Los gritos hicieron a Christine salir del recoveco y correr más allá de la hoguera agonizante, hacia el sendero.
Levantó la vista y miró en dirección de la cumbre. Pero no pudo ver todo hasta la cima de aquella pared que cerraba el valle, porque estaba demasiado distante, y además la nieve y los árboles bloqueaban su visión.
Los gritos continuaron. Algo espantoso había ocurrido. ¡Dios mío! A pesar de la distancia y de los efectos amortiguadores del bosque, fue un alarido horrible de dolor y pavor que helaba la sangre. Christine se estremeció y no por el helor del aire.
Parecía Charlie.
¿No estaría dejándose llevar por la imaginación? Podría ser cualquier otro. Era un sonido demasiado lejano, y muy ahogado por los árboles, para poder asegurar que fuera de Charlie.
Prosiguió durante medio minuto o quizá más. A ella le pareció una hora. Quienquiera que fuese, estaba desgañitándose de tal forma que estuvo a punto de contagiarla y hacer que le acompañase en sus alaridos. De pronto el sonido se extinguió, como si la persona que vociferaba se hubiese quedado sin la energía suficiente para exteriorizar su agonía.
Chewbacca acudió al sendero y miró hacia la cima.
Se hizo el silencio.
Christine esperó.
Nada.
Entonces regresó al acogedor nicho donde Joey continuaba estupefacto y cogió la escopeta.
Era una herida en el hombro. Grave. Tenía todo el brazo inerte y no podía mover la mano. Gravísima. Tal vez mortal. Él no lo sabría hasta que pudiese quitarse el chaquetón y la ropa interior para echar una ojeada al destrozo… o hasta que empezara a desvanecerse. Si perdiera el conocimiento con aquel frío glacial se moriría, tanto si los «crepusculares» acudían para rematarle como si no.
Apenas se sintió herido, Charlie gritó, no porque el dolor fuera insufrible (el dolor no había llegado aún), ni porque tuviese miedo (aunque en verdad, estaba endiabladamente asustado), sino porque quería que el hombre que le había disparado le creyera malherido. Gritó como si se le salieran las entrañas por una enorme abertura en la barriga; gritó igual que si estuviera herido de muerte; y mientras gritaba, se tendió boca arriba sobre la nieve, apartó a un lado el rifle porque ya le servía de poco no pudiendo usar ambas manos; se abrió la cremallera del chaquetón y sacó el revólver de su funda. Seguidamente, empuñando el arma con la mano sana, la derecha, escondió el brazo debajo de su cuerpo para ocultarla. El brazo izquierdo inutilizado quedó extendido, con la palma de la mano hacia arriba, inanimado. Entonces empezó a subrayar sus gritos con resuellos agónicos; después hizo decrecer los gritos para sustituirlos por horribles estertores. Por fin enmudeció.
El viento amainó por unos instantes como si colaborara con él. La montaña quedó silenciosa cual una tumba.
Oyó movimiento más allá de los peñascos que le protegían del pistolero. Botas claveteadas sobre piedra libre de nieve. Pocas pisadas y rápidas. Luego, silencio cauteloso. Después más pisadas.
Contó con que este individuo fuera un aficionado al igual que el tipo de la metralleta.
Pisadas. Ahora más próximas. Mucho.
Abrió los ojos de par en par y miró pasmado el cielo gris. La formación rocosa le resguardó bastante de la nieve, pero no evitó que le cayeran copos en la cara y las pestañas, lo que le obligó a recurrir a toda su fuerza de voluntad para no parpadear.
Dejó caer la mandíbula inferior pero contuvo el aliento porque, si se le escapara en forma de espiral congelada, le delataría.
Transcurrió un segundo. Cinco segundos. Diez.
Dentro de medio minuto más o menos, él necesitaría respirar. Los ojos le empezaron a lagrimear.
De pronto, aquello se le antojó un plan fatídico. Estúpido. Él iba a morir allí. Tenía que pensar en algo mejor, más inteligente, y aprisa.
Entonces apareció el «crepuscular», contorneando cauto el mogote granítico.
Charlie miró fijamente el cielo, haciéndose el muerto; por consiguiente no pudo ver el aspecto del desconocido; captó su presencia de una forma periférica, por así decirlo. Pero estuvo seguro de que su papel como cadáver fue convincente, sobre todo porque había procurado proveer una cantidad muy generosa de su propia sangre como decorado.
