Don Arturo es un hombre muy anciano que lo recuerda todo. Y habla de ello con quien quiera escucharlo. Sus nietos son demasiado mayores, ya es bisabuelo, y a los pequeños prefiere contarles otras historias. Arturo cuenta que un día llegó un general, se bajó de un caballo que a todos les pareció altísimo, pero que simplemente estaba sano en una tierra de caballos flacos y de patas artríticas, y mandó reunir a todos los gomeros, los campesinos que cultivaban las adormideras. La orden fue imperativa: quemar todas las tierras. Es así como llega el Estado, sólo con órdenes imperativas. O aceptaban o irían a la cárcel. Diez años. La primera idea de todos los gomeros fue la cárcel, y enseguida. Volver a los cereales era peor que la prisión. Pero en los diez años de cárcel sus hijos no podrían cultivar la adormidera, la tierra sería confiscada o en el mejor de los casos forzada a la sequía. Los gomeros respondieron sólo bajando los ojos. Sus tierras y las adormideras serían todas ellas quemadas. Llegaron los soldados y vertieron gasóleo sobre las tierras, sobre las flores, sobre los caminos de herradura, sobre los senderos que llevaban de un latifundio a otro. Arturo contaba cómo las tierras rojas de adormideras se tiñeron de negro, de un ungüento denso y oscuro. Baldazos que impregnaban el aire de un hedor desagradable. En aquellos tiempos todo el trabajo se hacía a mano, todavía no existían las grandes bombas para verter venenos. Baldazos y peste. Pero no es por eso por lo que el viejo Arturo lo recuerda todo. Lo recuerda porque fue allí donde aprendió cómo se reconoce el coraje y cómo la cobardía sabe a carne humana. Se quemaron los campos, lentamente. No de una llamarada, sino franja a franja, con el fuego contagiando al fuego. Se quemaron miles de flores, de tallos, de raíces. Todos los campesinos miraban, y también miraban los gendarmes y el alcalde y los niños y las mujeres. Un espectáculo doloroso. Luego, de repente, vieron salir no muy lejos unas bolas que aullaban de entre las zarzas ardientes. Parecían llamas vivas que brincaban y luego agonizaban. Pero no eran llamas que de repente se hubieran henchido de espíritu y movimiento. Eran los animales que se habían aletargado escondidos entre las adormideras y no se habían apercibido del ruido de los baldazos ni del hedor del gasóleo que no conocían. Conejos ardientes, perros callejeros, hasta un pequeño mulo. Eran presa del fuego. No había nada que hacer. El gasóleo que quema las carnes no hay agua que pueda apagarlo y la tierra de alrededor ardía. Chillaban y se consumían delante de todos. No fue ése el único drama. También se quemaron los gomeros que, embriagados, se habían quedado amodorrados mientras vertían el gasóleo. Echaban gasóleo y bebían cerveza. Luego se habían adormilado entre las plantas. El fuego les había pillado también a ellos. Gritaban mucho menos que los animales y se movían tambaleándose como si el alcohol de la sangre alimentara las llamas desde dentro. Nadie fue a apagarlos, nadie corrió con una manta. Las llamaradas eran demasiado altas.
Fue entonces cuando Don Arturo empezó a aprender. Recuerda a una perra toda piel y huesos que corre hacia el fuego vivo. Entra y sale de aquellas zarzas infernales y saca a dos, tres, y luego seis cachorros, y a cada uno de ellos lo reboza en tierra para apagarlo. Chamuscados pero vivos, tosían humo y ceniza. Estaban llagados, pero vivían. Caminaban sobre sus patitas detrás de ella, pasando por delante de los espectadores del fuego. Parecía mirar a todos los presentes. Sus ojos se clavaron en los gomeros, en los soldados y en cualquier ser humano que estuviera allí presente miserable e inmóvil. Un animal sabe percibir la cobardía. El miedo un animal lo respeta. El miedo es el instinto más vital, el que más hay que respetar. La cobardía es una opción, el miedo un estado. Aquella perra tuvo miedo, pero se zambulló entre las llamas para salvar a los cachorros. Ningún hombre había salvado a otro hombre. Los habían dejado quemarse a todos. Así lo contaba el viejo. No hay una edad para comprender. A él le había ocurrido pronto, a los ocho años. Y hasta los noventa ha conservado esta verdad: los animales tienen coraje y saben lo que significa defender la vida. Los hombres alardean de coraje, pero no saben hacer otra cosa que obedecer, arrastrarse, ir tirando.
