5. LA CRUELDAD SE APRENDE

Desde hace años me pregunto de qué sirve ocuparse de muertos y tiroteos. ¿Merece la pena todo esto? ¿Por qué razón? ¿Te llamarán para pedirte asesoramiento? ¿Darás un curso de seis semanas en alguna universidad, mejor si es prestigiosa? ¿Te lanzarás a la batalla contra el mal, creyéndote el bien? ¿Te darán el cetro de héroe durante unos meses? ¿Ganarás si alguien lee tus palabras? ¿Te odiarán quienes, ignorados, las han dicho antes que tú? ¿Te odiarán quienes no han dicho tales palabras, o las han dicho mal? A veces creo que es una obsesión. A veces me convenzo de que en estas historias se mide la verdad. Quizá sea ése el secreto. No un secreto para alguien. Un secreto para mí. Oculto de mí mismo. Mantenido aparte de mis palabras públicas. Seguir los recorridos del narcotráfico y el blanqueo de dinero te hace sentirte capaz de medir la verdad de las cosas. De entender el destino de una elección política, la caída de un gobierno. Escuchar las palabras oficiales empieza a no bastar. Mientras el mundo tiene una dirección bien precisa, todo parece en cambio concentrarse en algo distinto, a lo mejor banal, superficial. La declaración de un ministro, un acontecimiento minúsculo, el cotilleo. Pero quien lo decide todo es otro. Ese instinto está en la base de todas las decisiones románticas. El periodista, el narrador, el realizador querrían contar cómo es el mundo, cómo es realmente. Decirles a sus lectores, a sus espectadores: no es como pensabas, he aquí cómo es. No es como creías, ahora yo te abro la herida en la que puedes atisbar la verdad última. Pero nadie lo logra nunca del todo. El riesgo es creer que la realidad, la verdadera, la palpitante, la determinante, está completamente oculta. Si tropiezas y te caes, empiezas a creer que todo es conspiración, reuniones ocultas, logias y espías. Que nada ha ocurrido nunca como parece. Ésta es la estupidez típica del que cuenta las cosas. Es el principio de la miopía de un ojo que se cree incontaminado: hacer cuadrar el círculo del mundo en tus interpretaciones. Pero no es tan sencillo. La complejidad reside precisamente en no creer que todo está oculto o se decide en estancias secretas. El mundo es más interesante que una conspiración entre servicios de inteligencia y sectas. El poder criminal es una mezcla de reglas, sospechas, poder público, comunicación, crueldad y diplomacia. Estudiarlo es como interpretar textos, como convertirse en entomólogo.

Sin embargo, pese a todos mis esfuerzos, no tengo claro por qué uno decide ocuparse de esas historias. ¿Dinero? ¿Fama? ¿Posición? ¿Carrera? Todo infinitamente por debajo del precio que hay que pagar, del riesgo y del insoportable murmullo que acompañará a tus pasos dondequiera que vayas. Cuando logres contar las cosas, cuando entiendas cómo hacer fascinante el relato, cuando sepas dosificar exactamente estilo y verdad, cuando tus palabras salgan de tu tórax, de tu boca y tengan un sonido, tú serás el primero en sentir fastidio por ello. Serás el primero en odiarte, con todo tu ser. Y no serás el único. Te odiará hasta quien te escucha, es decir, quien elige hacerlo sin ninguna obligación, por mostrarle ese asco. Porque se sentirá siempre colocado frente a un espejo: ¿por qué no lo he hecho yo? ¿Por qué no lo he dicho? ¿Por qué no lo he comprendido? El dolor se agudiza y a menudo el animal herido ataca: es él quien miente, lo hace para despistar, por corrupción, por fama, por dinero. Explicar el poder criminal te permite hojear como si fueran libros edificios, parlamentos, personas. Coges un edificio de cemento y te lo imaginas fabricado con miles de páginas, y cuanto más puedas hojear dichas páginas más podrás leer cuántos kilos de coca, cuántos sobornos, cuánto trabajo negro hay en esa estructura. Imagina poder hacer lo mismo con todo lo que ves. Imagina poder hojear cualquier cosa que haya a tu alrededor. En ese punto podrás entender mucho, pero llegará un momento en el que querrás tener todos los libros cerrados. En el que ya no podrás hojear las cosas.

