Cuando Harrison oyó el extraño ruido a sus espaldas, giró sobre sí mismo en actitud defensiva. Esperó ver a Grace Spivey plantada en el umbral de la cámara; pero la perturbación no era de origen humano. Se trataba de una rata.
El repugnante animal se interponía entre él y la salida. No obstante, Charlie estaba seguro de que no provenía de la nieve, porque parte del ruido percibido había sido como de algo surgiendo por debajo de la maquinaria. El bicho estaba chillando y fulminándole con sus ojos rojizos como si le amenazara con impedirle la huida.
Era una rata endiabladamente grande. A pesar de su tamaño, prueba de que había estado bien alimentada en otro tiempo, no tenía un aspecto saludable. Su pelambrera no era suave, sino grasienta, enmarañada y mate. Tenía una sustancia negruzca y costrosa en las orejas, con toda probabilidad sangre, y una espuma sanguinolenta en el hocico. Los efectos del veneno. Ahora, atenazada por el dolor, y delirante, podría ser un enemigo audaz y malévolo.
Y había que considerar otra posibilidad todavía más desagradable. Quizá no fuera víctima del veneno. Tal vez la espuma del hocico representara un síntoma de rabia. ¿Podrían los roedores transmitir la rabia con tanta facilidad como los perros y los gatos? Cada año, los funcionarios municipales encargados de controlar a los portadores del virus, descubrían en las montañas californianas algunos animales rabiosos. A veces se ponía en cuarentena diversos parques del Estado hasta poder verificar que no existía una epidemia de hidrofobia.
Lo más probable era que aquella rata no estuviera afectada por la terrible enfermedad, sino por el veneno. Pero si él se equivocara y la rata le mordiera…
Deseó haber traído la pala a la cámara de baterías después de desembarazarse de los ratones muertos. No tenía a mano ningún instrumento defensivo salvo su revólver, algo demasiado potente para un trabajo tan pequeño. Era como cazar faisanes con un cañón.
Se enderezó, y el leve movimiento inquietó a la rata, que se fue derecha hacia él.
Harrison dio un salto atrás, contra la pared.
El animal llegó rápido, chillando. Si se le subiese por la pierna…
Le largó una patada y le dio de lleno con la puntera reforzada de su bota. El puntapié la proyectó a través de la habitación. El bicho se estrelló contra la pared entre chillidos y cayó al suelo patas arriba.
Charlie alcanzó la puerta y la atravesó antes de que la rata recuperase su posición normal. Subió raudo las escaleras, cogió la pala que estaba apoyada contra el pedestal del molino, y descendió otra vez.
La rata se hallaba al otro lado de la puerta abierta haciendo un ruido continuo. Era una mezcla de silbidos y gemidos que Charlie encontró escalofriante. El animal intentó atacarle de nuevo.
Empleó la pala como una maza, golpeó a la rata una vez y otra. Al tercer golpe, se calló. La examinó y, viendo que se estremecía todavía, le descargó otro mazazo aún más fuerte, y entonces se quedó inmóvil y silenciosa, a todas luces muerta. Él bajó despacio la pala, jadeando.
¿Cómo pudo una rata de semejante tamaño introducirse en la cámara cerrada?
Los ratones sí, eso era comprensible porque a los ratones les basta una diminuta rendija o grieta para pasar. Pero aquella rata era mayor que doce ratones juntos; requería por lo menos un boquete de cinco o seis centímetros de diámetro, y como el techo de la cámara era de cemento reforzado y las paredes bloques de escoria y mortero, el bicho no habría podido roerlos para abrirse una entrada. En cuanto a la puerta de la cámara era metálica, inviolable e inviolada.
¿Pudieron haberla dejado encerrada el pasado otoño cuando los últimos veraneantes abandonaron el lugar, o cuando los encargados del mantenimiento en la empresa inmobiliaria visitaron la cabaña con objeto de acondicionarla para el invierno? No. El animal se habría comido el raticida y habría muerto muchos meses antes. Su envenenamiento era reciente, y por tanto hacía poco que había accedido a la cámara de baterías.
