LXVI

Christine empezó a creer que no saldrían jamás vivos del prado. Aquello era peor que una ventisca. Aquello fue un alud blanco con un viento tan recio que habría sido huracán en un clima tropical, y con la nieve cayendo de forma tan violenta y abrumadora que no le permitía ver más allá de un metro. El mundo se desvaneció; ella se movió por un paisaje de pesadilla sin el menor contorno, en un mundo compuesto únicamente de nieve y luz gris; no logró divisar el bosque por parte alguna. Tampoco podía tener siempre a la vista a Joey, el cual se dejaba arrastrar en el otro extremo del ronzal. Era pavoroso. Y aunque la luz fuera gris y difusa, había un resplandor que lo inundaba todo haciendo que los ojos le ardieran, convencida de que era muy cierto que el reflejo de la nieve causara ceguera. ¿Qué harían ellos si hubiesen de buscar a tientas el camino por el prado, y guiarse sólo por el instinto hacia el extremo nordeste del valle? Conocía la respuesta: morirían. Hizo una pausa cada treinta pasos para consultar la brújula protegiéndola con las manos enguantadas, y aunque ella procurara siempre moverse en línea, descubrió varias veces que estaban equivocándose de dirección, y hubo de corregir su curso.

Incluso sin desorientarse ni perderse, podrían morir allí mismo si no se movían con la suficiente diligencia, pues hacía más frío del que ella jamás imaginara, tanto frío que no se habría sorprendido si se hubiese quedado congelada de repente con un pie en el aire.

Joey la preocupó sobremanera, pero el pequeño se mantuvo firme a su lado mucho después de que ella temiera verlo caer. Irónicamente, su ensimismamiento casi catatónico, le fue beneficioso en aquellas circunstancias; habiéndose desligado del mundo real, el frío y el viento le afectaron menos de lo que lo hubieran hecho en otras condiciones. Así y todo, los elementos le harían flaquear a su debido tiempo y entonces ella debería sacarlo del prado para llevarlo al abrigo relativo del bosque, tanto si habían alcanzado la zona de las cuevas como si no.

Charlie corrió peor suerte que el niño. Tropezó con frecuencia, cayó de rodillas dos o tres veces. A los cinco minutos, empezó a buscar a ratos el apoyo de Christine. Al cabo de diez minutos lo necesitó más que a ratos. Transcurridos quince, requirió ayuda constante, lo cual les aminoró el paso hasta hacerlo poco más que un mero arrastrar de pies.

Christine no pudo decirle a ninguno de los dos que se proponía dirigirse muy pronto hacia el bosque porque el viento imposibilitó toda conversación. Cuando ella daba cara al viento, éste le hacía tragarse las palabras apenas las pronunciaba, y cuando lo esquivaba, sus frases quedaban hechas jirones cual un paño sutil y se diseminaban en forma de sílabas sin sentido.

Durante largos minutos, perdió de vista a Chewbacca, y varias veces tuvo la seguridad de que no volvería a ver nunca más al perro; pero el animal reapareció siempre, hecho una lástima y débil a todas luces, pero vivo. Su pelambrera era una costra de hielo, y cuando surgía de entre las cortinas de nieve semejaba un resucitado retornando de ultratumba.

El viento barrió casi por completo de nieve vastas áreas del prado, dejando sólo unos centímetros de la que estaba prieta en algunos lugares; la apiló hasta en los menores obstáculos, llenó hondonadas y depresiones, formando trampas que nadie podía ver ni evitar. Ellos habían decidido abandonar las raquetas de Charlie junto con su mochila, en parte porque su hombro herido le impedía llevarlas a cuestas por más tiempo, y en parte porque él había perdido la firmeza de pisada para usarlas. De resultas, ni ella ni Joey podían usar sus propias raquetas para salvar los amontonamientos de nieve porque ambos debían seguir la misma ruta de Charlie. A veces Christine se encontraba de repente hundida en la nieve hasta las rodillas, luego hasta medio muslo y profundizando todavía, y entonces tenía que desandar camino y abrirse paso alrededor del montón, lo cual no resultaba nada fácil teniendo en cuenta que no sabía a dónde diablos se dirigía. Otras veces pisaba una hondonada que la nieve había llenado, y entonces, sin el menor aviso, se encontraba rodeada de nieve hasta la cintura.

