XLIII

El miércoles por la mañana, dejó de llover y el cielo estuvo sólo cubierto a medias por las nubes.

Charlie se levantó primero, y ya estaba haciendo café cuando Christine y Joey despertaron.

Ella pareció sorprendida de que todos siguiesen vivos. Como no tenía bata, se envolvió en una manta y fue a la cocina con el aspecto de una squaw india.

—No me despertaste para hacer la guardia —le reprochó.

—No estamos en los marines —respondió sonriente Charlie, decidido a rechazar el pánico que le había amilanado pocas horas antes.

Cuando estaban demasiado tensos no actuaban, se limitaban a reaccionar. Y ése era el tipo de comportamiento que podía causarles la muerte.

Harrison necesitaba reflexionar, forjar planes. Y no podría hacer ninguna de las dos cosas si se pasaba el tiempo mirando hacia atrás. En Santa Bárbara estarían seguros siempre y cuando procediesen con un poco de cautela.

—Pero todos estuvimos dormidos al mismo tiempo —objetó Christine.

—Todos necesitábamos descansar.

—Sin embargo, yo tenía un sueño tan profundo… que ellos podrían haber irrumpido aquí, y la primera noticia que hubiéramos tenido habría sido el comienzo del tiroteo.

Charlie miró a su alrededor.

—¿Dónde se encuentran las cámaras? ¿Acaso no estamos filmando un comercial Sominex?

Ella suspiró y le dirigió una sonrisa.

—¿Crees que nos hallamos seguros?

—Sí.

—¿De verdad?

—Hemos sobrevivido a la noche ¿no?

Joey llegó a la cocina descalzo, en calzoncillos, con el pelo revuelto y el rostro soñoliento.

—He soñado con la bruja —dijo.

—Mientras sólo sea soñar, no te hará daño —lo tranquilizó Charlie.

El chico se mostró solemne. No hubo destellos en sus relucientes ojos azules.

—Soñé que utilizaba su magia para transformarte en un bicho y luego te pisoteaba.

—Los sueños no significan nada —dijo Charlie—. Yo soñé una vez que era Presidente de los Estados Unidos. Pero tú no ves que esté en la Casa Blanca, ¿verdad?

—Ella mató… En el sueño mató también a mi mamá —declaró Joey.

Christine lo estrechó contra sí.

—Charlie tiene razón, cariño. Los sueños no tienen ninguna significación.

—Nada de lo que he soñado en mi vida ha sucedido jamás —añadió Charlie.

El niño se acercó a la ventana. Miró fijamente el aparcamiento y dijo:

—Ella está ahí, en alguna parte.

Christine miró a Charlie, el cual adivinó lo que ella estaba pensando. Hasta entonces el chico había mostrado una resistencia sorprendente, reaccionando bien después de cada revés, recuperándose de cada horror, siempre dispuesto a volver a sonreír. Pero tal vez se hubiesen agotado sus recursos, quizá ya no hubiera más reacciones favorables.

Chewbacca entró silencioso en la cocina, se detuvo junto al niño y dejó oír un leve gruñido.

—¿Lo veis? —insistió Joey— Chewbacca lo sabe. Él sabe que la bruja esta ahí fuera, en alguna parte.

La locuacidad habitual del chiquillo no apareció por parte alguna. Era inquietante el verlo tan pálido y desanimado.

Charlie y Christine intentaron devolverle la alegría, pero él no estuvo por ésas.

Más tarde, a las nueve y media, desayunaron en una cafetería cercana. Charlie y Christine se mostraron hambrientos; pero hubieron de instar a Joey para que comiera. Se acomodaron en un reservado, junto a uno de los grandes ventanales, y Joey estuvo mirando sin cesar el cielo, donde algunas franjas azules semejaban alegres cuerdas coloreadas sosteniendo las parduscas nubes. Permaneció todo lo taciturno que pueda mostrarse un niño de seis años.

Charlie se preguntó por qué los ojos del chico se tornaban al cielo una y otra vez. ¿Esperaría que la bruja llegase volando en su escoba?

