XXXVIII

Poco antes del mediodía, Charlie llegó a Laguna Beach y encontró a Sandy, Max, Christine, Joey y el perro esperándolo en la estación de servicio.

Joey salió a su encuentro corriendo y, en las puertas del garaje, gritó:

—Eh, Charlie, tendrías que haber visto la casa haciendo ¡pum! ¡Cómo en una película de guerra o algo parecido!

Charlie lo levantó en vilo y lo mantuvo así un momento.

—Yo esperaba que te hubieses enfadado con nosotros por este patinazo y te empeñaras otra vez en contratar a Magnum.

—¡No, diablos! —contestó el chico—. Vosotros estuvisteis formidables. De todas formas, ¿cómo podríais haber sabido que esto se iba a convertir en una película de guerra?

—En efecto, ¿cómo?

Charlie llevó a Joey hasta la parte posterior del garaje, donde estaban plantados los otros entre sombras, estanterías de accesorios y pilas de neumáticos.

Aunque Sandy le hubiese dicho que la mujer y el chico estaban bien y él creyese a Sandy, su estómago se recompuso al fin cuando los vio con sus propios ojos. Una oleada de alivio que le invadió de pies a cabeza. Fue una fuerza física no sólo emocional y le recordó, aunque no necesitaba recordatorios, lo importantes que, en muy poco tiempo, habían llegado a ser para él aquellas dos personas.

El grupo ofrecía un aspecto lamentable. Todos estaban ya secos a esas alturas; pero desaliñados y exhaustos, con pelos lacios y enredados. Max y Sandy seguían pareciendo broncos, coléricos y peligrosos, el tipo de hombres que despejan un bar con sólo entrar en él.

El hecho de que Christine se hallara tan atractiva como cuando se acicalaba y vestía con esmero, fue un tributo a su belleza. Charlie recordó cómo se había sentido al abrazarla la noche pasada en la cocina de Miriam Rankin poco antes de irse a casa, y quiso hacerlo otra vez. Sintió la necesidad cálida y apremiante de rodearla con los brazos; pero delante de sus hombres no pudo hacer más que dejar en el suelo a Joey, estrecharle la mano entre las suyas y decir:

—Veo que se encuentra bien, gracias a Dios.

El labio inferior de ella tembló. Por unos instantes, dio la impresión de que la mujer quería abrazarse a él y llorar. Pero consiguió dominarse y murmuró:

—Me he estado diciendo sin cesar que era sólo una pesadilla… Pero no puedo despertar.

—Ahora debemos sacarlos de aquí, de Laguna —dijo Max.

—De acuerdo —asintió Charlie—. Me los llevaré en mi coche. Después de que nos hayamos ido, ustedes dos telefoneen a la oficina, y díganle a Sherry dónde están y pídanle que les envíe un automóvil. Luego vuelvan a la casa de Miriam…

—Allí no queda nada en pie —informó Sandy.

—Fue una explosión espantosa —terció Max—. Ésa furgoneta tuvo que haber estado cargada de explosivos desde el suelo hasta el techo.

—Quizá no quede ni rastro de la casa —dijo Charlie—; pero los polis y los bomberos están todavía allí. Sherry lo ha verificado ya poniéndose en contacto con la Policía de Laguna Beach, y yo he hablado por teléfono con ella en mi camino hacia aquí. Informen a los polis, ayúdenles en lo que puedan y averigüen qué han descubierto ellos.

—¿Encontraron a ese sujeto del callejón, al que yo tumbé? —preguntó Max.

—No. Escapó.

—Debe de haber reptado. Le herí en la pierna.

—Entonces habrá reptado —dijo Charlie—. O hubo por allí un tercer hombre que le ayudaría a escapar.

—¿Un tercer hombre? —inquirió Sandy.

—Sí —dijo Charlie—. Según Sherry, el segundo hombre permaneció en la furgoneta hasta chocar con la casa.

—¡Dios santo!

—¡Son kamikazes! —exclamó trémula Christine.

—No debe de haber quedado mucho de él salvo un montón de partículas —comentó Max.

Podría haber hecho más comentarios; pero Charlie le hizo callar señalando con la cabeza al chico, que les estaba escuchando boquiabierto.

