Christine arrancó la costra helada que cubría el pasamontañas del niño, y Charlie hubo de apartar la mirada al ver la cara del pequeño.
«Les he fallado», pensó.
La desesperación le dominó llenándole los ojos de lágrimas.
Se sentó en el suelo con la espalda contra un árbol. Descansó también la cabeza sobre el tronco, cerró los ojos e hizo varias inspiraciones profundas intentando atajar los temblores, procurando pensar de forma positiva, tratando de convencerse a sí mismo de que todo acabaría bien… Pero sin conseguirlo. Él había sido un optimista toda su vida, y ese descubrimiento tan reciente de la duda perturbadora del alma, fue devastador.
El Tylenol y los polvos anestésicos surtieron un efecto muy leve, e incluso ese alivio mínimo se fue extinguiendo por momentos. El dolor en el hombro aumentó otra vez y empezó a extenderse como antes por el pecho y el cuello, hasta la cabeza.
Christine habló con ternura y en tono alentador a Joey, a pesar de que, al mirarlo, sintiera deseos de llorar, como le había ocurrido a Charlie.
Él hizo un esfuerzo para recobrar el aplomo y contemplar al niño.
El rostro infantil se hallaba rojo, abultado, y lo desfiguraban las pústulas causadas por el viento glacial. Los ojos estaban casi cerrados por la hinchazón; una sustancia viscosa cubría los bordes de los párpados y se adhería también a las pestañas. La tumefacción obturaba las fosas nasales de modo que el niño respiraba sólo por la boca; los labios estaban agrietados, gordísimos y sangrantes. Casi toda la cara, de un rojo furioso, contrastaba con dos manchas grisáceas en las mejillas y otra en la punta de la nariz, lo cual pudiera ser un síntoma de congelación, aunque Charlie pedía a Dios que no fuese así.
Christine miró a Charlie y su propio desaliento se hizo patente en sus turbados ojos, aunque no en su voz.
—Bueno. Necesitamos movernos. Saca a Joey de este horrible frío. Hemos de encontrar esas cuevas.
—No veo el menor indicio de ellas —confesó Charlie.
—Deben de estar cerca. ¿Necesitas ayuda para levantarte?
—Puedo hacerlo solo.
Ella levantó a Joey. El niño no la abrazó, y dejó caer los brazos, inertes. Christine miró de reojo a Charlie, el cual suspiró, se aferró al árbol y se levantó con esfuerzo, muy sorprendido de haber podido hacerlo hasta el final.
Todavía le sorprendió más ver aparecer, un segundo después, a Chewbacca, cubierto de nieve, con la cabeza colgante, una imagen andante de la miseria. La última vez que contempló al perro, allá fuera, en el prado, Charlie tuvo la seguridad de que el animal se vendría abajo y moriría bajo la tormenta.
—¡Dios mío! —exclamó Christine al verlo aparecer, y mostró tanta sorpresa como Charlie.
«Eso es importante —pensó Harrison—. El hecho de que el perro se sobreponga… significa que todos vamos a sobrevivir».
Deseaba con todas sus fuerzas creerlo así. E intentó convencerse a sí mismo. ¡Pero estaban tan lejos de casa!
Tal como les iban las cosas, Christine supuso que serían incapaces de encontrar las cuevas y vagarían por el bosque hasta caer exhaustos y morir de frío. Pero al fin el destino les reservó un poco de suerte y encontraron lo que estaban buscando, en menos de diez minutos.
El bosque clareó en la vecindad de las cuevas porque el terreno se hizo extremadamente rocoso. Ascendió en desiguales escalones pétreos, montículos y protuberancias, salientes y desniveles. Al haber allí menos árboles, la nieve encontró paso libre y formó formidables acumulaciones en la base de la pendiente y en muchos puntos altos donde un repecho o un pequeño saliente le proporcionaba acomodo. Pero también soplaba más viento desde las copas de los árboles circundantes, un viento que barría la nieve. Christine vio las bocas de tres cuevas en las formaciones inferiores, adonde Charlie y ella podrían trepar, y también cinco o seis en las formaciones superiores; pero éstas fuera de su alcance. Tal vez hubiera más aberturas ocultas y cerradas ahora por la nieve, porque aquella porción de la pared del valle parecía ser un laberinto de túneles, cuevas y cavernas.
