—Estaban todos alrededor de una mesa, justo en Nueva York, no lejos de aquí.
—¿Dónde? —pregunté instintivamente.
Me miró como diciendo que no creía que fuera tan idiota como para hacer semejantes preguntas. Las palabras que estaba a punto de oír eran un intercambio de favores. La policía, unos años antes, había detenido a un chico en Europa. Un mexicano con pasaporte estadounidense. Tras enviarlo a Nueva York, lo habían dejado al baño María, inmerso en las aguas de las operaciones de tráfico de la ciudad y evitándole la cárcel. De vez en cuando largaba alguna que otra cosa, y a cambio no lo detenían. No exactamente como un confidente, sino más bien como algo muy próximo que no le hiciera sentirse un infame pero tampoco un afiliado silencioso y omertoso[1] duro como el granito. Los policías le preguntaban cosas genéricas, no detalladas hasta el punto de poderlo comprometer en su grupo. Bastaba con que informara de un aire, un talante, rumores de reuniones o de guerras. No pruebas, no indicios: rumores. Los indicios ya irían a buscarlos en un segundo momento. Pero ahora eso ya no bastaba: el chico había grabado una conversación en su iPhone durante una reunión en la que había participado. Y los policías estaban inquietos. Algunos de ellos, con los que me relacionaba desde hacía años, querían que yo escribiera sobre ello. Que escribiera sobre ello en alguna parte, haciendo ruido, para comprobar las reacciones, para saber si la historia que estaba a punto de escuchar había sido de veras tal como decía el muchacho, o era, en cambio, una puesta en escena, un guiñol montado por alguien para embaucar a chicanos e italianos. Yo tenía que escribir sobre ello para crear movimiento en los ambientes donde aquellas palabras se habían pronunciado, donde se habían escuchado.
El policía me esperó en Battery Park en un pequeño muelle, sin sombreros de gabardina ni gafas de sol. Nada de ridículos disfraces: llegó vestido con una camiseta llena de colorido, chanclas, y la sonrisa de quien no ve el momento de contar un secreto. Hablaba un italiano lleno de inflexiones dialectales, pero comprensible. No buscó ninguna forma de complicidad: había recibido órdenes de contarme aquel hecho y lo hizo sin meditarlo demasiado. Lo recuerdo perfectamente. Aquel relato me ha quedado dentro. Con el tiempo me he convencido de que las cosas que recordamos no las conservamos sólo en la cabeza, no están todas en la misma zona del cerebro: me he convencido de que también otros órganos tienen memoria. El hígado, los testículos, las uñas, el costado… Cuando escuchas palabras decisivas, se quedan enganchadas allí. Y cuando estas partes recuerdan, le envían lo que han registrado al cerebro. Aún con más frecuencia me percato de que recuerdo con el estómago, que almacena lo hermoso y lo horrible. Sé que ciertos recuerdos están allí, lo sé porque el estómago se mueve. Y a veces se mueve también la barriga. Es el diafragma que produce ondas: una lámina sutil, una membrana ahí clavada, con las raíces en el centro de nuestro cuerpo. Es de ahí de donde parte todo. El diafragma hace jadear, estremecerse, pero también orinar, defecar, vomitar. Es de ahí de donde parte el impulso durante el parto. Y también estoy seguro de que hay sitios que recogen lo peor: conservan los desechos. Yo no sé dónde estará ese sitio dentro de mí, pero está lleno. Y ahora está saturado, tan colmado que ya no cabe nada más. Mi lugar de los recuerdos, o mejor de los desechos, está ahíto. Parecería una buena noticia: ya no hay espacio para el dolor. Pero no lo es. Si los desechos ya no tienen un sitio adonde ir, empiezan a colarse también donde no deben. Se meten en los sitios que acogen recuerdos distintos. El relato de aquel policía ha colmado definitivamente esa parte de mí que recuerda las peores cosas. Esas cosas que afloran de nuevo cuando crees que todo está yendo mejor, cuando se abre ante ti una luminosa mañana, cuando vuelves a casa, cuando piensas que en el fondo merecía la pena. En esos momentos, como una regurgitación, como una exhalación, de alguna parte resurgen recuerdos oscuros, tal como los residuos de un vertedero, enterrados bajo tierra, cubiertos de plástico, encuentran de un modo u otro su camino para salir a flote y envenenarlo todo. De ahí que precisamente en esa zona del cuerpo conserve el recuerdo de aquellas palabras. Y es inútil buscar su latitud exacta, porque, aunque encontrara ese sitio, no serviría de nada apretarlo entre los puños, acuchillarlo, estrujarlo para hacer salir palabras como pus de una ampolla. Todo está allí. Todo debe quedarse allí. Y punto.