Dio una vuelta a la estancia buscando el agujero por el que había salido la rata; pero todo cuanto encontró fueron dos o tres fisuras del mortero por donde ningún otro animal mayor que un ratón podía colarse después de ganar acceso al espacio vacío entre las paredes.
Era un misterio. Y mientras miraba ensimismado la rata muerta, tuvo la espeluznante impresión de que el breve y violento encuentro entre él y la repelente criatura era una cosa más importante de lo que parecía, algo que poseía un significado, porque aquella rata simbolizaba algo. Por otra parte, él había crecido con el terror de las ratas que infestaban el tugurio en el que pasó su infancia, por lo que esos animales habían ejercido siempre un poderoso influjo sobre él. Le vinieron a la mente las viejas películas y viñetas de horror, que presentaban escenas en cementerios antiguos con ratas bullendo por doquier. ¡Muerte! Eso era lo que solían simbolizar las ratas. Muerte, decadencia, la venganza de la tumba. Tal vez aquello fuera un presagio, un augurio de que la muerte, personificada por Grace Spivey, les sobrevendría allí, en la montaña, un aviso para que se aprestaran.
Charlie reaccionó en seguida. ¡No! Se estaba dejando llevar por la imaginación. Como en su oficina, el lunes pasado, cuando él miró a Joey y creyó ver sólo una calavera desnuda donde debiera haber estado el rostro del niño. Aquello había sido pura imaginación… y esto también. Él no creía en cosas como los presagios. Ellos no encontrarían la muerte allí. Grace Spivey no descubriría a dónde habían ido. No podría ni en mil años.
Joey no iba a morir.
El muchacho estaba a salvo.
Todos se hallaban a salvo.
Christine no quiso dejar solo a Joey en la cabaña mientras ella y Charlie volvían al jeep para recoger el resto de las provisiones. Sabía que Grace Spivey no estaba cerca, que la cabaña era segura, que nada podría suceder durante su breve ausencia. No obstante, le aterró la posibilidad de encontrar muerto a su niño cuando volviera.
Pero Charlie no podría traer todo sin ayuda; era injusto esperar de él que lo hiciera. Y Joey no debería acompañarles porque les retardaría demasiado, ahora que se extinguía aprisa la luz diurna y la tormenta se cernía de forma peligrosa. Ella debería ir, y Joey quedarse. No cabía elección.
Se dijo que tal vez le hiciera bien quedarse un rato a solas con Chewbacca, porque ello evidenciaría la confianza que Charlie y ella tenían en la seguridad del escondite elegido. Y gracias a esa experiencia, él podría recuperar algo de su aplomo y esperanza.
Sin embargo, después de abrazarlo y besarlo, de darle ánimos y de haberlo dejado acomodado en el sofá verde ante la chimenea, Christine no encontró la energía suficiente para dar media vuelta y marcharse. Cuando cerró la puerta de la cabaña y miró cómo Charlie echaba la llave, se dejó dominar por el miedo hasta el punto de querer casi vomitar. Al alejarse del porche y descender los escalones cubiertos de nieve, sintió una debilidad dolorosa en las piernas que casi la incapacitó. Cada paso que la alejaba de la cabaña, era como avanzar por otro planeta cuya fuerza de gravedad fuera cinco veces superior a la terrestre.
Desde que escalaron la loma partiendo del lugar en el que estaba aparcado el jeep, el tiempo había empeorado de forma espectacular, y la hostilidad extremada de los elementos empezó a ocupar sus mentes, desplazando el otro temor hacia el subconsciente. El viento sopló a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora, alcanzando a ratos los setenta y cinco. Barría la montaña con aullidos de trasgo y sacudía los árboles. Los copos no eran ya grandes y fofos, sino prietos y menudos; impulsados por el vendaval, se acumulaban en el suelo a una velocidad sorprendente. Al subir la loma no se habían puesto los pasamontañas; pero ahora Charlie había insistido en llevarlos para el descenso. Y aunque ella se hubiera negado al principio porque aquella máscara la asfixiaba, acabó alegrándose de llevarla puesta porque la temperatura había sufrido un descenso drástico y ahora estaba bajo cero. Además, soplaba un viento glacial. Bajo la protección del pasamontañas, las agujas de hielo impelidas por la ventisca consiguieron entumecerle la cara; sin él, habría sufrido congelación en alguna parte.
