Hacia las nueve y media, Joey se fue a dormir. Lo metieron en la cama entre sábanas limpias, bajo un grueso edredón azul y verde. Christine quiso quedarse con él en el dormitorio, a pesar de que no tenía todavía ganas de dormir; pero Charlie deseaba hablar con ella por si pudieran prever entre ambos ciertas contingencias.
—Tú estarás muy bien solo, ¿verdad que sí, Joey? —dijo.
—Lo supongo —dijo el niño.
Bajo aquel edredón abrumador y con la cabeza apoyada en una enorme almohada de plumas parecía un minúsculo duendecillo.
—No quiero dejarlo solo —insistió Christine.
—Nadie puede llegar hasta aquí sin pasar por la planta baja —arguyó Charlie—, y si viniera alguien nosotros le detendríamos.
—La ventana…
—Es una ventana de segundo piso. Ellos tendrían que colocar una escalera contra la casa para alcanzarla, y dudo mucho que lleven consigo una escalera.
Christine frunció el ceño, no muy convencida de que careciesen de la escalera.
—Aquí estamos perfectamente aislados —insistió Harrison—. Escucha ese viento. Aun cuando ellos supieran que estamos en estas montañas, aunque conocieran la existencia de esta cabaña, que no la conocen, no podrían llegar hasta aquí esta noche.
—Estaré bien, mamá —dijo Joey—. Tengo a Chewbacca. Y Charlie ha dicho que, según las reglas de la AFB, las brujas no vuelan cuando hay tormenta.
Ella suspiró, lo arropó y le dio un beso de buenas noches. Joey quiso dar también un beso a Charlie, lo cual fue una nueva experiencia para éste. Cuando los labios del pequeño le rozaron la mejilla, sintió infinidad de emociones: deseo furioso de protegerlo, apreciación de la pureza afectiva del niño y de su profunda vulnerabilidad; impresión desgarradora de inocencia y dulce sencillez; conmovedor, y también aterrador, descubrimiento de una confianza absoluta por parte del niño. Fue un momento tan grato, tan asombroso y satisfactorio, que Charlie no pudo comprender cómo había llegado a los treinta y seis años sin formar una familia.
Tal vez su destino quiso verlo allí, esperando a Christine y Joey cuando ambos le necesitaban. Si él hubiese tenido su propia familia no habría podido jugárselo todo por los Scavello, como había hecho; esas hazañas recientes, más allá de lo requerido por el deber, habrían correspondido a uno de sus hombres… quien podría no haber sido tan sagaz ni haberse comprometido tanto como él. Cuando Christine entró por primera vez en su despacho, él se quedó atónito ante su belleza, y tuvo la impresión de que ambos estaban destinados a encontrarse de una forma o de otra. Sabía que se habrían encontrado de un modo diferente si la actuación de Grace Spivey no los hubiese unido. Sus relaciones parecían… insoslayables. Y ahora encontró igual de insoslayable y justo que él se constituyera en protector de Joey, que llegara a ser pronto el padre legal del niño, y que cada noche le oyera decir, «buenas noches, papá», en lugar de «buenas noches, Charlie».
¡El destino!
Era un vocablo, un concepto, al cual no había dedicado nunca muchas reflexiones. Si la semana pasada alguien le hubiese preguntado si creía en el destino, probablemente le habría contestado que no. Ahora le pareció una verdad elemental, natural e innegable, que todos los seres humanos habían de cumplir un destino y que el suyo estaba unido al de aquella mujer y aquel niño.
Cerraron las pesadas cortinas de la ventana del dormitorio, y dejaron encendida una lámpara con una toalla alrededor de la pantalla para tamizar la luz. Joey se quedó dormido mientras ellos la colocaban. Chewbacca se acurrucó también en la cama. Christine hizo una seña pausada al perro para que se bajara; el animal la miró con una fijeza lastimera. Charlie susurró que Chewbacca podía quedarse donde estaba. Por último, se retiraron de la habitación con sigilo exagerado dejando la puerta entreabierta unos centímetros.
