Hacia el amanecer la tormenta pasó de largo.
Christine y Joey se levantaron temprano. El chico no se mostró tan bullicioso como la noche pasada. Se encerró otra vez en la taciturnidad y el desespero; pero les ayudó a hacer el desayuno y comió bien.
Después de desayunar, Charlie se abrigó bien y marchó fuera para probar el rifle comprado el día anterior en Sacramento.
Durante la noche habían caído más de treinta centímetros de nieve. Los montones estaban bastante más altos que el día anterior y cegaban dos o tres ventanas de la planta baja. Las ramas de conífera se hallaban más abatidas bajo la nieve nueva y el mundo guardaba tal silencio que semejaba un cementerio.
El día era frío, gris, desapacible. Por el momento no soplaba viento alguno.
Harrison había hecho un blanco con una cartulina cuadrada y dos tiras de bramante. Lo aseguró al tronco de un abeto Douglas que se alzaba a pocos metros del molino, retrocedió veinte metros y se tendió boca abajo en la nieve. Utilizando como apoyo un saco de dormir enrollado, hizo tres disparos con el suficiente intervalo para asegurarse de que el retículo estaba enfilado con la diana.
El Winchester Modelo 100 iba equipado con una mira telescópica de potencia tres, que le acercaba el blanco al alcance de la mano. Comprobó que cada una de las balas alcanzaba el objetivo previsto.
Los estampidos alteraron la quietud matutina de la montaña y expandieron el eco por los distantes valles.
Charlie se levantó, caminó hasta el blanco y midió el punto medio de los impactos, que resultó ser el lugar equidistante entre los tres balazos. Luego, midió la distancia entre el punto del impacto y el de puntería (es decir, la diana con la que enfiló el retículo), y esa cifra le reveló el ajuste que requería el alcance. El rifle se desviaba hacia abajo y a la derecha. Así pues, corrigió el dispositivo de elevación y el de desvío; luego se tendió otra vez e hizo tres disparos más. Comprobó complacido que, en esta ocasión, cada proyectil había encontrado el centro del blanco.
Comoquiera que una bala no se traslada en línea recta sino trazando una trayectoria curva, cruza dos veces la línea de mira, una al elevarse y otra al caer. Con el rifle y la munición que estaba utilizando, Charlie pudo calcular que cada bala disparada cruzaría primero la línea de mira a unos dieciocho metros, luego se elevaría hasta alcanzar, a los ochenta de recorrido, una altura de siete centímetros por encima de la diana, y después descendería para cruzar por segunda vez la línea de mira a los ciento sesenta metros más o menos. Por lo tanto el Winchester quedó ajustado para los ciento sesenta metros.
No quería matar a nadie.
Esperó que las muertes no fuesen necesarias.
Pero ahora estaba dispuesto.
Christine y Charlie se pusieron las raquetas, se cargaron las mochilas y descendieron la montaña hasta el prado para terminar de descargar el jeep.
Charlie llevó el rifle colgado al hombro.
—No esperarás complicaciones, ¿verdad? —inquirió ella.
—No. ¿Pero de qué sirve poseer un arma si no la mantienes siempre al alcance?
Ella soportó mejor que la pasada noche el hecho de dejar solo a Joey; pero, así y todo, esa circunstancia no la hizo muy feliz.
El alborozo del niño había durado poco. El chico se había retraído otra vez, retirándose a su mundo interno privado. El cambio resultaba incluso más inquietante, pues tras su recuperación del día anterior por la tarde, ella pensaba que el pequeño volvía para quedarse definitivamente con ellos. Si se recluyera en el silencio y la desesperación, podría ensimismarse más que antes, y quizá no saliera ya de su letargo. Era posible que un niño perfectamente normal y extravertido cayera en un comportamiento de autista y cortara casi todas, o todas, sus interacciones con el mundo real. Ella había leído acerca de casos semejantes; pero esas cosas no la habían preocupado nunca tanto como las enfermedades o los accidentes, porque Joey había sido siempre un niño comunicativo, alegre, abierto. El autismo lo veía como algo que podía sucederles a los hijos de otras personas, pero nunca al suyo, tan expresivo y parlanchín. Sin embargo, ahora… Aquélla mañana él habló poco. No sonrió nada. Ella hubiese querido acompañarle cada minuto, abrazarle cuanto pudiese; pero recordó que dejarlo solo un buen rato la noche antes había servido para convencerle de que la bruja no estaba cerca. Abandonarle a sus propios recursos durante el día, podría surtir el mismo efecto beneficioso.