Condujo a Joey hasta un grupo de peñascos y le hizo echarse al abrigo del viento.
Chewbacca cojeó detrás de ellos y se desplomó agotado junto a su amo. Era asombroso que el perro hubiese podido hacer todo ese recorrido, pero resultó evidente que no iría mucho más lejos.
Con un suspiro de agradecimiento y un resoplido de dolor, Charlie se dejó caer al suelo cerca de Joey y del perro.
Su aspecto asustó a Christine tanto como la deformada cara de Joey. Sus ojos inyectados en sangre parecieron febriles, dos ascuas ardientes en el rostro quemado. Ella temió quedarse allí sola con los cuerpos de las únicas personas a quienes amaba, cuidadora de un cementerio que acabaría siendo el lugar de su propio descanso eterno.
—Echaré una ojeada a esas cuevas —dijo a Charlie, gritando para que la oyera porque ahora estaban otra vez en campo abierto, más o menos—. Veré cuál es la más conveniente para nosotros.
Él asintió. Joey no reaccionó. La mujer les dio la espalda para encaramarse por el peñascoso terreno hacia la primera abertura oscura en la cara del contrafuerte.
No sabía a ciencia cierta si la pared del valle estaba compuesta esta parte de piedra caliza o granito; pero no le importó, porque al no ser espeleóloga no podía saber qué variedad de roca era la más segura para una cueva. Además, aunque éstas fuesen poco seguras, ella tendría que usarlas porque no existía ningún otro sitio adonde ir.
La primera cueva tenía una entrada angosta y baja. Christine sacó la linterna de su mochila y se metió en aquel boquete de la tierra. Tuvo que avanzar a gatas y, en algunos lugares, el paso fue tan estrecho que se hicieron necesarias algunas contorsiones. Después de tres o cuatro metros, el túnel desembocó en una cámara de unos cuatro metros de lado y un techo apenas lo bastante alto para ponerse de pie. Era lo bastante grande para alojarlos, pero distaba mucho de lo ideal. Otras galerías conducían desde la cámara hacia el interior, quizás a cámaras mayores, pero ninguna de aquellas aberturas era lo bastante ancha para permitirle el paso. Christine salió otra vez al viento y la nieve.
La segunda cueva no fue tampoco conveniente; pero la tercera se aproximó a lo ideal todo lo que cabía esperar. El paso de entrada era lo bastante alto para que ella no necesitara reptar, y lo bastante ancho para ahorrarle las contorsiones. Había un pequeño amontonamiento de nieve ante la abertura, pero lo salvó sin dificultad. A unos tres metros dentro de la roca, la galería torció en ángulo agudo a la derecha y después de otros dos metros, giró con el mismo ángulo a la izquierda, una pantalla doble que servía para resguardarse del viento. La primera cámara tenía unos seis metros de anchura por nueve o nueve y medio de longitud así como una altura de tres o tres y medio, con un suelo pulido, y paredes fracturadas, carcomidas en algunos puntos y en otros pulimentadas por el agua.
A la derecha, otra cámara comunicaba con ésta. Era más pequeña y con el techo más bajo. Había varias estalactitas y estalagmitas que parecían haberse formado con cera gris derretida, y en algunos lugares se unían para formar unos pilares con talle de avispa. Christine paseó el rayo de luz por su alrededor, descubrió un pasaje hacia el final de esta segunda cámara y supuso que conduciría a una tercera caverna; pero eso fue todo lo que necesitó saber.
