Matamoros, en el estado de Tamaulipas, en el noreste de México, se alza en la ribera meridional del río Bravo y está unida a la ciudad tejana de Brownsville por cuatro puentes. Esos cuatro puentes son como cuatro oleoductos por los que el petróleo blanco se bombea a Estados Unidos. Aquí el que manda es el cártel del Golfo, uno de los más feroces. En 1999 la cantidad de cocaína que el cártel del Golfo lograba introducir mensualmente en Estados Unidos llegaba a las cincuenta toneladas y su poder de control se había propagado desde el Golfo de México hasta parte del Pacífico, zonas conquistadas con la violencia, con la corrupción y con acuerdos con otros grupos de narcotraficantes. Eran los número uno. Y su número uno era Osiel Cárdenas Guillén.
El Padrino que llega el último y ocupa su sitio, bendiciendo con una serie de brindis a los nuevos jefes territoriales. Osiel había oído aquella historia un millón de veces. Es verdad que las versiones del relato cambiaban de boca en boca, inestables como las escampadas del mes de abril, pero la esencia del discurso era siempre ésa: se había creado el nuevo mundo. Osiel había nacido con la rabia dentro. Peleón de pequeño, matón de adolescente, violento de joven. Una rabia ciega y sin motivo, que incubaba y alimentaba constantemente y que una inteligencia brillante volvía sádica y demoníaca.
«Si puedes tener el mundo ¿por qué conformarse con un pedazo?», parece que replicaba al incauto interlocutor que por enésima vez lo aburría con la historia del Padrino y la repartición. ¿Quién no respondería del mismo modo si hubiera nacido de una pareja que, indiferente a la miseria en la que vivía, seguía impertérrita produciendo niños que luego dejaba a su aire junto a las esqueléticas gallinas? Osiel se inventó su propio mundo, que tenía que ser lo más alejado posible del caos que lo rodeaba. Ya a los catorce años era ayudante de un mecánico por las mañanas, mientras que por las tardes trabajaba en una maquiladora, donde junto a otras doscientas personas ensamblaba los componentes de las aspiradoras que algunas amas de casa yanquis utilizarían unos pocos kilómetros más al norte.
Cuando la rabia se encuentra con la sed de revancha hay dos salidas posibles: la frustración o la ambición desmedida. Osiel optó por la segunda. En la maquiladora conoció a una chica, una chavala despierta con dos perlas en lugar de ojos, pero Osiel se avergonzaba cuando la invitaba a salir porque no podía permitirse un coche para irla a buscar ni una velada en un restaurante aunque fuera modesto. Empezó a trapichear. Rápido, rentable, lo bastante peligroso como para asegurar las descargas de adrenalina que tanto necesitaba. Para los traficantes primerizos, quien menos prejuicios tiene, más gana en liderazgo. La crueldad es esencial para conservar el poder. Sin crueldad puedes parecer débil, y los adversarios se aprovechan de ello. Es como con los perros: el que gruñe más fuerte se convierte en el macho dominante.
Mientras tanto sus relaciones con las fuerzas del orden empezaron a complicarse. En 1989, a los veintiún años, fue detenido por primera vez acusado de homicidio, pero pudo salir bajo fianza al día siguiente de su arresto. Al año siguiente estaba de nuevo en la cárcel acusado de lesiones y amenazas, pero también en este caso fue visto y no visto. A los veinticinco años fue detenido en Texas, en Brownsville, y acusado de tráfico de droga porque en el momento de la detención llevaba consigo lo suficiente para tal imputación: dos kilos de cocaína. Condenado a cinco años de cárcel, salió del paso una vez más gracias a un intercambio de prisioneros entre México y Estados Unidos. Una vez en su patria sería todo más fácil, y en efecto, al cabo un año, en 1995, Osiel volvió a quedar libre.
