LXXII

Al fin los murciélagos se inmovilizaron.

La Spivey quedó también inmóvil.

Durante un minuto, los repulsivos animales formaron un sudario negro y viviente que cubría el cuerpo, estremeciéndose apenas cual un paño agitado por una leve brisa. Poco a poco, su silencio se hizo más anómalo, más perceptible e inquietante. No parecían murciélagos ordinarios ni se comportaron como tales. Dejando aparte la asombrosa oportunidad de su aparición y la concreción de su ataque, aquellos pequeños y oscuros seres mostraban un aspecto… tenían un aire… que causaba una extrañeza indefinible. Christine observó que algunas de las diminutas y malignas cabezas se alzaban y miraban con ojos rojizos a un lado y a otro, como si esperaran una orden del líder de su bandada. Al parecer, la orden llegó por fin en una voz que sólo ellos pudieron oír, pues levantaron el vuelo al unísono y se dirigieron hacia las otras cavernas cual una nube súbita y ondulante.

Kyle Barlowe y Charlie quedaron silenciosos, pasmados.

Christine no quiso mirar hacia la mujer muerta.

Y no pudo apartar la vista de su hijo. El niño estaba vivo… Sobrevivía de forma increíble, sorprendente, milagrosa. Después del terror y del sufrimiento por los que había pasado, después de enfrentarse a una muerte inevitable, según le pareció entonces, Christine tuvo dificultad para creer que aquel indulto final fuese real. Pensó, de forma irracional, que si apartara la vista de Joey, aunque fuera sólo un momento, el pequeño no estaría vivo cuando ella lo mirase otra vez, y su extraordinaria salvación resultaría ser una ilusión, un sueño.

Deseó más que nada en el mundo, tocarle el pelo, la cara, estrecharlo contra sí, sentir el latido de su corazón, y el calor de su aliento en el cuello. Pero sus lesiones le impidieron llegar hasta el rincón donde su hijo se hallaba; y él parecía estar sufriendo un trauma momentáneo que le hacía ignorar su presencia.

Más allá, en las otras cuevas, los murciélagos dieron muestras de haber reanudado sus actividades habituales, pues chillaron otra vez como si se disputasen entre sí los puestos preferidos. Su algarabía espectral, que acabó hundiéndose en el silencio una vez más, causó un escalofrío a Christine, el cual se intensificó cuando vio que su hijo, casi hipnotizado, ladeaba la cabeza como si entendiera el lenguaje estridente de aquellas criaturas infernales. Mostraba una palidez perturbadora. Su boca se curvaba en lo que parecía una vaga sonrisa; pero Christine decidió que era más bien una mueca de disgusto, de horror, provocada por la escena que todos acababan de presenciar y que le había causado un estupor casi paralizante.

Cuando el griterío renovado de los murciélagos se extinguió poco a poco, el miedo atenazó a Christine, aunque no por lo que le había sucedido a Grace Spivey. Tampoco le asustó la posibilidad de que los murciélagos regresaran y matasen de nuevo. Sin explicarse por qué, ella sabía que los animales no iban a volver; y este conocimiento extraño fue, precisamente, lo que la horrorizó. Ella no quiso averiguar de dónde le provenía, no quiso preguntarse «cómo» lo sabía. No se atrevía a reflexionar sobre su posible significado.

Joey estaba vivo. Ninguna otra cosa importaba. El estampido del arma había atraído a los murciélagos y el destino había querido (o tal vez la gracia de Dios) que los animales limitaran su ataque a Grace Spivey. Joey estaba vivo. ¡Vivo! Lágrimas de alegría le inundaban de repente los ojos. Joey vivía. Ella debería concentrarse en ese maravilloso giro del destino, pues era ahí donde comenzaba su destino normal, y ella estaba determinada a que fuera un futuro resplandeciente, lleno de amor y felicidad en el que no tuvieran lugar la tristeza ni el miedo ni, sobre todo, las «dudas».

La duda podría devorarte, destruir tu felicidad, transformar el amor en amargura. La duda podría incluso interponerse entre una madre y su bien amado hijo abriendo un abismo insalvable… Y ella no debía permitir que tal cosa sucediera.

No obstante, un recuerdo agitó su memoria sin que nadie lo hubiese solicitado: ocurrió el martes, Laguna Beach, la estación de servio Arco donde ellos esperaran a Charlie después de haber escapado por milagro a la bomba que destruyó la casa de Miriam Rankin; ella, Joey y los dos guardaespaldas plantados junto a un montón de neumáticos, con el mundo exterior estremecido por una tormenta eléctrica tan tremenda que parecía anunciar el fin del mundo; Joey avanzando hacia las puertas abiertas del garaje, fascinado por los relámpagos, un devastador trallazo tras otro, un espectáculo jamás visto por Christine, y menos en la California meridional, donde ese aparato eléctrico era insólito; Joey contemplándolo sin temor, como si aquello fuera sólo un espectáculo de fuegos artificiales, como si… como si supiera que no podía hacerle daño. ¿O tal vez como si fuera una «señal», como si la ferocidad preternatural de la tormenta fuera, por una razón o por otra, un mensaje que él entendía y que le infundía esperanza?

«¡No! ¡Sandeces!».

Se esforzó por apartar de su mente esas ideas estúpidas. Ése era, justamente, el tipo de insensatez que podían contagiarse por la simple proximidad de personas como Grace Spivey. Dios mío, aquella vieja había sido como una portadora de plagas, propalando irracionalidad, corrompiendo a todo el mundo con sus fantasías paranoicas.

¿Pero qué decir de los murciélagos? ¿Por qué habían acudido en el momento justo? ¿Por qué habían atacado sólo a Grace Spivey?

«Detente —se dijo—. Estás… estás haciendo una montaña de un grano de arena». Los murciélagos acudieron porque se asustaron con los primeros disparos que hizo la vieja. El ruido fue tan estrepitoso que los alarmó y les hizo salir de estampida. Y cuando llegaron… ella les disparó y los enfureció. Sí, claro. Ocurrió así.

Salvo que… si los primeros disparos asustaron a los murciélagos, ¿por qué no sucedió lo mismo con el tercero y el cuarto? ¿Por qué no les hicieron volar lejos? ¿Por qué la atacaron y la eliminaron… de una forma tan conveniente?

No.

Sandeces.

Entretanto, Joey miraba fijamente el suelo, con una lividez anémica; pero empezó a emerger de su estado catatónico. Se chupó nervioso un dedo, como un niño pequeño que cree haber hecho algo que enfadara a su madre. Al cabo de unos segundos, alzó la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de Christine. Intentó sonreír a pesar de sus lágrimas; no obstante, sus labios estaban todavía paralizados por el trauma, por el miedo. Nunca tuvo un aspecto tan dulce ni tan necesitado del amor materno. Su endeblez y su vulnerabilidad la enternecieron.

