LXX

De una forma instintiva, sin detenerse a considerar lo peligroso de sus actos, Christine arrebató el revólver cargado y atravesó corriendo la cueva hacia el paso en forma de «Z» que conducía fuera.

—¡No! —le gritó Charlie.

Ella hizo caso omiso, alcanzó la primera revuelta del pasaje y torció a la derecha sin molestarse en comprobar antes si había alguien allí; vio sólo la cercana pared rocosa y un vago resplandor grisáceo en la siguiente revuelta más allá de la cual continuaba el trecho recto de túnel hacia la salida. Se abalanzó con abandono temerario porque esto sería, probablemente, lo último que esperasen verla hacer la Spivey y su gente, y también porque le fue imposible actuar de otra forma: había perdido por completo el dominio de sí misma. Aquéllos bastardos, locos, malévolos y estúpidos, la habían expulsado de su casa, la habían puesto en fuga, la habían acorralado allí, en un boquete de la tierra, y ahora se proponían matar a su bebé.

El hombre invisible gritó otra vez:

—¡Sabemos que estáis ahí!

Christine, que no había padecido histerismo en ningún momento de su vida, ahora se tornó histérica sin poder evitarlo. No le importó; por el contrario, le agradó muchísimo dejarse llevar por una ira ciega, por el deseo salvaje de derramar la sangre de aquella gente, de hacerle sentir lo que era el dolor y el pánico.

Alardeando del mismo desprecio irracional ante el peligro con que había tomado la primera revuelta del pasaje, abordó la segunda, recorrió el último trecho de túnel hacia la salida y vio una silueta perfilada en la luz gris de la mañana, un hombre con una parka y la capucha echada sobre la cabeza. Sostenía un rifle.

¡No! Era una metralleta, y la apuntaba más o menos al suelo, no hacia el túnel, porque no esperaba ni por asomo que ella se le echara encima ofreciendo un blanco perfecto en la boca de la cueva. Y eso fue lo que ella hizo cual un demencial kamikaze. ¡Y al diablo con las consecuencias!

Lo cogió por sorpresa, y cuando él alzaba el cañón de su metralleta para detenerla, ella le disparó una vez, dos, tres… acertando siempre porque él estaba tan cerca que era casi imposible fallar.

El primer disparo le hizo saltar, el segundo lo lanzó hacia atrás y al tercero se desplomó. La metralleta se le escapó de las manos. Por un momento, Christine creyó poder apoderarse de ella; pero cuando salió de la cueva, aquella arma tan codiciada estaba rodando ya por la pendiente rocosa.

Observó que había cesado de nevar, que el viento no soplaba con fuerza y que había otras tres personas en la cuesta detrás del hombre a quien acababa de matar. Una de ellas, un tipo increíblemente gigantesco, a su izquierda, corrió agazapado para ponerse a cubierto, como reacción instantánea ante los disparos que habían aniquilado a su compinche, cuando el cuerpo sin vida acababa de golpear el suelo y rodaba todavía por la pendiente. Los otros dos «crepusculares» no fueron tan veloces como el gigante. Una mujer maciza y de baja estatura quedó plantada a tres metros escasos, un blanco perfecto. Christine apretó el gatillo, casi reflexiva, y la cara de la mujer explotó como si hubiera pinchado un globo lleno de agua roja.

Aunque Christine había recorrido el pasaje y salido de la cueva en silencio, ahora empezó a vociferar sin control, gritándoles invectivas, desgañitándose hasta el punto de dolerle la garganta y enronquecer. Empleó palabras que no había usado nunca, le pasmó lo que oía salir de sus propios labios, le fue imposible callarse, porque el furor redujo su voz a unos cuantos ruidos inarticulados y obscenidades disparatadas.

Mientras se desgañitaba y veía explotar la cara de la mujer maciza, Christine se volvió hacia el tercer «crepuscular», el que estaba a su derecha, a unos seis metros, y vio de inmediato que era Grace Spivey.