Sí, eso sería sin duda lo que le intranquilizaba. Cuando se tiene seis años, pensó, no siempre es posible distinguir entre los peligros reales y los imaginarios. A esa edad, crees en el monstruo que vive dentro del armario y estás convencido de que algo incluso peor se agazapa debajo de tu cama. Probablemente, para Joey tenía mucho más sentido buscar escobas en el cielo que vigilar la autopista por si aparecía alguna furgoneta blanca.

Chewbacca se había quedado en el coche frente a la cafetería. Cuando terminaron el desayuno, le llevaron una ración de huevos y jamón que él devoró afanoso.

—La última noche le dimos hamburguesas, ahora le traemos huevos y jamón —dijo Christine—. Necesitamos buscar aprisa una tienda que venda comida auténtica de perro, antes de que este chucho se acostumbre a la buena mesa.

Fueron otra vez de compras para adquirir ropas y efectos personales en un establecimiento frente a East State Street. Joey se probó algunas prendas, lo hizo con apatía, sin el entusiasmo que mostró la vez anterior. Apenas habló y no sonrió en absoluto.

A Christine le preocupó su talante. Lo mismo le ocurrió a Charlie.

Terminaron sus compras poco antes del almuerzo. La última cosa que compraron fue un pequeño dispositivo electrónico en Radio Shack. Por su tamaño semejaba un paquete de cigarrillos, era un producto para los paranoicos de los años setenta y ochenta que no habría hallado compradores entre las gentes de otras épocas más confiadas: se trataba de un detector de interceptaciones que te revelaba si tu línea telefónica se hallaba controlada por una grabadora o cualquier otro mecanismo para localizar llamadas.

En una cabina telefónica cercana a la entrada lateral de Sears, Charlie desenroscó el auricular y colocó un audífono que formaba parte del detector. Luego, desmontó el micrófono, utilizó una llave de coche para acortar el inhibidor que imposibilitaba las conferencias interurbanas realizadas sin intervención de la operadora, y marcó libre de gastos el teléfono de Klemet & Harrison en Costa Mesa. Si su material detectase alguna interceptación, él podría colgar en las primeras fracciones de segundo una vez establecida la conexión, y cortar la línea antes de que nadie pudiera siquiera determinar si la llamada se hacía desde otra área urbana.

Se oyeron dos timbrazos y luego un clic en la línea.

El medidor en la mano de Charlie no dio ninguna señal de interceptación.

Pero en lugar de la voz familiar de Sherry Ordway, respondió una grabación de la compañía telefónica: «El número que ha marcado usted no está ya en servicio. Por favor, consulte su guía para buscar el número correcto, o marque Información al objeto…».

Charlie colgó.

Lo intentó otra vez.

Obtuvo la misma respuesta.

Alarmado por un presentimiento de desastre, telefoneó a la casa de Henry Rankin. Lo cogieron al primer timbrazo, sin que el medidor señalara interceptación, y esta vez la voz no fue una grabación.

—¿Diga? —respondió Henry.

—Henry, soy yo. Acabo de llamar a la oficina pero…

—He estado esperando aquí, junto al teléfono, pensando que me telefonearías tarde o temprano. Tenemos complicaciones, Charlie. Infinitas complicaciones.

Christine observaba desde el exterior de la cabina, y no pudo oír lo que Charlie estaba diciendo pero sí intuir que algo malo había sucedido. Cuando él colgó al fin y abrió la puerta plegable, su rostro tenía un color ceniciento.

—¿Ha sucedido algo malo? —le preguntó.

Charlie miró de reojo a Joey y dijo:

—No, nada. He hablado con Henry Rankin. Están trabajando todavía en el caso, pero no hay ninguna novedad.

Mintió por no asustar a Joey; sin embargo, el chico lo intuyó, al igual que Christine, y se apresuró a inquirir:

—¿Qué ha hecho ahora? ¿Qué ha hecho la bruja?

Nada —eludió Charlie—. Como no puede encontrarnos, está teniendo berrinches, allá en el Condado de Orange. Eso es todo.

—¿Y qué es un berrinche? —preguntó Joey.

—No te preocupes por eso. Todo marcha tal como se había planeado. Ahora volvamos al coche, busquemos un supermercado y repongamos las provisiones.