Con la visión nublada por el dolor, sintiéndose muy débil por la infección y la pérdida de sangre, Charlie se preguntó si todo lo acontecido en la cueva había sido realidad o producto de su imaginación febril.

Pero los murciélagos fueron de carne y hueso. Su sangrienta obra yacía a pocos metros, y no dejaba lugar a dudas.

Se dijo con firmeza que el extraño ataque contra Grace Spivey tenía una explicación natural, racional; pero no pudo convencerse por completo de sus propias afirmaciones. Tal vez los murciélagos estuviesen rabiosos; esto podría explicar por qué no huyeron de la detonación, sino que, por el contrario, se sintieron atraídos, pues todos los animales rabiosos mostraban especial sensibilidad (y enfurecimiento) ante las luces brillantes y los ruidos estruendosos. ¿Pero por qué habrían mordido y arañado sólo a Grace, haciendo caso omiso de Joey, de Christine, de Barlowe y de él mismo? Miró a Joey.

El niño había salido de su trance, de aquel estado como de autismo, y se había acercado a Chewbacca. Estaba arrodillado junto al perro, gimiendo, queriendo tocar al inmóvil animal; pero se mostraba temeroso y hacía vagos ademanes de indefensión.

Charlie recordó cuando el lunes pasado, en su despacho, miró a Joey y vio una calavera sin carne en lugar de una cara. Fue una visión muy breve, duró apenas un pestañeo, y él la había desterrado al fondo de su mente. Si entonces le inquietó, era debido a que le hizo pensar que podría significar la muerte de Joey. Pero como él no había dado crédito jamás a las visiones ni a la clarividencia, no atribuyó mayor importancia al hecho. Ahora, sin embargo, se preguntó si aquella visión habría sido real. Tal vez no significara que Joey moriría; tal vez significase que Joey «era» la muerte.

¡Vaya! Ésos pensamientos probaban tan sólo que su fiebre debía de ser muy alta. Joey era Joey… ni más ni menos… no tenía nada de extraño.

Sin embargo, Charlie recordó también la rata en la cámara de baterías, y el sueño que había tenido aquella misma noche, en el que las ratas… mensajeros de muerte… habían surgido del pecho del muchacho.

«Esto es una locura —se dijo—. He sido detective demasiado tiempo. No me fío ya de nadie. Ahora estoy buscando engaño y corrupción incluso en los corazones más inocentes».

Mientras acariciaba al perro, Joey empezó a hablar, las palabras le salieron a borbotones, entremezcladas con gemidos.

—¿Está muerto, mamá? ¿Ha muerto Chewbacca? ¿Mató… ese hombre malo… a mi perro?

Charlie miró a Christine, la cual tenía el rostro cubierto de lágrimas y en sus ojos asomaba una nueva inundación. Parecía haber perdido el habla. Emociones contradictorias pugnaban por posesionarse de sus encantadoras facciones: horror por la muerte cruenta de la Spivey, sorpresa por su propia supervivencia, y felicidad a la vista de su hijo incólume.

Observando su júbilo, Charlie se avergonzó de haber mirado con recelo al chico. Ahora bien, él era detective, y un detective tenía el deber de ser receloso.

Escrutó otra vez a Joey, pero no detectó el mal radiante del que hablaba la Spivey, ni se sintió en presencia de algo monstruoso. Joey siguió siendo un niño de seis años. Y por añadidura un niño guapo con una sonrisa dulce. Todavía capaz de reír y llorar, inquietarse y esperar. Charlie había visto lo que le había sucedido a Grace Spivey. Sin embargo, Joey no le inspiraba miedo porque… ¡Maldición! Él no podía empezar a creer de repente en diablos, espíritus y anticristos. Él había tenido siempre el interés de un profano en la ciencia; había abogado en todo momento por los programas espaciales, desde su infancia; había creído siempre que la lógica, la razón y la ciencia (el equivalente realista de la cristiana Santísima Trinidad) solventarían algún día todos los problemas de la Humanidad y todos los misterios de la existencia, incluidos el origen y el significado de la vida. Y, probablemente, la ciencia podría explicar también lo que había sucedido allí; un biólogo o zoólogo con conocimientos especiales sobre los murciélagos encontraría que su comportamiento quedaba enmarcado en las pautas de lo normal.

Mientras Joey estaba acurrucado junto a Chewbacca, acariciándole y llorando, la cola del perro se movió y al poco golpeó el suelo.

—¡Mira, mamá! —gritó—. ¡Está vivo, está vivo!

Christine vio que el perro rodaba sobre un costado, se levantaba y se sacudía. El animal, que había parecido hallarse muerto, ahora no se mostraba ni siquiera atontado. Se alzó sobre las patas traseras, colocó las dos zarpas en los hombros de su joven amo y empezó a lamerle la cara.

El niño se rió y le alborotó la pelambrera.

—¿Cómo estás, Chewbacca? Mi buen perro. El querido y viejo Chewbacca.

«¿Chewbacca o Brandy?», se preguntó Christine.

Brandy había sido decapitado por la gente de la Spivey, y lo enterraron con todos los honores en un bonito cementerio de animales domésticos en Anaheim. Pero si ellos fuesen ahora a ese cementerio y abriesen la tumba, ¿qué encontrarían? ¿Nada? ¿Un cajón de madera vacío? ¿Y si Brandy hubiese resucitado y hubiera corrido hasta la perrera con el tiempo suficiente para que Charlie y Joey lo adoptaran otra vez?

«Basura —se dijo encolerizada Christine—. Pensamientos malsanos. Estúpidos».

Pero no pudo quitarse de la cabeza esas ideas enfermizas, las cuales la condujeron a otras reflexiones irracionales.

Siete años antes… el hombre en el crucero… Lucius Under… Luke. ¿Quién había sido en realidad?

¿Quién?

¡No, no, no! Imposible.

Christine cerró los ojos, apretándolos cuanto pudo, y se llevó una mano a la cabeza. ¡Estaba tan fatigada! Exhausta. No tenía fuerza para soportar esas especulaciones febriles. Se creyó contaminada por la locura de la Spivey, mareada, desconectada de todo… Tal vez se sintieran también así las víctimas del paludismo.

Luke. Durante años ella había intentado olvidarlo; ahora trató de recordar. Un hombre de unos treinta años, delgado, musculoso. Pelo rubio blanqueado por el sol. Ojos azul claro. Piel bronceada. Dentadura blanca, perfecta. Sonrisa cautivadora, modales desenvueltos. Era una combinación encantadora, aunque no muy original, de artificialidad y sencillez, de experiencia mundana y de inocencia; un conversador hábil, que sabía cómo tratar a las mujeres hasta obtener lo que quería. Y ella lo había tomado por un practicante del surf, Dios santo. Eso era lo que él parecía, el prototipo del joven californiano aficionado al surf.