El policía me contaba que el chico, su informador, había escuchado la única lección que merece la pena escuchar y la había grabado a hurtadillas. No para traicionar, sino para volverla a escuchar a solas. Una lección acerca de cómo hay que estar en el mundo. Y se la había hecho escuchar toda: un auricular en su oreja, el otro en la del chico, que con el corazón a mil había puesto en marcha el audio del discurso.
—Ahora tú escribe sobre ello, veamos si alguien se cabrea… Si es así significa que esta historia es cierta y tenemos confirmación. Si escribes sobre ello y nadie hace nada, entonces, o es una gran bola de algún actor de serie B y nuestro chicano nos ha tomado el pelo, o bien… nadie se cree las chorradas que escribes, y en ese caso estamos jodidos.
Y se echó a reír. Yo asentí. No prometía nada, trataba de entender. El que dio aquella presunta lección habría sido un viejo capo italiano, delante de un consejo de chicanos, italianos, italoamericanos, albaneses y excombatientes kaibiles, los legionarios guatemaltecos. Al menos eso decía el chico. Nada de informaciones, cifras y detalles. Nada que se aprendiera de mala gana. Entras en una habitación de una forma y sales de otra. Llevas la misma ropa, llevas el mismo corte de pelo, llevas los pelos de la barba igual de largos. No tienes señales de adiestramiento, cortes en los arcos supraciliares o la nariz rota, no te han lavado el cerebro con sermones. Entras, y a primera vista sales igual a como eras cuando te empujaron dentro. Pero igual sólo por fuera. Por dentro todo es distinto. No te han revelado la verdad última, sino que simplemente han puesto en su sitio exacto unas cuantas cosas. Cosas que hasta aquel momento no habías sabido cómo utilizar, que no habías tenido el coraje de abrir, de acomodar, de observar.
El policía me leía de una agenda la transcripción que se había hecho del discurso. Se habían reunido en una habitación, no muy lejos de donde estamos ahora. Sentados al azar, sin ningún orden, no en forma de herradura como en las funciones rituales de afiliación. Sentados como uno se sienta en los círculos recreativos de los pueblos de provincias del sur de Italia o en los restaurantes de Arthur Avenue, para ver un partido de fútbol en televisión. Pero en aquella habitación no había ningún partido de fútbol ni ninguna reunión entre amigos, todos eran gente afiliada con distintos grados a las organizaciones criminales. El viejo italiano se levantó. Sabían que era hombre de honor y que había venido a Estados Unidos después de haber vivido mucho tiempo en Canadá. Empezó a hablar sin presentarse; no había motivo. Hablaba una lengua espuria, italiano mezclado con inglés y español, y a veces empleaba el dialecto. Me habría gustado saber su nombre, así que probé a preguntárselo al policía fingiendo una curiosidad momentánea y casual. El policía no intentó siquiera contestarme. Sólo se oyeron las palabras del capo.