Quedaron silenciosos, imaginando el violento mutis del conductor de la furgoneta. La lluvia sobre el tejado semejó el solemne redoble de tambores en un cortejo fúnebre.

En ese preciso instante, el mecánico puso en marcha una llave de tuerca eléctrica que hizo saltar a todos.

Cuando el hombre cortó la corriente, Charlie miró a Christine y dijo:

—Bien, vámonos de aquí.

Observando receloso todo cuanto se movía bajo la tenaz lluvia, Max y Sandy los acompañaron hasta el Mercedes gris aparcado ante la gasolinera.

Christine se acomodó delante con Charlie, y Joey fue detrás con Chewbacca.

Sentado ya ante el volante, Charlie habló a Sandy y Max por la ventanilla abierta.

—Ustedes han hecho un trabajo extraordinario, diablos.

—Casi los perdimos —dijo Sandy rechazando el elogio.

—El hecho es… que no los perdieron —recalcó Charlie—. Y que ustedes están también a salvo.

Si otro de sus hombres hubiese perecido tras las muertes de Pete y Frank, no habría sabido cómo proceder. En lo sucesivo, sólo él conocería el paradero de Christine y Joey. Sus hombres seguirían trabajando en el caso, intentarían hallar la conexión entre la Iglesia del Crepúsculo y esos asesinatos y tentativas de asesinato, pero sólo él conocería el escondite de sus clientes hasta que se pusiera término, de una forma o de otra, a las andanzas de Grace Spivey. Así, los espías de la anciana no podrían dar con Christine y Joey, y él no tendría que lamentar la pérdida de otros hombres. Su propia vida sería la única que estaría en juego.

Tras esas reflexiones, Charlie subió el cristal de su ventanilla, accionó el cierre automático de todas las puertas y abandonó la estación de servicio.

En realidad, Laguna era una ciudad costera llena de vitalidad, encantadora, cálida y limpia; pero todo parecía sórdido en aquel día envuelto en lluvia, niebla gris y barro. A Charlie le hizo pensar en cementerios y tuvo la impresión de que caía sobre ellos algo así como la tapa de un ataúd. Respiró un poco mejor cuando salieron de la ciudad y se dirigieron hacia el norte por la autopista costera del Pacifico.

Christine volvió la cabeza y miró a Joey, el cual se hallaba muy tranquilo en el asiento trasero. Brandy… No. Chewbacca estaba tumbado en el asiento con la enorme y peluda cabeza sobre las rodillas del muchacho. Joey acariciaba distraído al perro al tiempo que, por la ventanilla, contemplaba el océano, que estaba alborotado frente a una muralla densa y cenicienta, avanzando hacia la playa desde una distancia de setecientos metros más o menos. Su rostro parecía inexpresivo, casi vacío aunque no del todo. Había cierto rictus sutil, algo que ella no le había visto nunca ni podía leer. ¿Qué estaría pensando el pequeño? ¿O sintiendo? Le había preguntado ya dos veces si se encontraba bien, y él le contestó que sí. Christine no quiso atosigarlo más; pero se inquietó.

No le preocupó sólo su seguridad física, aunque ese temor la devorase. La intranquilizó también su estabilidad mental. Si sobrevivía a la cruzada demencial de Grace Spivey contra su persona, ¿cuáles serían las secuelas emocionales que arrastraría consigo durante el resto de su vida? Era imposible que pudiera salir bien librado de todas esas experiencias. Habría consecuencias psicológicas sin lugar a dudas.

Ahora, Joey siguió acariciando la cabeza del perro; pero de una forma hipnótica, como si no advirtiera la presencia del animal, y contempló ensimismado el mar que se extendía más allá de la ventanilla.

—La Policía quiere que la lleve allí para un nuevo interrogatorio —le comunicó Charlie.

—Qué se vayan al diablo —replicó enfadada Christine.

—Ahora parecen más dispuestos a ayudar…

—Fueron necesarias todas esas muertes para recabar su atención.

—No los descarte del todo. Desde luego, nosotros le prestaremos mejor servicio de protección, y podremos averiguar algo que les ayude a que hagan pagar todo esto a Grace Spivey. Pero ahora que ellos tienen en marcha una investigación por homicidio, harán todo cuanto puedan para llegar a las actas de acusación y las condenas. Ellos serán quienes la detengan.

