Ángel Miguel me ha dejado dentro un deseo insatisfecho. Me ha explicado la crueldad, ha pintado el aprendizaje de la violencia con espeluznantes anécdotas. Sin embargo, se ha limitado a interpretar una parte, la del combatiente retirado que remueve la época dorada de su adiestramiento. Y eso no basta. Quiero hundir las manos en la crueldad, hurgar allí donde más duele y luego ver qué me ha quedado pegado en los dedos. Porque si de verdad la crueldad se puede enseñar, y aprender, entonces tengo que verla en acción. Entender cómo funciona y cuán eficaz puede ser. Quiero volver allí donde la crueldad ha arraigado y se ha desarrollado, donde ha encontrado una combinación de variables que la han transformado en instrumento de poder. Quiero volver a México. A Osiel Cárdenas Guillén, el capo del cártel del Golfo.
Osiel es famoso porque no comete errores y no perdona a quien se equivoca. Pero hasta él acabaría cometiendo un error, y con las personas equivocadas. Corre el mes de noviembre de 1999 y un agente de la DEA, Joe DuBois, y uno del FBI, Daniel Fuentes, viajan a bordo de un Ford Bronco con matrícula diplomática; en el asiento posterior un informador del cártel del Golfo duerme con la frente aplastada contra la ventanilla. El informador lleva a los dos agentes a dar una vuelta por las casas y los locales de los capos del cártel del Golfo en Matamoros. Inspeccionan la zona en vano. No se despierta ni siquiera cuando el Ford Bronco frena en seco y del exterior llegan voces demasiado conocidas. «¡Ese hombre es nuestro, gringos!». El coche de los agentes se ve rodeado por algunos vehículos de los que emergen una docena de miembros del cártel apuntándoles con sus AK-47. Luego Osiel baja de su Jeep Cherokee y, armado con una pistola, se acerca a la ventanilla de uno de los dos agentes y le apunta con ella en la cara. Entonces los norteamericanos revelan su identidad y enseñan sus placas. Pero a Osiel le importa un carajo quiénes son. Es la primera vez que se expone de ese modo, sabe que es un riesgo, pero no tiene otra elección: el informador no debe hablar. El tiempo se congela, los actores en escena se desafían sin enseñar demasiado los músculos: un movimiento equivocado y lo que parece una negociación puede convertirse en una carnicería. Entonces el agente del FBI prueba suerte: «Si no nos dejas ir, el gobierno de Estados Unidos te perseguirá hasta la tumba». Osiel cede, les grita a los gringos que ése es su territorio y que no pueden controlarlo y que no vuelvan a dejarse ver por aquella zona; luego ordena retroceder a los suyos. El agente del FBI y el de la DEA dan un suspiro de alivio.
Es el principio del fin. Las autoridades estadounidenses ofrecen una recompensa de dos millones de dólares por la cabeza de Osiel, que se vuelve paranoico. Ve enemigos por todas partes, hasta sus colaboradores más fiables podrían ser madrinas, informadores. Tiene que aumentar la potencia de fuego y decide comprarse un ejército. No quiere cometer imprudencias y elige a soldados corruptos y desertores del cuerpo de élite del ejército mexicano, el GAFE, Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales. Ironías del destino: el GAFE tenía justo la misión de dar caza a delincuentes como él. Los hombres del GAFE son tipos duros: se han forjado siguiendo el modelo de las fuerzas armadas estadounidenses y han sido adiestrados por especialistas en tácticas subversivas de Israel y Francia. Uno de esos Rambos mexicanos es el teniente Arturo Guzmán Decena. Con Osiel tiene algunos rasgos en común: es cínico, ambicioso y despiadado. Arturo, junto con otros treinta desertores, se apunta en la nómina de Osiel. Tropas pagadas para combatir a los narcotraficantes juran fidelidad al que poco antes era el enemigo a abatir: el Mata Amigos paga mejor que el gobierno mexicano. Nace así el ejército privado de Osiel, bautizado como los Zetas porque «Z» era el código utilizado por los soldados del GAFE para comunicarse entre sí por radio. El teniente Arturo Guzmán Decena se convierte en Z1.