Durante veinte años sólo hubo ceniza en lugar de las flores de adormidera. Luego Arturo recuerda que vino un general. Otra vez. En los latifundios de los pueblos de todos los rincones de la tierra siempre hay alguien que se presenta en nombre de un poderoso con un uniforme, botas y un caballo; o un todoterreno, depende de la época en la que ocurre el hecho. Éste les ordenó a los campesinos que se hicieran gomeros, así lo recuerda Arturo. Basta de cereales, de nuevo adormidera. De nuevo droga. Estados Unidos se estaba preparando para la guerra y antes que los cañones, antes que las balas, antes que los tanques, antes que los aviones y los portaaviones, antes que los uniformes y las botas, antes que nada hacía falta morfina. Sin morfina no se hace la guerra. El lector, si ha estado enfermo, muy enfermo, sabrá qué es la morfina: paz frente al dolor. Sin morfina no se hace la guerra, porque la guerra es dolor de huesos rotos y carnes desgarradas aun antes que almas indignadas por la violencia. Para la indignación están los tratados y las manifestaciones y las velas y los piquetes. Para la carne que se quema sólo hay una cosa: la morfina. Quizá el lector pertenezca a esa parte del mundo que todavía vive tranquila. Conoce los gritos de los hospitales, de parturientas y enfermos, de niños que chillan y huesos que se dislocan. Pero no habrá oído nunca los gritos de un hombre alcanzado por una bala, con los huesos partidos por una metralleta o las esquirlas de una explosión que lo han traspasado arrancándole un brazo o media cara. Ésos son gritos, los únicos que la memoria no olvida. La memoria de los sonidos es lábil. Se relaciona con las acciones, con los contextos. Pero los gritos de la guerra no se van. Con esos gritos se despiertan supervivientes y reporteros, médicos y soldados en activo. Si has oído los gritos de un hombre que está muriendo o ha sido herido en el frente, es inútil que gastes dinero en psicoanalistas o que busques caricias. Son gritos que no olvidarás jamás. Esos gritos sólo la química puede pararlos, amortiguarlos, nublarlos. Cuando oyen esos gritos, todos los conmilitones del herido se petrifican. No hay nada más antimilitarista que el grito de un herido de guerra. Sólo la morfina puede apagar esos gritos y dejar a los demás convencidos de que saldrán bien librados y ganarán indemnes la batalla. Así Estados Unidos, que tenía necesidad de morfina para la guerra, pidió a México que incrementara la producción de opio y hasta construyeron tramos de ferrocarril para facilitar su transporte. ¿Cuánto hacía falta? Mucho. El máximo posible. El viejo Arturo había crecido. Tenía casi treinta años y ya cuatro hijos. No volvería a incendiar como su padre las tierras que estaba trabajando. Sabía que sucedería, que se lo pedirían, que se lo ordenarían antes o después. Y cuando se fue el general, Arturo tomó el camino del campo y lo alcanzó. Paró la caravana y regateó. Haría contrabando de una parte de su opio: el grueso iría al Estado, que luego se lo vendería al ejército de Estados Unidos; el resto era para el contrabando, para los yanquis que tenían ganas de disfrutar del opio y la morfina. El general aceptó a cambio de un buen porcentaje y con una condición: «Desde allí, desde la frontera, el opio lo llevas tú».
Arturo el viejo es como una esfinge. Ninguno de sus hijos es narco. Ninguno de sus nietos es narco. Ninguna de sus mujeres es narco. Pero los narcos lo respetan porque ha sido el contrabandista de opio más viejo de la zona. De gomero, Arturo se había convertido en intermediario. No sólo cultivaba: mediaba entre productores y traficantes. Así fue progresando hasta los años ochenta, y fue sólo el principio, porque en aquellos años gran parte de la heroína que llegaba a América la gestionaban los mexicanos. Arturo se había hecho rico y poderoso. Pero algo puso fin a su actividad como intermediario del opio. Y fue la historia de Kiki. Después del caso de Kiki, Arturo decidió volver a cultivar trigo, abandonando el opio y a los hombres de la heroína y la morfina. Una vieja historia, la de Kiki. De hace muchos años. Una historia que no ha olvidado nunca. Y cuando sus hijos le dijeron que querían traficar con coca tal como él antaño había traficado con opio, Arturo supo que había llegado el momento de contar la historia de Kiki, una historia que es bueno que conozca quien no la sabe. Llevó a sus hijos fuera de la ciudad y les mostró un hoyo ahora lleno de flores, casi siempre secas. Pero profundo. Y les contó. Yo esta historia la había leído, pero no había entendido hasta qué punto había sido determinante antes de conocer Sinaloa, una lengua de tierra, un paraíso donde se expían penas dignas del peor infierno.
La historia de Kiki está vinculada a la de Miguel Ángel Félix Gallardo, al que todo el mundo conoce como «el Padrino». Félix Gallardo trabajaba en la Policía Judicial Federal de México. Durante años había detenido a contrabandistas, los había seguido, había estudiado sus métodos, descubierto sus itinerarios. Lo sabía todo. Era su cazador. Un día se fue a ver a los cabecillas del contrabando y les propuso organizarse, pero con una sola condición: elegirle a él como jefe. El que aceptó pasó a formar parte de la organización; al que prefirió seguir actuando por su cuenta le dejaron en libertad de hacerlo. Y más tarde lo mataron. También Arturo aceptó pasar a ser dependiente. Para Félix Gallardo se había acabado el tiempo del uniforme y se había iniciado el del transporte de marihuana y opio. Empezó a reconocer personalmente todas las vías de acceso a Estados Unidos. Palmo a palmo, por dónde encaramarse y por dónde escabullir caballos y camiones. En aquella época en México no existían los cárteles. Fue Félix Gallardo quien los creó. Cárteles. Hoy todos los llaman así, hasta los chiquillos que no saben muy bien qué describe esa palabra. Sin embargo, en la mayoría de los casos es precisamente la palabra justa. Grupos que gestionan coca y capitales de la coca y precios de la coca y distribución de la coca. Eso son los cárteles. Cártel, por lo demás, es un término económico que describe a los productores que se ponen de acuerdo y deciden conjuntamente los precios, cuánto producir, cómo, dónde y cuándo distribuir. Esto vale para la economía legal y, por lo tanto, también para la ilegal. En México los precios, entre los cárteles del narcotráfico, los decidían unos pocos. Al Padrino se le consideraba el zar de la cocaína mexicano. Por debajo de él estaban Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, llamado «Don Neto». En Colombia los cárteles rivales de Cali y Medellín estaban en plena lucha por el control del tráfico de coca y de las rutas. Masacres. Pero Pablito Escobar, señor de Medellín, tenía también un problema externo a Colombia: la policía estadounidense, a la que no lograba corromper, le incautaba demasiados cargamentos, en las costas de Florida y en el Caribe, y él enviaba kilos y kilos de coca. Los aeropuertos se convertían en aduanas donde pagar precios demasiado altos, y él perdía allí un montón de dinero. Así que Escobar decidió pedir ayuda a Félix Gallardo. Se entendieron enseguida, Escobar «el Mágico» y Félix Gallardo, el Padrino. Y llegaron a un acuerdo. Los mexicanos transportarían coca a Estados Unidos: Félix Gallardo conocía las fronteras, y para él los canales estaban abiertos. Conocía las rutas de la marihuana: habían sido las del opio y se convertirían en las de la cocaína. El Padrino se fiaba de Escobar, sabía que no le opondría ningún rival, porque el capo colombiano no tenía la fuerza necesaria para establecer a un hombre suyo en México. Félix Gallardo no le garantizó la exclusiva. Daría prioridad a Medellín, pero si Cali u otros cárteles más pequeños le pedían que gestionara el transporte de sus cargamentos también los aceptaría sin duda a ellos. Ganar con todos sin convertirse en enemigo de nadie: difícil norma de vida; pero al menos en esa fase en la que muchos necesitaban aquella vía de paso era posible extraer dinero de todos. Cada vez más dinero.