Cuando alcanzaron el jeep, la luz diurna se fue extinguiendo como si el mundo estuviese en una olla gigantesca sobre la cual descendiera muy despacio una tapadera descomunal. La nieve cubrió el vehículo y la cerradura, medio congelada, se resistió cuando Charlie intentó introducir la llave.
Llenaron sus mochilas de latas, cajas de comestibles, cerillas, munición y otros objetos. Harrison ató una cuerda a los tres sacos de dormir, bien enrollados, y se rodeó la cintura con el otro extremo, de forma que pudiera arrastrarlos; los tres eran ligeros, elaborados con tejido de vinilo resistente al frío, y que se deslizaría muy bien por la nieve. Tuvo la seguridad de que no le crearían muchos problemas. Christine llevaba el rifle en bandolera, y Charlie la escopeta. Ninguno de los dos habría podido acarrear ni una cosa más sin desplomarse bajo la carga. Sin embargo, quedaban aún bastantes provisiones en el jeep.
—Volveremos por el resto —gritó Charlie para que le oyera por encima del viento aullador.
—¡Ya casi ha oscurecido! —protestó ella, pues se había dado cuenta de lo fácil que era perderse de noche en una tormenta de nieve.
—Mañana —concretó Harrison—. Volveremos mañana.
Ella asintió y él cerró con llave el jeep, aunque el infernal tiempo era un elemento disuasivo para los ladrones. Ningún criminal con amor propio, habituado a la vida fácil a costa del trabajo ajeno, se aventuraría en una noche así.
Emprendieron el regreso hacia la cabaña con mucha más lentitud que en el camino de ida, estorbados por la impedimenta, el viento que les fustigaba y el hecho de que ahora ascendían en lugar de descender. Caminar con raquetas había resultado de una facilidad sorprendente… hasta ese momento. Cuando escalaron el primer montículo, Christine notó que los músculos del muslo se le agarrotaban; luego, los de la pantorrilla; entonces tuvo la certeza de que despertaría dolorida y rígida al día siguiente.
El viento barrió la nieve ya depositada en el suelo y se vistió con capas y túnicas cristalinas que aletearon y giraron hasta formar torbellinos danzantes bajo la luz crepuscular. En la luminosidad que agonizaba, los diablos de la nieve semejaron espíritus, gélidos espectros merodeando por la solitaria vastedad de la cumbre del mundo.
Los montículos parecían más empinados que cuando hicieron el viaje por primera vez, con Joey y el perro. Sus raquetas eran sin duda dos veces mayores que antes… y su peso se había multiplicado por diez.
La oscuridad los rodeó cuando estaban todavía en el bosque y no habían alcanzado siquiera el montículo superior. Pero no corrieron peligro de perderse porque el suelo cubierto de nieve tenía una vaga fosforescencia natural, y la banda clara de la carretera mostraba una ruta inconfundible entre los densos árboles.
No obstante, cuando alcanzaron el montículo superior, el furor de la tormenta neutralizó la ventaja que representaba la ligera luminosidad de la nieve. Arreció tanto la nevada, se hizo tan espesa y el viento acumuló nubes tan densas de aglomerados copos, que si no hubiera sido por las luces encendidas en la cabaña, se habrían desorientado sin la menor duda y habrían corrido serio peligro de errar sin rumbo fijo o de estar caminando en círculo hasta el colapso y la muerte a sólo trescientos metros del asilo. El resplandor tenue y ambarino en las ventanas de la cabaña era como un faro salvador. En ciertos instantes, cuando la nieve racheada cegó, por un momento, ese faro, Christine tuvo que luchar contra el pavor, detenerse y esperar hasta un nuevo atisbo de su meta, pues cada vez que avanzaba sin ver las luces daba siempre varios pasos en dirección equivocada. Y aunque se mantuviera cerca de Charlie, lo perdió de vista con frecuencia; pues a ratos la visibilidad se reducía a cincuenta o sesenta centímetros.