Pero no podía creer que Luke hubiese sido Satanás, a pesar de que sus energías se le escapaban por la herida, acrecentando sin cesar su mareo; a pesar de que la extenuación y la pérdida de sangre debilitaban su capacidad mental haciéndola vulnerable a las acusaciones demenciales de la Spivey. ¿El diablo disfrazado de aficionado al surf? Demasiado banal para darle crédito. Si Satanás fuese real, si quisiera un hijo y deseara que ella lo concibiese, ¿no le habría resultado más sencillo sorprenderla una noche con su apariencia verdadera? Ella no podría haberle ofrecido resistencia. ¿Por qué no violarla sin rodeos agitando sus alas y meneando el rabo?

Luke había bebido cerveza en cantidad y se mostró como un apasionado de las patatas fritas. Había orinado, se había duchado y se había lavado los dientes como cualquier otro mortal. Algunas veces, su conversación llegó a ser tediosa, plúmbea. ¿Acaso el diablo no debería de haber sido por lo menos un ingenio infalible? No cabía duda de que Luke había sido Luke, ni más ni menos. Christine abrió los ojos.

Joey estaba riendo y abrazando a Chewbacca. ¡Tan feliz…! ¡Tan corriente!

«Desde luego —pensó—, el diablo podría haberse permitido el perverso placer de usarme a mí particularmente a mí, para que concibiese a su hijo».

Después de todo, ella era una exmonja. Su hermano había sido sacerdote… y mártir. Ella se apartó de la fe. Y era virgen cuando se entregó a aquel hombre en el crucero. ¿Acaso no representaba ella el instrumento perfecto para que el diablo escarneciera la concepción de la Virgen?

¡Auténtica locura! Sintió aborrecimiento de sí misma por dudar de su hijo, por dar crédito a los disparates de la Spivey.

Sin embargo… ¿no había mejorado muchísimo su vida tan pronto como quedó embarazada del pequeño? Ella había disfrutado de una salud fenomenal… Ni resfriados ni jaquecas… Felicidad y éxito en los negocios. Como si estuviera… bendita.

Convencido de que su perro estaba bien, Joey se desentendió de Chewbacca y corrió a Christine. Frotándose los ojos enrojecidos y sorbiendo por la nariz, preguntó:

—¿Ha terminado todo, mamá? ¿Estaremos bien? Estoy todavía muy asustado.

Ella le miró a los ojos, aunque no quería creerlo. Para su sorpresa, no vio nada espantoso en ellos, nada que le helara la sangre.

Brandy… No. Chewbacca acudió a ella y le hocicó la mano.

—Mamá —dijo Joey arrodillándose a su lado—: Tengo miedo. ¿Qué te han hecho ellos? ¿Qué quieren hacerte? ¿Vas a morir? No te mueras, por favor, no te mueras, mamá, por favor.

Ella le puso una mano en la cara.

El niño se mostraba asustado, tembloroso. Pero esto era preferible al trance, durante el cual permaneció ausente.

Se apretó contra ella. Christine, tras unos instantes de vacilación, lo rodeó con el brazo bueno. Su hijo. Su niño. El contacto con aquel cuerpo, acurrucado contra el suyo, fue maravilloso, de un prodigio indescriptible. Ése contacto le causó mejor efecto que cualquier medicina imaginable, pues la revivificó, le despejó la cabeza y disipó las imágenes enfermizas y los temores demenciales que habían sido el perverso legado de Grace Spivey. Al abrazar al pequeño y sentir cómo él se le adhería necesitado de amor y de promesas tranquilizadoras, Christine se curó del contagio enloquecedor de la Spivey. Aquél niño era fruto de su útero, ella lo había traído al mundo y era lo más precioso que poseía… Lo sería siempre.

Mientras tanto, Kyle Barlowe, con la espalda contra la pared, se había deslizado hasta el suelo y había enterrado el rostro entre las manos para no ver los horribles restos de madre Grace. Pero el perro se le acercó, le husmeó y él hubo de levantar la vista. El chucho le lamió la cara… lengua cálida y hocico frío, como la lengua y el hocico de cualquier otro perro. Su cara semejó la de un payaso. ¿Cómo pudo él haber imaginado jamás que aquel perro era un sabueso del averno?

—Yo la quería como a una madre, y ella cambió mi vida, así que permanecía a su lado incluso cuando eligió un camino erróneo y se hizo mala, incluso cuando empezó a… hacer verdaderas locuras. —Kyle habló asombrado de escuchar el sonido de su propia voz, sorprendido de oírse explicando sus acciones a Christine Scavello y a Charlie Harrison—. Ella poseía… ese tipo de poder. No se le puede negar. Era… como en las películas… clarividente. ¿Comprenden? Psíquica. Por eso consiguió seguirles a ustedes y al muchacho… No porque Dios la guiara… ni porque el muchacho fuera hijo de Satanás… sino sólo porque era eso… clarividente. —Esto era algo que él no había sabido hasta oírselo decir a sí mismo; y seguía ignorando lo que iba a decir hasta que escuchaba las palabras que acudían a él—. Ella tenía visiones. Supongo que no eran tan religiosas como yo pensaba. No le provenían de Dios. Ni mucho menos. Tal vez ella lo supiera todo el tiempo. O quizá se hallase confundida. Es posible que creyera que estaba hablando con Dios. No me parece que lo hiciera con mala intención, ¿saben? Ella pudo haber interpretado mal sus visiones, ¿no es verdad? Pero hay una gran diferencia entre tener receptividad psíquica y ser Juana de Arco ¿eh? Una diferencia enorme.

Charlie escuchó los forcejeos de Kyle Barlowe con su conciencia y experimentó un curioso alivio al escuchar la voz profunda del horrendo gigante expresando remordimiento. Ése efecto sedante se debió en parte al hecho de que Barlowe estaba ayudándoles a comprender los acontecimientos recientes bajo una luz menos fantástica que la difunta por Armagedón. Les estaba demostrando cómo se podía ser paranormal sin necesidad de ser sobrenatural ni causante de cataclismos. Pero Charlie fue susceptible también al tono ronroneador y la cadencia de la voz del hombretón, a la leve humareda reinante, y a cierta cualidad indefinible de la luz, o del calor, que le hicieron receptivo para ese mensaje, al igual que el sujeto de un hipnotizador es receptivo para toda clase de sugerencias.

—Madre Grace lo hizo con buena intención —insistió Kyle—. Se confundió hacia el final. Fue una confusión. Y yo, Dios me ayude, la secundé a pesar de que tenía mis dudas. Estuve a punto de ir demasiado lejos. Me faltó poco… Dios me ayude… me faltó poco para usar el cuchillo contra ese niño pequeño. Fíjese. Lo que sucede… Bueno… creo que tal vez su Joey… que es posible que su niño tenga también cierta facultad psíquica. ¿Comprende? ¿No lo ha notado nunca? ¿Ningún indicio? Me parece que él es un poco como la propia madre Grace, aunque no lo sepa, aunque su poder no se haya hecho evidente todavía… Y «eso» fue lo que ella percibió en el niño… Pero lo interpretó mal. Ahí está el quid. Eso lo explica todo. Pobre Grace. Mi pobre y dulce Grace. Ella lo hizo con buena intención. Créanlo. Sí, lo hizo con buena intención, y también yo, y asimismo la gente de nuestra iglesia. Todos lo hicimos con buena intención.