Puedes pensar que ocuparte de todo esto es una manera de redimir al mundo. De restablecer la justicia. Y a lo mejor en parte es así. Pero quizá, y sobre todo en este caso, tienes que aceptar también el peso de ser un pequeño superhéroe sin el menor poder. De ser en el fondo un patético ser humano que ha sobrestimado sus fuerzas sólo porque nunca se había topado con su límite. La palabra te da una fuerza bastante superior a la que tu cuerpo y tu vida pueden contener. Pero la verdad, obviamente mi verdad, es que sólo hay un motivo por el que decides permanecer dentro de estas historias de hampa y traficantes, de empresariado criminal y matanzas. Huir de todo consuelo. Decretar la inexistencia absoluta de cualquier bálsamo para la vida. Saber que lo que sabrás no hará que te sientas mejor. Y sin embargo tratas continuamente de saberlo. Y cuando lo sabes empiezas a desarrollar cierto desprecio por las cosas. Y al decir cosas me refiero justamente a eso, las cosas. Llegas a saber enseguida cómo están hechas las cosas, cuál es su origen, cómo van a acabar.

Y aunque te sientes mal te convences de que este mundo sólo puedes entenderlo realmente si decides estar dentro de esas historias. Puedes ser un divulgador, un cronista, un magistrado, un policía, un juez, un cura, un trabajador social, un maestro, un militante antimafia, un escritor. Puedes saber hacer bien tu oficio, pero eso no significa necesariamente que tú, por vocación, en tu vida, quieras estar dentro de esos acontecimientos. Dentro significa que te consumen, que te animan, que corrompen cada cosa de tu cotidianidad. Dentro significa que tienes en la cabeza los mapas de las ciudades con las obras en construcción, los puntos de venta, los lugares donde se han firmado acuerdos y donde se han producido asesinatos de personalidades. No estás dentro sólo porque estés en la calle o te infiltres, como Joe Pistone, durante seis años en un clan. Estás dentro porque son el sentido de tu estar en el mundo. Y desde hace años he decidido estar dentro. No sólo porque he crecido en un territorio donde todo lo decidían los clanes, no sólo porque he visto morir a quien se había opuesto a su poder, no sólo porque la difamación desata en las personas cualquier deseo de oponerse al poder criminal. Estar dentro del tráfico del polvo blanco es la única perspectiva que me ha permitido entender las cosas hasta el fondo. Observar la debilidad humana, la fisiología del poder, la fragilidad de las relaciones, la inconsistencia de los vínculos, la enorme fuerza del dinero y la crueldad. La absoluta impotencia de todas las enseñanzas orientadas a la belleza y a la justicia de las que me he nutrido. Me he dado cuenta de que la coca era el gozne alrededor del que giraba todo. La herida tenía un solo nombre. Cocaína. El mapa del mundo se trazaba ciertamente con el petróleo, el negro, ese del que estamos habituados a hablar, pero también con el petróleo blanco, como lo llaman los capos nigerianos. El mapa del mundo se construye sobre el combustible, el de los motores y el de los cuerpos. El combustible de los motores es el petróleo, el de los cuerpos es la coca.

—Los serbios. Precisos, despiadados, meticulosos en la tortura.

—¡Chorradas! Son los chechenos. Tienen hojas tan afiladas que antes de darte cuenta ya estás en el suelo desangrado.

—Aficionados en comparación con los liberianos. Te arrancan el corazón cuando todavía estás vivo y luego se lo comen.

Es un juego tan viejo como el mundo. La clasificación de las crueldades, el top ten de los pueblos más feroces.

—¿Y los albaneses? No se conforman con liquidarte. No, ellos se ocupan también de las generaciones futuras. Lo eliminan todo. Y para siempre.

—Los rumanos te ponen una bolsa en la cabeza, te atan las muñecas al cuello y dejan que el tiempo siga su curso.

