Durante un rato, atravesaron Santa Bárbara y el vecino Montecito sin destino fijo, manteniéndose alejados de las principales vías, pasando de una zona residencial a otra con el único objeto de moverse.
Acá y acullá, en los cruces o en la confluencia de las cunetas rebosantes de agua, se formaba una laguna que dificultaba o hacía imposible el paso. Los árboles empapados tenían un aspecto fláccido, y entre la lluvia y la niebla todas las casas, cualesquiera fuesen su color y estilo, parecían grises y sórdidas.
Christine temió que Charlie hubiera quedado vacío de ideas. O peor aún, que hubiese perdido toda esperanza. Pues no quería hablar y miraba apático las calles barridas por la tormenta. Hasta entonces, no se había dado perfecta cuenta de lo mucho que dependía del buen humor de Harrison, de su criterio optimista y de su tenacidad de bulldog. Era el aglutinante que la mantenía de una sola pieza. Jamás se le hubiera ocurrido pensar semejante cosa de un hombre, de ninguno; pero tenía que reconocerlo respecto a Charlie: sin él se sentiría perdida.
Joey hablaba cuando era interpelado; pero no tenía mucho que decir, y su voz era tenue, distante como la de un fantasma.
Chewbacca se mostró no menos letárgico y taciturno.
Escucharon la radio, pasaron de una emisora de rock a otra rural y a una tercera que tocaba swing y jazz. Todas las músicas le sonaron huecas. Los spots publicitarios le resultaban ridículos sin excepción: cuando huyes de una banda de lunáticos ¿cómo puede importarte que una marca de lubricante, whisky, pantalones tejanos o papel higiénico sea mejor que otra? Todas las noticias se redujeron al tiempo, y ninguna de ellas fue buena: inundaciones en media docena de ciudades entre Los Ángeles y San Diego; olas gigantescas, el mar invadiendo las salas de costosas viviendas en Malibú… riadas de fango en San Clemente, Laguna Beach, Pacific Palisades, Montecito y algunos puntos del norte a lo largo de la tempestuosa línea costera.
El mundo personal de Christine se había desintegrado, y ahora el resto del planeta parecía empeñado en seguir su ejemplo.
Por fin, cuando Charlie cesó de cavilar y empezó a hablar, Christine sintió tal alivio que casi lloró.
—Lo principal es abandonar Santa Bárbara, buscar un escondite seguro y mantenernos escondidos hasta que Henry ponga otra vez en funcionamiento la organización. No podemos hacer nada para liberarnos hasta que todos mis hombres se centren en Grace Spivey y ejerzan presión sobre ella y los demás en esa maldita iglesia.
—¿Y cómo salimos de la ciudad? —preguntó ella—. Éste coche está fichado.
—Sí. Además se cae a pedazos.
—¿Robamos otro juego de ruedas?
—No. Lo primero que necesitamos es metálico. Nos estamos quedando sin dinero, y no quiero utilizar tarjetas de crédito por doquier, pues dejaremos un rastro. Desde luego no importa que usemos tarjetas aquí porque ellos saben ya que estamos en Santa Bárbara, así que empezaremos a ordeñar nuestros plásticos para recoger todo el metálico posible.
Primero, fueron a una cabina telefónica, buscaron en las páginas amarillas y anotaron las señas de las oficinas bancarias más próximas del Wells Fargo y del Security Pacific. Charlie tenía sus cuentas en el primero, y Christine en el segundo, por lo que se refería al Condado de Orange.
En una sucursal del Security Pacific, Christine usó su tarjeta Visa para retirar mil dólares, que era la cantidad máxima permisible. En otra sucursal extrajo quinientos dólares con su Mastercard. En una tercera oficina empleó su tarjeta de American Express para comprar dos mil dólares de cheques de viaje en unidades de veinte y cien dólares. Luego, fuera del mismo Banco, utilizó su tarjeta de cajero automático. Podía permitirse retirar trescientos dólares cada vez, y extraer esa cantidad dos veces en un día. Por consiguiente, añadió seiscientos pavos a los mil quinientos que había obtenido con el Visa y la Mastercard. Y sumando los dos mil dólares en cheques de viaje, tuvo un bote de cuatro mil cien dólares.
—Ahora veamos lo que yo puedo agregar a eso —dijo Charlie.
Y se pusieron en camino hacia una sucursal del Wells Fargo.
—¡Pero si esto será suficiente para una temporada! —protestó ella.
—No para lo que he ideado —objetó él.
—¿Y qué has ideado?
—Ya lo verás.
