LVIII

Grace se acurrucó dentro del trineo locomóvil, manteniendo baja la cabeza aunque sus viejos huesos protestaran de esa posición tan forzada.

Era un día negro en el mundo espiritual. Aquélla mañana, al descubrir el conturbador acontecimiento, temió no ser capaz de vestirse en armonía con las energías espectrales. ¡Ella no tenía ropa negra! No había habido nunca un día negro con anterioridad a esto. Por fortuna, Laura Panker, una de sus discípulas, poseía un equipo de esquiar negro y ambas tenían más o menos las mismas medidas. Así que Grace cambió su traje gris por el conjunto negro de Laura.

Pero ahora casi deseaba no estar en contacto con los santos ni con los espíritus de los muertos. Las energías espectrales que ellos irradiaban eran de una uniformidad perturbadora, teñida de miedo.

Grace se vio asaltada también por imágenes premonitorias de la muerte y la condenación; pero éstas no provenían de Dios. Tenían otra fuente con un matiz sulfúreo. Mediante esas visiones que le causaban una perturbación emocional, Satanás estaba intentando destruir su fe, aterrorizarla. Él quería verla dar media vuelta y huir, abandonar su misión. Grace sabía lo que maquinaba el Padre de toda Mentira, lo sabía muy bien. Algunas veces, cuando miraba los rostros de quienes la rodeaban, no veía sus verdaderas fisonomías, sino tejido putrefacto y carne devorada por los gusanos; y esas visiones de muerte la perturbaban. El demonio, tan sabio como malévolo, era conocedor de que ella no cedería nunca a la tentación; y por tanto intentaba quebrantar su fe con el martillo del miedo.

No le daría resultado. ¡Jamás! Ella era fuerte.

Pero Satanás seguía intentándolo. A ratos, cuando la mujer miraba el cielo tempestuoso, veía «cosas» en las nubes: cabezas de cabras gesticulantes, monstruosas fauces de cerdo con colmillos salientes. También oía voces en el viento. Voces siniestras, sibilantes, haciendo promesas falsas, hablando de placeres perversos, y las descripciones hipnóticas de esos actos inenarrables eran ricas en imágenes de la belleza mutante del Mal.

Mientras permanecía acurrucada en el trineo locomóvil, ocultándose del francotirador que estaba en la parte superior del prado, Grace vio de repente doce enormes cucarachas, tan grandes como su mano, escurriéndose por el suelo del artilugio, por sus botas y a pocos centímetros de su cara. La repugnancia casi le hizo dar un salto. Eso había sido lo que el demonio pretendió; esperaba que ofreciese un mejor blanco y facilitara la labor de ese Charlie Harrison. Tragó saliva a duras penas, ahogándose en sus náuseas, y continuó hecha un ovillo dentro del exiguo espacio.

Vio que las cucarachas tenían cabeza humana. Sus rostros minúsculos, llenos de dolor, aversión de sí mismos y terror, se alzaban para mirarla. Comprendió que aquellos seres eran almas condenadas que habían reptado por el infierno hasta que, pocos momentos antes, Satanás las había transportado allí para demostrarle cómo torturaba él a sus súbditos, para probarle que su crueldad no tenía límites. Grace se asustó tanto que casi perdió el dominio sobre su vejiga. Mirando pasmada a los bichos de faz humana, pudo haberse preguntado cómo era posible que Dios permitiese la existencia del infierno. Eso fue lo que el demonio quería oírle decir. ¡Sí! Se imaginó que ella se preguntaría si, al permitir la crueldad satánica, Dios no sería a su vez cruel. Supuso que pondría en duda la virtud de su Hacedor. Ésa visión tenía la finalidad de infundir desesperación y temor en el fondo de su corazón.