—Los croatas te clavan los pies y tú no puedes hacer otra cosa que rogar para que la muerte llegue lo más deprisa posible.

La escalada de sangre, terror y sadismo prosigue durante un buen rato, hasta llegar a la inevitable lista de los cuerpos especiales: los legionarios franceses, los Tercios españoles, el BOPE brasileño…

Estoy sentado ante una mesa redonda. Por turnos, los hombres que hay a mi alrededor se pasan el testigo de sus experiencias y fantasean sobre las peculiaridades culturales de los pueblos que mejor conocen después de haber operado en sus territorios en el curso de misiones de paz. Es un ritual, este sádico juego algo racista, pero, como todos los rituales, necesario. Es el único modo que tienen de decirse que lo peor ha quedado atrás, que han salido airosos, que de ahora en adelante empieza la verdadera vida. La mejor.

Me quedo en silencio. Como un antropólogo, tengo que interferir lo menos posible para que el ritual se desarrolle sin obstáculos. Los rostros de los invitados son serios, y cuando uno de ellos toma la palabra no mira a la cara al que tiene enfrente o al que ha hablado antes que él. Cada uno cuenta su propia historia como si estuviera hablando consigo mismo en una habitación vacía, tratando de convencerse de que lo que ha visto es el mal absoluto.

En todos estos años he oído decenas de clasificaciones así, en reuniones, congresos, cenas, delante de platos de pasta o en los tribunales. A menudo no eran más que listas de atrocidades cada vez más inhumanas, pero a medida que esos episodios iban acumulándose en mi cabeza se iba abriendo paso un denominador común, un rasgo cultural que se repetía de manera pertinaz e insistente. A la crueldad se le asignaba un puesto de honor en el patrimonio genético de las poblaciones. Cometiendo el error de hacer coincidir gestos de ferocidad o de guerra con todo un pueblo, elaborar clasificaciones de este tipo se convierte en el equivalente a hacer exhibición de los músculos esculpidos después de interminables horas de gimnasio. Pero hasta detrás de los músculos exhibidos para impresionar a los propios adversarios hay una rígida y codificada preparación. No hay improvisación, todo tiene que estar exactamente planificado. Educado. Lo que convierte a un hombre en un verdadero hombre es la educación. Es lo que se aprende lo que marca la diferencia.

La crueldad se aprende. No se nace con ella. Por más que un hombre pueda crecer con inclinaciones, pueda haber tenido una familia que le haya dejado en herencia rencor y violencia, la crueldad se enseña, la crueldad se aprende. La crueldad es algo que pasa de maestro a discípulo. El impulso no basta, el impulso debe ser encauzado y adiestrado. Se adiestra a un cuerpo a vaciarse del alma, aunque no creas en el alma, aunque pienses que es una bobada religiosa, un aliento fantasioso, aunque para ti todo sea fibra y nervio y venas y ácido láctico. Y sin embargo algo hay. Si no, ¿cómo llamas a ese freno que justo al final te impide llegar hasta el fondo? Conciencia. Alma. Tiene muchos nombres, pero con independencia de como se la quiera llamar puedes comprometerla, forzarla. Pensar que la crueldad es intrínseca al ser humano resulta cómodo y le hace el juego a quien quiere lavar su conciencia sin antes haberle ajustado las cuentas.

Cuando un soldado acaba su relato, el de al lado no espera a que las palabras hagan efecto, y empieza a hablar. Sigue el ritual, y también esta vez todos parecen coincidir silenciosamente en el hecho de que ese impulso algunos pueblos lo llevan justo en la sangre, no hay nada que hacer, el mal nace con nosotros. A mi derecha un soldado parece particularmente ansioso de que llegue su turno. Se agita en su silla de plástico, emitiendo ligeros crujidos que al parecer sólo yo advierto, porque ninguno de sus colegas levanta nunca la cabeza en nuestra dirección. Está claro que no se trata de un novato indisciplinado: lleva la barba larga de quien se la puede permitir y sus distintivos indican que, por lo que respecta a escenarios peligrosos, ha conocido muchos. Otra anomalía: sacude la cabeza. Hasta me parece entrever una pequeña sonrisa de escarnio. Es un elemento perturbador del ritual y ahora tampoco yo veo la hora de que llegue su turno. No he de esperar mucho, porque en mitad de una vívida descripción de la extirpación de las uñas por obra de algún servicio secreto del Este, el hombre de mi derecha acalla la discusión.

