LXII

A Christine no le gustaba dejar solos a Joey y a Chewbacca debajo del saliente; pero no tuvo otra elección porque sabía que Charlie estaba en apuros. El tiroteo no fue lo único que la había alarmado. Su preocupación se debía, en parte, a los alaridos que habían cesado hacía un rato, y también al hecho de que él tardaba demasiado. Pero, sobre todo, fue un presentimiento que podía llamarse intuición femenina: sabía que Charlie la necesitaba.

Le aseguró a Joey que no se alejaría mucho, sólo unos ochenta metros por el sendero para ver si descubría alguna señal de Charlie. Abrazó al niño, le preguntó si iba a portarse bien y creyó percibir un leve asentimiento por su parte, pero no pudo arrancarle ninguna otra reacción.

—No vayas a ninguna parte mientras yo esté ausente —dijo.

El chico no respondió.

—No dejes ni un segundo este lugar. ¿Me entiendes?

El niño se limitó a parpadear. Y siguió sin mirarla de frente.

—Te quiero, mi vida.

Nuevo parpadeo del pequeño.

—Y tú, cuida de él —ordenó a Chewbacca.

El perro resopló.

Entonces Christine cogió la escopeta y partió por el sendero, más allá del moribundo fuego. Miró hacia atrás. Joey continuó sin mirarla:

Él estaba recostado sobre la pared rocosa, cabizbajo, con la espalda encorvada, mirando fijamente el suelo. Temiendo abandonarlo pero temiendo también por Charlie, miró al frente y tomó el sendero de ciervos.

El calor de la fogata la había aliviado un poco. Sus articulaciones y sus músculos no estaban tan envarados como hacía un rato; y no se dolía tanto cuando caminaba.

Los árboles la protegieron del viento; pero sabía que éste soplaba con furia, pues hacía un fuerte ruido fantasmal en las ramas más altas. En aquellos lugares donde el bosque se abría para mostrar parches de cielo plomizo, la nieve caía tan espesa que casi parecía lluvia.

Apenas hubo recorrido sesenta metros, tras el segundo recodo del sendero vio a Charlie. Estaba tendido boca abajo en medio del camino, con la cabeza ladeada.

¡No!

Se detuvo a un metro de él. No quiso acercarse más por miedo a lo que podía descubrir.

Se hallaba inmóvil.

¿Tal vez muerto?

¡Oh, Dios santo! ¡Si estuviese muerto… ellos lo habrían matado! Él y ella se habían amado y ahora él se encontraba muerto por su causa. Christine se sintió enferma al pensarlo. Los colores sombríos, hoscos, del día la abrumaron, notó cómo la dominaba una frialdad gris, una desesperación paralizante.

Pero la pesadumbre tuvo que ceder su lugar al miedo, porque ahora ella y Joey dependerían de sus propias fuerzas y, sin Charlie, ella no creía que pudieran salir vivos de la montaña. La muerte de él parecía presagiar su propio destino.

Christine escrutó el bosque en torno suyo y llegó a la conclusión de que estaba sola con el cuerpo. Evidentemente, Charlie había sido herido en la cima y había conseguido llegar hasta allí con gran esfuerzo. Al parecer, los fanáticos de la Spivey se hallaban todavía al otro lado del monte.

O tal vez él hubiese matado a todos.

Descolgándose del hombro la correa de la escopeta, se le acercó remisa, pues no estaba segura de tener el ánimo suficiente para examinar su rostro yerto. Se arrodilló a su lado… y observó que respiraba.

Su propio aliento se le cortó en la garganta, y le pareció que el corazón se le detenía.

¡Estaba vivo!

Inconsciente, pero vivo.

¡Todavía ocurrían milagros!

Quiso reír pero reprimió ese impulso, sintió el temor supersticioso de que los dioses, incomodados con su alegría, le arrebatasen a Charlie. Lo tocó. Él murmuró algo pero sin despertar. Lo colocó de espaldas, y gruñó sin abrir los ojos. Vio la desgarrada hombrera de su chaqueta y comprendió que le habían herido allí. Alrededor de la desgarradura, descubrió costras de sangre oscura y congelada adheridas al tejido. Aquello presentaba mal aspecto; pero él se hallaba con vida.

—¿Charlie?

Como no contestó, le tocó la cara. Pronunció otra vez su nombre y entonces él abrió los ojos. Por un momento, estuvieron desenfocados, pero al fin la miraron y parpadearon. Christine comprobó que estaba consciente; amodorrado y aturdido, pero no delirante.

—Lo perdí —dijo él.

—¿El qué?

—El rifle.

—No te preocupes de eso —le aconsejó ella.

—Maté a tres de ellos —informó con lengua estropajosa.

—Bien hecho.

—¿Dónde están ahora? —inquirió inquieto.

—Deben de hallarse cerca.

—No lo creo.

Harrison intentó sentarse.

Una corriente oscura de dolor circuló en su interior; respingó y contuvo el aliento.

Durante un instante, ella pensó que iba a desvanecerse otra vez.

Charlie se puso demasiado pálido, con una blancura cadavérica.

Le estrechó la mano hasta que el dolor remitió.

—Todavía vienen otros —murmuró mientras intentaba sentarse de nuevo consiguiéndolo esta vez.

—¿Puedes moverte?

—Estoy muy débil…

—Tenemos que salir de aquí.

—Estuve… arrastrándome.

—¿Puedes andar?

—Sin ayuda, no.

—¿Y si te apoyas en mí?

—Tal vez.