Temió la aparición de un declive abrupto o de una concavidad verdaderamente honda. Las concavidades no eran raras en una comarca montañosa como aquélla; ellos habían pasado junto a algunas a lo largo del día, pozos aparentemente sin fondo, algunos muy antiguos con un cerco de piedra caliza pulimentada por el agua. Si ella diera un paso en falso y se hundiera allí con nieve sobre la cabeza, Charlie podría no ser capaz de rescatarla, aun suponiendo que ella no se hubiese roto las piernas en el proceso. Tampoco estaba segura de poder liberar a uno o a otro si cayera en una trampa similar.

Ése peligro la intranquilizó tanto que se detuvo y se desató el ronzal de la cintura. Temió la posibilidad de arrastrar consigo a Joey hacia un abismo. Se arrolló la cuerda alrededor de la mano derecha; así podría siempre soltarla si cayera en una verdadera trampa.

«Las cosas que más tememos —se dijo—, no nos suceden jamás, es siempre algo distinto lo que nos abate, algo inesperado…». Por ejemplo, el encuentro casual con Grace Spivey en el aparcamiento del South Coast Plaza el pasado domingo por la tarde. Pero cuando se encontraban en el prado, cuando ella estaba casi presta para conducirlos otra vez hacia el bosque, ocurrió lo peor después de todo.

Charlie acababa de encontrar nuevas energías y le había soltado el brazo.

De repente, Christine pisó nieve profunda y comprendió que se había encontrado, justo, con lo que temía. Intentó echarse hacia atrás; pero, como marchaba inclinada hacia adelante para oponerse al viento, no pudo recobrar a tiempo el equilibrio. Soltando un alarido que el viento redujo a un gritito, se hundió con nieve sobre la cabeza y tocó fondo a dos metros y medio de profundidad, con la pierna izquierda torcida dolorosamente debajo del cuerpo.

Levantó la vista y vio que la nieve caía sobre ella rellenando el hueco que su cuerpo había abierto.

Iba a morir sepultada viva.

Ella había leído en los periódicos historias sobre obreros enterrados vivos, asfixiados o aplastados hasta morir, en fosas no más profundas que ésta. Desde luego, la nieve no era tan pesada como los escombros o la arena y no la aplastaría; además ella podría abrirse camino hacia arriba, y aunque no lograse salir del todo, le sería posible respirar bajo la nieve, porque ésta no era tan compacta y sofocante como la tierra… Pero tales reflexiones no aliviaron su pánico.

Dio golpes de tijera con los pies un instante después de tocar fondo, pese al dolor de la pierna, y arañó la nieve buscando un asidero firme en la pared oculta del pozo. Pero no encontró nada, salvo nieve. Una nieve blanda, dúctil, de una inconsistencia irritante.

Continuó vociferando. Una pella de nieve le cayó en la boca abierta, ahogándola. El foso se fue rellenando sobre su cabeza, por todas partes, la masa blanca le cubrió los hombros; luego la barbilla… ¡Dios santo! Ella no cesaba de apartársela de la cabeza, intentando a la desesperada mantener libres los brazos y la cara; pero la nieve fue más rápida que su excavación.

Arriba, apareció el rostro de Charlie, el cual se había tendido en el suelo para asomarse por el borde y mirarla. Le gritó algo. Ella no pudo entender lo que decía.

Azotó la nieve, pero ésta la abrumó, una cascada siempre creciente cayendo por todas partes hasta aprisionarle los doloridos brazos. ¡No! Y aquella patética espuma blanca siguió desmoronándose hasta cubrirle otra vez la barbilla y casi la boca. Apretó los labios y cerró los ojos, segura de que se hundiría por completo, de que la nieve le cubriría la cabeza, de que Charlie no podría rescatarla y de que aquel pozo sería su tumba. Pero, de pronto, el desmoronamiento cesó antes de que su nariz quedara enterrada.

