico del capitalismo. Si se mantiene la demanda, si antes bien la demanda sigue creciendo, sería absurdo anular la oferta, o siquiera reducirla drásticamente.

La segunda respuesta es que el declive de los cárteles colombianos ha ido paralelo al auge de los mexicanos, y de todos los nuevos grandes actores de la economía criminal. Hoy el cártel de Sinaloa actúa con respecto a la producción de coca, pasta base y cocaína en Colombia tal como lo hacen las multinacionales con los cultivos y la elaboración de la fruta.

Pero todo esto no explica de manera detallada qué ha ocurrido en Colombia. Y es importante saberlo. Es importante porque Colombia representa una matriz de la economía criminal, y sus transformaciones muestran toda la capacidad de adaptación de un sistema en el que permanece fija una única constante: la mercancía blanca. Los hombres pasan, los ejércitos se disgregan, pero la coca queda. Ésta es la síntesis de la historia colombiana.

En el principio está Pablo. Antes de él había un comercio creciente y un país geográficamente ideal para producir, almacenar y transportar cocaína. Pero estaba en manos de los «cowboys de la coca»: demasiado débiles para imponer sus reglas, demasiado dispersos por el territorio para imponer la ley del más fuerte. Hay un vacío y Pablo no tarda en llenarlo. El primer paso evolutivo del narcotráfico en Colombia parte precisamente de aquí, de un joven ambicioso y decidido a enriquecerse hasta llegar a contar más que el presidente de su país. Empieza de la nada, acumula dinero, gana respeto, concibe la primera red de distribución de la coca utilizando pequeñas embarcaciones y aviones monomotores. Para garantizarse protección y seguridad recurre al viejo dicho colombiano «Plata o plomo»; si eres un policía o un político, o aceptas dejarte corromper o estás muerto. El negocio de la coca es sencillo para el padrino de Medellín: basta con darse una vuelta por los barrios pobres para dar satisfacción a las necesidades de unos chicos dispuestos a todo, o bien corromper a uno aquí, corromper a otro allí, pagar a un banquero condescendiente para que te ayude a recuperar el dinero blanqueado. Él mismo lo dice: «Todos tienen un precio; lo importante es saber cuál». El vacío se llena con rapidez, el sistema Colombia se convierte en un monopolio cuya red de distribución llega a los puntos más importantes del continente americano. Todo se hace a lo grande: vuelos intercontinentales atiborrados de toneladas de coca, aduanas condescendientes que dejan pasar miles de contenedores de flores llenas de polvo blanco, submarinos para las grandes cargas, y hasta una galería ultramoderna que desemboca en El Paso, Texas, partiendo de Ciudad Juárez: propiedad privada de un multimillonario que vive a más de cuatro mil kilómetros de distancia. Manda Colombia, manda Pablo Escobar. Pero el padrino de Medellín forja acuerdos con el padrino de Guadalajara. México observa, aprende, se embolsa su porcentaje y espera su turno.

Al principio de los años ochenta Pablo ya gana medio millón de dólares al día, y tiene diez contables. El cártel de Medellín gasta 2 500 dólares al mes en gomas elásticas para envolver los fajos de dinero. Es el capitalismo en sus orígenes. Grandes concentraciones de ricos empresarios que dictan la ley y se infiltran en todos los ganglios de la sociedad. Es un capitalismo tradicionalista, donde los capitanes de empresa compiten por ostentar el poder y las ganancias sin escatimar donaciones a la población. Pablo hace construir cuatrocientas viviendas sociales, regala al pueblo un espectacular zoológico situado dentro de su Hacienda Nápoles. CapitalistasRobin Hood, sin escrúpulos, sanguinarios y despiadados, ricos insaciables y manirrotos. Pero también capitalistas en pañales, en la cúspide de estructuras rígidamente piramidales. Hombres que se sienten gigantes, que se ven a sí mismos como encarnación de un poder soberano que se han ganado con el plomo y el dinero, lo único legítimo. Pablo se ofrece incluso para solucionar toda la deuda pública de Colombia, porque el país ya es suyo, porque el gobierno de Medellín es más fuerte y rico que el de Bogotá. Así, cuando el Estado se enfrenta a ellos, se sienten abocados a una guerra abierta: coches bomba, matanzas, atentados contra políticos y jueces hostiles… Es asesinado el candidato a la presidencia, el favorito en las elecciones. Como los corleoneses en aquellos mismos años, tampoco Escobar y sus fieles comprenden que precisamente lo que ellos creen que es un ejercicio de demostración de su fuerza representa en cambio su punto débil. Una vez cortada la cabeza, el cuerpo se descompone. Caído Pablo, su organización muere y deja un vacío.

Si algo ha demostrado el capitalismo es que las revoluciones y las tragedias no han sido nunca capaces de derribarlo. Lo han arañado, pero su espíritu nunca se ha debilitado. El vacío abierto por Pablo es el anuncio del segundo paso evolutivo en la historia del narcotráfico colombiano. Es necesario adaptarse a los cambios, incorporar las mutaciones sociales y económicas, liberarse de la tradición y cruzar el umbral de la modernidad. La nueva especie ya está lista, ya ha proliferado colonizando zonas cada vez más extensas, ya ha aprovechado el hecho de no haber tenido que desangrarse demasiado en la lucha por el mando y de haberse encontrado con el respaldo de potentes aliados naturales. Ahora no tiene más que quedarse con todo. Hasta las más insignificantes desviaciones inciden en el futuro. Pablo era un macho, símbolo de una sexualidad llamativa y nunca domada. Se quebranta incluso ese estereotipo dominante, gracias a uno de los capos del nuevo cártel hegemónico de Cali, Hélmer Herrera, conocido como «Pacho». Homosexual declarado, Pacho no habría logrado avanzar ni un metro bajo la férula de Pablo. Pero para los hermanos Rodríguez Orejuela, que han fundado el cártel, los negocios son los negocios y si un homosexual es capaz de abrir camino a México y de instalar algunas células de distribución directamente en Nueva York, entonces poco importa con quién se lo haga. También a las mujeres se las acepta. Las mujeres saben y pueden hacer de todo, desde el blanqueo de dinero negro hasta las negociaciones más importantes, y la palabra ambición ya no está prohibida. Desaparecen incluso las viejas sentencias de Medellín y a las mujeres ya no se las describe como capaces únicamente de gastar dinero y arruinar los negocios.

Otra diferencia: algunos de los socios de Pablo eran casi analfabetos, no sabían siquiera quién era el más grande escritor colombiano viviente, Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura. Se sentían orgullosos de ser un poder nacido del pueblo, que tenía que identificarse con ellos. Los cabecillas de Cali recitan versos de poetas colombianos del siglo XX y saben dar su justo valor a un máster en administración de empresas. Los nuevos narcos son capitalistas como los viejos narcos de Pablo, pero se han refinado. Se identifican con la élite del Nuevo Mundo, les gusta compararse con los Kennedy, que sentaron las bases de su ascenso con la importación de whisky en el sediento país de la era prohibicionista. Se las dan de honestos hombres de negocios, visten con elegancia, saben moverse en los ambientes de clase alta y circulan libremente por las ciudades. Se acabaron los búnkeres y las casas de superlujo escondidas quién sabe dónde. A los nuevos narcos les gusta la luz del sol porque es ahí donde se hacen los negocios.

También cambia el modo de traficar, que debe garantizar la seguridad de los envíos, a través de empresas falsas, y la explotación de los canales legales donde es fácil infiltrar la mercancía ilegal. Y luego los bancos. Primero el Banco de los Trabajadores, luego el First Interamericas Bank de Panamá, prestigiosas y estimadas entidades de crédito que los nuevos narcos utilizan para blanquear el dinero procedente de Estados Unidos. Cuanto más espacio conquistado en la economía legal, más espacio de maniobra para ampliar el negocio de la coca. Empresas de construcción, industrias, sociedades de inversión, emisoras de radio, equipos de fútbol, concesionarios de automóviles, centros comerciales… El símbolo de la nueva mentalidad es una moderna cadena de drugstores a la norteamericana, farmacia y droguería a la vez, que lleva el programático nombre de Drogas la Rebaja.

La estructura piramidal de Pablo ha quedado superada, es un renqueante simulacro, un dinosaurio extinguido. Ahora las narcoempresas fijan «objetivos de producción», auténticos planes plurianuales. En el cártel de Cali cada cual tiene su propia tarea, y un único y simple objetivo: hacer dinero. Como en una multinacional monolítica por fuera y flexible por dentro, el cártel de Cali está dividido en cinco áreas, porque cinco son sus áreas estratégicas: política, seguridad, finanzas, asistencia legal y, obviamente, narcotráfico.

La violencia y el terror no se han abandonado, la consigna sigue siendo «plata o plomo», pero mientras la primera puede correr sin límites, el segundo conviene medirlo mejor, emplearlo con más profesionalidad y raciocinio. Antes los ejércitos de sicarios estaban integrados por jóvenes arrancados de la pobreza, ahora son antiguos miembros y miembros corruptos de las fuerzas armadas; mercenarios a sueldo y bien adiestrados. La política se convierte en uno de los numerosos sectores de la sociedad a financiar, de modo que el dinero inyectado en su maquinaria funcione como anestésico y el Congreso resulte paralizado e incapaz de constituir amenaza alguna, y al mismo tiempo se condicione su labor. Se ha roto incluso el último y débil vínculo que unía a los narcotraficantes con su tierra. Para hacer negocios es necesaria la paz en el territorio, una paz ficticia y de cartón piedra que de vez en cuando necesita una sacudida, una advertencia para hacer entender a los colombianos que quien manda, aunque no se le vea, siempre está presente. Maestro en estas lides es Henry Loaiza Ceballos, llamado «el Alacrán», que un día de abril de 1990 ordenó utilizar motosierras para descuartizar a centenares de campesinos que un tiempo antes, bajo la guía del párroco de Trujillo, el padre Tiberio de Jesús Fernández Mafla, habían organizado una marcha de protesta contra el conflicto armado y para mejorar las condiciones de vida en los campos. El cuerpo del padre Tiberio se encontró descuartizado en un pequeño recodo del río Cauca. Antes de morir fue obligado a asistir a la violación y el homicidio de su sobrina. Luego, el Alacrán Loaiza ordenó que le cortaran los dedos de las manos y se los hicieran comer; después le obligaron a comerse los dedos de los pies y por último los genitales. En su tumba, en el Parque Monumento en memoria de las víctimas de Trujillo, hay una inscripción con la frase, profética, pronunciada por el sacerdote durante su última Pascua: «Si mi sangre puede contribuir a que en Trujillo nazca y florezca la paz que tanto necesitamos, la verteré de buena gana».

El uso de la violencia en el Nuevo Mundo sigue siendo todavía exagerado, pero, por lo demás, con los nuevos proveedores se llevan muy bien los socios italianos que han sabido tejer una trama de negocios privilegiada con Colombia. Ligados a su tierra como los hombres de Medellín, los calabreses comparten sin embargo el rasgo más notable de su auge con los hombres de Cali, casi como compañeros durante un trecho del camino: el de mandar y prosperar sin hacer demasiado ruido. No desafiar al poder oficial, sino utilizarlo, vaciarlo, manipularlo.

El narcoestado se expande e hincha los músculos, no mata a un candidato a presidente malquisto, sino que prefiere comprar los votos para hacer elegir a uno que le sea grato, contagia a cada rincón del país y como una célula tumoral lo altera a su imagen y semejanza, en un proceso infeccioso para el que no se conocen curas. La evolución, en cambio, exige sus propias víctimas. Cali se ha inflado en exceso, ahora ya se han percatado todos de ello, Estados Unidos y la magistratura no comprada. Pero su caída corresponde casi a una ley física: cuando ya no se puede crecer, hace falta muy poco para estallar o implosionar, y México, el pariente norteamericano, está ganando espacio de acción. El narcoestado presidido por el cártel empieza a vacilar y a perder piezas. It’s evolution, baby. Un nuevo vacío, la tercera etapa de la senda narcocapitalista.