La violencia es un ser que se fagocita a sí mismo, que se degrada voluntariamente a sí mismo para renovarse. En el atormentado territorio de México los Zetas son como una célula que se aniquila para volver a crecer más fuerte, más poderosa, más destructiva. La escalada de atrocidades aumenta la presión nacional e internacional para que se llegue pronto a la detención de Osiel Cárdenas. Y la detención la efectuará el ejército mexicano el 14 de marzo de 2003 a raíz de un tiroteo en Matamoros. Osiel es encerrado en la cárcel de La Palma. Pero aun detrás de los barrotes de una cárcel de máxima seguridad su liderazgo no se ve perjudicado en lo más mínimo, hasta el punto de que justo en aquella prisión nace una alianza entre el cártel del Golfo y el cártel de Tijuana. Pero aunque desde la celda Osiel puede impartir órdenes, no puede tener bajo control a sus hombres y en particular a los Zetas, que empiezan a mostrar veleidades de emancipación cada vez más evidentes. Los Zetas se sienten atraídos por las partes más despiadadas de las organizaciones criminales: han tomado lo peor de los cuerpos paramilitares, lo peor de la mafia, lo peor del narcotráfico.
Desde un punto de vista militar es difícil competir con los Zetas: utilizan chalecos antibalas, algunos llevan cascos de kevlar y su arsenal incluye fusiles de asalto AR-15 y miles de cuernos de chivo (como llaman a los AK-47), pistolas ametralladoras MP5, lanzagranadas, granadas de fragmentación como las utilizadas en la guerra de Vietnam, misiles tierra-aire, máscaras antigás, aparatos de visión nocturna, dinamita y helicópteros. En febrero de 2008, una incursión del ejército en la hacienda El Mezquito, a las puertas de Miguel Alemán, un centenar de kilómetros al oeste de Reynosa, reveló la existencia de 89 fusiles de asalto, 83.355 cartuchos y municiones, y explosivo suficiente para demoler edificios enteros. El nivel de profesionalidad de los miembros de los Zetas es altísimo y utilizan un moderno sistema de escuchas. Sus habilidades tecnológicas los hacen inexpugnables, puesto que utilizan señales de radio encriptadas y Skype en lugar de teléfonos normales.
En su seno rige una organización jerárquica muy estricta. Cada plaza tiene su propio jefe de plaza y su propio contable, el cual gestiona las finanzas de la célula criminal, que además de la droga explota varios nichos de la economía criminal: robos, extorsiones, secuestros… Según fuentes mexicanas y estadounidenses, dentro de los Zetas existe una precisa división de papeles, cada uno de ellos con su nombre:
— las Ventanas, chiquillos con la misión de dar la alarma cuando ven policías metiendo las narices en las zonas de trapicheo;
— los Halcones, que se ocupan de las áreas de distribución;
— los Leopardos, prostitutas adiestradas para sonsacar informaciones preciosas a los clientes;
— los Mañosos, dedicados al armamento;
— la Dirección, el cerebro del grupo.
Es una organización piramidal y eficiente, que no tiene nada que envidiar a los exitosos modelos de las mafias italianas.
Quizá Ángel Miguel no conociera la historia de Osiel, pero desde luego no podía ignorar que las relaciones entre los Zetas y los kaibiles habían sido muy estrechas. Los guatemaltecos habían adiestrado a los soldados del GAFE que después se convirtieron en los Zetas. Luego, una vez independizados, los Zetas empezaron a reclutar kaibiles, o sea, a quienes antaño habían sido sus maestros. Las competencias de los guatemaltecos son preciosísimas, pero hay una cosa que los Zetas aprenden solos: guiñarle el ojo a la cámara. Basta con teclear en YouTube «los Zetas Execution Video» y aparecerá una lista de vídeos colgados directamente por miembros del grupo. La crueldad funciona si se propaga como un contagio, de boca en boca, de persona a persona. Decapitaciones, ahogamientos y despellejamientos son su departamento de márketing; los vídeos de sus bestialidades su gabinete de prensa. A los Zetas les gustan especialmente las sierras eléctricas: las cabezas que esgrimen son su tarjeta de visita. Quieren que sus víctimas griten y saben muy bien cómo hacerlas gritar. Sus gritos tienen que llegar a todas partes, han de ser los embajadores de los Zetas en México y en el mundo. Además poseen una característica que les distingue de los otros cárteles: no tienen un territorio, una ubicación física, raíces geográficas. Es un ejército posmoderno que necesita producir ante todo una imagen que cree avanzadillas. El terror debe conquistar el país. Los muyahidines entendieron antes que ellos que las decapitaciones podían ser la marca de fábrica de las atrocidades, y los Zetas no han tardado mucho en incorporar la misma técnica.
