XL

El apartamento de Kyle Barlowe en Santa Ana estaba amueblado para amoldarse a sus dimensiones. Había espaciosos reclinatorios Lay, Z & Boy, un gran sofá dividido en secciones de asientos profundos, robustas mesas y un sólido velador en el que un hombre podía apoyar los pies sin temor de hundirlo. Durante largo tiempo, había buscado en incontables almacenes de muebles usados hasta encontrar una mesa circular de comedor; un mueble sencillo y algo deteriorado, tal vez no demasiado atrayente. Pero era un poco más alta que casi todas las mesas de comedor, y le proporcionaba el espacio necesario para acomodar las piernas. En el cuarto de baño, había una bañera muy vieja con grandes pies de garra; y, en el dormitorio, una enorme cómoda que había adquirido por cuarenta y seis pavos, y una cama de matrimonio con un colchón de longitud extra, hecho a medida, que le daba acomodo aunque sin desperdiciar ni un centímetro de espacio. Aquél era el único lugar del mundo en el que podía sentirse verdaderamente cómodo. Pero no esta noche.

No podía sentirse bien mientras el Anticristo estuviese vivo. Le era imposible descansar sabiendo que dos tentativas de asesinato habían fallado en las últimas doce horas.

Anduvo desde la pequeña cocina hasta la sala; regresó al dormitorio y volvió otra vez a la sala para mirar por las ventanas. La calle estaba iluminada por el resplandor amarillo macilento de los faroles, así como por el neón rojo y azul, rosado y purpúreo, una combinación que disfrazaba el verdadero color de cada objeto y daba a las sombras un filo borroso y eléctrico. Los coches de paso despedían plumas fosforescentes de agua que caían sobre el pavimento como lentejuelas. La lluvia parecía de plata fundida, aunque la noche no tuviera nada de calurosa.

Intentó ver la televisión. No logró interesarse por ella. No podía estarse quieto. Se sentó para levantarse en seguida; tomó asiento en otra butaca, saltó de ella para ir a la alcoba y tenderse sobre la cama. Oyó un ruido extraño en la ventana, se levantó para investigar y descubrió que era sólo el agua de lluvia cayendo por el canalón. Regresó a su enorme lecho. Al poco, decidió que no quería estar tumbado y se fue a la sala.

¡El Anticristo estaba todavía vivo!

Pero eso no era lo único que le ponía nervioso. Intentó creerse que ninguna otra cosa le inquietaba, intentó sugestionarse de que lo único que le preocupaba era el muchacho Scavello; pero hubo de reconocer al fin que le agobiaba otra cosa.

La necesidad proverbial, una necesidad feroz. ¡La NECESIDAD! Él quería…

¡No!

Poco importaba lo que quisiera. No podría tenerlo. No podía rendirse a la necesidad. Jamás se atrevería.

Se dejó caer de rodillas en el centro de la sala y suplicó a Dios que le ayudara a resistir esa flaqueza suya. Rezó con pasión, dedicó al rezo toda su energía, toda su atención y devoción. Oró con una concentración tan intensa que empezó a sudar y a hacer rechinar los dientes.

Sintió todavía el antiguo, vil y aterrador apremio de mutilar a alguien, de aporrear y desgarrar, de hacer daño a alguna persona, de matar.

Desesperado, se levantó y fue a la cocina, se acercó al fregadero y abrió el grifo del agua fría. Puso el tapón en el desagüe. Luego, cogió cubitos de hielo del frigorífico y los dejó caer en el agua. Cuando el fregadero estuvo casi lleno, cerró el grifo, hundió la cabeza en el agua helada y la mantuvo así aguantando el aliento hasta que hubo de sacarla para respirar. Empezó a temblar y los dientes le castañetearon, pero sintió que todavía le dominaba la violencia. Hundió otra vez la cabeza en el agua, esperó hasta que sus pulmones amenazaban estallar; entonces la sacó escupiendo y tosiendo. Notó un frío glacial, un temblor ingobernable, pero el ansia de violencia creció sin medida.

Satanás debía de estar allí. Sin duda era eso. Satanás estaba allí sondando los antiguos sentimientos, enfrentándolo a ellos, tentándole, incitándole a desechar su última oportunidad de salvación.

«¡No lo haré!».

Revolvió todo el apartamento intentando detectar el escondite de Satanás. Miró en los armarios, abrió vitrinas, descorrió cortinas para escudriñar detrás de ellas. En realidad no esperaba ver a Satanás; pero estaba seguro de poder percibir la presencia del demonio en alguna parte por muy invisible que pudiera hacerse. Sin embargo, no encontró nada. Lo cual significó sólo que el demonio tenía gran habilidad para esconderse.

Cuando desistió por fin de buscar a Satanás, se hallaba en el baño, y echó una ojeada a su propia imagen en el espejo: ojos desorbitados por la furia, ventanas de la nariz dilatadas, músculos de las mandíbulas tensos, labios exangües y tirantes dejando ver los torcidos y amarillentos dientes. Aquélla estampa le hizo recordar el fantasma de la Ópera. Evocó el monstruo de Frankenstein y un centenar de torturados rostros infrahumanos de películas que él había visto en el Chiller Theater.

El mundo le odiaba y él odiaba al mundo, a todos sus componentes, a los que se reían señalándole, a las mujeres que le encontraban repulsivo, a todos los…

«No. ¡Dios mío! Por favor. No me dejes pensar en esas cosas. Aparta mi pensamiento de esa cuestión. Ayúdame. Te lo ruego».

No pudo retirar la vista de aquel rostro en el que se combinaban las facciones, caracterizadas, de Boris Karloff, Lon Chaney y Rhondo Harten.