—No me fío de los policías —contestó ella sin rodeos—. Probablemente, la Spivey habrá introducido gente suya entre ellos.

—Ella no puede infiltrarse en todos los grupos policiales del país. No tiene tantos adeptos.

—Ni hace falta que sea en todas las fuerzas policiales —replicó Christine—. Basta que lo haga en las de las ciudades donde ella emprende la recaudación de fondos y busca a sus conversos.

—La Policía de Laguna Beach quiere hablar también con usted, claro está, sobre lo sucedido esta mañana.

—¡Al diablo también! Aunque ninguno de ellos pertenezca a la Iglesia del Crepúsculo, la Spivey estará esperando a que me persone en la comisaría; puede tener gente acechando para degollarnos apenas nos apeemos del coche. —Entonces le vino al pensamiento una idea horrible—. No nos llevará a una comisaría, ¿verdad?

—No. Yo he dicho tan sólo que ellos quieren hablar con usted. No dije que lo creyera una buena idea.

Ella se hundió en su asiento.

—¿Acaso quedan buenas ideas?

—Hay que mantener la frente alta.

—Sólo me pregunto qué vamos a hacer ahora. No tenemos ropa, nada salvo lo puesto; mi bolso y mis tarjetas de crédito. Lo que no es mucho. No tenemos ningún sitio donde recogernos. No nos atrevemos a encontrarnos con nuestros amigos ni a visitar los lugares en los que se nos conoce. Nos acosan como si fuéramos un par de animales salvajes.

—No es tan malo como lo pinta —la animó Harrison—. Los animales acosados no pueden darse el lujo de huir en un Mercedes Benz.

Ella agradeció ese intento de hacerle sonreír; pero no tuvo el ánimo suficiente para ello.

El bisbiseo monótono del limpiaparabrisas sonó como un latido extraño, no humano.

—Supongo que lo mejor será adentrarse en Los Ángeles —sugirió Charlie—. La Iglesia del Crepúsculo trabaja algo en esa ciudad, pero casi todas sus actividades se limitan a los condados de Orange y San Diego. En Los Ángeles pulula poca gente de Grace, así que habrá menos probabilidades de que alguien nos descubra por casualidad. El riesgo será mínimo.

—Ellos están por todas partes.

—Sea optimista —le aconsejó él—. Y recuerde esas pequeñas orejas de atrás.

Ella volvió la mirada hacia Joey y sintió cierto remordimiento al pensar que podría estar atemorizándolo. Pero daba la impresión de que el chico no había prestado atención a la conversación mantenida en los asientos delanteros. Seguía mirando por la ventanilla, no ya el océano sino el alineamiento de tiendas a lo largo de la autopista en Corona del Mar.

—Cuando lleguemos a Los Ángeles compraremos maletas, ropa, toallas… todo cuanto necesiten —dijo Charlie.

—¿Y luego?

—Cenaremos.

—¿Y después?

—Buscaremos un hotel.

—¿Y qué pasará si alguno de los suyos trabaja en ese hotel?

—¿Y qué pasará si alguno de los suyos es alcalde de Pekín? —planteó Charlie—. Así pues, será mejor que tampoco vayamos a China.

Ella encontró esta vez la suficiente energía para sonreír. No fue gran cosa, pero sí todo lo que había dentro de ella, e incluso le sorprendió que hubiera podido responder así.

—Lo siento —se disculpó.

—¿Por qué? ¿Por ser humana y estar asustada?

—No quiero ponerme histérica.

—Entonces no lo haga.

—No lo haré.

—Excelente. Porque hay algunas novedades favorables.

—¿Cuáles?

—Uno de los tres muertos la pasada noche, el pelirrojo contra el que dispararon ustedes, ha sido identificado. Se llamaba Pat O’Hara. Pudieron encontrar en él pruebas positivas para su identificación porque era un ladrón profesional con un historial de tres arrestos y una condena.

—¿Ladrón? —exclamó ella, confusa ante esa aparición inesperada de un elemento criminal más ordinario.