El fin del cártel de Cali es la última revolución propiamente dicha del capitalismo de los narcos colombianos. Con ella se derrumba el sistema de la estructura mastodóntica y su omnipresencia, quizá el único elemento, junto con la violencia endémica, que vinculaba la edad del oro de Cali a la época de Pablo. Es como un haz de luz violenta que invade por primera vez los rincones oscuros: las cucarachas escapan en todas direcciones, se dispersan convulsivamente, los que antes eran amigos se convierten en enemigos en un sálvese quien pueda. Algunos tránsfugas del cártel de Cali convergen en el cártel del Norte del Valle, que es ya desde el primer momento una pálida copia del que lo ha precedido. Brutales sin carisma, codiciosos sin especial pericia ni inventiva empresarial, incapaces de mantener a raya las rivalidades internas, la extradición y la traición de los delatores les asusta hasta el punto de volverse paranoicos. Pero los tiempos ya no son los de antes. Los tiempos han cambiado porque el capitalismo ha cambiado, y los primeros en darse cuenta de ello son precisamente los colombianos.

El resto del mundo se muestra optimista, a veces eufórico. Se encamina hacia el nuevo milenio convencido de que la paz, la democracia y la libertad están destinadas a la victoria planetaria. El presidente Clinton es reelegido para un segundo mandato en noviembre de 1996, y unos meses después en el Reino Unido se convierte en primer ministro Tony Blair, líder del Partido Laborista, convencido de la necesidad de que para no perder el tren de la modernidad hay que conjugar instancias socialdemócratas con un espacio más amplio para el libre mercado. Hasta los primeros meses de 1997, en Wall Street el índice Dow Jones sigue subiendo a niveles nunca vistos hasta entonces, y todavía se infla más el Nasdaq, el primer mercado bursátil íntegramente electrónico y consagrado a los títulos tecnológicos como Microsoft, Yahoo!, Apple y Google. Por lo demás, Steve Jobs acaba de volver a la dirección de Apple, seguro de poder sacar a la empresa de su crisis, lo que, como sabemos, logrará a la perfección.

Para mantenerse en el espíritu de los tiempos, el eufórico Occidente pide cada vez más cocaína. La coca es una mancha blanca sobre el optimismo, y se la identifica con Colombia. No es aceptable que en la época de los cambios sin fronteras y del capitalismo más creativo exista todavía una nación tan rica en recursos pero sometida a una monocultura criminal. El cártel de Cali ha sido derribado, el narcoestado se ha roto. Los guerrilleros marxistas atrincherados en la jungla o en las montañas con sus rehenes representan un anacronismo que ya no tiene ninguna razón de ser. Quien ha derrotado al bloque comunista mundial cree que ahora sólo hace falta un esfuerzo concentrado para que también Colombia pueda volver a la comunidad del mundo libre.

Estados Unidos no da la suficiente importancia a aquello en lo que, delante de sus narices, se ha convertido México; o, mejor, es consciente de ello a ratos, en informes concretos del día que terminan en tal o cual escritorio, en alarmas inconexas en torno a la estabilidad y la seguridad pública. Pero, cegado por el optimismo, no logra o no quiere entender que lo que está emergiendo no es otra cosa que el lado sombrío del mismo capitalismo global al que tan orgulloso está de haber abierto todas las puertas y liberado de cualquier atadura. Tiene la mirada aprisionada en el pasado. A partir de una trama predeterminada, pretende llevar la historia de Colombia a un final feliz. Pero lo que ocurre y ocurrirá será todo lo contrario.

Las historias latinoamericanas son complejas. No funcionan como las que se cuentan en Hollywood, donde los buenos son buenos y los malos son malos. Donde, si tienes éxito, significa que te lo has ganado con el talento y la habilidad que, en el fondo, no pueden ser otra cosa que el fruto de tu virtud moral. Por eso es más fácil entender la transición colombiana siguiendo dos historias de éxito.

La primera es la historia de una mujer. La chica más bonita y más famosa del país. La que todos los hombres sueñan con poseer, a la que todas las chicas quieren parecerse. Ha sido el rostro exclusivo de una marca de lencería y de la cerveza más popular de Colombia. Ha dado su nombre a una línea de productos de belleza difundida en toda América Latina. Natalia París. Rostro dulcísimo, cabellera dorada, piel brillante del color de la miel. Pequeña como una niña, pero con senos y glúteos explosivos. La perfección femenina en miniatura. Ella ha creado un nuevo modelo de belleza, la misma mezcla de alegre ingenuidad y seducción supersexy que Shakira —menuda, rubia y colombiana como ella— ha sabido imponer en todo el mundo gracias a su voz potente y sus desatados contoneos. La estrella de Natalia, sin embargo, surgió antes. Y en las dos últimas décadas ha acompañado a la historia colombiana.

La otra historia es la de un hombre al que de pequeño dieron un apodo que no le hace justicia: «el Mono». No alude éste a los rasgos grotescos de un mono aullador o un mono araña, las especies más difundidas en Colombia; en último caso, en sus ojos un poco hundidos tiene algo que recuerda la mirada de un gorila, algo de fijo que puede resultar temible. Es hijo de una colombiana y un italiano que partió de Sapri para labrarse una vida mejor en el Nuevo Mundo. Se llama como su padre, Salvatore Mancuso. Ha realizado el sueño de integración y éxito que los inmigrantes transmiten a sus hijos, el sueño americano. Pero lo ha hecho a su modo.

La Bella y el Mono nacen en las ciudades del norte, la parte más poblada y desarrollada del país, y en familias que han sabido ganarse la relativa comodidad de la clase media. El padre de Natalia es un piloto que muere cuando ella tiene apenas ocho meses, pero su madre tiene temple y vigorosos principios, y sobre todo ejerce una profesión, la de abogado, que salvaguarda su autonomía económica. El padre de Salvatore, que es el segundo de seis hijos, trabaja duro como electricista y, tras años de fatigas, logra montar un negocio de reparación de electrodomésticos y luego de automóviles.

Los padres ahorran para que los chicos puedan asistir a buenas escuelas, lo que también es un modo de mantenerlos lo máximo posible a salvo de las malas compañías, de la violencia de las calles. Natalia va a un colegio de monjas, pasa las vacaciones estudiando en Boston, se matricula en el Instituto de Arte para hacerse publicista. Pero mientras tanto despega su carrera de modelo. No se sabe muy bien cuándo empezó exactamente ésta, porque ya de niña había posado para una marca de pañales. Luego, con la adolescencia, llega el primer contrato importante por una radiante sonrisa que promueve un dentífrico made in USA. Finalmente se convierte en la chica imagen de la cerveza Cristal Oro, luminosa presencia en minibikini que guiña el ojo desde las paredes de las casas, en las revistas que pasan de mano en mano en las peluquerías, en las macrovallas publicitarias que flanquean las carreteras nacionales. Está en todas partes, admirada y conocida como nunca le había ocurrido a una modelo en Colombia. El sueño más común de toda muchacha atractiva colombiana era, y todavía sigue siendo, convertirse en reina de belleza. Para la elección de Miss Colombia se desencadena un delirio que comienza mucho antes de la final. En la playa de Cartagena de Indias desembarca el circo de las revistas y a los niños en edad escolar de Cartagena les dan nada menos que dos semanas de vacaciones. La pequeña corona que se coloca en la cabeza de la vencedora está chapada en oro de 24 quilates con una esmeralda, la piedra nacional, en el centro, y durante el año en el que ostenta el título, Miss Colombia es recibida incluso por el presidente de la República.

Pero concursos menores los hay a centenares. En cada lugar donde se celebran, la llegada de las aspirantes a reinas de belleza es un acontecimiento muy esperado por la ciudadanía. La gente de Colombia tiene el corazón henchido del deseo de alegrarse la vista, compensar la dura vida cotidiana, olvidar las violencias, las injusticias, los escándalos políticos que parecen no tener fin. Son gente alegre, los colombianos, de aquella alegría vital que nace como antídoto al fatalismo.

Y sin embargo no es sólo esto lo que explica la proliferación del fenómeno. En América Latina, y en particular en los países del narcotráfico, los concursos de belleza son también ferias de caballos de raza, en los que se exhiben los ejemplares ya adscritos a una cuadra. A menudo el concurso está amañado ya de entrada: gana la candidata que pertenece al propietario más poderoso. El mayor regalo que se le pueda hacer a una mujer es comprarle una corona de reina de belleza, regalo que redunda en el prestigio de quien la ha escogido. Ése fue el caso de Yovanna Guzmán, elegida «Chica Med» cuando ya estaba ligada a Wílber Varela, llamado «Jabón», uno de los líderes del cártel del Norte del Valle. Pero aun cuando las cosas funcionan de este modo, las chicas menos afortunadas pueden esperar ser objeto de atención de los otros narcos que acuden para elegir a la amante de turno, o en cualquier caso probar suerte en el próximo concurso.

No ha sido sin embargo esta fatigosa trayectoria la que favorece la ascensión de Natalia, que de golpe y porrazo se encuentra con que es más envidiada que Miss Colombia. Su madre no la habría dejado nunca exponerse en un contexto donde toda atención cortés equivale a un riesgo. Las personas que giran en torno a un plató, en cambio, son fáciles de vigilar. Ella acompaña a Natalia a todas sus citas, le hace de representante y de guardiana. Y si para sus dieciocho años le regala dos tallas más de sujetador, no imagina que con esa ulterior inversión en la ya triunfante imagen de su hija la convertirá en pionera de una epidemia que arreciará en los años posteriores. Hasta las jovencitas de las zonas rurales más pobres y de los barrios más desamparados empezarán a prostituirse con el fin de reunir el dinero necesario para aquellas prótesis mamarias ahora convertidas en requisito previo para caerle en gracia a un capo, la única perspectiva de rescate que se halla a su alcance. Es ésta la historia narrada en Sin tetas no hay paraíso, la serie televisiva colombiana vista y adaptada en versiones más edulcoradas en medio mundo, pero originalmente basada en un riguroso reportaje realizado por Gustavo Bolívar Moreno en el departamento meridional de Putumayo, tradicional zona de cultivo de la coca.

Lucía Gaviria, tal es el nombre de la madre de Natalia, está siempre atenta. La oportunidad que la suerte le ha regalado a su hija hay que aprovecharla hasta el fondo mientras dure, pero sería un grave error depender sólo de eso. También ella en su juventud había desfilado y posado para algunas fotos de moda, pero sin la licenciatura en Jurisprudencia quién sabe cómo habría podido arreglárselas después de quedarse viuda. Hay que tener la cabeza sobre los hombros y los pies en el suelo, apuntar a objetivos seguros y sólidos. De que la belleza es un bien efímero, de que la facultad de ser artífice de la propia vida es algo que una mujer colombiana debe preservar y conquistar por otros medios, de eso la madre de Natalia es la mejor maestra por haber sido un ejemplo. Ahora tiene un nuevo compañero y un segundo hijo: una familia normal, con el orgullo de saberse tal en un tiempo y un lugar asolados por la locura más desenfrenada.