Él no se perdía nunca las viejas películas de terror cuando las proyectaban en la televisión. Muchas noches se sentaba a solas ante su modesto televisor en blanco y negro, cautivado por las imágenes espeluznantes. Cuando terminaba la película, se iba al baño, se miraba en ese mismo espejo y se decía que él no era tan feo, tan horrendo, tan malévolo como las criaturas que surgían de pantanos tenebrosos, llegaban desde más allá de las estrellas o escapaban de los laboratorios de científicos dementes. En comparación, él era casi corriente. A lo sumo poco agradable. Pero no lograba nunca dar crédito a sus propias palabras. El espejo no mentía. El espejo le mostraba un rostro hecho para provocar pesadillas.

Se sonrió a sí mismo en el espejo e intentó parecer amable. El resultado fue espantoso. La sonrisa careció de veracidad.

Ninguna mujer le querría a menos que la pagase, e incluso algunas rameras le rechazaban. ¡Perras! ¡Todas ellas! ¡Corruptas, apestosas y despiadadas perras! Sintió deseo de hacer daño a una de ellas, quiso descargar su dolor en alguna mujer y dejárselo dentro, de modo que durante un lapso, por lo menos, él no tuviese dolor.

No. Eso era un mal pensamiento.

Una forma de pensar maligna.

Recuerda a la madre Grace.

Recuerda el Crepúsculo, la salvación y la vida imperecedera.

Pero él lo quería. Lo necesitaba.

Se encontró ante la puerta de su apartamento sin poder recordar cómo había llegado allí. La entreabrió. Quiso emprender la marcha para buscar a una prostituta. O alguien a quien apalear. O ambas cosas.

«¡No!».

Cerró de un portazo, echó la llave y, apretando la espalda contra la puerta, miró frenético a su alrededor.

Debía actuar aprisa para salvarse.

Estaba perdiendo su batalla contra la tentación. Comenzó a gimotear entre temblores. Supo que no tardaría más de un par de segundos en abrir de nuevo la puerta, y esta vez se marcharía, saldría a la caza.

Presa del pánico, corrió a una pequeña estantería, eligió uno de los volúmenes de meditación que componían su colección de cien títulos, le arrancó un puñado de páginas y las arrojó al suelo; luego otro, y otros más hasta que quedaron sólo las cubiertas del libro, que por fin acabó destrozando… Le sentó bien mutilar algo. Quedó jadeante y tembloroso como un caballo desbocado; luego, se apoderó de otro libro, lo hizo trizas y arrojó los pedazos por encima del hombro; a continuación despedazó otro, y otro más…

Cuando recobró los sentidos, estaba en el suelo llorando muy bajo. Veinte libros deshechos, miles de páginas rasgadas se amontonaban ante él. Se sentó, sacó el pañuelo y se secó los ojos. Se puso de rodillas, se levantó. Cesó de temblar. La NECESIDAD se había disipado.

Satanás perdió su batalla.

Kyle no se había rendido a la tentación, y ahora sabía por qué Dios necesitaba hombres como él para librar la batalla del Crepúsculo. Si Dios formase su ejército con individuos que no habían pecado jamás, ¿cómo podría saber que esas personas se resistirían a las incitaciones del demonio? «Pero eligiendo hombres como yo —pensó Kyle—, hombres que sucumbieron al pecado, y dándonos una segunda oportunidad para salvarnos, brindándonos la ocasión de probarnos a nosotros mismos, Dios ha adquirido un ejército de soldados templados».

Levantó la vista hacia el techo pero no lo vio. En su lugar contempló el cielo más allá, el corazón del Universo. Y dijo:

—Yo soy valioso, he logrado alzarme desde la sima del pecado y he demostrado que no me hundiré nunca más. Si lo que quieres de mí Señor, es que manipule al chico para Ti, ahora estoy presto. Entrégame al chico. Déjame tenerlo. Permítemelo.

Sintió que la NECESIDAD le dominaba de nuevo, el deseo de ahogar, desgarrar y aplastar; pero esta vez fue una emoción más pura, el deseo limpio, blanco, sagrado, de ser el gladiador de Dios.

Se le ocurrió que Dios estaba pidiéndole lo que él deseaba ante todo evitar. No quería matar otra vez. No quería hacer más daño al prójimo. Estaba ganando al fin cierta medida de respeto por sí mismo, vislumbraba la posibilidad, distante pero real, de poder vivir en paz algún día con el resto del mundo… y ahora Dios quería hacerle matar, quería utilizar su furia contra unos objetivos previstos.

«¿Por qué? —se preguntó dominado de súbito por una tristeza silenciosa—. ¿Por qué he de ser yo el elegido? Antes, solía crecerme con la necesidad; pero ahora me amedrenta. Y debe ser así. ¿Por qué se me ha de utilizar de ese modo? ¿Por qué no de otro?».

Como eso era lo que madre Grace llamaba «pensamiento erróneo», intentó borrarlo de su mente. Uno no debía nunca desafiar a Dios de ese modo. Había que aceptar sin rechistar lo que Él quería. Dios era misterioso. Algunas veces se mostraba severo, y entonces se hacía muy difícil entender por qué te exigía tanto. Por ejemplo: ¿Por qué el Señor quería que mataras, o por qué, para empezar, había hecho de ti un engendro cuando habría podido muy bien hacerte apuesto?

No. Ahí había mucho de pensamiento erróneo.

Kyle recogió los libros destrozados. Se sirvió un vaso de leche y se sentó junto al teléfono. Esperó a que madre Grace lo llamara para decirle que le había llegado la hora de actuar como el martillo de Dios.