La primera estancia tenía cuanto ellos requerían. Hacia el fondo, el suelo se elevaba y el techo descendía y, en el último metro y medio, el piso subía de forma abrupta formando una cornisa con un metro y medio de profundidad y seis de anchura, sólo a un metro y pico del techo. Explorando con la linterna este nicho elevado, Christine descubrió un orificio de sesenta centímetros en la pared rocosa que se abría a la oscuridad más completa, y comprendió que había encontrado una enorme chimenea natural con su propia corriente. El orificio debería de conducir a otra cueva más alta en la ladera rocosa, de modo que ésta, o bien otra todavía más alta, tendría salida al exterior; así que el humo ascendería de forma natural hacia la distante promesa del aire libre.
Tener un fuego era importante. No habían llevado consigo los sacos de dormir porque unos objetos tan voluminosos habrían retardado su marcha, y porque esperaron alcanzar el lago antes del anochecer, en cuyo caso no los habrían necesitado. La ventisca y el balazo en el hombro de Charlie habían alterado sus planes; y ahora, sin sacos para combatir el helor nocturno y poder conservar el calor corporal, el fuego era de vital importancia.
A ella no le preocupó que el humo pudiera delatar su posición. El bosque lo disimularía, y tan pronto como las volutas sobrepasaran los árboles, se disiparían en el torbellino blanquecino de la tormenta. Además, los fanáticos de la Spivey buscarían con toda seguridad por el sudoeste, hacia el extremo del valle que conducía a la civilización.
Aquélla cámara poseía otro rasgo característico que, al principio, aumentó su atracción. Una pared estaba decorada con un dibujo de dos metros de altura representando un tótem indio, un oso, tal vez pardo. Había sido grabado en la roca con un tinte amarillento corrosivo. Se podría decir que era tosco o, por el contrario, muy estilizado; Christine no se hallaba lo suficiente documentada sobre el tema para encontrar esa sutil diferencia. Todo cuanto sabía con seguridad era que tales dibujos significaban buena suerte para los ocupantes de la cueva; la imagen del oso entrañaba, presuntamente, un espíritu real que proveería protección. En principio, eso parecía ser beneficioso. Charlie, Joey y ella necesitaban toda la protección posible. Pero, al detenerse un momento a examinar aquel oso de un amarillo sulfúrico, tuvo la impresión de que había en él algo amenazador. Era algo ridículo, claro estaba, un mero indicio de su lamentable estado de ánimo, porque aquello era tan sólo un dibujo en la piedra. No obstante, al reconsiderarlo, se dijo que ella habría preferido otro mural grisáceo y burdo en lugar del tótem.
Pero no se le ocurrió buscar otra cueva sólo porque no le agradara la decoración de aquélla. La chimenea natural compensó de sobra el gusto tan especial de sus anteriores ocupantes. Con un fuego para dar luz y calor, la gruta proveería un refugio casi tan aceptable como la cabaña que dejaron atrás. No sería tan cómoda, por supuesto; pero, de momento, a ella no le preocupaba el confort, lo que ansiaba era que su hijo, Charlie y ella se mantuvieran vivos.
A pesar del suelo pétreo que servía de silla y cama, Charlie quedó encantado con la cueva, y por el momento se le antojó tan lujosa como la suite del mejor hotel. Sólo la posibilidad de escapar al viento y a la nieve era una bendición incomparable.
Durante más de una hora, Christine estuvo recogiendo leña, crujientes ramas secas de coníferas para hacer un fuego y mantenerlo vivo hasta el amanecer. Realizó viajes y más viajes a la cueva con cargas de combustible, formando una gran pila de leños, así como de ramaje ligero que sirviera de yesca.
Charlie admiró su energía. ¿Surgiría ese nervio tan sólo del instinto maternal para preservar la vida de su retoño? No parecía haber otra explicación. Ella tenía que haber sufrido un colapso mucho tiempo antes.