Colombia es el país de las mil caras. Uno queda cegado por el sol que refleja la cal de sus muros, y un segundo después se ve arrollado por los colores de un ocaso que incendia el paisaje. Si Colombia sorprende, Montería halla vitalidad en su contradicción. Es ésta una ciudad situada en la ribera del río Sinú y capital del departamento de Córdoba. Las chabolas y los rascacielos despuntan violentos entre los árboles tropicales, con decenas de etnias distintas apiñadas dentro, empeñadas en una convivencia a menudo imposible.

Es aquí donde nace y crece Salvatore Mancuso, en una casa construida por su padre con sus propias manos. Desde pequeños, los hijos varones lo acompañan a cazar, fascinados por su tesoro: un pequeño arsenal al que está prohibido acercarse. Don Salvador —como había pasado a constar en el registro civil debido a un error de la oficina de inmigración— cría a sus hijos con firmeza. La relativa tranquilidad económica y social ha de defenderse también con las reglas de la educación que nunca hay que cuestionar.

Pero al final la severidad paterna se ve premiada. También en el caso del Mono las ligerezas se limitan a la infancia, cuando Salvatore se convierte en el cabecilla del barrio y los otros niños, en homenaje a la pelusa que le despunta en el cuerpo antes que a sus compañeros, le tributan ese apodo a medio camino entre la admiración y la envidia. O a la época del motocross en los años ochenta, cuando se adjudica el primer puesto en el campeonato nacional y convierte también en campeones de ventas a los hermanos Bianchi, los compatriotas italianos concesionarios de Yamaha en Montería.

Como la madre de Natalia, también Don Salvador sabe que a un muchacho hay que concederle la gratificación de esos momentos de gloria transitoria, con tal de que no comprometa la trayectoria hacia la que se le ha encaminado. Salvatore es un buen hijo. Se diploma, va a estudiar a Estados Unidos; si no logra graduarse en la Universidad de Pittsburgh no es porque le falten ganas de esmerarse, sino porque tiene demasiada nostalgia de casa. Sobre todo de Martha, con quien se ha casado sin haber cumplido siquiera los dieciocho, y del pequeño Gianluigi, que sólo tiene unos meses. Don Salvador insiste, ¡le gustaría tanto que su perseverante hijo pudiera labrarse una existencia en Estados Unidos…!, pero frente a los argumentos de un joven padre de familia no tiene más remedio que tragar. Salvatore vuelve a Colombia y junto con Martha se traslada a Bogotá para terminar sus estudios universitarios.

Luego los proyectos del segundogénito divergen de nuevo de los de su padre, y de nuevo éste será incapaz de detenerle: Salvatore no quiere ser ingeniero, quiere convertirse en agricultor y ganadero, un auténtico colombiano a la antigua usanza. Con toda evidencia pretende también vengar a su padre, que se había comprado una hacienda después de tres décadas de sacrificios, pero que, negándose a ceder a las extorsiones de los guerrilleros, ha tenido que revender su preciada finca. ¿Qué puedes objetarle a un hijo que tiene la testarudez de querer llevar hasta el fondo lo que a ti no te ha resultado? ¿Que es demasiado peligroso, demasiado difícil? Los Mancuso son gente orgullosa, y al final Salvatore, licenciado en Agronomía, regresa a Montería y se establece en la granja Campamento que Martha acaba de heredar de su padre. La tierra es rica, la casa de labranza una valiosa joya. Don Salvador avala el préstamo que su hijo debe utilizar para transformar su explotación en un sueño rentable e impecable. Hay que levantarse al amanecer, trabajar igual o más que los campesinos autóctonos. Mostrar qué significa aplicar la filosofía del padre es un duro trabajo. Pasan dos años y el ejemplo de la hacienda Campamento no suscita sólo la admiración de los otros agricultores: también los guerrilleros se sienten atraídos por ella y su apetito se torna famélico.

El país donde Salvatore empieza a hacerse un nombre atraviesa el umbral de los años noventa como un Far West enquistado. Son años en que en el departamento de Córdoba ya no se cuentan las violencias de la guerrilla: extorsiones, fusilamientos y robos de cabezas de ganado, secuestros de inocentes, entre ellos mujeres y niños. La guerrilla explota las carencias de la política y la incapacidad de la fuerza pública para imponerse. Ya una década antes los ganaderos y agricultores del departamento de Antioquia se habían reunido por primera vez en Medellín para encontrar entre todos una solución al problema. Nació entonces la Asociación Campesina del Magdalena Medio. Nada revolucionario; más bien la aplicación de un decreto de 1965 que daba la posibilidad a los campesinos, con la ayuda de las autoridades, de tomar las armas y defenderse. Militares y agricultores del brazo en una guerra total, donde no cuenta el monopolio de la fuerza que caracteriza a todo Estado moderno, sino sólo la identificación de un enemigo común al que hay que aniquilar. A pesar de ello, la situación de los campesinos de Antioquia y Córdoba seguía siendo alarmante. El valor de la tierra y del ganado se había reducido a una quinta parte.

Todo esto Salvatore Mancuso lo sabe demasiado bien, igual que conoce una por una las siglas, los efectivos y la presencia territorial de los rebeldes. Durante años ha escuchado todas las historias de abusos, recopilado todos los ejemplos sobre las posibilidades de enfrentarse a aquellos bandidos parasitarios que engordan sus sueños subversivos con los frutos del esfuerzo de las personas honestas. Está preparado. Si no se ha doblegado a un inmigrante electricista agotado por una vida de trabajo, tampoco cederá su hijo en la plenitud de sus fuerzas y dispuesto a dejarse la piel por su tierra y sus hombres. Que se presenten, si se atreven.

El sol ha salido hace poco, los rayos oblicuos salpican de ocre la tierra delante de Salvatore. Se acercan tres sombras, que emergen a contraluz y adquieren el aspecto de guerrilleros. Salvatore coge su fusil y sin pensárselo dos veces apunta hacia ellos. Los guerrilleros le dicen que le espera su jefe, pero Salvatore se niega a seguirles.

En la finca de Salvatore trabaja Parrita, un chico espabilado de apenas doce años. No teme a nada y los hombres le toman el pelo, le dicen que cuando crezca tendrá miedo, que Colombia te enseña a respetar a quien es más fuerte que tú. Pero Parrita se encoge de hombros ante esas palabras. Es un insolente, y a Salvatore le gusta; lo manda llamar, le entrega un transceptor y le pide que siga a los tres guerrilleros, encuentre su base y permanezca al acecho hasta nueva orden. Mientras tanto Salvatore se organiza, convence al coronel del batallón Junín de Montería de que le preste algunos hombres y, guiándose por las indicaciones de Parrita, encuentra a los tres y los mata.

Salvatore Mancuso ha tomado en sus manos su propio destino. Volver atrás ya no es posible, si no es aceptando la pérdida de todo cuanto se ha construido. De granja en granja se corre la voz del joven haciendero que ha desafiado a la escoria terrorista como nadie había osado hacerlo antes que él. Ni siquiera Pablo Escobar cuando respondió al secuestro de la hija de Don Fabio Ochoa Restrepo, gran criador de caballos y patriarca de una familia criminal incorporada a las filas superiores del cártel de Medellín, y dio vida a un grupo denominado MAS, Muerte a Secuestradores, acorde con su propio gusto teatral. El hombre más poderoso de Colombia gritaba sus amenazas, llenaba de armas y dinero a montones a los vengadores. El hijo del inmigrante no ha mandado a otros, ha partido en silencio para hacerse justicia. Ahora el ejemplo a imitar ya no es su explotación agrícola, sino él mismo. Los militares de Montería le han proporcionado las licencias para transformar la finca en un fortín armado, le han dado hombres de escolta. Galvanizados también ellos, empiezan a llamarlo cacique, porque ahora en efecto lo es, un jefe reconocido por la comunidad. Hay un hombre en particular que se une a Salvatore como un hermano: el mayor Fratini, subcomandante del batallón que acudió en su ayuda en su primera represalia contra los guerrilleros. Ambos comparten su origen italiano y el interés por los fusiles y el buen vino.

Juntos elaboran un plan militar. En un mapa dividen la región, asignando a cada área tareas de vigilancia y patrulla. Los agricultores se mantienen en contacto por radio, a fin de señalar cualquier presencia sospechosa y de poder moverse siempre escoltados por los militares. El experimento de autodefensa funciona bien, el prestigio de Mancuso sigue creciendo.

Pero Salvatore no pierde nunca de vista el propósito de todo esto. Su trabajo se lo lleva a casa cada tarde en la piel. Y es precisamente una tarde cuando recibe la mala noticia: el mayor Fratini, que a bordo de un helicóptero defendía a un grupo de contras que estaba siendo atacado, ha sido abatido y secuestrado por el EPL, el Ejército Popular de Liberación, una de las tantas siglas que designan a los grupos de la guerrilla colombiana. Lo encuentran al día siguiente: ha sido torturado hasta la muerte. Uno imagina que no pueden olvidar. Imagina que están profundizando el surco por el que se ha encaminado Salvatore Mancuso.

La chica rubísima que ahora también campea en los paquetes de pastillas de jabón y en los cuadernos escolares utilizados en toda Colombia, en su ciudad natal se ha convertido más que nunca en una presencia amiga que proporciona ligereza y consuelo. Para el resto del mundo Medellín ha perdido al único personaje que la hacía célebre, Pablo Escobar, pero para sus habitantes la estrella constante de Natalia certifica la continuidad de las cosas hermosas y buenas, atenuando la inquietud que ha creado el fin del amo de Colombia. Inquietud porque, si bien por una parte puede haber alivio, por otra en cambio hay miedo. Miedo al vacío. No al vacío en sí, sino a aquello y a aquellos que vendrán a llenarlo. Pablo Escobar ha muerto el mismo año que el mayor Fratini, el amigo fraternal del Mono. Ahora que el rey ha muerto, todos los que habían sido sus enemigos pueden abrirse paso. Avanzan los guerrilleros, Cali engorda, saca pecho la organización paramilitar a la que el cártel rival había sufragado para quitarle de en medio y que había sembrado el terror sobre todo en su feudo originario: los Pepes, acrónimo de Perseguidos por Pablo Escobar, un nombre que parece una sarcástica respuesta al grupo denominado Muerte a Secuestradores. ¿Qué harán ahora aquellos hombres adiestrados y equipados para la masacre? ¿Se irán? ¿Querrán dominar una franja del territorio? Lo único cierto es que no es posible esperar que se disuelvan en la nada. Los ejércitos irregulares no se desmantelan por sí solos.

Esta preocupación la comparte el gobierno. Ya no es el gran antagonista del Estado, pero los focos de conflicto están aumentando y eso es malo. Malo para los colombianos, naturalmente, pero también para unos líderes que querrían que su imagen se beneficiara del fin del más famoso antihéroe. En cambio, podría reavivarse un período de guerra civil, y de los peores. Los presidentes que se suceden son conscientes de los límites de su poder. No pueden hacer más que intentar promover un equilibrio de las fuerzas que se sustraen a su monopolio. Necesitan los recursos de los contrarrevolucionarios para contrarrestar los éxitos de la guerrilla, pero al mismo tiempo habría que contener de algún modo a los grupos paramilitares. En el modelo iniciado por Salvatore Mancuso y seguido ahora por un creciente número de hacienderos creen vislumbrar finalmente la dirección correcta. Es necesario dar un último paso en la legalización de la autodefensa, de modo que incluso las formaciones nacidas como brazo armado de los cárteles, las más feroces y mejor equipadas, puedan tener interés en confluir en ella. Así, en 1994 se promulga un decreto que reglamenta la vigilancia y la seguridad privadas y su colaboración con el ejército, permitiendo el uso de armas de dotación exclusiva de los militares también por parte de los grupos a los que ahora se denomina las Convivir, término derivado de Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada. Mancuso está a cargo de la Convivir Horizonte y ha ampliado la plantilla originaria con una decena de hombres armados de pistolas, fusiles y ametralladoras.

