Tal como prometió Madigan, el jeep funcionó a la perfección. No les causó la menor contrariedad, de modo que alcanzaron el lago Tahoe en la tarde del jueves.
Christine se sintió fatigada, pero Joey se había animado un poco. Mostró más interés por el escenario circundante, lo cual representó un cambio positivo. No parecía más feliz, sólo más alerta, y entonces Christine recordó que, hasta entonces, el chico no había visto nunca la nieve, salvo en las fotografías de las revistas, en la televisión y en el cine. Y en Tahoe había toda la nieve que se quisiera. Los árboles estaban cargados de ella, el suelo cubierto por una blanca alfombra, sobre la que muchos más copos caían revoloteando del cielo plomizo. Según las predicciones difundidas por la radio, esa nevisca se tornaría tormenta importante durante la noche.
El lago, que marcaba la divisoria entre estados, pertenecía a California y a Nevada por igual. La ciudad de South Lake Tahoe, en el lado californiano, tenía muchos hoteles grandes. Aunque pareciera extraño, algunos eran bastante sórdidos para una zona turística tan encantadora y cara. También había numerosas tiendas, establecimientos de licores y restaurantes. En el lado de Nevada existían varios hoteles, casinos, salas de juego de toda especie, aunque sin tanto relumbrón como en Las Vegas. A lo largo de la orilla septentrional se notaba menos desarrollo y las estructuras de obra humana se fundían con el paisaje mejor que en la orilla meridional. A ambos lados de la frontera, tanto en el norte como en el sur, la Naturaleza ofrecía uno de los más hermosos escenarios sobre la faz terrestre, lo que muchos europeos han llamado la «Suiza americana»: picos coronados de nieve que destellaban incluso en un día nublado; inmensas florestas vírgenes de pino, abeto, pícea y otras coníferas; un lago que, en la temporada estival, libre de hielos, era el más cristalino y pintoresco del mundo, con azules iridiscentes y verdes deslumbrantes, un lago tan puro que se podía ver el fondo a dieciocho metros de profundidad.
Hicieron alto ante un mercado en la orilla septentrional, un edificio grande pero rústico bajo la sombra de alerces y píceas. Conservaban todavía casi todos los comestibles que habían comprado en Santa Bárbara el día anterior, los artículos que no pudieron colocar siquiera en el frigorífico y en la alacena del Wile-Away Lodge. Se desembarazaron de los perecederos, como era de rigor, y eso fue lo que adquirieron ahora: leche, huevos, queso, helados y congelados de todas clases.
A instancias de Charlie, la dependienta separó los alimentos congelados de los otros para embalarlos en una sólida caja de cartón con tapadera. En el aparcamiento, Charlie perforó por varios sitios la caja. Con ayuda de Christine, pasó el cordón de nylon que había comprado, por los orificios hechos, rodeó con él la caja y aseguró ésta en la baca del jeep, junto al equipaje. La temperatura era bajo cero; nada de lo que fuese sobre el techo se derretiría en el largo camino hacia la cabaña.
Mientras trabajaban (con Chewbacca como observador interesado desde el interior del jeep), Christine vio que muchos de los coches que estaban en el aparcamiento del mercado, se hallaban provistos de soportes para los esquíes. Ella quiso siempre aprender a esquiar. Se había prometido no pocas veces que algún día tomaría lecciones junto con Joey. Aprenderían juntos tan pronto como él tuviera la edad apropiada. Habría sido divertido. Ahora, sería con toda probabilidad una cosa que ellos no podrían hacer nunca juntos…
Fue un pensamiento endiabladamente torvo, impropio de ella.
Christine supo que debía mantener alta la moral, aunque fuera sólo por Joey. De lo contrario, él percibiría su pesimismo y se metería aún más hondo en la madriguera psicológica que parecía estar excavando para sí.
Pero no pudo desembarazarse de la melancolía que la estaba oprimiendo. Su ánimo se había hundido y no parecía haber forma de ponerlo otra vez a flote.