Los colombianos tenían la costumbre de pagar cada cargamento en efectivo. Medellín pagaba y los mexicanos hacían el transporte a Estados Unidos a cambio de pesos. Luego de dólares. Sin embargo, al cabo de un tiempo el Padrino intuyó que el dinero podía devaluarse y que la cocaína resultaba más conveniente: distribuirla directamente en el mercado norteamericano sería un gran golpe. Cuando el cártel colombiano empezó a encargar más cargamentos, el Padrino quiso que le pagaran en mercancía. Escobar aceptó, hasta le pareció conveniente. Y en cualquier caso no podía hacer otra cosa que aceptar. Si el cargamento era fácil de transportar y se podía esconder en los camiones o en los trenes, el treinta y cinco por ciento de la coca iba a parar a los mexicanos. Si el cargamento era complicado y había que pasar por las galerías subterráneas, los mexicanos se quedaban con el cincuenta por ciento. Aquellas rutas impracticables, aquellas fronteras, aquellos tres mil kilómetros de México suturados a Estados Unidos, se convirtieron en el mayor recurso del Padrino. Los mexicanos se convirtieron en verdaderos distribuidores y no sólo transportistas. Ahora la coca se la venderían ellos a los capos, a los jefes de zona, a los camellos, a las organizaciones estadounidenses. No estaban sólo los colombianos. Ahora también los mexicanos podían aspirar a sentarse a la mesa del negocio. Y a partir de allí mucho más. Infinitamente más. Funciona así hasta en las grandes empresas: a menudo el distribuidor se convierte en el mayor competidor del productor, y los ingresos de la actividad derivada superan a los de la casa madre.
Pero el Padrino es hábil y entiende que es fundamental mantenerse en un nivel discreto. Especialmente en esos años en que los ojos de todo el mundo están puestos en Escobar el Mágico y en Colombia. Trata, pues, de ser prudente. De llevar una vida normal. De jefe, no de emperador. Y está atento a cada paso, sabe que cada engranaje debe estar bien engrasado. Que hay que pagar a cada puesto de control. A cada oficial responsable de zona. A cada alcalde de cada aldea por la que se pasa. El Padrino sabe que hay que pagar. Pagar siempre, de modo que tu fortuna se conciba como la fortuna de todos. Y sobre todo que hay que pagar antes de que alguien pueda hablar, traicionar, cantar u ofrecer más. Antes de que pueda venderse a un grupo rival o a la policía. La policía era fundamental. Él mismo había sido policía. Por eso habían encontrado a una persona que garantizaba tranquilidad en los transportes: Kiki. Kiki era un poli que garantizaba impunidad desde el estado de Guerrero hasta el de Baja California. Luego la entrada en Estados Unidos iba sobre ruedas. Caro Quintero sentía por Kiki una auténtica veneración, a menudo lo hospedaba en su casa. Le explicaba cómo tenía que vivir un jefe, cuál tenía que ser su estilo de vida, qué debía mostrar a sus hombres. Rico, pudiente, pero sin ostentación. Tienes que hacer creer que si tú estás bien también tus hombres estarán bien. Hasta la gente que trabaja a tu alrededor estará bien. Debes hacer de modo que esperen que tus actividades crezcan, que tus asuntos mejoren. Si en cambio das muestras de que lo tienes todo, de que puedes tenerlo todo, querrán quitarte algo, porque pensarán que más lejos de ahí no se puede ir, que más que eso no se puede tener. Es un equilibrio sutil, y el éxito consiste en no traspasar nunca esa línea, en no ceder nunca a las lisonjas de una vida hecha de lujos.
Kiki hacía pasar la droga por todas partes, con extrema facilidad, y el clan del Padrino pagaba de buena gana. Parecía ser capaz de corromper a todo el mundo, de hacer que todo lo que tenía que pasar la frontera norteamericana lo hiciera sin contratiempos. Gracias a esa confianza máxima que se había ganado con el tiempo, empezaron a hablarle a Kiki de algo que no le habían contado a nadie. Se trataba de El Búfalo. Después del enésimo tráiler repleto de coca colombiana y de hierba mexicana introducido en Estados Unidos, Kiki fue conducido a Chihuahua. Había oído hablar mil veces de El Búfalo, pero no sabía qué era: un nombre en clave, una operación concreta, un apodo… El Búfalo no era el jefe supremo, no era un animal sagrado y venerable, por más que cuando se lo nombraba la actitud fuera a menudo de reverencia, turbación y sacralidad. Nada de todo eso, o, mejor, más que todo eso: El Búfalo era una de las mayores plantaciones de marihuana del mundo. Casi mil hectáreas de tierra y algo así como diez mil campesinos trabajando en ella. Todo movimiento de protesta en el mundo, de Nueva York a Atenas, de Roma a Los Ángeles, se caracterizaba siempre por el consumo de marihuana. ¿Fiestas sin porros? ¿Manifestaciones sin porros? Imposible. La hierba: símbolo de un ligero colocón, de estar bien en compañía, de dulce distensión y de amistad. Toda la hierba, o casi, que fumaban los norteamericanos, toda la hierba vendida y consumida en las universidades romanas y parisinas, toda la hierba de las manifestaciones suecas, de los piquetes alemanes, toda la hierba de las fiestas, desde hacía largo tiempo era hija de El Búfalo, provenía de allí antes de ser transportada por las mafias de medio mundo. Kiki tendría que hacer pasar nuevos camiones, nuevos trenes llenos del oro producido en El Búfalo. Y Kiki aceptó.
