Cuando Harrison alcanzó la cumbre, estaba sin aliento y un dolor lacerante latía rítmicamente en sus muslos y pantorrillas. La espalda, los hombros y el cuello le dolían como si la pesada carga le oprimiese todavía. Tenía que cambiar el rifle de una mano a otra porque los músculos de los brazos estaban también agarrotados y doloridos.
Y eso que él no estaba en baja forma; allá en el Condado de Orange, cuando su vida era normal, acudía al gimnasio dos veces por semana y recorría ocho kilómetros una mañana sí y otra no. Si estaba comenzando a fatigarse, ¿cómo se sentirían Christine y Joey? Incluso si él pudiera acabar con dos o tres fanáticos de la Spivey, ¿hasta cuándo resistirían la mujer y el niño?
Intentó apartar de su pensamiento tales interrogantes. No quería pensar en ello porque sospechaba que las respuestas serían poco alentadoras.
Corriendo agazapado porque el viento sobre la cumbre había ganado en violencia hasta el punto de hacerle perder el equilibrio, cruzó la estrecha lengua peñascosa. La nieve cayó ahora tan espesa que, en la cima calva, la visibilidad quedó reducida a diez o quince metros, y bastante menos cuando se desencadenaban las ráfagas. Él no había contemplado nunca una nevada semejante; no se veían caer copos sino verdaderas masas, a causa del frío. Si no hubiese sabido, exactamente, a dónde se dirigía, podría haberse desorientado, lo que habría representado perder un tiempo precioso yendo y viniendo por la cumbre; pero avanzó sin vacilar hacia un depósito de rocas erráticas a lo largo de la cresta y se dejó caer sobre el estómago en un lugar que ya había elegido con anterioridad.
Allí podría estar escondido sobre el mismo borde de la pendiente, en una muesca entre dos apelmazados afloramientos de una larga serie de formaciones graníticas, y dominar el serpenteante sendero de ciervos que Christine, Joey y él acababan de escalar, y por donde ascenderían también los «crepusculares» sin la menor duda. Se adelantó un poco para mirar los árboles de abajo, y le sobresaltó un movimiento a no menos de ochenta metros. Levantó aprisa el rifle y, al observar por la mira telescópica, descubrió dos hombres.
¡Dios santo!
Pero ¿sólo dos? ¿Dónde estarían los demás?
Vio que la pareja se movía hacia un ángulo muerto de la vereda y supuso que serían los últimos de la partida. Los otros, delante de esos dos, habrían salvado ya el recodo y reaparecerían muy pronto en un punto más alto del sendero.
El primero de los que estaban a la vista, era de estatura mediana y vestía ropa oscura. El segundo, de una talla asombrosa, lucía un equipo azul de esquiar sobre el que llevaba una parka marrón con capucha, con un forro de piel cuya vuelta enmarcaba su rostro.
El gigante de la parka debía de ser el hombre que él vio en la rectoría de la Spivey, el monstruo llamado Kyle. Charlie se estremeció. Kyle le espeluznaba tanto como madre Grace.
Él había supuesto que tendría que esperar allí un buen rato, diez minutos o incluso más, hasta verlos aparecer; pero ahora los tuvo casi encima. Debieron haber ascendido sin pausa, sin explorar el terreno, con temeridad, desdeñando las posibles emboscadas. Si él hubiese tardado unos minutos más en llegar allí, se habría dado de narices con ellos.
El sendero de los ciervos trazó un recodo. Los dos «crepusculares» contornearon la roca, un pequeño promontorio con pinos y abetos, desapareciendo del campo visual.
