XLI

En Ventura, los tres abandonaron el Cadillac amarillo, y buscaron en otra calle residencial hasta que Charlie encontró un Ford LTD azul marino cuyo propietario había sido lo bastante imprudente como para dejar puesta la llave de ignición. Condujo el automóvil a lo largo de tres kilómetros y se detuvo otra vez en un aparcamiento mal iluminado detrás de un cine; allí quitó las placas de la matrícula y las metió en el portaequipajes. Luego cogió las de un Toyota aparcado al lado y se las puso al LTD.

Con un poco de suerte, el propietario del Toyota no se percataría hasta el día siguiente o quizá más tarde, de que le faltaban los indicativos legales. Una vez se diera cuenta, tal vez no denunciase el incidente a la Policía, al menos de inmediato. De cualquier forma, la Policía no incluiría las placas sustraídas en la lista de coches robados, como haría si desapareciese todo el vehículo, no pondría a cada policía del Estado sobre la pista de dos placas y, probablemente, no relacionaría ese insignificante delito con el robo del LTD. Consideraría el hurto de las placas como un caso más de vandalismo. Entretanto, el Ford robado tendría nuevas placas y nueva identidad. Dejaría de ser un coche caliente.

Abandonaron Ventura en dirección norte y alcanzaron Santa Bárbara a las diez menos diez de la noche del martes.

Santa Bárbara era uno de los refugios predilectos de Charlie cuando las presiones del trabajo se hacían abrumadoras. Solía alojarse en el Biltmore o en el Montecito Inn. Sin embargo, esta vez prefirió un motel algo sórdido, el Wile-Away Lodge en el extremo este de la State Street. Considerando su bien conocido gusto por las finezas de esta vida, aquél sería el último lugar en el que a alguien se le ocurriría buscarlo.

El alojamiento disponía de una minúscula cocina, y Charlie lo alquiló por una semana, firmando en el registro con el nombre Enoch Flint y pagando con dinero contante y sonante para no tener que mostrar una tarjeta de crédito al empleado.

La habitación tenía cortinas color turquesa, una quemada alfombra color naranja y colchas con un dibujo muy chillón en púrpura y amarillo. Y, una de dos, o el decorador había tenido un presupuesto muy restringido y había comprado todo cuanto hubiese disponible dentro de cierto precio… o bien había sido un beneficiario muy afortunado de la ley sobre igualdad de oportunidades para el empleo. Las dos camas, de respetable tamaño, tenían unos colchones que resultaban demasiado blandos y estaban llenos de hoyos. El diván, convertible en tercera cama, parecía menos confortable todavía; los muebles restantes estaban desparejados y habían sido utilizados hasta la avaricia. En el baño había un espejo amarillento de edad indefinible, muchas baldosas rotas y un extractor que parecía asmático. La pequeña cocina, que no estaba a la vista del dormitorio, tenía cuatro sillas y una mesa, un fregadero con un grifo que goteaba, una maltrecha nevera, un fogón de gas, vajilla barata, cubertería todavía peor y una cafetera eléctrica provista con paquetes de café Sanka, azúcar y crema envasada, obsequio de la casa. No era gran cosa pero sí más limpio de lo que ellos habían esperado.

Mientras Christine metía en la cama a Joey, Charlie preparó una cafetera de Sanka.

Cuando ella entró en la cocina pocos minutos después, exclamó:

—¡Huuum! ¡Huele a gloria!

Él sirvió dos tazas.

—¿Cómo le va a Joey?

—Se durmió sin esperar a que terminara de arroparle. El perro está en la cama con él. Por regla general yo no lo consiento; ¡pero qué diablos! Me imagino que cualquier día puede amanecer con un bombardeo y marchar todo cuesta abajo a partir de ahí. Siendo así, lo menos que puedo hacer es permitirle que tenga a su perro sobre la cama.

Se sentaron a la mesa ante una ventana que tenía vistas al aparcamiento del motel y a una pequeña piscina rodeada de una barandilla metálica que necesitaba con urgencia una mano de pintura. Un letrero de neón teñía de color naranja el húmedo asfalto y los coches aparcados. La tormenta amainaba otra vez.

El café era bueno y la conversación fue mejor. Hablaron de todo lo que se les ocurrió… Política y cine, libros y lugares favoritos para las vacaciones, trabajo, música y comida mexicana… De todo, salvo de Grace Spivey y el Crepúsculo. Parecía que hubiesen llegado a un acuerdo tácito para soslayar las circunstancias del momento. Necesitaban desesperadamente un respiro.

Pero aquella conversación fue para Charlie mucho más que eso; representó la ocasión de averiguar más cosas sobre Christine. Con la curiosidad obsesiva de un hombre enamorado, quiso conocer cada detalle de su existencia, cada pensamiento y opinión por intrascendentes que fueran.

Tal vez se hiciera ilusiones; pero Charlie sospechaba que su interés romántico por ella encontraba justa correspondencia. Esperó que fuera así. Deseó más que nada en el mundo que ella le quisiera.