—No habéis entendido un carajo. No sabéis nada de nada. Sólo leéis las historias de las revistas de cotilleo, sólo escucháis el telediario de las ocho. No sabéis nada.

Luego revuelve frenético en uno de los bolsillos de sus pantalones militares y saca un Smartphone, hace correr nerviosamente los dedos sobre la pantalla táctil hasta que aparece un mapa geográfico. Amplía, desplaza, vuelve a ampliar y finalmente muestra a los demás un pedazo de mundo.

—Aquí, los peores están aquí.

El dedo se posa sobre una zona de Centroamérica. Se ha quebrantado el ritual. Guatemala. Todos se quedan asombrados.

—¿Guatemala?

El veterano contesta con una sola palabra, desconocida para los demás: «Kaibil».

Yo había oído pronunciar ese nombre en testimonios de los años setenta, pero ahora ya nadie lo recordaba.

—Ocho semanas —prosigue el soldado barbudo—, ocho semanas y todo lo que hay de humano en el ser humano desaparece. Los kaibiles han descubierto una forma de anular la conciencia. En dos meses se puede extraer de un cuerpo todo lo que lo distingue de la bestia. Lo que le hace discernir maldad, bondad, moderación. En ocho semanas puedes coger a San Francisco y convertirlo en un sicario capaz de matar a los animales a mordiscos, de sobrevivir bebiendo sólo meados y de eliminar a decenas de seres humanos sin fijarse siquiera en la edad de sus víctimas. Bastan ocho semanas para aprender a combatir en toda clase de terrenos y en cualquier condición atmosférica, y para aprender a moverse rápidamente cuando eres atacado por el fuego enemigo.

Silencio. Acabo de asistir a una herejía. Por primera vez el paradigma de la crueldad innata ha sido derribado. Tengo que encontrar a un kaibil. Empiezo a leer. Y descubro que los kaibiles son el cuerpo de élite antisubversivo del ejército guatemalteco. Nacen en 1974, cuando se crea la escuela militar que luego se convertirá en el Centro de Adiestramiento y Operaciones Especiales Kaibil. Son los años de la guerra civil guatemalteca, años en los que las fuerzas del gobierno y paramilitares, apoyados por Estados Unidos, se ven enfrentados primero a guerrilleros desorganizados y luego al grupo rebelde Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Es una guerra sin cuartel. En las redes de los kaibiles quedan atrapados estudiantes, trabajadores, profesionales, políticos de la oposición. Cualquiera. Varias aldeas mayas son arrasadas, los campesinos masacrados, y sus cuerpos se dejan pudrir bajo el sol inclemente. En 1996, después de treinta y seis años y más de 200.000 muertos, 36.000 desaparecidos y 626 masacres constatadas, la guerra civil de Guatemala finalmente ha terminado con la firma de los acuerdos de paz. El primer presidente de la posguerra, Álvaro Arzú, decide entonces, a instancias de Estados Unidos, transformar al ejército antiinsurreccionista, considerado la mejor fuerza antisubversiva de América Latina, en un eficaz instrumento contra el narcotráfico. El 1 de octubre de 2003 se crea oficialmente el pelotón antiterrorista denominado Brigada de Fuerzas Especiales Kaibil.

Según su propia definición, los kaibiles son «máquinas de matar», adiestradas por medio de pruebas espeluznantes, porque el valor debe probarse siempre, día tras día, horror tras horror. Beberse la sangre de un animal al que se ha matado un poco antes y cuyos restos se han comido crudos fortalece al kaibil, le da potencia. Desde hace cierto tiempo la Comisión para el Esclarecimiento Histórico guatemalteca ha empezado a interesarse en estas prácticas y ha redactado un documento titulado Memoria del silencio. En él se recuerda que el noventa y tres por ciento de los crímenes documentados en Guatemala en los treinta y seis años de guerra han sido cometidos por las fuerzas del orden y los grupos paramilitares, en particular las Patrullas de Autodefensa Civil y los kaibiles. Según el informe, durante el conflicto armado interno el cuerpo de los kaibiles cometió actos de genocidio.

