México es el origen de todo. El mundo en el que ahora respiramos es China, es la India, pero es también México. Quien no conoce México no puede entender cómo funciona hoy la riqueza en este planeta. Quien ignora a México no entenderá nunca el destino de las democracias transfiguradas por los flujos del narcotráfico. Quien ignora a México no encuentra el camino que distingue el olor del dinero, no sabe cómo el olor del dinero criminal puede convertirse en un olor ganador que poco tiene que ver con el tufo de muerte miseria barbarie corrupción.
Para entender la coca hay que entender a México. Los nostálgicos de la revolución refugiados en América Latina o envejecidos en Europa miran aquella tierra como quien encuentra a una vieja amante ya acomodada con un hombre rico y la ve infeliz, mientras recuerda que cuando era pobre y joven se le ofrecía con una pasión que quien la ha comprado casándose con ella no tendrá nunca. El resto de los observadores simplemente ven lo que parece: un lugar de violencia terrible, una perenne y oscura guerra civil, la enésima de una tierra que no para nunca de sangrar. Pero México repite también una historia consabida, una historia de guerra que se extiende porque los señores son fuertes y el poder que debería dominarlos está podrido o es débil. Como en la época feudal, como en el Japón de los samuráis y los shogunes, como en las tragedias de William Shakespeare. Y sin embargo, México no es una tierra remota sumida en sí misma. No es un nuevo Medievo. México no se puede definir. Es sólo México. Es México y basta. Es ahora, aquí. Aquí donde la guerra se desborda ya sin límites. Aquí donde los señores de la guerra son dueños de la mercancía más solicitada del mundo. Es la guerra de los polvos blancos que tanto dinero comportan, hasta el punto de ser más peligrosos que los pozos de petróleo.
Los pozos del petróleo blanco están en el estado de Sinaloa. Sinaloa está junto al mar. Con sus ríos que descienden de Sierra Madre al Pacífico, Sinaloa es tan precioso que no crees que pueda haber otra cosa que luz deslumbrante y pies en la arena. Así le gustaría responder al estudiante preguntado por la profesora de geografía sobre los recursos del territorio. Opio y cannabis, señora profesora, tendría que decir en cambio. Hasta el punto de que, si estas paredes se aguantan derechas, es porque sus abuelos cultivaron marihuana y opio, y hoy sus hijos tienen universidad y trabajo gracias a la cocaína. Pero si contestara así se llevaría una bofetada en plena cara y una anotación en el libro de escolaridad, como se decía en mis tiempos. Mejor que conteste tal como está escrito en los manuales de geografía: que las riquezas del territorio son el pescado, la carne y la agricultura biológica. Sin embargo, ya en el siglo XIX los comerciantes chinos habían llevado el opio a Sinaloa. El veneno negro, lo llamaban. Sinaloa se llenó de opio. La adormidera se puede cultivar casi en todas partes. Donde crecen cereales, allí puede nacer la adormidera. La única condición es el clima: ni demasiado seco, ni demasiado húmedo, nada de heladas, ni de granizadas. Pero en Sinaloa el clima es bueno, el granizo casi imposible y está cerca del mar.
Hoy el cártel de Sinaloa es el que manda, el que parece haber derrotado a todos los competidores, al menos hasta el próximo trastorno. Sinaloa es hegemónico. En su territorio la droga ofrece pleno empleo. Hay generaciones enteras que han dejado de pasar hambre gracias a la droga. Desde los campesinos hasta los políticos, desde los jóvenes hasta los viejos, desde los policías hasta los parados. Hay necesidad de producir, almacenar, transportar, proteger. En Sinaloa todos son hábiles y en activo. El cártel actúa en el Triángulo de Oro, y con 650.000 kilómetros cuadrados bajo su control es el mayor cártel mexicano. Bajo su gestión se desarrolla una parte importante del tráfico y la distribución de coca en Estados Unidos. Los narcos de Sinaloa están presentes en más de ochenta ciudades norteamericanas, con células sobre todo en Arizona, California, Texas, Chicago y Nueva York. En el mercado estadounidense distribuyen cocaína procedente de Colombia. Según la fiscalía general de Estados Unidos, entre 1990 y 2008 el cártel de Sinaloa fue responsable de la importación y la distribución en Estados Unidos de al menos doscientas toneladas de cocaína y de grandes cantidades de heroína.