Todos los grandes líderes criminales tienen una cosa en común: la voluntad de labrarse un aura de fascinación. La voluntad de cautivar, de seducir. Poco importa si el objetivo es una mujer a la que llevarse a la cama o un traficante rival al que hay que quitar de en medio convenciendo a tus compadres de que ese bastardo se lo merece. Una vez encontrado el boquete que conduce a la voluntad de los hombres que uno tiene delante, el juego está ganado. Osiel sabía que podría cercenar manos, amenazar a familiares o quemar almacenes, pero también sabía que tocar los resortes adecuados era el modo más rápido de conseguir lo que quería. Quien no le temía le adoraba, y quien no le adoraba escapaba a toda prisa en cuanto oía su nombre. Osiel logró infiltrarse en la Policía Judicial Federal con el papel de madrina, de informador, ganándose poco a poco la protección que le permitía moverse con libertad. Ahora podía tener bajo control los dos frentes del campo de batalla y a la vez trabar conocimiento con los hombres del cártel del Golfo. Conoció a Salvador Gómez Herrera, llamado «el Chava», que se había convertido en jefe del cártel del Golfo tras la captura de Juan García Ábrego. Y también él le contó la historia del Padrino que levantó la copa y brindó al asignar el canal de Matamoros.
En la segunda mitad de los años noventa el cártel del Golfo se vio atravesado por luchas de sucesión. Fueron muchos los que dieron por liquidada la organización, que sólo unos años antes —tras la detención del Padrino y tras la edad de oro de García Ábrego en la cúspide del cártel— era una de las más poderosas. Pero ahora tenía encima a la policía, además del FBI y los cárteles rivales. Fundada en los años setenta por un personaje de nombre altisonante, Juan Nepomuceno Guerra, que durante el período de la Prohibición en Estados Unidos se había dedicado al contrabando de alcohol, el cártel parecía tener las horas contadas. Cae García Ábrego, detenido por las autoridades mexicanas y luego extraditado a Estados Unidos, donde actualmente cumple once cadenas perpetuas. Su hermano Humberto, demasiado débil, fracasa. Cae Sergio Gómez, «el Checo», traicionado por una conjura orquestada por su escolta y sus socios. Cae Óscar Malherbe de León, detenido muy pronto. Cae Hugo Baldomero Medina Garza, «el Señor de los Tráileres», también él detenido: adiós a las toneladas de cocaína que transportaba cada mes a Estados Unidos escondidas en cajas de hortalizas o en paquetes de mariscos. La policía celebra la caída de los dioses, pero mientras tanto el Chava y Osiel se convierten en amigos y cómplices. Parecen inseparables, se ponen juntos manos a la obra, y acumulan poder y dinero. Pero no es suficiente, al menos para Osiel. El poder no se puede alcanzar en pareja, y él se lo repite siempre a quien se obstina en sacar a colación la historia del Padrino: «Si puedes tener el mundo ¿por qué conformarse con un pedazo?». Y así, después de haber sido detenidos juntos y después de haber sobornado a los alguaciles para poder huir, Osiel mata al Chava. Ese día de 1998 consigue dos resultados: el control absoluto del cártel del Golfo y un apodo, «el Mata Amigos».
Eres alguien que mata a sus amigos. Quizá también seas capaz de matar a tus padres, a tus hermanos, a tus hijos. ¿Qué puedes temer? Si no tienes vínculos, si no tienes nada que perder, eres invencible. Y si tienes una mente brillante tienes un espléndido futuro ante ti. El Mata Amigos reestructura la organización y la hace entrar en el siglo XXI. La protección queda garantizada por la corrupción. Hasta el 21.º Regimiento de Caballería Motorizada de Nuevo Laredo está a sus órdenes. Eficientes. Reciben un aviso, una partida de coca se ha depositado en los almacenes de una fábrica abandonada en la linde del desierto. Se precipitan en gran número sobre el lugar seguidos por una multitud de periodistas complacientes, una irrupción rápida e incruenta, no hay nadie presente, sólo unos kilos de polvo blanco. Pero jamás una detención. Fotos, apretones de manos y sonrisas. Un bonito y limpio trabajo.