La Red es su caja de resonancia preferida, pero los Zetas no desdeñan los viejos métodos, como las pancartas que cuelgan en los pueblos y ciudades mexicanos: «Grupo Operativo “Los Zetas” te quiere a ti militar o ex militar. Te ofrecemos buen sueldo, comida y atenciones a tu familia. Ya no sufras maltratos y no sufras hambre». Las llamadas «narcomantas» prometen beneficios y dinero a los soldados que decidan alistarse en las filas de los Zetas, transmiten mensajes directos a la población, se utilizan para intimidar a los enemigos y al gobierno. «Ni siquiera con el apoyo del gobierno de Estados Unidos lograrán detenernos, porque aquí mandan los Zetas. El gobierno de Calderón tiene que acabar pactando con nosotros, porque si no lo hace nos veremos obligados a derrocarlo y a tomar el poder por la fuerza».
Las pancartas funcionan y son explotadas también por cárteles enemigos de los Zetas como la Familia Michoacana, que en febrero de 2010, precisamente a través de una pancarta, anunciaba la creación de un frente de resistencia para combatir a los Zetas e invitaba a los ciudadanos a participar en él: «Atenta invitación a toda la sociedad mexicana a unirse a un frente común para acabar con los Zetas. Nosotros ya estamos actuando contra los Zetas… Vamos todos juntos contra las bestias del mal».
Resortito y el Bigotito saben que en los autobuses que recorren la línea Cárdenas-Comalcalco-Villahermosa los niños sólo los esperan a ellos. Resortito y el Bigotito son dos payasos. Bromas, juegos de agua, imitaciones, trucos… Los niños se ríen a carcajadas y siempre vuelven a casa un poco más tarde porque los dos son muy buenos. Resortito y el Bigotito reúnen cada vez unas cuantas monedas, nada del otro mundo, pero siempre mejor que la limosna. Y además las risas cristalinas les hacen sentirse contentos y satisfechos.
Un malentendido, una broma cruel que se va de las manos o un atentado preciso y estudiado. La razón es inescrutable, pero el caso es que empieza a circular un rumor. Probablemente falso. «Bajo las pelucas de los payasos se esconden informadores del ejército». Resortito y el Bigotito siguen levantándose pronto y acudiendo a la estación de autobuses. Desde que están ellos, los niños van al colegio de más buena gana. Entonces, el 2 de enero de 2011, los cuerpos sin vida de los dos payasos aparecen en los márgenes de un camino rural. Han sido torturados y luego asesinados por disparos de fusil. Junto a los cadáveres, en un folleto, un breve mensaje de reivindicación: «Esto me ha ocurrido porque era espía y creía que la SEDENA me protegería». La SEDENA es el Ministerio de Defensa mexicano. Bajo la frase, unas siglas identifican a los responsables: FEZ, Fuerzas Especiales Zetas.
No hay límite a la brutalidad de los Zetas: cadáveres balanceándose colgados de los puentes de las ciudades ante los ojos de los niños en pleno día; cuerpos decapitados y descuartizados hallados junto a los contenedores de basura o abandonados en las calles, a menudo con los pantalones bajados como una última humillación; «narcofosas» descubiertas en el campo con decenas de cadáveres amontonados unos sobre otros… Las ciudades se han convertido en escenarios de guerra y en todo México el código de conducta de la gente es sólo uno: la violencia.
Sí, la violencia. Siempre se vuelve a ella. Una palabra con sabor a instinto, a primitivo, y que los Zetas —como los kaibiles— han sabido encauzar, en cambio, por la senda de la educación. Rosalío Reta ha sido alumno suyo. Nacido en Texas con el sueño de convertirse en Superman, Rosalío terminó a los trece años en un campo de adiestramiento militar de los Zetas situado en una hacienda en el estado de Tamaulipas. Al principio es como un juego.
