Charlie se mostró impresionado, pero no sorprendido, ante la rapidez y firmeza con que Christine se hizo cargo de la situación. Ella los puso otra vez en marcha sendero abajo hacia el valle.
Joey y Chewbacca los siguieron. El niño no dijo nada, marchó arrastrando los pies como si pensara que estaban perdiendo el tiempo con ese intento de fuga. Pero no se paró ni se rezagó. El perro imitó a su amo y anduvo silencioso con cabeza colgante y ojos clavados en el suelo.
Charlie esperaba oír gritos en el sendero detrás de ellos. Temía escuchar una andanada de disparos en cualquier momento.
Pero la nieve cayó, el viento aulló, los árboles crujieron y se agitaron, y la gente de la Spivey continuó sin dejarse ver. Él debió de haberlos asustado lo suyo con la última emboscada. Habrían permanecido por lo menos media hora en el lugar en que los dejó, temerosos de abandonar su escondrijo; y cuando empezaron a moverse, sin duda procedieron con extremada cautela en su ascenso hacia la cima.
Sería demasiado esperar que aquella tropa renunciara a la persecución y volviese grupas. Ésa gente no renunciaba jamás. Él había aprendido por lo menos eso acerca de ellos. Su amigo, el obeso psicólogo Denton Boothe, tenía razón. Sólo la muerte detendría a esa casta tan especial de fanáticos.
El sendero, al descender serpenteante la mitad inferior de la pared del valle, siguió un trazado más errático que antes. No alcanzarían el fondo tan pronto como habían supuesto.
Durante los primeros veinte minutos, Charlie no requirió mucha ayuda. En su mayor parte, la senda era transitable y poco exigente. Unas cuantas veces, necesitó aferrarse a un árbol o apoyarse en una peña para mantener el equilibrio, y en dos o tres ocasiones, cuando el declive era demasiado pronunciado, hubo de buscar la ayuda de Christine, pero esta necesidad no fue constante. Marchó bastante mejor de lo que hubiera creído posible cuando arrancaron.
Aunque el Tylenol y los polvos antibióticos le hubieran calmado el dolor punzante en hombro y brazo, el suplicio subsistió. En realidad, seguía siendo tan intenso, no obstante la acción atenuante de las drogas, que no le habría extrañado quedar incapacitado del todo; pero descubrió que toleraba el dolor mucho más de lo que había imaginado: se estaba adaptando a él, con un constante rechinar de dientes y una mueca permanente de agonía, pero adaptándose.
Sin embargo, transcurridos otros veinte minutos, su energía empezó a flaquear, y necesitó más a menudo la ayuda de Christine. Al cabo de veinticinco minutos, alcanzaron el suelo del valle y entonces él comenzó a sentir cierto vértigo. Cinco minutos después, cuando llegaron al lindero de un espacioso prado donde la nieve y el viento golpeaban la tierra como martillos, Charlie tuvo que detenerse y descansar antes de abandonar el amparo del bosque. Se sentó debajo de un pino y se recostó contra el tronco.
Joey tomó asiento a su lado pero no dijo nada, no pareció darse cuenta siquiera de su presencia. Charlie estaba demasiado exhausto para intentar hacer hablar o sonreír al chico.
Chewbacca se lamió las zarpas, las cuales se hallaban algo ensangrentadas.
Christine se sentó también y sacó el mapa que Charlie había extendido sobre la mesa de la cabaña el día anterior, cuando insistía en enseñarle cómo saldrían de las montañas si la Spivey y su gente llegaran con la intención de acorralarlos. ¡Dios santo, qué improbable le había parecido entonces una situación semejante, y qué terriblemente inevitable se demostraba ahora!
Christine hubo de plegar el mapa y hacerlo lo más pequeño posible para poder estudiarlo, porque el viento, soplando desde el prado, enviaba ráfagas intermitentes contra los árboles, profundizando en el espeso bosque lo bastante para arramblar con todo cuanto encontraba a su paso.
Más allá del perímetro de la floresta, una furiosa nevisca asolaba el suelo del valle. El viento del sudoeste rugía como un tren expreso desde un extremo del valle al otro, llevando por delante cortinas de nieve. Los copos eran tan espesos que sólo quedaba visible una tercera parte del prado, al final de la cual el mundo parecía terminar en una muralla blanca e impenetrable. Pero a ratos el viento se aplacaba durante unos segundos, o cambiaba de dirección, y entonces se abrían las cortinas opacas de nieve dejando ver más árboles en el otro extremo del prado así como la lejana pared del alargado valle y, todavía más allá, la cresta de otro monte distante donde el hielo y la roca brillaban como cromo no obstante la lobreguez reinante.
Según el mapa, un pequeño riachuelo atravesaba el prado y corría a lo largo del valle. Ella miró y remiró, escrutando el blanco torbellino más allá del bosque; pero no pudo ver el arroyo ni siquiera cuando se abrían las movedizas cortinas de copos. Supuso que estaría helado y cubierto por la nieve. Si ellos siguieran ese curso, en vez de cruzar el prado para pasar al otro brazo del bosque, alcanzarían tarde o temprano la parte superior de una cuenca estrecha que descendía hacia el lago, pues el valle formaba embudo hacia el sudoeste, y ellos se encontraban todavía a bastante altura sobre el Tahoe. El día anterior, al sacar por primera vez el mapa, Charlie había dicho que seguirían esa ruta si tuviesen que abandonar la cabaña y echarse al campo. Pero eso había sido antes de que le hiriesen. Era un recorrido de cinco o seis kilómetros hasta la civilización, una marcha nada desalentadora… si se estaba en buenas condiciones físicas. Pero ahora no era así; él estaba lesionado y débil, y además había en perspectiva una nevisca cobrando intensidad. En tales condiciones, no existía la menor esperanza de llegar por esa ruta al lago; el viaje de cinco o seis kilómetros sería tan épico como una expedición a través de China.