La mañana del 6 de noviembre de 1984, cuatrocientos cincuenta soldados mexicanos invaden El Búfalo: los helicópteros empiezan a catapultar militares, que arrancan las plantas y se incautan de la marihuana ya recogida, balas enteras listas para su desecación y triturado. Junto con las más de diez mil toneladas incautadas y quemadas, en El Búfalo se convirtieron en humo 8 000 millones de dólares. La plantación y todos sus cultivos estaban bajo el control del clan del capo Rafael Caro Quintero. El campo funcionaba bajo la protección de todas las fuerzas de la policía y del ejército: era enorme y constituía el principal recurso económico de la zona. Todos ganaban con él. Caro Quintero no podía creer que con todo el dinero invertido para engrasar toda aquella maquinaria, para corromper a policía y ejército, se le hubiera podido escapar una operación militar de tales dimensiones. Hasta los aviones militares que sobrevolaban aquel territorio le avisaban antes de hacerlo, le pedían autorización a él. Nadie lograba entender qué había ocurrido. Los mexicanos debían de haberse visto presionados por los norteamericanos. La DEA, la policía antidroga estadounidense, tenía que haber metido las narices en la operación.
Caro Quintero y el Padrino estaban preocupados. Entre los dos había una relación de gran confianza, ellos eran los cofundadores de la organización que tenía el monopolio del narcotráfico en México. Pidieron a todos los que trabajaban para ellos, en todos los niveles de responsabilidad, que investigaran a todo aquel que tuviesen en nómina. Porque lo que había sucedido habrían tenido que saberlo con antelación. Generalmente si se iba a hacer una incautación se les advertía, y ellos mismos hacían que se encontrara un poco de droga. Una buena cantidad, si el policía que tenía que llevar a cabo la incautación tenía a su disposición las cámaras del telediario o había de hacer carrera. Algo menos si no era uno de sus hombres. Kiki habló con todos, habló con Don Neto, habló con los referentes políticos del Padrino, se desplazó a Guadalajara, donde se habían reunido todos los cabecillas. Quería sondear los ánimos, saber cuáles serían los próximos movimientos de la élite del cártel. Un día se disponía a reunirse con su mujer Mika: no era frecuente que se encontraran para comer, sólo cuando Kiki estaba tranquilo y el trabajo no lo agobiaba demasiado. Se veían en un sitio alejado de la oficina, en uno de los barrios más hermosos de Guadalajara.
El 7 de febrero de 1985, Kiki salió de la habitación, dejó la tarjeta de identidad y la pistola en el cajón y bajó a la calle. Cuando se acercó a su camioneta, cinco hombres, tres delante del motor y dos situados junto al maletero, le apuntaron con sus pistolas. Kiki levantó las manos, trató de reconocer los rostros de quienes le amenazaban. Intentaría saber si eran sicarios a los que conocía o si era algún cabecilla al que en el pasado había agraviado o favorecido. Probablemente con las manos en la nuca le subieron a un Volkswagen Atlantic beige. Su mujer siguió esperándolo, y al no verlo llegar llamó a la oficina. A Kiki se lo llevaron a la calle Lope de Vega. Conocía bien aquella casa, un edificio de dos plantas con galería y pista de tenis. Era una de las fincas de los hombres del Padrino. Le habían descubierto. Porque Kiki no era el enésimo policía mexicano a sueldo de los narcos, no era el poli corrupto y extremadamente capaz convertido en alquimista del Padrino. Kiki era un hombre de la DEA, la Drug Enforcement Administration.
Su verdadero nombre era Enrique Camarena Salazar. Estadounidense de origen mexicano, había entrado en la DEA en 1974. Había empezado a trabajar en California, y luego le habían destinado a la sede de Guadalajara. Durante cuatro años Kiki Camarena cartografió la red de los grandes traficantes de cocaína y marihuana del país. Empezó a pensar en la posibilidad de infiltrarse porque las operaciones policiales llevaban a la detención de campesinos, camellos, conductores o sicarios, cuando el problema estaba en otra parte. Quería superar el mecanismo de las grandes detenciones, de las detenciones espectaculares en número pero insignificantes en importancia. Entre 1974 y 1976, cuando se instituyó una fuerza operativa conjunta del gobierno mexicano y la DEA para erradicar la producción de opio de las montañas de Sinaloa, hubo cuatro mil detenciones, pero en todos los casos se trataba de cultivadores y transportistas. Si no se detenía a los cabecillas del tráfico, si no se detenía a quienes movían los hilos de todo, la organización estaba destinada a perdurar para siempre, a regenerarse continuamente. Kiki trataba de infiltrarse cada vez más en el narcotráfico del Triángulo de Oro, es decir, el territorio comprendido entre los estados de Sinaloa, Durango y Chihuahua, una zona de gran producción de marihuana y opio. La madre de Kiki estaba preocupada y era contraria, no estaba de acuerdo con aquel trabajo, no quería que su hijo, por sí solo, se enfrentara a los reyes del narcotráfico mundial. Pero Kiki le respondió sencillamente esto: «Aunque sea una sola persona, puedo marcar la diferencia». Era su filosofía. Y así fue. A Kiki lo traicionaron. Muy pocos sabían de la operación, y entre esos pocos alguien habló. Los secuestradores lo llevaron a una habitación y empezaron a torturarlo. Había que actuar de manera ejemplar. Nadie debía olvidar nunca cómo se había castigado a Kiki Camarena por haberles traicionado. Encendieron una grabadora y lo grabaron todo, porque tenían que demostrarle al Padrino que habían hecho lo imposible para que Kiki dijera todo lo que sabía. Porque durante las palizas y las torturas querían que todo lo que él dijera quedara grabado para captar cada concesión, hasta la más insignificante de las informaciones. En aquel momento todo