—Tu superarma será el láser.
—Pero Superman no usa láser…
—No importa. Con el láser apuntas, disparas y delante de ti desaparecen todos.
Es así como le dan su primera pistola, y al cabo de seis meses de entrenamiento Rosalío está listo para la prueba de fidelidad: en una casa franca del cártel lo espera un hombre atado a una silla. Él no sabe nada de ese hombre, ha sido condenado por un motivo desconocido. Rosalío no hace preguntas, le entregan una pistola, una del calibre 38, idéntica a aquella con la que ha estado disparando durante seis meses a siluetas de cartón. No tiene que hacer más que apretar el gatillo. La descarga de adrenalina es una corriente eléctrica. Como Superman, Rosalío se siente invencible. Puede volar, puede parar las balas, puede ver a través de las paredes. Puede matar. «Creía que era Superman», confesará tras ser detenido, ante los jueces del Tribunal de Laredo, en Texas. «Me gustó hacerlo, matar a aquella persona. Luego intentaron quitarme la pistola, pero fue como quitarle un caramelo a un niño».
Pasan un par de años, y junto con dos coetáneos —Gabriel y Jessie— Rosalío llega al país de Nunca Jamás de los Zetas: una bonita casa alquilada para ellos por el cártel en Laredo, con toda clase de caramelos y una consola enchufada a un televisor de plasma. Al principio el objetivo es matar a hombrecillos de cristal líquido. Días y días con el joystick en la mano simulando estar al volante de un vehículo que atraviesa zumbando ciudades ficticias norteamericanas. En esa realidad puedes hacer lo que quieras. Puedes matar a cualquiera sin consecuencias y sin remordimientos. Lo peor que te puede pasar es que acabes con los ojos rojos. Para Rosalío y sus dos amigos la realidad del juego se superpone a la vida real, todo se hace posible y el miedo desaparece. Los Niños Zetas están listos. Las condiciones son claras: 500 dólares semanales por seguimientos y pequeñas chapuzas, pero el dinero de verdad se hace con los trabajos especiales. Hay hombres que tienen que ser eliminados, pero no basta con matarlos, hay que degollarlos. En ese punto la remuneración aumenta, hay primas de 50.000 dólares por cada vez. Cuando al cabo de cuatro años y veinte homicidios detienen a Rosalío, ante los agentes que lo interrogan no muestra nunca ni miedo ni arrepentimiento. Sólo una sombra atraviesa el rostro del muchacho, que ahora tiene diecisiete años, y es cuando habla de una misión que llevó a cabo en San Nicolás de los Garza. Erró el blanco y provocó una matanza, causando la muerte de cuatro personas e hiriendo a otras veinticinco, ninguna de ellas vinculada al crimen organizado. «Fallé», dice Rosalío, «y ahora ellos me lo harán pagar». «Ellos» son sus antiguos instructores, los Zetas.
En 2002, Arturo Guzmán Decena, «el Z1», es asesinado en un restaurante de Matamoros. En su tumba se coloca una corona de flores con la inscripción: «Siempre estarás en nuestro corazón. De tu familia: los Zetas». A su muerte le sucede Heriberto Lazcano Lazcano, llamado «el Lazca»: nacido el día de Navidad de 1974, también él procede de los cuerpos especiales del ejército y las autoridades federales de México y Estados Unidos le buscan por homicidio múltiple y tráfico de droga. En México se ofrece una recompensa de 30 millones de pesos (cerca de 2,5 millones de dólares estadounidenses) para quien aporte información que pueda llevar a su detención. El Departamento de Estado estadounidense llega hasta los 5 millones de dólares.
El Lazca es famoso por su técnica de asesinato preferida: encierra a la víctima en una celda y espera hasta verla morir de inanición. La muerte es paciente, justo como el Lazca, que siguiendo las huellas de Guzmán Decena refuerza el grupo y lo amplía. Se crean campos de adiestramiento para reclutas de entre quince y dieciocho años, instruidos por ex agentes de la policía local, estatal y federal, y también se recluta a ex kaibiles.