Ahora que goza de pleno derecho, quiere demostrar su valor y vengar al amigo que le inició en el oficio de las armas. Con un batallón del ejército para la empresa, camina durante treinta días a través de la selva comiendo productos envasados para evitar fuegos que alarmarían a los enemigos. En la franja de cordillera que separa Córdoba de la lengua septentrional de Antioquia, se encuentran frente a una montaña. Sus paredes verticales dan miedo, y muchos vuelven atrás. No obstante, espoleados por el Mono, alcanzan la cima en formación suficiente para realizar su irrupción por sorpresa en el bastión de las FARC en aquella zona. Estalla un combate a fuego. Salvatore y sus hombres salen vivos.

En el mismo territorio de Mancuso opera un ejército privado que con la ley sobre las Convivir se ha dado un nuevo nombre, Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, para poder ofrecer legalmente protección armada a los agricultores y ganaderos. Pertenece a los hermanos Castaño, que tienen a sus espaldas una larga historia de odio implacable contra la guerrilla. Son ricos ya desde su nacimiento, pero ha sido precisamente eso lo que ha marcado sus vidas: ser hijos de Don Jesús, un ganadero tan estimado como político y convencido del derecho a mandar de los propietarios de tierras que se convirtió en uno de los primeros que las FARC se llevaron de su finca para darle una lección. Parece que hayan pasado siglos desde aquel día trece años antes y de la espera infinita hasta al momento en que supieron que, a pesar del rescate, su padre no volvería jamás a casa. El agujero negro de su existencia. Desde entonces están en guerra, una guerra que por principio no puede hacer prisioneros. Han combatido solos, pagando a un centenar de hombres dispuestos a todo. Los mandaron a la zona donde Don Jesús había sido retenido como rehén y les hicieron masacrar, empalar y descuartizar a todo ser humano que encontraran en los alrededores, de modo que los que apoyaban a los infames entendieran la lección. Forjaron excelentes relaciones con Escobar, dejando que Carlos, el menor de los hermanos Castaño, se uniera a Muerte a Secuestradores, de donde salió como un hombre hecho y derecho al que ningún método de guerra sucia era ajeno.

Pero luego rompieron con Don Pablo, quien, en su paranoia megalómana, había hecho matar a amigos suyos. Comprendiendo que quería matarlos también a ellos, aceptaron la invitación de los hermanos Rodríguez Orejuela de Cali y fundaron los Pepes. Ellos proporcionaron la jauría de perros en la batida de caza contra su antiguo aliado, causando estragos entre sus socios y familiares. Y ahora casi han vuelto al punto de partida: una formación antiguerrilla mayor y más rica que las otras.

En la última década los hermanos Castaño se han enriquecido todavía más. Los señores de la coca les han pagado muy bien. A los señores de la coca les gusta además recompensar a sus guardias haciéndoles partícipes de sus negocios. Sostener una guerra permanente cuesta caro. Las FARC y todos los demás bastardos comunistas ya los habrían machacado, habrían aplicado la política de tierra quemada con cada uno de sus apoyos, si no fuera porque los guerrilleros financian su insurrección anticapitalista con el dinero de la coca. Lejos de ello, los subversivos se han vuelto más descarados, más fuertes que antes. En la guerra rige el principio de que hay que enfrentarse al enemigo con sus mismas armas. Quien trafica manda.

Cuando los hermanos Castaño le ofrecen a Salvatore unirse a sus fuerzas, él se toma tiempo para darles una respuesta. Preferiría seguir como ha hecho hasta ahora, quizá en parte porque conoce sus antiguos vínculos con el narcotráfico. Pero entonces, un día, en la carretera entre Montería y su finca, cuando regresa a casa junto con su mujer, Gianluigi y su segundo hijo, que apenas tiene dos años, se encuentra con un obstáculo que le bloquea el paso: es una emboscada de las FARC, una tentativa de secuestro. Oculta su agitación para no asustar aún más a los niños, pero unos días después le dice a Martha que ya no puede arreglárselas solo. Acepta fusionar a su grupo con la organización de los Castaño. Y finalmente, cuando llega la primera orden de detención por homicidio, deja para siempre la finca Campamento. Desde aquel día de 1996 ya no es Salvatore Mancuso. Es sólo el Mono, el Cacique, Santander Lozada, Triple Cero y todos los otros nombres de batalla que ha asumido. Ya no es un cultivador de arroz y un criador de caballos, sino un señor de la guerra clandestino.

Cuando el Mono, que tiene alrededor de treinta años, está llevando a cabo la tercera decisión determinante de su vida, la hermosa Natalia tiene poco más de veinte. En su cama con los peluches, con el pijama de punto, cuando la despierta para mandarla a la universidad o escoltarla a una cita matutina y luego la ve tambalearse enfurruñada por el cansancio hacia el baño, su madre se repite siempre que todavía parece una niña. Porque ella será siempre su niña, como para toda madre. Pero también porque la naturaleza se ha portado bien con Natalia transmitiéndole sus genes, regalándole un cuerpo que resiste al tiempo. Una niña despreocupada. Ingenua y alegre. Y eso porque ella, Lucía Gaviria, ha sabido proteger de las garras del tiempo la otra naturaleza de su hija, la que tiene dentro. El dinero que ha ganado ha aportado aún más despreocupación, como es justo, pero como no es seguro que ocurra. A la fila de los peluches se ha sumado un armario rebosante de zapatos y vestidos. Cremas. Perfumes. Alguna joya. Nada más.

Ahora Natalia París está acostumbrada a ser una estrella desde el momento en que sale por la puerta de su casa. Acostumbrada a ver dando vueltas por las calles de Colombia a chicas que parecen un ejército de clones suyos. Acostumbrada a los flashes de los paparazzi al volver la esquina, acostumbrada a rechazar los acosos con un «no» tan suave como firme. Ninguno de los chicos con los que ha salido le ha hecho perder nunca ni uno solo de sus compromisos, y menos aún la cabeza.

Lucía Gaviria empieza a calmarse un poco de su ansiedad. Ahora en Medellín se respira mejor que hace unos años. Ya no sucede que tenga que ir a un funeral porque la hija de su mejor amiga ha sido destripada por un coche-bomba y después, durante algún tiempo, ya no tenga valor para llamarla porque ella a su hija todavía la tiene. O que Natalia le pida ir a la discoteca con las compañeras del colegio y luego vuelva contando que, mientras estaban en la pista de baile, se había desencadenado un tiroteo. Asustada, desde luego, pero tampoco tanto. Cuando creces en determinados lugares, acabas por adaptarte de algún modo a la realidad que tienes a tu alrededor. Doña Lucía se da cuenta de que las campanas de cristal son de una fragilidad patética.

Pero también han pasado los primeros tiempos, cuando el éxito repentino amenazaba con arruinar el precario equilibrio de una adolescente. En el fondo, ha sido la propia celebridad de Natalia la que le ha resultado de ayuda. Una estrella goza de menos libertad de movimientos que una persona común. Para llevar una vida sostenible, empieza a frecuentar siempre los mismos lugares, donde, al menos en buena parte, los demás aprenden a fingir que no advierten su presencia o a tratarla con normalidad.

Así, en la vigilancia de Lucía Gaviria se introduce un punto de sombra. El gimnasio. Mantenerse en perfecta forma es para Natalia parte de sus requisitos profesionales, y además la actividad física le gusta muchísimo. Generalmente asiste a cursos femeninos de aeróbic y bailes latinoamericanos que sustituyen a las noches en la discoteca, convertida en una exposición demasiado extenuante. Ahora le gustaría probar a aprender a hacer inmersiones. El gimnasio ofrece un curso de una semana en Santa Marta, la famosa ciudad turística a orillas del Caribe. Los peces tropicales no asustan a Doña Lucía, ni tampoco el respirador y las bombonas. Los tiburones del mar son mucho menos peligrosos que los tiburones de tierra.

Ver a Natalia quitarse la máscara y las aletas y, con un tirón decidido, desprenderse del traje, debe de ser una experiencia casi mística. Sin embargo, ella no se percata de cómo la miran todos. En el grupo hay un hombre que, ya desde la primera salida al mar, le produce el mismo efecto. Se ha quitado el equipo, lo ha puesto en su sitio y se ha zambullido desde el borde de la balsa. Ella quisiera saltar tras él, pero no se atreve. Espera a que sea él quien dé un paso adelante, enviándole justo una mínima señal, alguna broma, una pequeña llamada de socorro. Él es ya un submarinista experto, mejor dicho, tiene licencia de instructor. Se la sacó en California, donde ha estado viviendo por trabajo. El curso organizado por el gimnasio era una buena ocasión para retomar el ejercicio de su deporte predilecto.

Se lo cuenta algunas noches después cuando la lleva a cenar a un bistró romántico. Medellín no es como Los Ángeles, donde, cuando quieres recargar pilas, puedes desafiar a las olas sobre una tabla de surf, ir a correr por la playa, nadar hasta el horizonte y volver. «Estoy ligado a mi ciudad y a mi familia, pero echo de menos eso: el océano, la vida al aire libre».

Natalia ya está muy enamorada. Pero ahora está convencida de que Julio es el hombre más maravilloso que habría podido encontrar nunca. No tiene ningún problema en estar pegada a él en el barco, en besarle y apretarse contra él en el agua. El amor es un triunfo de la vida que debe ser ostentado.

Lucía, en un primer momento, piensa simplemente que las vacaciones le han sentado bien a su hija. Pero pronto intuye que aquella felicidad irreprimible no puede ser el mero efecto benéfico del sol del Caribe. Hay algo más que una amistad, pero debe de tratarse de un encaprichamiento un poco especial porque extrañamente su hija no le habla de ello. Advierte una punzada de ansiedad; la disipa enseguida. Natalia siempre ha sido impulsiva, entusiasta. Ha nacido bajo el signo de Leo, un signo al que se atribuye pasión, pero antes o después el fuego acaba por consumirse. Mejor esperar, confiar en ella. Cree conocer a su hija lo suficiente como para saber que será ella la que saque el tema.

En efecto, al cabo de poco Natalia ya no logra contenerse. Cuando le habla de Julio, de que es apuesto, deportista, atento y elegante, se ilumina de tal modo que su madre tiene que tomarse un respiro para empezar a hacerle unas cuantas preguntas. Siente de veras arrancarla de la nube en la que flota.

—¿Cuántos años tiene?

—No lo sé. Treinta, treinta y cinco…

—¿Seguro que no está casado?

—¡Mamá, pero qué dices! Estaba en Los Ángeles, y creo que ha vuelto para echar una mano a su familia.

—¿Y qué hacía exactamente en Los Ángeles?

—No se lo he preguntado.

—¿Así que no tienes ni idea de qué hace exactamente en la vida tu Julio?

—¡Bah!, negocios de algún tipo. Y además es rico, rico de familia. Tiene una casa estupenda y también otras propiedades, quizá un hotel, una finca en el campo.

—Quizá. Pero tú no sabes cómo se ha hecho rico. O cómo se ha hecho rica su familia.

—¡No, mamá, ni me interesa! No puedes razonar siempre así, todo cálculo, todo de cabeza. ¡Eso no cuenta nada cuando amas a alguien!

Luego llora y corre a encerrarse en su habitación. Lucía Gaviria se queda sentada en la silla de la cocina, anonadada. Tiene una sensación muy desagradable, le falta el aliento. Se sirve un vaso de agua que le ayuda a calmarse y se dedica a las estúpidas tareas domésticas que todavía tiene que atender.

