LXIII

Kyle Barlowe era un hombre grande pero no carente de agilidad. Podía moverse con sigilo y pie seguro cuando se lo proponía. Diez minutos después de que Harrison matara a Denny Rogers y arrojara su cuerpo desde la cima del monte, Barlowe surgió cauteloso de la maraña de arbustos secos en la que se había escondido y se deslizó a través de la ladera hacia un lugar donde las sombras se extendían cual helados charcos de noche. Desde allí, se lanzó, con movimientos felinos, a un inmenso árbol caído; y de éste a una peña de ásperas aristas que surgía de la ladera. No ascendió ni descendió por la pendiente, sólo se movió en sentido lateral alejándose del área que Harrison dominaba y en la cual ellos quedaban inmovilizados; aunque no por mucho tiempo con un poco de suerte.

Transcurridos otros diez minutos, cuando estuvo seguro de que el investigador no le veía, Barlowe dejó a un lado la cautela y se lanzó temerario cuesta arriba hasta la cresta. Allí atravesó una brecha entre dos formaciones rocosas y se irguió sobre la plataforma labrada por el viento.

Llevaba consigo un Smith & Wesson, Magnum 357 en una funda debajo del sobaco. Se abrió el chaquetón lo suficiente para alcanzar el revólver.

La nevada se hizo tan intensa que era imposible ver a más de seis metros y, a ratos, ni eso siquiera. Tan limitada visibilidad no le molestó. Por el contrario, la tomó como un regalo de Dios. Entretanto, él había imaginado ya cuál era el lugar desde el que Harrison les disparaba. Lo encontraría sin dificultad. Y la espesa nieve le ocultaría del detective… suponiendo que se hallara todavía en la cima, lo cual era dudoso.

Kyle se movió hacia el sur afrontando el furioso vendaval. Las ráfagas le fustigaron la cara, le hicieron apretar los ojos… Pero habrían derribado con más facilidad los macizos árboles a lo largo de la cresta.

Cuarenta metros más allá Kyle encontró el cuerpo de Morgan Pierce. Los ojos abiertos pero ciegos no parecían humanos, pues estaban cubiertos por unas cataratas lechosas que en realidad eran películas de hielo quebradizo. Cejas, pestañas y bigote se hallaban congelados. El viento se afanaba por rellenar de nieve los ángulos que formaban los brazos, las piernas y el cuello torcido del hombre muerto.

A Barlowe le sorprendió que Harrison no hubiese cogido el Uzi de Pierce, un arma compacta de fabricación israelí. Él lo recogió con la esperanza de que la nieve no le hubiese causado daño alguno. Decidió no confiar en él mientras no tuviese ocasión de probarlo. Así que se lo colgó del hombro y conservó el Magnum en la mano derecha.

Manteniéndose pegado a los afloramientos graníticos que había a lo largo del sector oriental de la cima, gateó hacia el lugar desde el que Harrison les había disparado y por el que arrojó cuesta abajo a Denny Rogers. Adelantando el revólver, Barlowe dobló el peñasco que formaba el parapeto norte del nido de Harrison… y no se sorprendió al descubrir que el detective había desaparecido.

El escondrijo entre las formaciones rocosas estaba bastante protegido del viento; por lo tanto la nieve había cuajado dentro del nicho. El cobre brilló en la nieve: algunos casquillos de bala.

Kyle descubrió también sangre en la roca que formaba las paredes de aquel abrigo: manchas oscuras, congeladas en el grisáceo granito.

Se agachó y escudriñó los casquillos que asomaban del manto nevado. Barrió con la mano la leve capa de copos caídos durante la última media hora, apartando de paso los casquillos, y encontró mucha más sangre en la capa subyacente de nieve. ¿Sangre de Denny Rogers? ¿Y si fuera la de Harrison? Tal vez Rogers hubiese herido al bastardo.

Tras ese examen, Barlowe dio la espalda al sector oriental de la cresta y empezó a buscar el lugar donde el sendero de ciervos proseguía hacia el siguiente valle. Puesto que el Anticristo y sus escoltas habían seguido el sendero hasta allí, era lógico suponer que continuarían por el mismo camino cuesta abajo en la otra vertiente del monte. Los copos no se adherían a la plataforma barrida por el viento, sino que se apilaban en el borde de la cresta, donde el vendaval no pegaba tan fuerte y las peñas y arbustos les prestaban puntos de apoyo para acumularse y disimular la entrada del sendero de ciervos. Casi le pasó inadvertido. Estuvo un rato pateando a ciegas pero, por fin, vio huellas, tanto humanas como de ciervo, en la capa más delgada de nieve bajo los árboles.

Descendió unos cuantos metros la cuesta hasta encontrar lo que había esperado: manchas de sangre. Denny Rogers no podía haber dejado ese rastro. Ahora no le cabía la menor duda de que Harrison se hallaba herido.