El hombre inmenso se adentró en la cueva. Era el monstruo que Charlie conoció en la rectoría de la Spivey, el gigante de rostro avieso. La bruja le había llamado Kyle. Mientras veía cómo avanzaba por la cámara y observaba el acobardamiento de Christine ante el grotesco atacante, Charlie sintió por igual temor y aborrecimiento de sí mismo. Se atemorizó porque supo que iba a morir en aquella cueva malsana y solitaria, y aborreció su propia debilidad, su actuación ineficaz e incompetente. Sus padres habían sido débiles e ineficaces, se refugiaron en una neblina de alcohol a modo de consuelo por su incapacidad para afrontar la vida; desde su primera juventud, Charlie había jurado no asemejarse jamás a ellos. Él se había pasado la vida aprendiendo a ser fuerte, siempre fuerte. No había esquivado nunca un reto, en especial porque sus padres hicieron siempre lo contrario. Y él perdía raras veces una batalla. Odiaba perder. Sus padres habían sido los perdedores, no él, Charlie Harrison de Klemet & Harrison. Un perdedor era débil en cuerpo, mente y espíritu, la debilidad era el mayor pecado existente. Y ahora él, en sus actuales circunstancias, casi paralizado por el dolor, tenía que reconocer que era débil como una cría de gato y luchaba para conservar la lucidez. No había forma de eludir la verdad, y esta verdad era que él había traído a Christine y a Joey a este lugar, les había impuesto esta situación con la promesa de ayudarles, una promesa huera. Ellos le necesitaban y él no podía hacer nada en su favor. Se acercaba al final de su vida traicionando a quienes amaba, lo cual no le diferenciaba mucho de su alcohólico padre y de una madre devorada por el odio y la bebida.
En cierto modo, sabía que estaba siendo demasiado severo consigo mismo. Él había hecho todo cuanto le fue posible. Nadie podría haber hecho más. Pero siempre había sido demasiado severo consigo mismo, y ahora no iba a cambiar. No importaba lo que él hubiera querido hacer sino lo que había hecho. Y lo que había hecho era enfrentarlos con la muerte.
Detrás de Kyle, otra figura atravesó el arco entre ambas cámaras. Una mujer. Durante unos instantes, se mantuvo en la sombra; luego, se dejó ver a la luz anaranjada del fuego. ¡Grace Spivey!
Con un esfuerzo, Charlie torció el rígido cuello, parpadeó para aclarar su borrosa visión, y miró a Joey. El niño estaba en un rincón, de espaldas a la pared, las manos a los costados, con las palmas apretando el muro como si quisiera atravesar la roca y escapar de aquella estancia. Sus ojos parecían salírsele de las órbitas. Algunas lágrimas resbalaban por sus mejillas. No existía duda de que había regresado del universo fantástico hacia el cual trataba de huir. Estaba claro que el mundo auténtico atraía ahora toda su atención por obra y gracia de una realidad escalofriante: la presencia aborrecible de Grace Spivey.
Charlie intentó alzar los brazos porque, si pudiera hacerlo, podría también sentarse; y si lograra sentarse, sería capaz de levantarse y, si se levantara, se decidiría a luchar. Pero no pudo alzar los brazos. Ninguno de los dos. Ni un centímetro.
La Spivey se detuvo para mirar a Christine.
—No le haga daño —pidió ésta, sin otra opción que la súplica—. Por el amor de Dios, no lastime a mi pequeño.
La Spivey no contestó. En lugar de ello, se volvió hacia Charlie y cruzó la estancia muy despacio, arrastrando los pies. En sus ojos hubo una mirada de triunfo y odio maníaco.
Charlie sintió terror y repulsión por lo que veía en aquellos ojos y apartó la vista de ella. Frenético, intentó idear algo que pudiera salvarlos, algún tipo de acción, el empleo de un arma que les hubiera pasado inadvertida.
De repente, tuvo la certeza de que les quedaba todavía una salida, de que no estaban condenados sin remisión. Aquello no fue fruto de la ilusión ni de un sueño febril. Conocía demasiado su propia manera de ser para fiarse de semejante cosa; él confiaba sólo en sus corazonadas, y ésta fue más real y fiable que cualquiera de las que había tenido jamás. Quedaba todavía una salida. Pero… ¿Dónde? ¿Cómo? ¿De qué manera?