El estado de Sinaloa es el feudo del Chapo, un hombre que en Estados Unidos cuenta más que un ministro. Coca, marihuana, anfetaminas: la mayoría de las sustancias que los norteamericanos fuman, esnifan y tragan pasan por las manos de sus hombres. Desde 1995, él es el gran jefe de la facción surgida en 1989 de las cenizas del cártel de Guadalajara. El Chapo, es decir, «el Chaparro». Porque la estatura ha sido su fortuna. Ciento sesenta y siete centímetros de resolución. Nadie debe mirarlo por encima del hombro. Desarrolla en compensación astucia y encanto, capacidad de seducción y liderazgo. El Chapo no destaca sobre sus hombres, no los domina, no los supera físicamente. En cambio gana confianza eterna. Su verdadero nombre es Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, nacido probablemente el 4 de abril de 1957 en La Tuna de Badiraguato, una pequeña aldea de unos centenares de habitantes situada en la Sierra, como se conoce a las montañas del estado de Sinaloa. Como todos los demás hombres de La Tuna, el padre de Joaquín era un ganadero y campesino que impartió a su hijo una educación hecha de golpes y trabajo en los campos. Son los años del opio. Toda la familia del Chapo está implicada en la actividad: un pequeño ejército entregado desde el alba hasta el crepúsculo al cultivo de la adormidera. El Chapo empieza desde abajo, porque antes de poder seguir a los hombres por los intransitables caminos que llevan a los campos tiene que quedarse con su madre y llevar la comida a los hermanos mayores. Un kilo de goma de opio rentaba a la familia 8 000 pesos, el equivalente a 700 dólares actuales, que el cabeza de familia debía pasar al siguiente eslabón de la cadena. Y ese eslabón correspondía a las ciudades, incluyendo la propia capital de Sinaloa, Culiacán. Una operación nada fácil si no eres más que un campesino; una operación menos complicada cuando el campesino en cuestión, el padre del Chapo, está emparentado con Pedro Avilés Pérez, un pez gordo del narcotráfico. Con estas premisas, una vez cumplidos los veinte años el joven Chapo pudo entrever una vía de escape de la pobreza que había marcado la vida de sus antepasados. Por entonces en Sinaloa mandaba «el Padrino», Miguel Ángel Félix Gallardo: junto a sus socios «Don Neto», Ernesto Fonseca Carrillo, y Rafael Caro Quintero controlaba todos los cargamentos de droga que llegaban y partían de México. Para el joven Chapo entrar en la organización fue un paso natural, e igualmente natural fue aceptar sin pestañear su primer auténtico desafío: ocuparse de la movilización de la droga desde los campos hasta la frontera. El Chapo lo ejecuta con éxito, pero para él no es una victoria, sólo es otro peldaño hacia la cumbre, hacia el mando. Para llegar allí arriba no debes tener piedad con quien se equivoca, no debes retroceder ante las excusas de los subordinados que no han respetado los plazos. Si hay un problema, el Chapo lo afronta, y luego lo elimina. Si hay un campesino tentado por un postor con la cartera más llena, el Chapo lo elimina. Si el camionero que conduce el camión lleno de droga se ha emborrachado la tarde anterior y no entrega a tiempo la partida, el Chapo lo elimina. Simple y eficaz.
El Chapo demostró pronto que era una persona fiable y en pocos años se convirtió en uno de los hombres más próximos al Padrino. Desde joven Joaquín aprendió muchas cosas, entre ellas la más importante: cómo se sobrevive en el narcotráfico. De hecho, y al igual que Félix Gallardo, el Chapo llevaba una vida tranquila, sin ostentaciones, sin demasiados lujos. El Chapo se ha casado cuatro veces, ha tenido nueve hijos, pero nunca se ha rodeado de montones de mujeres.
Cuando el Padrino es arrestado y se desencadena la carrera por su herencia, el Chapo decide permanecer fiel a su mentor. Actúa metódicamente, sin hacer alarde del poder. Junto a él quiere a parientes, quiere que sean los lazos de sangre los que constituyan su armadura. Para todos los demás la regla es una: quien se equivoca lo paga con su vida. Se traslada a Guadalajara, fuera de Sinaloa, en la misma metrópoli que había sido la última residencia del Padrino, mientras que su organización tiene la base en Agua Prieta, una pequeña ciudad de Sonora, que resulta cómoda justamente porque está en la frontera con Estados Unidos. Es una elección que habla por sí sola: de ese modo el Chapo permanece en la sombra, y en la sombra gobierna un imperio que crece desmesuradamente. Cuando viaja lo hace de incógnito. La gente empieza a contar que lo ha reconocido, pero eso es verdad sólo una de cada cien veces. Para transportar la droga a Estados Unidos, el Chapo y sus hombres utilizan todos los medios disponibles. Aviones, camiones, automotores, camiones cisterna, coches, túneles subterráneos… En 1993 se descubre un túnel todavía no completado, de casi 450 metros de largo y excavado a 20 de profundidad, que debía conectar Tijuana y San Diego.