Quiso disfrutar del aire vivificante y puro de la montaña. Pero le pareció sólo un ventarrón de un helor mordiente. Cuando soplara de verdad, el tiempo sería insufrible.
Se dijo que la nieve era hermosa y que debería disfrutar de ella. No obstante, le pareció húmeda, fría e inhóspita.
Miró a Joey. Él se mantuvo a su lado, observando cómo Charlie hacía el último nudo con el cordón de nylon. Parecía un anciano menudo más que un niño. No hacía bolas de nieve. No sacaba la lengua para atrapar copos al vuelo. No tomaba carrerilla para patinar sobre las partes heladas del aparcamiento. No hacía ninguna de las cosas que cabía esperar de un niño pequeño cuando pisara un paisaje nevado por primera vez en su vida.
«Lo único que le ocurre es que está tan cansado como yo —se dijo Christine—. Ninguno de los dos hemos tenido una noche de descanso desde el pasado sábado. Una vez hayamos tomado una buena cena y hayamos tenido nuestras buenas ocho horas de sueño sin pesadillas y sin despertarnos doce veces por creer haber oído pisadas, nos sentiremos mucho mejor. Claro que sí. Seguro».
Pero no pudo convencerse a sí misma de que se encontraría con más ánimo a la mañana siguiente ni de que sus circunstancias cobrarían un giro más favorable. Pese al largo recorrido de su viaje y a la lejanía del cobijo al que se dirigían, no se sintió segura. No era sólo que los persiguiesen dos mil fanáticos religiosos cuya obsesión era verlos muertos; aunque fuera, de por sí, bastante aflictivo. Pero había además algo extraño, un tanto sofocante, en los inmensos árboles que se alzaban por doquier como si acudieran a cercarlos desde todas las direcciones, algo relacionado con la claustrofobia en el agrupamiento de las montañas, que parecían confabularse para formar una muralla, una amenaza indefinible en las intensas sombras y la grisácea luz invernal de aquella ciudadela. Ella no se sentiría segura allí jamás.
Pero eso no era sólo imputable a las montañas. Ella no se sentiría segura en parte alguna.
Abandonaron la carretera principal que rodeaba el lago, y tomaron un camino asfaltado de dos carriles que ascendía en una serie de empinadas cuestas ante viviendas de aspecto costoso y chalets escondidos entre árboles apretados de follaje macizo. Si no hubiese habido luz en esas casas iluminando con resplandor cálido las sombras purpúreas debajo de los árboles, no se habría tenido noticias de su existencia. Allí se necesitaba encender las lámparas incluso en la hora clara del ocaso.
La nieve se amontonaba a ambos lados de la carretera, y en algunos sitios las nuevas precipitaciones reducían el paso a un solo carril. No cabía decir que circularan muchos vehículos: pasaron nada más que dos, otro jeep cerrado, equipado con un quitanieves y un todoterreno Toyota.
Hacia el final de la carretera asfaltada, Charlie creyó oportuno poner las cadenas en las ruedas. Aunque hubiera pasado recientemente una máquina quitanieves, las precipitaciones cubrían allí más terreno que en los trechos inferiores y había grandes placas de hielo. Charlie se metió en un desvío llano perpendicular a la montaña, frenó y fue a sacar las cadenas de la parte trasera. Necesitó veinte minutos para concluir el trabajo, y se dio cuenta, contrariado, de lo aprisa que se extinguía la luz solar entre las nubes preñadas de nieve.
Con mucho tintineo de cadenas prosiguieron la marcha, y muy pronto la carretera asfaltada dio paso a un sucio camino de carril único. Tenía rodadas en los primeros setecientos metros; pero, al ser más estrecho que la anterior carretera, tendía a cerrarse más aprisa. No obstante, el jeep lo escaló, con lentitud pero sin cejar.
Charlie no hizo la menor tentativa para entablar una conversación. Habría sido un esfuerzo vano. Desde que abandonaron Sacramento al comenzar el día, Christine se había mostrado cada vez menos comunicativa. Estaba ya casi tan silenciosa y taciturna como Joey.