Comprendió que debería apagar la linterna cada vez que ella se marchase, y encenderla cuando regresara con más leña, porque le preocupaba que las pilas se agotasen. Pero la dejó encendida por miedo a que Joey reaccionase mal al encontrarse sumido en una oscuridad total.
El niño se hallaba muy malparado. Su respiración era fatigosa. Permaneció inmóvil y en silencio junto al perro, no menos exhausto.
Mientras escuchaba el jadeo de Joey, Charlie se dijo que haber encontrado la cueva era una buena señal, un indicio de que su suerte mejoraba, de que ellos iban a recuperar sus energías en un día o dos para encaminarse luego hacia el lago. Pero otra voz más sombría dentro de él preguntó si la cueva no sería, en vez de eso, una tumba; y aunque no quería considerar una posibilidad tan deprimente, le fue imposible desecharla.
Escuchó asimismo el gotear del agua en la cámara adyacente. Las frías paredes rocosas y los espacios huecos amplificaban el leve sonido y hacían que pareciese portentoso, extraño, cual un latido mecánico o, quizás, el golpeteo de una uña sobre una lámina de cristal.
Las llamas proyectaron una titilante luz anaranjada sobre el tótem amarillo, y el oso pareció danzar en la grisácea pared berroqueña. Un calor gozosamente acogido se difundió desde el ardiente montón de leña. La chimenea natural funcionó como esperaba Christine, conduciendo el humo hacia cavernas más altas y dejando limpio el ambiente. La acción secadora del fuego absorbió bastante la humedad del aire y eliminó casi todo el tufo mohoso y un tanto desagradable que había dominado en la malsana cámara desde que ellos la ocuparon.
Durante un buen rato, todos se limitaron a recrearse con el calor, sin hacer ni decir nada e incluso intentando no pensar.
A su debido tiempo, Christine se quitó los guantes, echó hacia atrás la capucha de su chaquetón y por último se despojó de éste. La cueva no era lo que se dice un tostadero, y las corrientes de aire la atravesaban desde las cavernas contiguas; pero su camisa de franela y la ropa interior aislante resultaban suficientes. Luego, ayudó a Charlie y a Joey a quitarse sus chaquetones. Acto seguido, administró más Tylenol a Charlie. Le quitó el vendaje y volvió a espolvorear la herida con polvos antibióticos y anestésicos.
Él dijo que no le dolía mucho.
Pero ella sabía que le estaba mintiendo.
Los verdugones que afligían a Joey empezaron a desaparecer. La hinchazón se rebajó y la malparada cara recobró poco a poco sus justas proporciones. Las fosas nasales quedaron desobstruidas y ya no necesitó respirar por la boca, si bien continuó resollando un poco como si tuviese una congestión pulmonar.
«Que no sea neumonía, Dios mío, por favor», pensó Christine.
Sus ojos se abrieron más; pero mostraron todavía un vacío pavoroso. Ella le sonrió, le hizo dos o tres muecas cómicas intentando que reaccionara, pero todo en vano. Tenía la impresión de que el pequeño no la veía siquiera.
Charlie creyó no tener hambre hasta que Christine empezó a calentar guisantes y salchichas vienesas en el plato de aluminio que formaba parte de su equipo culinario. El aroma le despertó los jugos gástricos y también provocó gruñidos de sus tripas. De repente, tembló de hambre.
Sin embargo, tan pronto comenzó a comer se sació aprisa. El estómago se le hinchó, haciendo que encontrara cada vez más dificultad para tragar. El simple acto de masticar aumentó hasta la exacerbación su dolor de cabeza, el cual se extendió hacia el cuello y la herida del hombro haciéndose cien veces peor. Por último, los alimentos perdieron su sabor y después le parecieron amargos. En definitiva, Charlie comió la cuarta parte de lo que esperaba ingerir, e incluso ese parco yantar le cayó mal.
—¿No puedes comer más? —le preguntó Christine.