Entre las masacres más atroces se recuerda la de Las Dos Erres, una aldea del departamento de Petén que fue arrasada entre el 6 y el 8 de diciembre de 1982 y cuyos habitantes fueron asesinados. El 6 de diciembre entraron en la aldea cuarenta kaibiles para recuperar diecinueve fusiles perdidos en una emboscada anterior de los guerrilleros, y no respetaron a nadie: mataron a hombres, mujeres y niños, violaron a muchachas, provocaron abortos a las mujeres encintas golpeándolas con las culatas de los fusiles y saltando sobre sus vientres, echaron a niños vivos a los pozos o los mataron a golpes de maza, y algunos incluso fueron enterrados vivos. A los más pequeños los mataron estrellándolos contra los muros o contra los árboles. Los cadáveres fueron arrojados a pozos o abandonados en los campos. Se habla de más de doscientos cincuenta muertos, aunque los documentados ascienden a doscientos uno, de los que setenta tenían menos de siete años. Antes de dejar la aldea los soldados se llevaron consigo a dos muchachas de catorce y dieciséis años a las que perdonaron la vida e hicieron vestir de militares: las tuvieron con ellos tres días, durante los cuales las violaron repetidamente. Cuando se cansaron, las estrangularon.

No es difícil encontrar a un kaibil: su orgullo es demasiado fuerte. Desde que oyera hablar a aquel soldado no me he dado tregua, y así he empezado a preguntar. A preguntar dónde podía encontrar a un combatiente kaibil. Me hablan de un criado que trabaja en una casa de empresarios milaneses. Es amable, quedamos en encontrarnos en la calle.

Me cuenta que es ex periodista, en la cartera conserva las fotocopias de algunos de sus artículos. Los relee de vez en cuando, o quizá los lleva ahí como testimonio de su vida anterior. Conoce a un kaibil. No quiere hablar de otra cosa.

—Lo conozco. Un kaibil difícilmente se convierte en un ex kaibil, pero éste ha hecho cosas no muy buenas. —No quiere especificar cuáles son esas cosas no muy buenas—. No te creerás nada de lo que te diga, tampoco yo me lo creo, porque si lo que dice es verdad no podría dormir… —Luego me hace un guiño—: Sé que es verdad, pero espero que no sea exactamente tan cierto.

Me da un número de teléfono. Saludo al criado-periodista y marco el número. Me contesta una voz gélida, que sin embargo afirma sentirse halagada por mi interés. También me cita en un lugar público. Llega Ángel Miguel. Bajito, de ojos mayas, vestido con elegancia como para un encuentro con una cámara. Yo sólo tengo un bloc y no le hace mucha gracia. Pero decide no marcharse. La voz gélida del teléfono ha dado paso a un tono afectado. Durante nuestra conversación nunca baja los ojos ni hace un gesto que no sea estrictamente necesario.

—Me alegro de que seas maricón —empieza diciendo.

—No soy maricón.

—Imposible, tengo la prueba. Eres maricón, pero no te avergüences de ello.

—Si fuera gay no me avergonzaría de ello, tenlo por seguro. Pero ¿a qué viene eso?

—Eres maricón, no te has dado cuenta de todo… esto…

Gira el cuello unos cuantos grados a su izquierda sin apartar sus ojos de los míos, y en aquel instante, como si respondiera a una llamada ancestral, una chica da un paso adelante. En efecto, no me había dado cuenta de su presencia. Me había centrado sólo en el kaibil.

—Si no ves a ésta, es que eres maricón.

Rubísima, embutida en un vestido que le hace de segunda piel, encaramada sobre unos tacones vertiginosos. Y, a pesar de ello, ni una brizna de maquillaje, quizá ha decidido que bastan los ojos claros salpicados de escamas doradas para hacer destacar su rostro. Es su novia. Se presenta, es italiana y está contenta de estar allí acompañando a aquel que quizá ha tomado por un héroe de guerra.