Son años de atentados y ajustes de cuentas, fugas y homicidios. El 24 de mayo de 1993 el cártel rival de Tijuana recluta a algunos sicarios de confianza para golpear en el corazón del cártel de Sinaloa. Ese día, en el aeropuerto de Guadalajara, se espera a dos viajeros de excepción: el Chapo Guzmán y el cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, que como arzobispo de la ciudad ha arremetido con tenacidad contra el poder de los narcos. Los matones saben que el Chapo viaja en un Mercury Grand Marquis blanco, un imperativo de moda para los barones de la droga. También el prelado viaja en un Mercury Grand Marquis blanco. Los sicarios de Tijuana empiezan a disparar contra el que creen que es el coche del capo de Sinaloa, algunos hombres —quizá guardaespaldas del Chapo— responden al fuego. En un instante el aparcamiento del aeropuerto se convierte en un infierno. El tiroteo deja en el suelo siete muertos, entre ellos el cardenal Posadas Ocampo, mientras que el Chapo se salva y logra escapar, ileso y tranquilo, del aparcamiento de la terminal. Durante años, muchos se han preguntado si aquella mañana el azar gastó realmente una broma pesada al sacerdote o si en realidad los sicarios querían eliminar al incómodo arzobispo de Guadalajara. Sólo recientemente el FBI ha declarado que ha desentrañado el misterio: una trágica confusión de persona.
El 9 junio de 1993 el Chapo es detenido. La cárcel de máxima seguridad de Puente Grande, adonde le trasladan en 1995, se transforma poco a poco en la nueva base desde la que seguirá dirigiendo sus negocios. Ocho años más tarde, sin embargo, el Chapo ya no podrá permitirse seguir entre rejas: el Tribunal Supremo aprueba una ley que hace mucho más sencilla la extradición a las cárceles estadounidenses de los mexicanos con cargos pendientes al otro lado de la frontera. El traslado a una penitenciaría norteamericana significaría el final de todo. El Chapo elige entonces la tarde del 19 de enero de 2001. Está programada la visita de una delegación de altos funcionarios mexicanos decidida a poner fin a la degeneración de la cárcel. El Chapo no se preocupa: desde hace tiempo ha organizado su fuga a base de dinero para corromper a los guardias. Es uno de ellos —Francisco Camberos Rivera, llamado «el Chito»— el que abre la celda y lo oculta dentro del carro de la ropa sucia. Atraviesan pasillos sin vigilancia y puertas electrónicas abiertas de par en par. Llegan hasta el aparcamiento interior donde sólo hay un hombre de guardia. El Chapo salta fuera del carro y se mete en el maletero de un Chevrolet Monte Carlo. El Chito lo pone en marcha y lo conduce hacia la libertad.
Ahora para todos el Chapo es un héroe, una leyenda. Pero él no hace otra cosa que seguir dirigiendo su cártel con ayuda de sus más estrechos colaboradores: Ismael Zambada García, llamado «el Mayo»; Ignacio Coronel Villarreal, llamado «Nacho», muerto el 29 de julio de 2010 durante una redada del ejército mexicano, y su consejero, Juan José Esparragoza Moreno, llamado «el Azul» por tener la tez muy oscura. Desde el nacimiento del cártel de Sinaloa en 1989 y durante casi una década ellos han sido los príncipes incuestionables del narcotráfico mexicano.
Durante unos años el Chapo forja también una alianza con los Beltrán Leyva, una familia formada por cinco hermanos muy buenos para gestionar sobornos e intimidaciones y sobre todo para infiltrarse en el sistema político y judicial y en las fuerzas de policía mexicanas. Incluso tienen contactos en las oficinas de la Interpol abiertas en la embajada estadounidense y en el aeropuerto de Ciudad de México. Es por eso por lo que el cártel de Sinaloa decide reclutarlos. Los Beltrán Leyva son un pequeño ejército de gestión familiar, una célula descontrolada que ya desde finales de los años noventa se ha vuelto ventajosa para los grandes cárteles. El Chapo se fía de ellos. Siempre han estado a su lado, incluso cuando su autoridad se ha visto amenazada. Por ejemplo, dos años después de su fuga, cuando se abre un vacío de poder en el estado de Tamaulipas, especialmente en la zona de Nuevo Laredo, que se convierte en escenario de una guerra feroz por el control del corredor hacia Texas. Es éste un corredor estratégicamente fundamental porque lleva directamente a la famosa Interestatal 35, la vía por la que transita el cuarenta por ciento de la droga que llega desde México. Pero para los narcos no existen los vacíos. Y si existen, tienen una vida breve. Ocupar el territorio es la primera regla, y cuando salta un jefe los aspirantes de inmediato dan un paso adelante. El Chapo confía la misión de adueñarse de la zona nororiental de México, antes de que lo hagan otros, a uno de los cinco hermanos Beltrán Leyva, Arturo, que funda el brazo armado de los Negros y encuentra al hombre justo para comandarlo.