Chewbacca dejó a Kyle para aproximarse a Charlie, él permitió al perro que le hocicara afectuoso. Percibió sangre enmarañando sus peludas orejas, lo cual significaba que Barlowe le había asestado un golpe muy duro con la culata del rifle. Sin embargo, el animal parecía haberse recobrado por completo. Sin duda habría sufrido una tremenda conmoción. No obstante, no se mostraba entontecido ni desorientado.

El perro le miró a los ojos.

Charlie frunció el ceño.

—Ella lo hizo con buena intención —remachó Kyle—. Lo hizo con buena intención —repitió una vez más, y llevándose ambas manos al rostro, empezó a sollozar.

Acurrucado contra su madre, Joey dijo:

—Él me asusta, mamá. ¿De qué está hablando? Me asusta.

—No pasa nada —dijo Christine.

—Él me asusta.

—Todo va bien, jefe.

Ante la sorpresa de Charlie, Christine encontró la energía suficiente para sentarse y retroceder casi un metro hasta recostarse contra la pared. Un momento antes, se hallaba demasiado extenuada para moverse e incluso para hablar. Su rostro tuvo también mejor aspecto, menos pálido.

Sorbiendo todavía, limpiándose la nariz con la manga y frotándose los ojos con su puñito, Joey preguntó:

—¿Y tú, Charlie? ¿Te encuentras bien?

Aunque ni la Spivey ni su gente representaran ya una amenaza, Charlie tuvo la certeza de que iba a morir en aquella cueva. Se encontraba muy mal; transcurrirían muchas horas hasta que se pudiera pedir ayuda y recibirla. Él no duraría tanto tiempo. A pesar de todo, intentó sonreír a Joey, y con una voz tan débil que a él mismo le asustó, repuso:

—Me encuentro bien.

El niño dejó a su madre y se le acercó.

—Magnum no podría haberlo hecho mejor que tú —declaró.

Joey se sentó junto a Charlie y le puso una mano encima. Harrison dio un respingo; pero todo marchó bien, perfectamente. Luego, perdió el conocimiento durante dos o tres minutos, o quizá se adormeciera tan sólo. Cuando despertó, Joey se hallaba otra vez con su madre, y Kyle Barlowe se disponía a partir.

—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede ahora?

Christine mostró evidente alivio al observar su recuperación.

—No hay ninguna posibilidad de que tú y yo salgamos de aquí por nuestros propios medios —dijo—. Hemos de ser transportados en camilla. Mr. Barlowe se ha prestado a pedir ayuda.

Barlowe sonrió tranquilizador, fue una expresión horrorosa en aquel rostro tan cruelmente constituido.

—Ha cesado de nevar y no hay viento. Si sigo los senderos forestales, alcanzaré la civilización dentro de una hora. Es posible que antes de la noche consiga enviar aquí un equipo de montaña para rescatarles. Estoy seguro de poder hacerlo.

—¿Se lleva usted a Joey? —preguntó Charlie, y, al hablar, notó que su voz era más fuerte que antes; que ya no tenía que esforzarse tanto—. ¿Lo sacará usted de aquí?

—No —intervino Christine—. Joey se quedará con nosotros.

—Me moveré más aprisa sin él —arguyó Barlowe—. Además ustedes dos lo necesitarán para alimentar el fuego de tanto en tanto.

—Yo cuidaré de ellos, Mr. Barlowe —terció Joey—. Puede contar conmigo. Con Chewbacca y conmigo.

El perro soltó un leve ladrido, uno solo, como si confirmara la promesa del pequeño.

Barlowe dirigió otra sonrisa espantosa al chiquillo, y éste le respondió con un alegre mueca. Joey había aceptado la conversión del gigante con bastante más prontitud que Charlie, y esa confianza parecía ser objeto de una actitud recíproca.

Barlowe los dejó.

Los tres permanecieron en silencio durante largo rato.

Ninguno miró ni de reojo el cadáver de Grace Spivey, como si éste fuera otra formación de la roca.

Apretando los dientes y preparándose para una angustiosa y, probablemente, infructuosa espera, Charlie intentó sentarse. A pesar de que, poco antes, no poseía la fuerza necesaria para hacerlo, ahora descubrió que era una tarea bastante fácil. El dolor del balazo en el hombro había remitido de forma espectacular, ante su enorme sorpresa, y ahora era sólo un dolor sordo sin demasiada dificultad. Las demás lesiones le causaron cierta molestia pero no se podía decir que fueran tan enojosas y agotadoras como antes. Se sintió algo… revivificado… y ahora tuvo la seguridad de poder mantenerse vivo hasta que llegara el equipo de rescate para sacarlo de la montaña y llevarlo al hospital.

Se preguntó si esa mejora sería cosa de Joey. El niño había acudido a él, le había puesto la mano encima, y entonces se quedó dormido. Cuando, dos o tres minutos después, recobró el conocimiento, se encontró parcialmente curado. ¿Sería ése uno de los poderes del niño? De ser así, se trataba de un poder imperfecto, pues su curación no había sido total, ni mucho menos: la herida de bala no se había cerrado, las magulladuras y laceraciones mostraban si acaso una leve mejoría y, en términos generales, él se encontraba sólo un poco mejor. Ésa imperfección del poder curativo (suponiendo que existiera) pareció refrendar la explicación que les había dado Barlowe. Ésa insuficiencia denotaba que era un poder desconocido para el propio Joey, una facultad paranormal exteriorizada de forma inconsciente. Lo cual significaba que él era sólo un niño pequeño dotado con un don especial. Porque si él fuera el Anticristo, poseería un poder milagroso e ilimitado que le permitiría curarle aprisa y por completo, así como a su madre.

—¿O no? Claro que sí. Claro que lo haría.

Chewbacca volvió a Charlie.

Seguía habiendo una costra de sangre en las orejas del perro.

Charlie miró fijamente los ojos del animal.

Luego lo acarició.

La herida que Christine tenía en la pierna cesó de sangrar y el dolor se extinguió. Ella se sintió muy lúcida. Cada minuto que pasaba, apreciaba más su supervivencia, que era (ahora lo veía claro) un tributo, no a la intervención de fuerzas sobrenaturales, sino a su propia resistencia y determinación. Así pues, recobró la confianza y empezó a pensar de nuevo en el futuro.