—Tienes que hacerte cuas. Si no te haces cuas, no sabes lo que significa la hermandad en la batalla.

Entiendo que a Ángel Miguel no le gusta perder el tiempo. Ha decretado que soy homosexual y me ha presentado a su novia. Para él es suficiente, ahora puede empezar su relato. He leído en algún sitio que en lengua kekchí cuas significa justamente eso: hermano. Pero sólo ahora entiendo que la acepción no se refiere a una relación biológica. Cuas no es el hermano que te encuentres al nacer, es el hermano que se elige para ti.

—Una vez, durante el adiestramiento, les pedí a los kaibiles que me dejaran un poco de comida. Mi cuas se puso pálido como un muerto. Los kaibiles tiraron al suelo su comida y empezaron a pisotearla. Luego nos ataron y nos dijeron: «¡Picad, gallinas!». Si alargábamos demasiado la lengua había patadas y gritos: «¡No pastéis, picad, pollos!».

»En el adiestramiento, si uno de los dos cuas se equivoca, son castigados los dos; si uno de los dos lo hace bien, ambos reciben comida abundante y una cama. Los cuas son casi novios. Una vez mi cuas y yo estábamos en la tienda y por la noche mi hermano empezó a tocarme la polla. Al principio me fastidió, luego comprendí que teníamos que hacerlo todo…, compartir la soledad, el placer…, pero no nos la metimos…, sólo tocarla…

Habla casi sin tomar aliento, como si tuviera que exponer en el tiempo más breve posible un discurso preparado previamente. La novia asiente orgullosa. Las motas doradas en sus ojos son ahora aún más luminosas. Quisiera interrumpirle y hacerle notar que unos minutos antes me había llamado a mí maricón, pero decido que me conviene no interferir en el flujo de su conciencia.

—Allí aprendes qué es un hermano guerrero. Se reparte el rancho, lo tienes cerca cuando hace frío, haces que te pegue hasta hacerte sangre para tener el nerviosismo adiestrado…

Dejar de ser hombre, dejar de tener sus melifluas cualidades y sus imperfectos defectos. Convertirse en kaibil. Estar en el mundo odiando.

—En la entrada del Centro de Adiestramiento de los Kaibiles en Poptún, en el departamento de Petén, hay una inscripción: «Bienvenidos al infierno», pero creo que son pocos los que leen el otro letrero: «Si avanzo, sígueme. Si me detengo, aprémiame. Si retrocedo, mátame».

Mi fuente no tiene desde luego el físico de Rambo, pero a pesar de ello desgrana con seguridad la lista de los instructores extranjeros que desde los años ochenta han echado una mano en el adiestramiento de los jóvenes kaibiles: boinas verdes, rángers veteranos de Vietnam, comandos peruanos y chilenos… Durante la guerra civil de Guatemala se decía que las decapitaciones eran su firma distintiva en las matanzas, aunque algunos están convencidos de que eso es sólo una leyenda, como su canto de guerra: «¡Kaibil, kaibil, kaibil! ¡Mata, mata, mata! ¿Qué mata kaibil? ¡Guerrillero subversivo! ¿Qué come kaibil? ¡Guerrillero subversivo!».

—La primera fase del adiestramiento dura veintiún días —continúa Ángel Miguel—, a la que sigue la segunda, de veintiocho. En la jungla. Ríos, pantanos, campos minados. Éstas son las casas del kaibil. Y tal como tú quieres a tu casa, el kaibil quiere a la suya. Y al final la última semana. La última etapa para convertirte en un verdadero kaibil. Aprendes a alimentarte de lo que hay, de lo que encuentras. Cucarachas, serpientes… Aprendes a conquistar el territorio enemigo, a aniquilarlo, a apoderarte de él.