Hacia medianoche, se encontró contándole cosas que no había dicho nunca a nadie, cosas que deseaba olvidar desde hacía mucho tiempo. Creyó que ciertos acontecimientos, al perder su fuerza, habían perdido también posibilidad de hacerle daño; pero cuando se refirió a ellos comprendió que el dolor había estado ahí todo el tiempo.

Le confesó su pobreza en Indianápolis, cuando no había siempre los alimentos suficientes ni el calor necesario en invierno, porque los cheques de la Beneficencia eran ante todo para vino, cerveza y whisky. Le explicó que no podía dormir por temor a que las ratas que infestaban su ruinosa chabola se le subieran a la cama y le mordieran la cara.

Le habló de su violento y alcohólico padre, que vapuleaba con regularidad a su madre como si eso fuera un deber conyugal del marido. Algunas veces, el viejo había vapuleado también a su hijo, por lo general cuando estaba demasiado bebido y desequilibrado para causar lesiones graves. La madre de Charlie había sido débil y alocada, con cierta debilidad también por la bebida; por lo pronto ella no había querido nunca un hijo y no se había interpuesto jamás cuando su marido le golpeaba.

—¿Viven todavía sus padres? —preguntó Christine.

—¡No, a Dios gracias! Ahora que me va bien, ellos acamparían ante mi portal, pretendiendo haber sido los mejores padres que pueda tener un chico. Pero no hubo nunca amor en aquella casa, ni afecto siquiera.

—Usted ha trepado lo suyo por la escala —comentó Christine.

—Sí. Sobre todo si se considera que yo no esperaba vivir mucho tiempo.

Ella miró hacia el aparcamiento y la piscina. Él atisbó también por la ventana. El mundo parecía tan callado y quieto que ellos podrían haber sido los únicos seres vivientes en él.

—Siempre pensé que mi padre me mataría tarde o temprano —dijo él—. Lo gracioso es que, incluso en aquella fecha tan lejana, yo quería ya ser detective privado porque los veía en la televisión… Richard Diamond y Peter Gunn… Yo sabía que a ellos no les asustaba nada, mientras que yo tenía siempre miedo de todo. Por tanto deseé más que nada no tener miedo.

—Y ahora, claro está, usted es intrépido —dijo ella con ironía.

Él sonrió.

—¡Qué sencillo parece todo cuando eres niño!

Un coche entró en el aparcamiento y ambos lo miraron atentos hasta que las puertas se abrieron y se apearon una pareja y dos niños pequeños.

Charlie sirvió más Sanka para los dos y dijo:

—Yo solía tumbarme en la cama escuchando a las ratas y rezando para que mis padres murieran antes de que pudiesen matarme. Y me enfadaba de veras con Dios porque no quería responder a mi plegaria. Yo no lograba entender por qué permitía que aquellos dos siguieran martirizando a un niño pequeño como yo que no podía defenderse. ¿Por qué no protegía Dios a los indefensos? Luego, cuando me hice un poco mayor, pensé que Dios no podía responder a mis plegarias porque era bueno y no quería matar a nadie, ni siquiera a unos desechos morales como mis padres. Así que empecé a rezar para que me permitiera sólo salir de aquel lugar. «Dios querido, soy Charlie, y todo cuanto quiero es poder marcharme de aquí algún día y vivir en una casa decente, y tener dinero y no estar asustado todo el tiempo».

Rememoró de repente un episodio de humor negro que tenía olvidado durante años, y soltó una carcajada al recordarlo.

—¿Cómo puede reírse de eso? —preguntó ella—. Aunque yo sepa que las cosas le salieron muy bien, me da todavía mucha lástima aquel niño pequeño de Indianápolis. Como si él siguiera aún allí.

—No, no; es sólo… He recordado otra cosa, algo que resulta gracioso con ciertos tintes sombríos. Al cabo del tiempo, después de haber estado rezando a Dios durante un año más o menos, me cansé de lo mucho que tardaba la respuesta a mis oraciones, y entonces decidí pasarme un rato al otro campo.

—¿Al otro campo?

Mirando por la ventana un nuevo aguacero que danzaba en la oscuridad, Charlie dijo:

—Yo había leído esa historia sobre un hombre que vendió su alma al diablo. Un día él deseó algo que necesitaba de verdad, afirmó que vendería su alma por ello y… ¡puf!, el diablo se le apareció con un contrato para firmar. Creí que el diablo era mucho más diligente y eficaz que Dios, y empecé a rezarle por la noche.

—Me figuro que él no se le aparecería jamás con un contrato.

—Ni hablar. Resultó ser tan ineficaz como Dios. Pero una noche se me ocurrió que mis padres irían con toda seguridad al infierno y que, si yo vendiera mi alma al diablo, terminaría allí también, en el mismo sitio en el que estarían mis padres para toda la eternidad. Entonces me asusté tanto que salté de la cama en plena oscuridad y recé con todo mi fervor para que Dios me salvara. Le dije que comprendía que debía tener una enorme acumulación de oraciones por contestar por lo cual le costaría lo suyo llegar a la mía. Me humillé y supliqué rogándole que me perdonara por haber dudado de Él. Supongo que hice algún ruido porque mi madre entró en mi habitación para ver lo que ocurría. Cuando le expliqué que estaba hablando con Dios, ella dijo: «¡Ah! ¿Sí? Pues dile a Dios que tu papá está fuera otra vez con alguna puta, y pídele de paso que le arranque la polla al muy bastardo».