El pistolero se acercó más, quedó plantado sobre él, mirando sonriente hacia abajo.
Charlie hubo de esforzarse por no mirarlo, tuvo que continuar con las pupilas clavadas hacia el frente sin moverlas. No fue nada fácil. Los ojos se dejaban atraer, naturalmente, hacia el movimiento.
El desconocido tenía todavía un rifle y se mantenía incólume, mejor armado y más ágil que él. Si descubriese que aún vivía, remataría su faena en una fracción de segundo.
Un latido.
Otro.
Charlie pensó de forma irracional: «¡El tipo oirá mi corazón!».
Ése terror instintivo dio paso a un temor más realista… la posibilidad de que el pistolero le viera el pulso latiendo en el cuello o la sien. Éste pensamiento le llenó de pavor hasta tal punto que casi se movió. Pero recordó que el chaquetón y su capucha le tapaban el cuello y las sienes, de modo que el fluir rítmico de su propia sangre no le traicionaría.
Entonces el «crepuscular» se acercó al borde de la pendiente y gritó a sus correligionarios en la ladera:
—¡Lo pesqué! ¡Pesqué al hijo de puta!
Aprovechando que la atención del pistolero estaba en otra parte, Charlie rodó un poco hacia la izquierda para liberar la mano derecha que había escondido debajo de las nalgas y sacó el revólver.
El «crepuscular» dio un grito ahogado y empezó a volverse.
Charlie le disparó dos veces, una en el costado, otra en la cabeza.
El hombre se precipitó por el borde, aplastó algunos matorrales, siguió rodando cuesta abajo entre los árboles y se estrelló contra el robusto tronco de un pino, muerto sin tener siquiera la oportunidad de gritar.
Volviéndose sobre el estómago, Charlie se arrastró hasta el borde de la ladera y miró hacia abajo. Entretanto, algunos correligionarios de la Spivey habían salido de sus escondites como respuesta a los gritos triunfales del pistolero. Al parecer, algunos creyeron que su enemigo seguía con vida. Con toda probabilidad supondrían que los dos disparos habían sido hechos por su propio compañero para rematarlo, y por ende se figurarían que el cuerpo que caía rodando desde la cumbre era el del investigador. No se parapetaron otra vez hasta que él les gritó «¡bastardos!» y les largó dos balas de revólver. Entonces se escurrieron hacia sus escondrijos tenebrosos y seguros igual que una manada de ratas barruntando al gato.
Harrison les disparó las dos balas restantes del revólver sin esperar tocar a nadie ni afinar la puntería, sólo con la intención de asustarles y mantenerlos escondidos.
—¡Me cargué a los dos! —vociferó—. Ambos han muerto. ¿Cómo es que los dos han muerto si Dios está de vuestra parte?
Nadie respondió desde abajo.
Los gritos le dejaron sin aliento. Esperó un momento, hizo varias inspiraciones profundas para evitar que los otros percibieran debilidad en su voz. Luego gritó otra vez:
—¿Por qué no salís y dejáis que Dios detenga las balas cuando yo dispare?
No hubo respuesta.
—Eso sería una buena demostración, ¿no es verdad?
Siguió sin haber respuesta.
Tomó aire a fondo otra vez.
Después intentó flexionar la mano izquierda, y los dedos se movieron pero continuaron rígidos e insensibles.
Se preguntó si habría matado a los suficientes para inducirles a retirarse, y echó la cuenta. Habían caído dos en la cumbre, uno en el sendero y tres en el prado cuando todos se resguardaron detrás del jeep y de los trineos locomóviles. Seis muertos. Seis de diez. ¿Cuántos habría allá abajo, en el bosque? ¿Tres? Él creyó haber visto tres allí: otra mujer, Kyle y el hombre que había marchado delante de Kyle hacia el final de la fila. Pero ¿no se habría quedado atrás uno de ellos para acompañar a madre Grace? Sin duda, ella no habría querido permanecer sola en la cabaña. Y tampoco habría podido llegar hasta allí por un terreno tan escabroso. ¿Sería capaz de hacerlo? ¿Estaría ahora entre los árboles, a treinta y cinco o cuarenta metros de él, agazapada entre las sombras cual un viejo y diabólico trasgo?
—¡Estoy esperando aquí! —gritó Charlie.
