LIX

—Eso está bien. Así me gusta mi niño —dijo Christine al observar que Joey seguía a Charlie entre los árboles encaminándose hacia una acentuada caída de la pendiente a mitad de camino del pico.

Había temido que el pequeño no quisiera caminar y se quedase petrificado a semejanza de un zombi. Pero quizá no estuviese tan ajeno a la realidad como parecía. El niño no habló ni la miró, pareció paralizado por el miedo; pero dio muestras de hallarse lo bastante sintonizado con este mundo para comprender que necesitaría seguir moviéndose si quería evitar a la bruja.

Sus piernecillas no eran fuertes, su voluminoso traje de esquiar le estorbaba un poco y el declive era pronunciado en algunos lugares; pero él continuó adelante aferrando las peñas y agarrándose a la escasa maleza para conservar el equilibrio. Marchó con dificultad creciente, gateó en algunos sitios. Christine, que lo seguía de cerca, tuvo que levantarlo por encima de troncos caídos o ayudarle a cruzar una formación rocosa particularmente resbaladiza. Con el chico, no podían avanzar tan aprisa como quisieran, pero marcaron por lo menos un buen ritmo. Si hubieran tenido que llevarlo a cuestas, se habrían visto obligados a detenerse con frecuencia.

Chewbacca se les adelantó varias veces. Brincaba y trepaba por las arboladas cuestas como si fuera lobo y no perro; a sus anchas en aquella región primitiva. A menudo el can cobrador se detuvo muy por encima de ellos y miró hacia atrás, resollando y alzando una oreja de un modo cómico. El niño, al verlo, parecía cobrar ánimo y se movió con renovado esfuerzo; por lo tanto, Christine supuso que debería agradecer la presencia del animal, aunque su semejanza con Brandy contribuyera al deterioro mental de Joey.

La verdad era que ella había empezado a temer que el perro no tuviera muchas probabilidades de sobrevivir. Su capa era espesa, cierto; pero también sedosa, no como la áspera pelambrera de un lobo o de cualquier otro animal de aquellas latitudes. La nieve había empezado ya a congelar las puntas de sus largos pelos en flancos y vientre, así como una gran parte de la cola y las puntas de las orejas. A pesar de ello, no parecía sentir molestias ni acusaba los efectos del frío; pero… ¿cómo se encontraría dentro de una hora? ¿O dos horas? Las almohadillas de sus patas no estaban hechas tampoco para un terreno tan escabroso. Era un animal doméstico, después de todo, habituado a la vida fácil de las zonas urbanas. Muy pronto sus patas estarían llenas de cortes y llagas, empezaría a cojear y, en lugar de correr delante, se rezagaría.

Y si Chewbacca no pudiera hacer camino, si el pobre chucho muriera allí, ¿cómo le afectaría eso a Joey?

¿Lo mataría?

Quizás. O tal vez lo enviara muy lejos, de forma irreversible, a su silencioso mundo interior.

Durante dos o tres minutos, Christine oyó un ronroneo distante por debajo y detrás de ellos, y dedujo que serían los trineos locomóviles rugiendo en el prado superior y cercando la cabaña. Ése hecho fatídico debió de haber penetrado la niebla mental de Joey, porque, durante unos minutos, el pequeño hizo un valeroso esfuerzo y se movió más aprisa, trepando con uñas y dientes. Sin embargo, cuando el ruido de los trineos se apagó, le ocurrió lo mismo a su energía, y volvió a su paso trabajoso y lento.

Los tres alcanzaron el rellano en la cima e hicieron una pausa para recobrar el aliento; pero ninguno habló, porque ello hubiera requerido una energía que debían ahorrar para mejor ocasión. Además, no había nada de qué hablar, salvo del momento de su captura y muerte.

Varios metros más allá, algo surgió de una maraña de cornejo y salió disparado por el suelo forestal, causándoles gran sobresalto.

Charlie se descolgó el rifle.

Chewbacca adoptó una postura rígida y dejó escapar un ladrido agudo.

Fue sólo un zorro gris que se desvaneció entre las sombras.

Christine supuso que seguía la pista de alguna presa, una ardilla, un conejo de las nieves o cualquier otro animal. La vida debía de ser dura allá arriba, en invierno. Sin embargo, ella no estuvo a favor del zorro sino del ser al que se amenazaba. ¡Ella sabía muy bien lo que era sentirse perseguido!