«El mundo de los que creen que se puede vivir con la justicia, con las leyes iguales para todos, con un buen trabajo, la dignidad, las calles limpias, las mujeres iguales a los hombres, es sólo un mundo de maricas que creen que pueden engañarse a sí mismos. Y también a quienes les rodean. Las chorradas sobre el mundo mejor dejémoselas a los idiotas. Los idiotas ricos que se compran ese lujo. El lujo de creer en el mundo feliz, en el mundo justo. Ricos con sentimiento de culpa o con algo que esconder. Who rules just does it, and that’s it. Quien manda lo hace y basta. O bien puede decir, en cambio, que manda por el bien, por la justicia, por la libertad. Pero ésas son cosas de mujeres, dejémoselas a los ricos, a los idiotas. Quien manda, manda. Y punto».
Traté de preguntar cómo iba vestido, cuántos años tenía. Preguntas de poli, de cronista, de curioso, de obsesivo, que cree que con esos detalles puede deducir la tipología del capo que pronuncia esa clase de discurso. Mi interlocutor me ignoró y continuó. Yo lo escuchaba y tamizaba las palabras como si fueran arena para encontrar la pepita, el nombre. Escuchaba aquellas palabras, pero buscando otra cosa. Buscando indicios.
—Quería explicarles las reglas, ¿comprendes? —me dijo el policía—. Quería que les entraran bien adentro. Yo estoy seguro de que éste no ha mentido. Garantizo que el mexicano no es un cabrón. Juro sobre mi alma por la suya, aunque nadie me crea.
Volvió a mirar la agenda y siguió leyendo.
«Las reglas de la organización son las reglas de la vida. Las leyes del Estado son las reglas de una parte que quiere joder a la otra. Y nosotros no nos dejamos joder por nadie. Hay quien hace dinero sin riesgos, y esos señores siempre tendrán miedo de quien, en cambio, el dinero lo hace arriesgándolo todo. If you risk all, you have all, ¿estamos? Si piensas en cambio que te tienes que proteger o que puedes librarte sin cárcel, sin escapar, sin esconderte, entonces es mejor aclararlo pronto: no eres un hombre. Y si no sois hombres, salid de inmediato de esta habitación y tampoco nos esperéis, que por más que os hagáis hombres, jamás de los jamases seréis hombres de honor».
El policía me miró. Sus ojos eran dos rendijas, entornados como para concentrarse en aquello que recordaba muy bien: había leído y escuchado aquel testimonio decenas de veces.
«¿Crees en el amor? El amor se acaba. ¿Crees en tu corazón? El corazón se detiene. ¿No? ¿No amor y no corazón? ¿Entonces crees en el coño?[2] Pero hasta el coño después de un tiempo se seca. ¿Crees en tu mujer? En cuanto se te acabe el dinero te dirá que la descuidas. ¿Crees en los hijos? En cuanto dejes de darles dinero dirán que no los quieres. ¿Crees en tu madre? Si no le haces de niñera dirá que eres un hijo ingrato. Escucha lo que digo: tienes que vivir. Hay que vivir para uno mismo. Es por uno mismo por lo que hay que saber ser respetado y luego respetar. La familia. Respetar a quien os sirve y despreciar a quien no sirve. El respeto lo conquista quien puede daros algo, lo pierde el que es inútil. ¿Acaso no sois respetados por quien quiere algo de vosotros? ¿Por quien os tiene miedo? ¿Y cuando no podéis dar nada? ¿Cuando ya no tenéis nada? ¿Cuando ya no servís? Se os considera basura. Cuando no podéis dar nada, no sois nada».
—Yo —me dijo el policía— he deducido que el capo, el italiano, era alguien que contaba, alguien que conocía la vida. Que la conocía de verdad. El mexicano no puede haber grabado ese discurso él solo. El chicano fue al colegio hasta los dieciséis años y lo pescaron en una timba en Barcelona. Y el calabrés de este tío ¿cómo iba a inventárselo un actor o un fanfarrón? Que si no fuera por la abuela de mi mujer tampoco yo habría entendido esas palabras.