Durante unos minutos, cuando estuvo desvalida y sangrando mientras la Spivey se cernía amenazadora sobre Joey, Christine se había entregado a una desesperación poco característica de su temperamento. Llegó a caer en un talante tan sombrío, que cuando los furiosos murciélagos reaccionaron ante las detonaciones y atacaron a la peligrosa vieja, ella se había preguntado por un instante si Joey no sería después de todo el extraño ser que dejaban entrever las acusaciones de Grace. ¡Santo cielo! Ahora, con Barlowe en busca de ayuda, con la atenuación de su dolor, con la posibilidad creciente de que todos sobrevivieran, y observando cómo Joey echaba unas cuantas ramas al fuego, no lograba comprender cómo pudieron haberla asaltado unos temores tan tenebrosos y desatinados. Tal vez su extenuación y desánimo la hubiesen inducido a escuchar el mensaje demencial de la Spivey. A pesar de que ese momento de histeria habla pasado y de que la estabilidad se había restablecido, Christine sintió escalofríos al comprender que ella misma había sido, aunque sólo por un instante, campo abonado para las locuras de la terrible mujer.

¡Cuán fácil podía ser! Una lunática divulga sus desvaríos entre los crédulos, y muy pronto hay una multitud histérica o, como en este caso, un culto; y todos se creen guiados por las mejores intenciones, y acorazados contra cualquier duda por un fariseísmo exacerbado. Ahí radica el mal, se dijo, no en el niño pequeño, sino en la fatal atracción que siente la Humanidad por las respuestas fáciles aunque sean irracionales.

Desde el otro lado de la sala, Charlie preguntó:

—¿Confías en Barlowe?

—Creo que sí —contestó Christine.

—Podría cambiar otra vez de idea durante el camino.

—Creo que nos enviará ayuda —dijo ella.

—Si cambiase de idea sobre Joey, no necesitaría volver. Le bastaría dejarnos abandonados aquí, porque el frío y el hambre harían el trabajo en su lugar.

—Apuesto cualquier cosa a que volverá —dijo Joey sacudiéndose las manitas después de arrojar unas ramas al fuego—. Creo que, después de todo, es un buen chico. ¿No te parece, mamá? ¿No estás de acuerdo en que él es un buen chico?

—Sí —respondió Christine—. Él es un buen chico, cariño.

—Como nosotros —apostilló Joey.

—Como nosotros —repitió ella.

Pocas horas después, bastante antes del anochecer, los tres oyeron el helicóptero.

—Ése molinillo estará equipado con esquíes —dijo Charlie—. Aterrizarán en el prado y el equipo de rescate subirá hasta aquí.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó Joey.

Christine lloró de alivio y felicidad.

—Nos vamos a casa, cariño. Mejor será que cojas el chaquetón y los guantes y empieces a ponértelos.

El niño corrió hasta el montón de ropa aislante que se encontraba en el rincón.

—Y gracias —dijo Christine a Charlie.

—Os he fallado —murmuró él.

—No. Al final hemos tenido un poco de suerte… Primero la indecisión de Barlowe; luego, los murciélagos. Pero no habríamos llegado tan lejos si no hubiese sido por ti. Fuiste grandioso, Charlie. Te quiero.

Vaciló en dar la respuesta apropiada, porque abrazarla a ella significaría abrazar también al niño; ahí no había escapatoria. Y él no se sintió cómodo del todo con el chiquillo, aunque se esforzaba en creer que la explicación de Barlowe era la adecuada.

Joey se encaminó ceñudo hacia Christine. El lazo de su capucha estaba demasiado flojo, y no podía deshacer el engorroso nudo que había hecho.

—Dime, mamá, ¿por qué me ponen un cordón de zapato debajo de la barbilla?

Christine le ayudó sonriente.

—Creí que sabías ya muy bien hacerte las lazadas de los zapatos.

—Lo sé —respondió enorgullecido el chaval—. Pero han de estar sobre mis pies.

—Bueno, entonces me temo que no podremos considerarte un niño mayor mientras no seas capaz de hacerte un lazo de zapatos dondequiera que te lo pongan.

—¡Córcholis! Entonces no creo que sea nunca un niño mayor.

Christine acabó de anudar el cordón.

—¡Ah, lo serás algún día, cariño!

Charlie los observó mientras ella abrazaba a su hijo. Y suspiró. Luego, meneó la cabeza y, aclarándose la garganta, dijo:

—Yo también te quiero, Christine, de verdad.

Dos días después, en el hospital de Reno, tras haber soportado la asistencia de innumerables médicos y enfermeras, varias entrevistas con la Policía y una con un representante de la Prensa, al cabo de largas conversaciones con Henry Rankin y luego de dos noches de sueño inducido por las drogas, Charlie pudo disfrutar la tercera noche de un descanso sin ayuda médica. No tuvo dificultad para dormirse; pero soñó. Y soñó que hacía el amor a Christine, pero no fue una fantasía sexual sino más bien una rememoración de su ayuntamiento en la cabaña. Él no se había entregado nunca de forma tan completa como esa noche lo hizo con ella. Y, al día siguiente, Christine prescindió de todo pudor para explicarle que había hecho con él unas cosas que jamás se le habría ocurrido hacer con ningún otro hombre. Ahora, soñando, los dos se unieron con el mismo fervor y ahínco sorprendentes, dejando a un lado toda inhibición. Sin embargo, en el sueño, al igual que en la realidad, hubo también algo… salvaje, una ferocidad animal, como si el acto sexual compartido entre ambos fuese algo más que una expresión de amor y placer… como si constituyese una ceremonia, un vínculo que le comprometía por completo con Christine, y por ende, con Joey. Cuando Christine se abrió ante él, cuando penetró profundamente en su cuerpo, con la fuerza de un toro, el suelo empezó a abrirse debajo de ambos (aquí el sueño se apartó de la realidad) y el diván comenzó a deslizarse por una abertura cada vez más ancha. Aunque ambos percibieron el peligro, no pudieron hacer nada para evitarlo, no les fue posible interrumpir su ayuntamiento ni siquiera para salvarse, sino que continuaron apretando carne contra carne mientras la grieta del suelo se ensanchaba y atisbaban algo en la oscuridad abismal, algo que tenía hambre de ellos. Charlie quiso separarse de Christine, huir; intentó gritar; pero no pudo, sólo fue capaz de aferrarse a ella y penetrarla mientras el diván se hundía por el boquete abierto, el suelo de la cabaña se desvanecía sobre sus cabezas, y ellos se sumían dentro de…

Charlie se sentó jadeante en la cama de hospital.

El paciente en la otra cama gruñó un poco, pero no despertó de su profundo sueño.

La habitación estaba a oscuras, salvo por la tenue luz al pie de cada cama y el resplandor lunar que entraba por la ventana.

Charlie se recostó contra la cabecera.

Poco a poco, su acelerado pulso y su respiración frenética remitieron.

Quedó bañado en sudor.