Harrison observó descorazonado ese cambio, pero comprendió por qué ella encontraba dificultades para vencer su depresión. Las montañas, que por lo general inspiran ideas de espacios abiertos y libertad, ahora de forma paradójica transmitían una sensación agobiante. Ni siquiera cuando pasaron por un espacioso prado y los árboles se distanciaron de la carretera, cambió la apariencia del paisaje.
Probablemente, Christine se preguntaría si haber ido allí no habría sido un grave error.
También se lo preguntó Charlie.
Pero no existía ningún otro sitio adonde ir. Con la gente de Grace persiguiéndolos y la Policía buscándolos por toda California, imposibilitados de confiarse a las autoridades y ni siquiera a los propios empleados de Charlie, no tenían más opción que la de esconderse en un sitio donde nadie los localizara, lo cual significaba un lugar con poca gente.
Charlie se dijo que habían hecho lo más prudente, que habían sido cautelosos en la compra del jeep, que habían proyectado todo bien y se habían movido con admirable rapidez y flexibilidad, que eran dueños de su propio destino. Ellos permanecerían allí una semana más o menos, hasta que Grace Spivey fuera metida en cintura por su propia gente o por la Policía.
Pero a despecho de todo cuanto se dijo, se sintió como si huyeran despavoridos, sin el menor control. La montaña no procuraba sensación de ser un cobijo, sino una trampa. Era igual que si caminaran por la cuerda floja.
Intentó interrumpir ese curso de ideas. Sabía que no estaba pensando de una forma equilibrada. Por el momento, sus emociones se interponían. Hasta que pudiera reflexionar con calma, lo mejor sería apartar todo lo posible de su mente a Grace Spivey.
Cada vez fueron menos las casas y cabañas a lo largo del sucio camino, y después de recorrer unos quinientos metros no se veía ya ninguna.
Al terminar los primeros setecientos metros, desaparecieron las rodadas bajo varios palmos de nieve. Charlie detuvo el jeep, echó el freno de mano y paró el motor.
—¿Dónde está la cabaña? —inquirió Christine.
—A unos setecientos metros de aquí.
—¿Y qué hacemos ahora?
—Caminar.
—¿Con raquetas?
—Sí. Por eso las compré.
—No las he usado nunca.
—Puedes aprender.
—¿Y Joey…?
—Nos turnaremos para llevarlo en brazos. Luego, él puede permanecer en la cabaña mientras tú y yo volvemos a buscar…
—¿Quedarse allí solo?
—Tendrá al perro y estará seguro. La Spivey no puede saber que hemos venido aquí.
Joey no puso objeciones. No pareció haber oído siquiera lo que decían. Se pasó el rato mirando por la ventanilla, aunque sin ver nada, porque empañaba el cristal con su aliento.
Charlie se apeó y dio un respingo al sentir en la cara el mordisco del aire invernal. La temperatura había descendido mucho desde que abandonaron el mercado allá abajo junto al lago. Los copos eran enormes y caían más aprisa que antes. Se precipitaban del cielo bajo, impulsados por una brisa suave, pero que perdía suavidad por momentos mientras él se detenía unos instantes para echar una ojeada al bosque. Los árboles se apoyaban entre sí y parecían agazaparse dispuestos a saltar en los bordes del prado.
Sin poder explicarse por qué, le vino a la memoria un viejo cuento: Caperucita roja. Recordó la espeluznante ilustración que aparecía en el libro que él tenía cuando niño, un dibujo de Caperucita atravesando un bosque tenebroso invadido por el lobo.
Aquello le hizo evocar a Hansel y Gretel perdidos en el bosque.
De ahí pasó a pensar en brujas.
Brujas que asaban niños en hornos, para comérselos.
¡Dios santo! ¿Cómo no se le había ocurrido nunca que algunos cuentos infantiles son pavorosos?
Los copos se empequeñecieron pero cada vez cayeron más y más y más aprisa.
Poco a poco el viento empezó a aullar.
