Como de costumbre, Grace no pudo dormir.
Después de abandonar Santa Bárbara y dirigirse hacia el norte durante un trecho, diez de ellos en dos furgonetas blancas y un Oldsmobile azul, hicieron alto al fin en un motel de Soledad. Habían perdido al muchacho. Grace estuvo segura de que él se encaminaba hacia la parte septentrional del Estado, lo notaba en sus huesos, pero no supo decirse hacia qué lugar del norte. Así pues, tuvo que detenerse y esperar noticias… o bien una orientación sagrada.
Antes de inscribirse en el motel, había intentado entrar en trance, y Kyle hizo todo lo posible para ayudarla; pero ella no fue capaz de romper la barrera entre este mundo y el otro. Algo se interponía, una muralla que no había encontrado antes, una fuerza maligna e inhibidora. Estaba segura de que Satanás se encontraba allí, en la parte trasera de la furgoneta, y le impedía entrar en el reino del espíritu. Ninguna de sus oraciones había sido suficiente para ahuyentar al demonio y llevarla cerca de Dios, como había deseado.
Vencidos y fatigados, se detuvieron para pernoctar en el motel, y cenaron juntos en la cafetería, casi todos ellos demasiado desalentados y amedrentados para comer o hablar mucho. Luego, ocuparon habitaciones separadas, como monjes en sus celdas, a fin de orar, reflexionar y descansar.
Pero el sueño eludió a Grace.
Su lecho era firme y cómodo; pero ella se distrajo con las voces que provenían del reino del espíritu. Aunque no estuviera en trance, le hablaban desde el más allá, le hacían advertencias que no comprendía, le formulaban preguntas que no lograba interpretar. Era la primera vez, desde que recibió el Don, que se sentía incapaz de comunicarse con el mundo del espíritu, lo cual le causó frustración y temor. Se asustó porque sabía lo que eso significaba. El poder demoníaco sobre la tierra se acrecía por momentos: la Bestia había adquirido tal confianza que, en su audacia, podía interponerse entre Grace y su Dios.
El Crepúsculo se aproximaba más aprisa de lo previsto.
Las puertas del infierno se abrían de par en par.
Aun cuando ella no pudiera comprender las voces espirituales, a pesar de que sus gritos estuviesen ahogados y desfigurados, detectó urgencia en todas ellas, y supo que el abismo se abría muy cerca.
Tal vez si descansara, si durmiera un poco, después estaría más fuerte y mejor dotada para romper la barrera entre este mundo y el otro. Pero no hubo descanso. No fue posible en momentos tan desesperados.
Durante los últimos días, ella había perdido dos kilos y medio, los ojos le escocían por falta de sueño. Sentía añoranza de la época en que dormía. Pero las incomprensibles voces espirituales la acosaban, era una corriente continua, un verdadero torrente, una inundación de mensajes ultraterrenos. Su apremio la angustió, la empujó hasta el borde del pánico.
El plazo se agotaba. El muchacho cobraba fuerza por momentos.
Quedaba muy poco tiempo para hacer todo lo necesario.
Poquísimo tiempo. Tal vez ninguno.
No sólo la abrumaban las voces, sino también las visiones. Mientras, tumbada en la cama, miraba fijamente el techo oscuro, las sombras se animaron de pronto y los pliegues de la noche se transformaron en membranosas alas negras. Algo aborrecible descendió del techo… ¡No! Cayó sobre ella aleteando, lanzando silbidos y escupiéndole a la cara. Era algo viscoso y frío… ¡Oh, Dios mío, no, por favor! El aliento le apestaba a azufre. Ella dio arcadas, manoteó e intentó gritar pidiendo ayuda; pero la voz le falló al igual que ella había fallado a Dios. Sus brazos quedaron agarrotados. Dio patadas. Las piernas se le agarrotaron también. Se retorció. Arqueó el cuerpo. Unas manos ásperas la palparon, la pellizcaron, le dieron golpes. Una lengua mantecosa le lamió la cara. Vio unos ojos ígneos fulminándola con la mirada, una boca gesticulante llena de dientes retorcidos, una nariz arremangada, un rostro de pesadilla, que era humano y porcino a un tiempo, y en parte como las facciones de un murciélago. Al fin recobró la palabra aunque sólo fuera un susurro. Invocó frenética algunos de los nombres de Dios, de los santos, y estas palabras sagradas surtieron efecto en la sombra demoníaca. Primero se apartó de ella, sus ojos perdieron brillo, el hedor de su aliento se extinguió y, elevándose hacia el techo, desapareció en un revuelo por una esquina tenebrosa del aposento.
Grace se sentó. Echó hacia atrás las revueltas sábanas y el edredón. Se arrastró hasta el borde de la cama. Alargó un brazo hacia la lámpara de la mesilla. Las manos le temblaron. El corazón le martilleó con tal fuerza que el dolor se le extendió por todo el pecho y parecía que estaba a punto de fracturarle el esternón. Por fin encendió la luz. Ningún demonio se hallaba agazapado en la habitación.
Encendió las restantes luces y fue al baño.
Allí tampoco había demonios.