Mientras tanto la frontera entre México y Estados Unidos era violada día tras día, hora tras hora. «Un tal Osiel no sé qué…». Son las palabras que intercambian las autoridades antidroga mexicanas. El Mata Amigos es un fantasma. Pero la sinuosa lengua de Tamaulipas que lame el culo a Estados Unidos también la quieren otras organizaciones, que declaran la guerra al cártel del Golfo. Son los hermanos Valencia junto al cártel de Tijuana, el cártel de Juárez de Vicente Carrillo Fuentes, y hasta los Negros, el escuadrón de la muerte al servicio de Sinaloa. Todos combatiendo al cártel del Golfo. Una auténtica guerra. Ciudades como Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros se convierten en campos de batalla. No hay hora del día o de la noche en que no se produzcan ejecuciones y secuestros, por las calles es fácil encontrar cadáveres hechos pedazos y metidos en bolsas de plástico. La escalada de violencia y de muertos aumenta la presión nacional e internacional para que se llegue pronto a la detención de Osiel Cárdenas Guillén. Finalmente Osiel es arrestado y cuatro años después extraditado a Estados Unidos. El cártel se transforma en una estructura descentralizada, con dos señores de la droga que se reparten el control: el hermano de Osiel, Antonio Ezequiel Cárdenas Guillén, llamado «Tony Tormenta» (que moriría el 5 de noviembre de 2010 a manos del ejército mexicano en Matamoros), y Jorge Eduardo Costilla Sánchez, llamado «el Coss» (detenido por la marina mexicana en Tampico el 12 de septiembre de 2012). Dos líderes que, sin embargo, no logran poner fin a los ajustes de cuentas internos que devoran al cártel. Y, en efecto, una vez desaparecido su reinado le llega el turno a Mario Armando Ramírez Treviño, llamado «el Pelón», o «X20», que sin embargo es detenido en Reynosa el 17 de agosto de 2013. ¿A quién le toca ahora? La DEA apuesta por uno de estos tres: Luis Alberto Trinidad Cerón, llamado «el Guicho»; Juan Francisco Carrizales, llamado «el 98», y Alberto de la Cruz Álvarez, llamado «el Juanillo». Pero siempre hay sitio para otro hermano de Osiel, Homero Cárdenas Guillén, llamado «el Majadero».
Hoy el cártel del Golfo sigue explotando su proximidad a la frontera estadounidense. Es una eficiente máquina de hacer dinero, que el Departamento de Estado norteamericano ha tratado de obstaculizar ofreciendo en 2009 una recompensa de 50 millones de dólares para cualquiera que sea capaz de proporcionar informaciones útiles para la captura de los dos líderes y de otros quince miembros del cártel. Se utiliza cualquier método para transportar toneladas y toneladas de cocaína, incluyendo túneles subterráneos que se emplean también para el tráfico de personas. Son los nuevos recaderos de la droga, que a cambio del espejismo de una nueva vida al otro lado de la frontera cargan con hasta medio millón de dólares en droga. O bien utilizan los autobuses que circulan a lo largo de la Interestatal 35, la autopista que desde la ciudad fronteriza de Laredo, Texas, llega hasta Minnesota, o la Interestatal 25, que se coge a 40 kilómetros de El Paso, también en Texas, y conduce hacia el norte hasta Wyoming. Los autobuses son medios de transporte perfectos para los narcos, porque a menudo no se los controla con las máquinas de rayos X. Pero el cártel del Golfo no desdeña otras modalidades más creativas, como el ferrocarril o los submarinos: veloces, seguros, capaces de transportar cantidades estratosféricas de coca.
«En el corazón de todo hombre existe el deseo desesperado de una batalla que librar, una aventura que vivir y una belleza que salvar». Estas palabras del escritor y activista cristiano John Eldredge siempre le habían gustado a Nazario Moreno González, uno de los jefes más poderosos de la Familia Michoacana, que había decidido reformularlas. Moreno González predicaba el derecho divino a eliminar a los enemigos. Hasta su muerte en diciembre de 2010 no abandonó nunca la que era la biblia de sus enseñanzas. «Mejor morir combatiendo de pie que vivir toda la vida de rodillas y humillados», escribía Moreno inspirándose en las frases del revolucionario mexicano Emiliano Zapata. O bien: «Mejor ser un perro vivo que un león muerto».
Michoacán está en la costa del Pacífico. Aquí los gomeros de Sinaloa habían traído sus adormideras y ellos mismos habían enseñado a los campesinos a cultivarlas. MichoacánSinaloa-Estados Unidos: ésta fue la ruta durante años. Años de vejaciones y de secuestros, que llevaron a la creación de una organización de guardias privados, la Familia.