Cuando Christine miró los ojos de Grace Spivey se sintió como si una mano glacial le hurgara el pecho para atenazarle el corazón en una presa. Durante un momento, no pudo parpadear ni tragar saliva, no le fue posible respirar ni pensar. Aquélla vieja estaba loca. Sí, era una lunática rabiosa; pero había poder en sus ojos, una energía perversa. Ahora Christine comprendió por qué la Spivey lograba hacer retener conversos para su irracional cruzada. Luego, la bruja se apartó de ella, y Christine pudo respirar otra vez y volver a notar el dolor lacerante en su pierna.
La Spivey se detuvo ante Charlie y lo miró con fijeza.
«Ella hace caso omiso de Joey a propósito —pensó Christine—. A su entender, él es la razón de que haya hecho tanto camino y se haya arriesgado a recibir un balazo, la causa de que se haya esforzado en estas montañas arrostrando dos tormentas de nieve, y ahora no le presta atención a fin de saborear el momento, disfrutar de su triunfo».
Christine había cultivado un odio negro contra la Spivey, pero ahora era más negro que cualquier negrura. Expulsó todo otro sentimiento de su corazón. Por unos segundos, expulsó incluso el amor que le inspiraba Joey, y se hizo absorbente, omnímodo.
Entonces la demente se volvió hacia el chiquillo, y el odio de Christine se replegó para dar paso a unas oleadas contradictorias de amor y pánico, remordimiento y horror.
Otra cosa la obsesionó asimismo: la sensación persistente de que era posible todavía hacer algo para abatir a la Spivey y al gigante, si ella pudiese pensar con claridad.
Por fin Grace se encaró con el niño.
Percibió al instante el aura oscura que le rodeaba y que él mismo irradiaba, y temió mucho que fuera demasiado tarde para ella. Quizás el poder del Anticristo hubiese crecido en exceso, tal vez el chico fuese ahora invulnerable.
Vio lágrimas en su rostro. Todavía fingía ser sólo un normal muchachito de seis años, pequeño, asustado e indefenso. ¿Acaso creía él que la engañaría con su ficción, que tendría probabilidades de hacerla dudar en esta hora final? Antes, ella había tenido momentos de duda, como en aquel motel de Soledad, pero esos períodos de debilidad habían sido breves, y ahora todos ellos quedaban muy atrás. Dio unos pasos hacia él.
El niño intentó encogerse aún más en el rincón; pero se adhería ya tanto a la juntura de las paredes rocosas que semejaba una excrecencia pétrea en forma de niño.
Ella hizo alto a unos dos metros del chaval y dijo:
—Tú no heredarás la tierra. No en mil años. Ni por un minuto siquiera. Yo he venido para detenerte.
El pequeño no respondió.
Ella notó que sus poderes no habían aumentado todavía lo suficiente para anularla, y cobró confianza. Él continuaba temiéndola. ¡Lo había alcanzado a tiempo! Sonrió.
—¿Creíste de verdad que podrías huir de mí?
La mirada del niño fue más allá, y ella comprendió que se dirigía al maltrecho perro.
—Ahora tu cancerbero no te ayudará —dijo.
Él empezó a temblar y a mover los labios como si se esforzara por hablar. Ella le vio formar la palabra «mamá» pero sin poder emitir el menor ruido.
Grace Spivey asió una funda sujeta a su cinturón y sacó un cuchillo de caza con larga hoja. Era puntiagudo y lo habían afilado con correas hasta darle el corte de una navaja barbera.
Christine vio el cuchillo e intentó saltar del suelo; pero el dolor brutal en la pierna desbarató su intento haciéndole desplomarse justo cuando el gigante la encañonaba con su rifle.
Dirigiéndose a Joey, la Spivey continuó:
—He sido elegida para esta tarea por mi dedicación a Alberto durante muchos años, porque sé cómo entregarme por completo. Y así es como me he consagrado a esta santa misión… sin reservas ni titubeos… dedicándole cada gramo de mi energía y fuerza de voluntad. Nunca hubo la menor probabilidad de que pudieras escapar a mi persecución.
Con la intención desesperada de detener a la Spivey, de conmoverla, Christine dijo:
—Escúcheme, por favor, escúcheme. Usted está equivocada, absolutamente equivocada. Él es sólo un niño pequeño, mi pequeño, yo lo quiero y él me quiere. —Sus frases eran balbuceantes, e incluso inarticuladas, y se enfureció consigo misma por no saber encontrar palabras convincentes—. ¡Oh, Dios mío, si usted pudiera ver lo dulce y cariñoso que él es, comprendería que se ha confundido por completo! Usted no puede apartarlo de mí. ¡Sería tan… tan disparatado!