Charlie llevaba siempre consigo un cheque en blanco. En la sucursal más próxima del Wells Fargo, después de presentar su documento de identidad y tener una larga conversación con el gerente, Charlie retiró siete mil quinientos dólares de los ocho mil doscientos cincuenta de su cuenta corriente.
Le preocupó la posibilidad de que la Policía hubiese informado a su Banco sobre la orden de arresto contra él y que el ordenador Wells Fargo advirtiera a todo cajero que avisara a las autoridades tan pronto como se presentase para retirar dinero. Pero la suerte le acompañó. Los polis no se movían tan aprisa como Grace Spivey y sus adictos.
En otros Bancos consiguió sacar diversas cantidades con sus tarjetas Visa, Mastercard, Carte Blanche y American Express.
En sus vueltas y revueltas por la ciudad, vieron dos veces coches policiales, y Charlie procuró escabullirse. Cuando no le fue posible hacerlo, contuvo el aliento, seguro de que había llegado el final, pero nadie los detuvo. Sabía que la suerte iba a ser cada vez más adversa. En cualquier momento, un poli recordaría su número de matricula… o la gente de la Spivey se presentaría otra vez.
¿Dónde estaría el transmisor si no se hallaba en el bolso de Christine? Tenía que haber un transmisor en alguna parte. Era la única explicación.
Minuto a minuto su inquietud creció hasta que acabó sintiéndose cubierto por un sudor frío.
A últimas horas de la tarde, habían acumulado ya un fondo común de catorce mil dólares.
La lluvia siguió cayendo.
La oscuridad llegó temprano.
—¡Se acabó! —decidió Christine—. Aunque pudiésemos arañar algunos centenares más, todos los Bancos están ya cerrados. ¿Y ahora qué?
Se detuvieron en un pequeño centro comercial donde compraron un bolso para Christine y una cartera en la que Charlie pudiera llevar los fajos de flamantes billetes que habían logrado reunir, así como un periódico local.
Unos titulares en la mitad inferior de la primera plana, captaron su atención:
LA POLICÍA BUSCA A LÍDER DE CULTO RELIGIOSO POR INCENDIO PREMEDITADO Y ATENTADO CON BOMBAS.
Mostró la reseña a Christine. De pie bajo la marquesina de un establecimiento de confecciones, leyeron todo el artículo mientras la lluvia tamborileaba y gorgoteaba a su alrededor en el creciente crepúsculo. Sus nombres y el de Joey aparecían repetidas veces, y el artículo decía que Charlie había sido requerido para su interrogatorio en relación con la investigación de un homicidio; pero, por suerte, no había fotografías.
—Así que yo no soy el único a quien busca la Policía —comentó Charlie—. Quiere hablar también con Grace Spivey. Eso es en cierto modo un consuelo.
—Sí, pero no podrá acusarla de nada —arguyó Christine—. Es demasiado escurridiza, demasiado lista.
—Los policías no pueden asustar a una bruja —murmuró taciturno Joey.
—No seáis pesimistas —les aconsejó Charlie—. Si la hubieseis visto con esos boquetes en las manos y la hubierais oído vociferar, sabríais que está al borde del precipicio. No me sorprendería que se jactase de lo que ha hecho la próxima vez que hable con los polis.
—Escucha —dijo Christine—, ellos deben creer que esa mujer está en el Condado de Orange, o quizás en Los Ángeles, pero no aquí. ¿Por qué no telefoneamos a la Policía, una llamada anónima, claro está, y le decimos que ella se encuentra por estos contornos?
—Excelente idea —aprobó el investigador.
Charlie hizo la llamada desde una cabina telefónica y fue muy breve. Habló con un sargento de guardia llamado Pulaski y le dijo que el incidente habido en el Wile-Away Lodge a primeras horas de la tarde, estaba relacionado con Grace Spivey y la Iglesia del Crepúsculo. Describió las furgonetas blancas y advirtió a Pulaski que los crepusculares iban provistos con armas automáticas. Dicho esto colgó sin contestar a ninguna de las preguntas del sargento.
Cuando volvieron una vez más al coche, abrió el periódico por la página de anuncios clasificados, buscó la sección de Ventas y, al llegar al título Automóviles, empezó a leer.
La casa, pequeña, estaba muy bien conservada. Era una edificación del estilo Cape Cod, algo desusado en California, color azul pálido con persianas y marcos de ventana blancos. Al final del camino de entrada y en el porche, había faroles de latón con bombillas en forma de llama. Semejaba un refugio celestial y cálido contra la tormenta y otras vicisitudes de la vida.