¿Cómo podría una mujer de su edad tener el nervio suficiente para escalar aquellas alturas y luchar contra el clima extenuante de las montañas? ¿Acaso la locura le infundía energía? Sí, era muy probable. Su demencia excluía toda duda, todo cansancio, del mismo modo que la protegió del dolor cuando se atravesó las manos y los pies para simular los estigmas de la crucifixión.

«¡Qué Dios nos ayude!», pensó Christine.

El virago permaneció erguida e inmóvil, arrogante y provocativa como si la desafiara a apretar el gatillo. Christine notó el poder extraño y paralizador en los ojos de la anciana. Pero, inmune a los efectos hipnóticos de aquella mirada demencial, hizo un disparo aguantando el salto del revólver entre sus manos. Falló a pesar de la escasa distancia. Oprimió de nuevo el gatillo y quedó atónita al ver que fallaba por segunda vez. Al tercer intento descubrió que se había quedado sin munición.

¡Dios santo!

Ni una bala más. Ni otra arma a la que recurrir. ¡Dios santo! Sólo las manos desnudas.

Está bien, puedo hacerlo, puedo hacerlo con mis propias manos… Estrangularé a esa perra, le arrancaré la maldita cabeza.

Entre sollozos, maldiciones y alaridos, impulsada por una oleada irresistible de horror, se abalanzó sobre la Spivey. Pero el otro «crepuscular», el gigante, empezó a disparar contra ella desde detrás de unas peñas. Las balas hicieron impacto en la roca y salieron rebotadas con un penetrante chirrido. Las oyó cortar el aire cerca de su cabeza. Comprendió que si moría no podría ayudar a Joey, así que dio media vuelta hacia la cueva.

Otro disparo. Cortantes esquirlas de roca saltaron desde el punto del impacto.

Ella siguió histérica; pero, de repente, toda esa energía maníaca cesó de alimentar el furor y la sed de venganza para desviarse hacia el instinto de conservación. Con el sonido de explosiones a sus espaldas, se internó tambaleante en la cueva. El gigante abandonó su escondite y la persiguió. Las balas se estrellaron contra la piedra cercana, y ella esperó recibir una en la espalda. Por fin alcanzó la entrada y recorrió el primer trecho del pasaje en forma de «Z» creyendo encontrarse, de momento, a salvo del pistolero. No fue así; una última bala rebotó alrededor de la primera revuelta y se le introdujo en el muslo derecho. Christine se desplomó de costado y notó que las tinieblas la envolvían.

No quería sucumbir al efecto paralizador del trauma que sigue a la herida, y se defendió a la desesperada contra la oscuridad que le nublaba la vista. Se arrastró a lo largo del pasaje.

No creyó que la persiguieran de inmediato, pues no podían saber que poseía sólo un arma. Procederían con cautela.

Pero lo harían. Precavidos. Despaciosos. Aunque no lo bastante lentos.

Ellos eran inexorables, como un pelotón de persecución en una película del Oeste.

Sudando a pesar del aire helado, arrastrando la pierna y tirando de ella como si fuera un trozo de cemento, Christine llegó a la cueva donde Charlie y Joey la esperaban a la luz vacilante del fuego.

—¡Dios santo, te han herido! —exclamó Charlie.

Joey no dijo nada. Permaneció plantado junto a la repisa donde ardían los leños. La luz fluctuante proyectó sombras sangrientas en su rostro. Se chupó el pulgar mientras la observaba con ojos enormes.

—No es gran cosa —dijo ella no queriendo dejarles entrever lo asustada que estaba, y se apoyó contra la pared sosteniéndose con una pierna.

Se llevó una mano al muslo y notó sangre pegajosa. No quiso mirarlo. Si sangraba mucho, necesitaría un torniquete. Pero no había tiempo para los primeros auxilios. Si se detenía a aplicar un torniquete, la Spivey o el gigante podrían echársele encima y volarle los sesos.