A Christine le sorprendió lo pronto que estaba aprendiendo a caminar con las embarazosas raquetas, y también comprendió lo difícil (quizás imposible) que habría sido hacer ese recorrido sin ellas, sobre todo con las pesadas mochilas que llevaban a cuestas. En algunos puntos, el viento había dejado casi al descubierto el prado; pero en otros, allá donde el terreno presentaba la más leve oposición al viento, la nieve se había acumulado hasta una altura de dos metros o incluso cuatro. Y desde luego había llenado cada vaguada y hondonada. Quien intentara cruzar sin raquetas una depresión desconocida, podría encontrarse en el fondo de un pozo nevado del cual le costaría muchísimo salir, si lo conseguía.
La grisácea luz crepuscular, que tenía un desconcertante aspecto artificial, jugaba con los reflejos y las sombras de la nieve, dando una falsa impresión de distancia, desfigurando las formas. A veces, un montículo nevado era tomado por una depresión hasta que, al alcanzarlo, se descubría que había que escalar en lugar de descender como se había esperado.
Joey encontró más difícil la adaptación a las raquetas, aun cuando llevaba un par pequeño, apropiado para niños. Como la luz diurna se estaba extinguiendo y ellos no querían terminar de descargar el jeep en plena oscuridad, no tuvieron tiempo para enseñarle a caminar con raquetas. Así que Charlie decidió llevarlo en brazos.
Aunque Chewbacca fuera un perro grande, demostró ser lo bastante ligero para no romper la costra de nieve. Asimismo, dio pruebas de poseer fino instinto para soslayar los lugares donde la costra era muy delgada o inexistente y encontrar casi siempre su camino alrededor de las hondonadas, saltando de un lugar barrido por el viento a otro. Se hundió tres veces; una supo valerse por sí mismo, pero las otras dos fue preciso ayudarle.
Desde el jeep abandonado, ascendieron una cuesta de doscientos cincuenta metros hasta alcanzar el lindero del prado. Luego, se adentraron en la arboleda siguiendo una carretera escondida bajo la nieve que llevaba hasta lo alto de una ancha loma, con una meseta arbolada a su derecha y un valle asfixiado por la vegetación a su izquierda. Aunque la caída de la noche tardara quizás una hora en llegar, el valle se fue sumiendo entre sombras grises, azules y violáceas hasta la oscuridad final, sin que se dejara ver ningún foco de luz allá abajo, por lo cual Christine supuso que no había viviendas.
A esas alturas ella sabía ya que Charlie era un hombre bastante más formidable de lo que parecía; a pesar de ello, le sorprendió sobre todo su aguante. Mientras su propia mochila empezaba a agobiarle como un camión cargado con bloques de cemento, Harrison no demostraba ningún fastidio por transportar la suya, mucho más grande y pesada. Por añadidura, llevó en brazos a Joey sin quejarse, y sólo se detuvo una vez en los primeros trescientos cincuenta metros para dejar al chico en el suelo y estirar los agarrotados músculos.
Recorridos unos sesenta metros, el camino se desvió del borde del valle y los condujo a través de la loma en lugar de ir cuesta arriba; pero luego torció de nuevo y subió otros treinta metros. Los árboles se espesaron; eran cada vez más grandes y frondosos y, en algunos trechos, el sendero se ensombreció tanto que parecía ya de noche. A su debido tiempo, alcanzaron otro prado bastante mayor que aquél en el cual dejaron aparcado el jeep; tendría unos doscientos metros de longitud.
—¡Ahí está la cabaña! —exclamó Charlie, y las palabras surgieron de su boca con penachos de aliento cristalizado.
Christine no la vio.
Él se detuvo, dejó a Joey otra vez en el suelo y señaló:
—Allí. En el extremo más alejado, justo frente a la línea de arbolado. Hay un molino de viento al lado.
Ella vio primero el molino, porque sus ojos captaron el movimiento de las palas giratorias. Era un molino alto, esquelético, no tenía nada de pintoresco, parecía una torre petrolífera más bien que algo que recordara un paisaje holandés. Se trataba de algo muy funcional y bastante feo.
Tanto la cabaña como el molino se fundían con los árboles a sus espaldas, pero ella supuso que serían más visibles en las horas luminosas del día.