Los calambres en las piernas se acrecentaron, las punzadas en hombros y espalda se hicieron insufribles, y el helor nocturno consiguió abrirse camino a través de sus numerosas prendas de abrigo. A pesar de todo, ella dio la bienvenida a aquella tormenta aunque le apeteciera maldecirla. Por primera vez en cinco días, empezó a sentirse segura. Aquello no era una tormenta… ¡sino un huracán! Ahora se encontraban aislados del mundo. Incomunicados. Por la mañana, la nieve los cercaría. El temporal era la mejor garantía que se le podía ofrecer. Si por algún milagro Grace Spivey descubriera su paradero, no podría alcanzarlos hasta pasados un día o dos por lo menos.
Cuando entraron por fin en la cabaña encontraron a Joey más animoso que lo habían dejado, con nuevo color en la cara. Se mostró dinámico y hablador por primera vez en las últimas cuarenta y ocho horas. Incluso sonrió. Era un cambio sorprendente y, por unos instantes, misterioso; pero luego se hizo evidente que la tormenta lo había confortado al igual que a Christine.
—Ahora estaremos tranquilos, ¿verdad, mamá? Las brujas no pueden volar con escobas en una tormenta. ¿No es así?
—¡Claro que no pueden! —le aseguró Christine mientras se desembarazaba de la mochila—. Ésta noche todas las brujas estarán paradas.
—Reglas de la AFB —dijo muy serio Charlie.
Joey lo miró interrogador.
—¿Qué es… la AFB?
—Administración Federal de Brujas —respondió Charlie mientras se quitaba las botas—. Es la agencia gubernativa que expide licencias de bruja.
—¿Se necesita una licencia para ser bruja? —inquirió el niño.
Charlie fingió sorpresa.
—¡Ah, por descontado! ¿Qué te imaginabas? ¿Acaso creías que cualquiera puede ser bruja? Por lo pronto, si una chica desea ser bruja, deberá probar que es de mala condición. Por ejemplo, tu mamá no sería apta. Además, una aspirante a bruja ha de ser fea, porque las brujas son siempre horrorosas, y si una señora guapa como tu mamá quiere ser bruja, necesitará someterse a una intervención de cirugía plástica para ponerse feísima.
—¡Huau! —exclamó por lo bajo Joey con ojos como platos—. ¿Eso es de verdad?
—Sí, pero no lo peor —prosiguió Charlie—. La tarea más peliaguda de quien quiera ser bruja es encontrar uno de esos sombreros negros y picudos.
—¡Ah! ¿Sí?
—Bueno, piensa un poco acerca de ello. Tú has ido de tiendas con tu mamá cuando ella se compra ropa. ¿Acaso viste esos sombreros altos, negros y picudos en algún establecimiento?
El niño frunció el ceño cavilando.
—No, no los has visto —aseveró Charlie mientras llevaba una de las pesadas mochilas a la cocina—. Nadie vende esos sombreros porque nadie quiere a las brujas como clientas. Las brujas huelen a alas de murciélago, colas de tritones, lenguas de salamandra y a todas esas cosas raras que ellas meten siempre en sus calderos. Nada espanta tanto a los compradores de una tienda como una bruja que apeste a morro de cerdo hervido.
—¡Pumba! —exclamó Joey.
—Exacto —dijo Charlie.
Christine sintió tal felicidad y alivio al ver que Joey reaccionaba otra vez como un niño de seis años, que le costó mucho contener las lágrimas. Le entraron deseos de abrazar a Charlie, estrecharlo contra sí y darle las gracias por su fortaleza, por su modo de tratar a los niños… y por ser el hombre que era.
Fuera, el viento aulló y bufó, gimió y silbó.
La noche envolvió la cabaña. La nieve la vistió.
En la chimenea de la sala, los grandes leños chisporrotearon y crujieron.
Los dos trabajaron juntos para hacer la cena. Después, se sentaron en el suelo de la sala y jugaron a las adivinanzas. Charlie contó varios chascarrillos a Joey y éste los encontró graciosísimos.
Christine se sintió en la gloria. Segura.