—Y los policías han hecho algo más que asignarle un nombre. Han conseguido establecer una conexión entre él y Grace.

Ella se enderezó de repente, sorprendida.

—¿Cómo?

—La familia y los amigos del muerto dicen que él se afilió a la Iglesia del Crepúsculo hace ocho meses.

—¡Entonces ya está! —gritó ella muy agitada—. Eso es lo que ellos necesitan para ir por Grace Spivey.

—Bueno, ellos han vuelto a la iglesia para hablar otra vez con ella, claro está.

—¿Eso es todo? ¿Sólo hablar con ella?

—De momento, no tienen ninguna prueba para…

¡O’Hara era uno de los suyos!

—Pero no hay prueba de que él actuara bajo sus órdenes.

—Ellos hacen todo lo que la Spivey les manda, exactamente todo cuanto les ordena.

—Pero Grace alega que su iglesia cree en el libre albedrío, que nadie de su gente se halla bajo un control más estricto que el de los católicos o los presbiterianos, y está tan sujeto al lavado de cerebro como cualquier judío en una sinagoga.

—Gilipolleces.

Christine lo dijo por lo bajo pero con pasión.

—Cierto —reconoció él—. Pero es endiabladamente difícil probarlo, en especial cuando no podemos echar el guante a ningún exmiembro de la iglesia que pudiera explicarnos lo que está ocurriendo allí.

Christine le miró incrédula, algo de su agitación se disipó.

—¿Entonces de qué sirve haber identificado a O’Hara como un «crepuscular»?

—Bueno, da cierto peso a su alegación de que Grace la está hostigando. Ahora los polis toman con mucha más seriedad su historia, lo cual no puede perjudicarnos.

—Necesitamos más que eso.

—Hay algo más aunque sea poco.

—¿El qué?

O’Hara… o quizá fuera el otro tipo que le acompañaba, dejó algo fuera de su casa. Una bolsa de compañía aérea. Dentro había herramientas para el allanamiento de morada; pero también otras cosas. Un gran frasco de plástico lleno de un líquido incoloro que resultó ser agua. Ellos no se explican por qué estaba eso allí ni cuál era su objeto. Algo más interesantes fueron una pequeña cruz de latón… y un ejemplar de la Biblia.

—¿Acaso no prueba eso que ellos desempeñaban una demencial misión religiosa?

—No lo prueba, no; pero es interesante de cualquier modo. Es un nudo más en el lazo del verdugo, otro detalle que ayuda a formular una acusación contra Grace Spivey.

—A este paso la haremos comparecer ante los tribunales hacia finales del siglo —comentó con acidez Christine.

Marchaban ahora por el bulevar MacArthur, subiendo y bajando cuestas a lo largo de Fashion Island, ante centenares de residencias valoradas en un millón de dólares cada una, hasta el área pantanosa de Newport Bay y campos de una hierba alta que se doblaba bajo la impetuosa lluvia y luego se enderezaba temblorosa cuando el errático tiempo tempestuoso cambiaba de dirección. A pesar de ser mediodía, casi todos los coches con que se cruzaban llevaban encendidos los faros.

Christine preguntó:

—¿Sabe la Policía que Grace Spivey imparte enseñanza… sobre la llegada del Crepúsculo, del Juicio Final, del Anticristo?

—Sí. Sabe todo al respecto —contestó Charlie.

—¿Sabe que ella cree que el Anticristo está ya entre nosotros?

—Sí.

—¿Y que pretende matarlo cuando lo encuentre?

—Ella no ha dicho nunca eso en ningún sermón ni en ninguna de las obras religiosas que ha publicado.

—Pero es eso lo que se propone. Nosotros lo sabemos.

—Lo que nosotros sabemos y lo que se puede probar son dos cosas diferentes.