Antes, Christine había querido creerle sobre lo de estar a salvo en Santa Bárbara; pero ahora el miedo reptó fuera de su subconsciente y la poseyó una vez más.

Como si constituyera un presagio de nuevos peligros, el tiempo empeoró otra vez. Los cielos empezaron a encapotarse con nubes negruzcas.

Encontraron un supermercado. En ocasiones anteriores, mientras compraban, Joey solía caminar por los pasillos delante de ellos. Otras veces, se les adelantaba a la carrera para buscar los artículos de su lista deseoso de ayudar. Sin embargo, ahora andaba despacio y miraba con poco interés las estanterías.

Cuando el chico se alejó lo suficiente, Charlie dijo en voz baja:

—Anoche se aplicó la antorcha a mis oficinas.

—¿La antorcha? —preguntó desorientada Christine. Entonces sintió que las náuseas le revolvían el estómago—. ¿Quieres decir… un incendio provocado?

Él asintió mientras cogía de una estantería dos o tres latas de naranja en conserva y las dejaba caer en el carro de la compra.

—Todo… perdido… Mobiliario, equipo técnico, archivos… —Hizo una pausa mientras dos mujeres les adelantaban con sus carros; luego continuó—: Los archivos estaban en armarios a prueba de incendios; pero alguien abrió los cajones, sacó toda la documentación y la regó con gasolina.

Christine dijo consternada:

—Pero en un negocio como el tuyo, ¿no tenéis dispositivos de alarma?

—Había dos sistemas, independientes entre sí, ambos con sus respectivos grupos electrógenos para el caso de un apagón.

—Pero eso parece resistente a toda prueba.

—Así se supuso, en efecto. Pero la gente de esa mujer los neutralizó de alguna forma.

Christine sintió otra vez ganas de vomitar.

—¿Crees que fue Grace Spivey?

—Sé que fue Grace. Y no se ha enterado todavía de lo sucedido anoche. Además tiene que ser ella, porque todo eso deja entrever rabia, cierto aire de desesperación; y ahora mismo debe estar desesperada y encolerizada porque la hemos burlado. Ella no sabe dónde nos encontramos, no puede poner las manos sobre Joey, por tanto golpea donde puede, se desahoga con un frenesí disparatado.

Ella recordó la mesa Henredon de su despacho, las pinturas de Martin Gree, y exclamó:

—¡Oh! ¡Maldita sea, Charlie! ¡Cuánto lo siento! Por mi culpa has perdido tu negocio y todas tus…

—Eso es reemplazable —la animó él, aunque Christine podía ver que la pérdida le entristecía—. Los archivos importantes están en microfilmes y bien almacenados por ahí. Se pueden reproducir. Y encontraremos nuevas oficinas. La póliza de seguro cubrirá casi todo. No son los inconvenientes ni el dinero lo que me inquieta. El hecho es que, durante unos días por lo menos, mientras Henry reorganice las cosas allá abajo, mi gente no podrá seguir la pista a Grace Spivey, y nosotros no la tendremos como respaldo, apoyándonos. Por el momento habremos de valernos por nuestra cuenta.

La perspectiva era inquietante.

Joey regresó enarbolando una lata de piña.

—¿Puedo quedarme con esto, mamá?

—Claro —aceptó poniendo la lata en el carro.

Con la esperanza de devolver la sonrisa a su menudo y sombrío rostro, le permitió coger un paquete entero de Almond Joys y de cualquier artículo de los que le estaban habitualmente prohibidos.

Joey salió disparado para explorar el resto del pasillo.

Christine recordó a Charlie:

—Mencionaste que ha sucedido algo más anoche…

Él titubeó. Colocó en el carro dos tarros de puré de manzana. Luego, con una mirada de solidaridad y preocupación, le comunicó:

—También se aplicó la antorcha a tu casa.