Sacó del chaquetón seis proyectiles y cargó el revólver, con dificultad por tener sólo una mano útil.
—¡Tarde o temprano tendréis que moveros! Necesitaréis estirar los músculos o de lo contrario os acabaréis helando. —Su voz tenía un sonido espectral en el silencio nevado—. Os quedaréis yertos y os congelaréis poco a poco hasta morir.
El efecto anestésico tras el balazo fue desapareciendo. Sus nervios empezaron a responder y el primer asalto del dolor le paralizó el hombro y el brazo.
—Cuando estéis dispuestos podremos poner a prueba vuestra fe —gritó—. Entonces veremos si creéis de verdad que Dios está de vuestra parte. Cuando estéis dispuestos a levantaros y a dejarme que os largue un balazo, entonces veremos si Dios desvía la bala.
Charlie esperó medio minuto hasta asegurarse de que nadie iba a responder; luego, enfundó el revólver y se deslizó fuera de la cima. Ellos no sabrían a ciencia cierta si él se había ido. Tal vez lo sospecharan; pero no podrían estar seguros. Permanecerían ocultos durante media hora, quizá más, antes de arriesgarse a reemprender el ascenso. Al menos él rogó a Dios que fuera así, pues necesitaría cada minuto de la espera.
Aguantando el dolor del hombro, sordo pero cada vez más intenso, reptó sobre el vientre a través de la superficie llana del pináculo, moviéndose como un cangrejo mutilado, y no se levantó hasta alcanzar el lugar donde el terreno empezaba a descender por el otro lado y la senda de ciervos se perdía entre los árboles.
Cuando intentó levantarse, percibió una debilidad sorprendente en las piernas. Se le doblaron, y volvió a caer de espaldas, lastimándose el brazo herido. Sintió como si una ola inmensa y negra avanzara rugiente hacia él. Contuvo el aliento y cerró los ojos hasta que la ola pasara, resistiéndose a dejarse arrastrar por ella. El dolor dejó de ser sordo y se convirtió en lacerante, como si una criatura viviente estuviese escondida en su hombro y se abriese camino a través de la carne. Ya fue bastante malo cuando se quedó absolutamente inmóvil, pero el movimiento lo hizo diez veces peor. Sin embargo, no le era posible quedarse allí. Por mucho que fuese el dolor, él debería levantarse y volver a Christine. Si tenía que morir, no quería estar solo en aquel bosque cuando le llegase la hora. ¡Por Cristo!, esa forma de pensar tan negativa era inexcusable. El pensamiento es el padre de la acción, ¿no es cierto? Aunque el dolor era insufrible, eso no significaba que la herida fuera mortal. Él no había hecho ese gran recorrido para rendirse con tanta facilidad. Existía una oportunidad. Siempre la había. Él había sido optimista toda su vida. Logró superar a unos padres agresivos y alcohólicos y vencer a la miseria. Había sobrevivido a la guerra. ¡Pues también sobreviviría a esto, maldición! Ya en el borde de la cresta, se agarró a una rama de pícea y logró al fin levantarse. Se respaldó sobre el tronco del árbol para mantenerse en pie.
No sintió vértigo, lo cual constituía una buena señal. Después de hacer varias inspiraciones profundas y permanecer durante un minuto apoyado, sus piernas parecieron menos inconsistentes. El dolor de la herida no se atenuó; pero Charlie encontró que se estaba adaptando a él poco a poco; era preciso hacerlo así, o escapar a sus tenazas mediante el desvanecimiento, un lujo que no podía permitirse. Se apartó del árbol haciendo rechinar los dientes cuando el fuego en su hombro se avivó. Descendió por el sendero de ciervos moviéndose más aprisa de lo que había esperado, aunque no tanto como la primera vez, cuando Christine y Joey le acompañaban. Marchó apresurado, pero también cauto, temeroso de resbalar, caer y dañarse aún más el hombro y el brazo. Si se desplomara sobre el lado izquierdo, la explosión de dolor le haría perder el conocimiento con toda probabilidad, y entonces tal vez no pudiera recobrarlo antes de que la Spivey y su gente estuvieran hurgando sobre él con el cañón de un arma.
Cuando ya se hallaba a cuarenta o cincuenta metros de la cima, Charlie pensó que debió haberse llevado consigo la metralleta. Quizás hubiera dos o tres cargadores en el cuerpo del pistolero muerto. Eso equilibraría un poco las cosas. Con una metralleta, podría tenderles otra emboscada y borrarlos del mapa esta vez.