Bajo el liderazgo del Lazca, con el tiempo los Zetas pasan de ser un mero brazo armado a tener papeles más decisivos en el cártel del Golfo. Ahora los Zetas se sienten fuertes: quieren ser independientes. En febrero de 2010, después de choques armados y asesinatos, el proceso concluye. Los Zetas, ahora ya un cártel aparte, toman partido contra sus anteriores «jefes», el cártel del Golfo, y se alían con los hermanos Beltrán Leyva y con los cárteles de Tijuana y Juárez. Independencia, poder y terror: éstos parecen ser los ingredientes fundamentales de los Zetas, a quienes no obstante sería un error atribuir falta de ingenio y consistencia creativa. Precisamente el FBI considera este cártel uno de los más avanzados tecnológicamente, capaz de blanquear cerca de un millón de dólares al mes durante dos años a través de cuentas del Bank of America.
El Lazca es un capo joven, pero ya se le considera un mito, una leyenda. Perseguido y temido, ha triunfado en una empresa sobrehumana, casi divina: ha muerto y ha resucitado. En octubre de 2012 llega una denuncia anónima a la marina militar mexicana. El Lazca está asistiendo en ese momento a un partido de béisbol en un estadio de Progreso, en el estado de Coahuila. Un regalo inesperado. En el cerco de las fuerzas del orden el Lazca pierde la vida. Es un triunfo. Después del Chapo, el Lazca es el narcotraficante más buscado. Un golpe increíble.
Unos días después un comando de los Zetas roba el cuerpo de su jefe del depósito. Las pruebas de la científica con el cadáver todavía no se habían completado. Las huellas digitales habían hecho cantar victoria a las autoridades, pero aún quedaban por realizar otra serie de investigaciones, incluida la que habría dicho la última palabra: la prueba de ADN. Pero ahora el cuerpo ha desaparecido y quizá los Zetas todavía tengan un capo. O en todo caso, tienen otra increíble leyenda que contar. Otra increíble leyenda para alimentar su fama.
El líder de los Zetas pasa a ser Miguel Ángel Treviño Morales, llamado «el Z40». Su currículum es perfecto. El Z40 está en el grupo desde su creación, y es conocido por usar la técnica del «estofado»: elimina al adversario de turno metiéndolo en un bidón de gasolina al que luego prende fuego. Pero el mando de Miguel Ángel Treviño Morales dura poco, porque el 15 de julio de 2013 es detenido en Nuevo Laredo por la marina mexicana. Se levanta la veda del nuevo capo.
El centro de su poder económico reside en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, en el estado de Tamaulipas. Pero ya están esparcidos por todo el país, en la costa del Pacífico, en los estados de Oaxaca, Guerrero y Michoacán, en Ciudad de México, a lo largo de la costa del Golfo, en los estados de Chiapas, Yucatán, Quintana Roo y Tabasco. En Nuevo Laredo poseen el control total del territorio, con centinelas y puestos de control en aeropuertos, estaciones de autobuses y calles principales.
La suya es una dictadura criminal cuyas leyes son las extorsiones, cuyos decretos son los secuestros y las torturas, y cuya Constitución está compuesta por decapitaciones y desmembramientos. A menudo políticos y policías se convierten en objetivos de los sicarios del cártel con el objeto de atemorizar al gobierno y disuadir a los ciudadanos de asumir cargos institucionales.
Son las dos de la tarde del 8 de junio de 2005 y un antiguo tipógrafo de cincuenta y seis años, Alejandro Domínguez Coello, asume el cargo de jefe de la Policía Municipal de Nuevo Laredo. «No estoy atado a nadie», declara, «mi único compromiso es con los ciudadanos». Seis horas después, cuando está subiendo a su camioneta, un comando de Zetas le descerraja treinta tiros con balas de gran calibre. El cadáver no se identifica de inmediato debido a que el rostro de Domínguez Coello ha quedado completamente desfigurado por los disparos.
El 29 julio de 2009, a las cinco de la mañana, dos automóviles se detienen ante la vivienda del subcomandante de la Policía Intermunicipal de Veracruz-Boca del Río, Jesús Antonio Romero Vázquez: una decena de hombres pertenecientes a los Zetas, armados con fusiles de asalto con lanzagranadas de 40 mm, irrumpen en la casa. Emplean menos de cinco minutos en matar a Romero Vázquez, a su mujer (también oficial de policía) y a su hijo de siete años. Luego le pegan fuego a la casa, matando a las otras tres hijas. La mayor tenía quince años.