—Ya veremos un poco más tarde.
—¿Qué es lo que te pasa?
—Nada.
—¿Acaso sientes náuseas?
—No, no. Estoy bien. Sólo cansado.
Durante unos instantes ella le examinó en silencio, y él se esforzó por sonreír para contentarla.
—Bueno —dijo Christine—. Cuando estés dispuesto a tomar más, lo volveré a calentar.
Mientras el fluctuante fuego hacía brincar y revolotear las sombras en la pared, Charlie observó cómo Christine alimentaba a Joey. El niño quiso comer y pudo tragar; pero ella tuvo que aplastar las salchichas y los guisantes y darle esa mezcla a cucharadas como si estuviese alimentando a un bebé y no a un chaval de seis años.
Una sombría sensación de fracaso dominó una vez más a Charlie.
El pequeño había huido de una situación intolerable, de un mundo sobremanera hostil, a otro fantástico que él encontraba más aceptable. ¿Hasta dónde habría profundizado en ese mundo interno tan suyo? ¿Quizá demasiado lejos para regresar?
Joey no quiso tomar más alimento. Su madre se disgustó por lo poco que había comido; pero no pudo forzarle a tomar ni un bocado más.
Luego, dio también comida al perro, el cual demostró más apetito que su amo. Charlie pensó que no deberían desperdiciar alimentos con Chewbacca. Si se presentara otra tormenta, si el viento no se apaciguara durante los próximos días, se verían obligados a racionar las últimas provisiones que les quedaban y lamentarían la pérdida de cada bocado que hubiesen dado al perro. Pero sabía cuánto admiraba ella la bravura y perseverancia del animal, además de creer que su presencia impedía que Joey se hundiera definitivamente en un estado catatónico profundo. No tuvo, pues, valor para decirle que dejara de alimentar al chucho. De momento no. Esperaría hasta la mañana. Tal vez el tiempo cambiara para entonces, y ellos pudieran encaminarse hacia el sudoeste y el lago.
Christine se apresuró a cambiar la posición del niño. A modo de almohada, usó su chaquetón plegado. El efecto fue inmediato. El resuello se suavizó.
Observando al chiquillo, Charlie pensó: «¿Te sientes tan mal como yo, pequeño? Espero que no, Dios mío. No mereces esto. Lo que mereces es un guardaespaldas más avispado; eso sí que es seguro, maldita sea».
El dolor de Charlie era mucho peor de lo que él había confesado a Christine. La nueva dosis de Tylenol y de polvos anestésicos había ayudado un poco; pero no tanto como la primera. El dolor en hombro y brazo no semejaba ya una cosa viva que intentase abrirse camino a mordiscos dentro de su cuerpo. Era más bien como si muchos enanos de otro planeta se esforzaran en su interior por romperle los huesos en diminutos fragmentos, abrirle los tendones, sajarle los músculos y verter ácido sulfúrico sobre todo ello. Lo que esos personajes intentaban era vaciarle poco a poco, emplear el ácido para abrasarle las entrañas hasta que le quedase sólo la piel, y entonces ellos inflarían el fláccido saco de pellejo con el fin de exponerlo en un museo de su propio mundo. Eso era lo que a él le parecía. Se encontraba mal, muy mal.
Más tarde, Christine salió a la boca de la cueva para recoger nieve con objeto de derretirla y tener agua potable. Entonces descubrió que había anochecido. Desde el interior de la gruta ellos no habían podido oír el viento; pero éste seguía enfurecido. La nieve caía sesgada desde la oscuridad, y el aire gélido, turbulento, martilleaba la pared del valle con rabia ártica.
Ella regresó a la cueva, puso al fuego el recipiente lleno de nieve, y conversó un rato con Charlie. La voz de él era débil. Sin duda sentía más dolor del que decía; pero ella le dejó creer que la había engañado porque no se podía hacer nada para aliviarle. Al cabo de una hora escasa, y a pesar de la mordedura de la herida, él se quedó dormido, igual que Joey y Chewbacca.