Christine no miró hacia atrás cuando Charlie y ella marcharon cuesta abajo distanciándose de la cabaña. Si Joey les observara desde una ventana, podría interpretar esas miradas como una muestra de temor por él, y entonces se contagiaría de su propia inquietud.
Su aliento tomó forma sólida y le rodeó la cabeza como un nimbo. El aire era de un frío mordiente; pero, como no soplaba viento, no necesitaron ponerse los pasamontañas.
Al principio, ninguno de ellos habló, se limitaron a caminar y buscar su ruta por la nieve blanda. Se hundían de cuando en cuando a pesar de las raquetas, y procuraban pisar corteza firme. Tenían que hacer guiños porque el resplandor de la nieve les fatigaba los ojos incluso en un día nublado como aquél. Sin embargo, cuando alcanzaron el bosque en la base del prado, Charlie dijo:
—¡Hum…! Acerca de lo de anoche…
—Yo primero —se apresuró a decir ella, hablando muy quedo porque había tanta calma que los susurros parecían alaridos—. Me he pasado toda la mañana algo… bueno, un poco avergonzada.
—¿Por lo ocurrido anoche?
—Sí.
—¿Te arrepientes de haberlo hecho?
—No, no.
—Estupendo. Porque yo estoy seguro de no arrepentirme.
—Sólo quiero hacerte saber… —explicó— que mi forma de comportarme anoche… tan ansiosa… tan agresiva… tan…
—¿Apasionada?
—Fue más que pasión, ¿no te parece?
—Me parece.
—¡Dios mío! Me conduje como un… animal o algo parecido. Era como si no tuviera nunca bastante de ti.
—Eso halagó mi ego —respondió él sonriendo gesticulante.
—No sabía que tu ego estuviese desinflado.
—No lo estaba. Pero, por otra parte, jamás me he creído un don de Dios para las mujeres.
—Y desde anoche sí te lo crees, ¿no?
—Ni mucho menos.
Se habían adentrado ya unos doce metros en el bosque. Entonces, se pararon, se miraron y se dieron un beso tierno.
—Sólo quiero hacerte entender —continuó ella— que yo no me he comportado nunca así.
Él fingió sorpresa y decepción.
—¿Quieres decir que no te vuelve loca el sexo?
—Sólo contigo.
—Eso será, digo yo, porque soy verdaderamente un don de Dios para las mujeres.
Christine no sonrió.
—Escucha, Charlie, es importante para mí que lo entiendas. Anoche… no sé qué ocurrió dentro de mí.
—Yo entré dentro de ti.
—Seamos serios, por favor. No quiero que creas que he sido así con otros hombres. Porque no lo he sido. Jamás. Anoche hice cosas contigo que no he hecho nunca. Ni siquiera sabía que podía hacerlas. En verdad, fui como un animal salvaje. Me refiero a que… no soy mojigata pero…
—Ahora escúchame tú —pidió Charlie—. Si anoche tú fuiste un animal, yo fui una bestia. No es mi costumbre perder por completo el control así; y, ciertamente, no es mi norma ser tan exigente… tan áspero. Sin embargo, no me avergüenzo de ello, y tampoco deberías avergonzarte tú. Nosotros nos hemos visto favorecidos con algo especial, algo único, y ésa es la razón de que ambos nos sintamos capaces de dejarnos llevar como lo hicimos. A ratos fue un tanto primitivo… pero también formidable, ¿no crees?
—Sí, Dios mío.
Se besaron otra vez, aunque con suma brevedad, pues les interrumpió un ronroneo distante, pero creciente.
Charlie ladeó la cabeza y tendió el oído.
El sonido aumentó por momentos.
—¿Aeroplano? —preguntó ella, y levantó la vista hacia la estrecha banda de cielo entre los árboles que flanqueaban el sendero.