Rodolfo Torre Cantú, candidato del Partido Revolucionario Institucional a gobernador del estado de Tamaulipas, es asesinado el 28 de junio de 2010, seis días antes de las elecciones. Los sicarios, armados con AK-47, asaltan el automóvil en el que se dirige al aeropuerto de Ciudad Victoria, capital de Tamaulipas; se disponía a viajar a Matamoros para la clausura de la campaña electoral. También mueren cuatro personas que viajaban con él y otras cuatro resultan heridas. Según algunos testigos, el vehículo de los sicarios —un todoterreno— llevaba la inconfundible «Z» pintada sobre los cristales. Sin embargo, después de que este testimonio apareciera en los periódicos, un hombre que se identificó como «agregado de prensa de los Zetas» se puso en contacto con varios periódicos locales para desmentirlo, es decir, para declarar que los Zetas no eran responsables del homicidio de Torre Cantú. Las investigaciones todavía están en curso, pero los Zetas siguen figurando entre los principales sospechosos.
Cuando realizan sus operaciones, se visten con ropa oscura, se tiñen el rostro de negro, conducen todoterrenos robados y a menudo llevan uniformes de la Policía Federal o de la Agencia Federal de Investigación, la AFI. Disfrazados de militares, a comienzos de 2007 matan en Acapulco a cinco oficiales de policía y dos auxiliares administrativos. El 16 de abril de 2007, en Reynosa, cuatro agentes de la AFI son detenidos por seis hombres vestidos como miembros de la Policía Ministerial de Tamaulipas, quizá Zetas disfrazados, quizá policías corruptos a sueldo del cártel, que viajan en cinco todoterrenos y van armados con R-15, fusiles de uso exclusivo de las fuerzas armadas. La acusación esgrimida contra los cuatro agentes federales es la de estar vinculados a la «banda rival». Unos días antes, de hecho, los agentes habían irrumpido en la discoteca El Cincuenta y Siete de Reynosa, justo antes de que diera comienzo el espectáculo de la cantante Gloria Trevi, y se habían llevado esposados a siete sicarios, todos ellos al servicio de los Zetas. Dos días después los AFI son detenidos por los falsos agentes ministeriales y obligados a subir a un todoterreno, y luego golpeados. Los llevan a China, una pequeña población del estado de Nuevo León, conocida por ser uno de sus baluartes, para matarlos, pero no se dan cuenta de que uno de ellos, Luis Solís, lleva un móvil en el bolsillo; en un momento de distracción de los secuestradores, Solís saca el móvil y marca el número del comandante Puma en la base AFI: «Nos han secuestrado los Zetas, nos están llevando a China y van a matarnos». El mensaje llega a su destino y es escuchado. Mientras tanto, los cuatro son trasladados a una casa de seguridad, uno de los lugares utilizados por los Zetas para torturar a sus víctimas antes de matarlas. Allí son golpeados a patadas y puñetazos incluso por un Zeta ilustre, «el Hummer», jefe de los Zetas en la zona de Reynosa. Los secuestradores están convencidos de que los policías pertenecen a un grupo armado al servicio de un cártel rival y quieren hacerlos confesar. Al no lograr su objetivo, drogan a sus víctimas y luego las conducen a otra casa de seguridad. Ha llegado el momento de usar la corriente eléctrica. Cuando se enteran de que las fuerzas federales los están buscando por todas partes deciden deshacerse de ellos y, milagrosamente, los liberan. «Nos hemos salvado por obra de Dios», parece ser que comentaron tras su liberación.