No notó mareo ni corrió peligro inminente de desvanecerse; pero empezó a sentirse débil.

Vio que estaba sosteniendo todavía la pistola descargada, inútil. La dejó caer.

—¿Te duele mucho? —le preguntó Charlie.

—No.

Eso era cierto porque de momento no sentía gran dolor. Pero sabía que se presentaría muy pronto.

Fuera, el gigante bramó:

—¡Entregadnos al muchacho! ¡Os permitiremos vivir si nos entregáis al chico!

Christine no le hizo caso.

—Me he cargado a dos de esos bastardos —le comunicó a Charlie.

—¿Cuántos quedan? —preguntó él.

—Dos más.

No quiso dar detalles adicionales pues pretendía evitar que Joey se enterara de que Grace Spivey era uno de esos dos.

Entretanto, Chewbacca se había levantado sobre sus cuatro patas y estaba gruñendo desde el fondo de la garganta. Christine se sorprendió de que el perro pudiera levantarse; pero, así y todo, vio que distaba mucho de haberse recuperado; parecía enfermo y tambaleante. No podría plantar cara para defender a Joey.

Entonces descubrió el cuchillo de cocina que estaba en el extremo más distante de la estancia entre Charlie y Joey. Pidió al niño que se lo trajera, pero el pequeño la miró estupefacto sin moverse, y no hubo forma de conseguir que lo hiciese.

—¿No queda más munición? —inquirió Charlie.

—Ninguna.

Desde fuera llegó otra vez el grito:

—¡Entregadnos al chico!

Charlie intentó arrastrarse hacia el cuchillo, pero la debilidad y el dolor le impidieron realizar la tarea. El esfuerzo le hizo resollar, el resuello desencadenó una tos demoledora y ésta lo dejó extenuado… con saliva sanguinolenta en los labios.

Christine experimentó la sensación frenética de que el tiempo transcurría imparable, como la arena deslizándose por un embudo.

—¡Entregadnos al Anticristo!

Christine comenzó a avanzar hacia el otro extremo de la habitación, siguiendo la pared y pegándose a ella mientras saltaba con la pierna buena. Si pudiera apoderarse del cuchillo y regresar a este extremo de la cámara, esperaría escondida a la entrada del pasaje y, cuando los dos aparecieran, tal vez ella pudiera abalanzarse y apuñalar a uno de los enemigos.

Por fin alcanzó las provisiones, se inclinó y agarró el cuchillo… Entonces se dio cuenta de que tenía una hoja muy corta. Le dio vueltas y más vueltas entre las manos, intentando convencerse de que aquélla era el arma que necesitaba. Pero tendría que perforar una parka y la ropa interior para causar daño. La hoja no tenía suficiente longitud para eso. Si se le ofreciera la oportunidad de acuchillarles la cara… Pero ellos llevarían armas, lo cual no le hacía concebir esperanzas sobre la posibilidad de realizar con éxito un asalto frontal.

—¡Maldición!

Disgustada, arrojó lejos de sí el cuchillo.

—El fuego —dijo Charlie.

Al principio ella no le entendió.

Él se llevó una mano a la boca para limpiarse la saliva sanguinolenta que todavía expelía.

—El fuego. Es… un arma… buena.

—¡Claro! El fuego. Mejor que un cuchillo con una hoja ridícula.

De repente Christine recordó otra cosa que, combinada con una tea llameante, podría ser casi tan eficaz como un arma de fuego.

Mientras tanto, en la pierna herida le había empezado a latir un dolor sordo con tanta celeridad como su rápido pulso; pero apretó los dientes y se inclinó junto al montón de provisiones.

Agacharse no resultó fácil, y requirió una dolorosa maniobra. Tuvo miedo de no poder incorporarse otra vez, aunque tuviese la pared como apoyo. Rebuscó entre los artículos que sacó de la mochila el día anterior y, pocos segundos después, encontró la lata de gas para encendedor que decidieron comprar por si tenían dificultades en que prendiera el fuego en la chimenea de la cabaña. Se metió la lata en el bolsillo derecho de los pantalones.