—La Policía debería ser capaz de comprender que, por esa razón, ella tiene una idea fija con Joey y…

—Anoche, cuando la Policía la interrogó, ella negó conocerla a usted y a Joey, negó la escena en la South Coast Plaza. Dijo no comprender lo que usted tiene contra ella ni por qué intenta difamarla. Declaró que no había encontrado todavía al Anticristo ni creía siquiera seguirle de cerca. Ellos quisieron saber lo que haría si le encontrara algún día; y les contestó que presidiría las oraciones contra él. Le preguntaron si intentaría matarlo, y ella se mostró muy ofendida ante semejante insinuación. Afirmó que era una mujer de Dios, no una criminal. Aseguró que la oración sería suficiente. Ella dijo que encadenaría al demonio con oraciones, lo maniataría con oraciones y, mediante oraciones, exclusivamente, le enviaría al infierno.

—Y ellos la creyeron, claro está.

—No. Yo hablé con un detective esta mañana, leí el informe sobre su sesión con ella. Están convencidos de que es una desequilibrada, probablemente peligrosa, y que por tanto se la deberá considerar la sospechosa principal en los atentados.

Christine quedó sorprendida.

—¿Lo ve? —dijo Charlie—. Debe usted ser más positiva. Están ocurriendo cosas. No tan aprisa como quisiéramos, no, porque la Policía debe seguir ciertos procedimientos, ceñirse a las normas de la evidencia, respetar los derechos constitucionales…

—A veces parece como si, entre nosotros, las únicas personas que tienen derechos constitucionales sean los criminales.

—Lo sé. Pero hemos de trabajar dentro del sistema lo mejor que podamos.

Desfilaron ante el aeropuerto del Condado de Orange y tomaron la autopista de San Diego en dirección norte hacia Los Ángeles.

Christine echó otra ojeada a Joey, el cual no miraba ya por la ventanilla ni acariciaba al perro. Estaba acurrucado en un rincón del asiento trasero, con los ojos cerrados, la boca abierta y respiración pausada, profunda. El movimiento del coche le había mecido hasta dormirlo.

Entonces ella dijo a Charlie:

—Lo que me preocupa es que, en tanto que nosotros trabajamos dentro del sistema con lentitud y escrupulosidad, esa bruja Spivey no tiene ninguna regla que la modere. Ella puede moverse aprisa y ser brutal. Mientras nosotros procedemos con mucho tiento para no violar sus derechos, ella nos matará a todos.

—Pero quizá se destruya antes a sí misma.

—¿Qué quiere decir?

—Ésta mañana fui a su iglesia. Me encontré con ella. Está desquiciada por completo, Christine. Es de lo más irracional. Se está desgarrando por todas las costuras.

Le refirió su entrevista con la anciana y el espectáculo de los sangrientos estigmas en sus manos y pies.

Si su designio había sido el de animarla describiendo a Grace Spivey como una lunática balbuciente haciendo equilibrios al borde del colapso, fracasó. La locura exacerbada de la vieja, hizo que ésta le pareciera más amenazadora, más inminente e implacable.

—¿Ha informado usted de eso a los polis? —inquirió Christine—. ¿Les ha dicho que ella amenazó a Joey en su presencia?

—No. Sólo hubiera sido mi palabra contra la suya.

Luego, le relató la conversación con Denton Boothe, su amigo el psicólogo.

—Boo dice que una persona psicótica de esa especie posee una energía sorprendente. Según él, no debemos esperar que su colapso nos resuelva este problema… Pero, al fin y al cabo, él no la vio. Si él hubiese estado en su oficina conmigo y con Henry… cuando ella nos enseñó sus manos ensangrentadas, se habría convencido de que esa mujer no podrá mantenerse firme por mucho tiempo.

—¿Le hizo su amigo alguna sugerencia? ¿Le dio alguna idea respecto a la forma de detenerla?

—Me dijo que lo mejor era matarla —respondió Harrison sonriendo.

Christine no sonrió.

El investigador apartó la vista de la autopista batida por la lluvia el tiempo suficiente para apreciar su reacción, y luego comentó:

—Desde luego Boo estaba bromeando.

—¿De verdad?

—Bueno… no… Tal vez dijera lo que pensaba… Pero sabía que nosotros no podíamos considerar con seriedad semejante salida.

—Quizá sea la única solución.

Él la miró otra vez y su ceño de preocupación se acentuó.

—Espero que ahora sea usted quien está bromeando.

Ella no respondió.