Aquél sueño revivió todas sus dudas sobre Joey. Val Gardner había volado desde el Condado de Orange para llevarse consigo a Joey aquella misma tarde, y Charlie había lamentado de verdad la marcha del crío. El niño se había mostrado tan sagaz, tan lleno de buen humor, tan pródigo de bromas ingenuas, que el personal del hospital llegó a encariñarse con él; por otra parte, sus frecuentes visitas le habían hecho las veladas más rápidas y agradables. Pero ahora, por culpa de su pesadilla, lo cual equivalía a decir de su subconsciente, se encontró otra vez en un torbellino emocional.

Charlie se había creído siempre un hombre bueno, un hombre que se conducía de un modo justo, que procuraba ayudar al inocente y castigar al culpable. Por eso había querido pasar su vida representando el papel de investigador privado. Sam Spade y Philip Marlowe, Lew Archer y Charlie Harrison: hombres morales, hombres admirables, quizás incluso héroes. ¿Y qué? ¿Qué significaba que hubiesen ocurrido ciertas cosas? ¿Y si Joey hubiese movilizado a aquellos murciélagos? ¿Y si Chewbacca fuese Brandy, muerto dos veces y resucitado otras tantas por su amo? ¿Y si Joey no era la persona psíquica e inocente que creía Barlowe… sino más bien el demonio que veía la Spivey? ¡Desvaríos! Pero… ¿y si no lo fueran? ¿Qué debe hacer un hombre bueno en semejante caso? ¿Cuál es la actitud adecuada?

Varias semanas después, en un atardecer dominical de abril, Charlie visitó el cementerio de animales domésticos en el que había sido enterrado Brandy. Había llegado después de que cerraran, en plena oscuridad, y llevaba consigo un pico y una pala.

La pequeña tumba, con su modesto epitafio, se hallaba a mano derecha sobre un montículo, tal como le había explicado Christine, entre dos laureles indios; la hierba semejaba plata bajo la luz de una luna en cuarto menguante.

BRANDY QUERIDO PERRO COMPAÑERO Y AMIGO Charlie se plantó junto al recuadro, lo miró sin ganas de actuar, pero sabedor de que no tenía otra opción. No hallaría paz mientras no averiguase la verdad.

Bajo el manto nocturno, un silencio preternatural presidió aquel cementerio donde dormían para la eternidad gatos, perros y conejillos de Indias, hamsters, loros y conejos.

A regañadientes, Charlie se quitó la chaqueta ligera, dejó a un lado la linterna y se puso al trabajo. La herida del hombro se le había cicatrizado bien, más aprisa de lo que suponían los médicos, pero él no estaba todavía en forma y sus músculos empezaban a dolerle del esfuerzo. De pronto, la pala dejó oír un sonido a hueco cuando golpeó la tapa de una caja de pino muy sólida, aunque tosca y sin adornos, a unos sesenta centímetros de profundidad. Pocos minutos después, puso al descubierto el pequeño ataúd, el cual se hizo visible bajo el resplandor lunar como un rectángulo pálido rodeado de tierra negruzca.

Sabía que el cementerio ofrecía dos sistemas básicos para los enterramientos: con caja o sin ella. En ambos casos, se envolvía al animal en un paño para meterlo dentro de una bolsa de lona con cremallera. Era evidente que, Christine y Joey habían optado por el servicio completo, pues una de esas bolsas con cremallera apareció dentro de la caja.

¿Pero contenía esa bolsa los restos de Brandy… o estaba vacía? No percibió el hedor de la descomposición; pero eso sería de esperar si la bolsa fuese a prueba de humedad y estuviera herméticamente cerrada.

Se sentó sobre el borde de la tumba diciéndose que necesitaba recobrar el aliento. Pero lo cierto era que quería demorar el momento todo lo posible. Temió abrir el ataúd del perro, no porque esperara encontrar un spaniel dorado comido por los gusanos, sino porque le enfermaba pensar en la posibilidad de no hallar nada.

Tal vez debiera suspender todo, rellenar la tumba y marcharse. Quizá fuera mejor no averiguar lo que era Joey Scavello.

Después de todo, algunos teólogos argumentaban que el demonio, al ser un ángel caído, era intrínsecamente bueno y no malvado, sino sólo «diferente» de Dios.

Entonces recordó de repente algo que había leído en el colegio, unas líneas de Samuel Butler, uno de sus favoritos: «Y como disculpa del demonio, se debe recordar que hemos oído sólo a una parte del litigio. Dios ha escrito todos los libros».

La noche olió a tierra húmeda.

La luna acechó.

Por fin, levantó la tapa del pequeño féretro.

Vio dentro un saco con cremallera. Dubitativo, se tendió sobre la tierra junto a la tumba, extendió los brazos y colocó las manos sobre la bolsa. Decidió poner en práctica una versión macabra del juego de la gallina ciega palpando los contornos de la cosa encerrada allí y se fue convenciendo, poco a poco, de que aquello era el cadáver de un perro cuyo tamaño sería más o menos el de un spaniel dorado.

Conforme. Eso era suficiente. Allí estaba la prueba que él había necesitado. Sólo Dios sabría por qué creía necesitarla; pero allí estaba.

Harrison había tenido la impresión de que… se le «ordenaba» descubrir la verdad; no le había impulsado sólo la curiosidad, sino también una compulsión obsesiva que le venía de adentro, una motivación apremiante que algunos habrían interpretado como la mano de Dios empujándole todo el tiempo; pero que él preferiría no analizar ni definir. Las últimas semanas se habían caracterizado por ese apremio, por una voz interna impulsándole a hacer una visita al cementerio de animales domésticos. Acabó sucumbiendo y se había comprometido a poner en práctica este necio esquema. Lo que había encontrado no era la prueba de una maquinación infernal sino la evidencia de su propia insensatez. Aunque no había nadie que pudiera espiarle en el cementerio de animales, se sonrojó. Brandy no había vuelto desde la tumba. Chewbacca era otro perro. Y él había sido un estúpido por sospechar lo contrario. Ésta constatación era suficiente para probar la inocencia de Joey; no hacía falta abrir la bolsa e imponerse la dura prueba de contemplar los repelentes despojos.

Se preguntó qué habría hecho si hubiese encontrado vacía la tumba. ¿Habría matado él mismo al niño para destruir al Anticristo? ¿Habría librado al mundo de Armagedón? ¡Tremendo disparate! Él no podía haber hecho semejante cosa, aunque Dios se le hubiese aparecido con ondeantes vestiduras blancas, una barba ígnea y una orden de muerte escrita en tablas de piedra. Sus propios padres habían sido vapuleadores de niños, y él la víctima. Ése era el crimen que más le soliviantaba: el infanticidio. Aunque la sepultura hubiese estado vacía, aunque ese vacío le hubiese convencido de que la Spivey tenía razón acerca de Joey, él no habría podido ir contra el niño. No podría aventajar a sus enfermizos padres cometiendo un acto semejante. Si lo hiciere, tal vez pudiese vivir durante algún tiempo con esa proeza, porque se sentiría seguro de que Joey no era un inocente niño pequeño, sino un ser malévolo. Pero, a medida que el tiempo pasara, surgirían cada vez más dudas. Empezaría a pensar que se había imaginado el inexplicable comportamiento de los murciélagos; la tumba vacía tendría cada vez menos significación, y todos los demás indicios y portentos terminarían pareciéndole una divagación suya. Comenzaría a decirse que Joey no era demoníaco sino un chico muy bien dotado, que no estaba poseído por poderes sobrenaturales sino que poseía simples facultades psíquicas. Acabaría llegando a la conclusión de que había destruido a un niño especial, pero absolutamente puro y nada malévolo.

