Transcurrieron siete minutos sin que ningún secuaz de la Spivey osara dejarse ver. Por fin uno se asomó para averiguar si Charlie estaba todavía avistándolos.
Lo estaba y también hizo fuego. Sin embargo, y aunque era la oportunidad que había estado esperando, se mostró tardo, demasiado tenso. Tiró del gatillo en lugar de presionarlo con suavidad, se desvió del blanco y falló.
La respuesta llegó al instante. Se había imaginado que aquella gente iría armada; pero no tuvo la confirmación absoluta hasta entonces. Dos rifles abrieron fuego contra la parte superior del prado. Pero las primeras balas alcanzaron el bosque a unos cincuenta metros de él por la izquierda; los impactos en los árboles fueron audibles. Los siguientes disparos se le acercaron, tal vez a veinticinco metros, todavía a su izquierda. Los tiradores siguieron disparando y aproximándose. Adivinaron más o menos su posición, e intentaron provocar una reacción para localizarlo con exactitud.
Al acercarse los disparos, él hundió la cabeza y se apretó contra el suelo en las sombras dispersas del lindero. Oyó las balas silbando entre las ramas sobre su cabeza. Le llovieron trozos de corteza, agujas y piñas, algunas de las cuales le cayeron sobre la espalda. Pero si los tiradores esperaban un golpe de suerte, habrían quedado decepcionados. El fuego se desplazó poco a poco hacia su derecha, lo cual denotó que ellos sabían tan sólo que los disparos procedían de arriba y desconocían el lugar del prado en el que se apostaba su asaltante.
Charlie alzó la cabeza, levantó el rifle, aplicó el ojo a la mira telescópica… y descubrió, sorprendido, que los disparos tenían otra finalidad; la de cubrir a dos «crepusculares» que estaban corriendo como locos por el bosque en el extremo oriental del prado.
—¡Mierda! —exclamó.
Intentó largar un disparo a uno de los dos corredores. Pero éstos se movieron aprisa a despecho de la nevada, levantando pequeñas polvaredas de copos cristalinos. En el preciso momento en que conseguía fijar el retículo en uno de ellos, ambos se zambulleron en la oscuridad entre los árboles y desaparecieron de la vista.
Los «crepusculares» que estaban junto al jeep suspendieron el fuego.
Charlie se preguntó cuánto tiempo tardarían los dos del bosque en abrirse camino entre los árboles para atacarle por la espalda. No mucho. Aquéllos bosques tenían poca maleza. Cinco minutos. Quizá menos.
Él podría causar todavía algún daño, incluso aunque los que quedaban en el prado no se dejasen ver. Fijó uno de los trineos locomóviles en el retículo de la mira telescópica y le largó dos ráfagas a la parte delantera esperando destrozar algo vital. Si los dejara a pie, retardaría su marcha, haría que la caza fuese más fácil. Apuntó a otro trineo y le metió dos balas en el motor. La tercera máquina, que estaba casi oculta entre las otras, ofreció un blanco menos claro, sin embargo, le envió cinco disparos, y cargó otra vez el rifle. Un fuego tan nutrido les permitió localizar su posición. Desde abajo, llegó una serie de estampidos, pero esta vez todas las balas se estrellaron a pocos metros de él.
Como el cuarto trineo locomóvil se encontraba detrás del jeep, fuera de su alcance, no le quedó nada por hacer. Se puso el guante que se había quitado poco antes y se arrastró sobre el vientre hacia las profundidades del bosque hasta encontrar un gran tronco de cicuta y las necesarias balas. Antes, se había quitado también las raquetas para poder tumbarse boca abajo y sacar el máximo partido del rifle. Ahora se las puso de nuevo procurando hacer el menor ruido posible, tendiendo el oído para captar la aproximación de los hombres que intentaban rodearle por el brazo oriental del bosque.
Había esperado oírlos o verlos muy pronto; pero comprendió que esa gente procedería con extrema cautela. Se figurarían que él los había visto escurrirse por el bosque y estarían seguros de que se hallaba al acecho; sabían que, por añadidura, estaría más familiarizado con el terreno. Así que ambos avanzarían muy despacio, examinando a conciencia cada árbol, cada peña y hondonada que se presentaran ante su vista, temerosos de una emboscada. Por tanto, tardarían en aparecer por allí cinco minutos o incluso diez y, una vez llegaran, perderían otros diez minutos por lo menos registrando el área hasta convencerse de que él se había replegado, lo cual les brindaría a Christine a Joey y a él una ventaja de veinte o veinticinco minutos.