Charlie se echó otra vez el rifle al hombro y todos reanudaron la escalada.

Por encima del último repecho antes de la cumbre, los árboles se aclararon y hubo más nieve sobre la tierra; pero no la suficiente para ponerse las raquetas. Charlie encontró un sendero de ciervos que seguía la ruta de menor resistencia hacia la parte llana de la cima. Allá donde la vereda cruzaba sin remedio por nieve profunda que pudiera haber dificultado la marcha de Joey, los ciervos habían allanado el camino… Tenían que haber pasado docenas de ellos desde la última gran tormenta, aplastando la nieve con sus pezuñas… Gracias a eso, el niño pudo avanzar sin muchos resbalones ni tropezones.

Chewbacca se agitó con el olor de los ciervos, gimió y gruñó desde el fondo de la garganta; pero no ladró. Christine se dio cuenta de que el animal había ladrado sólo una vez desde que abandonaron la cabaña. Incluso cuando el zorro los sobresaltó, él había dejado oír tan sólo un leve sonido que no podía haber llegado muy lejos, como si intuyera que un ladrido habría sido como un faro para la bruja. O tal vez no poseía la energía suficiente para trepar y ladrar al mismo tiempo.

Cada paso hacia arriba no sólo servía para distanciarlos de sus perseguidores, sino que parecía llevarlos hacia un tiempo más riguroso. Dio la impresión de que el invierno era una realidad geográfica más que una condición atmosférica, un lugar palpable en lugar de una estación, y de que ellos se adentraban en su gélido reino.

El cielo se veía sólo unos centímetros más alto que las copas de los árboles. La nevada se había convertido en una densa precipitación que caía al sesgo entre pinos y abetos. Cuando alcanzaron la cresta de la cima no encontraron árboles. Christine observó que una nueva tormenta había hecho su aparición y que, a juzgar por su primera fase, sería incluso peor que la de la noche pasada. La temperatura quedó muy por debajo de cero y el viento empezó a soplar desde los valles, reforzado por las corrientes termales y desencadenando ráfagas cada vez más violentas, mientras ellos estaban plantados allí intentando recuperar el aliento. Dentro de dos o tres horas, la montaña seria un infierno blanco. Y ya no contaban con el refugio cálido de la cabaña.

Charlie no los condujo en seguida cuesta abajo, hacia el próximo valle. Se volvió e, irguiéndose en el borde de la cima, miró caviloso el camino por donde habían venido. Sin duda había tenido una idea feliz, una especie de plan. Christine lo adivinó y esperó que fuese bueno. El adversario les superaba en número y armamento. Ellos tendrían que ser endiabladamente sagaces si querían triunfar.

Se agachó junto a Joey. Como el niño había estado moqueando, la mucosidad se le había congelado en el labio superior y sobre una mejilla. Ella, con la mano enguantada le limpió la cara lo mejor que pudo; luego le besó cada uno de los ojos y lo estrechó contra sí colocándolo de espaldas al viento.

Él no habló.

Sus ojos miraron a través de ella como antes.

«Te mataré, Grace Spivey —pensó Christine contemplando el camino por donde habían venido, hacia los bosques—. Te mataré por lo que has hecho a mi pequeño, te volaré esa maldita cabeza».

Guiñando contra la nieve que el viento le lanzaba al rostro, Charlie inspeccionó la cima y decidió que aquél era el sitio idóneo para una emboscada. Era una lengua alargada, sin árboles, corriendo de norte a sur, con cinco metros escasos de anchura en algunos sitios y, como máximo, diez, libre de nieve en su mayor parte por los vendavales que castigaban sus contornos. Formaciones rocosas, pulimentadas y esculpidas por siglos de viento, se alzaban a todo lo largo de la cresta proporcionando una veintena de soberbios escondites desde los cuales se podría observar el ascenso de los «crepusculares».

Por el momento, no había ninguna señal de la Spivey y su gente. Desde luego la vista no podía alcanzar mucho en el interior del sombrío bosque. Aunque los árboles de la pendiente inmediata no estuviesen tan apretados como los de las colinas, formaban como una muralla a no más de ochenta o cien metros. Más allá de ese punto, podría acercarse todo un ejército sin ser visto. Y el viento, silbando y gimiendo a través de la cumbre, semejó el murmullo estruendoso de gigantescas ramas que se agitaron, ahogando todo sonido que pudieran haber hecho los perseguidores.