Cuando se levantó, el suelo de piedra osciló ante su vista. Se agarró al borde de la repisa y esperó a que el mareo pasara.

Luego, se volvió hacia la lumbre, arrebató una rama encendida de entre dos leños mayores. Temió que se apagara al retirarla de las llamas; pero el palo siguió ardiendo como una brillante antorcha.

Joey no se movió ni habló; pero observó interesado sus manejos. El niño dependía de ella. Era una vida que quedaba a merced de sus manos.

No oyó más gritos desde el exterior. Ése silencio le hizo recelar. Podría significar que la Spivey y el gigante se encaminaban hacia adentro y tal vez hubiesen llegado al pasaje en forma de «Z».

Christine inició el viaje de vuelta alrededor del recinto, pasando junto a Charlie, y dirigiéndose hacia el pasaje donde podrían aparecer de un momento a otro los «crepusculares». Siguió la ruta más larga, porque dadas sus condiciones era también la más segura. Se dio cuenta, muy a pesar suyo, de los inestimables segundos que estaba desperdiciando; pero no quiso arriesgarse a seguir la línea recta cruzando la estancia porque, si lo hiciera, podría desmayarse o tal vez se apagase la antorcha. Empuñó la rama encendida con la mano izquierda y empleó la otra para apoyarse en la pared; avanzó cojeando en lugar de saltar a la pata coja, porque el primer método era más rápido, y se atrevió a usar un poco la pierna herida aunque el dolor la sacudiera cuando descargaba demasiado peso sobre ella. Aunque el dolor latía todavía coincidiendo con su agitado pulso, no era ya sordo, sino un dolor agudo, lacerante, que empeoraba con cada latido del corazón, atormentándola.

Por un instante, se preguntó cuánta sangre estaría perdiendo; pero se contestó que eso importaba poco mientras no fuese mucha; en el caso de que brotara de una vena principal o de una arteria seccionada, sería inútil intentar ponerle remedio, porque un torniquete no la salvaría en un lugar tan aislado, a tantos kilómetros del puesto médico más próximo.

Cuando terminó de hacer todo el camino hasta el extremo más alejado de la cámara y se detuvo junto a la boca del túnel, la cabeza le daba vueltas y sentía náuseas. Dio unas arcadas y notó el vómito en el fondo de la garganta, pero consiguió reprimirlo. La luz cambiante del fuego, lamiendo las paredes, comunicó un ambiente amorfo a la cueva, como si sus dimensiones y contornos estuviesen en un estado de fluidez constante. Daba la impresión de que la piedra no era piedra sino un extraño plástico que se fundía y se moldeaba sin cesar: los muros se distanciaron unos de otros; luego, se cerraron, demasiado próximos entre sí, y volvieron a alejarse. Allá donde había una forma rocosa convexa, apareció de súbito una concavidad; el techo se abultó hacia abajo hasta tocarle casi la cabeza; después se retiró de golpe hacia su nivel original; el suelo se agitó, se elevó y, acto seguido, descendió hasta parecer que iba a escapársele de los pies.

Cerró los ojos desesperada, los apretó cuanto pudo, se mordió el labio e hizo profundas inspiraciones hasta que se sintió menos mareada. Cuando los abrió de nuevo, la cámara ofrecía un aspecto de solidez inalterable. Ella se sintió relativamente estable, pero supo que era una estabilidad frágil.

Se apretó contra la pared en una ligera depresión a un lado del pasaje. Sostuvo la antorcha con la mano izquierda y se metió la derecha en el bolsillo para sacar la lata de gas. Sujetándola entre tres dedos y la palma, empleó el pulgar y el índice para desenroscar la tapadera dejando al descubierto la rígida boquilla de plástico. Y se aprestó a actuar. Concibió un plan. Un buen plan. Tenía que ser bueno porque era el único que pudo idear.