Haciendo caso omiso de Christine, enarboló el cuchillo y continuó dirigiéndose a Joey.
—Yo he pasado muchas horas rezando sobre esta hoja. Y cierta noche vi que el espíritu de uno de los ángeles del Todopoderoso descendía del cielo y entraba por la ventana de mi dormitorio. Pues bien, ese espíritu reside aquí, dentro de este instrumento consagrado, y cuando te acuchille con él, no será sólo su hoja lo que te rasgue la carne, sino también el espíritu angélico.
La locura de la mujer fue delirante, y Christine comprendió que una llamada a la lógica y la razón, sería tan inútil como lo había sido la apelación al sentimiento. No obstante, ella tenía que intentarlo. Con creciente desesperación, suplicó:
—¡Espere! Escúcheme. Usted está equivocada. ¿Es que no lo ve? Aun cuando Joey fuese lo que usted dice… que no lo es, sólo pensarlo parece una locura… Pero si lo fuese, incluso si Dios lo quisiera muerto, ¿por qué no habría de destruirlo el mismo Dios? Si deseara que muriese mi pequeño, ¿por qué no matarlo enviándole un rayo o el cáncer, o haciendo que lo atropellara un coche? Dios no tendría necesidad de usted para desembarazarse del Anticristo.
Ésta vez, la Spivey contestó a Christine pero sin volverse hacia ella; la mirada de la anciana quedó clavada en Joey. Habló con un fervor pavoroso, su voz tuvo altibajos como la de un revivalista, pero más enérgica que la de cualquier Elmer Gantry, con una exaltación feroz que transformaba algunas palabras en gruñidos animales y con una animación inefable que otorgaba a otras frases una sonoridad cantarina. El efecto fue aterrador e hipnótico, y Christine imaginó que así sería el que Hitler y Stalin causaron antaño a las multitudes:
Cuando el Mal aparece entre nosotros, cuando lo vemos actuar en este trastornado mundo, sólo podemos caer de rodillas y suplicar a Dios que nos libre de él. El Mal y la tentación vil son una prueba para nuestra fe y virtud, un desafío que debemos afrontar cada día de nuestra vida con objeto de demostrarnos a nosotros mismos que somos merecedores de la salvación y del ascenso al cielo. No podemos esperar que Dios nos quite el yugo porque, en primer lugar, es un yugo que nos hemos impuesto nosotros mismos. Nos cabe la sagrada responsabilidad de afrontar el Mal y triunfar sobre él, con nuestros medios, con esos recursos que el Todopoderoso nos ha procurado. Así es como ganamos un lugar a su mano derecha, acompañados de los ángeles.
Por fin la anciana se desentendió de Joey para enfrentarse con Christine. Sus ojos parecieron más perturbadores que nunca. Y prosiguió su arenga:
—Y tú revelas tu propia ignorancia y tu irrecusable falta de fe al atribuir el cáncer, la muerte y otras aflicciones a nuestro Señor, Dios del cielo y la tierra. No fue él quien trajo el mal a la tierra y afligió a la Humanidad con diez mil plagas. Fue Satanás, la abominable serpiente, fue Eva, en el bendito jardín de paz, quien divulgó los conceptos de pecado, muerte y desesperación entre las miles de generaciones siguientes. Nosotros mismos traemos el Mal, y ahora, cuando el Mal definitivo pisa esta tierra en forma de niño, nos corresponde el deber de solventarlo por nuestra cuenta. Es ésta la prueba de las pruebas. ¡Y en ella se centra la confianza que la Humanidad entera deposita en nuestra capacidad para superarla!
La furia de la anciana dejó sin habla a Christine, le arrebató toda esperanza.
La Spivey se volvió hacia Joey y dijo:
—Huelo tu corazón pútrido. Siento el mal que irradias. Es una frialdad que me llega hasta la médula y la hace vibrar. ¡Ah, yo te conozco muy bien! ¡Vaya si te conozco!