Sin embargo, Charlie supo por instinto que los sectarios se hallaban todavía a veinte minutos de ellos o incluso más. Escalar la cumbre del monte les había costado lo suyo a causa de Joey, y Charlie había estado seguro de haber perdido una ventaja preciosa. Pero, al recapacitar, comprendió que la banda Spivey ascendería con cautela, precaviéndose contra otra emboscada, al menos en los primeros trescientos metros hasta recobrar la confianza. Además, probablemente, se habrían detenido un buen rato para inspeccionar la cabaña, con la consiguiente pérdida de minutos. Así, pues, él disponía de tiempo suficiente para prepararles una pequeña fiesta de bienvenida.

Acercándose a Christine y Joey se arrodilló a su lado.

El niño estaba todavía ausente, casi catatónico, sin percatarse siquiera de que el perro se frotaba afectuoso contra su pierna.

Charlie dijo a Christine:

—Descenderemos al próximo valle y nos alejaremos todo cuanto nos lo permitan cinco minutos, encontraremos un lugar para que estéis un rato a resguardo de la intemperie. Luego yo volveré aquí y los esperaré.

—No.

—Me será posible pescar por lo menos a uno antes de que se pongan a cubierto.

—No —repitió Christine moviendo la cabeza con terquedad—. Si te propones esperarlos aquí, nosotros lo haremos contigo.

—¡Imposible! Una vez concluido el tiroteo, quiero estar en condiciones de replegarme aprisa, a la carrera. Si vosotros estáis junto a mí, deberé moverme con lentitud y perderemos casi toda la ventaja que les llevamos.

—No creo que nos convenga separarnos.

—Es el único recurso.

—Eso me asusta.

—Necesito pescarlos uno a uno, si puedo.

—Sigue dándome mucho miedo —murmuró Christine mordiéndose el labio.

—No habrá peligro para mí.

—¡Vaya si lo habrá, diablos!

—No. De verdad. Estaré por encima de ellos cuando empiece a disparar y, además, bien escondido. No sabrán de dónde proviene el fuego hasta que sea demasiado tarde, es decir, cuando yo me haya mudado de posición. Tendré todas las ventajas.

—Tal vez ellos no nos sigan hasta aquí arriba.

—Lo harán.

—No es una escalada fácil.

—Nosotros la hemos hecho. Ellos podrán hacerla.

—Pero la Spivey es una mujer vieja. No está habituada a estos avatares.

—Entonces ellos la dejarán atrás, en la cabaña, con un par de guardianes, y el resto vendrá por nosotros. Tengo que hacérselo difícil, Christine. Debo matar a todos ellos si puedo. Te juro que la emboscada no será nada peligrosa. Abatiré a uno o dos y me escabulliré sin darles la oportunidad de localizar mi posición y contestar al fuego.

Ella no dijo más.

—Vamos —apremió él—. Estamos perdiendo tiempo.

Titubeando todavía un momento, Christine asintió y se puso en pie.

—Vamos.

Era una mujer de cuerpo entero. Él no sabría decir cuántos hombres habrían hecho ese recorrido sin quejarse; tampoco creía que muchas mujeres hubieran accedido a quedarse solas en un bosque helado y en semejantes circunstancias por muy necesaria que hubiese sido la separación. Christine tenía tanto vigor y estabilidad emocional como belleza.

No lejos de la cresta, y por el norte, Harrison encontró el sendero de ciervos, y los tres lo siguieron hacia el próximo valle. La vereda trazó dos rodeos para evitar las pendientes más pronunciadas y aprovechar al máximo los contornos accesibles del terreno. Charlie esperó poder conducirlos hasta el fondo antes de regresar para tender su trampa a la banda Spivey. Sin embargo, transcurrieron cinco minutos y no habían alcanzado todavía el suelo del valle ni estaban siquiera a mitad de camino, porque el sendero de ciervos facilitaba el descenso, pero también multiplicaba la distancia.

Charlie halló un lugar donde la senda contorneaba un escollo y luego pasaba por debajo de una peña cuya parte saliente formaba un abrigo natural, no una cueva propiamente dicha, pero lo más parecido, a resguardo del viento y de la escasa nieve que se filtraba entre los árboles. Por el extremo del nicho, el más alejado de la curva, la ladera sobresalía como una muralla, de modo que el abrigo estaba cerrado por tres de sus cuatro lados.