Yo había escuchado ya discursos de filosofía moral mafiosa a decenas en las declaraciones de los arrepentidos, en las escuchas policiales. Pero éste tenía una característica insólita, se presentaba como un adiestramiento del alma. Era una crítica de la razón práctica mafiosa.
«Yo os hablo, y alguno de vosotros hasta me cae simpático. A algún otro, en cambio, le partiría la cara. Pero hasta al más simpático de vosotros, si tiene más coños y dinero que yo, lo prefiero muerto. Si uno de vosotros se convierte en mi hermano y yo lo elijo en la organización como mi igual, el destino es indudable, intentará joderme. Don’t think a friend will be forever a friend. Seré asesinado por alguien con quien he compartido comida, sueño, todo. Seré asesinado por quien me ha dado refugio, por quien me ha escondido. No sé quién será, de lo contrario ya lo habría eliminado. Pero sucederá. Y si no me mata, me traicionará. La regla es la regla. Y las reglas no son las leyes. Las leyes son para los cobardes. Las reglas son para los hombres. Por eso nosotros tenemos reglas de honor. Las reglas de honor no te dicen que tienes que ser justo, bueno, correcto. Las reglas de honor te dicen cómo se manda. Qué tienes que hacer para manejar gente, dinero, poder. Las reglas de honor te dicen qué hacer si quieres mandar, si quieres joder al que tienes encima, si no quieres que te joda el que tienes debajo. Las reglas de honor no hay que explicarlas. Están y basta. Se han hecho solas con la sangre y en la sangre de cada hombre de honor. ¿Cómo puedes elegir?».
¿Aquella pregunta iba por mí? Busqué la respuesta más justa. Pero esperé prudentemente antes de hablar, pensando que quizá el policía todavía estaba repitiendo las palabras del capo.
«¿Cómo puedes elegir en pocos segundos, en pocos minutos, en pocas horas lo que tienes que hacer? Si eliges mal, pagas durante años una decisión tomada en cuestión de nada. Las reglas están, están siempre, pero has de saber reconocerlas y has de saber cuándo rigen. Y luego las leyes de Dios. Las leyes de Dios están dentro de las reglas. Las leyes de Dios: pero las verdaderas, no las utilizadas para hacer temblar a un pobre infeliz. Pero recordad esto: pueden existir todas las reglas de honor que queráis, pero sólo cabe una certeza. Sois hombres si dentro de vosotros sabéis cuál es vuestro destino. Un pobre infeliz se arrastra para estar cómodo. Los hombres de honor saben que todo muere, que todo pasa, que nada permanece. Los periodistas empiezan con ganas de cambiar el mundo y terminan con ganas de llegar a ser directores. Es más fácil condicionarlos que corromperlos. Cada cual vale sólo para sí y para la Onorata Società.[3] Y la Onorata Società te dice que sólo cuentas si mandas. Después, puedes elegir la forma. Puedes controlar con dureza o puedes comprar el consentimiento. Puedes mandar sacando sangre o dándola. La Onorata Società sabe que todo hombre es débil, vicioso, vanidoso. Sabe que el hombre no cambia, y por eso la regla lo es todo. Los vínculos basados en la amistad sin la regla no son nada. Todos los problemas tienen una solución, desde tu mujer que te deja hasta tu grupo que se divide. Y esa solución sólo depende de cuánto ofrezcas. Si os va mal es sólo porque habéis ofrecido poco, no lo suficiente, no busquéis otras motivaciones».
Parecía un seminario para aspirantes a capos. Pero ¿cómo era posible?