Christine se sentó dando la espalda al fuego, entre su hijo y el hombre a quien ella amaba, y miró hacia el frente de la cueva, observando las sombras y los reflejos de las llamas que bailaban una frenética gavota en la pared. Con una parte de su mente escuchó los ruidos insólitos, y con otra vigiló la respiración del hombre y del niño, temerosa de que uno u otro cesara de respirar cuando menos lo esperase.
Tenía a su lado el revólver cargado. Había descubierto desolada que, en los bolsillos del chaquetón de Charlie, no había más proyectiles. La caja de las municiones quedó atrás, en su mochila, abandonada cuando ellos dejaron el saliente rocoso después de vendarle la herida. El rifle y la escopeta habían desaparecido. El arma corta era su única protección y tenía sólo seis balas.
El oso tótem relució en la pared.
A las ocho y diez, Christine echó más combustible al fuego, Charlie gimió en su sueño, moviendo la cabeza a un lado y a otro, sobre la almohada que ella le hiciera con su chaquetón. Rompió en un sudor espeso.
Una mano sobre su frente bastó para revelar que tenía fiebre. Lo observó durante un rato esperando que se tranquilizara; pero lo que hizo fue empeorar. Los gemidos se tornaron leves gritos, y luego menos leves. Comenzó a farfullar. A ratos, murmuró palabras sin sentido. En otros momentos, lanzó un borbotón de frases desarticuladas.
Al final, Charlie se agitó tanto que ella cogió dos tabletas de Tylenol, llenó de agua un jarrillo e intentó despertarlo. Aunque pareciese que el sueño le había aplacado un poco, no despertó con lucidez. Cuando abrió los ojos, estaban turbios y desenfocados. Deliraba también, y no parecía reconocerla.
Ella le hizo tomar las pastillas y él bebió ansioso el agua. Se durmió otra vez antes de que ella le retirara el cacillo de los labios.
Continuó gruñendo y murmurando durante un rato; y, a pesar de su copioso sudor, empezó a temblar. Los dientes le castañetearon. Christine lamentó no disponer de mantas. Apiló más leña en el fuego. Aunque la cueva estuviera relativamente caliente, pensó que nunca podría haber demasiado calor.
Hacia las diez, Charlie se tranquilizó otra vez, cesó de agitar la cabeza y de sudar, y durmió pacíficamente.
Ella se dijo que era el sueño lo que le atenazaba. Pero temió que pudiera ser el coma.
Algo chirrió.
Christine cogió el revólver y se puso en pie de un salto igual que si hubiese escuchado un alarido.
Joey y Charlie siguieron durmiendo como si tal cosa.
Ella tendió el oído y el chirrido se repitió, algo más que un sonido breve, toda una serie de chirridos, un rechinamiento estridente aunque lejano.
No era un sonido de piedra, ni de tierra, ni de agua, tampoco un sonido muerto. Algo distinto, algo vivo.
Christine asió la linterna. Con el corazón latiendo desacompasado, y empuñando el revólver delante de sí, se acercó sigilosa al ruido. Parecía provenir de la caverna contigua.
Aunque le llegaban amortiguados, los estridentes chirridos le erizaron el vello de la nuca, porque tenían mucho de horripilantes y extraños.
Se detuvo ante la entrada de la siguiente cámara y exploró con el rayo de luz el espacio que tenía delante. Vio las estalactitas y estalagmitas semejantes a cera, las húmedas paredes rocosas, pero nada fuera de lo común. Ahora parecía que los ruidos procedían de otro punto más lejano, de la tercera caverna, o incluso de una cuarta.
Al ladear la cabeza para escuchar con creciente atención, Christine comprendió de repente qué era lo que estaba oyendo: murciélagos. Una multitud de ellos a juzgar por su algarabía.