era útil. Querían saber cuánto había contado ya Kiki y quiénes eran los otros miembros de su equipo de infiltrados. Empezaron con bofetones en la cara y puñetazos en la nuez de Adán para cortarle el aliento. Le rompieron la nariz y los arcos supraciliares mientras permanecía atado con los ojos vendados. Kiki perdió el sentido, y sus torturadores llamaron a un médico. Lo hicieron recobrarse con agua helada, le limpiaron la sangre. Kiki lloraba de dolor. No respondía. Le preguntaron cómo lograba la DEA conseguir información, quién se la pasaba. Querían saber los demás nombres. Pero no había más nombres. No le creyeron. Le ataron cables eléctricos en los testículos y empezaron a darle descargas. En la cinta grabada se oyen gritos y ruidos sordos. Su cuerpo era como lanzado al aire por la corriente eléctrica. Luego, mientras estaba atado de manos y pies a una silla, uno de los torturadores le apoyó un tornillo en el cráneo y empezó a atornillar. El tornillo entró en la cabeza destrozando carne y huesos, provocando un dolor lancinante. Kiki sólo repetía: «¡Dejad estar a mi familia!». «¡Os lo ruego, no hagáis daño a mi familia!». Por cada bofetón, por cada diente que saltaba, por cada descarga eléctrica, el dolor se hacía insoportable ante la idea de que pudiera multiplicarse sobre Mika, Enrique, Daniel y Erik. Su mujer y sus tres hijos. En las grabaciones es lo que repite más a menudo. Puedes tener cualquier tipo de relación con tu familia, pero cuando sabes que podría pagar por tus responsabilidades el dolor se vuelve insoportable, como insoportable es la idea de que algún otro lo experimentará por tu culpa, por una elección tuya.
Cuando el dolor se apodera del cuerpo genera reacciones inesperadas, impensables. No declaras la mayor mentira esperando que pueda terminar, porque temes que luego serás descubierto y que aquel dolor volverá, si es posible, en forma aún más lancinante. El dolor te hace decir exactamente lo que el torturador quiere saber. Pero lo más insoportable que te ocurre, cuando experimentas un dolor que no logras aguantar, es la pérdida total de orientación psíquica. Te encuentras en el suelo entre tu sangre, entre tus meados, entre tus babas, con los huesos rotos. Y a pesar de eso no tienes elección, sigues encomendándote a ellos. A su razón, a su inexistente piedad. El dolor de la tortura te hace perder la cognición y te hace echar fuera sin mediación los últimos miedos. Te hace implorar piedad, piedad sobre todo para tu familia. ¿Cómo se puede pensar que quien es capaz de quemarte los testículos y clavarte un tornillo en el cráneo pueda escuchar los ruegos de que perdone a tu familia? Kiki imploraba y basta, el resto no lo sopesaba. ¿Cómo se puede pensar que, en cambio, sus ruegos no iban a ser precisamente un modo de alimentar su hambre de venganza, su crueldad?
Le partieron las costillas. «Os lo ruego, ¿podéis vendármelas?», se escucha en un momento dado de la grabación. Le habían perforado los pulmones y era como si tuviera hojas de cristal pinchándole la carne. Uno de ellos preparó unas brasas como si tuvieran que asar filetes. Calentaron un palo al rojo y se lo introdujeron a Kiki en el recto. Lo violaron con un palo candente. Los gritos grabados son imposibles de escuchar, nadie ha aguantado sin apagar la grabadora. Nadie ha aguantado sin salir de la habitación donde se escuchaba la cinta. Cuando se cuenta la historia de Kiki, siempre hay alguien que recuerda que los jueces que escucharon el audio de aquellas casetes perdieron el sueño durante semanas. Se habla de policías que vomitaron mientras redactaban el informe de aquellas nueve horas de grabación. Algunos transcribieron lo que oyeron llorando, otros se taparon los oídos y gritaron: «¡Bastaaaa!». Kiki fue torturado mientras le preguntaban cómo había hecho para manejarlo todo. Mientras le pedían nombres, direcciones, cuentas corrientes. Pero el infiltrado era sólo él. Lo había organizado todo él solo, con el acuerdo de algunos de sus superiores y el apoyo de una pequeña estructura en México. La fuerza de su operación encubierta había estado precisamente en su actuación solitaria. Pero aquellos pocos policías mexicanos, los poquísimos que conocían su operación, curtidos y probados por años de experiencia, se habían vendido. Y le habían dado la información a Caro Quintero.
De inmediato pareció que la policía mexicana estaba implicada en lo ocurrido. De los testimonios resultó que el secuestro se había efectuado con la ayuda de policías corruptos a sueldo del cártel de Guadalajara. Pero Los Pinos, la residencia presidencial mexicana, no hacía nada, no investigaba, no daba respuestas. Todos los esfuerzos se veían frenados por el gobierno, que quitaba importancia a los hechos diciendo: «Simplemente habéis perdido a una persona. Podría estar en Guadalajara, tomando el sol. Ésta no es una prioridad». No admitían el secuestro. También Washington aconsejó a la DEA que lo dejara correr y aceptara lo ocurrido, puesto que las relaciones políticas entre México y Estados Unidos eran demasiado importantes como para verse comprometidas por la desaparición de un agente. Pero la DEA no podía aceptar una derrota de ese calibre y envió a Guadalajara a veinticinco hombres para que investigaran. Lo que siguió fue una gran caza del hombre para encontrar a Kiki Camarena. El Padrino sintió que el aire era asfixiante. Haber tocado a Kiki probablemente había sido un paso en falso. Pero cuando tienes a toda una clase política como aliada, y especialmente cuando crees haberlo previsto todo hasta el más mínimo detalle, tienes la arrogancia de la fuerza. Y la fuerza del dinero. Con Kiki había que dar ejemplo. La confianza depositada en él había sido máxima y el castigo tenía que ser inolvidable. Debía permanecer en la historia para el recuerdo futuro.