Maquinalmente, sin ningún propósito consciente, ella empezó a catalogar lo que había perdido, tanto lo sentimental como las cosas valiosas que le habían robado con aquel incendio premeditado: todos los dibujos infantiles de Joey, la alfombra oriental de la sala, de quince mil dólares, el primer objeto costoso que ella había poseído, su primer gesto de derroche tras los años de privación impuestos por su madre; fotografías de Tony, su hermano fallecido hacia mucho tiempo, su colección de cristal Lauque…

Durante un momento angustioso, estuvo a punto de romper en llanto; pero entonces regresó Joey para decir que la sección de productos lácteos estaba al final del pasillo y que él querría un poco de queso artesano para acompañar a las rodajas de pina. Y Christine comprendió que perder alfombras orientales, pinturas e incluso viejas fotografías, tenía poca importancia mientras conservase a Joey. Él era la única cosa en su vida que no tenía sustitución. Se tragó las lágrimas y le dijo que fuera a coger el queso.

Cuando Joey se alejó otra vez, Charlie continuó:

—Y también la mía.

Por un instante ella no estuvo segura de haberle entendido.

—¿Incendiada?

—Hasta los cimientos —precisó.

—¡Oh, Dios mío!

Fue demasiado. Christine se creyó una portadora de plagas.

Había ocasionado desastres a todo el mundo que intentaba ayudarla.

—Mira, Grace está desesperada —dijo muy agitado Charlie—. No sabe a dónde hemos ido, cree de verdad que Joey es el Anticristo y teme haber fallado en la misión que le ha encomendado Dios. Se halla furiosa, asustada, y golpea a ciegas. El hecho de que haya cometido tales desafueros significa que estamos seguros aquí. Y, sobre todo, significa que está destruyéndose a sí misma, y muy de prisa. Ha ido demasiado lejos. Se ha pasado mucho, muchísimo de la raya. Los polis no podrán por menos que relacionar esos incendios con los asesinatos en tu casa la noche pasada y con la voladura de la casa de Miriam Rankin en Laguna. Esto se ha convertido ahora en el acontecimiento más sensacional del Condado de Orange y quizá de todo el Estado. Ella no puede ir por el mundo volando e incendiando casas. ¡Por amor de Dios, ella ha desencadenado una guerra en el Condado de Orange, y nadie va a tolerarlo! Ahora los polis la emprenderán de verdad con esa loca. La freirán a interrogatorios y también a cada miembro de su iglesia. Examinarán con microscopio sus asuntos. Ella habrá cometido algún error la pasada noche; habrá dejado pruebas condenatorias. En alguna parte, de una forma o de otra. Todo cuanto necesitan los polis es un pequeño error. Lo detectarán y harán polvo todas sus coartadas. Ésa mujer está acabada. Es sólo cuestión de tiempo. Todo cuanto hemos de hacer es mantenernos quietos aquí, en el motel, durante unos días, y aguardar a que la Iglesia del Crepúsculo se desintegre.

—Espero que tengas razón —dijo ella, pero no quiso concebir esperanzas otra vez.

Joey volvió con el queso y se quedó con ellos un rato hasta que entraron en un pasillo que contenía una pequeña sección de juguetes. Se escabulló para mirar las pistolas de plástico.

Terminaremos la compra llevándonos algunas revistas, una baraja, unos cuantos juegos… En fin, lo que necesitemos para distraernos durante el resto de la semana. Después de que hayamos llevado todo a la habitación, me desembarazaré del coche…

—Pero yo pensé que el vehículo no aparecería en la lista de coches robados hasta dentro de unos días. Eso fue lo que dijiste.

Él se esforzó por no dar una impresión de pesimismo; pero le fue imposible disimular la inquietud en sus facciones y en su voz. Cogió con desenfado un paquete de Oreos y lo puso en el carro.

—Sí… Bueno, según Henry, los polis han encontrado ya el Cadillac amarillo que abandonamos en Ventura, y además lo han relacionado con el LTD sustraído y las placas cambiadas. Tomaron huellas dactilares del Caddy, y como mis huellas figuran en el archivo junto a mi solicitud para la licencia IP, establecieron muy aprisa la conexión.

—Pero yo creía, por lo que explicaste, que ellos no trabajaban nunca con tanta rapidez.

—De ordinario, no. Hemos tenido una pizca de mala suerte.

—¿Otra?

—Ése Cadillac pertenece a un senador del Estado. Y la Policía no trató esta desaparición como lo haría en un caso corriente.

—¿Nos han echado mal de ojo o qué?