A Édgar Valdez Villarreal le llaman «la Barbie», un apodo endilgado al mocetón de pelo rubio y ojos azules en el equipo de fútbol de un instituto de secundaria de Laredo: «Te pareces a Ken», decretó el entrenador, «pero para mí serás la Barbie». Pero para la Barbie el sueño americano no es la universidad y una casa más confortable que la conseguida por su padre inmigrante. Su sueño es un mar de dinero y se encuentra en el otro lado de la frontera, en Nuevo Laredo. El atractivo de la Barbie se ve incrementado por su pasaporte estadounidense. Le gustan las mujeres, y a las mujeres les gusta él. Siente pasión por los trajes de Versace y por los coches de lujo. No podría haber un hombre más distinto del Chapo, pero el Chapo sabe ir más allá de la primera impresión. Siente el olor de la sangre que impregna la plaza de Nuevo Laredo y el anhelo de éxito del recién llegado. Los Negros tendrán que combatir a los Zetas, el sanguinario brazo armado del cártel del Golfo con afición por el espectáculo macabro. La Barbie acepta con entusiasmo y decide usar las mismas armas que sus adversarios: un breve reportaje colgado en YouTube donde se ve a unos hombres arrodillados, algunos de ellos con el torso desnudo, y todos con signos evidentes de haber sido golpeados. Son Zetas y están condenados a muerte. Si los Zetas usan Internet para difundir su crueldad, los Negros harán lo mismo, en una escalada de horror que desde las calles hasta las páginas web no hace sino autoalimentarse y reproducirse sin cesar.
El miedo y el respeto van de la mano, son las dos caras de la misma moneda: el poder. La moneda del poder tiene una cara luminosa y resplandeciente y una cara desgastada y opaca. Una fama sanguinaria infunde miedo en los rivales, pero no respeto, la pátina luminiscente que permite abrir todas las puertas sin que sea necesario echarlas abajo. Es toda una cuestión de talante: para ser el primero tienes que saber transmitir que lo eres. Es como un trile en el que tú eres la banca, el que gana siempre. Por eso el Chapo nunca se contenta, no se detiene en la posición alcanzada. Por eso después de lanzarse a la conquista de Nuevo Laredo decide que también quiere la plaza de Ciudad Juárez, la otra avanzadilla decisiva en la frontera con Estados Unidos, tradicionalmente controlada por los Carrillo Fuentes.
Una vez más entran en acción los Negros. El 11 de septiembre de 2004, Rodolfo Carrillo Fuentes, que junto con su hermano Vicente rigen los destinos del cártel de Juárez, es asesinado en el aparcamiento al salir de un multicine de Culiacán, el corazón del feudo de Sinaloa. Le acompaña su mujer, pero el guardaespaldas que los protege no puede hacer nada contra los sicarios del Chapo, que disparan desde todas direcciones acribillando a balazos los cuerpos de la pareja. Es una afrenta que lleva consigo un mensaje muy claro: Sinaloa siente respeto por el capo del cártel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes —el primogénito de los hermanos Fuentes—, pero ya no respeta a su familia. El paso a la guerra abierta es breve y de hecho la venganza del cártel de Juárez no se hace esperar. Vicente ordena la muerte de uno de los hermanos del Chapo, Arturo, llamado «el Pollo», que el 31 de diciembre es asesinado en la cárcel de máxima seguridad de Almoloya de Juárez. Para el Chapo es un duro golpe que, sin embargo, no le hace retroceder en sus objetivos. Vicente no tiene ni la madera ni los contactos de su hermano y no goza del respeto que los otros narcos le profesaban a Amado: alguien como él no puede garantizar el gobierno de una plaza importante como la de Juárez. Durante años esta ciudad fronteriza se transforma en el teatro de una guerra sin cuartel de tiroteos entre los hombres del Chapo y los de los Carrillo Fuentes. Pero al final el Chapo se saldrá con la suya, socavando los cimientos de los enemigos históricos de Juárez.
El que había convertido el cártel de Juárez de una organización de bandidos en un clan de caballeros que preferían vestir trajes italianos de Brioni y Versace había sido, años antes, Amado Carrillo Fuentes. La apariencia ante todo, hasta cuando tienes las esposas en las muñecas y te haces inmortalizar por los medios de comunicación apiñados delante de tu villa con un inmaculado chándal de Abercrombie con las siglas «NY» cosidas en la pechera, tal como hizo en 2009 el hijo de Amado, Vicente Carrillo Leyva. Amado había crecido en estrecho contacto con los cárteles. Su tío era Ernesto Fonseca Carrillo, «Don Neto», capo del cártel de Guadalajara y socio del Padrino. La violencia era para él el pan de cada día. Pero quien crece alimentándose de violencia sabe que ésta es un recurso, y como todos los recursos hay que dosificarla; de lo contrario se corre el riesgo de devaluarla. A veces el dinero puede ser más eficaz y el respeto que Amado había logrado labrarse con el tiempo también era fruto de las espléndidas propinas prodigadas a sus propios hombres, de los coches deportivos regalados a los poderosos, de las generosas donaciones para la construcción de iglesias, como la que se dice que había hecho erigir en su aldea natal de Guamuchilito.