«Se trata de saber quién quieres ser. Si atracas, disparas, violas, traficas, ganarás durante un tiempo, luego te cogerán y te machacarán. Puedes hacerlo. Sí, puedes hacerlo. Pero no por mucho tiempo, porque no sabes qué puede pasarte, las personas sólo te temerán si les metes la pistola en la boca. Pero ¿y en cuanto te des la vuelta? ¿En cuanto un atraco salga mal? Si eres de la organización, sabes en cambio que cada cosa tiene una regla. Si quieres ganar hay maneras de hacerlo, si quieres matar hay motivos y métodos, si quieres abrirte paso puedes, pero tienes que ganarte el respeto, la confianza, y hacerte indispensable. Hay reglas incluso si quieres cambiar las reglas. Cualquier cosa que hagas al margen de las reglas no puedes saber cómo acabará. Cualquier cosa que hagas que siga las reglas de honor, en cambio, sabes exactamente adónde te llevará. Y sabes exactamente cuáles serán las reacciones de los que te rodean. Si queréis ser hombres normales y corrientes seguid igual. Si queréis convertiros en hombres de honor debéis tener reglas. Y la diferencia entre un hombre normal y corriente y un hombre de honor es que el hombre de honor siempre sabe lo que pasa, y al hombre normal y corriente le da por culo el azar, la mala suerte, la estupidez. Le pasan cosas. En cambio, el hombre de honor sabe que esas cosas pasan y prevé cuándo. Sabes exactamente lo que te incumbe y lo que no, sabrás exactamente hasta dónde podrás llegar incluso si quieres llegar más allá de toda regla. Todos quieren tres cosas: poder, pussy y dinero. Hasta el juez cuando condena a los malos, y también los políticos, que quieren dinero, pussy y poder, pero lo quieren obtener mostrándose indispensables, defensores del orden o de los pobres o de quién sabe qué otra cosa. Todos quieren money diciendo que quieren otra cosa o haciendo cosas por los demás. Las reglas de la Onorata Società son reglas para mandar sobre todos. La Onorata Società sabe que puedes tener poder, pussy y dinero, pero sabe que el hombre que sabe renunciar a todo es el que decide sobre la vida de todos. La cocaína. La cocaína es esto: all you can see, you can have it. Sin cocaína no eres nadie. Con la cocaína puedes ser como quieras. Si esnifas cocaína te jodes con tus propias manos. Si no estás en la organización nada del mundo existe. La organización te da las reglas para subir en el mundo. Te da las reglas para matar y te da también las que te dicen cómo te matarán. ¿Quieres llevar una vida normal? ¿Quieres no contar para nada? Puedes. Basta con no ver, con no oír. Pero recordad una cosa: en México, donde puedes hacer lo que quieras, drogarte, follarte a niñas, subirte a un coche y correr tan rápido como te apetezca, sólo manda de verdad quien tiene reglas. Si hacéis pendejadas no tenéis honor, y si no tenéis honor no tenéis poder. Sois como todos».
Luego el policía señaló con el dedo:
—Mira, mira aquí… —me indicó una página de su agenda especialmente maltratada—. Éste quería explicarlo absolutamente todo. Cómo hay que vivir, no cómo ser un mafioso. Cómo hay que vivir.
«Trabajas, y mucho. You have some money, algo de dinero. A lo mejor tendrás mujeres bonitas. Pero luego las mujeres te dejan por uno más guapo y con más dinero que tú. Podrás llevar una vida decente, poco probable. O quizá una vida asquerosa, como todos. Cuando termines en la cárcel los de fuera te insultarán, los que se consideran limpios, pero habrás mandado. Te odiarán, pero te habrás comprado el afecto y todo lo que querías. Tendrás a la organización contigo. Puede suceder que durante un tiempo sufras y tal vez te maten. Es evidente que la organización está con el más fuerte. Podéis escalar montañas con reglas de carne, sangre y dinero. Si os volvéis débiles, si os equivocáis, os joderán. Si lo hacéis bien, os recompensarán. Si os equivocáis al aliaros os joderán, si os equivocáis al hacer la guerra os joderán, si no sabéis mantener el poder os joderán. Pero esas guerras son lícitas, are allowed. Son nuestras guerras. Podéis ganar y podéis perder. Pero sólo en un caso perderéis siempre y del modo más doloroso posible. Si traicionáis. Quien intenta ponerse en contra de la organización no tiene esperanza de vida. Se puede huir de la ley, pero no de la organización. Se puede huir hasta de Dios, que, total, Dios espera siempre al hijo huido. Pero no se puede huir de la organización. Si traicionas y huyes, si te joden y huyes, si no respetas las reglas y huyes, alguien pagará por ti. They will look for you. They will go to your family, to your allies. Estarás para siempre en la lista. Y nada podrá borrar jamás tu nombre. Nor time, nor money. Estás jodido para siempre, tú y tu descendencia».