Luchando contra el pánico, que amenazaba con endosarle una incapacidad emocional y mental tan peligrosa con la indefensión física, Christine hurgó todos los recovecos de su mente para buscar un plan, una idea salvadora. Estuvo dispuesta a intentar cualquier cosa por muy descabellada que pareciese… ¡Cualquier cosa! Pero no halló nada.
Observó que Charlie, a pesar de su estado, había conseguido sentarse. Con su debilidad extrema y el dolor abrumador, cualquier movimiento habría representado una tortura para él. Pero no se habría movido sin razón alguna, ¿no era cierto? Tal vez se le hubiese ocurrido ese recurso que ella no podía concebir. Christine quiso creerlo así. ¡Eso era lo que había estado esperando con todo su corazón!
La Spivey cogió el cuchillo por la hoja y ofreció la empuñadura al horrendo gigante.
Sonó la hora, Kyle. La apariencia del muchacho es engañosa. Se le diría pequeño y enclenque; pero él cobrará fuerza, se resistirá, y aunque yo sea la Elegida, no tengo ya la fortaleza física de otros tiempos. Te corresponde a ti.
Una expresión extraña desfiguró el rostro de Kyle. Christine esperó ver allí muecas de triunfo, ansiedad y odio maníacos, pero en lugar de eso apareció una mezcla de inquietud, confusión… y vacilación.
—Kyle —dijo la Spivey—, ha llegado la hora de que seas el martillo de Dios.
Christine se estremeció. Se arrastró por el suelo hacia el gigante, tan horrorizada que pudo desentenderse por unos momentos del dolor en la pierna. Se aferró al borde de su parka, esperando hacerle perder el equilibrio y arrebatarle el arma, un plan desatinado considerando el tamaño y el vigor del individuo. Pero no tuvo tiempo de ponerlo en práctica, porque el hombre la golpeó con la culata de su rifle igual que había hecho con el perro. Le dio en el hombro, y la hizo caer hacia atrás, dejándola sin aliento. Mientras intentaba recobrarlo, se llevó la mano al hombro magullado y rompió en sollozos.
Haciendo un tremendo esfuerzo, casi a punto de perder el conocimiento, Charlie se sentó, pues pensó que quizá viera la situación de forma diferente desde una nueva posición, y tal vez localizara de una vez la solución que escapaba a su percepción. Sin embargo, siguió sin idear nada que pudiera salvarlos.
Kyle cogió el cuchillo y entregó el rifle a Grace.
La anciana dejó paso libre al gigante.
El monstruoso hombre dio vueltas al cuchillo entre las manos, mirándolo fijamente con cierta confusión. La hoja relució a la luz espectral del fuego.
Charlie intentó auparse aferrándose a la repisa de más de un metro que formaba el hogar, con el designio de coger un leño encendido y arrojárselo. Con el rabillo del ojo, la Spivey lo vio debatirse bajo el peso muerto de su propio cuerpo, y dirigió el rifle hacia él. Pero pudo haberse ahorrado la molestia, porque él no tuvo siquiera fuerza suficiente para alcanzar el fuego.
Kyle Barlowe miró el cuchillo en su mano, luego al muchacho y no supo decirse cuál de los dos le asustaba más. Él había usado cuchillos mucho antes. Había rajado a diversas personas, incluso las había matado. Aquello le resultaba fácil, y le servía para desahogar parte de la furia que se almacenaba periódicamente en su interior como el vapor en una caldera. Pero ya no era el mismo hombre de entonces. Ahora él controlaba sus emociones. Al fin conseguía entender su forma de ser. El antiguo Kyle había odiado a todo el mundo con quien se encontraba, tanto si lo conocía como si no, porque todos le habían rechazado sin remedio. Pero el nuevo Kyle sabía que ese aborrecimiento le causaba más daño a él que a nadie. Además, ahora sabía que no siempre se le había rechazado por su fealdad, sino porque era arisco y colérico. Grace le había proporcionado sentido de la responsabilidad y aceptación, y, a su debido tiempo, él había descubierto afecto; y, tras el afecto, aparecieron los primeros indicios de cierta capacidad para amar y dejarse amar. Y ahora, si él usara aquel cuchillo, si matara al muchacho, podría deslizarse por si solo, en un inevitable salto atrás, hacia el abismo del que había logrado salir. Tuvo miedo del cuchillo.