—No me dijiste que hubiera un molino de viento —comentó—. Eso significa luz eléctrica, ¿verdad?
—Seguro. —Charlie sorbió por la nariz, enrojecida por el frío, al igual que las mejillas y la barbilla—. Y mucha agua caliente.
—¿Calefacción eléctrica?
—No, no. La energía que provee el molino tiene un límite. Incluso en un lugar tan ventoso como éste.
Christine observó que la trabilla en la chaqueta de Joey se había desabotonado y la bufanda estaba floja. Se agachó para ponerlo todo de la forma debida. El rostro del niño estaba más rojo que rosado y los ojos lagrimeaban.
—Ya casi hemos llegado, jefe.
Él asintió.
Una vez recobrado el aliento, reemprendieron la marcha cuesta arriba, con Chewbacca avanzando ante ellos a saltos, como si comprendiera que la cabaña era su destino final.
El edificio estaba construido con madera de secoya, que se había plateado un poco con la intemperie. Aunque el tejado de cedro, con dos vertientes, tuviera una inclinación muy pronunciada, la nieve se había adherido a él en algunos puntos. Las ventanas se hallaban cubiertas de escarcha. Los copos se habían acumulado sobre los escalones de la entrada y el propio porche hasta formar una alfombra helada.
Los tres se quitaron las raquetas y los guantes.
Charlie buscó una llave de reserva dentro de un escondite disimulado con habilidad en uno de los postes del porche. El hielo crujió cuando él empujó la puerta, y las bisagras congeladas chirriaron unos instantes.
Entraron. Christine admiró sorprendida el encantador interior de la cabaña. La planta baja consistía en una enorme estancia con una cocina al fondo y una larga mesa de pino a un lado de la cocina; luego, el espacio destinado a la sala de estar con parqué de roble bien encerado, alfombras de cordón, un confortable tresillo de color verde oscuro, lámparas de bronce, paredes revestidas de madera, cortinas de tejido escocés, en el que dominaba el verde para hacer juego con el tresillo, y una sólida chimenea de roca casi tan grande como un armario de pared. La mitad de la estancia estaba abierta a la segunda planta, y dominada por una galería. Arriba, tres puertas cerradas conducían a otras tantas habitaciones.
—Dos dormitorios y un baño —informó Charlie.
El efecto era rústico y, no obstante, muy refinado y confortable.
Un espacio embaldosado separaba la puerta principal del parqué de la sala. Allí fue donde se quitaron las botas llenas de nieve. Después, hicieron una gira de inspección por la cabaña. Había algo de polvo en los muebles y el aire olía a rancio. No había corriente eléctrica porque los interruptores principales se hallaban en la caja de fusibles y ésta se encontraba en la cámara de baterías debajo del molino. Pero Charlie dijo que iría allí y remediaría la situación en un par de minutos. Junto a cada una de las chimeneas, la grande de la sala y las dos más pequeñas de los dormitorios, había un montón de leños cortados y astillas. Charlie los utilizó para encender tres fuegos. Todas las chimeneas estaban equipadas con Heatolator, de modo que la cabaña entera estaría caldeada incluso en los días más gélidos del invierno.
—Al menos nadie ha entrado ni ha destruido cosas —se alegró él.
—¿Acaso eso es un problema aquí? —preguntó Christine.
—No, la verdad. Durante los meses de calor, cuando las carreteras están despejadas, casi siempre hay alguien alojado en este refugio. En la época en que la carretera se halla cerrada por la nieve y no hay nadie para cuidar de la casa, casi todos los posibles desvalijadores ignoran que haya una cabaña tan adentrada en el bosque. Y los que lo saben… Bueno… probablemente pensarán que el esfuerzo no vale la pena. Sin embargo, cada vez que uno llega en primavera, se pregunta si no se encontrará con una casa saqueada.
Los fuegos ardieron a la perfección, y las aberturas del Heatolator en la chimenea principal expulsaron corrientes de aire caliente que fueron acogidas con agradecimiento. Entretanto, Chewbacca se había aposentado ya ante el foco de calor con la cabeza entre las patas delanteras.