Amado había heredado el cártel fundado en los años setenta por Rafael Aguilar Guajardo, que desde entonces había logrado imponerse con brutal crueldad en la lucha por el control del tráfico de droga entre México y Estados Unidos. Rival desde siempre de Tijuana y del Golfo, el cártel había conseguido explotar su posición estratégica en la frontera con el territorio estadounidense y la ciudad norteamericana de El Paso. Una tradición fuerte, que había que salvaguardar con atención. Amado era el hombre justo. Cauteloso, paciente, astuto, movía sus peones sin mancharse las manos. Su arma preferida eran las inversiones. Irrigar los canales justos para garantizarse una ventaja insalvable, como la flota entera de Boeing 727 que usaba para transportar cocaína de Colombia a México. Pero para cubrir el último tramo —de México a Estados Unidos— obviamente los Boeing no resultaban adecuados, y hacían falta medios más ágiles y pequeños como los Cessna, precisamente como los de la compañía de aerotaxis Taxceno (Taxi Aéreo del Centro Norte), de la que Amado se convirtió en el principal accionista. Desde entonces empezaron a llamarlo «el Señor de los Cielos».
La guerra de la coca se libraba a base de partidas contables. El gasto más considerable —cinco millones de dólares al mes— iba destinado a los sobornos prodigados a policías, funcionarios y militares de todo México, a las nóminas, a los regalos. Otra partida considerable la constituían los gastos de representación, como el llamado Palacio de las Mil y una Noches, adquirido por Amado en Hermosillo, en el estado de Sonora. Situado provocadoramente a pocos cientos de metros de la residencia del gobernador, el Palacio de las Mil y una Noches es una mansión de mal gusto cuyas cúpulas en forma de cebolla recuerdan a las iglesias ortodoxas rusas y al Kremlin, y cuya blancura, hoy oculta bajo los millares de grafiti que recubren sus paredes, trae a la memoria los palacios de los maharajás. Un refugio dorado e inaccesible hasta para los colaboradores más estrechos, que antes de ser recibidos por el capo tenían que pasar por las garras del «Flaco», el «director administrativo» de Amado además de responsable de las relaciones públicas del cártel de Juárez con las instituciones políticas y militares. Se cuenta que, cuando el Señor de los Cielos era menos conocido, le gustaba presentarse en el Ochoa Bali Hai, uno de los restaurantes más famosos de Ciudad de México, acomodarse cerca de los baños y pedir tres platos de marisco y todo lo que desearan para los guardaespaldas que vigilaban en el exterior. Luego se levantaba, pagaba en dólares y después de una generosa propina al chef y a los camareros salía tal como había entrado, como un cliente cualquiera. Ni siquiera cuando acabó en la cárcel, por posesión de armas ilegales y robo de automóvil, renunció a las comodidades: buenos vinos, chicas guapísimas y acceso total a sus contactos.
Nadie conocía los movimientos de Amado, que se desplazaba continuamente entre sus innumerables residencias dispersas por todo el país. Su excentricidad y ostentación, compensadas por decisiones financieras cautelosas y una obsesión por la seguridad, lo convertían en el narcotraficante perfecto. Apuesto y feroz, inteligente y arrogante, atrevido y de corazón tierno. Una especie de héroe de los tiempos modernos. Reforzó los vínculos con algunos capos de Guadalajara, obtuvo el control de aeropuertos y pistas clandestinas, corrompió al general José de Jesús Gutiérrez Rebollo, jefe del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas, que junto con sus hombres se convirtió en su brazo armado, explotando su densa red de informaciones para acabar con enemigos y competidores a cambio de sobornos millonarios. Planeaba incluso llegar a un acuerdo con el gobierno federal: para México el cincuenta por ciento de sus posesiones, su colaboración para sofocar la violencia entre cárteles, y la seguridad de que la droga no infestaría el país, sino sólo Estados Unidos y Europa; para Amado paz y tranquilidad para llevar adelante sus propios negocios.
Pero no hubo tiempo de ello.
El 2 de noviembre de 1997, en la Autopista del Sol que lleva de Ciudad de México a Acapulco, la policía hizo un macabro descubrimiento. Tres cadáveres ocultos en bidones llenos de cemento fueron identificados como los de tres famosos cirujanos plásticos desaparecidos pocas semanas antes. Una vez liberados del cemento, los cuerpos revelaron las torturas a las que habían sido sometidos antes de ser asesinados: ojos arrancados y huesos rotos. Les habían pegado tan fuerte que luego habían tenido que atar el cuerpo de uno de los tres para mantener juntos los músculos. Dos de ellos habían muerto por asfixia, estrangulados con cables; al tercero lo habían matado de un balazo en la nuca. ¿Su culpa? Haber tenido el valor de operar a Amado Carrillo Fuentes, que como muchos narcos había querido cambiarse las facciones. Cuatro meses antes, el 4 de julio de 1997, el Señor de los Cielos moría en la habitación 407 del hospital Santa Mónica de Ciudad de México, después de una intervención de cirugía plástica y liposucción a la que se había sometido bajo un nombre falso. Una dosis excesiva de Dormicum, un fuerte sedante utilizado en la fase postoperatoria, tuvo consecuencias fatales. Su corazón, ya debilitado por el consumo de coca, no aguantó. En realidad no se ha sabido nunca si se trató de asesinato, de negligencia o de causas naturales. El final inexplicable de un soberano conlleva leyendas de inmortalidad, pero también murmuraciones ya no reprimidas. Hay quien dice que Amado murió a causa de su vanidad, pero es más probable que quisiera cambiar su aspecto para huir de las fuerzas del orden y de sus enemigos. Un destino irónico el del cabecilla de Juárez: había pasado su vida escondiéndose, y la perdió en el intento de que no pudieran encontrarle.