»Para completar el curso, hay que pasar dos días sin dormir en un río con el agua hasta el cuello. A mí y a mi cuas nos confiaron un cachorro, un cabroncete de mirada acuosa. Nos dijeron que cuidáramos de él, que formaría parte de la hermandad. Teníamos que llevarlo detrás a todas partes y darle de comer. Le pusimos un nombre y le estábamos cogiendo cariño cuando nuestro jefe nos dijo que teníamos que matarlo. Una cuchillada por cabeza, en la barriga. Estábamos ya al final del adiestramiento y no nos hacíamos muchas preguntas. El jefe nos dijo que ahora teníamos que comérnoslo y bebernos su sangre. Así demostraríamos nuestro coraje. También cumplimos esa orden, era todo así de natural.

»El kaibil sabe que para sobrevivir no sirve beber, no sirve comer, no sirve dormir. Sirven las municiones y un fusil eficaz. Éramos soldados, éramos perfectos. No combatíamos por una orden, eso no habría sido suficiente. Teníamos una pertenencia, y eso es más fuerte que cualquier imposición. Sólo una tercera parte de nosotros llegó hasta el final. Los demás se escaparon o fueron expulsados. Otros enfermaron o murieron.

El de los kaibiles es ante todo un mundo simbólico. El miedo, el terror, la hermandad, la solidaridad entre cuas. Todo puede y debe ser exhibido a través de un hábil juego de referencias y significados, a través de la invención de acrósticos. A partir de la misma palabra cuas: C = camaradería, U = unión, A = apoyo, S = seguridad. O bien con la frase que expresa la filosofía de los kaibiles, que reza: «El kaibil es una máquina de matar cuando fuerzas o doctrinas extrañas atentan contra la patria o el ejército». Además el kaibil no debe separarse nunca, por ninguna razón del mundo, de su gorra de color púrpura, que lleva su escudo: un mosquetón de alpinismo que representa unión y fuerza, y que dentro contiene un puñal (que simboliza el honor), con una empuñadura con cinco muescas que representan los cinco sentidos y la inscripción «Kaibil» en letras mayúsculas amarillas. Kaibil, en lengua mam, significa «el que tiene la fuerza y la astucia de dos tigres». El nombre se deriva del gran Kaibil Balam, un rey mam que resistió valerosamente a los conquistadores españoles del siglo XVI, las tropas de Gonzalo de Alvarado. Precisamente las fuerzas que llevaban con orgullo el nombre que simboliza la aguerrida resistencia de los mayas contra los conquistadores se convirtieron en un instrumento de exterminio de su propio pueblo. Desnaturalizando la leyenda, el nombre ha adquirido hoy una connotación de terror.

—Al término de las ocho semanas hay una cena. Parrillas enormes, humeantes, el fuego es alimentado constantemente y durante toda la noche se arrojan sobre las planchas filetes de carne de caimán, iguana y ciervo. También existe la costumbre de coger por la fuerza al ministro de Defensa guatemalteco y arrojarlo a una balsa donde hay cocodrilos (aunque a kilómetros de distancia: ¡esos del gobierno son unos cagones!). Después de esa cena puedes lucir el escudo de los kaibiles. El puñal se recorta sobre un fondo azul y negro. El azul es el día: el kaibil opera en el mar o en el cielo. El negro es el silencio de las operaciones nocturnas. En diagonal hay una cuerda: las misiones terrestres. Y por último, del puñal sale una llama que arde eternamente. La libertad.

La inmovilidad de Ángel Miguel se ve interrumpida por un rápido gesto. Ha levantado la mano y alargado los dedos.

—Olfato. Oído. Tacto. Vista. Gusto.

Los cinco sentidos que el perfecto kaibil ha de desarrollar y mantener siempre en alerta para sobrevivir. Y para matar.

—Unión y fuerza.

Miro a Ángel Miguel. Él ya no es un kaibil, pero todavía conserva el vacío en sus ojos. Quien se encuentra con un kaibil no se encuentra sólo con una máquina de guerra, quien se relaciona con un kaibil se relaciona con la ausencia. Eso es lo que asusta más. A pesar de que a duras penas llega al metro sesenta y cinco, Ángel Miguel me repasa con la mirada de arriba abajo. Hablar del adiestramiento y de la fraternidad ha impregnado su orgullo y ahora su figura se destaca dominándome a mí y a su novia. Tengo una pregunta, y quizá sea éste el momento preciso para hacerla, ahora que mi interlocutor se siente tan invulnerable.