Charlie permaneció boca abajo sobre la tierra fría, húmeda.

Miró fijamente la tumba del perro.

El bulto envuelto en lona siguió enmarcado por las tablas pálidas de pino. Era un bulto negro que podía contener cualquier cosa si sus manos no le hubiesen revelado que dentro se hallaba un perro; así que no había necesidad de abrirlo, no había necesidad alguna.

La lengüeta de la cremallera reflejó la luz lunar. Su guiño plateado semejó el de un ojo único, frío, escrutador.

Aunque abriese la bolsa y encontrara sólo piedras, o incluso algo mucho peor, cualquier monstruosidad inimaginable que fuera prueba positiva del origen demoníaco de Joey, él no podría actuar como vengador de Dios. Y por otra parte, ¿qué lealtad debía él a un dios que permitía tantos sufrimientos en el mundo? ¿Y qué decir de su propio sufrimiento siendo niño, la terrible soledad, las palizas y el constante temor que había soportado? ¿Dónde había estado entonces Dios? ¿Podría empeorar mucho más la vida porque sobreviniese un cambio en la monarquía divina?

Rememoró la hucha mecánica de Denton Boothe: «No hay justicia en un universo de asnos».

Tal vez un cambio aportara justicia.

De todas formas, ni Dios ni el demonio gobernaban el mundo, a su entender.

Él no creía en reinados divinos.

Lo cual hacía todavía más ridícula su presencia allí.

La lengüeta de la cremallera seguía reluciendo.

Rodó sobre sí mismo y se quedó de espaldas, para no ver el brillo del largo cierre metálico.

Luego, se levantó y recogió la tapa del ataúd. La colocaría en su lugar, rellenaría la tumba y se volvería a casa. ¡Había que afrontar la situación de una forma razonable!

Vaciló.

¡Maldición!

Renegando con furia de su propia compulsión, soltó otra vez la tapa.

Alargó un brazo hacia la tumba y levantó la bolsa. Descorrió la cremallera en toda la longitud del saco y se oyó un ruido como de un insecto.

Empezó a temblar.

Retiró el paño envolvente.

Enfocó la linterna y quedó boquiabierto.

¿Qué diablos…?

Con mano temblorosa dirigió el rayo de la linterna hacia la pequeña lápida y, a la luz titilante, leyó otra vez la inscripción; luego, enfocó la luz una vez más sobre el contenido de la bolsa. Por unos instantes no supo qué pensar de su descubrimiento, pero poco a poco se disipó la bruma de su confusión. Después, dio la espalda a la tumba, se alejó algo de los despojos corruptos que despedían un hedor repelente y reprimió el fuerte deseo de vomitar.

Cuando las náuseas remitieron, Charlie empezó a temblar; pero de risa más que de miedo. Quedó plantado en el silencio de la noche, sobre un pequeño montículo en un cementerio de animales domésticos, un hombre adulto que había sido presa caprichosa de una superstición infantil. Se sentía como el blanco de una broma cósmica, una buena broma, que le hizo reventar de risa, pero también verse como un asno de primera fila. El perro que se hallaba en la tumba de Brandy era un setter irlandés, no un spaniel dorado, no el célebre Brandy, lo cual significaba que el personal del lugar había metido la pata hasta las corvas, enterrando a Brandy en cualquier otra tumba y metiendo equivocadamente al setter en aquel agujero. Al parecerse entre sí todas las envolturas de los perros, el error de la funeraria era no sólo comprensible sino inevitable. Si el enterrador era descuidado, o si le daba a la botella de cuando en cuando, lo cual era más probable, existían numerosas probabilidades de que, en aquel cementerio, muchos perros estuviesen enterrados bajo unas lápidas equivocadas. Después de todo, enterrar al perro de la familia no era un asunto tan serio, ni mucho menos, como enterrar a la abuelita o a tía Emma; las precauciones no habían de ser tan meticulosas. ¡Claro que no! Para localizar el lugar donde descansaba Brandy, tendría que averiguar la identidad del setter y expoliar una segunda tumba. Al contemplar los centenares y centenares de pequeñas lápidas, comprendió que eso era una tarea imposible. Además, carecía de importancia. El error de la funeraria le cayó como un jarro de agua fría en plena cara; le hizo recobrar el sentido común. De pronto, se vio como el héroe de una vieja película de horror deambulando por un cementerio en persecución de… ¿De qué? ¿Del perro de Drácula? Sus carcajadas fueron tan violentas que hubo de tomar asiento para no caerse.

Se decía que los caminos del Señor son inescrutables, y tal vez el demonio tuviera también sus caminos misteriosos; pero Charlie no pudo creer que el demonio fuera tan retorcido y sutil, tan tortuoso y necio como para enturbiar la pista hasta la tumba de Brandy, provocando un trastrueque mortuorio en un cementerio para animales domésticos. Semejante demonio podría intentar también comprar el alma de un hombre ofreciéndole una fortuna en cupones de béisbol, por lo cual no se podía tomar en serio a tal diablo.

Ahora bien, ¿cómo y por qué se había ocupado él tan seriamente de esta cuestión? ¿Habría sido contagiosa la manía religiosa de Grace Spivey? ¿Habría contraído él la fiebre de los que anunciaban el fin del mundo?

Su risa surtió un efecto depurador, y cuando se extinguió por agotamiento, se sintió como nunca desde hacía semanas.

Utilizó la pala para colocar la bolsa con el perro muerto dentro de la tumba, colocó la tapa de la caja, echó paladas de tierra sucia hasta llenar el agujero, lo apisonó, limpió la pala en la hierba y regresó a su coche.

No había hallado lo que esperaba, y quizá no hallase jamás la verdad; pero sí había encontrado más o menos lo que «deseaba»: una salida, una respuesta aceptable, algo con lo que pudiera vivir… La absolución.

Al principio de mayo en Las Vegas hacía un tiempo agradable, con el bochornoso calor veraniego todavía por venir; pero con las gélidas noches invernales pasando a la historia hasta el año siguiente. Un aire tibio y seco se llevó por delante todos los recuerdos que aún les quedaban de la espantosa persecución en la alta montaña.