Entonces observó que uno de aquellos bichos tenía el rostro de su difunto marido, Alberto. ¡No! Alberto había sido un hombre bueno. Alberto no pudo haber ido al infierno. ¡Eso era una falsedad! La diminuta cara se alzó y dejó escapar un alarido sin hacer el menor sonido. ¡No! Alberto había sido un hombre afable, inocente, un santo. ¿Alberto en el infierno? ¿Alberto condenado para la eternidad? Dios no haría semejante cosa. Ella esperaba encontrarse otra vez con Alberto en el cielo; pero si él hubiese tomado la dirección contraria…

Se sintió al borde de la locura.

¡No! ¡No, no, no! Satanás mentía. Intentaba desquiciarla.

A él le gustaría eso. ¡Vaya que sí! Si ella perdiese el juicio no podría seguir sirviendo a Dios. Si cuestionase su salud mental, cuestionaría asimismo su misión, su Don, y sus relaciones con Dios. Ella no debía dudar de sí misma. Estaba cuerda, y Alberto se hallaba en el cielo. Tenía que arrinconar toda duda, entregarse por completo a una fe ciega.

Cerró los ojos para no ver las cosas que reptaban por sus botas. Pudo sentirlas, incluso a través del recio cuero, pero hizo rechinar los dientes, escuchó los disparos de rifle y rezó, y cuando, al cabo de un tiempo prudencial, abrió los ojos, las cucarachas habían desaparecido.

Quedó a salvo por un rato, pues había rechazado al demonio.

También cesaron los disparos de rifle. Ahora, Pierce Morgan y Denny Rogers, los dos hombres que habían sido enviados al bosque para rodear a Charlie Harrison, llamaron a gritos desde la parte superior del prado. El camino quedaba despejado. Harrison se había ido.

Grace se apeó del trineo locomóvil y vio a Morgan y a Rogers en lo más alto del prado, agitando los brazos. Se volvió hacia el cuerpo de Cari Rainey, el primer hombre abatido. Estaba muerto, con un enorme boquete en el pecho. El viento cubría de nieve sus brazos extendidos. Grace se arrodilló a su lado.

Poco después Kyle se le acercó.

O’Connor está también muerto. Y George Westvec. —Su voz tembló de pena e ira.

—Nosotros sabíamos que algunos deberían sacrificarse —dijo ella—. Sus muertes no serán en vano.

Los demás los rodearon: Laura Panken, Edna Vanoff y Burt Tully. Todos se mostraron tan iracundos y resueltos como asustados. Ellos no volverían la espalda para huir. Ellos eran creyentes.

Ahora Cari Rainey… ha subido al Cielo y está en brazos de Dios —salmodió Grace—. Lo mismo cabe decir de… —Tuvo dificultad para recordar los nombres de O’Connor y Westvec, titubeó y rogó porque el Don no desterrara muchas más cosas de su memoria—. Lo mismo cabe decir… de George Westvec y… Ken… Ken… ¡hum! Kevin… Kevin O’Connor… todos ellos en el Cielo.

Poco a poco la nieve tejió un sudario sobre el cuerpo de Rainey.

—¿Los enterraremos aquí? —inquirió Laura Panken.

—La tierra está helada —observó Kyle.

—Dejadlos entonces. No hay tiempo para entierros —decidió Grace—. El Anticristo está a nuestro alcance; pero sus poderes crecen de hora en hora. No podemos demorarnos.

Dos trineos habían quedado inutilizados. Grace, Edna, Laura y Burt Tully viajaron en los otros dos, mientras Kyle los seguía a pie hacia lo alto del prado, donde esperaban Morgan y Rogers.

Una oleada de tristeza sacudió a Grace. ¡Tres hombres muertos! Siguieron adelante, a saltos, avanzando sólo cuando había sido explorado el terreno, temerosos de caer en otra emboscada.

El viento arreciaba. Los copos de nieve se iban haciendo más grandes por momentos. El cielo era todo sombras de muerte.

Muy pronto ella se enfrentaría con el niño y su destino quedaría sellado.