Christine abrió los ojos y miró hacia arriba desde el fondo de una sima blanca, hacia Charlie. Las paredes de nieve mantenían un equilibrio inestable que podría romperse en cualquier momento desencadenando otra vez el desmoronamiento.

Ella quedó rígida, temerosa de moverse, respirando anhelante.

¡Joey! ¿Qué habría sido de Joey?

Había soltado la cuerda (y a Joey) tan pronto como se había visto de cabeza en el pozo. Esperó que Charlie hubiese sujetado al niño antes de que éste se precipitara también por el borde. En su estado apático, el chico no habría hecho nada para evitar correr su misma suerte. Y si hubiese caído dentro del pozo, existían muchas probabilidades de que no lo encontrasen jamás. La nieve lo habría cubierto y, con aquel viento aullador, ellos no podrían localizarlo por sus gritos cuando unos cuantos centímetros de nieve sofocaran cualquier sonido.

Christine no hubiera creído jamás que su corazón pudiese latir con tanta rapidez y fuerza sin explotar.

Arriba, Charlie alargó su brazo bueno con la mano abierta, y agitó los dedos como indicándole que la agarrara.

Si ella librara sus brazos de la nieve que los aprisionaba, podría aferrarle la mano, y entonces, sumando su esfuerzo al de él, quizá lograra salir del agujero. Pero, al librar sus brazos, podría desencadenar otra avalancha que le cubriría la cabeza con una capa de sesenta centímetros de espesor. Tendría que ser cautelosa, proceder con lentitud y tiento.

Movió el brazo derecho bajo la nieve, arriba y abajo, hasta hacerle un hueco; luego volvió la mano hacia arriba y rascó la materia blanca, desprendiendo un trozo tras otro y dejándolos caer a lo largo del brazo; al cabo de pocos segundos excavó un túnel hasta la superficie. Entonces retorció el brazo en el túnel y consiguió sacarlo hasta el codo. Lo estiró cuanto pudo y agarró la mano extendida de Charlie. Tal vez lo lograra, después de todo. Pudo desprender el otro brazo y aferró la muñeca de Harrison.

La nieve a su alrededor se desplazó. Sólo un poco.

Él empezó a tirar, y ella le ayudó cuanto pudo.

Las paredes blancas comenzaron a desmoronarse otra vez. La nieve la absorbió como si se tratase de arenas movedizas. Sus pies perdieron el fondo a medida que Charlie la aupaba. Pataleó, frenética, buscando la pared sólida de la hondonada, y por fin la tocó e intentó hundir el pie en ella y usarla como estribo para empujar hacia arriba. Mientras tanto él fue retrocediendo para subirla poco a poco. Esto debió de ser una agonía para el herido, porque la tensión pasó de su brazo y su hombro buenos al hombro herido, minando las escasas energías que le quedaban. Pero dio resultado. ¡A Dios gracias! La nieve absorbente empezó a soltarla. Ahora ella estuvo ya lo bastante arriba para arriesgarse a coger el brazo de Charlie con una sola mano mientras se asía con la otra al borde de la hondonada. El hielo y la tierra helada cedieron bajo sus dedos apresadores, pero se aferró de nuevo y esta vez apresó algo sólido. Entre el esfuerzo de Charlie y la tierra sólida bajo su mano, logró auparse, salir y tenderse de espaldas resollando, gimiendo con la turbadora sensación de haber escapado a las frías fauces de una criatura viviente y de haber sido casi devorada por una bestia compuesta de hielo y nieve.

De pronto, se percató de que la escopeta, que había llevado colgada del hombro al caer en la trampa, se le había descolgado o la correa se había roto. Debió de haber quedado en el pozo. Pero el agujero se había cerrado detrás de ella cuando Charlie la sacó a tirones. Podía darla por perdida.

No le importó. La Spivey no les seguiría con su gente en aquella ventisca.

Se puso a gatas y se alejó de la hondonada buscando a Joey. Lo encontró allí cerca, tendido en el suelo, acurrucado sobre un costado, en posición fetal, con las rodillas recogidas y la cabeza hundida entre ellas.