La muerte de Amado creó un gran vacío. El poder en el cártel pasó a manos de su hermano, Vicente, pero las relaciones entre los Carrillo Fuentes y los grupos rivales se hicieron cada vez más precarias. En 2001, después de que el Chapo Guzmán se evadiera de la cárcel, muchos miembros del cártel de Juárez decidieron seguirlo y pasarse al de Sinaloa. El 9 de abril de 2010 la agencia Associated Press difundió la noticia de que el cártel de Sinaloa ya había ganado la batalla contra los hombres de Juárez. Pero el epitafio mediático no ha impedido al cártel de Juárez continuar su guerra. Una guerra que ha hecho de Ciudad Juárez la ciudad más peligrosa y violenta del mundo, con casi dos mil asesinatos al año.
En julio de 2010, en una calle del centro de la ciudad, un coche bomba cargado con diez kilos de explosivos, accionados a través de la llamada a un móvil, mató a un agente de la policía federal y a un médico y un músico que vivían en la zona. Estos últimos habían salido a la calle, tras haber oído disparos, para ayudar a una persona que yacía en el suelo herida, vestida con un uniforme de policía, pero que en realidad, como desvelarían después los narcos detenidos, sólo era un señuelo para atraer la atención de los federales. Cerca del lugar del atentado se encontró un mensaje escrito en un muro con spray negro: «Lo que ha ocurrido en la calle 16 de Septiembre les ocurrirá a todas las autoridades que sigan apoyando al Chapo. Cordialmente, el cártel de Juárez. En cualquier caso, tenemos más coches bomba».
«¡Carne asada! ¡Carne asada!», se puede oír cada día mientras se deambula por las abarrotadas calles de Ciudad Juárez. Si no fuera por el tono excitado y la adrenalina que se desprende de las voces, parecería el diálogo entre dos mexicanos que se ponen de acuerdo para la barbacoa dominical. Pero en cambio es el código utilizado por los narcos para referirse a las personas asesinadas. Porque mientras tanto la matanza sigue adelante libre de obstáculos. Cuerpos decapitados y mutilados. Cuerpos expuestos en público con el único objetivo de garantizar el statu quo del miedo. Cuerpos como el del abogado Fernando Reyes, ahogado con una bolsa de plástico, golpeado varias veces con una pala en la cabeza, y luego arrojado a un foso donde se cubrió primero con cal viva y luego con tierra.
«¡Carne asada! ¡Carne asada!».
El Chapo no permite que los demás intuyan su rabia. No es útil. Sí es útil, en cambio, castigar con la muerte a quien se lo merece. Pero tampoco cuando aplica esta sentencia definitiva tolera que trasluzca la más mínima emoción. El Chapo es un sanguinario racional. «El Mochomo» —como llaman en Sinaloa a las hormigas rojas del desierto que se lo comen todo y lo resisten todo— es todo lo contrario. Instintivo, sanguinario, agresivo. Le gusta la buena vida y rodearse de mujeres. Sus casas son un continuo trasiego. El Mochomo es Alfredo Beltrán Leyva, la persona a la que los hermanos han confiado el papel más visible. Pero el Chapo sabe que Alfredo es un peligro. Se pavonea demasiado y debido a ello se convierte en un blanco fácil, un rasgo que casa mal con la clandestinidad. Luego la alerta da un salto decisivo: el Chapo se entera de que los Beltrán Leyva andan en tratos con los Zetas. La escisión es inevitable. Pero entre los narcos mexicanos las separaciones, aunque sean consensuadas, siempre vienen acompañadas de un río de sangre.
Alfredo Beltrán Leyva es detenido en Culiacán en enero de 2008 junto a tres miembros de su cuerpo de seguridad. Lo encuentran en posesión de casi un millón de dólares, relojes de lujo y un pequeño arsenal, que incluye varias granadas de fragmentación. Es un duro golpe para Sinaloa porque Alfredo supervisa el tráfico de droga a gran escala, se ocupa del blanqueo de dinero dentro de la organización y corrompe a los policías. Es el ministro de Exteriores del cártel. Pese a ello, para los hermanos Beltrán Leyva —que han empezado a vengarse matando al oficial de la policía federal responsable de la detención—, tras el arresto de Alfredo no puede haber otro que el Chapo, que está tratando de deshacerse de sus antiguos amigos. Hay que devolver la pelota y es fácil saber dónde golpear.