Con toda probabilidad, el hombretón sería el primero en pasar a la cueva. Empuñaría un arma, seguramente el mismo rifle semiautomático que empleó fuera. Lo llevaría delante de si, apuntando al frente y a la altura de la cintura. Ahí estribó el problema: necesitaba rociarle antes de que él pudiera dirigir el cañón hacia ella y apretar el gatillo, algo que él podría hacer en… quizá dos segundos. Tal vez uno. El factor sorpresa era su única esperanza. Él estaría esperando disparos, cuchillos… pero no aquello. Si ella le regara con gas de encendedor apenas asomase la cabeza, él podría sorprenderse lo suficiente para perder un segundo entero en la reacción, más otro segundo de consternación al oler el gas y deducir que había sido rociado con algo muy inflamable. Ése era el tiempo que ella necesitaría para prenderle fuego.

Christine contuvo el aliento y escuchó.

Nada.

Aunque ella no regase con combustible la piel del gigante y lograse sólo impregnarle la parka, él dejaría caer el rifle, horrorizado y empavorecido, para sacudirse las llamas. Con toda seguridad.

Hizo una profunda inspiración y tendió el oído otra vez.

Todavía nada.

Si ella consiguiera rociarle la cara, no sería sólo el pánico lo que le haría soltar el arma. Él se vería asaltado por un dolor intenso cuando las llamas le comieran los ojos y se le cayera la piel a tiras.

El humo escapó de su antorcha y se extendió en abanico a lo largo del techo buscando una salida.

Al otro extremo de la habitación, Charlie, Joey y Chewbacca esperaban en silencio. El exhausto perro se dejó caer derrengado sobre sus cuartos traseros.

«¡Adelante, Grace Spivey, adelante, maldita seas!».

Christine no tenía una gran fe en su habilidad para usar con eficacia el combustible del encendedor y la antorcha. Se figuró que, en el mejor de los casos, tendría sólo una probabilidad entre diez de salir triunfante; pero deseaba que ellos aparecieran cuanto antes para concluir de una vez el asunto. La espera le parecía peor que el inevitable enfrentamiento.

Algo crujió y explotó, haciéndole pegar un brinco; pero fue sólo el fuego en el otro extremo de la habitación, una rama desintegrándose entre las llamas.

«¡Adelante!».

Le entraron ganas de asomarse por la esquina y escudriñar el pasaje, poner fin a la tensión. No se atrevió. Si lo hiciera, perdería la ventaja de la sorpresa.

Creyó oír el leve tictac de su reloj. Debió de haber sido la imaginación, pero el sonido fue contando los segundos de todas formas: tic, tic, tic…

Si ella rociase al hombretón y le prendiera fuego sin salir malparada, debería ocuparse después de la Spivey. La vieja llevaría consigo un arma sin lugar a dudas.

Tic, tic…

Si aquella furia llegase inmediatamente detrás del gigante, tal vez la explosión de fuego y los alaridos la desconcertaran. La vieja mujer podría estar lo bastante confundida para permitirle dar otro golpe con más líquido de encendedor.

Tic, tic…

La chimenea natural aspiraba el humo de la hoguera; pero el de la antorcha ascendía al techo y empezó a formar una nube sofocante, la cual se extendió por la estancia enrareciendo el aire que necesitaban para respirar, aprovechando cada corriente errática para escapar pero sin moverse lo bastante aprisa. De momento, el tufo no era nocivo; pero dentro de pocos minutos empezaría a ahogarles. Había poco riesgo de asfixia porque las cavernas tenían mucha ventilación; sin embargo el humo sofocante les debilitaría todavía más. De todas formas, no podía apagar la antorcha; era su única arma.

«Pronto sucederá algo mejor —pensó—. Muy pronto».