Cuando matan a sus enemigos los Zetas son sádicos, las venganzas son ejemplares: queman los cuerpos, los meten en barriles llenos de gasóleo, los desmiembran. En enero de 2008, en San Luis Potosí, durante una redada que lleva a la detención de Héctor Izar Castro, llamado «el Teto», considerado el líder de la célula local de los Zetas, se encuentran armas de todo tipo, sesenta y cinco paquetes de cocaína, algunas estampas de Jesús Malverde, considerado el santo patrón de los narcos, y tres tablas de tortura con la letra «Z» en relieve, utilizadas para golpear a las víctimas y dejar impresa en su piel la marca de los agresores. Es más: para aterrorizar todavía más a sus rivales, a menudo les cortan los genitales a sus víctimas y se los meten en la boca, o cuelgan en puentes los cadáveres sin cabeza. En los primeros días de enero de 2010, Hugo Hernández, de treinta y seis años, es secuestrado en el estado de Sonora, llevado a Los Mochis, en la cercana Sinaloa, asesinado y cortado en siete trozos por los hombres de un cártel rival. La cara de la víctima es desollada, enganchada sobre un balón de fútbol y abandonada en una bolsa de plástico cerca del ayuntamiento, acompañada de una tarjetita: «Feliz año, porque para ti éste será él último». Otras partes del cuerpo aparecen en dos bidones de plástico: en el primero el busto; en el segundo los brazos, las piernas y el cráneo sin la cara. El desmembramiento de los cadáveres se convierte en la sintaxis de los Zetas. También hacen desaparecer los cuerpos en el interior de tumbas ya ocupadas, o bien se deshacen de los cadáveres enterrándolos en cementerios clandestinos construidos en sus bastiones o abandonándolos en fosas comunes. A menudo entierran a sus víctimas todavía vivas. O bien las disuelven en ácido.
Los Zetas son asesinos sanguinarios, y sin embargo tienen un rasgo en común con cualquier muchacho que viva a miles de kilómetros de distancia de ellos: una pasión llamada televisión, peligrosa educadora. Películas violentas y realities son sus referentes culturales, y estos últimos encontraron una espeluznante aplicación durante la segunda masacre de San Fernando, una aldea situada a 140 kilómetros de la frontera entre México y Estados Unidos, cuando los Zetas detuvieron un buen número de autobuses que viajaban por la Autopista 101, hicieron bajar a los pasajeros y los obligaron a luchar entre sí como gladiadores, armados de bastones y cuchillos; a los supervivientes se les garantizaba un sitio en los Zetas. Los que sucumbieron fueron enterrados en fosas comunes. Como las descubiertas en San Fernando en la primavera de 2011, con ciento noventa y tres cuerpos que presentaban fuertes golpes en la cabeza.
Esta sádica carnicería se produjo unos meses después de la que se daría en llamar la primera masacre de San Fernando. Otros muertos inocentes, otras «narcofosas». Es el 24 de agosto de 2010. Setenta y dos inmigrantes clandestinos, procedentes de Sudamérica y Centroamérica, intentan cruzar la frontera estadounidense en Tamaulipas. La historia ha llegado hasta nosotros gracias a un joven ilegal originario de Ecuador. Cuenta que a la altura de San Fernando él y sus compañeros son alcanzados por un grupo de mexicanos que se presentan como los Zetas. Apiñan a los ilegales en una granja y empiezan a matarlos. Uno a uno. No han pagado el «peaje» por atravesar la frontera en su zona o, mucho más probablemente, no se han plegado a las exigencias de los Zetas: que trabajen para ellos. Pero los Zetas no aceptan negativas. Empiezan a disparar a los ilegales en la cabeza, sin piedad. El ecuatoriano resulta herido en el cuello y se hace el muerto, pero luego logra escapar y llega milagrosamente a un puesto de control del ejército mexicano. Siguiendo las indicaciones del inmigrante, los soldados llegan a la granja, donde inician un tiroteo con los Zetas al término del cual encuentran setenta y dos cadáveres, cincuenta y ocho hombres y catorce mujeres. Amontonados unos sobre otros.
Los Zetas son maestros, pero están aprendiendo a su propia costa que pueden verse superados por sus alumnos. Si a la brutalidad se añade la humillación, he ahí que entonces la crueldad da un nuevo paso evolutivo, porque el mal queda impreso en el cuerpo y desde el cuerpo se propaga como un incendio, haciéndose inmortal. Es el caso de algunos cárteles rivales de los Zetas, que después de haber decapitado el cuerpo del enemigo han reemplazado su cabeza por la de un cerdo y luego han colgado el vídeo en Internet.
La crueldad se aprende. La crueldad funciona. La crueldad tiene reglas. La crueldad marcha como un ejército de ocupación. Los Zetas y Ángel Miguel son las dos caras de la misma moneda. Ahora también lo sé.