—¿Qué puedes decirme de las relaciones entre los kaibiles y el narcotráfico?

Amnistía Internacional empezó a señalar este fenómeno en 2003, en un informe en el que denunciaba decenas de casos de participación de militares y policías en la red del narcotráfico, además de actividades ilegales como robos de coches, tráfico de niños para adopciones ilegales y operaciones de «limpieza social». También en 2003, Washington incluyó a Guatemala en la lista de los países «descertificados», dado que entre 2000 y 2002 el gobierno guatemalteco sólo decomisó una quinta parte del volumen de cocaína decomisada tres años antes.

Ángel Miguel, si acusa el golpe, desde luego no da muestras de ello. Busco entonces una reacción en su novia, pero también ella permanece inmóvil, si se exceptúa un ligero desplazamiento del peso de un tacón al otro. Me convenzo de que también ella debe de haber superado un adiestramiento antes de juntarse con él. Luego, finalmente, Ángel Miguel abre la boca: «Unión y fuerza», repite, y luego se calla. El mantra de los kaibiles es suficiente para él, me planteo si el recurso a estas dos palabras no significa que de algún modo mi pregunta ha abierto una brecha. Intento descubrirlo.

—¿Es verdad que algunos excombatientes han hecho carrera en los cárteles mexicanos?

Desde hace unos años las autoridades mexicanas señalan que un creciente número de ex kaibiles y ex militares guatemaltecos son reclutados en las organizaciones criminales locales. Para estas últimas utilizar a ex militares resulta muy ventajoso, puesto que permite alistar a jóvenes ya adiestrados y con experiencia, ahorrando así tiempo y dinero para su formación. Un ex kaibil puede ser útil a los cárteles por su habilidad en el uso de las armas y por la costumbre de operar en la montaña y en los bosques. Un ex kaibil sabe sobrevivir en condiciones muy difíciles y sabe cómo moverse tanto en Petén, en el norte de Guatemala, como en el sur de México, dos regiones con condiciones climáticas similares. La situación se ha hecho aún más preocupante por la desmovilización del ejército guatemalteco que se ha producido en los últimos años, en que se ha pasado de treinta mil a quince mil miembros. Muchos soldados han abandonado el ejército con una indemnización, para encontrarse luego sin trabajo. Algunos han pasado a formar parte de agencias de seguridad privadas y se les ha enviado al extranjero como mercenarios, quizá a Irak. Pero otros han acabado por alimentar a células criminales.

Algo se mueve. Ángel Miguel se frota el pulgar contra el índice, como si liara un cigarrillo invisible, y en la comisura de los párpados aparecen unas sutiles arrugas que hasta ahora no había notado. Tampoco su novia parece ya monolítica. Mira a su alrededor y frunce nerviosamente los labios.

Con mis preguntas he invertido la relación de poder que todo kaibil debe tener con sus subordinados. Porque para Ángel Miguel eso es lo que soy: un subordinado que tiene que escuchar inspirado las palabras de su superior. Por teléfono, antes de concertar el encuentro y despedirse, Ángel Miguel me había dado una lista de principios que en un primer momento yo había tomado por pura propaganda, pero que ahora, en la silenciosa compostura que sigue ostentando, he comprendido que no he respetado. Un kaibil debe «ganarse la confianza de sus subordinados, orientar sus esfuerzos, aclarar los objetivos, inspirar seguridad, crear unión entre las escuadras, ser un ejemplo de moderación en todo momento, mantener viva la esperanza, sacrificarse por la victoria». Con dos simples preguntas sobre el pasado y el presente de los kaibiles le he impedido que me adoctrinara también a mí.

La crueldad se aprende. Ahora lo sé con certeza. Ángel Miguel ya no lía su cigarrillo imaginario y hasta las arrugas de la comisura de los párpados han dejado paso a la habitual piel lisa y ambarina. La educación en el mal ha allanado los encrespamientos de mis preguntas y ha restablecido la sólida pertenencia a una hermandad de sangre y de muerte.