Así pues, se movió por el bosque tan aprisa como pudo hacia el prado superior y la cabaña.
Los copos siguieron cayendo.
El viento se levantó.
Entretanto, el cielo había descendido oscureciéndose. A pesar de que era todavía de mañana, parecía el atardecer. Pero no, ¡diablos! Parecía más tarde que eso, muchísimo más: ¡Parecía el fin de los tiempos!
Chewbacca se mantuvo pegado a Joey, como si intuyera que su joven amo le necesitaba, pero el niño no prestó ya la menor atención al perro. Se perdió en un mundo interior, ajeno a éste.
Mordiéndose el labio e intentando reprimir su preocupación, Christine terminó de meter las provisiones en su mochila, hizo un montón ordenado de todas las cosas que deberían ir a la de Charlie y justo cuando cargaba la escopeta, él llegó a la cabaña con el rostro enrojecido por el aire cortante las cejas blancas de nieve; pero sus ojos eran lo más frío de su apariencia.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella mientras Harrison cruzaba la sala hacia la mesa de comedor dejando un rastro de nieve medio derretida.
—Los borré del mapa. ¡Cómo patos en una caseta de feria, Dios!
—¿A todos ellos? —le preguntó mientras le ayudaba a desprenderse de la mochila y la extendía sobre la mesa.
—No. Maté o malherí a tres. Y tal vez haya tocado a otro; pero lo dudo.
Ella empezó a introducir cosas con verdadero frenesí en la mochila impermeable de vinilo.
—¿Y la Spivey?
—No lo sé. Puede que le haya dado. Quizá. No puedo decirlo.
—¿Y vienen hacia acá?
—Es muy posible que lo hagan. Pero les llevamos veinte minutos de ventaja.
La mochila quedó a medio llenar, hizo una pausa con un bote de cerillas y, mirándolo fijamente, Christine dijo:
—¿Qué te ocurre, Charlie? Algo marcha mal, ¿no?
Él se quitó la nieve que le goteaba por la frente.
—Yo… yo no he hecho nunca nada semejante. Fue… una carnicería. En la guerra es natural, aquello era la guerra. Pero esto es diferente.
—También lo es.
—Supongo que sí. Excepto que… cuando disparé contra ellos… me gustó. Y jamás me ha gustado, ni siquiera en la guerra.
—Eso no tiene nada de malo —dijo ella sin cesar de meter cosas en la mochila—. Después de todo lo que nos han hecho pasar, me gustaría deshacerme a tiros de unos cuantos. ¡Ah, si se me ofreciera la oportunidad, Dios mío!
Charlie miró a Joey.
—Ve a coger tus guantes y tu pasamontañas, jefe.
El chico no respondió. Siguió plantado junto a la mesa con rostro inexpresivo y ojos muertos.
—¡Joey! —dijo Charlie.
El pequeño siguió sin reaccionar. Miró las manos de Christine mientras ésta apretujaba varios objetos en la segunda mochila; pero no parecía que las viese.
—¿Qué le pasa? —inquirió Charlie.
—Sólo ocurre que él… él… se ha ido.
Christine se esforzó por contener las lágrimas.
Charlie se acercó al niño y, poniéndole una mano en la barbilla le hizo levantar la cabeza. Joey alzó la vista hacia Charlie pero sin verlo. Harrison le habló. No logró sacarle de su marasmo. El niño esbozó una sonrisa vaga, sin alegría, una sonrisa espectral, pero ni siquiera eso fue destinado a Charlie; fue por algo que él había visto o pensado en el mundo a donde había ido, algo que estaba a varios años luz. Las lágrimas brillaron en sus ojos, pero la espeluznante sonrisa no se borró de su rostro, y él no gimió ni hizo el menor sonido.
—Maldita sea —masculló Charlie.
Luego, abrazó al pequeño. Joey no le respondió. Entonces Charlie cogió la primera mochila, que estaba llena, pasó ambos brazos por los tirantes, se la ajustó bien y puso las hebillas por delante del pecho.
Christine terminó con la segunda mochila, se aseguró de que todos los bolsillos estuviesen bien cerrados y se la echó a la espalda.
Charlie le puso los guantes y el pasamontañas a Joey.