Un mes después del secuestro, el 5 de marzo de 1985, se encontró el cuerpo de Kiki en los alrededores de la pequeña aldea de La Angostura, en el estado de Michoacán, a un centenar de kilómetros al sur de Guadalajara. Lo habían dejado en los márgenes de un camino rural. Todavía estaba atado, amordazado y con los ojos vendados. El cadáver presentaba signos de tortura. El gobierno mexicano mintió declarando que el cuerpo lo había encontrado un campesino en aquel lugar, envuelto en un saco de plástico. Las investigaciones del FBI sobre los restos de tierra que había en la piel confirmaron, en cambio, que el cuerpo había estado enterrado en otra parte y sólo en un segundo momento se había dejado allí. Don Arturo, el viejo contrabandista de opio, llevaba a sus hijos justamente a aquella fosa en la que se había enterrado el cuerpo de Kiki, donde depositaba flores. Y cuando sus nietos y los hijos de sus nietos le pedían permiso para entrar en los cárteles de los narcos, para trabajar para los narcos, para darles tierras a los narcos, Arturo no contestaba. Él, antaño un respetado cabecilla del opio, había renunciado a todo, pero sus descendientes se quejaban y no entendían el porqué. No lo entendían hasta que el viejo los llevaba a todos ellos delante de aquel agujero. Y les hablaba de Kiki y de aquella perra que había visto cuando era un chiquillo. Contaba la historia y así mostraba de qué sustancia estaba hecha aquella prohibición suya. Era su forma de entrar en el fuego y sacar a los cachorros. Don Arturo sabía que debía tener el coraje de aquel animal.
La historia de Kiki Camarena ya no debería hacer más daño, quizá ni siquiera debería contarse más porque ya es notoria. Una historia desgarradora. Una historia que se creería marginal, acaecida en una franja de tierra ignota e irrelevante. Y sin embargo es fundamental. Desearía decir que es el origen del mundo. Es necesario entender dónde nacen los gemidos del planeta Tierra contemporáneo, sus rotaciones, sus flujos, su sangre, su crueldad, su trayecto primero. Lo que vivimos hoy, la economía que regula nuestras vidas, nuestras opciones, viene determinado en mayor medida por lo que Félix Gallardo «el Padrino» y Pablo Escobar «el Mágico» decidieron e hicieron en los años ochenta que por lo que decidieron e hicieron Reagan y Gorbachov. O al menos yo lo veo así.
Muchos testigos cuentan que en 1989 el Padrino convocó en un complejo turístico de Acapulco a todos los narcos mexicanos más poderosos de la época. Mientras el mundo se preparaba para la caída del Muro de Berlín, mientras se enterraba un pasado hecho de hermanos divididos y sufrimientos, de guerra fría, telones de acero y fronteras insuperables, en esta ciudad del suroeste mexicano, sin hacer ruido, se planificaba el futuro del planeta. El Padrino decidió subdividir la actividad que controlaba y asignar sus diversos segmentos a los traficantes en los que la DEA todavía no había puesto los ojos. Estructuró el territorio en zonas o plazas, cada una de ellas encomendada a hombres que tenían el derecho exclusivo de administrar el tráfico en los territorios que se les habían asignado. Quienquiera que transitara por un territorio ajeno al propio control tenía que pagar una suma de dinero al cártel hegemónico. De ese modo los narcotraficantes ya no volverían a entrar en conflicto por el control de las zonas estratégicas. Lo que creó Félix Gallardo fue un modelo de convivencia entre cárteles.
Pero subdividir el territorio comportaría también otras ventajas. Habían pasado cuatro años desde la historia de Kiki y para el Padrino aquélla todavía era una herida abierta. No creía que fuera posible pegársela de aquel modo, y de ahí que resultara fundamental fortificar la cadena, evitar que un eslabón débil pudiera hincar de rodillas a toda la organización, que ya no era única y por lo tanto no podía ser destruida de un solo golpe por las fuerzas del orden, ni comprometida en caso de que los políticos traicionaran su protección o cambiaran los vientos. La gestión autónoma de las zonas permitía además una mayor capacidad de empresa a cada grupo, y los jefes podían controlar de cerca sus propias plazas. Inversiones, investigaciones de mercado, competencia: todo ello creaba más oportunidades y trabajo. En pocas palabras, el Padrino estaba llevando a cabo una revolución de cuyo alcance bien pronto sería consciente el mundo entero: estaba privatizando el mercado de la droga en México y lo estaba abriendo a la competencia.