—Esperadme aquí —dijo—. Mejor será que rompas algunas ramas muertas en el centro de esa pícea y hagas una hoguera.

—Pero tú te ausentarás sólo veinte o veinticinco minutos. ¿Crees que vale la pena encender una hoguera para tan poco tiempo?

—Nos hemos estado moviendo desde que dejamos la cabaña —respondió él—. Hemos estado generando sin cesar calor corporal. Pero, cuando te sientes aquí, sin moverte, notarás muy pronto el frío.

—Nos ofendes si crees…

—Ahora eso importa poco. Con toda probabilidad seguiréis necesitando el fuego. Aunque a ti no te haga falta, a Joey sí. Él no tiene los recursos físicos de un adulto.

—Está bien. Otra solución es que sigamos andando por el sendero de ciervos hasta que nos des alcance.

—No. Uno se extravía con demasiada facilidad por estos bosques. Podría haber ramales a lo largo de la ruta. Podrías pasar por uno sin verlo. Luego, si yo lo viera, no sabría a ciencia cierta cuál de los dos caminos habíais seguido.

Ella asintió.

—Haz la hoguera aquí, en la misma vereda —prosiguió Charlie—. Pero más allá del saliente. Así el humo no se acumulará dentro; y sin embargo podréis sentir el calor.

—¿No verán el fuego ellos? —inquirió Christine.

—No. Ellos están todavía lejos de la cumbre, y no tienen una vista clara del cielo —dijo al tiempo que soltaba aprisa las raquetas de su mochila—. Además, no importa que lo vean. Yo me interpondré entre vosotros y ellos, y espero llevarme por delante a uno o dos e inducirlos a esconderse durante diez minutos como mínimo. Así que, cuando ellos reemprendan la marcha, esta hoguera se hallará apagada y nosotros nos encontraremos abajo, en el valle. —Se desembarazó de su mochila y la dejó caer; conservó sólo el rifle y unos puñados de munición—. Ahora tengo que volver a allá arriba.

Ella lo besó.

Joey pareció no percatarse de su partida.

Charlie marchó por donde había venido, a lo largo del angosto sendero, sin correr, pero con premura, porque le iba a costar más subir que bajar y no podía perder ni un segundo.

Dejar solos en el bosque a Christine y Joey representó la decisión más penosa de su vida.

Joey y Chewbacca esperaron debajo del saliente peñascoso mientras Christine deambulaba entre los árboles para recoger leña. Bajo las inmensas ramas verdes y de aspecto sano, las coníferas proveían abundante ramaje seco, con piñas y agujas parduscas y quebradizas, que serían una excelente yesca. Éste follaje estaba seco porque el ramaje superior retenía gran parte de la nieve. Por añadidura, las ramas más altas se doblaban bajo la nieve y rompían con su peso las varas secas. Por consiguiente, Christine quebró y arrancó con relativa facilidad la leña que necesitaba, y reunió muy pronto un enorme montón.

Utilizando fluido de encendedor y una sola cerilla, tuvo al punto una hoguera rugiente frente al recoveco donde se recogía con Joey y Chewbacca. Apenas sintió el calor del fuego, se dio cuenta de lo hondo que había penetrado el frío en sus huesos, a despecho de la ropa de invierno, y entonces comprendió lo peligroso que habría sido esperar allí sin moverse y sin lumbre.

Joey se respaldó contra la pared de roca y miró la fogata con expresión vacua, sus ojos semejaron dos óvalos planos de cristal pulido, vacíos de todo excepto del reflejo de las saltarinas llamas.

El perro se tumbó y empezó a lamerse una zarpa, luego la otra. Christine no estuvo segura de que sus patas tuvieran magulladuras o cortes, pero sí pudo apreciar que le dolían un poco aunque el animal no gimiera.

Alrededor de ellos la piedra empezó a absorber el calor de las brasas, y como el viento no penetrara en la oquedad, el aire se caldeó muy pronto de forma sorprendente.

Christine se sentó junto a Joey, se quitó los guantes, corrió la cremallera de un bolsillo de su chaquetón y sacó una caja de cartuchos de escopeta. La abrió y la colocó al lado del arma que ya estaba cargada. Era por si Charlie no reapareciera jamás… y en su lugar lo hicieran otros.