Pero también le asustaba el muchacho. Él sabía que Grace tenía un poder psíquico, pues la había visto hacer cosas que no podría hacer ninguna persona corriente. Por tanto, ella debía de tener razón cuando decía que el chico era el Anticristo. Si él se abstuviera de matar a la criatura demoníaca, traicionaría a Dios, a Grace y a la Humanidad entera.
¿Pero acaso no se le estaba pidiendo que mancillara su alma para poder ganar la salvación? ¿Matar para obtener la bendición? ¿Tenía sentido eso?
—No haga daño a mi pequeño, por favor —imploró Christine Scavello.
Kyle bajó la vista hacia ella y su dilema se agudizó. Aquélla mujer no le pareció una virgen tenebrosa, respaldada por el poder de Satanás. La vio dolida, angustiada, suplicando gracia. Él le había hecho daño y sintió una punzada de culpabilidad por la lesión infligida.
Intuyendo que algo marchaba mal, madre Grace dijo:
—¡Kyle!
Encarándose con el muchacho, Kyle echó hacia atrás la mano armada con el cuchillo para descargar todo el poder de sus músculos con el primer golpe. Su rostro se descompuso en una espantosa máscara de terror y el sudor bañó la pastosa piel. El pequeño cuerpo se encogió como si sintiera ya el dolor inminente.
—¡Golpéale! —le apremió madre Grace.
Diversas preguntas desfilaron raudas por la cabeza de Kyle.
«¿Cómo puede ser misericordioso Dios, si me deja soportar el peso de mis monstruosas facciones? ¿Qué clase de dios es el que me libra de una vida inicua llena de violencia, dolor y odio… sólo para obligarme a matar otra vez? Si Dios gobierna el mundo, ¿por qué permite tanto sufrimiento, dolor y miseria? ¿Sería mucho peor si gobernara Satanás?».
—¡El demonio está imbuyendo dudas en tu mente! —dijo Grace—. De ahí proviene todo, Kyle. No de tu interior. ¡Del demonio!
—No —respondió él—. Tú me enseñaste siempre a pensar sobre las buenas acciones, a hacer lo justo, y ahora quiero tomarme un minuto, ¡sólo un minuto!, para reflexionar.
—No reflexiones. ¡Actúa! —ordenó ella—. O apártate de mi camino y déjame usar ese rifle. ¿Cómo puedes fallarme en el momento decisivo después de todo lo que he hecho por ti?
Grace tenía razón. Él se lo debía todo. Si no hubiese sido por ella, estaría todavía traficando con droga, viviendo en el arroyo, consumiéndose de odio. Si le fallase ahora, ¿dónde quedarían su honor y su gratitud? Y, al fallarle, ¿no reincidiría en su antigua vida casi con tanta seguridad como si usara el cuchillo según le pedía ella?
—Por favor —pidió Christine Scavello—. ¡Oh, Dios mío, no haga daño a mi bebé, por favor!
—¡Envíalo de vuelta al infierno para siempre! —gritó Grace.
Kyle se sintió como si lo desgarraran. Él había estado formulando juicios morales y utilizando una escala de valores desde hacía pocos años, no el tiempo suficiente para que aquello se convirtiera en un hábito del subconsciente, no lo bastante para afrontar un dilema como aquél. Se dio cuenta de que las lágrimas le rodaban por las mejillas.
La mirada del niño se alzó desde la punta de la hoja.
Kyle miró los ojos del pequeño y sufrió una sacudida.
—¡Mátalo! —vociferó Grace.
Kyle tuvo violentos temblores.
También tembló el muchacho.
Sus miradas no se encontraron tan sólo… Se fundieron… Y a Kyle le pareció que podía ver no sólo con sus propios ojos, sino también mediante los ojos del chico. Fue casi una empatía mágica, como si él fuera a un tiempo él mismo y el niño, el atacante y la víctima. Se sintió enorme, peligroso… y a la vez pequeño, desvalido. Experimentó una confusión repentina y creciente. Su visión se nubló por un momento. Entonces se vio… o creyó verse, cerniéndose sobre el niño, se vio, literalmente, desde el punto de vista del muchacho, como si él fuera Joey Scavello. Fue un momento turbador de visión interior, extraño y desconcertante, casi una experiencia de desdoblamiento. Mirándose con los ojos del muchacho, le consternó su apariencia, el salvajismo de sus propias facciones, la insensatez de aquel ataque. Un escalofrío le corrió por la espina dorsal, y le faltó el aliento. Ésa visión tan poco halagadora de sí mismo fue el equivalente psíquico de un golpe en la cabeza, psicológicamente traumático. Parpadeó. El momento de visión interior pasó, y volvió a ser el de siempre, aunque con una terrible neuralgia y una sensación persistente de vértigo. Por último, supo al fin lo que debía hacer.