Édgar Guzmán López sólo tiene veintidós años, pero ya tiene ante sí una brillante carrera. Es el hijo del Chapo. Junto a algunos amigos ha ido a dar una vuelta por un centro comercial de Culiacán. Una ojeada a los escaparates y otra a las chicas. Un día tranquilo. Están llegando al coche que habían dejado en el aparcamiento cuando ven avanzar hacia ellos a un grupo de quince hombres que visten uniformes y chalecos antibalas azules. Por como se mueven parecen un ejército y los chicos se quedan inmóviles, petrificados. Antes de que los hombres abran fuego, a los chicos les da tiempo a leer una inscripción impresa en sus chalecos antibalas: FEDA, que significa Fuerzas Especiales de Arturo. Están bajo el mando de Arturo Beltrán Leyva, llamado «el Barbas», que unos años antes había usado sus dotes militares para formar el grupo de los Negros. La ruptura con el cártel de Sinaloa la ha preparado creando una unidad con la misma estructura y disciplina que el ejército y los cuerpos especiales de policía, que utiliza armas pesadas parecidas a las que forman la dotación de la OTAN (como el fusil ametrallador P90) y se ocupa de proteger a los cabecillas y de eliminar a los sicarios de los cárteles rivales. Corre el año 2008. Con la sangre del hijo del Chapo, Arturo Beltrán Leyva funda junto a sus cuatro hermanos un cártel que lleva su nombre. Se dedican a la cocaína, la marihuana y la heroína, en parte gracias al control total de los principales aeropuertos de los estados de México, Guerrero, Quintana Roo y Nuevo León. Entre sus actividades también figura el tráfico de personas, la explotación de la prostitución, el blanqueo de dinero negro a través de hoteles, restaurantes y complejos turísticos, la extorsión, los secuestros y el tráfico de armas. Del sur al norte del continente americano gestionan corredores por los que viajan toneladas de droga. Son un cártel pequeño y nuevo, pero decidido a hacerse con una considerable tajada de poder. Sin embargo, las autoridades mexicanas quieren truncar ya desde sus comienzos los negocios de la familia y no dejan pasar la ocasión que le ofrece una fiesta organizada por Arturo en el invierno de 2009.
Para el Barbas, una fiesta de Navidad no puede llamarse tal si falta el entretenimiento. Para la ocasión no ha reparado en gastos y ha traído a su casa, en uno de los barrios más exclusivos de Cuernavaca, en el estado de Morelos, a artistas como Los Cadetes de Linares y Ramón Ayala, ganador de dos premios Grammy y dos Grammy Latinos y autor de más de cien álbumes. A ello se añaden una veintena de señoritas de compañía. Las fuerzas especiales de la marina mexicana rodean el edificio. El tiroteo deja varios cuerpos en el suelo. No el de Arturo, que logra escapar. La marina mexicana le sigue la pista y antes de que pase una semana lo encuentra en otro barrio residencial. Esta vez Arturo no ha de escapar y la marina decide hacer las cosas a lo grande: doscientos marines, dos helicópteros y dos pequeños carros blindados del ejército. Es una batalla que dura casi dos horas, al final de la cual Arturo y cuatro de sus hombres resultan muertos. Por Internet circula la foto del cadáver del Barbas: los pantalones bajados para que se vean los calzoncillos y la camiseta enrollada para mostrar el torso desnudo recubierto de amuletos y billetes de pesos y dólares. Es la humillación final del enemigo. Los hombres del ejército negarán haber tocado el cuerpo, pero es muy fuerte la sospecha de que las técnicas de humillación tan apreciadas por los nuevos cárteles como los Zetas y los propios Beltrán Leyva se estén contagiando también a los hombres a los que se les paga por ponerles fin. Ejército y narcos: cada vez más parecidos.
Inmediatamente después de la muerte de Arturo Beltrán Leyva llega la venganza: son asesinados cuatro parientes de uno de los marines que había perdido la vida en la operación. Al mismo tiempo, ante la tumba del Barbas, enterrado en el cementerio Jardines del Humaya de Culiacán, se deposita una cabeza decapitada. Diez días después el hermano de Arturo, Carlos Beltrán Leyva, es detenido por la policía federal mexicana en Culiacán: al pararle los agentes, había mostrado un carné de conducir falso. Según algunas voces había sido de nuevo el Chapo el que había suministrado información a las fuerzas de policía para que lo capturaran. Tras la muerte de Arturo, dentro del cártel estallan luchas intestinas por el liderazgo: por una parte los lugartenientes Édgar Valdez Villarreal, «la Barbie», y Gerardo Álvarez-Vázquez, llamado «el Indio»; por la otra, la facción controlada por Héctor Beltrán Leyva, «el H», y su hombre de confianza Sergio Villarreal Barragán, un ex agente de la policía federal mexicana, llamado «el Grande» o «King Kong» debido a sus más de dos metros de estatura. Todos serán detenidos, excepto Héctor, que actualmente lleva las riendas de lo que queda del cártel y por el que hay una recompensa de 5 millones de dólares ofrecidos por Estados Unidos y otra de 30 millones de pesos ofrecidos por el gobierno mexicano. Es una especie de genio de las finanzas, que después de años de anonimato ha logrado hacerse con el control del grupo gracias a su talento para los negocios y a las buenas relaciones que mantiene con sus nuevos aliados, los Zetas.