Pero ella supo que había sido real; sí, de una realidad horrible; estaba segura de que no se trataba de la imaginación ni se debía a la locura. ¡Ah, si; ella lo sabía! ¡Conocía la verdad! ¡Conocía la espantosa verdad…!
Lo que no sabía era cómo ella había llegado desde el baño hasta el suelo, a los pies de la cama, donde se encontraba ahora. Al parecer, se había desvanecido en el cuarto de aseo y luego había reptado hacia la cama. Sin embargo, no pudo recordar nada. Cuando se recobró, estaba desnuda, tendida sobre el vientre, llorando muy quedo y arañando la alfombra.
Consternada y confusa, buscó su pijama y se lo puso… Entonces se apercibió de la serpiente bajo la cama. ¡Silbando! Era el sonido más execrable que jamás había oído. Salió reptando ondulante de debajo de la cama, tan enorme como una boa constrictor; pero con la maligna cabeza de un crótalo, los ojos compuestos de un insecto y los colmillos, tan grandes como un dedo encorvado y destilando veneno.
A semejanza de la serpiente en el Jardín del Edén, ésta la interpeló:
—Tu Dios no puede darte más protección. Tu Dios te ha abandonado.
Ella negó frenética con la cabeza:
—¡No, no, no!
El bicho se enroscó con sinuosidad nauseabunda. Alzó la cabeza hacia atrás. Sus mandíbulas se abrieron. Acto seguido la atacó mordiéndole en el cuello… Y un poco después, sin saber cómo había llegado allí, se encontró sentada en un taburete frente al espejo del tocador examinándose los ojos humedecidos e inyectados en sangre. Se estremeció. Sus ojos, a pesar de tener de ellos una imagen desvaída, expresaron algo que ella no quiso ver, de modo que miró a otra parte del espejo, a su cuello arrugado por la edad, y donde esperó hallar la mordedura de la serpiente. No vio herida alguna. ¡Imposible! ¡El espejo estaría mintiendo! Se llevó una mano a la garganta. Tampoco pudo palpar la marca. Y no hubo dolor. La serpiente no le había mordido después de todo. Sin embargo, ella lo recordaba con toda claridad…
Vio un cenicero ante su vista. Rebosante de colillas. Y ella sostenía un cigarrillo encendido en la mano derecha. Debía de haber estado sentada allí una hora o más, fumando en cadena, mirando el espejo… Y no obstante, le fue imposible recordarlo. ¿Qué le había sucedido?
Aplastó la colilla en el cenicero, se miró otra vez al espejo y quedó consternada. Era como si se viese por primera vez en muchos años. Observó que su pelo estaba crespo y enredado. Descubrió lo hundido de sus ojos, unos ojos con un cerco carnoso como de crespón y un tinte purpúreo nada sano. Sus dientes… ¡Dios mío! Daban la sensación de no habérselos cepillado desde hacía dos o tres semanas. ¡Se hallaban cubiertos de una placa amarillenta! El Don no la había privado sólo del sueño, sino también de otras cosas en su vida. Tenía plena conciencia de eso. Sin embargo, hasta ese instante no había percibido con tanta claridad que el Don, es decir, los trances y la comunicación con espíritus, la habían hecho olvidar por completo la higiene personal. Su pijama tenía manchas de grasa y ceniza de cigarrillo. Alzó las manos y se las miró estupefacta. Sus uñas estaban demasiado largas, sucias y astilladas. Y había mugre en los nudillos.
Ella había apreciado siempre la limpieza, la pulcritud.
¿Qué diría su Alberto si la viera ahora?
Por un momento se preguntó abrumada si su hija no habría tenido razón al hacerla hospitalizar para un reconocimiento psiquiátrico. Se preguntó si no sería, sencillamente, una anciana perturbada, senil, llena de extravagantes alucinaciones y delirios, en vez de una iluminada, una genuina líder religiosa. ¿Era el niño Scavello el verdadero Anticristo? ¿O sólo una criatura inocente? ¿Sobrevendría de verdad el Crepúsculo? ¿Sería, acaso, su temor al demonio la fantasía disparatada de una vieja demencial? De repente, estuvo segura de que su «sagrada misión» no era otra cosa que la cruzada de una lastimosa esquizofrénica.
No. Meneó la cabeza con violencia. ¡No!
Ésas dudas despreciables habían sido inducidas por Satanás.
Éste era un Getsemaní. Jesús había padecido la agonía de la duda en el huerto de Getsemaní junto al arroyo de Quedrón. El Getsemaní de ella era un lugar mucho más humilde: un motel insignificante en Soledad, California. Pero constituía un punto crítico tan importante para ella como había sido para Jesús la experiencia en el huerto.
El Señor la estaba poniendo a prueba. Ella debía aferrarse a su fe en Dios y en sí misma.
Abrió los ojos. Se miró otra vez en el espejo. Siguió viendo locura en sus ojos.
—¡No!
Cogió el cenicero y lo lanzó contra su imagen reflejada, haciendo añicos el espejo. Cristales y colillas llovieron sobre el tocador y el suelo.
Inmediatamente, Grace se sintió mejor. El demonio se había alojado en el espejo. Pero una vez roto el cristal, había acabado con su presa demoníaca. El aplomo la poseyó una vez más.
Ella tenía una misión sagrada.
No debía fallar.