Se detuvo y miró hacia atrás preguntándose si le convendría regresar a buscar el arma. El sendero ascendente a sus espaldas le pareció más empinado de lo que recordaba. La escalada se le antojó más desafiadora que si se tratase de la cara más inaccesible del monte Everest. La respiración se le aceleró de sólo mirarla.
Al estudiar la posibilidad, el sendero pareció empinarse todavía más. ¡Si era casi vertical, diablos! No encontró las fuerzas necesarias para regresar, y se maldijo por no haber pensado en la metralleta cuando estaba allí. Comprendió que su cabeza no estaba tan despejada como creía.
Prosiguió la marcha descendente.
A unos veinte metros más abajo, por el sendero, el bosque pareció girar alrededor de él. Se detuvo y afirmó bien las piernas, como si de ese modo pudiera detener el carrusel de árboles. Consiguió aminorar un poco su marcha pero no detenerla, así que al fin prosiguió cauteloso poniendo un pie delante del otro con deliberada parsimonia como un borracho intentando demostrar su sobriedad a un poli.
Entretanto, el viento había arreciado y organizaba una algarabía entre los inmensos árboles. Algunos de los más altos crujían cuando las partes más elevadas y delgadas de sus troncos se bamboleaban a impulsos de las caprichosas ráfagas. Las macizas ramas chocaban entre sí, y las agujas de conífera producían unos ruidos que parecían trallazos. Al poco, el estruendo se acrecentó semejando un millar de puertas abriéndose sobre goznes herrumbrosos, los restallidos y silbidos crecieron de tono hasta que el estruendo fue doloroso y él se sintió como si estuviera dentro de un tambor. Se tambaleó, tropezó, casi cayó… Comprendió que gran parte del ruido no lo ocasionaba el viento en los árboles sino su propio cuerpo; se dio cuenta de que estaba oyendo rugir su propia sangre a medida que aumentaban los latidos de su corazón. El bosque empezó a girar otra vez y, al hacerlo, atrajo la oscuridad del cielo y la arrolló a su alrededor como si fuera una devanadera hasta que el bosque giratorio no pareció ya un carrusel sino un telar tejiendo los hilos de oscuridad para hacer un paño negro, y este paño ondeó en torno suyo y lo envolvió impidiéndole ver a dónde iba, haciéndole tropezar otra vez y caer…
¡Dolor!
Un fogonazo cegador.
Oscuridad.
Negrura.
Más profunda que la noche.
Silencio…
Él estaba reptando por esa negrura fosca, buscando frenético a Joey. Tenía que encontrar pronto al niño. Había averiguado que Chewbacca no era un perro corriente sino un autómata relleno de explosivos. Joey ignoraba la verdad. Probablemente, ahora estaría jugando con el animal. En cualquier momento, la Spivey pulsaría un botón, el can estallaría y Joey moriría. Él reptaba hacia una mancha gris en la oscuridad. De pronto, se encontraba en un dormitorio y veía a Joey sentado en la cama. También estaba allí Chewbacca sentado como una persona, enarbolando un puñal con una zarpa y una horquilla con la otra. El chico y el perro estaban comiendo un bistec. Él exclamaba: «¿Qué estás comiendo, por amor de Dios?». Y el niño respondía: «Está muy rico». Él se levantaba junto a la cama y le arrebataba la carne. El perro gruñía. Él decía: «¿Es que no lo ves? ¡Ésa carne está envenenada! ¡Te están envenenando!». Joey replicaba: «No. Está muy buena. Deberías probarla». Entonces él recordaba los explosivos escondidos en el perro y advertía sin tardanza a Joey. Pero demasiado tarde. En ese momento, sonaba una gran explosión. Pero no era el perro el que había explotado, sino Joey. Su pecho se abría, surgía de él una horda de ratas, iguales a la que estaba en la cámara de baterías bajo el molino. Todas se abalanzaban sobre él. Retrocedía; pero los animales se le subían por las piernas. Le cubrían por completo, veintenas de ratas, y le mordían. Caía, vencido por su número; la sangre le brotaba, una sangre fría, y él lanzaba un alarido…
Y entonces despertó dando arcadas. Notó una sangre fría por toda la cara, se la limpió y luego se miró la mano. No era sangre, sino nieve.