Charlie había sentido una nostalgia súbita por su propio hogar, allá en North Tustin. De forma tardía, acusaba el terrible impacto de las noticias transmitidas por Henry aquella mañana: su casa, como la de Christine, calcinada hasta los cimientos. Se había dicho a sí mismo que los seguros cubrirían la pérdida, que era inútil llorar sobre el cántaro roto, que más le valía inquietarse por cosas de mayor importancia que lo perdido en el incendio. Pero ahora, echando al olvido lo que se había autosermoneado, le fue imposible ahogar el dolor sordo que se apoderó de su corazón. Plantado allí, en la gélida oscuridad de febrero, chorreando agua, cansado e inquieto, bajo el peso de su responsabilidad por la seguridad de Christine y Joey (una carga aplastante cada vez más onerosa), añoró sin poderlo remediar su sillón favorito, los libros tan familiares y la comodidad de su leonera.
«Déjate de historias —se amonestó colérico—. No hay tiempo para el sentimentalismo ni la compasión por sí mismo, si queremos continuar vivos».
Su casa era escoria.
Su sillón favorito, ceniza.
Sus libros, humo.
Acompañado de Christine, Joey y Chewbacca, Charlie subió los peldaños del porche de una casa estilo Cape Cod y tocó el timbre.
Les abrió la puerta un sesentón de pelo canoso con un cardigan marrón.
—¿Mr. Madigan? —preguntó Charlie—. Le he telefoneado hace un rato sobre…
—¡Ah! Paul Smith, ¿verdad? —dijo Madigan.
—Sí.
—Pasen, pasen. ¡Oh! Traen un perro. Bien, átenlo ahí, en el porche.
Mirando más allá de Madigan la alfombra beige de una sala, Charlie dijo:
—Temo que ensuciemos su alfombra. ¿El jeep en cuestión es ése de la entrada?
—Ése es —asintió Madigan—. Aguarde un momento, voy a buscar las llaves.
Esperaron silenciosos en el porche. La casa estaba situada sobre una colina que dominaba Santa Bárbara. Abajo, la ciudad titilaba en la oscuridad entre cortinas de lluvia.
Cuando Madigan volvió, llevaba puestos un impermeable con capucha y unos chanclos de media caña. La luz ambarina del porche suavizó las arrugas de su rostro. Si ellos hubiesen estado haciendo una película y buscaran un personaje con estampa de abuelo afable, Madigan habría sido el elegido. Tomó a Christine y Joey por la esposa y el hijo de aquel Smith, y lamentó que hubieran de soportar un tiempo tan borrascoso.
—¡Oh! Nosotros somos de Seattle —mintió alegremente Christine—. Y estamos acostumbrados a capear un tiempo como éste.
Joey se recluyó aún más en su mundo privado. No habló a Madigan ni sonrió cuando el anciano le gastó una broma. Sin embargo, a menos que se supiese lo extravertido que era el chico, su silencio y gravedad pasaron por timidez.
Madigan parecía deseoso de vender el jeep cerrado, aunque no se apercibiera de lo evidente que resultaba su ansiedad. Él se creyó que actuaba con indiferencia pero no cesó de señalar el bajo kilometraje (cincuenta y dos mil), las cubiertas «como nuevas» y otras particularidades atrayentes.
Después de dialogar un rato, Charlie comprendió la situación del vendedor: Madigan se había jubilado un año antes y había descubierto en seguida que la Seguridad Social y una pensión modesta eran insuficientes para mantener el tren de vida que su esposa y él habían llevado. La pareja poseía dos coches, una embarcación, el jeep cerrado y los trineos locomóvil. Ahora debían elegir entre la navegación y los deportes invernales, así que querían desembarazarse del jeep y de los trineos. Madigan mostró amargura. Se lamentó de que la política fiscal del Estado le hubiese casi vaciado los bolsillos cuando era más joven.
—Si se hubiesen llevado sólo un diez por ciento menos —explicó—, yo tendría ahora una pensión que me permitiría vivir como un rey el resto de mi vida. Pero ellos se llevaron la mayor parte y la cagaron. Dispénseme, Mrs. Smith; pero eso fue exactamente lo que hicieron: cagarla.
La única iluminación provenía de dos lámparas del garaje; pero Charlie pudo ver que no había ninguna abolladura apreciable en el vehículo, ninguna señal de herrumbre o mala conservación. El motor arrancó al instante, no carraspeó ni petardeó.
—Podemos llevarlo a dar una vuelta —ofreció Madigan.