—Trineos locomóviles —dijo Charlie—. Hubo un tiempo en que las montañas estaban tranquilas, serenas. Ya no. Ésos malditos trineos se hallan por todas partes, como pulgas en un gato.
El rugido de los motores aumentó.
—No llegarán hasta aquí, ¿verdad? —preguntó preocupada ella.
—Podrían.
—Suenan como si estuvieran casi encima de nosotros.
—Probablemente se encuentran todavía bastante lejos. Aquí arriba el sonido es engañoso.
—Pero si nos encontramos con sus conductores…
—Diremos que hemos alquilado la cabaña. Mi nombre será… ¡hum! Henderson. Tú te llamarás Jane Henderson. Vivimos en Seattle. Estamos aquí haciendo algo de esquí para escapar del tumulto. ¿Lo pescas?
—Lo pesco.
No menciones a Joey.
Ella asintió. Reemprendieron la marcha cuesta abajo.
El sonido de los trineos locomóviles fue creciendo… pero de pronto enmudecieron uno tras otro hasta que reinó otra vez un silencio profundo envolviendo las montañas en el que sólo se percibían los suaves crujidos y chirridos de las raquetas en la nieve.
Cuando alcanzaron la siguiente brecha en la línea de árboles sobre el borde superior del prado, vieron cuatro trineos locomóviles y ocho o diez personas agrupadas alrededor del jeep, a unos doscientos cuarenta metros de ellos. Demasiado lejos para que Christine distinguiera su aspecto o siquiera si eran hombres o mujeres. Eran sólo figuras pequeñas y oscuras sobre el campo nevado de blancura deslumbrante. El jeep estaba medio enterrado en la nieve reciente; pero aquellos desconocidos se atareaban limpiándolo y probando las puertas.
Christine oyó voces lejanas; mas no pudo entender las palabras. El ruido de cristal roto le llegó como un tintineo a través del aire frío y vivificante. Entonces comprendió que no eran unos vulgares entusiastas del trineo locomóvil.
Charlie la empujó hacia la oscuridad debajo de los árboles, a la izquierda del sendero y ambos estuvieron a punto de caer porque las raquetas no estaban hechas para escabullirse y correr. Se apostaron bajo una cicuta gigantesca. Sus ramas extendidas se desplegaban a unos dos metros y medio del suelo proyectando sombras sobre la fina capa de nieve que cubría allí la tierra. Charlie se apoyó contra su enorme tronco y atisbó por detrás de él, más allá de otras dos cicutas, hacia el prado y el jeep. Abrió el estuche de los binoculares que colgaba de su cinto y siguió espiando con los anteojos.
—¿Quiénes son? —preguntó Christine al ver que Charlie enfocaba los prismáticos; aunque estaba segura de conocer la respuesta, no quiso creerla, no tenía el ánimo suficiente para ello—. Desde luego no se trata de un grupo de gentes aficionadas a los deportes. Si fuera así, no irían por ahí rompiendo ventanillas de coches estacionados.
—Tal vez sea una pandilla de chavales —dijo él sin dejar de enfocarlos— buscando un poco de jaleo.
—A nadie se le ocurriría profundizar tanto en la montaña nevada sólo para buscar jaleo.
Charlie se apartó dos pasos de la cicuta, sostuvo con ambas manos los prismáticos y miró hacia abajo. Por fin dijo:
—He reconocido a uno de ellos. El grandullón que llegó al despacho de Grace en la rectoría, justo cuando Henry y yo nos marchábamos. Ella le llamó Kyle.
—¡Oh, Dios mío!
En definitiva, la montaña no era un refugio sino un callejón sin salida. Una trampa.
De pronto, la soledad de los grandiosos bosques y laderas transformó su repliegue a la cabaña en la maniobra de un miope, un insensato. Consideraron una buena idea apartarse de la gente, retirarse a donde no los conocieran; pero, al mismo tiempo, se habían privado de toda ayuda; ahora nadie acudiría a auxiliarles si eran atacados. Allí, en aquel lugar gélido y elevado, se les podría asesinar y enterrar sin que nadie se enterase de lo ocurrido, excepto sus asesinos.
—¿La ves… a ella? —preguntó Christine.