—Escuche, Christine, si de una forma o de otra, usted consiguiera llegar hasta ella con un arma, si la matara, sólo lograría hacerse encarcelar. El Estado le arrebataría a Joey. Usted lo perdería de todas formas. Matar a Grace Spivey no es la solución.

Ella suspiró y asintió. No quiso discutir sobre ello.

Pero se preguntó si…

Quizás ella no terminase en prisión, y tal vez ellos le arrebatasen a Joey, pero el niño seguiría vivo.

Cuando Charlie conducía el Mercedes fuera de la autopista y tomaba la rampa del bulevar Wilshire en el sector occidental de Los Ángeles, Joey se despertó y quiso saber dónde estaban.

—Westwood —le informó Charlie.

—Yo no he estado nunca en Westwood —exclamó Joey.

—¡Ah! —se asombró Charlie—. Yo pensé que eras un hombre de mundo y que habías estado en todas partes.

—¿Cómo puedo haber estado en todas partes? —replicó el chico—. Tengo sólo seis años.

—Lo bastante grande para haber estado en todas partes —arguyó Harrison—. Diantre, cuando yo tenía esa edad, conocía todo el camino desde mi casa en Indiana hasta Peoría.

—¿Es ésa una palabra sucia? —preguntó receloso el pequeño.

Charlie se rió y vio que Christine le secundaba.

—¿Peoría? No, no es una palabra sucia sino un lugar. Me parece que, después de todo, no eres un hombre de mundo. Un hombre de mundo conocería Peoría tan bien como París.

—¿De qué está hablando, mamá?

—Está diciendo tonterías, cariño.

—Eso es lo que pensé —dijo el niño—. Muchos detectives hacen esas cosas. Jim Rockford es también así de tonto algunas veces.

—De él se me contagió —replicó Charlie—. Del viejo Jim Rockford.

Dejaron el coche en el aparcamiento subterráneo junto a la Westwood Play House, frente a la UCLA, y fueron a comprar ropa y artículos de primera necesidad a Westwood Village, pagándolo todo con tarjetas de crédito. A pesar de las circunstancias y a pesar del tiempo, fue una gira más bien agradable. Como todos los establecimientos tenían toldos o marquesinas, pudieron encontrar siempre un sitio seco para atar a Chewbacca mientras ellos deambulaban por el interior. El increíble aguacero, que resultaba ser el principal tema de conversación entre los dependientes, les ayudó a explicar la apariencia astrosa de Joey y Christine; nadie los miró de reojo. Charlie bromeó sobre algunas de las prendas que se probaron, y Joey alzó la nariz como si olfateara un olor acre cuando Charlie fingió interesarse por una chillona camisa deportiva color naranja. Al cabo de un rato eran casi como una familia común moviéndose en un mundo corriente donde todos los fanáticos religiosos estaban confinados en algún lugar del Oriente Medio luchando por el petróleo y sus mezquitas. Resultó grato pensar que ellos tres constituían una unidad y compartían unos lazos especiales; Charlie sufrió otro ataque de añoranza doméstica, cosa que él no había sentido nunca hasta conocer a Christine Scavello.

Hicieron dos viajes al coche para colocar sus compras en el portaequipajes. Cuando Christine y Joey tuvieron todo cuanto necesitaban, fueron a dos o tres tiendas para equipar también a Charlie. Como él no quiso volver a su propia casa y correr el riesgo de que alguien le siguiera la pista, compró una maleta, toallas y ropa para tres días.

A veces, veían personas en la calle que parecían observarles o dar la impresión de ser sospechosas por otras razones; pero en todos los casos el peligro resultó ser imaginario, y poco a poco se tranquilizaron. No obstante, continuaron vigilantes, avizorando sin cesar, pero sin comportarse como si hubiese maníacos armados acechando en cada esquina.

Terminaron sus compras coincidiendo con el cierre de los establecimientos y cuando encontraron un restaurante de aspecto acogedor (nada llamativo pero con muchas maderas oscuras de satinada superficie, vidrieras coloreadas y un menú rico en especialidades nutritivas como patatas rellenas de queso y bacón), eran casi las cinco y media. Temprano para cenar, pero como ninguno había almorzado, estaban hambrientos.