—Sólo un poco de mala pata.

Pero era evidente que ese nuevo acontecimiento le había descompuesto.

Al otro lado del pasillo, frente a la sección de bollería, había patatas fritas, palomitas de maíz y otros acompañantes del aperitivo, justamente lo que ella intentaba prohibir a Joey. Pero ahora puso en el carro las patatas, bastoncitos de queso y cacahuetes fritos. Lo hizo en parte porque deseó animar a Joey, y en parte porque le pareció descabellado privarse de algo cuando el tiempo que les quedaba de vida podría ser muy breve.

—Así que ahora los polis no buscan tan sólo el LTD —dijo—. También te buscan a ti.

—Todavía hay algo peor —confesó con voz casi inaudible.

Ella lo miró pasmada, sin saber a ciencia cierta si quería seguir oyéndole. Durante los dos últimos días, Christine había tenido la impresión de que los tres estaban atenazados por un torno. En las pasadas horas esas tenazas se habían aflojado un poco, pero ahora Grace Spivey volvía a hacer girar la manivela.

—Ellos encontraron mi Mercedes en el garaje de Westwood. Un telefonazo anónimo los puso sobre su pista. Y en el portaequipajes… encontraron un cadáver.

—¿Quién? —preguntó atónita Christine.

—Todavía no lo saben. Un hombre de treinta y tantos años. Sin documentos de identificación. Tiene dos balazos en el cuerpo.

—¿Lo mataría la gente de la Spivey para colocarlo después en tu coche? —inquirió ella sin perder de vista a Joey que estaba probando unas pistolas de juguete al final del pasillo.

—Sí. Eso es lo que me figuro. Quizás él estuviera en el garaje cuando nos atacaron. O tal vez hubiera visto demasiado y tuvo que ser eliminado. Luego, se les ocurriría utilizar el cuerpo para poner a la Policía sobre mi rastro. Ahora Grace no tiene sólo a sus mil o dos mil adictos siguiéndonos; cuenta además con la ayuda de cada poli de este Estado.

Entonces se detuvieron, continuaron hablando quedo pero con énfasis, sin fingir ya que sólo les interesaban los comestibles.

—Pero sin duda la Policía no creerá que lo mataste tú.

—Ellos deberán dar por supuesto que estoy complicado de una forma o de otra.

—Comprenderán que ese hecho se relaciona con la iglesia, con esa demente… ¿no?

—Seguro. Sin embargo, también podrían suponer que el tipo aparecido en mi coche es de su gente y que yo lo he eliminado. De todos modos, aunque sospechen que se me ha tendido una trampa, seguirán necesitando hablar conmigo. Y por tanto, estarán obligados a expedir una orden de arresto contra mí.

Ahora les perseguía todo el mundo. Parecía un caso sin esperanza. La desesperación les caló hasta la médula, como un veneno destruyendo sus energías. Christine deseó sólo tenderse, cerrar los ojos y dormir.

—Vamos —la estimuló Harrison—. Terminemos la compra, llevemos todo al motel y luego… a desprenderse del coche. Quiero esconderme antes de que cualquier poli se fije en nuestras placas o me reconozca.

—¿Crees que la Policía sabe que nos hemos dirigido a Santa Bárbara después de abandonar Ventura?

—Ellos no pueden estar seguros. Pero se figurarán que si hemos huido de Los Ángeles en dirección norte, Santa Bárbara tiene muchas probabilidades.

Mientras recorrían los pasillos restantes y cuando desfilaban por caja para pagar sus adquisiciones, a Christine le era difícil respirar. Se sintió como si les enfocara sin cesar un reflector. Esperó escuchar de un momento a otro sirenas y alarmas.

Joey se tornó todavía más apático y solemne que antes. Daba la impresión de que intuía que le estaban ocultando algo. Tal vez no fuera conveniente callarle la verdad; pero Christine pensó que sería aún peor decirle que la bruja había incendiado su casa. Eso le haría suponer que no volverían nunca a ella, lo cual sería más de lo que el pequeño estaba en condiciones de afrontar.

¡Era casi más de lo que ella misma podía aceptar!

Porque ésa era la verdad. Tal vez ellos no volvieran nunca a casa.