Cuentan que la reunión en el complejo turístico no fue ruidosa, nada de escándalo, nada de melodrama o comedia. Llegaron, aparcaron y ocuparon su sitio en las mesas. Pocos guardaespaldas, un importante menú de recepción, de bautismo. El bautismo del nuevo poder narco. El Padrino llegó cuando los demás estaban ya comiendo. Ocupó su sitio y brindó. Un brindis con varias copas, una por cada territorio por asignar. Se levantó con una copa de vino en la mano y le pidió a Miguel Caro Quintero que hiciera lo mismo: se le asignó la zona de Sonora. Tras los aplausos bebieron. La segunda copa fue para la familia Carrillo Fuentes: «Para vosotros Ciudad Juárez». Luego levantó otra copa y esta vez se dirigió a Juan García Ábrego, al que confió la ruta de Matamoros. Llegó el turno de los hermanos Arellano Félix: «Para vosotros Tijuana». La última copa fue para la costa del Pacífico. Joaquín Guzmán Loera, llamado «el Chapo», e Ismael Zambada García, «el Mayo», se levantaron antes de que se les llamara: pretendían aquellos territorios, habían sido sus virreyes y ahora, finalmente, eran elegidos reyes. La repartición estaba hecha, se había creado el nuevo mundo. Quizá esta historia sea una leyenda, pero siempre he pensado que sólo una leyenda similar podía contener la fuerza simbólica necesaria para dar vida a un auténtico mito fundacional. Como un antiguo emperador romano que convocara a su descendencia y asignara a cada uno de sus hijos una parte de sus posesiones, el Padrino debía inaugurar con un gesto soberano la nueva era, o al menos hacer de manera que se difundiera una historia similar, garantizándose a la vez a sí mismo una especie de seguro de vida.
Nacían en aquel momento los cárteles del narcotráfico, exactamente tal como existen hoy más de veinte años después. Nacían organizaciones criminales que ya no tenían nada que ver con el pasado. Nacían instituciones con un territorio de su competencia sobre el que imponer tarifas y condiciones de venta, medidas de protección e intermediación entre productores y consumidores finales. Los cárteles del narcotráfico tienen capacidad y poder para decidir precios e influencias con un acuerdo, sentados a una mesa, con una nueva regla o una ley. O bien pueden hacerlo con la trilita, con miles de muertos. No existe un único modo de decidir el precio y la distribución de la coca: depende de las condiciones, del momento, de las personas implicadas, de las alianzas, de las traiciones, de las ambiciones de los cabecillas y de los flujos económicos.
El Padrino había de mantener la supervisión de las operaciones: él era el antiguo poli, él era quien tenía los contactos, y por lo tanto había de seguir siendo el hombre en punta. Pero no tendría tiempo de ver realizado su plan. Tras el hallazgo del cadáver de Kiki, casi cuatro años antes, de inmediato se hizo evidente que sus colegas de la DEA no descansarían hasta que hubieran hecho justicia por el horror sufrido por uno de ellos, aquel que para muchos era el mejor. Por el horror sufrido por Kiki. Las relaciones entre el gobierno estadounidense y México se habían hecho cada vez más tensas. Los más de tres mil kilómetros que unen México con Estados Unidos, aquella larga lengua de tierra que, como dicen los porteadores, lame el culo a Estados Unidos, y a fuerza de lamer logra introducir lo que quiere, estaban vigilados día y noche, con un rigor y una intensidad nunca vistos hasta entonces. Un socio de Rafael Caro Quintero había confesado que el cuerpo de Kiki se había enterrado inicialmente en el Parque La Primavera, al oeste de Guadalajara, y no donde se encontró. Las muestras de tierra correspondían a los restos encontrados en la piel de la víctima. Las ropas de Kiki habían sido destruidas con la excusa de que estaban podridas, pero evidentemente se había pretendido eliminar las pruebas. En aquel punto la DEA puso en marcha la investigación por asesinato más extensa que hasta entonces había emprendido jamás Estados Unidos. Se bautizó como Operación Leyenda. La búsqueda de los asesinos se convirtió en una cacería. Los agentes estadounidenses siguieron cada posible pista. Se detuvo a cinco policías que admitieron haber participado en el desenmascaramiento de Camarena. Todos señalaron como instigadores a Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, «Don Neto», que también fueron detenidos.
Caro Quintero intentó escapar. No podía concebir que México, su feudo, le entregara a la DEA. Siempre había comprado a todo el mundo y de hecho pagó un soborno de 60 millones de pesos a un comandante de la Policía Judicial mexicana. Logró llegar a Costa Rica. Pero cuando se huye no hay que pensar nunca en poder llevarse consigo la antigua vida. Se huye y basta. Es decir, de algún modo se muere. En cambio, Caro Quintero se llevó consigo a una persona, su prometida, Sara Cristina Cosío Vidaurri Martínez. Sara no era un capo. No sabía vivir oculta. Parece fácil poder vivir lejos, reconstruir una identidad, en el fondo crees que te basta muy poco, que te basta el dinero. Vivir oculto o fingir siempre es una tortura que te inflige una presión psicológica que sólo unos pocos pueden aguantar. Después de unos meses de alejamiento Sara no pudo más y llamó a su madre a México. La policía sabía que antes o después lo haría y había pinchado el teléfono. Ése fue el error que permitió a la DEA localizar al capo, su casa, su nueva vida. Fueron a apresarlo. Caro Quintero y Don Neto se negaron a colaborar con la justicia y descargaron toda la responsabilidad del homicidio de Kiki sobre el jefe, el Padrino. Ellos, admitieron, sólo se habían ocupado del secuestro. Probablemente se trataba de un acuerdo preestablecido con el Padrino, que en México gozaba del apoyo político de altos oficiales. Pero las organizaciones enseñan que sólo existe una regla: quién ofrece más. Y en los cuatro años que siguieron a la muerte de Kiki la policía estadounidense había empezado a abordar y derribar cada una de las protecciones de Félix Gallardo. Para llegar al Padrino había que aislar a toda la red que lo defendía. En la política, entre los jueces, en la policía, entre los periodistas… Muchas de las personas a las que los hombres del clan de Guadalajara habían pagado para ofrecer protección al Padrino y a los suyos fueron detenidas o destituidas. Entre los imputados se hallaba también el jefe de la sede mexicana de la Interpol, Miguel Aldana Ibarra, depositario de numerosa información sobre investigaciones y sobre operaciones de tráfico de coca. También él estaba en la nómina del Padrino: pasaba la información primero a los narcos y luego a sus superiores. El Padrino fue detenido el 8 abril de 1989. Al cabo de unos años fue trasladado al penal de máxima seguridad del Altiplano, donde todavía cumple una condena de cuarenta años. Todos entre barrotes: el Padrino, Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo. Pero estas historias están destinadas a no acabar nunca, como enseña Caro Quintero, que la noche del 9 de agosto de 2013 vuelve a respirar el aire fresco de la libertad. Una corte federal de Guadalajara ha encontrado una irregularidad «formal» en el proceso incoado contra Caro Quintero por el secuestro, la tortura y el asesinato de Kiki Camarena: el tribunal federal que juzgó a Caro Quintero no tenía derecho a hacerlo porque el agente de la DEA no era un agente diplomático o consular y, en consecuencia, el proceso debería haberse celebrado en un tribunal ordinario. Sutilezas bastantes para permitir levantar el vuelo a uno de los mayores capos mexicanos. Pero en Estados Unidos todavía penden sobre él acusaciones por varios delitos federales: de ahí que el Departamento de Estado norteamericano haya ofrecido una recompensa de cinco millones de dólares a cualquiera que facilite información que pueda llevar a su captura. Los estadounidenses lo quieren de nuevo entre barrotes, esta vez los suyos.