Pidieron antes unas copas. Luego Christine fue con Joey a los lavabos de señoras, donde ambos se asearon un poco y se pusieron algunas de las prendas que habían comprado.

Mientras ellos se ocupaban de eso, Charlie usó un teléfono público para llamar a la oficina. Sherrie, que estaba todavía en su mesa, le puso con Henry Rankin, quien había estado esperando su llamada pero sin muchas novedades que darle. A juzgar por los resultados del laboratorio, la Policía creía que la furgoneta Dodge robada había contenido dos o tres cajas de un explosivo plástico maleable que usaban algunas unidades de las Fuerzas Armadas estadounidenses, si bien no se había podido seguirle la pista hasta el punto de averiguar si ese material había sido comprado o robado. La tía de Henry, Miriam, con quien se había logrado establecer contacto en México, quedó consternada al conocer la desaparición de su casa; pero no culpó a Henry. No parecía dispuesta a volver pronto de su viaje, en parte porque no podría rescatar gran cosa de los escombros, en parte porque la compañía de seguros se ocuparía de cubrir la pérdida, y porque, además, ella había tomado siempre con buen talante las malas noticias. Pero, sobre todo, porque había conocido a un hombre muy interesante en Acapulco. Se llamaba Ernesto.

Aquello era la única novedad reciente.

—Pasaré por ahí dos veces al día para saber cómo progresa el caso y hacer alguna sugerencia —dijo Charlie.

—Si tengo más noticias sobre tía Miriam y Ernesto te lo comunicaré.

—Te quedaré agradecido.

Ambos permanecieron silenciosos un momento, ninguno de los dos quiso seguir la broma.

Por fin Henry preguntó:

—¿Consideras prudente intentar protegerlos tú solo?

—Es lo único viable.

—Me cuesta mucho creer que la Spivey haya plantado a alguien aquí, pero estoy observando a todos al microscopio, buscando el origen de la enfermedad. Si alguno de ellos es un «crepuscular», yo lo descubriré.

—Sé que lo harás —dijo Charlie.

No mencionó, como era de suponer, que otro empleado, Mike Specklovitch, estaba acechando a Henry, por orden suya, mientras éste vigilaba a los demás. Sintió cierta culpabilidad por esa falta de confianza, aunque ello fuera inevitable.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó Henry.

—En el interior de Australia.

—¿Cómo? ¡Oh! No es asunto mío, ¿eh?

—Lo siento, Henry.

—Descuida. Tú estás jugando tus cartas de la única forma posible.

No obstante, pareció algo dolido por la desconfianza de su jefe.

Bastante deprimido por la forma en que aquel caso estaba haciendo añicos la muy valiosa camaradería entre sus empleados, Charlie colgó y regresó a la mesa. Llegó allí cuando la camarera le estaba sirviendo su martini con vodka. Pidió otro antes de tomar ni un sorbo del primero; luego, echó una ojeada a la carta.

Christine regresó de los lavabos con unos vaqueros de pana tostada y una blusa verde. Llevaba una bolsa con su ropa usada y unas cuantas toallas. Joey vestía vaqueros azules y una camisa de cowboy que parecía enorgullecerle mucho. Sus atuendos necesitaban una plancha de vapor pero estaban bastante más limpios y flamantes que la ropa que habían estado llevando desde la huida de la casa aniquilada de Miriam Rankin en Laguna Beach. Dejando aparte las arrugas de su blusa, Christine tenía un aspecto imponente, como mínimo, y el corazón de Charlie se regocijó al verla.

Cuando abandonaron el restaurante, llevando dos hamburguesas para Chewbacca, la noche había descendido por completo y la lluvia había remitido. Caía una ligera llovizna, el aire húmedo era de una pesadez opresiva; pero no parecía probable que se vieran obligados a iniciar la construcción de un arca. El perro olfateó las hamburguesas e, intuyendo que eran para él, insistió en que se le alimentara antes de volver al garaje. Engulló los dos emparedados allí mismo, frente al restaurante, y Christine comentó:

—Fíjese, tiene incluso los modales de Brandy.

—Tú has dicho siempre que Brandy no tenía buenos modales —objetó Joey.

—A eso me refiero precisamente.