Se encontró tendido de espaldas en el centro del sendero, mirando las copas de los árboles y un trozo de cielo gris del que la nieve caía con una densidad impresionante. Se levantó con gran esfuerzo. La garganta se le llenó de flemas. Tosió y escupió.
¿Cuánto tiempo habría estado inconsciente?
Imposible saberlo.
Lo que pudo ver del sendero que venía de la cresta del monte estaba desierto. La Spivey y su gente no le habían dado alcance todavía… De modo que no podía haber estado inconsciente mucho tiempo.
El dolor del brazo y el hombro activó nervios a lo largo de la espalda y el pecho, y por el cuello hasta el cráneo. Intentó alzar el brazo con cierto éxito, y pudo mover un poco la mano sin agravar el sufrimiento.
Se arrastró hasta el árbol más próximo e intentó levantarse; pero no lo logró. Esperó un momento, lo intentó otra vez y fracasó de nuevo.
Christine. Joey. Ambos contaban con él.
Recorrería reptando un trecho hasta recobrar las fuerzas. Probó con manos y rodillas, descargando casi todo el peso en el brazo derecho aunque requiriendo cierta ayuda del izquierdo. Ante su sorpresa, fue capaz de arrastrarse hacia adelante a un ritmo aceptable. Allá donde el ángulo de la cuesta se lo permitía, aceptó la asistencia de la gravedad y se deslizó algunas veces hasta seis o siete metros de un tirón.
No sabía muy bien cuánto necesitaba recorrer para alcanzar el saliente rocoso bajo el que había dejado a Christine y a Joey. Podría aparecer tras el primer recodo… o estar aún a ochenta metros. Había perdido la capacidad de apreciar distancias, pero no el sentido de orientación… Así que siguió reptando hacia el fondo del valle.
Pocos minutos, o pocos segundos más tarde se dio cuenta de que había perdido su rifle. Probablemente, se le habría desprendido del hombro cuando cayó. Debería volver a buscarlo. Pero tal vez se hubiese salido del sendero para caer entre los arbustos o en un laberinto de peñas. De haber ocurrido así, no sería fácil encontrarlo. Conservaba todavía su revólver. Y Christine tenía la escopeta. Ésas armas habrían de bastar.
Siguió reptando por el sendero y llegó a un árbol caído que le cortaba el paso. No recordó haberlo visto allí antes, aunque pudiera haber estado. Se preguntó si no se habría equivocado de camino. Pero en los dos primeros viajes él no había visto ninguna rama a través del sendero… ¿Cómo era posible que hubiese errado el camino? Se recostó contra el tronco… estaba en el consultorio de un dentista atado a una butaca. Le habían crecido un centenar de dientes en el hombro y el brazo, y la suerte había querido que todos ellos necesitasen la horadación del canal de la raíz. El dentista abría la puerta y entraba. ¡Era Grace Spivey! Empuñaba el escariador más enorme y pavoroso que él jamás había visto, pero no se proponía siquiera utilizarlo en los dientes de su hombro… ¡Iba a abrirle un boquete a través del corazón!, su corazón latió furioso cuando él se despertó y se encontró derrumbado sobre el tronco caído.
Christine.
Joey.
No podía fallarles.
Se encaramó por el tronco y, sentándose en él, se preguntó si se atrevería a caminar. Decidió que no. Se dejó caer otra vez sobre las rodillas. Y vuelta a reptar.
Al cabo de un rato el brazo mejoró.
Se le quedó muerto. Eso era mejorar.
El dolor cedió.
Reptó de nuevo.
Si se detuviera un momento para acurrucarse y cerrar los ojos, el dolor se iría por completo. Sabía que ocurriría así.
Pero continuó arrastrándose.
Sintió sed y calor a pesar del aire glacial. Hizo una pausa, recogió un poco de nieve y se la llevó a la boca. Percibió un sabor a cobre, a putrefacción. De todas formas, se la tragó, porque su garganta parecía arder y la repelente nieve era por lo menos refrescante.
Ahora todo lo que necesitaba antes de moverse otra vez era un momento de descanso. Aunque el día no fuese resplandeciente, la luz grisácea filtrándose entre los árboles le dañaba los ojos. Si pudiera cerrarlos sólo unos instantes, atajar el resplandor gris por segundos…