El corazón le latió descompasado mientras dirigía la mira hacia el lugar donde el sendero surgía de entre los árboles. Vio un trecho descubierto, de unos seis metros, en el que podría afinar la puntería sobre sus blancos. Les separarían sólo cincuenta metros, lo cual significaba que cada bala se elevaría más o menos tres centímetros en el punto del impacto; en consecuencia, debía apuntar a la parte inferior del pecho para conseguir un balazo en el corazón. Según lo distantes que estuvieran entre sí los bastardos, por lo menos tres de ellos podrían entrar en esa zona descubierta antes de que el primero se aproximara al siguiente ángulo muerto. Pero él no se creyó capaz de pescar a los tres, en parte porque cada uno cubriría al siguiente; además, se desperdigarían para ponerse a cubierto apenas sonase el primer disparo en el bosque. Podría abatir a otro durante esa carrera loca hacia algún refugio; pero el tercero lograría esconderse antes de que él pudiese apuntarle.
Charlie depositó sus esperanzas en dos.
El primero apareció, pasando de las sombras a una cascada de luz blanquecina que se colaba por una brecha entre los árboles. Aplicó el retículo al blanco y vio que se trataba de una mujer. Era una mujer joven, más bien bonita. Charlie vaciló. Entonces apareció el segundo «crepuscular». Desvió el cañón hacia el nuevo blanco. Otra mujer menos bonita aunque no tan joven como la primera.
¡Cuánta sagacidad! Ellos enviaban por delante a las mujeres con la esperanza de hacer fracasar la emboscada. Habían contado con sus escrúpulos ante el dilema de matar a una mujer, escrúpulos que aquellos tipos no tenían. Resultaba casi divertido. Ellos eran la gente de iglesia, se tenían por representantes de Dios, y a él por un infiel, pero no veían ninguna contradicción en el hecho de que el código moral de él pudiera ser más exigente e inviolable que el suyo.
Su plan podría haber tenido éxito, si él no hubiese hecho el servicio militar en Vietnam. Pero quince años atrás él había perdido a dos buenos amigos y casi su propia vida cuando una aldeana acudió sonriente a recibirles y se hizo volar por los aires al detenerse ellos para hablarle. Y esa persona no era el primer fanático que él encontró en su camino, si bien los otros habían estado motivados por la política en vez de por la religión. Aunque no existía gran diferencia. Tanto la política como la religión podían ser algunas veces un veneno. Y sabía muy bien que el odio irracional y la sed de violencia que corrompían a un verdadero creyente, podían transformar a una mujer en una asesina rabiosa tan letal como cualquier hombre con una misión. La locura y el salvajismo institucionalizados no sabían de limitaciones respecto a los géneros.
Él tenía que considerar la suerte de Joey y Christine. Si perdonase la vida a aquellas mujeres, éstas matarían a la mujer que amaba y a su hijo.
«Y también me matarán a mí», pensó.
Le repelió la necesidad de matarla, pero desvió otra vez el punto de mira hacia la primera mujer, aplicó el retículo a su pecho y disparó.
La «crepuscular» dio un salto hacia atrás y cayó fuera del sendero. Ya muerta, golpeó las ramas secas de una pícea desencadenando un pequeño alud de nieve sobre su cabeza.
Entonces sucedió algo adverso e inesperado.
Cuando Christine acababa de echar más gasolina al fuego y se acomodaba otra vez junto a Joey bajo el saliente rocoso, oyó el primer estampido del rifle levantando ecos por todo el bosque.
Chewbacca alzó la cabeza y enderezó las orejas.
Otros disparos sonaron un segundo después; pero éstos no los hizo el rifle de Charlie. Fue una serie continua de detonaciones, un estruendoso y metálico «era era era» que ella reconoció por las películas antiguas, la voz de un arma automática de repetición que te congelaba la sangre, tal vez de una metralleta. Era un sonido frío, horrendo, aterrador que llenó el bosque. Pensó que si la Muerte riera, sonaría así.
Dedujo que a Charlie se le presentaban complicaciones.
Harrison no tuvo tiempo siquiera de hacer el segundo disparo. La metralleta le interrumpió metiéndole el miedo en el cuerpo. Durante un momento, el estrépito del arma automática repercutió en un centenar de puntos a lo largo de la montaña, y era difícil calcular de dónde provenía. Pero los acontecimientos de los últimos días habían evidenciado que nada de lo aprendido en la guerra había pasado al olvido. Así pues, él conjeturó aprisa que el tirador no estaba en la pendiente sino en la propia cumbre, a su lado por así decirlo, al norte de su posición.