Ante la sorpresa de Christine, el gigante dio la espalda a Joey y arrojó el cuchillo a las llamas, más allá de Charlie. Pavesas y ascuas revolotearon cual un enjambre de luciérnagas.
—¡No! —gritó Grace Spivey.
—Me he hartado de matar —farfulló el hombretón, vertiendo copiosas lágrimas que suavizaron su aspecto bronco y peligroso, como la lluvia sobre el cristal de una ventana vela y suaviza el paisaje del exterior.
—No —repitió la Spivey.
—Es un error —dijo él—. Aunque lo haga en tu nombre… es un error.
—El demonio puso ese pensamiento en tu mente —le advirtió la anciana.
—No, madre Grace. Lo pusiste tú.
—¡El demonio! —insistió ella frenética—. ¡El demonio lo puso ahí!
—El gigantón titubeó, tapándose la cara con sus inmensas manos.
Christine contuvo el aliento y observó con esperanza y temor ese enfrentamiento. Si aquella criatura de Frankenstein se revolviera contra su ama, podría ser un aliado formidable; mas, por el momento, no parecía lo bastante estable para librarlos de su crisis. Aunque hubiese arrojado el cuchillo, parecía confuso, presa de un torbellino mental y emocional, e incluso algo inseguro sobre sus pies. Cuando se llevó las manos a la cara y bizqueó a través de las lágrimas, tenía un aspecto dolorido, casi como si le hubieran aporreado. En cualquier momento, podría volverse hacia Joey y matarlo, después de todo.
—El demonio puso esa duda en tu mente —insistió Grace Spivey abalanzándose sobre el hombre alto y gritándole—: ¡El demonio, el demonio, el demonio!
Él se quitó las manos húmedas de la cara, y miró parpadeante a la anciana.
—Si ha sido el demonio, se puede decir entonces que no es malo del todo. No puede ser malo del todo si quiere que yo no mate nunca más.
Dicho esto, caminó vacilante hacia el pasaje que conducía fuera de la cueva, se detuvo ante la entrada y se respaldó agotado contra la pared, como si necesitase unos momentos de reposo después de una tensión extenuante.
—Entonces lo haré yo —exclamó furiosa la Spivey, que hasta entonces había sujetado el rifle por la correa, y pasó a empuñarlo con ambas manos—. Tú eres mi Judas, Kyle Barlowe, mi Judas. Me has fallado. Pero Dios no me fallará. Y yo no fallaré a Dios como has hecho tú. No, yo no. No puedo fallarle. Soy la Elegida. ¡Yo no le fallaré!
Christine miró a Joey. El niño continuaba en el rincón, con la espalda contra la piedra, levantando ahora los brazos y mostrando las pequeñas palmas como si quisiera desviar las balas que le iba a disparar Grace Spivey. Sus ojos eran enormes, miraban horrorizados a la vieja mujer como si ésta le hubiese hipnotizado. Christine quiso gritarle que corriera; pero eso sería inútil porque la Spivey se interponía en su camino y sin duda le detendría. Además, ¿a dónde podría ir el muchacho? Fuera, con el aire bajo cero, no tardaría en sucumbir. Dentro, internándose en las cuevas, la Spivey lo perseguiría y le daría pronto alcance. El niño estaba atrapado, tan pequeño e indefenso y sin ningún sitio en el que poder refugiarse.
Christine miró a Charlie, el cual lloraba, frustrado, por su propia incapacidad para ayudar; ella intentó lanzarse sobre Grace Spivey, pero se lo impidieron la pierna herida y el hombro magullado; por último, miró desesperada a Kyle y le dijo:
—¡No le permita hacerlo! ¡No le deje que haga daño a mi hijo, por amor de Dios!
El gigante se redujo a mirarla con un parpadeo estúpido. Parecía presa del pasmo; no estaba en condiciones de arrebatar el rifle a la Spivey.
—Por favor, se lo ruego, deténgala —le suplicó Christine.
—¡Tú, cállate! —advirtió Grace dando un paso amenazador hacia Christine; luego dijo a Joey—: Y no te molestes en usar esos ojos conmigo. A mí no me causarán efecto. Yo sé resistirme.