Christine escudriñó desesperada el mapa para buscar otro camino o alguna indicación de refugio; después de consultar varias veces el código para interpretar los símbolos cartográficos, descubrió unas cuevas. Se hallaban en el mismo lado del valle, a unos seiscientos metros de allí por el nordeste. Según el mapa, aquellas cuevas eran un punto de referencia para los excursionistas aventurados que se interesaban por las pinturas rupestres indias y tenían la manía de coleccionar puntas de flecha. Christine no pudo determinar si se trataba sólo de una o dos cuevas pequeñas o de toda una red, pero se imaginó que serían por lo menos lo bastante grandes para servir de refugio y protegerlos tanto de los fanáticos de la Spivey como del no menos asesino temporal.
Así que se aproximó a Charlie, puso la cabeza junto a la suya para poder entenderse por encima del cacofónico viento, y le explicó lo que se le había ocurrido. Él manifestó una conformidad absoluta, lo cual la animó y le hizo tener más fe en su plan. Dejó de preguntarse preocupada si ir a las cuevas sería una decisión acertada, y empezó a preguntarse inquieta si ellos serían capaces de hacer el recorrido con aquella tormenta.
—Podríamos caminar hacia el nordeste a través del bosque, siguiendo la pared del valle —dijo a Charlie—. Pero eso dejaría un rastro.
—Mientras que si saliéramos al prado antes de emprender la marcha por el valle, si viajáramos campo a través, la nevisca borraría en cuestión de segundos nuestras huellas.
—Eso es.
—La Spivey y su gente nos perderían aquí mismo.
—Exacto. Desde luego, para alcanzar las cuevas tendremos que entrar de nuevo en el bosque bastante más al norte; pero no hay ni una probabilidad entre un millón de que ellos descubran otra vez nuestro rastro. Por lo pronto, esperarán que descendamos por el valle, en dirección sudoeste, hacia el lago, porque la civilización está al final de esa trayectoria.
—Justo —aprobó Charlie, y se lamió los agrietados labios—. No hay nada al nordeste de nosotros… salvo más tierra agreste.
—Ellos no nos buscarán en esa vecindad… ¿verdad? —inquirió Christine.
—Lo dudo —dijo él—. Pongámonos en marcha.
—Caminar por campo abierto con tanto viento y nieve… no va a ser fácil —le advirtió ella.
—Me encuentro bien. Puedo hacerlo.
Pero él no parecía capaz de ello. Se diría que no podría ni levantarse siquiera. Sus ojos estaban acuosos y enrojecidos. Su rostro, demacrado y horriblemente pálido, sus labios exangües.
—Pero tú tendrás… que cuidar de Joey —añadió Charlie—. Lo mejor será que cortes un trozo de cuerda… y lo lleves a remolque.
Fue una buena sugerencia. En campo abierto la visibilidad era sólo de unos ocho metros en los mejores momentos, descendiendo a tres o cuatro cuando el viento arreciaba arrastrando nieve consigo. Joey podría apartarse unos cuantos pasos, y una vez separados sería muy difícil si no imposible reunirse de nuevo. Christine cortó un trozo del rollo de cuerda que colgaba de su mochila e hizo un ronzal que los unió cintura con cintura con dos metros de separación, dando al niño suficiente libertad de movimiento.
Charlie miró nervioso repetidas veces hacia el camino por el que habían llegado.
A Christine le inquietó más el hecho de que Chewbacca mirara también ese mismo camino. El animal seguía tumbado, con relativa calma, pero había enderezado las orejas y gruñía desde el fondo de la garganta.
Ayudó a Charlie y al niño a ponerse los pasamontañas, porque ahora los necesitarían tanto si las rendijas de los ojos obstaculizaban su visión como si no. Ella también se lo puso; luego se echó la capucha y se la sujetó bien debajo de la barbilla.
Joey se levantó sin que se lo dijeran. Ella lo consideró una buena señal. El niño se mostraba todavía perdido, distante, ajeno a cuanto le rodeaba; pero al menos sabía en el subconsciente que era hora de partir, lo cual significaba que no estaba ido por completo.
Christine ayudó a Charlie, el cual ofrecía muy mal aspecto.
Los últimos seiscientos metros hasta las cuevas iban a ser una verdadera tortura para él. Pero no se podía hacer otra cosa.
Manteniendo una mano sobre el brazo bueno de Charlie para prestarle ayuda tan pronto como la necesitara, y atada a Joey, Christine los condujo hacia el prado. El viento era como una bestia enfurecida. La temperatura del aire sería, como mínimo, de veinte bajo cero. Los copos no eran blandos, se apretaban formando minúsculos perdigones cristalizados que rebotaron con sonido incisivo en la ropa aislante de Christine. Si el infierno fuese gélido en lugar de tórrido, ésta sería su representación.