—¿A la Spivey? Creo que… sí… la única persona que sigue sentada en un trineo locomóvil. Estoy seguro de que es ella.
—¿Pero cómo han podido encontrarnos?
—Alguien averiguaría que yo soy copropietario de la cabaña. Lo recordaría y se lo diría a la gente de la Spivey.
—¿Henry Rankin?
—Tal vez. Muy pocas personas conocen la existencia de este refugio.
—Pero, así y todo… ¡tan aprisa!
—Seis… siete… Son nueve. No. Diez.
«Vamos a morir», pensó ella. Y por primera vez desde que abandonó el convento, desde que perdió su religión, deseó no haberle vuelto la espalda por completo a la Iglesia. De repente, comparada con la insania[2] de las creencias religiosas profesadas por la Spivey, la antigua y misericordiosa doctrina de la Iglesia católica romana se le antojó muy atrayente y reconfortante; deseó poder volver a ella ahora, sin verse como una hipócrita, deseó poder pedir ayuda a Dios, y suplicar la divina intercesión de la bienaventurada Virgen María. Pero uno no podía rechazar a la Iglesia, desterrarla de su vida… y después correr a ella cuando la necesitabas y esperar que te atendiera sin hacer antes penitencia. Dios requería de tu fe tanto en los buenos tiempos como en los malos. Si ella muriese a manos de esos fanáticos, se iría del mundo sin hacer una confesión final a un sacerdote, sin los ritos póstumos y sin que la enterraran en suelo sagrado. Le sorprendió que esas cosas le parecieran importantes después de tantos años desestimando su valor.
Charlie colocó los prismáticos en su estuche y lo cerró. Se descolgó el rifle del hombro.
—Tú regresa a la cabaña —dijo—. Tan aprisa como puedas. Mantente entre los árboles hasta que alcances la revuelta del sendero. Después de eso, ellos no te podrán ver desde el prado. Viste a Joey. Mete algunos comestibles en tu mochila. Haz todo cuanto creas oportuno para estar presta.
—¿Es que tú te quedas aquí? ¿Por qué?
—Para matar a unos cuantos de ésos.
Se abrió los bolsillos del chaquetón. Estaban repletos de cartuchos. Así, cuando vaciase el cargador del rifle, podría volverlo a cargar sin pérdida de tiempo.
Ella titubeó, temerosa de abandonarle.
—¡Ve! —le ordenó—. ¡Apresúrate! No nos queda mucho tiempo.
Con el corazón alterado, ella asintió, dio media vuelta y empezó a marchar entre los árboles, patinando aprisa tanto como se lo permitían las raquetas, que no era mucho, y alzando los brazos con frecuencia para apartar las ramas de su camino. Agradeció que los inmensos árboles atajasen el paso del sol e impidiesen así el desarrollo de la maleza, pues de lo contrario esa maraña habría enredado las raquetas y habrían entorpecido su avance.
La buena puntería con un rifle requiere dos cosas: una postura lo más firme posible y la presión sobre el gatillo en el momento justo y con el mínimo esfuerzo. Hay pocos tiradores de rifle, sean cazadores o militares, que puedan considerarse buenos. Muchos se empeñan en precipitar el disparo, cuando se les ofrecen otras posiciones bastante más favorables; o aprietan el gatillo con un movimiento rápido que les desequilibra por completo la puntería.
El tirador de rifle dispara mejor tendido boca abajo, sobre todo cuando apunta desde una superficie inclinada.
Después de quitarse las raquetas, Charlie se movió hacia el perímetro del bosque hasta el mismo lindero del prado, y se arrojó al suelo. Allí la capa nevada tenía sólo cinco centímetros de grosor, porque el viento del oeste barría el prado y la empujaba casi toda en dirección éste, formando montículos en el flanco de la floresta. La pendiente era pronunciada en ese punto, y él dominaba desde allí a la gente de abajo que seguía bullendo alrededor del jeep. Charlie alzó el rifle y lo hizo descansar sobre la base de la mano izquierda; luego, dobló el brazo de modo que el codo quedara directamente debajo del rifle. En esa posición, el arma no oscilaría porque la soportaban bien los huesos del antebrazo, el cual servía como un pilar entre la tierra y el rifle. Apuntó a la figura oscura que se hallaba en el trineo locomóvil que iba en cabeza. Se le ofrecían mejores blancos; pero él estaba seguro que aquélla era Grace Spivey. Su cabeza sobresalía detrás del parabrisas, lo cual hacia que hubiera una cosa menos de la que preocuparse: ningún plexiglás desviaría la trayectoria de la bala. Si él pudiera eliminarla, quizá los otros perdiesen su noción de compromiso y sufriesen un colapso psicológico. Para un fanático, sería aniquilador el hecho de que su pequeña diosa de hojalata muriera ante sus propios ojos.