—No es necesario —contestó Charlie—. Hablemos de las condiciones.
El rostro de Madigan se iluminó.
—Entren en la casa.
—Repito que no queremos pisotear su alfombra.
—Entraremos por la puerta de la cocina.
Ataron a Chewbacca en un poste del porche, restregaron los pies, sacudieron los impermeables y le siguieron.
La cocina, de un amarillo pálido, era alegre y acogedora.
Mrs. Madigan estaba limpiando y cortando verdura en una tabla junto al fregadero. Era una mujer canosa, de rostro redondo; en suma, un tipo Norman Rockwell como su marido. Insistió en servir café a Charlie y Christine, y preparó una taza de chocolate bien caliente para Joey, quien no quiso tampoco hablarle ni sonreírle.
Madigan pidió por el jeep un veinte por ciento más de su valor; pero Charlie dio su conformidad sin vacilar, lo que el anciano escuchó con ojos como platos, incapaz de disimular su asombro.
—Bien… ¡Estupendo! Si usted vuelve mañana con un cheque cerraremos…
—Prefiero pagar al contado y llevarme el jeep esta noche —dijo Charlie.
—¿Al contado? —exclamó Madigan—. Bueno… ¡hum! Supongo que eso está en orden. Pero el papeleo…
—¿Es que debe usted todavía algo al Banco o no tiene aquí la tarjeta rosa?
—¡Ah, no! Está libre de todo pago, y tengo la tarjeta rosa aquí mismo.
—Entonces yo me ocuparé esta noche del papeleo.
—Tendrá que pasar por una prueba antes de solicitar que sea registrado a su nombre.
—Lo sé. Eso será lo primero que resuelva mañana.
—Pero si hay algún problema…
—Usted es un hombre honrado, Mr. Madigan. Estoy seguro de que me ha vendido un vehículo de primera.
—¡Ah, lo es! Me he cuidado mucho de él.
—Con eso me basta.
—Necesitará comunicárselo a su agente de seguros…
—Lo haré. Entretanto, estoy cubierto por veinticuatro horas.
El apresuramiento con que quiso proceder Charlie, más el pago al contado, no sólo sorprendió a Madigan, sino que también le intranquilizó y le hizo recelar. No obstante, le pagaron novecientos dólares más de los que esperaba obtener, y ello fue suficiente para asegurar su cooperación.
Quince minutos después, los tres se marcharon en el jeep cerrado. Ni Grace Spivey ni la Policía podrían relacionar la venta con ellos, si no se presentaba ninguna solicitud para registrarlo.
Aunque la lluvia siguiera persistente, y a pesar de que un ocasional relámpago iluminara las nubes, la noche se les antojó menos amenazadora que antes de cerrar el trato con Madigan.
—¿Por qué, precisamente, un jeep? —preguntó Christine cuando encontraron la autopista y continuaron hacia el norte por la ciento uno.
—En el lugar adonde nos dirigimos —respondió Charlie—, necesitaremos un vehículo todo terreno.
—¿Y qué lugar es ése?
—Por lo pronto… la montaña.
—¿Por qué?
—Conozco un sitio en el que podremos ocultarnos hasta que Henry o la Policía encuentre la forma de detener a Grace Spivey. Soy copropietario de una cabaña en la sierra, cerca del Tahoe.
—Eso está muy lejos…
—Pero es el lugar idóneo. Remoto. Hay una especie de contrato por rotación con otros tres propietarios. Cada uno de nosotros tiene varias semanas disponibles cada año, y cuando nadie la ocupa, la alquilamos. Se pensó que fuera un chalet de esquí; pero apenas se ocupa durante lo peor del invierno, porque la carretera de acceso sigue sin pavimentar. Fue proyectada para ser el primer chalet de veinte, y el condado prometió pavimentar la carretera; pero todo se vino abajo después de haberse construido el primero. Así que ahora hay una pista de un solo carril que no ha sido nunca hollada, y por tanto el acceso se hace difícil en la época invernal. Una mala inversión, al parecer, pero tal vez resulte ahora rentable.
—Nos pasamos el tiempo huyendo… No estoy habituada a rehuir mis problemas.
—Pero aquí no podemos hacer nada. Todo depende de Henry y de mis otros empleados. Nosotros tenemos que mantenernos fuera de la escena para conservar la vida. Y nadie nos buscará allá en la montaña.
Desde el asiento trasero, Joey dijo con voz plañidera:
—La bruja sí. Ella nos perseguirá. Ella nos encontrará. No podemos escondernos de la bruja.