El policía cerró la agenda.
—El chico salió como de un trance —dijo.
Recordaba de memoria las últimas palabras del mexicano: «¿Y yo ahora no estoy traicionándoles dejándote escuchar esas palabras?».
—Escribe sobre ello —añadió el policía—. Nosotros no lo perdemos de vista. Le pongo tres hombres pegados al culo, las veinticuatro horas del día. Si alguien intenta acercarse a él sabremos que no ha contado tonterías, que esta historia no era una payasada, que el que hablaba era un verdadero jefe.
Aquel relato me asombró. En mi tierra siempre lo han hecho así. Pero me resultaba extraño oír aquellas mismas palabras en Nueva York. En mi tierra no te afilias sólo por dinero, te afilias sobre todo para formar parte de una estructura, para actuar como en un tablero de ajedrez. Para saber exactamente qué peón mover y en qué momento. Para reconocer cuándo te han hecho jaque. O cuándo eres un alfil y tú y tu caballo habéis jodido al rey.
—Creo que es peligroso —le dije.
—Hazlo —insistió él.
—No creo —respondí.
No paraba de dar vueltas en la cama. No podía dormir. No me había impresionado el relato en sí. Era toda la cadena la que me había dejado perplejo. Habían contactado conmigo para que escribiera el relato de un relato de un relato. La fuente, me refiero exactamente al viejo capo italiano, me parecía instintivamente fiable. En parte porque, cuando estás lejos de la propia tierra que habla tu lengua, me refiero exactamente a tu lengua, con los mismos códigos, las mismas locuciones, los mismos vocablos, las mismas omisiones, lo reconoces de inmediato como uno de los tuyos, como alguien a quien puedes escuchar. Luego porque aquel discurso se había producido en el momento exacto, justo delante de la gente que debía escucharlo. De ser verídicas, aquellas palabras señalarían el más temible de los cambios de rumbo posibles. Por primera vez, los capos italianos, los últimos calvinistas de Occidente, estarían adiestrando a las nuevas generaciones de mexicanos y latinoamericanos, la burguesía criminal nacida del narcotráfico, la quinta más feroz y codiciosa del mundo. Una mezcla dispuesta a controlar los mercados, a dictar la ley en las finanzas, a dominar las inversiones. Extractores de dinero, constructores de riquezas.
Me sobrevino una ansiedad que no sabía cómo dominar. No lograba estarme quieto, la cama parecía una tabla de madera, la habitación parecía un cubil. Quería coger el teléfono y llamar al policía, pero eran las dos de la mañana y temía que me tomara por loco. Me dirigí a mi mesa y empecé a redactar un correo electrónico. Escribiría sobre ello, pero tenía que saber más, quería escuchar directamente el audio. Aquellas palabras de adiestramiento constituían la forma de estar en el mundo no sólo de un afiliado de la mafia, sino de cualquiera que quisiera decidir mandar en esta tierra. Palabras que nadie pronunciaría con tal claridad a menos que quisiera adiestrar. Cuando hablas en público de un soldado dices que quiere la paz y odia la guerra; cuando estás solo con el soldado le enseñas a disparar. Aquellas palabras querían llevar la tradición de las organizaciones italianas al seno de las organizaciones latinoamericanas. Aquel chico no había fanfarroneado en absoluto. Me llegó un SMS. El muchacho, el informador, se había estampado contra un árbol mientras iba conduciendo. Nada de venganza. Un coche italiano grande y hermoso que no sabía manejar. Contra un árbol. Punto final.