—¡Cielos! —exclamó Christine riendo aunque algo turbada. Charlie adivinó que ella no estaba turbada por la expresión ni por su decisión de contarle esa anécdota; la turbaba que la grosería de su madre revelase cómo era la casa donde él se había educado.

—Entonces yo tenía sólo diez años —prosiguió Charlie—; pero había vivido siempre en el peor arrabal de la ciudad y además nadie tomaría a mis padres por Ozzie y Harriet, por tanto supe de qué hablaba ella y me pareció lo más cómico que oía en mi vida. Después de eso, cada noche, cuando decía mis oraciones, rememoraba, antes o después, lo que mi madre había querido que Dios hiciera a mi padre, y rompía a reír. No podía rezar sin soltar la carcajada. Pasado algún tiempo, cesé por completo de hablar a Dios; y cuando cumplí los doce o trece años pensé que, probablemente, no habría ni Dios ni diablo, y aunque los hubiere, uno necesitaría valerse por sí mismo para hacer fortuna en esta vida.

Ella le relató más cosas acerca de su madre, del convento y del trabajo que había requerido Wine & Diñe. Algunas de sus historias le parecieron a Harrison casi tan tristes como los episodios de su propia juventud; otras eran cómicas; pero todas le resultaron de lo más fascinante, porque eran relatos de «ella».

De tanto en tanto, uno de los dos decía que deberían dormir un poco; y la verdad era que ambos se hallaban exhaustos; pero siguieron charlando ante otras dos tazas de Sanka. Hacia la una y media, Charlie comprendió que el afán por saber más cosas de sus respectivas vidas no era la única razón de ese insomnio forzado. Les daba miedo dormirse. Ambos miraron a menudo por la ventana, y él comprendió que los dos esperaban ver de un momento a otro un Ford blanco entrando en el aparcamiento del motel. Por fin Harrison dijo:

—Mire, no podemos permanecer levantados toda la noche. Ellos no van a encontrarnos aquí. Es imposible. Debemos ir a descansar. Necesitamos estar en buena forma para lo que se avecina. Ella miró por la ventana y propuso:

—Si dormimos por turnos, uno estará siempre despierto para hacer guardia.

—No es necesario. Nadie puede habernos seguido hasta aquí.

—Yo haré la primera guardia —insistió ella—. Usted váyase a dormir y le despertaré… digamos… a las cuatro y media.

—No. Yo estoy muy despabilado. Duerma usted.

—¿Me despertará a las cuatro y media para que me haga cargo?

—Está bien.

Llevaron sus tazas sucias al fregadero, las lavaron y luego… sin saber cómo, se encontraron uno en brazos del otro y se besaron con dulzura. Las manos de él la acariciaron… Charlie se excitó al comprobar la exquisita forma de aquel cuerpo, la delicadeza de su piel. Si Joey no hubiese estado en la misma habitación, él le habría hecho el amor y aquello habría sido lo mejor que uno y otro conociera jamás. Pero todo cuanto pudieron hacer fue abrazarse en la pequeña cocina y, al final, la frustración se impuso al placer. Entonces ella le besó tres veces, una con apasionamiento y las otras dos rozándole suavemente las comisuras de la boca, tras lo cual se fue a dormir.

Cuando se apagaron todas las luces, él se sentó ante la mesa junto a la ventana y vigiló el aparcamiento.

No tenía la menor intención de despertar a Christine a las cuatro y media. Treinta minutos después de que ella se reuniera con Joey en la cama, cuando estuvo seguro de que se había quedado dormida, Charlie marchó sigiloso a la otra cama.

Esperando a que el sueño le venciera, pensó en lo que había contado a Christine sobre su niñez y, por primera vez al cabo de veinticinco años, murmuró una oración. Como antaño, rezó por la seguridad y liberación de un niño pequeño, aunque esta vez no fue aquel chico de Indianápolis que él había sido, sino un muchacho en Santa Bárbara que, por un capricho del destino, había llegado a ser objeto del odio de una anciana loca.

«No permitas que Grace Spivey haga eso, Señor. No consientas que mate a un niño inocente en Tu nombre. Es la mayor blasfemia. Si Tú existes de verdad, si Tu preocupación es real, éste es el momento adecuado para hacer uno de Tus milagros. Envía una bandada de cuervos para sacarle los ojos a la vieja. Manda una poderosa riada para que la arrastre hasta que se pierda de vista. Haz algo. Por lo menos un ataque cardíaco, una enfermedad coronaria, algo para detenerla».

Mientras escuchaba su propia voz, vislumbró por qué había roto el silencio entre Dios y él después de tantos años. Porque, por vez primera en un largo período, huyendo de la anciana y sus fanáticos, se sintió como un niño, incapaz de afrontar los hechos y necesitado de ayuda.