Christine le ayudó a levantarse, le dio apoyo, le animó a descender por el sendero. Al principio su progreso fue lento, vacilante; luego, avanzaron un poco más aprisa, resbalaron dos o tres veces y casi cayeron, pero alcanzaron el saliente a su debido tiempo.

Joey no reaccionó ante su llegada. Pero cuando Christine ayudaba a Charlie a sentarse en el suelo, Chewbacca se les acercó agitando la cola y lamió en la cara al herido.

Mientras tanto, las paredes rocosas habían absorbido mucho calor de la fogata, que era apenas un montón de ascuas, y lo irradiaban en todas direcciones.

—Muy agradable —murmuró Charlie.

Su voz, demasiado ensoñadora, no gustó a Christine.

—¿Mareado? —preguntó.

—Un poco.

—¿Confuso?

—Lo estuve. Ahora, no.

—¿Visión borrosa?

—No, nada de eso.

—Quiero verte la herida —dijo ella mientras empezaba a quitarle la chaqueta.

—No hay tiempo —objetó él sujetándole las manos.

—Lo haré muy de prisa.

—¡No hay tiempo! —insistió.

—Escucha; ahora mismo, con todo el dolor que tienes, no podrás moverte con rapidez.

—Seré una maldita tortuga.

—Y estás perdiendo todas tus energías.

—Me siento como… un crío.

—Pero aquí tenemos un estupendo botiquín de primeros auxilios, y tal vez podamos echarte un remiendo y aliviarte algo el dolor. Entonces podrás ponerte en pie y moverte con más presteza. Si es así, estaremos contentísimos de perder un poco más de tiempo.

Después de cavilar sobre ello, asintió.

—Bueno… Pero mantén el oído alerta. Puede ser que ellos… no estén muy lejos.

Christine le quitó la maltrecha chaqueta, le desabotonó la camisa y se la apartó del hombro herido; luego, le desabrochó y bajó la parte superior de su ropa interior aislante, que estaba empapada de sangre y sudor. Había un feo orificio en la parte izquierda del pecho, justo debajo de la clavícula. Al contemplar el lastimoso cuadro, sintió como si se revolvieran unas serpientes dentro del estómago. La hemorragia había remitido, pero la carne alrededor de la herida aparecía hinchada y enrojecida con un aspecto muy malo.

—¿Pierdo mucha sangre? —inquirió él.

—La perdiste.

—¿Y ahora?

—Todavía sangra un poco.

—¿Borbotones?

—No. Si la bala hubiese tocado una arteria, a estas horas estarías muerto.

—Tuve suerte.

—Mucha.

Una herida alargada apareció en su espalda. En ese lado, la carne tenía tan mal aspecto como en el otro, y ella creyó ver esquirlas de hueso entre los jirones ensangrentados de carne.

—No tienes dentro la bala —dictaminó.

—Eso es un regalo.

El botiquín estaba en la mochila de él. Christine lo sacó, abrió un pequeño frasco de ácido bórico y vertió la solución en la herida. Aquello produjo furiosos espumarajos, pero no le escoció como lo habría hecho el yodo o el Merthiolate. Con cierto aire soñador, desenfadado, Charlie observó el burbujeo.

Ella metió presurosa un puñado de nieve en un jarrillo y puso éste sobre las ascuas.

Charlie salió de su ensoñación, meneó la cabeza como si quisiera despejarse y dijo:

—¡Corre!

—Hago todo lo que puedo —contestó ella.

Cuando el ácido bórico terminó su acción, Christine espolvoreó los orificios de entrada y salida con un antibiótico amarillento, y luego con unos polvos blancos anestésicos. Cortó casi por completo la hemorragia. Se quitó los guantes para trabajar más aprisa y mejor, usó compresas de algodón y gasa así como un rollo de gasa de cinco centímetros para elaborar un vendaje satisfactorio aunque improvisado. Lo aseguró con tanto esparadrapo que pudo tener la certeza de que quedaba bien fijo.

—¡Escucha! —dijo él.

Ella quedó muy quieta.

Ambos tendieron el oído, pero percibieron sólo el viento en los árboles.

—No son ellos —le tranquilizó Christine.

—Todavía no.

Chewbacca nos avisará si alguien se acerca.

El perro, tendido junto a Joey, parecía tranquilo.

Entretanto, el aire glacial había absorbido ya el calor almacenado en la piedra. La covacha debajo del saliente rocoso se estaba enfriando. Charlie tenía violentos temblores.

Ella lo vistió presurosa, le subió la cremallera del chaquetón, le colocó la capucha en su sitio abrochándosela debajo de la barbilla; luego, retiró de las ascuas el cacharro con nieve derretida. El botiquín de primeros auxilios contenía Tylenol, un calmante que no era, ni mucho menos, lo bastante activo para aliviarle; pero no disponían de otra cosa. Le administró dos tabletas y, tras cierto titubeo, una tercera. Al principio, Charlie encontró bastante dificultad para tragarlas, y esto la inquietó; pero él dijo que se debía sólo a la sequedad de su boca y garganta, y cuando ingirió la tercera tableta pareció sentirse mejor.

Harrison no podía transportar su mochila y por tanto sería preciso dejarla atrás.

Christine sacó algunos objetos de la suya para dejar espacio al botiquín; luego, cerró bien todas las bolsas. Hecho esto, metió los brazos por los tirantes y aseguró la última correa a través de su pecho.

Ahora ansiaba con verdadero frenesí emprender la marcha. No necesitaba un reloj para saber que el tiempo se les estaba quedando corto.