La Familia Michoacana nació para proteger, para rechazar la violencia, para defender a los más débiles. Durante algunos años el cártel del Golfo, que se estaba expandiendo en aquellas zonas, le asignó el papel de soporte paramilitar. Pero hoy la Familia es un cártel independiente, especializado en el tráfico de metanfetaminas, de las que se ha convertido en el mayor proveedor de Estados Unidos. Lo que durante décadas había sido un territorio que atraía a los traficantes, por las colinas que les ofrecían un refugio natural y por la apertura al Pacífico que facilitaba el transporte, pero sobre todo por las vastas extensiones de terreno fértil de la llamada Tierra Caliente, perfecta para las plantaciones de marihuana, hoy está salpicado de laboratorios de metanfetaminas. Según Michael Braun, ex jefe operativo de la DEA, en México la Familia tiene laboratorios especializados capaces de producir hasta cincuenta kilos de metanfetaminas en ocho horas. La Familia también tiene reglas muy severas sobre la venta de la droga: nunca a sus propios miembros y nunca a los mexicanos. Es una moral a la inversa, que halla su espacio en las pancartas que cuelga el cártel en sus zonas de competencia: «Somos contrarios al uso de estupefacientes y decimos no a la explotación de mujeres y niños».
Para celebrar su entrada como cártel independiente en el mundo del narcotráfico mexicano la Familia elige un estreno a lo grande: la noche del 6 de septiembre de 2006 veinte hombres vestidos de negro y con el rostro cubierto por pasamontañas irrumpen en la discoteca Sol y Sombra de Uruapan, a 120 kilómetros de Morelia, capital de Michoacán. Armados hasta los dientes, disparan algunos tiros al aire y les gritan a los clientes y a las gogós que bailan sobre los cubos que se echen al suelo. En medio del terror general, suben rápidamente al segundo piso del local, abren unas bolsas de basura negras y hacen rodar cinco cabezas decapitadas sobre el suelo de la pista de baile. Antes de irse los sicarios dejan una tarjeta en el suelo, junto a las cabezas cortadas, con un mensaje: «Familia no mata por paga, no mata mujeres, no mata inocentes. Sólo muere quien debe morir. Sépanlo todos: esto es la justicia divina». Es la tarjeta de visita con la que la Familia Michoacana se presenta en México.
Para los miembros de la organización el territorio es sagrado y no toleran que se ensucie con drogas y enfermedades. Una visión que los hace muy parecidos a las organizaciones italianas, que detienen y castigan a quien trapichea en sus zonas. La de la Familia Michoacana es una asistencia social sui géneris. Luchan contra la drogadicción de un modo singular y marcial: van a las clínicas de rehabilitación para drogodependientes, los incentivan a desintoxicarse de todas las maneras, incluso con ayuda de la oración. Luego los obligan a prestar servicio al cártel. Si no aceptan, los matan. Las reuniones de oración tienen un papel importante para la organización porque de ellas, aparte de su conducta, depende la carrera de sus miembros. El cártel dona dinero a campesinos, empresas, escuelas e iglesias, y hace propaganda en los periódicos locales para obtener apoyo social. Precisamente a través de un aviso en el periódico local, La Voz de Michoacán, la Familia anunció su existencia en noviembre de 2006: «Algunas de nuestras estrategias a veces son fuertes, pero éste es el único modo de imponer el orden en el estado. Quizá algunos en este momento no lo entenderán, pero sabemos que en las zonas más afectadas comprenden nuestras acciones, porque es posible combatir a esos delincuentes que han venido aquí desde otros estados y a los que ya no dejaremos entrar en Michoacán para cometer crímenes». La Familia es como un estado paralelo dentro del estado de Michoacán. Financia proyectos para la comunidad, controla la microdelincuencia, aplaca las disputas locales. Y aplica la mordida a las actividades comerciales: 100 pesos al mes por un puesto en el mercado del barrio, 30.000 por un concesionario de automóviles. A menudo las empresas se ven obligadas a cerrar y a dejar la actividad en manos de la organización, que la utilizará para blanquear dinero negro.