—¿Y ahora qué hacemos? —inquirió Christine.
Mientras abría una de las mochilas y sacaba una linterna, Charlie contestó:
—Ahora, Joey y tú sacáis todo de estas bolsas mientras yo voy a ver la forma de proveernos de electricidad.
Christine y Joey llevaron las mochilas a la cocina, y Harrison se puso otra vez las botas. Se marchó al molino y la mujer y el niño colocaron las latas en los armarios. Parecían una familia ordinaria tomándose unas sencillas vacaciones para esquiar e instalándose muy contentos al pensar en la feliz semana que les aguardaba. Casi fue así. Casi…
Christine intentó comunicar un aire festivo a Joey, silbando alegres canciones, gastándole inocentes bromas y simulando que ella iba a disfrutar de esta aventura. Pero, una de dos: o el niño descubrió su ficción, o bien no le prestó la menor atención, porque respondió raras veces y no sonrió ni una.
Con una pala, Harrison se dedicó a despejar de nieve las puertas de madera ante los escalones que conducían a la cámara debajo del molino, cuyo monótono girar era como una matraca sobre su cabeza. Descendió dos tramos, que profundizaban bastante en el suelo; la cámara de baterías estaba bajo la línea de congelación. Cuando alcanzó el fondo, se encontró en una oscuridad azulada que desmerecía la blancura a los copos que se colaban detrás de él, haciéndoles parecer partículas grisáceas de ceniza. Charlie sacó del bolsillo la linterna y la encendió. Ante su vista, había una pesada puerta metálica. La llave de la cabaña abrió también esta cerradura y, al cabo de un momento, se halló en el recinto de las baterías, donde todo parecía estar impecable: cables, veinte acumuladores de gran potencia alineados en dos bancos macizos, una estructura de cemento conteniendo toda la maquinaria, y una estantería con herramientas.
Un hedor insoportable le asaltó. Adivinó al punto su origen y comprendió que tenía que ponerle remedio, pero primero se acercó a la caja de fusibles y movió los interruptores de la posición CERRADO a la de ABIERTO. Una vez hecho esto, pulsó la tecla de pared y encendió los dos tubos fluorescentes del techo. Ésa luz dejó ver tres ratones muertos y putrefactos, uno en el centro del recinto, y los otros dos junto al primer banco de baterías.
Era preciso colocar allí latas de raticida, sobre todo durante el invierno, cuando los ratones tendían a buscar cobijo, porque, si se les dejara moverse a su antojo, roerían todo el material aislante de los cables y la instalación eléctrica estaría hecha un desastre cuando llegase la primavera.
El ratón que se hallaba en el centro de la pequeña cámara llevaba mucho tiempo muerto. El proceso de descomposición había seguido su curso en los minúsculos despojos. Se veían huesos, jirones de piel apergaminada y poco más.
Los dos del rincón eran bajas más recientes. Los diminutos cuerpos aparecían hinchados y pútridos. Las órbitas de los ojos hervían de gusanos. A todas luces, ambos habían muerto pocos días antes.
Conteniendo las náuseas, Harrison marchó fuera y, cogiendo la pala, regresó para recoger a las tres pequeñas carroñas y llevarlas hasta el bosque detrás del molino para arrojarlas entre los árboles. Incluso después de tirarlas, y no obstante el viento aullador que soplando desde la ladera limpiaba el mundo a su paso, Charlie no pudo quitarse de la nariz el tufo de la muerte, el cual le acompañó durante el camino de vuelta a la cámara de baterías en cuya atmósfera húmeda y rancia fluctuaba todavía, por supuesto.
No tenía tiempo para una inspección minuciosa del equipo; pero quiso echarle una ojeada para asegurarse de que los ratones habían muerto antes de causar daños graves. Cables e hilos habían sido roídos un poco en algunos puntos, pero no existía motivo para temer que se quedaran sin luz a causa del sabotaje de los roedores.
Cuando estaba a punto de felicitarse por la integridad del sistema, oyó a sus espaldas un ruido extraño y amenazador.