Era evidente que los animales anidaban en una cámara distinta, en algún lugar diferente de la montaña; entraban y salían por otra ruta, pues allí no había señales de su presencia, ni despojos ni excrementos… ¡Magnífico! A ella no le importaría compartir las cuevas con los mamíferos voladores mientras ellos se mantuvieran en su territorio.
Volvió a Charlie y Joey y se sentó entre ambos, dejó el arma a su lado y apagó la linterna.
Luego se preguntó qué pasaría si la Spivey y su gente se presentaran, bloquearan la entrada de la cueva y no les dejaran más opción que internarse en la montaña buscando otra salida, una puerta trasera a la seguridad. ¿Qué sucedería si ella, Charlie y Joey se vieran forzados a huir de cueva en cueva y tuviesen que pasar, tarde o temprano, por la cámara en la que anidaban los murciélagos? Ése espacio estaría lleno hasta las rodillas de excrementos y habría centenares, quizá millares de animales negros colgados del techo, y unos cuantos, o incluso todos, padecerían la rabia, porque el murciélago es un notorio propagador de esta enfermedad…
«¡Detente!», se dijo encolerizada.
Ella tenía ya bastantes preocupaciones. Los lunáticos de la Spivey. Joey. La herida de Charlie. El tiempo. El largo viaje de retorno a la civilización. Era una locura añadir los murciélagos a la larga lista. Sólo había una probabilidad entre un millón de que se vieran obligados a acercarse a ellos.
Intentó calmarse.
Echó más leña al fuego. Los chirridos se extinguieron.
Las cuevas quedaron silenciosas otra vez, salvo por la respiración dificultosa de Joey y el crepitar del fuego.
Christine se sintió soñolienta.
Intentó todos los trucos que le vinieron a la cabeza para mantenerse despierta; pero el sueño fue venciéndola poco a poco.
Temió dejarse llevar. Joey podría empeorar mientras ella dormitaba. A lo mejor Charlie la necesitaba y ella no se daba cuenta.
Además, alguien debía hacer guardia.
La Spivey y su gente podrían aparecer a lo largo de la noche.
No. La tormenta. Las brujas no estaban autorizadas a volar con sus escobas en tormentas semejantes.
Sonrió al recordar cómo Charlie había bromeado con Joey.
La titilante luz de la llama era hipnótica…
No obstante, alguien debería hacer guardia.
Sólo una cabezada.
Brujas…
Alguien… debería…
Fue una de esas pesadillas en las que ella sabía que estaba dormida, que los acontecimientos no eran reales; pero ello no la hacía menos horrenda. Soñó que todas las cuevas del contrafuerte se hallaban conectadas en un inextricable laberinto, y que Grace Spivey y sus terroristas religiosos habían llegado a esta caverna desde otras cámaras alineadas a lo largo de la ladera. Soñó que los «crepusculares» estaban preparando un sacrificio humano, y que la víctima era Joey. Ella intentaba matarlos; pero cada vez que disparaba contra uno, el cadáver se dividía en dos nuevos fanáticos así que matándolos no hacía más que multiplicar su número. Un frenético terror se acrecentaba dentro de ella, al igual que las huestes de sus enemigos. Todas las cuevas del murallón llegaron a bullir con gente de la Spivey. Era como una horda de ratas y cucarachas. Entonces, al percatarse de que estaba soñando, empezó a sospechar que los seguidores de madre Grace no estaban sólo en las cuevas del sueño sino también en las reales, en el mundo auténtico más allá del sueño, y perpetraban un sacrificio humano tanto en la pesadilla como en la realidad. Si ella no se despertaba y los detenía, los individuos matarían de verdad a Joey, lo asesinarían mientras él estaba dormido. Se debatió para librarse del sueño atenazador; pero no pudo lograrlo, no logró desvelarse; y ahora, en su pesadilla, ellos iban a rajar la garganta del niño. ¿Y en la realidad, más allá de la ensoñación?