A pesar de que se inspira en valores religiosos, la Familia es notoria por sus métodos extremadamente violentos: sus miembros torturan y matan a sus rivales. «Queremos que el presidente Felipe Calderón sepa que no somos sus enemigos, que lo apreciamos. Estamos abiertos al diálogo. No queremos que los Zetas entren en Michoacán. Lo que queremos es paz y tranquilidad. Sabemos que somos un mal necesario… Queremos llegar a un acuerdo, queremos llegar a un pacto nacional». Quien así habla en una llamada telefónica al programa Voz y Solución, presentado por el periodista Marcos Knapp en el canal local de CB Televisión en Michoacán, es Servando Gómez Martínez, llamado «la Tuta». Gómez es un miembro de alto nivel del cártel, uno de los socios de Moreno González, que ha llegado a proponer una alianza al presidente Calderón para eliminar a los competidores más temibles. Pero el gobierno se ha negado a negociar. Pese a ello, la Familia es uno de los cárteles que han crecido más rápidamente en los años de la guerra de la droga en México. Desde Michoacán su poder se ha extendido a los estados fronterizos de Guerrero, Querétaro y México. Y sus tentáculos también están rodeando a Estados Unidos. En octubre de 2009, de hecho, las autoridades federales hicieron públicos los resultados de una investigación que había durado cuatro años sobre las actividades de la Familia en Estados Unidos, denominada Proyecto Coronado. De ella nacería una de las mayores operaciones contra los cárteles mexicanos de la droga que operan en territorio estadounidense. Más de tres mil agentes en acción en una sola redada que duró dos días y que contó con la participación de las autoridades locales, estatales y federales. Hubo trescientos tres detenidos en diecinueve estados norteamericanos distintos. Se incautaron 62 kilos de cocaína, 330 kilos de metanfetaminas, 440 kilos de marihuana, 144 armas, 109 vehículos y dos laboratorios de droga clandestina, junto con 3,4 millones de dólares en efectivo. En noviembre de 2010 la Familia propone otro pacto: se ofrece a desmantelar su propio cártel a condición de que el Estado, el gobierno federal y la policía federal se comprometan a garantizar la seguridad del estado de Michoacán. La propuesta aparece en forma de comunicado en octavillas introducidas por debajo de las puertas de casas y comercios, en cabinas telefónicas, en «narcomantas» colgadas por las calles y en cartas enviadas a blogs, emisoras de radio, periódicos y agencias nacionales e internacionales. En el mensaje se dice que la Familia se creó para suplir el fracaso del gobierno a la hora de proporcionar seguridad a sus ciudadanos y que está integrada por hombres y mujeres de Michoacán dispuestos a dar su propia vida para defender al Estado. Pero también esta vez el gobierno de Felipe Calderón, que nació precisamente en Michoacán, se niega a llegar a un acuerdo con el cártel e iniciar las negociaciones.
La lucha entre la Familia y los Zetas ha reducido Michoacán a un territorio de guerra. Es en su capital, Morelia, donde el 15 de septiembre de 2008, víspera del Día de la Independencia mexicana, se registra el que se consideraría el primer acto de narcoterrorismo de la historia de México. Poco después de que el gobernador Leonel Godoy tocara la campana de la independencia y repitiera tres veces «¡Viva México!», estallan dos granadas de fragmentación en la plaza abarrotada por la ceremonia, provocando ocho muertos y más de cien heridos, todos personas normales y corrientes. También los inocentes se convierten en víctimas de la guerra de los narcos. Las autoridades señalan a la Familia, que por su parte exhibe pancartas en las que inculpa a los Zetas: «Cobardes es el término para los que minan la paz y la tranquilidad del país. México y Michoacán no están solos. Gracias, Zetas, por vuestras viles acciones».
El atentado de Morelia señala el viraje entre el antiguo y el nuevo rumbo. Entre los métodos del Chapo y los de los Zetas y la Familia. Antes había reglas. Si traicionabas al Chapo, eras ejecutado y punto. No había ninguna polvareda macabra y espeluznante. Hoy la crueldad se hace pública sistemáticamente. A la violencia extrema se suma la humillación pública. Pero el Chapo lo ha captado al vuelo. Al día siguiente del atentado se apresura a hacer circular por correo electrónico un comunicado de desmentido firmado también por el Mayo: «Nosotros desde Sinaloa siempre hemos defendido al pueblo, siempre hemos respetado a las familias de los jefes y los pequeños correos, siempre hemos respetado al gobierno, siempre hemos respetado a las mujeres y los niños. Cuando el cártel de Sinaloa reinaba en toda la República no había ejecuciones, ¿y sabéis por qué? Porque sabemos trabajar y tenemos sentimientos. Pronto veréis a más sinaloenses en Michoacán (recuperaremos todos los territorios que nos han sido arrebatados y mataremos a todos los que han ofendido a la familia de Sinaloa), así que ni el gobierno ni los cárteles nos detendrán».