Tic, tic, tic…

Distraída con el problema del humo y con el imaginario, aunque no por eso menos enloquecedor, sonido del tiempo, Christine estuvo a punto de no reaccionar cuando le llegó un sonido importante. Fue un solitario clic y como un restregamiento. Se extinguieron antes de que lograra deducir si procedía de la Spivey o del hombretón.

Esperó tensa, enarbolando la antorcha, adelantando ante sí la lata de gas, con los dedos prestos para oprimir los costados del recipiente.

Más restregamientos.

Un leve sonido metálico.

Christine se apartó de la depresión donde se había acomodado, rezando porque su pierna herida aguantase…

Y, de repente descubrió que los ruidos no procedían del pasaje en forma de «Z» sino de la caverna contigua hacia el interior de la ladera.

Atisbo un rayo amortiguado de linterna en la cámara adyacente, pues la luz atravesó las estalactitas. Luego desapareció.

¡No! ¡No era posible!

Percibió movimiento en la divisoria de oscuridad entre ambas cavernas. Un hombre increíblemente alto, de anchas espaldas y faz horripilante, surgió de las tinieblas y quedó plantado en el borde de la luz fluctuante, a unos cuatro metros de Christine.

¡Demasiado tarde! Ella comprendió que la Spivey había preferido la red de cavernas a la entrada del túnel, mejor defendida. Pero ¿cómo? ¿Cómo habían sabido ellos cuáles eran las salas que conducían a ésta? ¿Acaso tenían mapas de las cuevas? ¿O habían confiado en la suerte? ¿Cómo podían ser tan afortunados?

Era demencial.

Injusto.

Christine avanzó un paso, dos, fuera de las sombras en las que se había mantenido muy quieta.

El gigante la vio. Levantó su rifle.

Ella le lanzó el fluido del encendedor.

Demasiado lejos. El líquido inflamable trazó un arco como de metro y medio, pero acabó esparciéndose sobre el suelo pétreo a sesenta o noventa centímetros del intruso, el cual habría adivinado al instante que, si ella le atacaba con un arma tan primitiva, era porque no le quedaba munición para la pistola.

—Déjala caer —dijo con frialdad.

Su meditado plan pareció de pronto patético, descabellado.

¡Joey! El niño dependía de ella. Era su última defensa.

Dio un paso más.

—¡Déjala caer!

Su pierna herida cedió antes de que él pudiera disparar. Y se vino abajo.

—¡Christine! —exclamó Charlie con angustia y desesperación.

La lata de gas rodó por el suelo y se detuvo en un rincón inaccesible para ella, Charlie y Joey.

Christine cayó sobre el muslo herido y lanzó un alarido cuando el dolor explotó cual una granada de mano.

Mientras se desplomaba, la antorcha se le escapó de la mano y fue a caer sobre el reguero de gas que ella había lanzado a aquel hombre horrendo. Una línea de llamas se elevó, alumbrando por unos instantes la cueva con una luz resplandeciente, luego tembló y se extinguió sin causar daño a nadie.

Gruñendo y enseñando los dientes, Chewbacca se lanzó sobre el hombretón, demasiado débil para ser eficaz. Hizo presa en la parka; pero el gigante asió el cañón del rifle con ambas manos y descargó la culata sobre el cráneo del perro, el cual dejó escapar un aullido agudo y breve, y se derrumbó, inconsciente o muerto, a los pies del gigante.

Christine se aferró a su conciencia para combatir las oleadas de negrura que la asaltaban.

Haciendo muecas como el personaje de una vieja película de Frankenstein, el gigantón avanzó hacia el centro de la estancia.

Christine observó que Joey retrocedía hasta el rincón más apartado de la cueva.

Ella le había fallado.

¡No! Tenía que haber algo que ella pudiese hacer, Dios santo.

Necesitaba emprender alguna acción decisiva, cualquier cosa que invirtiera los términos de forma dramática, algo que los salvara. Si, algo tenía que haber. Pero no se le ocurrió nada.