Ellos habían despachado un batidor y el batidor le había tendido una trampa.
Apretándose contra el suelo, intentando fundirse con la roca, Charlie se preguntó por qué no habrían tendido antes la trampa. ¿Por qué no lo habían abatido apenas pisó la cumbre? Tal vez el explorador hubiese estado distraído mirando hacia otro lado. O quizá la intensa nevada le hubiese rodeado en el instante oportuno, otorgándole un manto temporal de invisibilidad. Eso podría explicarlo en parte, porque él recordó haber visto caer unos copos inmensos y apelotonados justo cuando llegaba a la cumbre.
La metralleta guardó silencio por unos instantes.
Oyó una serie de ruidos metálicos y un sonido chirriante; supuso que el adversario estaba reemplazando el cargador vacío del arma.
Antes de que pudiera asomarse para echar un vistazo, el hombre empezó a disparar otra vez. Las balas rebotaron en las rocas que le amparaban, haciendo saltar esquirlas de granito, lo que le hizo pensar que ninguno de los disparos anteriores se habían acercado tanto como éstos. Antes, el tirador estuvo descargando proyectiles contra las rocas al norte de su posición. Ahora, el penetrante silbido de las balas rebotadas se alejaba hacia el sur de la cresta. Dedujo que el agresor estaba tirando a ciegas por desconocer la situación de su blanco.
Así pues, vio que, después de todo, había una posibilidad de abandonar vivo la cima.
Recogió los pies debajo del cuerpo, oculto todavía detrás de los peñascos. Giró un poco sobre sí mismo hasta quedar de cara al norte.
El tirador suspendió el fuego.
¿Estaría estudiando el terreno para cambiar de posición? ¿Se dispondría a poner un nuevo cargador?
Si se tratara de lo primero, el hombre seguiría bien armado y sería peligroso; en el segundo caso, estaría momentáneamente indefenso.
Charlie no pudo oír los mismos ruidos que percibió antes, cuando el cambio de cargadores; pero como no podía estar agazapado allí toda la vida, saltó, se enderezó y vio ante sí a su enemigo, a tan sólo seis metros, plantado en la nieve. Era un individuo con pantalones marrones y una parka oscura, y no estaba cambiando el cargador de la metralleta sino escrutando muy atento la lengua de tierra más allá de Charlie hasta que éste surgió como por encanto y captó su atención. El hombre gritó y volvió la metralleta hacia Harrison.
Pero Charlie tuvo a su favor el elemento sorpresa y disparó primero. La bala atravesó la garganta del «crepuscular».
El hombre pareció dar un gran brinco hacia atrás, enarbolando el arma automática y disparando una ráfaga inútil al cielo cargado de nieve. Luego, se desplomó. Tenía desgarrado el cuello, cercenada la espina dorsal y había perdido parte de la cabeza. La muerte había sido instantánea.
Y en el preciso momento en que la muerte abrazaba al tirador, cuando el estampido del disparo rasgaba el aire, Charlie vio un segundo hombre sobre la plataforma rocosa, a nueve metros detrás del primero y un poco a la derecha, junto a la cresta peñascosa. Éste empuñaba un rifle, que disparó al tiempo que él descubría el peligro. Como si le golpeara una almádena, Charlie giró sobre sí mismo y se derrumbó. Se dio un fuerte golpe contra el suelo y quedó tendido detrás de los peñascos, en un ángulo muerto respecto al nuevo tirador, a salvo pero no por mucho tiempo. Sintió frío, mucho frío, y torpor en la parte izquierda del pecho incluidos el brazo y el hombro. Aunque no apareciera todavía el dolor, comprendió que le habían alcanzado, y de pleno. Tuvo la impresión de que era una mala herida.