Los Zetas y la Familia exhiben la crueldad y la utilizan como embajadora; Sinaloa sólo recurre a la crueldad cuando hace falta. Es el choque entre la posmodernidad y la modernidad. Entre los gritos y el silencio. Las reglas del juego han cambiado. Los actores se multiplican. Nacen rápidamente devorando territorios y regiones enteras. Es la locura de los nuevos cárteles. Estructuras más flexibles, rapidez de ejecución, familiaridad con la tecnología, ostentación de las masacres, oscuras filosofías pseudorreligiosas. Y una furia que hace palidecer a todos los que les han precedido.
Un barrio residencial de Cancún. Una furgoneta abandonada desde hace unos días empieza a llamar la atención de los vecinos, que llaman a la policía: «Ese furgón apesta a carne podrida». Cuando los agentes abren el portón trasero descubren tres cadáveres, esposados y con bolsas de plástico en la cabeza. Junto a ellos hay una tarjeta: «Somos el nuevo grupo Mata Zetas y estamos contra el secuestro y la extorsión, y combatiremos contra ellos en todos los estados por un México más limpio». Firmado: «Cártel de Jalisco Nueva Generación (los Mata Zetas).» Sólo más tarde se descubrirá que antes de ser asesinados los tres han sido filmados en un vídeo, luego colgado en YouTube, en el que son interrogados por algunos hombres con pasamontañas y fusiles de asalto. Así se presenta el cártel de Jalisco Nueva Generación, o sea, los Mata Zetas. El cártel más joven.
El 29 de julio de 2010 muere Ignacio Coronel Villarreal, líder del cártel de Sinaloa en el estado de Jalisco, socio del Chapo y tío de Emma Coronel, actual mujer del Chapo. Fallece durante un tiroteo con el ejército mexicano en Zapopan, en el estado de Jalisco. Sus seguidores sospechan que ha sido traicionado por su propio cártel y por lo tanto deciden apartarse de él para formar uno nuevo. Entre los fundadores de Jalisco Nueva Generación están Nemesio Oseguera Ramos, llamado «el Mencho»; Erick Valencia, «el 85», y Martín Arzola, «el 53»: todos ellos antiguos miembros del cártel del Milenio, por aquel entonces una rama de Sinaloa. Da comienzo un vals de alianzas y rupturas. A primeros de 2011, el cártel Jalisco Nueva Generación decide apoderarse de la capital del estado de Jalisco, Guadalajara. Todos contra todos. Pero transcurren unos meses y el cártel vuelve a aliarse con Sinaloa. Ahora luchan contra los Zetas por el control de Guadalajara y Veracruz, pero también son activos en los estados de Colima, Guanajuato, Nayarit y Michoacán. El Chapo se está sirviendo de ellos para combatir a las células de los Zetas presentes en sus territorios, ellos se consideran un «grupo justo» que actúa en oposición al mal representado por los Zetas.
Es una guerra en la que los Zetas y Jalisco se enfrentan a cara descubierta. El 20 de septiembre de 2011, en el centro de Veracruz, se descubren treinta y cinco cadáveres —veintitrés hombres y doce mujeres— amontonados en dos camiones, a pleno día. Las víctimas presentan señales de tortura y tienen las manos atadas, algunos llevan un saco en la cabeza. Todos son miembros de los Zetas. En un videocomunicado difundido en Internet tras la masacre aparecen cinco hombres con pasamontañas sentados ante una mesa cubierta con un mantel. Delante tienen botellines de agua, exactamente igual que en una rueda de prensa. Y eso es lo que es. Una rueda de prensa para reivindicar el crimen: «Queremos que las fuerzas armadas se fíen de nosotros cuando decimos que nuestro único objetivo es poner fin a los Zetas. Somos guerreros anónimos, sin rostro, pero orgullosamente mexicanos…». Al cabo de unos días se encuentran los cuerpos sin vida de treinta y seis personas en tres casas distintas de Boca del Río, también en el estado de Veracruz. El 24 de noviembre, pocos días antes de la inauguración de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, la policía descubre en el interior de tres furgonetas los cuerpos de veintiséis personas, muertas por asfixia y golpes en el cráneo. El 22 de diciembre, en las primeras horas de la mañana, tres autobuses públicos son atacados por narcotraficantes en la Autopista 105 que va a Veracruz: el balance es de dieciséis muertos, entre los que hay tres ciudadanos norteamericanos, residentes en Texas, que habían ido a pasar las vacaciones de Navidad en México. Al día siguiente, en Tampico Alto, en el estado de Veracruz, se hallan diez cuerpos: torturados, esposados, casi todos sin cabeza. Las matanzas no se detienen ni siquiera el día de Navidad: cerca de Tampico, en Tamaulipas, en la frontera con el estado de Veracruz, unos soldados del ejército descubren durante un control normal de rutina los cadáveres de trece personas en un tráiler. En la escena se hallan también «narcomantas» que remiten a luchas entre grupos rivales. La lista de atrocidades podría prolongarse mucho más, pero equivaldría a añadir estrellitas en la solapa de los miembros del cártel de Jalisco.