Chewbacca estaba pegado a su lado como si supiese que el niño necesitaba su calor, aunque pareciera que el animal no tenía ningún calor que dar. Su pelambrera era una costra de nieve y hielo, y se le veía también hielo en las orejas. El perro la miró con sus ojos castaños y lastimeros, unos ojos llenos de confusión, sufrimiento y temor.

Ella se avergonzó de haberle achacado, en parte, el retraimiento de Joey, y de que hubiera un momento en el que deseó no haberlo visto jamás. Le puso la mano sobre la enorme cabeza, y el animal la hocicó afectuoso pese a su debilidad.

Joey estaba despierto, consciente pero muy dolorido. La nieve se adhería a su pasamontañas. Si no lo sacaba pronto de aquel viento, el niño se congelaría. Sus ojos parecían todavía más distantes que antes.

Ella intentó ayudarle a levantarse, pero el pequeño no pudo. A pesar de estar agotada y temblorosa y de tener la pierna izquierda dañada por la caída, decidió llevarlo en brazos.

Sacó la brújula del bolsillo, la estudió, y se volvió para ponerse de cara a la dirección este-nordeste, hacia la zona de terreno forestal donde deberían estar las cuevas. Podía ver sólo a metro y medio o dos metros, y entonces la tormenta se descargó cual un pesado cortinaje.

Sorprendida de su propio nervio, levantó a Joey y lo sostuvo entre sus brazos. El instinto maternal la impulsó a salvar al hijo sin considerar el propio desgaste, y la desesperación puso en acción sus últimas reservas de adrenalina.

Charlie se colocó a su lado. Pudo mantenerse sobre los pies, pero ofrecía mal aspecto, casi tan malo como el de Joey.

—¡Necesitamos alcanzar el bosque! —gritó ella—. ¡Hemos de alejarnos de este viento!

Christine no creyó que él la hubiese oído, que no era posible con aquella virulenta borrasca bramando a través del prado, pero Charlie asintió como si hubiese adivinado su intención, y todos se sumieron en la blancura, esperando que la brújula los guiase hasta el abrigo relativo de los colosales árboles, arrastrando los pies con exagerada cautela para no caer de nuevo en otra trampa de la nieve.

Christine miró hacia atrás. Chewbacca se levantó para seguirles, pero muy desmadejado. Aunque pudiera mover las patas, tendría pocas probabilidades de llegar hasta los árboles. Ésta sería, con toda probabilidad, la última vez que vería al animal; la tormenta lo engulliría, al igual que el pozo había intentado engullirla a ella.

Cada paso fue una dura prueba.

Viento. Nieve. Frío cruel.

Sería más probable morir que seguir adelante.

Ése pensamiento la asustó y le infundió la voluntad necesaria para dar unos cuantos pasos más.

Existía un detalle favorable: no cabía duda de que su rastro quedaría borrado por completo. El viento furioso y la atroz nevada ártica harían imposible que los secuaces de la Spivey les siguieran. La nieve cayó del cielo como si la vertieran de inmensas tinajas, descendió rauda en forma de sábanas y aglomerados.

Otro paso… Y otro más.

Como si quisiera revestirlos con armaduras, el viento les cubrió con nieve brazos y piernas, pecho y espalda hasta que sus ropas se mimetizaron con el paisaje.

Algo apareció al frente. Una forma oscura. Se materializó en la tormenta por unos instantes; luego, una ráfaga todavía más furiosa de nieve la eclipsó. Reapareció de nuevo. Ésta vez no se esfumó. Y surgió otra. Enormes borrones de oscuridad. Formaciones espectrales que aparecían más allá de las blancas cortinas. Poco a poco sus siluetas se perfilaron, se definieron mejor. Sí. Un árbol. Varios árboles.

Se internaron en el bosque al menos cuarenta metros, hasta encontrar un lugar donde las ramas entrelazadas sobre sus cabezas eran tan espesas que apenas dejaban pasar la nieve. La visibilidad mejoró. Asimismo se libraron de los puños brutales del tiempo.

Christine se detuvo, dejó en el suelo a Joey y le quitó el pasamontañas cubierto con una costra de nieve. Cuando miró su cara, el corazón le dio un vuelco.