El asesinato de Camarena y los acontecimientos que siguieron representan un punto de inflexión en la lucha contra el narcotráfico mexicano. Se puso claramente de manifiesto el nivel de impunidad del que gozaban los cárteles: secuestrar a un agente de la DEA en pleno día, justo delante del consulado estadounidense, para luego torturarlo y matarlo, había superado con creces todo lo que se habían atrevido a hacer hasta aquel momento. Camarena tuvo una gran intuición: comprendió antes que otros que la estructura había cambiado, que se había convertido en mucho más que un grupo de gángsters y contrabandistas. Comprendió que estaba combatiendo a auténticos ejecutivos de la droga. Comprendió que el punto de partida era romper las relaciones entre instituciones y traficantes. Comprendió que las detenciones en masa de mano de obra eran en el fondo inútiles si no se decapitaban las dinámicas que permitían irrigar de dinero los mercados y reforzar a los cabecillas. Kiki observó el nacimiento de esta imparable burguesía criminal. Le interesaban más aquellos flujos de dinero que frenar a los sicarios o los camellos. Había entendido algo que aún hoy a Estados Unidos le cuesta entender: que había que golpear en la cabeza, había que golpear a los capos, a los grandes jefes, que las extremidades eran meras ejecutoras. Y había entendido también que el mundo de los productores se estaba debilitando frente a los distribuidores. Es una ley de la economía, y por lo tanto también una ley del narcotráfico, que representa la propia esencia del comercio y de las reglas del mercado. Los productores colombianos estaban entrando en crisis; estaban entrando en crisis los cárteles de Medellín y Cali, al igual que los grupos guerrilleros de las FARC, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.
La muerte de Kiki despertó a la opinión pública estadounidense al problema de la droga como nunca lo había hecho. Tras el hallazgo de su cuerpo, muchos norteamericanos, empezando por Calexico, California, la ciudad natal de Kiki, comenzaron a llevar lazos rojos, símbolo del dolor, de la profanación de la carne. Y pidieron a la gente que dejara de drogarse en nombre del sacrificio realizado por Camarena para luchar contra la droga. En California, y luego en todo Estados Unidos, se organizó la Red Ribbon Week, la «Semana del Lazo Rojo», que sigue celebrándose cada año en octubre como campaña de prevención contra las drogas. Y la historia de Kiki terminó en la televisión y en el cine.
Antes de ser detenido, el Padrino había logrado convencer a los capos de que renunciaran al opio para concentrarse en la cocaína procedente de Sudamérica y destinada a Estados Unidos. No por ello los cultivos de marihuana y adormidera han desaparecido de México. Siguen allí, como siguen el comercio y la exportación. Pero han perdido importancia, reemplazados por la cocaína y posteriormente por el hielo, es decir, la metanfetamina. Las decisiones tomadas durante la reunión de Acapulco, pocos meses antes de que fuera detenido el Padrino, hicieron crecer las organizaciones, pero sin la guía y la autoridad reconocida del jefe se inició una disputa territorial tremendamente feroz entre quienes quedaron libres. Los cárteles empezaron a hacerse la guerra ya a comienzos de los años noventa. Una guerra desatada lejos de los ecos mediáticos, ya que en muy pocos de ellos se creía en la existencia de cárteles del narcotráfico. Pero a medida que el conflicto se hacía más sanguinario, los nombres de sus protagonistas fueron conquistando fama y popularidad. Tiburones. Tiburones que, para dominar el mercado de las drogas, un mercado que hoy sólo en México representa entre 25.000 y 50.000 millones de dólares al año, están corroyendo América Latina desde sus cimientos. La crisis económica, las finanzas devoradas por los derivados y los capitales tóxicos, el enloquecimiento de las bolsas, casi en todas partes están destruyendo las democracias, destruyen el trabajo y las esperanzas, destruyen créditos y destruyen vidas. Pero lo que la crisis no destruye, sino que más bien fortalece, son las economías criminales. El mundo contemporáneo empieza ahí, en ese Big Bang moderno, origen de los flujos financieros inmediatos. Choque de ideologías, choque de civilizaciones, conflictos religiosos y culturales, son sólo capítulos del mundo. Pero si se observan a través de la herida de los capitales criminales, todos los vectores y los movimientos se convierten en otra cosa. Si se ignora el poder criminal de los cárteles, todos los comentarios y las interpretaciones sobre la crisis parecen basarse en un equívoco. Ese poder hay que mirarlo, clavarle la mirada en el rostro, en los ojos, para entenderlo. Ha construido el mundo moderno, ha engendrado un nuevo cosmos. El Big Bang ha partido de aquí.