Es el 1 de julio de 2012. México acaba de elegir a un nuevo presidente, Enrique Peña Nieto. Entre sus prioridades ha ratificado la lucha contra el narcotráfico, que ha producido más de cincuenta mil muertos en los últimos cinco años. Veinticuatro horas después de su elección, a las diez de la mañana, en Zacazonapan, en el centro de México, un grupo de unos cuarenta sicarios paran a cuatro chicos de entre quince y dieciséis años que distribuyen droga por cuenta de la Familia Michoacana. De repente aparecen en el lugar otros miembros de la Familia. Estalla un combate a tiros. Durante una hora la confusión y el terror se apoderan de la gente. Las escuelas interrumpen las clases en espera de la llegada del ejército y la policía, que confirmarán las muertes: al menos ocho personas, aunque logrará salvarse «el Tuzo», considerado el brazo armado de Pablo Jaimes Castrejón, llamado «la Marrana», presunto líder de la Familia Michoacana en la zona meridional del estado de México, y uno de los narcos más buscados por secuestro, extorsión, asesinato y narcotráfico. También entre los cuarenta sicarios hay bajas, pero para ellos son víctimas necesarias, inmoladas en aras de un fin superior.
Los cuarenta sicarios pertenecen a un cártel fundado algo más de un año antes, última mutación de la ilimitada locura homicida a la que el narcotráfico ha condenado al México actual. Es el cártel de los Caballeros Templarios: escapados de la Familia, que según ellos ha perdido sus valores al dedicarse a prácticas consolidadas de robos, secuestros y extorsiones, los Caballeros Templarios tienen en cambio un código de honor muy rígido. Los miembros de la orden deben luchar contra el materialismo, la injusticia y la tiranía. Libran una batalla ideológica para defender valores sociales basados en la ética. Juran proteger a los oprimidos, a las viudas, a los huérfanos. Tienen prohibido abusar de las mujeres, de los menores o utilizar el poder para engañarlos. La práctica del secuestro con el objetivo de obtener dinero está estrictamente prohibida. Para matar hace falta una autorización, ya que nadie debe quitar la vida por el gusto de hacerlo o por dinero: primero es preciso indagar si existen razones suficientes, y sólo entonces se podrá proceder. Un Caballero Templario no puede ser presa del sectarismo ni de una mentalidad mezquina. Ha de promover el patriotismo y expresar orgullo por su tierra. Debe ser humilde y respetable. A todos los miembros de la orden les está prohibido el consumo de drogas. El Templario ha de ser para todos un ejemplo de caballerosidad. Y debe buscar siempre la verdad, porque Dios es Verdad. Quien traicione o rompa la regla del silencio será castigado con la muerte y su familia sufrirá el mismo destino, mientras que sus propiedades serán confiscadas.
Es una delirante parodia, como puede verse, que oculta sin embargo a un grupo muy joven y agresivo, en lucha contra el cártel original, ya debilitado, para adueñarse de sus tierras sin desdeñar los estados colindantes. Sus miembros se sienten omnipotentes hasta el punto de declarar la guerra a los Zetas. Como la orden caballeresca medieval, fundada en Jerusalén para proteger a los peregrinos en Tierra Santa después de la Primera Cruzada, también estos nuevos Templarios se sienten investidos de una misión divina. Nadie que entre en el grupo, elegido por un consejo integrado por los hermanos de mayor experiencia, podrá abandonar la «causa», puesto que se somete a un voto que deberá respetar a costa de la propia vida. Los miembros han de participar en ceremonias en las que se visten como los templarios en los que se inspiran: yelmos, túnicas blancas y una cruz roja sobre el pecho. En sus campañas el cártel distribuye un manual en el que se recogen sus principios, que convergen en el objetivo fundamental de «proteger a los habitantes del estado libre, soberano y laico de Michoacán». Es un cártel que hace ostentación de intenciones purificadoras, al tiempo que organiza un ejército para imponerse en el negocio de las anfetaminas. Están bien equipados y no tienen miedo de desafiar a cara descubierta a las autoridades.