La guerra entre los Beltrán Leyva y los antiguos socios de Sinaloa no se ha centrado sólo en Sinaloa y Culiacán, sino que ha llegado incluso a Estados Unidos, a Chicago, donde operan los gemelos Margarito y Pedro Flores, dos norteamericanos de origen mexicano. Su flota de camiones conecta Los Ángeles con las ciudades del Medio Oeste las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. Son unos distribuidores serios y eficientes. A sus clientes les garantizan cargamentos de dos toneladas al mes de coca y heroína desde la frontera hasta las orillas del lago Michigan. Pero su problema es la avidez, y de hecho trabajan con el cártel de Sinaloa pero no desdeñan las relaciones con los Beltrán Leyva. Cuando el Chapo se entera manda a algunos hombres a Chicago con la misión de impedir que su monopolio en la distribución corra peligro debido a los cárteles rivales. Mientras los Flores reciben amenazas de Sinaloa, la DEA pone el ojo en los gemelos y en 2009 los detiene. En parte gracias a los testimonios de Margarito y Pedro, convertidos en informadores, los norteamericanos añaden algunas piezas al complejo rompecabezas de los movimientos del Chapo y los Beltrán Leyva.
Pocos meses antes el gobierno norteamericano había asestado otro golpe al rey de Sinaloa, deteniendo en Estados Unidos a setecientos cincuenta miembros del cártel. Todo un ejército: los presidentes estadounidenses hablan poco de ello, pero tienen a legiones enteras dentro de sus fronteras. En el curso de los veintiún meses que dura la operación se incautan más de 59 millones de dólares en efectivo, más de 12.000 kilos de cocaína, más de 7 000 kilos de marihuana, más de 500 kilos de metanfetaminas, cerca de 1,3 millones de píldoras de éxtasis, más de ocho kilos de heroína, 169 armas, 149 vehículos, tres aviones y tres barcos en varios estados de Estados Unidos, de la Costa Oeste a la Costa Este. Un gran éxito que, sin embargo, se ha revelado una victoria pírrica. Las autoridades estadounidenses han logrado mirar a los ojos al cártel de Sinaloa y lo que han visto es una multinacional con articulaciones y ramificaciones en todo el mundo, y en cuyo consejo de administración se sientan supergerentes que gestionan relaciones en cada rincón del planeta. Dirigentes narcos empleados por el cártel de Sinaloa actúan como puntos de contacto en numerosos países de Sudamérica. Ante el silencio de los medios de comunicación, el Chapo está conquistando África occidental y, según algunas investigaciones, también está entrando en España.
Para el Chapo, la droga es un instrumento, el dominio total sobre los 608 kilómetros de frontera que separan México de Arizona es la palanca de su economía personal. Y si hay que embarcarse en nuevas aventuras no pasa nada, aunque se trate de ocuparse del hielo; que no es hielo, sino cristales de metanfetamina. Seis, doce y hasta más horas dura el efecto de la metanfetamina. En comparación con la coca cuesta menos, te consume antes y cuando exageras llega el efecto parásito: sientes como gusanos moviéndose bajo la piel, te rascas hasta hacerte sangre para abrir el cuerpo, para sacar a esos maléficos huéspedes. Pero ése es el efecto secundario de una droga que por lo demás tiene las mismas consecuencias que la coca, sólo que más extensas y peores. La demanda no hace más que crecer, pero falta un jefe, alguien que sepa transformar una oportunidad en un río de dinero. El Chapo ve el negocio: el cártel de Sinaloa está listo. Tiene al hombre justo que puede gestionar la nueva actividad: Ignacio Coronel Villarreal, que se convierte en «el Rey del Cristal». Para producir metanfetaminas sólo hacen falta las sustancias químicas precisas y laboratorios clandestinos. Si se tienen buenos contactos en la costa del Pacífico, hacer llegar los cargamentos de «precursores» desde China, Tailandia y Vietnam no es difícil. El negocio es muy rentable: inviertes un dólar en materia prima, y sacas diez en las esquinas de las calles.
Es la técnica de Sinaloa. Su capacidad empresarial. La velocidad para oler cualquier nuevo negocio. Sinaloa coloniza. Sinaloa avanza cada vez más allá. Sinaloa quiere mandar. Sólo él. Sólo ellos.