Mientras descendían las escaleras, ella miró hacia atrás dos o tres veces, como si le remordiera dejar solo al niño; pero Charlie la cogió del brazo y la condujo con firmeza a la mesa. Se sentaron, tomaron café y conversaron mientras el viento gemía en el follaje y el granizo tamborileaba en la ventana o resbalaba sibilante por el cristal.
—Ahora —dijo Charlie—, en cuanto pase esta tormenta y las carreteras queden abiertas en la falda del monte, me propongo ir al mercado y llamar a Henry Rankin desde un teléfono público para saber cómo van las cosas. Iré cada dos días por lo menos, o quizás incluso a diario. Mientras yo esté fuera, creo que lo mejor será que Joey y tú os escondáis en la cámara de baterías debajo del molino. Eso…
—No —se apresuró a rechazar ella—. Si tú bajas de la montaña, nosotros iremos contigo.
—Será fatigoso si se hace cada día.
—Me aguantaré.
—Pero tal vez Joey no pueda.
—Nosotros no nos quedaremos solos aquí —declaró con tono terminante.
—Pero teniendo presente que la Policía nos busca, llamaremos más la atención si vamos en grupo, será más fácil…
—Iremos contigo a dondequiera que vayas. Por favor. ¡Por favor!
Él asintió.
—Está bien.
Sacó un mapa que había comprado en la tienda de artículos deportivos de Sacramento, lo extendió sobre la mesa y le enseñó la ruta de escape que ellos utilizarían si, contra todos los pronósticos, la gente de la Spivey se presentara, y no tuviesen tiempo suficiente para huir por la vía normal. Seguirían escalando la montaña hasta la cima del siguiente collado; luego, se desviarían hacia el este y descenderían al valle que había en esa dirección, buscarían el arroyo que corría por el fondo del valle y seguirían su curso hacia el sur, hacia el lago. Sería un recorrido de siete u ocho kilómetros… que parecerían un centenar en el escabroso terreno nevado. Pero habría buenos puntos de referencia en todo el camino y pocas probabilidades de perderse mientras ellos tuviesen el mapa y la brújula.
Poco a poco, su conversación se desvió del tema Grace Spivey y hablaron de sí mismos, exploraron el pasado de cada uno, de las preferencias y aversiones, las ilusiones y las esperanzas. Se definieron mutuamente mucho mejor de lo que habían tenido la oportunidad de hacerlo hasta entonces. A su debido tiempo, dejaron la mesa, apagaron las luces y se acomodaron en el gran sofá ante el hogar de piedra, sin más alumbrado que el parpadeante resplandor del fuego para ahuyentar las sombras. Su conversación se hizo más íntima, se dijeron más con menos palabras y, por último, incluso sus silencios contuvieron una información más rica.
Charlie no pudo recordar el primer beso. Descubrió de repente que se habían estado tocando y besando con creciente pasión desde hacia un buen rato; entonces le acarició un pecho y pudo sentir el pezón erecto a través de la blusa, ardiendo en el centro de la palma. La lengua de ella se movió dentro de su boca y también quemaba. Sus labios fueron abrasadores, y cuando él le tocó la cara con la yema de los dedos, el contacto resultó tan electrizante que parecía como si saltaran chispas y despidiera humo. Él no había deseado nunca a una mujer ni una milésima parte de lo que deseó a Christine y, a juzgar por la forma en que ella arqueó el cuerpo contra el suyo y tensó los músculos, lo deseaba y lo necesitaba con un apasionamiento equiparable. Él supo que, a pesar de las circunstancias y de lo poco apropiado del lugar que les había procurado el destino, ellos harían el amor allí, aquella noche. Era inevitable.
La blusa de ella quedó desabotonada. Él le apresó los pechos con la boca.
—¡Charlie! —gimió ella susurrante.
Él le lamió los abultados pezones, con deleite, con mimo.
—No —dijo ella.
Pero no lo rechazó, sólo le dio un leve empujón sin convicción, como si deseara que se la convenciera.