La única pregunta que se atreve a hacer al día siguiente se refiere al apellido del elegido. Trata de plantearla con disimulo porque sabe que Natalia no picará. Con esa información personal se encamina como cada mañana hacia el juzgado. Se dirige al encuentro con su drama.

Julio César Correa. Es un narcotraficante. Empezó su carrera junto a Pablo Escobar como sicario. Su papel se trasluce en el apodo que ha reemplazado a su apellido originario: Fierro, Julio Fierro. En toda América Latina, el término fierro, «hierro», alude a las armas de fuego. En los nuevos tiempos Julio ha sabido labrarse la independencia del sicario profesional y ha empezado a participar directamente en el negocio de la cocaína, convirtiéndose en un traqueto, un traficante. Quién sabe si había sido a causa de la muerte de Don Pablo por lo que había ido a Estados Unidos a cambiar de aires, se pregunta Doña Lucía. Pero ahora ha vuelto. Y ha vuelto a tiempo para hacer perder la cabeza a Natalia, que no quiere atender a razones. Le ha confesado que en la ciudad Julio lleva pistola, pero luego ha gritado enseguida: «¿Y qué tiene de malo? ¡Todos lo hacen!».

Ahora ya sólo se dirige a ella a gritos.

Le ha impuesto reglas taxativas, horarios tremendamente rígidos de vuelta a casa, mucho más restrictivos de cuando era menor de edad. Pero cuando se queda sola esperándola, Lucía Gaviria empieza a rumiar y a echarse a la cara su culpa. ¡En mala hora se le ocurrió que los tiburones del mar eran menos peligrosos que los tiburones de tierra! ¡En mala hora la dejó ir a aquel maldito curso de submarinismo!

Pasan los años. La madre de Natalia está exhausta por la guerra que está librando en vano. Cada vez con más frecuencia tiene largas crisis de llanto que sólo en una pequeña parte son una forma de ejercer un chantaje emotivo sobre su hija. Julio ha aprovechado cualquier ocasión para ablandarla, para asegurarle que está profundamente enamorado, para jurar que tendrá siempre el máximo respeto por Natalia y sus seres queridos. Es cierto que parece un hombre sincero y educado, muy distinto de los traquetos feísimos y vulgares con los que suele cruzarse en el juzgado. Pero Doña Lucía siempre ha mantenido una cortesía glacial. Tiene que resistir, tiene que lograr romper aquella unión.

Pero su hija sigue estando loca por él como el primer día. Y todo lo que ella hace, los llantos, las amenazas, las furibundas peleas, no tiene otro efecto que alejarla. Acercándola todavía más a Julio.

Una mañana, Natalia se presenta con el rostro espantosamente serio, los ojos hinchados y enrojecidos. Es un período en el que aún está más nerviosa, duerme mal. No abre la boca hasta que no entra también en la cocina su padrastro, el compañero de Doña Lucía, que le ha hecho de padre desde niña:

—Natalia quiere decirte una cosa.

—Mamá, estoy embarazada. De cuatro meses.

Es la catástrofe, y Lucía Gaviria es la última de la familia en saberlo. Durante una semana no le dirige la palabra.

Pero no puede seguir así. Advierte claramente que, por primera vez en todos esos años, también Natalia está asustada. Ha dejado de vivir en un cuento de hadas. No existen los cuentos en Medellín, y ahora no puede dejarla sola. Así, un día va a comprarle un par de zapatillas de tenis, zapatillas que le resultarán cómodas en los próximos meses, cuando el niño que lleva en la barriga empiece a dejar sentir su propio peso. Le deja la caja en la cama con una nota: «Que Dios te bendiga». Esa tarde lloran las dos. Natalia en su habitación, su madre en el cuarto de estar. Pero la puerta es demasiado fina para que no se escuchen.

Natalia tiene un contrato para la nueva campaña de Cristal Oro y el rodaje se ha fijado para cuando cumpla el séptimo mes. ¿Le tocará a Lucía Gaviria rescindirlo? ¿Con qué pretexto?

Con Julio se enfurece como nunca, aunque él hace todo lo que se espera de un hombre colombiano. Dice que quiere casarse con Natalia, que esperar un hijo de ella es lo más bonito que le ha pasado en la vida y que al final todo irá bien. Su hija, como puede, va a su rueda. Sin embargo, a partir de un momento dado la felicidad de Natalia ya no parece la otra cara del miedo. Vuelve a dormir mejor, poco a poco va teniendo un aspecto más radiante. Doña Lucía lo atribuye a los cambios hormonales del embarazo, hasta que acude de nuevo a hablar con ella.

—Todo está arreglado, mamá. ¡Dentro de poco nos iremos a Estados Unidos para empezar una nueva vida!

—¿Una nueva vida? ¿En Estados Unidos?

Este país es el espectro de todo narcotraficante, hasta el punto de que en los años ochenta el lema de los narcos colombianos era: «Mejor una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos». Es más, debido justamente a las presiones de Estados Unidos, en 1997 el Estado colombiano reformó su Constitución para restablecer la extradición. A veces su hija es tan ingenua que parece tonta.

Por el contrario, todo lo que le ha dicho resulta ser cierto.

Antes de que pase un mes Natalia parte hacia Florida. No ha tenido más que hacer las maletas. De todo lo demás se ha encargado Julio: la villa en la playa, los visados, los otros trámites de entrada para quien quiere establecerse en Estados Unidos… O mejor dicho, se han encargado en gran parte sus nuevos contactos yanquis, que no son importadores de polvo blanco, sino sus antagonistas por excelencia: la DEA de Miami.

Julio César Correa es uno de los primeros narcos colombianos en realizar una negociación que oficialmente nunca ha existido. Precisamente porque su caso representa un comienzo que pretende ser un ejemplo incentivador, será también uno de los más afortunados: ni un solo día de cárcel, ya no más procesos inminentes por haber inundado las calles norteamericanas de cocaína. A cambio de unos cuantos millones de narcodólares devueltos a las cajas de Estados Unidos y sobre todo de una preciosa información.

La empresa en la que se ha embarcado la DEA de Miami parece la acción de un grupo incontrolado. La pesadilla parida por la mente de algún teórico de la conspiración que ve en todas partes la obra de las fuerzas del mal y la corrupción. Un plan al que ninguna persona equilibrada daría crédito. El «policía del mundo» no puede conceder inmunidades o reducciones de condena estratosféricas a quien tiene las manos manchadas de graves crímenes que afectan a su jurisdicción.

Pero el primer problema de los agentes de Miami es precisamente ése. Abordar a un narco y hacerle la propuesta representa un riesgo insostenible. Ellos mismos serían los primeros en pensar enseguida en una mala pasada. El contacto enviado a tal fin no podría volver nunca a casa. La oficina de la DEA necesita un intermediario más sofisticado.

Baruch Vega es un fotógrafo de moda colombiano que vive en Miami. Ha trabajado para Armani, Gucci, Valentino, Chanel, Hermès, todas las principales casas de moda y marcas de cosméticos. Vega, el segundo de los once hijos de un trompetista de Bogotá que luego se trasladó a un altiplano en medio de los montes de la Colombia nororiental, en Bucaramanga, a los quince años gana un concurso de Kodak. Ha inmortalizado a un pájaro cuando emergía de un lago llevando en el pico un pez todavía entero. Sin embargo, sus padres le obligan a estudiar ingeniería. En la Universidad de Santander alguien lo recluta para la CIA y es enviado a Chile: el gobierno de Salvador Allende tiene que saltar.

Baruch Vega detesta ese trabajo. Para huir de él, desempolva su talento fotográfico. Llega a Nueva York en los años setenta, fotografía a las primerísimas top model como Lauren Hutton y Christie Brinkley. Logra obtener lo que más cuenta en su tierra: éxito, dinero, mujeres. Habérselo ganado en Estados Unidos aumenta su prestigio. Cada vez que vuelve a Colombia, Vega se presenta con una escolta de chicas de portada. Ésa es su tarjeta de visita. Y de ahí que, en el curso de su doble carrera como fotógrafo y agente encubierto, Baruch Vega haya conocido de cerca a muchos de los grandes cabecillas de los cárteles colombianos y haya llegado a frecuentar las casas de narcos de la importancia de los hermanos Ochoa, socios de Escobar en el cártel de Medellín.

El primer encuentro con Julio Fierro se produce en un hotel de Cartagena, no por casualidad justo durante los días de la elección de Miss Colombia. Vega hace su parte. Dice que conoce a agentes de la DEA con los que se puede llegar a un acuerdo. Basta con pagar. La disponibilidad de los polis gringos, más un porcentaje por su servicio.

Nada es creíble para un narco si no se paga. Cuanto más alto es el precio, más confianza da. Baruch Vega es la mejor garantía puesta sobre la mesa de negociaciones. ¿Qué quiere un hombre que logra hacer dinero con un trabajo digno de envidia? Más dinero. Un hombre que arriesga la vida para tener más dinero es un hombre que merece respeto. Respeto y confianza. Como prueba de su fiabilidad, Vega organiza viajes a Miami con su «avión privado» que luego resultará estar pagado por la DEA. La presencia a bordo de un agente antidroga garantiza que en el aeropuerto habrá otros polis amigos dispuestos a acompañar a los narcos —muchos de los cuales encabezan la lista de los más buscados— por los controles sin ser detectados. Un paseo para llevar a sus mujeres al restaurante más de moda, llenarlas de regalos y luego volver a casa. Así, la vez siguiente, el adiós a Colombia y al narcotráfico debería convertirse en definitivo.

El marido de Natalia se ha revelado muy útil a la hora de hacer que la iniciativa de Vega y sus camaradas en la DEA dé un salto cualitativo. En Panamá organizan el primero de numerosos grandes encuentros entre narcos y agentes antidroga. Una especie de cumbre o convention; de hecho, es justo así como los llaman. Julio Fierro llega desde Florida junto con Baruch Vega y los hombres de la DEA. El fotógrafo ha organizado todos los detalles. Ha llenado el avión de las habituales bellezas, ha reservado las suites del Hotel Intercontinental, se ha encargado incluso de que la difícil jornada pueda finalizar con la diversión en el local adecuado, con agentes y narcos vaciando botellas de champán entre mujeres a su disposición.

Pero el plato fuerte está en manos de Julio. Saca un pasaporte colombiano y lo hace circular entre sus antiguos rivales y aliados. Los gringos le han provisto de una nueva identidad y del visado regular. Gracias a Estados Unidos, Julio Fierro es ahora un hombre que ya no tiene que esperar una tumba en Colombia. La reacción en cadena que generará ese gesto constituye una pieza de la historia reciente colombiana. Para la historia de Natalia, en cambio, el principal acontecimiento es otro: Mariana, nacida en Miami, ciudadana estadounidense.

El novelesco asunto de las negociaciones entre la DEA y los narcos resulta, en realidad, menos increíble de lo que a primera vista pudiera parecer. En Colombia la situación es complicadísima. El gobierno está más deslegitimado que nunca, incapaz de ejercer un peso en el país y de poderlo representar en el extranjero. En algunos aspectos, Estados Unidos puede aprovecharse de tal debilidad. Durante el último año de gobierno del presidente Ernesto Samper Pizano, enjuiciado por haber sido elegido gracias al apoyo del cártel de Cali, se reforma el artículo 35 de la Constitución, que restablece la tan esperada —o temida— extradición. El presidente colombiano sabe que ya no tiene nada que perder.