La mujer cogió la escopeta cargada y siguió a Charlie, Joey y Chewbacca fuera de la cabaña. Miró hacia el interior antes de cerrar la puerta: unos cuantos leños ardían en la chimenea. Una de las lámparas de bronce estaba encendida difundiendo una suave luz ambarina. El sofá y los sillones tenían un aspecto confortable e invitador.
Se preguntó si volvería a sentarse otra vez en un sillón, si vería de nuevo algún día una luz eléctrica. ¿No sería más probable que muriese en el bosque aquella misma noche y que su sepultura fuese un montón de nieve?
Cerró la puerta y se volvió para enfrentarse con la solidez gélida y gris de la montaña.
Llevando en brazos a Joey, Charlie condujo a Christine alrededor de la cabaña para adentrarse en el bosque a espaldas de ésta. Hasta internarse en la pantalla de vegetación, miró nervioso una vez y otra hacia el prado que dejaban atrás, esperando ver aparecer a la Spivey con su gente.
Chewbacca se les adelantó unos cuantos metros, anticipándose con un sexto sentido a la dirección de su marcha. El animal luchó un poco con la nieve hasta encontrar terreno firme dentro del bosque, y entonces avanzó dando alegres saltos, con ansiosa vivacidad, desdeñando las formaciones rocosas, los árboles caídos y toda suerte de obstáculos.
Encontraron alguna maleza en el lindero del bosque, pero más adelante los árboles cerraron filas y la maleza desapareció. El terreno se elevó y se hizo escabroso, a excepción de un cauce superficial que, en primavera, probablemente, se llenaría con el agua procedente del deshielo en los puntos altos. Siguieron por aquel cauce que apuntaba hacia el noroeste, la dirección que les convenía. Sujetaron las raquetas a sus mochilas porque durante las próximas horas progresarían debajo de inmensos árboles, donde la capa de nieve no era profunda. En algunos lugares, las ramas de las frondosas coníferas estaban entrelazadas de tal modo que debajo de ellas, el suelo apenas tenía nieve.
No obstante, había la suficiente para que dejaran un rastro muy claro. Charlie pudo haber borrado las huellas deteniéndose a ratos; pero no se tomó la molestia. Pérdida de tiempo. Las señales que dejaría intentando borrar las pisadas, serían tan patentes como las propias pisadas, pues el viento no podría desarrollar toda su fuerza en la espesura del bosque, al menos a ras del suelo, así que no eliminaría las marcas del barrido. Sólo les quedaba el recurso de acelerar la marcha con la esperanza de aventajar a sus perseguidores. Quizá más tarde, si lograban cruzar algunos espacios de campo abierto, la fuerza creciente del viento podría ser lo bastante intensa para disimular su paso.
¡Si…!
Si consiguieran atravesar esta zona forestal y salir al campo abierto…
Si no les dieran alcance los sabuesos de la Spivey dentro de los próximos cuarenta y cinco minutos…
¡Si…!
El bosque era muy umbrío, y pronto descubrieron que las estrechas rendijas de los pasamontañas limitaban su campo de visión. Tropezaron y dieron trompicones porque no veían todos los obstáculos del sendero, y al fin tuvieron que quitarse los pasamontañas. La temperatura bajo cero les mordió la cara pero no tuvieron más remedio que soportarlo.
Charlie temió que su ventaja sobre la Spivey y su gente se estuviera reduciendo. Se habían entretenido en la cabaña casi cinco minutos. Ahora les llevarían un cuarto de hora de adelanto, si acaso. Y como él no se podía mover tan aprisa como quisiera, pues iba cargado con Joey, no dudó lo más mínimo de que su ventaja decrecería peligrosamente minuto a minuto.
El terreno se hizo más abrupto; Charlie empezó a jadear y oyó el jadeo de Christine a sus espaldas. Las pantorrillas y los muslos se le agotaron y empezaron a dolerle; los brazos le pesaron con la carga del niño. El cauce, tan conveniente hasta entonces, comenzó a curvarse hacia el éste, que era una dirección no deseada. Se mantuvo todavía hacia el nordeste a lo largo de un buen trecho; pero luego Charlie hubo de dejar en el suelo a Joey para poder caminar por un terreno mucho más escabroso. Si querían salvarse, el niño tenía que andar.
¿Y qué pasaría si el pequeño se negaba? ¿Qué iba a ocurrir si se quedaba plantado, mirando al vacío?