—Te quiero —dijo él.
Y no mintió. En pocos días se había enamorado de su cara, exquisitamente formada, de su cuerpo, de su mente compleja e ingeniosa, de su bravura ante la adversidad, de su espíritu indómito, de su forma de caminar, de su pelo agitado por el viento…
—Joey… —dijo ella.
—Está durmiendo.
—Podría despertar…
Charlie le besó la garganta, sintió las pulsaciones bajo sus labios. El corazón de ella latió aprisa. El suyo también.
—El niño podría salir a la galería, mirar hacia abajo y vernos —objetó Christine.
Él la apartó y la condujo a un diván largo y mullido que estaba bajo el saliente de la galería, fuera de la vista, entre sombras purpúreas.
—No deberíamos… —insistió ella, pero sin dejar de besarle cuello y barbilla, labios, mejillas y ojos—. Incluso aquí… si él se despierta…
—Nos llamará primero —dijo Charlie jadeante, sintiendo dolor de tanto deseo—. No bajará a una sala tan oscura.
Christine le besó la nariz, las comisuras de la boca, le plantó una cadena de besos a lo largo de la mandíbula; se detuvo en una oreja.
Él le acarició el cuerpo, se deleitó con tanta perfección de formas y con la delicadeza de su piel. Cada suave concavidad y convexidad, cada ángulo cautivador, la curva esplendorosa de pechos y caderas, la tersura del vientre, la rotundidad madura de las nalgas, la redondez esbelta de muslos y pantorrillas… Halló que toda ella, milímetro a milímetro, era la definición exacta de la feminidad ideal.
—Está bien —murmuró ella rendida—. Pero en silencio…
—Ni un sonido —prometió él.
—Ni el menor ruido…
El viento gimió en la ventana sobre el diván, pero él exteriorizó su intenso placer sólo en el pensamiento.
En el instante más inoportuno, pensó indolente ella. El lugar menos idóneo. La hora más inconveniente. El todo más inadecuado.
—Joey… podría… despertarse…
Aunque eso le importara, no le preocupó; no demasiado, no lo suficiente para ofrecer resistencia.
Charlie había dicho que la quería, y Christine se lo dijo también a él. Sabía que ambos expresaban la verdad, que era cierto, real. Ella no supo muy bien desde cuándo le quería; pero, si lo calculara con la necesaria precisión, probablemente podría determinar el momento exacto en que el respeto, la admiración y el afecto dieron paso a algo mucho mejor y más poderoso. Después de todo, ella lo había conocido sólo pocos días antes; en tan breve tiempo no sería difícil determinar el momento del enamoramiento. Desde luego en este instante ella no pudo reflexionar sobre nada ni coordinar las ideas; se sintió arrebatada, aunque eso fuera impropio de su carácter.
Pese a sus mutuas manifestaciones de amor, no fue solamente amor lo que la indujo a desechar toda cautela y arriesgarse a ser oídos en los momentos culminantes de su pasión; fue también una lujuria beneficiosa, sana. Ella no había deseado nunca a un hombre tanto como deseaba a Charlie. De repente, necesitó tenerlo dentro de sí, no podría respirar hasta que él la poseyera. El cuerpo del hombre era enjuto, los músculos recios y bien dibujados, sus hombros cincelados, sus bíceps de dureza roqueña, su pecho ancho y suave… Todo él la excitó hasta el extremo que no recordó haberse sentido nunca así. Cada nervio de su cuerpo fue muchas veces más sensitivo que antes; cada beso y cada contacto, cada caricia exterior e interior fueron tan explosivos y placenteros que bordearon los límites del dolor, un placer asombroso, un placer que la sació y desplazó todo lo demás, cualquier otro pensamiento, hasta que se abandonó a él, asombrándose del ardor con que le abrazaba, incapaz de comprender o rechazar la fiebre primitiva de mujer en celo que la poseía.