Curvó el dedo enguantado alrededor del gatillo, pero no le gustó el contacto, no consiguió percibir la conexión, así que se quitó el guante con los dientes y puso el dedo desnudo en el gatillo… lo cual fue mucho más satisfactorio. Tuvo el retículo alineado con el centro de la frente de Grace Spivey porque, a aquella distancia, la bala caería atravesando la línea de mira justamente cuando encontrara su objetivo y penetraría a dos centímetros y medio más abajo. Con un poco de suerte… entre los ojos. Si no hubiese suerte sino sólo destreza, le golpearía la cara o la garganta.
A pesar de la temperatura bajo cero, Charlie sudaba. El sudor le resbaló desde las axilas.
¿Se podría denominar a esto legítima defensa? Por el momento, ninguno de ellos le apuntaba con un arma. Él no corría un peligro de muerte inminente. Desde luego, si no consiguiera eliminar a unos cuantos del grupo antes de que se le acercaran, le avasallarían. Sin embargo, vaciló. No había hecho nunca una cosa semejante… a sangre fría. Una tenue voz interna le advirtió que, si recurría a emboscadas de esta especie, no sería mejor que los monstruos con quienes se enfrentaba. Pero si no recurriese a ellas, moriría tarde o temprano… así como Christine y Joey.
El retículo continuó sobre la frente de la Spivey.
Charlie apretó el gatillo, pero no hasta el fondo porque la presión inicial desviaría un poco el rifle, de modo que lo mantuvo en esa posición hasta colocar otra vez el retículo sobre su blanco y entonces, casi como si le faltara tiempo, dio un apretón seco, súbito para llegar al final del recorrido. El rifle vomitó y él reculó; pero no anticipándose a la explosión sino como una reacción posterior, con lo cual fue demasiado tarde para que la bala se desviara porque había salido ya del cañón. Una reculada prematura era lo que se debía evitar, y la tracción de dos tiempos engañaba siempre un poco al subconsciente, lo suficiente para que la explosión en el cañón causara una leve sorpresa.
Pero hubo otra sorpresa adversa cuando Charlie creyó ver que la Spivey se inclinaba un poco hacia adelante en el trineo locomóvil para coger algo justamente al sonar el disparo. Ahora, al enfocar otra vez la mira telescópica, él no consiguió verla, lo cual podría significar que la había tocado y ella se había desplomado bajo el parabrisas del trineo locomóvil… o bien que la mujer se había agachado en el penúltimo momento, salvándose por casualidad, y ahora estaba acurrucada en un ángulo muerto.
Al instante apuntó el rifle a otro del grupo, un hombre plantado junto al jeep, que se había vuelto hacia él al oír el estampido, mal dotado para la reacción inmediata, confuso, sin verdadera noción del peligro.
Charlie hizo fuego. Ésta vez vio que su blanco saltaba hacia atrás y quedaba despatarrado sobre la nieve, muerto o malherido.
Siguiendo el lindero del bosque, Christine alcanzó la revuelta, zafándose a la vista de los de abajo. Cuando caminaba ya por terreno más transitable, oyó un disparo y luego otro, o quizá dos más. Quiso volver a Charlie, quiso ayudarle allí; pero comprendió que no podría hacer nada. No tuvo siquiera tiempo para mirar hacia atrás. Así pues, redobló su esfuerzo, exhalando una verdadera neblina. Intentó caminar ligera sobre la nieve; rompía a cada paso la costra en su precipitación y buscaba frenética los trechos barridos por el viento para poder aligerar su marcha.