Por el momento, Estados Unidos no puede conseguir nada más por vía oficial. Los encuentros «bajo cuerda» promovidos por la DEA de Miami no revelan su sentido si se consideran fuera de su contexto, es decir, conjuntamente con la nueva situación jurídica. La amenaza concreta de la extradición sin reducción alguna convierte en un trato apetecible la alternativa de la casi impunidad ofrecida a cambio de colaboración y de la restitución de grandes sumas de dinero ilícito. Corroer desde dentro las organizaciones del narcotráfico, preparar los golpes decisivos con las informaciones obtenidas, fomentar un clima de sospecha que engendre agotadoras disputas internas: ése es el objetivo. Que los arrepentidos representan el arma más temible en manos de la justicia para doblegar a las mafias es algo que ya había puesto de relieve el juez Giovanni Falcone. Pero en Italia, aun con notables resistencias, ha sido posible reglamentar de manera estricta la gestión de los colaboradores de la justicia. Para Estados Unidos los problemas son múltiples: una extensa cultura de law & order, la hegemonía internacional que no puede verse abiertamente comprometida, el propio hecho de abordar a ciudadanos no estadounidenses… Y por último la urgencia de hacer algo contra el poder de la cocaína, que, pese al desmembramiento de los dinosaurios colombianos del narcotráfico, no hace más que crecer. Entre los objetivos de la DEA se incluyen todos los exponentes del verdadero poder: capos todavía fuertes en los viejos cárteles, miembros de alto rango de los que están en auge, narcos todoterreno como Julio Fierro… Pero también los hombres de las Autodefensas de los hermanos Castaño y de Mancuso, que se están revelando una amenaza cada vez más temible.

Tras la caída del cártel de Cali, los paramilitares han tenido un incremento de peticiones para contratar servicios de protección a los grupos emergentes como el cártel del Norte del Valle. Pero su implicación en el narcotráfico está alcanzando una autonomía sistemática que va de la mano con el dominio territorial. Gestionan ya todos los eslabones de la cadena: desde el control de los cultivos hasta la contratación con los compradores, pasando por las rutas de transporte. La mitad de los cocaleros del departamento de Córdoba están sometidos a ellos, y la otra mitad a los guerrilleros de izquierdas. Ahora están organizados de forma que pueden enfrentarse a ellos con la fuerza de un ejército contrapuesto a otro. En 1997 los grupos de autodefensa se federaron, creando las AUC, Autodefensas Unidas de Colombia, capitaneadas por Carlos Castaño. El Mono, que es cofundador, mandará la mayor formación militar de las AUC, el Bloque Catatumbo, que llegará a tener cuatro mil quinientos hombres.

El conflicto se está convirtiendo cada vez menos en un choque ideológico y cada vez más en una guerra total de conquista. Eliminadas las costras de nacionalismo de extrema derecha y de marxismo revolucionario, lo que está ocurriendo en Colombia prefigura la posterior barbarie mexicana posmoderna. Las AUC son los «padres nobles» de la Familia Michoacana y los Caballeros Templarios. Cada vez con más frecuencia bajan a las aldeas situadas en las zonas controladas por la guerrilla y exterminan a sus habitantes. Utilizan instrumentos primitivos como machetes y motosierras para descuartizar y decapitar a los campesinos, pero planifican las operaciones con frío cálculo militar, aproximándose al lugar de la acción en aviones militares con los que atraviesan centenares de kilómetros, listos para regresar una vez terminada la matanza.

Todo esto ya no resulta tolerable. La opinión pública empieza a no aceptar ya las legitimaciones de las masacres que repiten el estribillo del apoyo a la guerrilla. La estrategia del equilibro de las fuerzas contrapuestas se ha revelado un desastre: poco más de seis meses después de la fundación de las AUC, el Tribunal Constitucional colombiano declara ilegítima la parte del decreto que regula las cooperativas de vigilancia y seguridad privada. Los grupos paramilitares deben entregar las armas militares que se les habían concedido y comprometerse a respetar los derechos humanos.

Pero ya es demasiado tarde. Al mando de Carlos Castaño se cuentan más de treinta mil efectivos y los ingresos obtenidos con el tráfico de cocaína son más que suficientes para abastecerlos de toda clase de material bélico. Haberlos declarado forajidos no sirve más que para incrementar su crueldad. En los viejos westerns hollywoodianos no ocurre nunca que el héroe con la pistola se transforme en el «proscrito» más despiadado. En cambio, en la patria de la coca ha sucedido algo mucho peor: el Mono se ha convertido en uno de los principales estrategas del horror.

El Aro es una minúscula aldea de sesenta casas más parecidas a chozas que a viviendas, con los techos de cinc y las puertas podridas. En comparación con sus paisanos Marco Aurelio Areiza, que posee nada menos que dos tiendas de comestibles, es un hombre rico. Pero dado que el pueblo se encuentra en un territorio controlado por las FARC también es un hombre que arriesga la vida todos los días. Marco Aurelio no se ha negado nunca a venderles comida a los guerrilleros. Le tomarían por loco si afirmase lo contrario: ¿quién soñaría siquiera con decir no a unos hombres armados que surgen de la selva? En las atormentadas tierras de Colombia existe la regla no escrita de colaborar con quien empuña un arma, independientemente del uniforme que lleve. Marco Aurelio, de hecho, también colabora con el ejército de Salvatore Mancuso, que viene a acusarle de ser partidario de los guerrilleros. El interrogatorio es una farsa porque la aldea y sus habitantes han sido condenados a muerte días antes. El Aro es una avanzadilla que hay que conquistar como cabeza de puente para penetrar en las zonas de control de las FARC. Su suerte ha de ser también una advertencia para todas las demás aldeas.

Los ciento cincuenta hombres del Bloque Catatumbo de Mancuso torturan y matan a diecisiete personas, queman cuarenta y tres casas, roban mil doscientas cabezas de ganado y obligan a setecientos dos habitantes a dejar sus viviendas. Marco Aurelio es torturado y su cuerpo destrozado. Cuando la policía llega a El Aro encuentra a Rosa María Posada, la mujer de Marco Aurelio, velando a su marido. Y no quiere que sus hijos vean su cuerpo martirizado.

Todos están convencidos de que en Colombia hace falta un cambio drástico. Se está iniciando una campaña electoral que reaviva las esperanzas dentro del país y también en la Casa Blanca. Hay un candidato que se jacta en su currículum tanto de haber sido derrotado en las elecciones anteriores por el puñado de votos comprados por el cártel de Cali como de haber salido vivo de milagro de un secuestro a finales de los años ochenta cuando se había presentado a la alcaldía de Bogotá, cargo que efectivamente luego ha desempeñado tras su liberación. El político malquisto de los señores de la droga parece el hombre adecuado para guiar el país.

Andrés Pastrana promete un proceso de pacificación y una estrecha colaboración con Estados Unidos. Gana abriendo las puertas a una Gran Alianza por el Cambio e invitando a participar en ella a los parlamentarios de todos los partidos políticos. Finalmente también en Colombia ha llegado el momento del optimismo y de las grandes negociaciones.

El nuevo presidente, como había prometido, negocia al mismo tiempo con las FARC y con Estados Unidos. Que ello no genere una oposición inmediata en Washington no se debe tanto a la administración demócrata de Clinton como quizá al clima mundial que está depositando la máxima confianza en el buen resultado de las negociaciones. Tiene que ver con quien se siente fuerte, destinado a ganar la batalla del estado de derecho. En los desangrados territorios de Bosnia-Herzegovina se aplican los acuerdos firmados en 1995 en Dayton. El proceso de paz entre Israel y Palestina se está reanudando poco a poco siguiendo la estela de los acuerdos delineados en Oslo. Pero el ejemplo más alentador probablemente proviene del Reino Unido: los gobiernos de signos opuestos están negociando con éxito en favor de una tregua permanente y el desarme del IRA. En Irlanda del Norte, el fin del larguísimo y desgarrador conflicto está ya cerca. Paz se ha convertido en una palabra que sale fácilmente de los labios.

En cambio, todos los ambiciosos planes que se apliquen en Colombia se revelarán un fracaso a medias. Porque allí no sólo mandan ilegalmente hombres de objetivos políticos contrapuestos: a los hombres se les puede quitar de en medio de muchas maneras. Pero mientras siga siendo la mercancía más solicitada, la cocaína resiste a muerte. El experimento de Pastrana de conceder a los guerrilleros una «zona de distensión» tan grande como la Lombardía y el Véneto juntos se revela ya desde un principio un riesgo mal calculado. Las FARC van a lo suyo en el territorio asignado, pero en cambio ni siquiera sueñan con prestarse a negociaciones serias: no conceden ninguna tregua, y más bien intensifican su militarización. Secuestros con fines de extorsión o políticos, asaltos en las ciudades, control de la coca: todo sigue como antes. La decepción se abate sobre la popularidad del presidente. Cuando en 2002 los guerrilleros llegan a desviar un vuelo comercial para secuestrar a un senador, Pastrana comprende que ha llegado el momento de dar por concluidas las negociaciones de paz. Se vuelve a la guerra: la «zona de distensión» debe ser reconquistada de inmediato. Al cabo de tres días las FARC secuestran a Ingrid Betancourt. La candidata a las inminentes elecciones presidenciales por el Partido Verde Oxígeno deseaba llevar su programa a los colombianos de aquella zona, convencida de que ningún conflicto armado debía privarlos de sus derechos fundamentales como ciudadanos. En lugar de ello, su reclusión se prolongará durante 2 321 días, hasta que el 2 de julio de 2008 las fuerzas del ejército colombiano logran liberarla.

Para el nuevo presidente Álvaro Uribe la línea que hay que seguir es la de la mano dura. El Estado tiene que enseñar los dientes y recuperar el país. El mundo, por lo demás, ya no es el de antes. En el transcurso de un solo día, junto a las Torres Gemelas también se ha desmoronado el optimismo. Ahora la única respuesta posible parece ser la guerra. En Colombia la «guerra contra el terror» coincide con la guerra contra las drogas. No existe victoria posible que no sea una victoria sobre el narcotráfico.

Por ello, pese a la discontinuidad, hay un aspecto central en la labor de Pastrana que continuará su sucesor: el gran pacto estipulado con Estados Unidos para erradicar la producción y el comercio de cocaína. El Plan Colombia. Poco después de su elección en 1998, Pastrana había anunciado enfáticamente que estaba negociando con Estados Unidos un «Plan Marshall para Colombia». Como en la posguerra europea, tenían que llegar miles de millones de dólares para renovar el país, ayudar a los colombianos a liberarlo de la coca, y sustentar a los campesinos que aceptaran reconvertir los campos en cultivos legales mucho menos rentables. Pero el plan realmente firmado en 2000 por Bill Clinton y luego reconfirmado por George W. Bush hasta el final de su presidencia va en otra dirección. Una transformación social y económica lenta y costosísima se revela de inmediato una utopía. Falta dinero, confianza, consenso. Falta tiempo. Es necesario poder mostrar resultados pronto para que se apruebe la nueva financiación. De ahí que casi todo se apueste a la opción más inmediata: la de la fuerza.

El uso de la fuerza se traduce, en primer lugar, en una guerra contra la cocaína. Se podrá cantar victoria cuando en Colombia ya no crezca ni una sola hoja de coca. Hay que erradicar los cultivos, bombardearlos con fumigaciones aéreas, esterilizarlos con un tratamiento a base de herbicidas agresivos. Desde el punto de vista medioambiental el precio es altísimo. Se compromete el ecosistema de las selvas vírgenes, el suelo y las capas acuíferas se llenan de venenos, la tierra colombiana resulta abrasada o contaminada, incapaz de dar ninguna clase de fruto de valor durante un breve período. Desde el punto de vista social las consecuencias son igualmente graves. Sin alternativa, los campesinos abandonan en masa las zonas destruidas y empiezan a cultivar la coca en zonas del país cada vez más inaccesibles. La atomización de los cultivos y la fragilidad de los campesinos desplazados favorecen el control de los señores de la droga. Además, los narcos invierten en cualquier método que incremente la fertilidad de los campos, logrando incluso duplicar el número de cosechas anuales.