Ahora que la tormenta parecía amainar, las aceras a lo largo del bulevar Westwood se llenaron con estudiantes de la UCLA que iban a cenar o al cine, mirones de escaparates y gentes camino del teatro matando el tiempo antes de dirigirse a la Playhouse. Los californianos son poco o nada pacientes con la lluvia y, después de una tormenta así, se echan a la calle eufóricos, ansiosos de pasear y tomar el aire, casi con un talante festivo. Charlie sintió que llegara la hora de partir; la Village semejó un oasis de cordura en un mundo trastornado; y agradeció el respiro que les procuraba.

El aparcamiento subterráneo había estado casi lleno cuando ellos llegaron por la tarde viéndose obligados a dejar el coche en el nivel inferior. Ahora, al tomar el ascensor hasta el fondo de la estructura, los tres tenían una moral mucho más alta de lo que hubieran creído posible pocas horas antes. No había nada como una buena comida, un par de copas y un largo paseo por las concurridas calles sin que nadie te largase un tiro para convencerse de que Dios seguía en sus cielos y el mundo estaba en paz.

Pero aquel alivio fue poco duradero. Terminó cuando se abrieron las puertas del ascensor.

Todas las luces inmediatas estaban fundidas. Se veían algunos resplandores a cierta distancia por la izquierda y otros por la derecha iluminando filas de coches, paredes de cemento y macizos pilares; pero frente al ascensor todo era oscuridad.

¿Sería sólo coincidencia que las tres o cuatro bombillas se hubiesen fundido al mismo tiempo? Ésta pregunta inquietante pasó por el pensamiento de Charlie apenas se descorrieron las puertas metálicas. Antes de que pudiera reaccionar, Chewbacca empezó a ladrar hacia las sombras que había ante ellos. El perro se comportó con ferocidad alarmante, como si le dominara una furia súbita. Sin embargo, no salió disparado del ascensor para perseguir al objeto de su cólera, lo cual fue una señal infalible de que algo muy malo les esperaba.

Charlie alargó la mano hacia el tablero de botones.

Algo penetró silbando en la cabina y se estrelló contra la pared del fondo, a diez centímetros de la cabeza de Christine. ¡Una bala! Abrió un boquete en la superficie metálica. El estampido del disparo pareció casi una ocurrencia tardía.

—¡Al suelo! —gritó Charlie mientras pulsaba el botón para cerrar la cabina.

Otra bala atravesó las puertas cuando éstas comenzaron a cerrarse y él oprimió el botón del último piso. Chewbacca siguió ladrando. Christine gritaba. Por fin las puertas se cerraron, el ascensor emprendió su marcha ascendente y Charlie creyó oír un último disparo fútil mientras ellos subían aprisa desde las profundidades de cemento.

Era evidente que los asesinos no habían esperado que el perro reaccionara con tanta rapidez y tan gran estrépito. Supusieron que Christine y Joey saldrían primero del ascensor, y no se hallaban preparados para atacar a su presa dentro del ascensor. De lo contrario los disparos habrían sido más certeros, y Joey o su madre, o ambos, estarían ya muertos.

Si hubiese suerte, los únicos pistoleros serían los del nivel más bajo del garaje. Pero si ellos hubiesen previsto esa contingencia, ante la posibilidad de que sus perseguidos lo intuyeran y no saliesen del ascensor, podrían haber apostado a otros en el piso superior. Como el ascensor se paraba en cualquier planta, otra escuadra podría estar esperando allí a que se abrieran las puertas.

—«Pero ¿cómo nos han encontrado? —se preguntó desesperado Charlie mientras Christine se levantaba del suelo—. ¡Por el nombre de Cristo! ¿Cómo?».

Conservaba todavía la pistola que había llevado a la Iglesia del Crepúsculo aquella mañana. La sacó y apuntó hacia las puertas.

El ascensor no se paró hasta alcanzar el último piso del garaje. Las puertas se abrieron. Luces amarillentas, paredes de cemento grisáceo. Coches rutilantes aparcados en angostos espacios. Pero nada de hombres con pistolas.

—¡Vamos! —apremió Charlie.

Los tres corrieron porque sabían que los hombres de la planta baja estarían moviéndose aprisa para perseguirlos.