La necesidad de estar callado, el juramento de silencio, surtió un extraño e irresistible efecto erótico. Incluso al alcanzar el punto culminante, Charlie no gritó, sólo le aferró las caderas y la estrechó contra sí, arqueó el dorso y abrió la boca; pero permaneció mudo; y, sin poder explicárselo, al contener el grito contuvo también su energía y virilidad, pues no perdió ni por un instante la erección, y ambos hicieron una pausa sólo para cambiar de posición, continuando fundidos uno contra otro, pero dando la vuelta sobre el diván hasta que ella quedó encima y cabalgó sobre él con una fluidez neumática y un ritmo ondulante que no tuvo comparación posible con nada de lo que él había conocido hasta entonces, haciéndole perder toda noción de tiempo y espacio, y sumiéndolo en la melodía sedosa y silente de carne y movimiento.
Ella no había estado jamás tan falta de reparos en el acto carnal. Durante largo rato, se olvidó de dónde estaba e incluso de quién era, se transformó en un animal, un organismo inconsciente y copulador, obsesionado con la obtención de placer, ajeno a todo lo demás. Sólo una vez se interrumpió el ritmo hipnótico de su ayuntamiento. Fue cuando ella tuvo la impresión súbita de que Joey había bajado las escaleras y estaba escondido entre sombras observándolos; pero, al levantar la cabeza del pecho de Charlie y mirar alrededor, no vio nada salvo las siluetas borrosas de los muebles, iluminados apenas por el fuego agonizante, y entonces comprendió que había visto visiones. La placentera lujuria se apoderó otra vez de ella con una violencia que la sorprendió e incluso la asustó. Se entregó por completo al acto carnal incapaz de hacer otra cosa, perdida sin remedio en él.
Antes de darse por satisfechos, Charlie había sido sacudido por tres orgasmos y había perdido la cuenta de los de ella; pero no necesitó nada para saber que ninguno de los dos había experimentado jamás algo semejante. Cuando todo terminó, él temblaba todavía y se sentía como drogado. Permanecieron tendidos, sin hablar, hasta que percibieron poco a poco el viento aullando fuera y notaron que el fuego moribundo había dado paso, sigiloso, a cierto helor en la estancia. Entonces se vistieron de mala gana y marcharon escaleras arriba, donde prepararon el segundo dormitorio para ella.
—Yo debería dormir con Joey y dejarte esta cama —manifestó Christine.
—No. Sólo conseguirás despertarlo si entras ahí. El pobre chico necesita descanso.
—Pero ¿dónde dormirás tú?
—La galería será mi aposento.
—¿En el suelo?
—Pondré un saco de dormir delante de la escalera.
Por unos instantes, la ensoñación que había en sus ojos dio paso a la ansiedad.
—Creí haberte oído decir que ellos no tendrían ninguna probabilidad de llegar aquí esta noche, incluso si…
Él le puso un dedo en los labios.
—No la hay. Ninguna. Pero, por la mañana a Joey no le agradaría encontrarme en tu cama, ¿verdad? Y los muebles de abajo son demasiado blandos para dormir. Así que utilizaré un saco. En tal caso, ¿por qué no colocarlo al comienzo de la escalera?
—¿Y por qué no tener también un arma al alcance, verdad?
—Claro. Aunque no la necesite. Y no la necesitaré, ya lo verás. Así que vete a tu cama.
Cuando ella estuvo debajo de las sábanas él se despidió con un beso y salió de espaldas dejando la puerta entornada.
En la galería, Charlie miró su reloj y se sorprendió de lo tarde que se había hecho. ¿Era posible que hubiesen estado haciendo el amor durante casi dos horas? ¡No! Su ayuntamiento había tenido algo de terrorífico y deliciosamente animal; hubo una entrega recíproca con un abandono y una intensidad que llegaron a anular la noción de la realidad. Pero él no se había tenido nunca por un semental fogoso, y no podía creer que hubiese actuado de forma tan insaciable todo ese tiempo. Sin embargo, su reloj no se había adelantado jamás, y desde luego no podía haber adelantado una hora o más en los últimos treinta minutos.