El resultado es que después de años de aplicar literalmente una política de tierra quemada, la cocaína colombiana representa todavía más de la mitad de la que se consume en el mundo.

La otra parte del uso de la fuerza previsto en el Plan Colombia se dirige hacia los hombres. Se concreta en apoyo militar para reforzar las acciones del ejército colombiano contra los señores de la droga y el narcoterrorismo. Logística, armas y equipamientos, envío de fuerzas especiales, inteligencia, adiestramiento. En vísperas del atentado contra las Torres Gemelas, la Casa Blanca ha incluido a las AUC en la lista negra de las organizaciones terroristas, pero eso no basta para romper las antiguas buenas relaciones con el aparato militar así como con una parte del establishment económico y político. El presidente Uribe, que goza del respeto de los paramilitares, negociará una desmovilización de las Autodefensas, pero el éxito será sólo aparente. Los muchos que no quieren renunciar a las armas, ni aún menos a la coca, continuarán su dominio del negocio y el terror bajo nuevas siglas.

Ni siquiera la durísima guerra contra la guerrilla, a pesar de que logra obtener grandes desmovilizaciones y matar, uno tras otro, a los principales líderes de las FARC, ha podido solucionar el problema de raíz. Hoy las FARC cuentan aún con nueve mil miembros, y el ELN con otros tres mil, pero sobre todo controlan todavía una parte considerable de la producción de cocaína, aventurándose de forma cada vez más masiva también en su elaboración. Si es cierto que el Plan Colombia, con su despliegue militar, ha contribuido a su debilitamiento, de manera paradójica, precisamente gracias a la atomización y al desplazamiento de los cultivos de coca, las FARC se han afianzado así como uno de los mayores actores del narcotráfico colombiano.

Por último, si hoy Colombia ya no es el país peligrosísimo que era hace diez o veinte años, cabe adscribir este resultado a la política internacional antidroga en Sudamérica sólo en la medida en que uno esté dispuesto a aceptar que, también gracias a ella, el conflicto se ha desplazado más al norte, a México, donde la violencia aumenta y se recrudece sin límites.

Pero para entender con más detalle qué se ha hecho mal, conviene dar un paso atrás hasta los confusos tiempos de la transición, los tiempos desgarrados entre esperanzas e incertidumbres, los tiempos en los que los destinos del Mono y de la Bella terminan por cruzarse.

Natalia vive felizmente en Miami, cuida de la recién nacida, con la única pena de que su madre trate siempre de convencerla de que deje a su marido. Se interesa poco en lo que hace Julio y en por qué, de vez en cuando, tiene que partir precipitadamente de viaje. Ahora también él se encarga de la gestión de los peces gordos del narcotráfico que están saliendo a flote para negociar su rendición con Estados Unidos; especialmente desde el momento en que una operación conjunta de la DEA y las fuerzas de policía colombianas se ha traducido en la mayor redada llevada a cabo desde los tiempos del narcoestado. Una treintena de detenciones, entre ellas la de Fabio Ochoa, histórico miembro de relieve del cártel de Medellín, que ahora traficaba cocaína con nuevos socios. Su nombre, Operación Millennium, dice mucho sobre el valor ejemplar que se le ha atribuido, sobre todo porque su ejecución cae en los últimos meses del milenio que está a punto de acabar. Estados Unidos se proyecta ya hacia el futuro, hacia la ratificación del Plan Colombia. Fortalecidos por el acuerdo sobre las extradiciones y por la colaboración con el nuevo gobierno colombiano, han lanzado una señal que pretende ser claramente audible para todos: hasta para los narcos mexicanos cuya creciente peligrosidad empieza a comprender la agencia antidroga. La operación, de hecho, implica también a las autoridades mexicanas. Precisamente allí se emite la orden de detención de Armando Valencia, llamado «Maradona», quien, junto con Alejandro Bernal, un colombiano de Medellín que en el pasado había tenido un vínculo casi fraterno con el Señor de los Cielos Amado Carrillo Fuentes, estaba gestionando una nueva e importante alianza para la importación de coca.

El mal debe eliminarse en su raíz, o sea, en Colombia. Ése es el error fundamental de base de los esfuerzos estadounidenses. Puedes extirpar una planta, no un deseo de bienestar que crea dependencia y aún menos la avidez humana. La cocaína no es un producto de la tierra, sino de los hombres.

Pero Estados Unidos, convencido de que la guerra a la cocaína equivale a la guerra a los cárteles colombianos, enarbola la victoria inicial. Fabio Ochoa es el gran trofeo ostentado en primera página, pero en el punto de mira de la redada también había otros cabecillas, que escapan de su detención gracias a un soplo. ¿Cómo es posible? La oficina de la DEA que ha coordinado la Operación Millennium no está en contacto con el grupo de Miami. Pese a ello, se contacta con Baruch Vega para comprobar si hay topos trabajando para los señores de la droga. El ubicuo fotógrafo acuerda un encuentro en el suelo neutral de un país centroamericano con sus nuevos informadores: uno es Julio Fierro, el otro un miembro de las AUC que trafica a las órdenes de Carlos Castaño.

La política oficial del palo se complementa perfectamente con la oficiosa de la zanahoria. Hay toda una cola de interesados en saber cómo funciona lo que los agentes de la DEA de Miami han denominado, con burocrática ironía, Programa para la Rehabilitación de los Narcotraficantes. Al mismo tiempo, la certeza de que están aumentando los traidores de gran calibre siembra la discordia en las filas de los narcos: sobre todo en el cártel del Norte del Valle y en las cerradas filas de las Autodefensas.

Justo en el apogeo de esta febril agitación subterránea, Natalia París recibe una fabulosa invitación. Le han ofrecido ser la madrina de Colombiamoda, el más importante evento de moda de su país. Desfila con un vestido blanco que sería un traje de novia si no tuviera colgadas detrás un par de enormes alas de seda, y entre el cabello suelto lleva una pequeña corona de flores. Tiene veintiocho años, una hija que todavía no sabe andar, pero, una vez más, parece una chiquilla. Su mirada vaga por la platea como si quisiera abrazar al público de Colombia que la ha acogido con calor, pero sus ojos de color avellana buscan a una persona concreta. Julio le había prometido que se reuniría con ella para no dejarla sola bajo las miradas de deseo de los otros hombres. También tenían la intención de aprovechar su regreso clandestino para celebrar el bautismo de Mariana. Pero Julio Correa, llamado Fierro, desaparece sin dejar rastro.

Natalia pasa meses en la fiscalía entre interrogatorios y tentativas de identificar a su marido en las fotos de cadáveres encontrados, a veces sólo montones de carne descuartizada, que le ponen ante los ojos. En vano. Cada vez que no es él tiene un momento de alivio, una esperanza absurda y desgarradora. Ahora ya está segura de que le han secuestrado, pero todavía podría estar vivo. Ha de seguir esperando, rezando, estrechando a la niña, ahuyentando cada pensamiento relacionado con lo que puede haber sufrido su padre.

Los bienes de Julio César Correa en Colombia terminan siendo incautados. Se revoca el visado estadounidense de Natalia París. Le anulan sus contratos publicitarios. Es el fin, la irónica repetición de un destino. Su madre la había avisado, ella que sabe bien qué significa quedarse sola con una niña de ocho meses. Doña Lucía había tenido razón.

Justo entonces Natalia descubre en sí el temple materno. Tiene que reaccionar, no puede darse por vencida. Poco antes de que se le cayera el mundo encima ha lanzado una crema bronceadora que lleva su nombre. Viaja por todo el país para promocionarla, firmando autógrafos, estableciendo acuerdos para que entre en las estanterías de los supermercados. A partir de ese primer paso logra remontar. Poco a poco vuelve a ser aquello que ha seguido siendo hasta hoy: un icono de Colombia y uno de los sex symbols de América Latina. Pero desde entonces es también una empresaria independiente. Una empresaria que sabe que debe administrar el tiempo que avanza. Se enfurece si le hacen reparar en su edad y cuantos más años pasan más se quita ella. El cuerpo es su empresa y no puede arriesgarse a la obsolescencia.

El cuerpo de Julio Fierro no se ha encontrado nunca.

El misterio de su desaparición generó un mar de conjeturas acerca de quién habría podido eliminarlo. Las sospechas recayeron sobre todo en el cártel del Norte del Valle porque gozaba de pésima fama y también porque había sido uno de los principales blancos de Estados Unidos, el país con el que Fierro estaba colaborando. Sólo en época muy reciente parece haber salido a flote la verdad sobre la muerte de Julio Fierro. Una verdad atroz porque arroja luz sobre un horror mucho mayor.

Según las revelaciones de diversos colaboradores de las AUC, una vez se supo que Fierro se encontraba en Colombia, se reunieron Carlos Castaño, el Mono y un cabecilla de nombre Daniel Mejía, llamado «Danielito». Al final de la deliberación, Castaño mandó ir a buscar al infame a la localidad cercana a Medellín donde se ocultaba y llevarlo en helicóptero a algún lugar en el departamento de Córdoba. Allí fue torturado con varios fines, entre ellos el de ceder algunas de sus propiedades a los secuestradores. Cuando finalmente fue asesinado (hay quien dice que con una motosierra y después de haber sido llevado de nuevo a Medellín), Danielito asumió la tarea de encargarse del cadáver. No fue una elección casual.

Daniel Mejía pertenecía al bloque militar de aquella zona, pero sobre todo se le había encargado llevar a cabo la nueva idea de las Autodefensas para ocultar eficazmente el número de homicidios atribuibles a ellos. Pese a la incansable perpetuación de sus masacres, las AUC seguían teniendo la reputación de ser auténticos patriotas colombianos, y no simples criminales carentes de cualquier escrúpulo. El portavoz del honor de las Autodefensas era el comandante Carlos Castaño. Cada vez que alguien tachaba a sus hombres de narcos, él se ponía hecho una furia y respondía con indignados mentís. Obviamente también desmentía todo lo demás. «Nosotros no hemos matado nunca a inocentes. Nosotros sólo le tenemos ganas a la guerrilla, no a las personas que tienen ideas distintas de las nuestras. Nosotros no usamos motosierras».

No se trataba sólo de cínica hipocresía. Como suele ocurrir con las personalidades autoritarias, Carlos Castaño vivía en una realidad aislada y manipulada a su gusto y se esforzaba en defenderla de todos los datos que la contradecían. La acusación que más le dolía era la de connivencia con el narcotráfico. Puede parecer extraño, porque prácticamente desde siempre sus hermanos «redondeaban» sus ingresos con la cocaína. Pero precisamente eso había cimentado su castillo de mentiras: la coca no era el fin, sino sólo un medio; la misma justificación aducida por la guerrilla, que en parte tenía, no obstante, una base más creíble.

Sin embargo, la fuerza cada vez mayor de su organización soplaba como un viento impetuoso contra aquella veleidosa construcción. En ciertas regiones se estaba haciendo imposible distinguir entre narcos y paramilitares. La zona de Medellín formaba parte de ello. Daniel Mejía era ahora el brazo derecho del sanguinario capo Don Berna, quien, tras apropiarse de los restos del imperio de Escobar, se había adherido a las AUC por una clara conveniencia. Danielito asumiría luego la sucesión como jefe del nuevo cártel Oficina de Envigado. Juntos mataban como en cualquier guerra de la droga: para someter con el terror y para expulsar a la competencia.