La anciana encontró ciertas dificultades con el manejo del arma, y cuando al fin consiguió dispararla, el proyectil salió alto y se estrelló contra la pared sobre la cabeza de Joey, tocando casi el techo; la explosión levantó ecos múltiples y ensordecedores en aquel recinto cerrado. El ruido atronador y el retroceso del arma sorprendieron a la Spivey, sacudiendo su inestable cuerpo. La mujer, tambaleante, retrocedió dos pasos e hizo fuego otra vez sin proponérselo. Ésa segunda bala dio en el techo y rebotó por toda la estancia.
Joey lanzó alaridos.
Christine gritó buscando algo para lanzar, cualquier arma por primitiva que fuese; pero no encontró nada. El dolor en la pierna herida era como un grillete oprimiéndola contra la piedra, y lo único que pudo hacer en su frustración fue aporrear el suelo.
La anciana avanzó hacia Joey empuñando el rifle de mala manera; pero con la determinación evidente de realizar esta vez su tarea. Sin embargo, algo no le salió bien. O se había quedado sin munición o el arma se había encasquillado, porque empezó a forcejear colérica con ella.
Cuando se extinguían los ecos del segundo disparo, se dejó oír un sonido misterioso desde el fondo de la montaña; se añadió a la confusión, surgiendo desde las otras cavernas, era un estruendo aterrador que Christine no pudo identificar al principio.
En efecto, el arma se había encasquillado. La Spivey consiguió expulsar el casquillo que se había atascado en la cámara. El cilindro de cobre saltó por los aires, reflejando la luz de las llamas, y rebotó en el suelo con un leve tintineo.
Un golpeteo extraño, como de cuero, se acercó, procedente del interior de la montaña. El aire glacial vibró con él.
La Spivey se desentendió de Joey para mirar hacia la entrada de la cámara contigua por la que, pocos minutos antes, habían llegado el gigante y ella.
—¡No! —exclamó, y pareció haber adivinado lo que se les venía encima.
Y, en ese momento, Christine cayó en la cuenta.
¡Murciélagos!
Un torbellino atronador de aleteos.
Al cabo de un instante, los animales invadieron las cavernas adyacentes y aquélla. Eran un centenar de ellos, dos centenares, o más, elevándose hacia el techo abovedado, chillando, agitando sin tregua sus alas de pergamino, moviéndose arriba y abajo como flechas, una multitud hirviente de sombras vertiginosas en el límite superior de la luz del hogar.
Como obedeciendo a una señal, todos los murciélagos dejaron de chillar. Sólo se oyó el ruido de su aleteo, una mezcla de susurros, golpeteos y vuelos sibilantes. Su silencio era tan anómalo que resultaban preferibles los chillidos.
«¡Oh, no!», dijo para sí Christine.
Bajo el manto de aquella aterradora asamblea, el aplomo maníaco de la Spivey se quebrantó. La mujer hizo dos disparos contra aquella bandada de pesadilla; un acto absurdo y peligroso.
Tal vez les provocara la detonación o tal vez hubiera otro motivo oculto… Comoquiera que fuese, los murciélagos descendieron en picado cual una sola criatura, una nube negra de minúsculas máquinas asesinas, todo garras y dientes, e hicieron presa en Grace Spivey. Rasgaron su traje aislante de esquiar, se enredaron en su pelo, hundieron las garras en su carne y quedaron adheridos allí. Ella anduvo tambaleante por toda la caverna, agitando los brazos y girando sobre sí misma como si ejecutara una danza macabra o como si intentara emprender el vuelo con ellos. Entre gritos apagados y boqueadas, chocó contra una pared, rebotó y los siniestros roedores siguieron aferrados a ella, mordisqueándola, torturándola.
Kyle Barlowe dio dos pasos vacilantes hacia la vieja, y se detuvo, con más desconcierto que temor.
Christine no quería mirar; pero le era imposible evitarlo. Aquélla horrible batalla la dejó paralizada.
La Spivey daba la impresión de llevar una vestidura compuesta por centenares de harapos negros aleteantes. Su rostro desapareció bajo la andrajosa túnica. Los murciélagos mantuvieron un silencio espeluznante exceptuando los ruidos peculiares de sus membranosas alas, pero se agitaron con frenesí creciente e intenciones malignas. La hicieron pedazos.