El primer miércoles del mes, por la mañana, Charlie y Christine iban a casarse en una capilla no sectaria, que les divirtió mucho por su fantástica pomposidad, su risible mal gusto y su proximidad inmediata a un casino. Ellos no veían su boda cual una ocasión solemne, sino como el comienzo de una gozosa aventura que debería iniciarse entre risas, y no con fausto y prosopopeya. Además, apenas decidieron casarse, les acometió el deseo frenético de hacerlo cuanto antes, y no hubo ningún otro lugar que pudiera cumplir su horario con tanta puntualidad como Las Vegas, con su liberalidad en materia de matrimonios.

Llegaron allí la noche anterior, alquilaron una pequeña suite en el Bally’s Grand y, al cabo de pocas horas, la ciudad pareció favorecerles con unos auspicios que les auguraban un futuro feliz como pareja. Cuando se dirigían a cenar, Christine echó cuatro monedas de veinticinco centavos en una máquina tragaperras, y aunque era la primera vez que probaba fortuna en eso, sacó el premio gordo de mil dólares.

Más tarde, jugaron un poco a las «veintiuna» y ganaron casi otros mil dólares cada uno. Por la mañana, al salir de la cafetería después de un soberbio desayuno, Joey encontró un dólar de plata que se le había caído a alguien y, por lo que a él se refería, su buena suerte sobrepasó con mucho a la de su madre y Charlie:

¡Todo un dólar! ¡Y de plata!

Habían llevado consigo a Joey, pues Christine no podía soportar la idea de dejarlo solo. La prueba reciente, que casi le había hecho perder al chico, pesaba todavía en su ánimo, y cuando él escapaba a su vigilancia más de dos o tres horas, se ponía muy nerviosa.

—A su debido tiempo me tranquilizaré —había dicho Christine a Charlie—. Pero todavía no. Entonces, podremos salir los dos solos y dejar al niño con Val. Te lo prometo. Pero todavía no. De modo que, si quieres casarte conmigo, deberás cargar con mi hijo durante toda la luna de miel. Muy romántico, ¿no?

Charlie no puso ninguna objeción. A él le gustaba el pequeño. Era un excelente compañero, bien educado y conversador; despierto y afectuoso.

Concluida la ceremonia oficial, cuando todos abandonaron la capilla a los acordes discográficos de Joy to the World cantado por Wayne Newton, ellos decidieron prescindir de la limusina ritual y caminar hasta el hotel. Hacía un día tibio, azul, claro (salvo algunas nubéculas blancas diseminadas por el cielo); muy hermoso en suma, no obstante el bullicio del bulevar Las Vegas cuyas aceras estaban abarrotadas.

Así que Joey sirvió de padrino en la ceremonia, y él estuvo encantado con su papel. Guardó el anillo con aire grave, solemne. En el momento justo, se lo entregó a Charlie, con una sonrisa tan animosa y cálida que hubiera podido derretir el oro en que estaba montado el diamante.

—¿Y qué hay del banquete de bodas? —inquirió Joey mientras andaban.

—Si no hace siquiera dos horas que has desayunado —dijo Charlie.

—Soy un niño y estoy creciendo.

—Eso es cierto.

—¿Cómo es para ti un buen banquete de bodas? —preguntó Christine.

Joey caviló durante un trecho y por fin dijo:

—¡Big Macs y Bassin Robbins!

—¿No sabes lo que pasa cuando comes demasiados Big Macs? —dijo Christine.

—¿Qué?

—Pues que creces hasta parecerte a Ronald MacDonald.

—Es verdad —terció Charlie—. Se te pone una gran nariz roja, crece un pelo anaranjado grotesco y los labios se te hacen también rojos y enormes.

Joey se rió entre dientes.

—¡Cuánto me gustaría que Chewbacca pudiera estar aquí, caramba!

—Estoy segura, cariño, de que Val lo cuidará muy bien.

—Sí, pero él se está perdiendo toda la diversión.

Deambularon por la acera con Joey entre ambos. Incluso a esa hora temprana, algunos de los grandes letreros y marquesinas destellaron.

—¿Creceré hasta tener también los graciosos y enormes pies de un payaso? —preguntó Joey.

—Ni más ni menos —respondió Charlie—. Calzarás el número cincuenta.

—Lo cual te impedirá conducir un coche —agregó Christine.

—Y bailar.

—No me interesa bailar —declaró Joey—. No me gustan las chicas.

—¡Ah, dentro de unos años te gustarán! —dijo Christine.

—Eso es lo que dice Chewbacca —contestó Joey frunciendo el ceño—. Pero yo no lo creo.

—Así que Chewbacca habla de esas cosas, ¿eh? —se burló Christine.

—Bueno…

—Y si te descuidas será una autoridad en materia de chicas.

—Si te pones así me rindo —replicó el chico—. He querido haceros creer que él habla.

Charlie se rió y guiñó un ojo, a su reciente esposa, por encima de Joey.

—Oye —dijo el chaval volviendo a la carga—. Si como demasiados Big Macs, ¿me crecerán también las graciosas manos de los payasos?

—Claro —contestó Charlie—. Te crecerán tanto que no podrás hacerte el lazo de los zapatos.

—Ni hurgarte la nariz —agregó Christine.

—Eso no me importa porque yo no me hurgo la nariz —respondió indignado el pequeño—. ¿Sabes lo que me ha dicho Val sobre hurgarse la nariz?

—No. ¿Qué te ha dicho Val? —preguntó dubitativa Christine.

Charlie observó que ella estaba un poco temerosa de la respuesta porque el chico aprendía sin cesar de Val el lenguaje más inadecuado del mundo.

Guiñando al sol, como si intentara recordar con toda exactitud lo que Val le había dicho, Joey repuso:

—Me ha explicado que las únicas personas que se hurgan la nariz son los golfos, los Looney Tunes, los inspectores de hacienda y su exmarido.

Charlie y Christine se miraron y rompieron a reír. ¡Qué bien sentaba reír!

—Oídme, muchachos —dijo Joey—, si queréis estar, ya sabéis… huuum… a solas, podéis dejarme en el cuarto para juegos del hotel. No me importa. Aquello es estupendo. Allí tienen muchos juguetes bonitos y cosas de ésas. Oídme, muchachos, ¿no os gustaría jugar un poco más a las cartas o con esas tragaperras en las que mamá ganó dinero anoche?

—Me parece que, por ahora, dejaremos los juegos de azar, cariño.

—¡Ah! —exclamó decepcionado el niño—, ¡yo creo que deberías jugar, mamá! Ganarás. Apuesto cualquier cosa. Ganarás mucho más todavía… ¡De verdad! Sé que ganarás. Lo sé, no te digo más.

El sol asomó por detrás de una nubécula y cayó con fuerza sobre el pavimento, destelló en el cromo y el cristal de los coches viajeros, dio mayor brillo a los fastuosos hoteles y casinos haciéndoles parecer más limpios, e hizo titilar el propio aire de una forma fantástica.

Todo acabó con luminosidad solar, no en una noche oscura y tormentosa.