Fue la urgencia de que esto no resultara demasiado evidente la que abrió el camino al nuevo proyecto. Danielito se dedicó a construir hornos crematorios. En ellos quemaban hasta veinte cadáveres a la semana. Según la declaración de algunos antiguos soldados de las AUC, también Julio Fierro fue incinerado en uno de aquellos hornos. Al final, por una amarga venganza del destino, el propio Daniel Mejía terminaría dentro de uno de ellos, asesinado por el otro ex paramilitar con quien había asumido el mando de la Oficina de Envigado.

En cualquier caso, es justamente en torno a la época del secuestro y el asesinato del marido de Natalia París cuando Carlos Castaño empieza a no ser ya capaz de mantener a raya su malestar. Sin presentarse en ningún momento en los espectáculos organizados por Baruch Vega, ha contactado con el abogado de Miami involucrado en las negociaciones con la DEA, el mismo que luego defenderá al Mono. Ahora también él tiene una mujer joven y una niña, nacida con una rarísima enfermedad genética. Sólo en Estados Unidos podrían curarla.

Pero Carlos Castaño todavía se siente demasiado comandante para decidirse a poner a salvo a su familia sin titubeos. El 10 de septiembre de 2001 le ha traído la deshonra de ser señalado como cabecilla de una organización terrorista por parte de un país por el que siempre ha sentido una gran admiración. Terrorista y narcotraficante. Tiene que lavar aquella mancha insoportable: suya y de sus Autodefensas. Así, a comienzos de 2002 convoca a un centenar de comandantes procedentes de todas las zonas del país. Ha preparado bien el discurso, cuenta con su prestigio y con su poder carismático. Después de lo que ha sucedido en Nueva York y en Washington, los yanquis nos darán caza como a ratones. Ya no podemos permitirnos el lujo de realizar matanzas. Ya no debemos implicarnos en el tráfico de coca. Sólo así lograremos salvaguardar la supervivencia y el honor de nuestra asociación.

El silencio que acoge sus palabras no es de esos en los que resuena una enmudecida aprobación. El comandante supremo comprende que muchos no tienen la menor intención de seguirle en su trayectoria. Una humillación que quema hasta el punto de hacerle dejar la dirección de las AUC. Ahora Carlos Castaño es como un jaguar herido en la jungla colombiana. Lanza zarpazos a diestro y siniestro, recurre a Internet para denunciar con nombre y apellidos a algunos de sus antiguos subordinados, declarándolos «implicados irresponsablemente en las actividades del narcotráfico» y añadiendo que «la penetración del narcotráfico en algunos grupos de autodefensa es insostenible y conocida por las agencias de inteligencia estadounidenses y colombianas».

Una mina errante, un peligro mortal.

Sostiene que de ahora en adelante quiere cuidar de su familia, pero está mintiendo. O, más bien, está diciendo sólo una parte de la verdad, puesto que el gran Carlos Castaño no se rebaja a las mentiras. El abogado de Miami viene a reunirse con él cada vez más a menudo. Está negociando la rendición, la traición.

En abril de 2004 Carlos Castaño desaparece. Circulan leyendas sobre el destino extranjero en el que se habría refugiado para rehacer su vida y conjeturas acerca de quién, en cambio, podía estar más interesado en eliminarlo. Sólo dos años y medio más tarde se encuentran sus restos en el lugar más trivial. Estaba enterrado en el terreno de la finca Las Tangas, dónde él y su hermano Fidel habían dado vida al primer grupo paramilitar contrarrevolucionario. Era en aquella finca donde todo había empezado, y en ella terminó todo para Carlos Castaño. La orden de matarlo la había dado su hermano Vicente.

La desaparición de la escena de Carlos Castaño favorece la ulterior ascensión del Mono. Él no es sólo el subcomandante de las Autodefensas: es también el más lúcido, el más capaz. No parece que le ponga nervioso en absoluto la solicitud de extradición que ahora pende también sobre su cabeza. No se deja contagiar de la rabia venenosa con la que, ya desde su renuncia al mando, muchos otros cabecillas escupían sobre el nombre de Carlos Castaño. Hay que razonar con la mente fría, pensar en el conjunto de la organización y de sus hombres. Eso significa no esconder los problemas, sino resolverlos de otro modo.

Será el Mono quien entable la negociación con el gobierno de Uribe. Para iniciar los contactos, manda en embajada al obispo de Montería, su consejero espiritual, quien lo conoce ya desde la infancia. En julio de 2003 se firma el primer acuerdo. Las AUC se comprometen a la desmovilización total, al cese de toda hostilidad y a colaborar en las investigaciones. El Estado colombiano ofrece a cambio ingentes beneficios judiciales. Muchas sentencias pendientes son suspendidas, se abandona una gran parte de las investigaciones sobre los desmovilizados, mientras que para delitos como el narcotráfico y las violaciones de derechos humanos, por los que se corre el riesgo de pasar también el resto de la vida en la cárcel, se reducen las penas a unos pocos años.

El Mono es también un magnífico gabinete de prensa. Pocos días después del acuerdo concede una entrevista al más importante semanario colombiano, Semana, explicando por qué las AUC han aceptado la negociación precisamente ahora: «Por primera vez un gobierno intenta reforzar la democracia y las instituciones del Estado. Nosotros hemos reclamado siempre la presencia del Estado, su responsabilidad. Empuñamos un fusil porque su responsabilidad ha estado ausente. A nosotros nos tocó sustituirlo, reemplazarlo en las diversas regiones en las que hemos tenido un control territorial y actuado como autoridad de hecho».

Se las ingenia para abordar también con astucia el delicado tema del narcotráfico. No intenta negarlo, pero recalca que sus hombres no hacen otra cosa que recaudar la mordida sobre la coca, igual que todos los demás. En realidad, también en ese campo es un líder mucho más hábil y ambicioso. Sus orígenes italianos, contemplados con tanta hostilidad al principio, se han vuelto útiles para Mancuso. Él dirige las negociaciones con los calabreses, los mayores y más fiables compradores en el mercado colombiano ya desde los tiempos de Don Pablo Escobar.

Así, por un momento todo parece ser como antes. O más bien mejor que antes. Después de años de vida clandestina, Salvatore puede volver con Martha y sus hijos, los más pequeños de los cuales ni lo reconocen. A Gianluigi, en cambio, es a él a quien le cuesta reconocerlo: ya es un hombre y está a punto de hacerle abuelo. Finalmente es recibido en el Parlamento, donde aboga por la causa histórica de las Autodefensas vestido con un traje oscuro y una corbata roja con franjas oblicuas blancas: un modelo de elegancia italiana.

El Mono elige un lugar de su territorio situado en la frontera con Venezuela para ejecutar su rendición personal y la de los hombres bajo su mando directo. Todos entregan las armas. Es un momento de solemne emoción que prepara el clima para el discurso: «Con el alma inundada de humildad pido perdón al pueblo colombiano, pido perdón a las naciones del mundo, incluidos los Estados Unidos de América, si les he ofendido por acción u omisión. Pido el perdón de cada madre y de aquellos a quienes hemos causado dolor. Asumo mi responsabilidad por el papel de líder que he ejercido, por lo que habría podido hacer mejor, por lo que habría podido hacer y no he hecho, errores seguramente causados por mis limitaciones humanas y por mi inexistente vocación para la guerra».

Finalmente, después de casi dos años, se hace acompañar de su escolta hasta la comisaría de Montería para entregarse. Mientras tanto el Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales algunos de los beneficios legales fruto de las negociaciones con el gobierno, pero el Mono no tiene miedo de la ley colombiana ni de sus prisiones. En la cárcel de máxima seguridad de Itagüí podrá de hecho mandar sus tropas y administrar sus asuntos casi del mismo modo que hiciera Escobar en sus años de reclusión.

Las AUC, oficialmente disueltas, se están comportando como una mancha de aceite sobre una superficie de agua en la que se vierte medio vaso de bicarbonato. Una parte se disuelve realmente; el resto se recompone en forma de manchas. Algunos cabecillas se entregan contando con beneficiarse de las ventajas acordadas; entre ellos no faltan simples narcotraficantes que se hacen pasar por caudillos militares. Y aunque desde la cárcel todavía siguen mandando, entre los hombres de fuera se da un verdadero revoltijo de remanentes en proporciones variables: paramilitares y narcos huérfanos de los grandes cárteles. Se llaman Águilas Negras, como el grupo capitaneado por el fratricida Vicente Castaño, Oficina de Envigado, Ejército Revolucionario Popular Antiterrorista Colombiano (ERPAC), Rastrojos, Urabeños, Paisas… Se unen y se dividen, conociendo un solo aglutinante: la cocaína. Está naciendo la nueva Colombia, la feroz tierra de Liliput. Los tiempos del Mono tocan a su fin.

El acusado Salvatore Mancuso Gómez se presenta perfectamente rasurado y con un traje de raya diplomática como si fuera a casarse o a asistir a una reunión de negocios. Es el 15 de enero de 2007. Sentado junto al procurador, detrás de un micrófono y una grabadora, saca un ordenador portátil, se lo coloca delante sobre la mesa y lo enciende. Empieza a leer. La sala se llena de nombres, desgranados uno tras otro con profesional indiferencia. Cuando ha terminado, se cuentan al menos trescientos nombres, recitados en riguroso orden cronológico. Es la lista de los homicidios de los que asume la responsabilidad personal, como autor material o intelectual. De algunos de ellos la justicia colombiana ya le había absuelto.

En la sala hay desconcierto. ¿Por qué lo ha hecho?

¿Por qué, después de haber llegado al final, pasa a las matanzas que ha ordenado o ayudado a planificar?

La Granja, julio de 1996.

Pichilín, diciembre de 1996.

Mapiripán, julio de 1997.

El Aro, octubre de 1997.

La Gabarra, tres incursiones, mayo-agosto de 1999.

El Salado, febrero de 2000.

Tibú, abril de 2000.

En todas estas acciones —declara el acusado Mancuso Gómez—, nosotros no estábamos solos. Había militares de alto rango que nos prestaban ayuda logística y destacamentos enteros de soldados. Había representantes políticos, como el senador Mario Uribe Escobar, que en ningún momento han renunciado a su apoyo.

¿Por qué lo hace? ¿Precisamente él, un hombre de su inteligencia, con sus dotes de mando?, se preguntan muchos de los que ha nombrado. Luego lo extraditan a Estados Unidos, una jugada que atenúa los ecos de su voz en Colombia, pero que no sirve para acallarlo.

A partir de ahora no se salva nadie.

El mundo de las altas esferas colombianas hacía negocios y colaboraba con los paramilitares. Procuradores, políticos, policías, generales del ejército: unos para llevarse una tajada de las ganancias del mercado de la cocaína, otros para asegurarse votos y soporte. Y no es eso todo. Según los testimonios de Mancuso, las empresas petrolíferas, las industrias de bebidas, las empresas madereras, las compañías de transportes y las multinacionales bananeras habían tenido relaciones con las Autodefensas. Todos, sin excluir a nadie, pagaban ingentes sumas de dinero a los paramilitares a cambio de protección y para poder seguir trabajando en aquellas zonas. Fueron años en los que las AUC estuvieron presentes en todos los eslabones de la cadena.

Mancuso habla en televisión, en el programa 60 minutos de la cadena CBS. Luego se apagan los reflectores y el preso Mancuso es conducido de nuevo a su celda en la cárcel de máxima seguridad de Warsaw, Virginia. Además de la justicia estadounidense le espera la colombiana. Muy probablemente pasará el resto de su vida en prisión.

El Mono ha muerto. La coca sigue viva.