Se dio cuenta de que estaba plantado allí, solo, frente al dormitorio de ella, sonriendo como el gato Cheshire, muy satisfecho de sí mismo.
Reavivó el fuego de la planta baja, llevó un saco de dormir a la galería, lo desenrolló, apagó la luz del rellano y se deslizó dentro de la acolchada bolsa. Escuchó el furor de la tormenta, pero no por mucho tiempo. El sueño llegó cual una marea oscura.
Soñó que estaba arropando a Joey, estirando sábana y manta, ahuecando la almohada, y el chico quería darle un beso de buenas noches. Él se inclinaba y notaba que los labios del niño eran duros y fríos en su mejilla. Cuando miró hacia abajo, el pequeño no tenía ya cara, sino una calavera desnuda con dos ojos de mirada fija, algo horrible, fuera de lugar en aquella faz blanqueada. Charlie no había sentido labios sobre la mejilla sino una boca sin carne, unos dientes helados. Retrocedió lleno de terror. Joey echó hacia atrás las sábanas y se sentó en la cama. Era un niño normal exceptuando que, en lugar de cabeza, tenía sólo una calavera. Mientras los ojos protuberantes fulminaban a Charlie, las manos menudas del niño empezaron a desabotonar su pijama Jinetes del espacio, y cuando su pequeño pecho quedó al descubierto, empezó a resquebrajarse. Charlie intentó dar media vuelta y huir; pero no pudo; tampoco consiguió cerrar los ojos ni mirar a otra parte, sólo pudo contemplar el agrietado pecho del niño, de cuyas fisuras surgió una horda de ratas con pupilas rojizas como las del roedor que se hallaba en la cámara de baterías; primero diez, luego cien y por último un millar de ratas, hasta que el niño se quedó vacío y se convirtió en un montón de piel, como un globo desinflado. Y entonces los repugnantes animales avanzaron hacia él…
En ese momento, despertó; sudoroso, boqueando con un grito ahogado en la garganta. Algo le impidió moverse, sujetándole brazos y piernas, por un momento temió que fueran las ratas surgiendo del sueño para perseguirle, y manoteó con pavor, lo cual le hizo ver que estaba dentro del saco de dormir. Encontró la cremallera, se libró de la opresión y avanzó a gatas hasta tropezar, en la oscuridad, con una pared. Se respaldó contra ella y escuchó los latidos descompasados de su corazón.
Cuando pudo dominarse al fin, entró en el dormitorio de Joey para reponerse de la horrible pesadilla. Vio que el niño dormía pacíficamente. Chewbacca alzó la peluda cabeza y bostezó.
Charlie miró su reloj, comprobó que había dormido unas cuatro horas. El alba se avecinaba.
Volvió a la galería. No podía dejar de temblar.
Bajó y se hizo café.
Intentó no pensar en la pesadilla, pero le fue imposible evitarlo. Jamás en su vida había tenido un sueño tan vívido, lo cual le indujo a creer que aquello había tenido poco de pesadilla y mucho de clarividencia, que era un presagio de acontecimientos que se avecinaban. No que surgieran ratas de Joey. ¡Claro que no! El sueño había sido simbólico. Lo que significaba era que el chiquillo iba a morir. No quería creerlo, anonadado por la idea de que él no fuese capaz de proteger al pequeño. Por mucho que lo intentaba, no lograba convencerse de que no había sido más que un mero sueño. Lo supo, lo notó en los huesos: Joey estaba condenado a morir. Tal vez lo estuvieran todos ellos.
Charlie se levantó de la mesa, dejando a medio terminar el café, y se acercó a la puerta principal. Limpió el vaho del cristal hasta que pudo ver el porche cubierto de nieve. No alcanzó a distinguir gran cosa, sólo algunos copos fluctuantes y oscuridad. Ya había pasado lo peor de la tormenta. Y la Spivey estaba ahí fuera. En alguna parte. Eso era lo que significaba el sueño.