¿Qué pasaría si le sucediese algo a Charlie? ¿O si no pudiera reunirse con ellos en la cabaña?
Christine no era persona habituada al aire libre. No sabría cómo luchar por la supervivencia en aquella vastedad inhóspita. Si ellos tuvieran que abandonar la cabaña sin Charlie, se extraviaría en el campo abierto y morirían congelados.
Entonces, como si la Naturaleza quisiera aguijonear su miedo hasta límites insoportables, como si se burlara de ella, empezó a nevar otra vez con intensidad.
Cuando el primer hombre cayó desplomado, casi todos los demás se pusieron a cubierto detrás del jeep; pero dos de ellos corrieron hacia los trineos locomóviles convirtiéndose en blancos perfectos; Charlie no desperdició la ocasión y apuntó a uno de ellos. Ésta bala, también bien colocada, alcanzó al hombre en el pecho, lanzándole sobre uno de los trineos, y de allí al suelo, donde quedó muy quieto.
El otro hombre se dejó caer, presentando un blanco exiguo. Charlie disparó de todas formas. Ésta vez le fue imposible verificar si había acertado porque su presa quedó oculta detrás de un montículo de nieve.
Entonces cargó de nuevo.
Se preguntó si algunos de ellos serían cazadores o antiguos soldados con la suficiente experiencia para localizar su posición. Consideró la conveniencia de moverse a lo largo del lindero hasta encontrar otra situación ventajosa, porque además tuvo la certeza de que las sombras de los árboles disimularían sus movimientos. Pero presintió que la mayoría de ellos no era gente experimentada en tales quehaceres ni estaba hecha para la guerra de guerrillas, así que permaneció donde estaba y esperó a que alguno de ellos cometiera un error.
La espera no fue larga. Uno de los que se pusieron a cubierto detrás del jeep resultó ser demasiado curioso para su propio bien. Cuando había transcurrido ya medio minuto desde el último disparo, el «crepuscular» asomó poco a poco para echar un vistazo, todavía medio agazapado, presto a dejarse caer, probablemente figurándose que esa postura encorvada le hacia un blanco casi imposible cuando, en realidad, ofrecía a Charlie una gran superficie sobre la que tirar. También era probable que se creyese capaz de besar el suelo tan pronto como oyese el menor sonido; pero recibió el impacto y quedó muerto antes de que le alcanzara el estampido del disparo.
¡Tres abatidos! Quedaban seis… suponiendo que hubiese matado también a la Spivey.
Por primera vez en su vida, Charlie Harrison se alegró de haber hecho el servicio militar en Vietnam. Habían transcurrido quince años desde entonces pero la astucia del combatiente no le había abandonado por completo. Conoció el terror paralizante de ambos protagonistas, el cazador y el cazado, esa tensión nerviosa que la batalla produce como ninguna otra situación, pero él supo cómo usar esa tensión, cómo aprovecharla para mantenerse alerta y presto.
Los otros permanecieron muy quietos, enterrándose en la nieve, pegados al jeep y a los trineos locomóviles. Charlie pudo oír cómo se llamaban unos a otros, pero ninguno de ellos osó moverse otra vez.
Sabía que sus enemigos continuarían así durante cinco o diez minutos, y se preguntó si no le convendría aprovechar ese respiro para levantar el campo y regresar a la cabaña. Pero existía la posibilidad de que, si les superaba en paciencia, podría tener otro acierto tan pronto como ellos cobraran un poco de confianza. Por el momento no corrió peligro de perder su ventaja manteniéndose escondido, de modo que siguió en el lindero del bosque. Cargó otra vez sin perderlos de vista. Le entusiasmó su puntería aunque le desagradara sentir tanto orgullo por eso. Haber eliminado a tres perseguidores produjo una euforia salvaje; pero, al mismo tiempo, se avergonzó de sentirla. El cielo parecía duro, metálico. Cayeron leves copos de nieve. De momento no sopló el viento. Excelente. Podría alterar su puntería. Entretanto, abajo, la gente de la Spivey había cesado de hablar. Un silencio preternatural retornó a la montaña.
Los de abajo parecieron temerosos de él.
Por lo menos, así quiso suponerlo Charlie.