La sangre llama a la sangre. No es una forma de hablar. La savia de la sangre es la propia sangre. La historia de los cárteles mexicanos muestra que los intentos de combatir la violencia con más violencia sólo han llevado a un incremento del número de muertos. Durante los años de la presidencia de Vicente Fox, entre 2000 y 2006, el gobierno mexicano adoptó una actitud fundamentalmente pasiva con respecto al narcotráfico. Las tropas enviadas a la frontera con Estados Unidos para obstaculizar las operaciones de los cárteles eran insuficientes y estaban mal equipadas. Las cosas cambiaron el 11 de diciembre de 2006, cuando el presidente Felipe Calderón, que acababa de tomar posesión del cargo, envió a seis mil quinientos soldados federales al estado de Michoacán para poner fin a la violencia causada por el narcotráfico. Era una declaración de guerra entre dos estados contrapuestos. Por una parte México; por la otra el Narcoestado. Dos estados que ocupan el mismo territorio, pero el segundo devora todo lo que encuentra. El Narcoestado tiene un apetito ilimitado y Calderón lo sabe: por eso desencadena la guerra contra la droga. No puede permitir que un estado parásito imponga su propia ley. En la lucha contra el narcotráfico están involucrados más de cuarenta y cinco mil soldados, que se suman a las normales fuerzas del orden locales y federales. Pero la sangre llama a la sangre y los cárteles amenazados han respondido a los golpes sufridos con un incremento de las brutalidades. A juzgar por las cifras, Calderón no ha logrado ganar su guerra: el último boletín oficial publicado por el gobierno mexicano sobre la narcoguerra es del 11 de enero de 2012, y habla de 47.515 personas muertas por la violencia vinculada al crimen organizado desde diciembre de 2006 al 30 de septiembre de 2011. Lo peor es que el número de muertos ha aumentado exponencialmente: en 2007 las muertes vinculadas al narcotráfico fueron 2 826; en 2008 aumentaron a 6 838; en 2009 llegaron a 9 614; en 2010 nada menos que a 15.273; en 2011, sólo en septiembre, eran ya 12.903, y todavía faltaban tres meses para que terminara el año. El nuevo ministro del Interior del gobierno de Peña Nieto, Miguel Ángel Osorio Chong, declaraba a mediados de febrero de 2013 que en el sexenio de Felipe Calderón los muertos de la narcoguerra mexicana debían de rondar los setenta mil, añadiendo que es imposible dar oficialmente una cifra exacta, en cuanto que «al final de la legislatura anterior se había dejado de llevar una contabilidad oficial» de las víctimas de la guerra contra la droga, al igual que falta un registro de las personas desaparecidas y de los cuerpos no identificados en el depósito de cadáveres. Pero hay quien sostiene que los muertos de esta sucia guerra son muchos más. La contabilidad de la muerte es una ciencia inexacta, siempre hay alguna vida eliminada que escapa a ella. ¿Cuántas son las víctimas halladas en las narcofosas? ¿Cuántos cuerpos se han disuelto en ácido? ¿Cuántos cadáveres se han quemado y han desaparecido para siempre? A menudo el objetivo son los políticos, de todos los niveles, local, regional o estatal. Durante estos seis años de guerra contra la droga treinta y un alcaldes mexicanos han sido asesinados, trece de ellos sólo en 2010. Hoy las personas honestas tienen miedo de presentarse como candidatos, saben que antes o después llegarán los cárteles y tratarán de poner en su puesto a figuras más gratas. Los recuentos de la masacre se actualizan constantemente. Sólo en 2012, del 1 enero al 31 de octubre, se llegó a 10.485 muertos. Pero son estimaciones, justamente, y asociaciones como el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, fundado por el poeta y activista Javier Sicilia tras la muerte de su hijo a manos de algunos narcos, afirman que el balance de víctimas de la narcoguerra es en realidad mucho más cuantioso.
Números y cifras. Yo sólo veo sangre y dinero.